lunes, 25 de mayo de 2009

EL DESCENSO - Jeff Long - (ebook) (tercera parte)

Camp Molly, Oskova, Fuerzas de Intervención de la OTAN en Bosnia-Herzegovina (1FOR), i."
División de Caballería Aerotransportada, del Ejército de Estados Unidos
1996
02.10 horas
Lluvia.
Las carreteras y los puentes habían desaparecido arrastrados por las aguas. Los
ríos estaban desbordados. Había que rehacer los mapas de operaciones. Los convoyes
estaban paralizados. Los deslizamientos de tierras llevaban las minas dormidas hacia
las zonas tan laboriosamente despejadas. Los viajes por tierra se habían
interrumpido.
Lo mismo que Noé se posó sobre la cima de una montaña, Camp Molly se
levantaba sobre un océano de barro, con sus pecadores enmudecidos y el mundo
controlado. Bosnia, maldijo Branch. Pobre Bosnia.
El mayor cruzó corriendo el azotado campamento sobre una calzada hecha a
base de tablones colocados al estilo de una ciudad de la frontera, para mantener al
menos las botas por encima del cenagal. «Os protegimos contra la oscuridad eterna,
guiados por nuestro sentido de la justicia.» Ese era el gran misterio en la vida de
Branch: cómo era posible que veintidós años después de haber escapado de St. John
para pilotar helicópteros, todavía pudiera creer en la salvación.
Las luces de los focos se deslizaban sobre desordenados rollos de alambradas,
al otro lado de trampas antitanques, barras cruzadas y más alambre de espino. El
armamento de la compañía, incluidos los cañones y las ametralladoras, apuntaba
hacia las distantes colinas. Las sombras convertían los lanzacohetes múltiples en
El Descenso
Jeff Long
tubos de órgano de catedral barroca. Los helicópteros de Branch relucían como
preciosos caballitos del diablo, inmovilizados por el inicio del invierno.
Branch notaba el campamento a su alrededor, sus límites, sus vigilantes. Sabía
que los centinelas soportaban la despiadada noche envueltos en una armadura de
fibra de vidrio a prueba de balas, pero no protegida contra la lluvia. Se preguntó si
los cruzados que pasaron por allí camino de Jerusalén habrían detestado la cota de
malla tanto como estos
rangers
odiaban el kevlar. «Cada fortaleza es un monasterio —
le confirmaba su vigilancia—. Cada monasterio es una fortaleza.»
Rodeados de en emigos, oficialmente no había enemigos para ellos. Con la
civilización dejándose un goteo en agujeros de mierda como Mogadiscio, Kigali y
Port-au-Prince, el «nuevo» ejército se hallaba sometido a órdenes estrictas: no tendrás
ningún enemigo. No habrá bajas. No habrá tumbas. Ocuparás las alturas sólo
durante el tiempo suficiente como para permitir que los políticos se salven y sean
reelegidos, y luego te moverás hacia el siguiente agujero. El paisaje cambiaba. No así
los odios.
Beirut. Irak. Somalia. Haití. En su expediente aparecían algunos nombres
malditos. Y ahora esto. Los acuerdos de Dayton habían designado este artificio
geográfico como una ZDS (zona de separación) entre musulmanes, serbios y croatas.
Si esta lluvia los mantenía separados, sólo deseaba que no se detuviera nunca.
En enero, cuando la Primera de Caballería entró, cruzando el Drina sobre un
puente de pontones, encontraron una tierra que les hizo pensar en las grandes
batallas de la primera guerra mundial. Las trincheras cruzaban los campos donde
había espantapájaros vestidos como soldados. Los cuervos negros puntuaban la
nieve blanca. Los esqueletos se quebraban bajo las ruedas de sus Humyee. Las gentes
surgían de entre las ruinas llevando aún sus viejas armas de pedernal y hasta arcos y
lanzas. Los combatientes urbanos habían desenterrado hasta las tuberías de sus casas
para fabricar armas. Branch no sentía el menor deseo de salvarlos. Eran salvajes que
no querían ser salvados.
Llegó al bunker de la colina, donde estaba el puesto de mando y de
comunicaciones. Por un momento, bajo la oscura lluvia, el montículo terrenal parecía
un zigurat a medio terminar, más primitivo que la primera pirámide egipcia.
Ascendió unos pocos pasos y luego descendió profundamente entre sacos terreros
apilados.
En el interior, una batería de pantallas se alineaban contra la pared del fondo.
Hombres y mujeres uniformados se sentaban ante unas mesas, con los rostros
iluminados por las pantallas de los ordenadores. Las luces del techo estaban bajas,
para facilitar la lectura de las pantallas.
Quizá hubiera en total tres docenas de personas. Era pronto y hacía frío para
que fuesen tantos. La lluvia golpeaba sin pausa contra los protectores de goma de la
puerta, por encima y por detrás de él.
—Hola, mayor. Bienvenido. Aquí tiene: sabía que esto era para alguien.
Branch vio acercarse la taza de chocolate caliente y cruzó los dedos.
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—¡Atrás, demonio! —exclamó, bromeando, aunque no del todo. La tentación
estaba en las minucias. Era perfectamente posible reblandecerse en una zona de
combate, especialmente en una tan bien alimentada como Bosnia. Dejándose llevar
por el espíritu espartano, también rechazó los Doritos—. ¿Ha pasado algo nuevo? —
preguntó.
—Absolutamente nada —contestó McDaniels, que se apoderó ávidamente del
chocolate de Branch.
—Quizá haya terminado todo —comentó Branch consultando su reloj—. Quizá
fue algo que nunca ocurrió.
—Ah, hombre de poca fe —dijo el delgado piloto—. Yo mismo lo vi con mis
propios ojos. Todos lo vimos.
Todos, excepto Branch y su copiloto Ramada. Se habían pasado los tres últimos
días sobrevolando el sur, en busca de un convoy desaparecido de la Media Luna
Roja. Al regresar, cansados como perros, se encontraron con este ajetreo de
medianoche. Ramada ya estaba allí, revisando ávidamente el correo electrónico de su
casa en una consola libre de servicio.
—Espere a ver las cintas —dijo McDaniels—. Es una extraña mierda. Ha
ocurrido tres noches seguidas, a la misma hora y en el mismo lugar. Esto se está
convirtiendo en una atracción muy popular. Deberíamos vender entradas.
Sólo había espacio para permanecer de pie. Algunos de los presentes eran
soldados sentados tras los ordenadores de servicio, conectados con la base Águila, en
Tuzla. Pero, esta noche, la mayoría de los presentes eran civiles con colas de caballo,
barbas de chivo mal cuidadas, camisetas PX en las que se leía «Sobreviví a la
operación
Joint Endeavor»,
o «Golpea todo lo que puedas golpear», con la obligatoria
«carne» trazada sinuosamente por debajo, con marcador mágico. Algunos eran
viejos, pero la mayoría de ellos eran jóvenes, como los soldados.
Branch los observó. Conocía a muchos de ellos. Eran pocos los que llegaban con
un título de licenciado o de medicina. Ninguno de ellos dejaba de oler a tumba. En
consonancia con el surrealismo general de la situación en Bosnia, se habían
catalogado a sí mismos como magos, igual que en Oz. El Tribunal de Crímenes de
Guerra de la ONU había encargado que se efectuaran exhumaciones forenses en los
lugares de ejecución repartidos por toda Bosnia. Los magos eran los excavadores. Día
tras día, su trabajo consistía en hacer hablar a los muertos.
Como los serbios habían perpetrado la mayor parte de los actos genocidas en el
sector estadounidense y habrían disparado contra estos fisgones profesionales, el
coronel Frederickson había decidido alojar a los magos en el interior de la base. Los
cadáveres se almacenaban en una antigua fábrica de rodamientos de bolas, en las
afueras de Kalejisa.
Acomodar a esta tribu científica había exigido un gran esfuerzo a la Primera de
Caballería. Durante el primer mes de convivencia, la irreverencia de los brujos, sus
excentricidades y revistas porno supusieron una refrescante variación. Pero a medida
que avanzó el año degeneraron hasta convertirse en una cansada pandilla de
animales de zoológico, una especie de MASH de los muertos. Ingerían con gran
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placer comidas preparadas indigeribles y se bebían todas las Coca-Colas dietéticas
gratuitas.
En consonancia con el tiempo, ya que cuando llovía diluviaba, el número de los
científicos se había triplicado en las tres últimas semanas. Ahora que ya se habían
celebrado las elecciones en Bosnia, el IFOR empezaba a reducir su presencia. Las
tropas regresaban a casa y se cerraban las bases. De ese modo, los brujos perdían las
armas que les protegían y sabían que, sin protección, no podían quedarse. Eso
significaba que quedarían sin investigar un gran número de lugares donde se habían
perpetrado matanzas.
Impulsada por la desesperación, la doctora Christie Chambers había emitido
una llamada de última hora a través de la red. Desde Israel a España, desde Australia
a Chelley Canyon o Seattle, los arqueólogos dejaron sus palas y laboratorios técnicos
y se marcharon sin paga, los médicos sacrificaron sus vacaciones tenísticas y los
profesores «prestaron» a estudiantes graduados para que pudieran continuar las
exhumaciones. Sus tarjetas de identificación, apresuradamente confeccionadas,
ofrecían una visión de quién era quién en las ciencias necrológicas. En conjunto,
Branch tenía que admitir que no constituían tan mala compañía, si es que se iban a
quedar varados en una isla como Molly.
—¡Eh! Contacto —anunció la sargento Jeff erson ante una pantalla.
Todos los presentes contuvieron la respiración. La gente se situó tras ella para
ver lo que veía el KH-12, el satélite
Keyhole,
en órbita geoestacionaria. A izquierda y
derecha, seis pantallas mostraban la misma imagen. McDaniels y Ramada y otros tres
pilotos acaparaban una pantalla para ellos solos.
—Branch —dijo uno de ellos, y le hicieron espacio.
La pantalla estaba muy animada, mostrando una geografía geológica y de color
verde. Un ordenador superponía la imagen del satélite y los datos del radar sobre un
mapa fantasma.
—Zulú Cuatro —dijo Ramada, que indicó con su puntero electrónico. Justo
debajo del puntero, sucedió de nuevo.
La imagen enviada por el satélite floreció con un rosado estallido de calor.
La sargento siguió la pista de la imagen y tecleó un sensor remoto diferente
sobre el ordenador. La visión cambió de termal a otras radiaciones. Aparecieron las
mismas coordenadas, pero con diferentes colores. Elaboró metódicamente más
variaciones sobre el mismo tema. A lo largo del borde de la pantalla, las imágenes se
acumularon formando una hilera nítida. Eran vistas de PowerPoint, informes de
situación visual y de las noches anteriores. La pantalla del centro era tiempo real.
—SLR. Pasamos ahora a UV —anunció. Tenía una profunda voz de bajo, y bien
podría haberse dedicado a cantar el evangelio—. Descomposición del espectro, aquí...
Gamma.
—¡Alto! ¿Lo ve?
Una mancha de luz brillante se derramaba de un modo amorfo desde Zulú
Cuatro.
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—¿Qué es lo que estoy viendo aquí, por favor? —preguntó uno de los brujos
desde la pantalla situada junto a la de Branch—. ¿Cuál es la naturaleza? ¿Radiación,
química o qué?
—Nitrógeno —dijo su grueso compañero—. Lo mismo que anoche y que
anteanoche.
Branch se limitó a escuchar. Otro de los muchachos lanzó un silbido.
—Miren esta concentración. ¿La atmósfera normal está compuesta de, qué, un
ochenta por ciento de nitrógeno?
—Setenta y ocho coma dos.
—Tendría que ser cerca de noventa.
—El valor fluctúa. Las dos noches anteriores alcanzó casi los noventa y seis.
Pero luego desapareció. A la salida del sol, vuelve a ser un resto, apenas por encima
de lo normal.
Branch se dio cuenta de que no era el único que les prestaba atención. Sus
pilotos también lo hacían. Lo mismo que él, con la mirada fija en su propia pantalla.
—No acabo de comprenderlo —dijo un muchacho con acné—. ¿Qué es lo que
produce esta clase de oleada? ¿De dónde sale todo ese nitrógeno?
Branch esperó, respetando su pausa colectiva. Quizá los brujos tuvieran alguna
respuesta.
—Os lo diré otra vez, muchachos.
—Vamos, Barry, ahórranos el discurso.
—No lo queréis escuchar, pero os aseguro que...
—Dígamelo a mí —intervino Branch.
Tres pares de gafas se volvieron hacia él. El joven llamado Barry parecía sentirse
incómodo.
—Sé que parece una locura, pero creo que se trata de los muertos. Aquí no hay
ningún misterio. La materia animal se descompone. El tejido muerto se amoniza. Eso
implica la presencia de nitrógeno, por si lo había olvidado.
—Después, las nitrosomonas oxidan el amoniaco y lo convierten en nitrato. Y
las nitrobacterias oxidan el nitrato, convirtiéndolo en otros nitratos. —El hombre
grueso utilizaba un tono de disco rayado—. Los nitratos son absorbidos por las
plantas verdes. En otras palabras, el nitrógeno nunca aparece por encima del nivel
del suelo. No podemos decir lo mismo de esto.
—Habla de bacterias nitrificadoras. Pero también existen bacterias
desnitrificadoras, como sabe muy bien. Y esas sí que se filtran por encima del terreno.
—Digamos que el nitrógeno procede de la descomposición —dijo Branch
dirigiéndose al joven Barry—. Eso tampoco explicaría por qué se produce esta
concentración, ¿verdad?
Barry se mostró evasivo.
—Hubo supervivientes —explicó—. Siempre los hay. Eso nos ayudó a saber
dónde debíamos excavar. Tres de ellos testificaron que ése fue uno de los principales
lugares de ejecución. Lo utilizaron durante un período superior a once meses.
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—Le escucho —asintió Branch, sin estar muy seguro de saber adonde
conduciría aquello.
—Hemos documentado la presencia de trescientos cuerpos, pero hay más.
Quizá mil. Quizá incluso muchos más. Todavía hay desaparecidos, de cinco a siete
mil, sólo en la zona de Srebenica. Quién sabe lo que podemos encontrar por debajo
de esta capa principal. Apenas habíamos empezado a abrir la zona Zulú Cuatro
cuando nos interrumpió la lluvia.
—Jodida lluvia —murmuraron casi al unísono los de gafas, situados a su
izquierda.
—Un montón de cuerpos —dijo Branch, tratando de que siguiera hablando.
—Correcto. Muchos cuerpos. Mucha descomposición y mucha liberación de
nitrógeno.
—Erróneo —intervino el gordo, que se dirigía ahora a Branch sacudiendo la
cabeza con gesto de pena—. Barry se contradice con su propio argumento. El cuerpo
humano sólo contiene un tres por ciento de nitrógeno. Tiene que tratarse de algo
más, de algo asociado con los cuerpos, ¿vale?
Branch no sonrió. Llevaba meses observando cómo los tipos de investigación
forense se ponían cebos unos a otros con estupideces, desde plantar un cráneo ante la
tienda de comunicaciones telefónicas de la AT&T, hasta hacer gala de ingenio verbal,
como aquellas insinuaciones de canibalismo. Su desaprobación no tenía nada que ver
con la salud mental de aquellos científicos, sino más bien con el sentido del bien y del
mal de sus propias tropas. La muerte nunca podía ser un chiste.
Miró fijamente a Barry. Aquel muchacho no era ningún estúpido. Era evidente
que había pensado en esto.
—¿Qué me puede decir de las fluctuaciones? —le preguntó Branch—. ¿Cómo
puede la descomposición explicar los altibajos en los niveles de nitrógeno?
—¿Y si la causa fuera periódica? —Barry se mostró paciente—. ¿Y si se están
removiendo los restos, pero sólo a ciertas horas?
—Erróneo.
—En plena noche.
—Erróneo.
—Cuando lógicamente creen que no podemos verles. Como para confirmar sus
palabras, el grupo se movió de nuevo.
—¡Qué demonios!
—¡Es imposible!
Branch apartó sus ojos de la mirada franca de Barry y echó un vistazo a la
pantalla.
—Dénos un primer plano —dijo una voz desde el extremo de la línea.
La telefoto se aproximó, en incrementos peristálticos de aumento.
—Eso es todo lo que se puede conseguir —dijo el capitán—. Corresponde a diez
metros cuadrados.
Podían verse los huesos amontonados en negativo. Cientos de esqueletos
humanos flotaban en un gigantesco y enmarañado abrazo.
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—Espere... —murmuró McDaniels—. Mire. —Branch se concentró en la
pantalla—. Ahí.
El montón de muertos se agitó, aparentemente desde abajo. Branch parpadeó.
Como si se sintieran incómodos, los huesos volvieron a moverse.
—Jodidos serbios —maldijo McDaniels.
Nadie se opuso a la acusación. Últimamente, los serbios parecían haber
encontrado la fórmula para convertirse en la causa de todos los males.
Aquellas historias de niños obligados a comerse el hígado de sus padres, de
mujeres violadas interminablemente, durante meses, de cada perversión que... todas
eran ciertas. Y eso a pesar de que cada bando había cometido atrocidades en nombre
de Dios, de la historia, de las fronteras o de la venganza.
Pero de todas las facciones en liza, únicamente los serbios trataban de borrar las
huellas de sus pecados. Hasta que la Primera de Caballería lo impidió, los serbios se
apresuraron a excavar fosas comunes, a arrojar los restos a pozos mineros o a
triturarlos con maquinaria pesada para convertirlos en fertilizantes.
Extrañamente, su terrible industria dio esperanzas a Branch. Al destruir las
pruebas de sus crímenes, los serbios trataban de escapar al castigo o a la culpa. Pero,
además de eso, ¿y si el mal no pudiera existir sin culpabilidad? ¿Y si fuera
precisamente ésta su castigo? ¿Y si fuera ésta su penitencia?
—¿Qué vamos a hacer, Bob?
Branch levantó la mirada, no tanto por la voz como por la libertad que ella se
tomaba delante de los subordinados.
Bob era el coronel, que acababa de llegar. Lo que significaba que su inquisidor
sólo podía ser María-Christina Chambers, la reina de los necrófagos, formidable por
derecho propio. Branch no la había visto al examinar a los presentes.
Profesora de patología de la Universidad de Oakland en período de excedencia
sabática, Chambers tenía el cabello gris y el pedigrí como para relacionarse con quien
quisiera. Como enfermera, había visto más combates en Vietnam que la mayoría de
Boinas Verdes. La leyenda decía que llegó incluso a empuñar un fusil durante la
ofensiva del Tet. Despreciaba el licor tomado en copitas, juraba como un carretero y
siempre andaba contando chistes sucios o hablando como un campesino de Kansas.
Le caía bien a los soldados, incluido el propio Branch. Además, el coronel, Bob, y ella
se habían hecho buenos amigos, aunque era cierto que no parecían estar de acuerdo
sobre este tema en concreto.
—¿Vamos a esquivar de nuevo a esos bastardos?
La estancia quedó tan silenciosa que Branch escuchó el sonido de las teclas
pulsadas por el capitán.
—Doctora Chambers... —dijo un cabo, que trató de alejarla de allí.
—Váyase a la mierda —le interrumpió Chambers—. Estoy hablando con su jefe.
—Christie —le rogó el coronel.
Chambers, sin embargo, no estaba dispuesta a dejarse aplacar. En beneficio
suyo, es preciso decir que no llevaba ninguna botella. Miraba coléricamente.
—¿Esquivar?
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—Sí.
—¿Qué más quieres que hagamos, Christie?
Todos los tablones de anuncios del campamento contenían el cartel de «Se
busca», editado por la OTAN, en el que aparecían los rostros de cincuenta y cuatro
hombres acusados de los peores crímenes de guerra. A las IFOR, las Fuerzas de
Intervención, se les había confiado la tarea de detener a cada uno de aquellos
hombres cuando los encontraran. Milagrosamente, y a pesar de los nueve meses que
llevaban en el país y de una costosa operación de inteligencia, las IFOR no habían
encontrado a uno solo de ellos. En varias ocasiones notables, las IFOR habían mirado
literalmente hacia otro lado para no ver lo que tenían delante.
La lección se había aprendido en Somalia. Mientras se dedicaban a cazar al
tirano, veinticuatro
rangers
quedaron atrapados, fueron aniquilados y arrastrados por
los talones tras sus vehículos. El propio Branch no encontró la muerte en aquel
callejón por cuestión de minutos.
La pretensión dominante era que todos los soldados regresaran a casa para
Navidad, vivos y en buena forma. La autoconservación era una idea muy popular,
incluso más que la recogida de pruebas o la aplicación de la justicia.
—Sabes muy bien lo que están haciendo —dijo Chambers.
La masa de huesos se movía en el interior de la parpadeante mancha de
nitrógeno.
—No, en realidad no lo sé.
Chambers no se dejó amilanar. Lo que dijo a continuación fue, sencillamente,
grandioso.
—«No permitiré que se cometa ninguna atrocidad en mi presencia» —dijo,
citando las propias palabras del coronel.
Fue un acto inteligente de insubordinación, su forma de declarar que ella y sus
científicos no eran los únicos en sentir asco. La cita procedía de los propios
rangers
del coronel. Durante el primer mes en Bosnia, una patrulla se topó con una violación,
y recibieron la orden de aguardar, sin intervenir. Se difundió la noticia del incidente.
Encolerizados, los mismos soldados de éste y de otros campamentos asumieron la
tarea de preparar su propio código de conducta. Cien años antes, cualquier ejército
del mundo habría empuñado el látigo ante tal atrevimiento. Veinte años antes, los
altos mandos habrían dado unas cuantas patadas en el trasero. Pero en el ejército
voluntario moderno se permitían esta clase de iniciativas de abajo arriba. Regla Seis,
así la llamaban.
—No veo ninguna atrocidad —dijo el coronel—. No veo a ningún serbio
trabajando ahí, a ningún actor humano. Podrían ser animales.
—Maldita sea, Bob. —Habían pasado por lo mismo una docena de veces, pero
nunca en público ni de esta forma—. En nombre de la decencia —añadió Chambers
—, si no podemos levantar nuestra espada contra el mal... —Se dio cuenta a tiempo
del tópico que estaba a punto de decir y lo dejó de lado—. Mira —empezó de nuevo
—. Mi gente localizó la zona Zulú Cuatro y la abrió. Empleó cinco valiosos días en
atravesar la capa superior de cuerpos. Eso fue antes de que la maldita lluvia nos
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obligara a dejarlo. Ésta es, con mucha diferencia, la fosa común más grande que
hemos encontrado. Ahí debe de haber por lo menos otros ochocientos cuerpos.
Nuestra documentación ha sido, hasta el momento, impecable. Las pruebas que
obtengamos de Zulú Cuatro van a permitirnos condenar a tipos de la peor ralea,
siempre y cuando podamos terminar nuestro trabajo. No estoy dispuesta a
contemplar impasible cómo unos condenados lobos humanos lo destruyen todo. Ya
es horrendo que perpetraran una matanza, pero ¿despojar encima a los muertos?
Nuestro trabajo consiste en proteger ese sitio.
—Ése no es nuestro trabajo —dijo el coronel—. No se nos ha ordenado que
protejamos las tumbas.—Los derechos humanos dependen...
—Los derechos humanos no son nuestro trabajo.
Surgió una ráfaga de estática de la radio, que se convirtió en palabras antes de
que volviera a reinar el silencio.
—Yo veo una fosa común abierta por diez días de lluvia ininterrumpida —dijo
el coronel—. Veo actuar a la naturaleza. Nada más.
—Por una vez, asegurémonos —insistió Chambers—. Es todo lo que pido.
—No.
—Un helicóptero. Una hora.
—¿Con este tiempo? ¿Por la noche? Fíjate en toda esa zona, inundada de
nitrógeno.
En línea, las seis pantallas palpitaban con una coloración eléctrica. «Descansad
en paz», pensó Branch. Pero los huesos volvieron a moverse.
—Justo delante de tus ojos... —murmuró Christie.
De repente, Branch se sintió abrumado. Le parecía obsceno que a aquellos
hombres y muchachos muertos se les removiera de su único escondrijo. Debido a la
terrible forma en que murieron, estaban destinados a ser sacados a la luz por un
bando o por el otro, si no por los serbios, por los Chambers y su jauría de perros,
quizá una y otra vez. Sus madres, esposas, hijos e hijas los verían en este cruel estado,
y aquella imagen obsesionaría para siempre a sus seres queridos.
—Yo iré —se oyó decir a sí mismo.
Cuando el coronel se dio cuenta de que era Branch quien así había hablado, la
expresión de su rostro se desmoronó.
—¿Mayor? —dijo, como si le preguntara «¿Tu quoque?».
En ese instante, el universo reveló profundidades que Branch no calculaba y
con las que ni siquiera soñaba. Por primera vez en su vida, se dio cuenta de que era
un hijo predilecto y de que el coronel confiaba en entregarle algún día el mando de la
división. Pero Branch comprendió la magnitud de su traición demasiado tarde.
También se preguntó qué le había impulsado a decirlo. Lo mismo que el
coronel, era un soldado entre soldados. Conocía perfectamente bien el significado del
deber y se preocupaba por sus hombres, comprendía la guerra como un oficio, más
que como una misión, no esquivaba ninguna dureza y era tan valiente como se lo
permitían la sabiduría y el rango. Había visto su sombra proyectada bajo soles
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extranjeros, había enterrado a amigos, soportado heridas, causado daño entre sus
enemigos.
Por todo eso, Branch no se consideraba un héroe. No creía en los héroes. La
época que le había tocado vivir era demasiado complicada.
Y, sin embargo, como Elias que era, se encontró defendiendo la propuesta.
—Alguien tenía que empezar —dijo con terrible timidez.
—Tenía —repitió el coronel.
Sin saber muy bien lo que había querido decir, Branch no intentó definirse.
—Señor —dijo—, sí, señor.
—¿Le parece esto necesario?
—Ya hemos llegado demasiado lejos, señor.
—También a mí me gustaría creerlo así. ¿Qué espera conseguir, sin embargo?
—Es posible que esta vez podamos mirarles a los ojos —contestó Branch.
—¿Y luego?
Branch se sintió desnudo, estúpido y solo.
—Obligarles a responder.
—Sus respuestas serán falsas —dijo el coronel—. Siempre lo son. ¿Qué hacemos
entonces?
—Obligarles a dejarlo, señor —contestó tras un momento de vacilación.
Sin poder contenerse, Ramada acudió en rescate de Branch.
—Con su permiso, señor —dijo—. Me presento voluntario para acompañar al
mayor, señor.
—Y yo —dijo McDaniels adelantándose.
Desde diversos lados de la estancia, las otras tripulaciones también se
presentaron como voluntarios. Sin necesidad de pedirlo, Branch se había agenciado
toda una fuerza expedicionaria de helicópteros artillados. Era algo terrible, una
demostración de apoyo muy cercana al parricidio. Branch inclinó la cabeza. En el
fuerte suspiro que siguió, Branch se sintió liberado para siempre del corazón del
viejo. Fue, sin embargo, una libertad solitaria la que encontró, una libertad que no
deseaba, pero que ahora era suya.
—Vaya entonces —dijo finalmente el coronel.
04.10 horas
Branch voló bajo, con las luces apagadas y las palas hendiendo el cielo
encapotado.
Los otros dos Apache le seguían muy de cerca, lobunos y feroces.
Imprimió al pájaro su velocidad de crucero de 145 kilómetros por hora. Había
que acabar con este asunto. Al amanecer, habría tortas con beicon para su puñado de
paladines, un rato de descanso y vuelta a empezar. A mantener la paz. A permanecer
con vida.
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Branch los guió a través de la oscuridad, mediante los instrumentos que tanto
odiaba. Por lo que a él se refería, la tecnología de visión nocturna era un acto de fe
inmerecido. Pero esta noche, con el cielo vacío de todo, excepto su pelotón, y debido
al extraño peligro de aquella nube de nitrógeno, invisible para el ojo humano, Branch
prefirió basarse en lo que veía a través de su monóculo de enfoque de objetivo
montado sobre el casco de vuelo y en los instrumentos ópticos.
La pantalla de asiento y sus monóculos mostraban una imagen virtual de
Bosnia transmitida desde la base. Allí, un programa de software llamado Power
Scene traducía todas las imágenes actuales de su zona obtenidas por los satélites, los
mapas, un Boeing 707 Night Stalker que volaba a mucha altura y las fotografías
diurnas. El resultado era una simulación tridimensional, obtenida casi en tiempo real.
Por delante estaba el Drina, como desde hacía un rato.
Sobre su mapa virtual, Branch y Ramada no llegarían a Zulú Cuatro hasta poco
después de encontrarse realmente allí. Se necesitaba práctica para acostumbrarse a
eso. Las imágenes visuales tridimensionales son tan buenas que uno casi querría
creer en ellas. Pero los mapas no son nunca verdaderos mapas del lugar hacia el que
se va; sólo son correctos con respecto al lugar en el que ya se ha estado, como una
memoria del futuro.
Zulú Cuatro se hallaba a diez grados al sureste de Kalejisa, en dirección a
Srebenica y otros campos de la muerte que bordeaban el río Drina. Buena parte de la
peor destrucción se arracimaba a lo largo del río, en la frontera con Serbia.
Desde el asiento posterior del helicóptero, Ramada murmuró «Gloria» en
cuanto aquello apareció ante su vista.
Branch apartó la atención del Power Scene para concentrarla en el escáner
nocturno en tiempo real. Delante de sí, vio lo que Ramada quería decir.
La cúpula de gases que se elevaba sobre Zulú Cuatro era carmesí y formidable.
Era como la evidencia bíblica de una grieta producida en el cosmos. Al acercarse
más, el nitrógeno adquirió el aspecto de una flor enorme, cuyos pétalos se curvaban
bajo el entoldado de los nimboestratos, a medida que los gases chocaban contra el
aire frío y caían de nuevo. Incluso al situarse a su lado, la flor mortal apareció en su
Power Scene como un banco de información desplegada, superpuesta en la pantalla.
La escena cambió. Branch observó la imagen por satélite de sus Apache que ahora
llegaban por donde ya habían pasado. «Buenos días», saludó a su tardía imagen.
—¿Lo estáis oliendo, muchachos? Corto.
Ése debía de ser McDaniels, el ametrallador situado a las ocho.
—Huele como un cubo lleno de Mr. Clean.
Branch conocía la voz; era la de Teague, en el helicóptero de detrás. Alguien
empezó a tararear una melodía de la tele.
—Huele a meados.
Ése era Ramada, tan terminante como el hierro. Dejaos de dar tantas vueltas,
quería decir.
Branch se puso a la altura del borde delantero del hedor y espiró
inmediatamente.
El Descenso
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Amoniaco. El nitrógeno brotaba de Zulú Cuatro. Olía efectivamente a orina, a
podrida orina matinal de diez días. A cloaca.
—Máscaras —dijo, y se colocó la suya bien apretada contra los huesos de la
cara.
¿Por qué correr riesgos? El oxígeno surgió frío y limpio, introduciéndose en los
senos de su nariz.
El penacho se encogió, achaparrado, ancho, de unos cuatrocientos metros de
altura.
Branch intentó valorar los posibles peligros con sus instrumentos y filtros de luz
artificial. A la mierda con todo aquel material. Le informaba de bien poca cosa. Optó
por la precaución.
—Atención —dijo—. Lovey, Mac, Teague, Schulbe, todos vosotros. Quiero que
ocupéis posiciones a un grado del borde. Manteneos allí mientras Ram y yo trazamos
un círculo alrededor de la bestia, en el sentido de las agujas del reloj.
Empezó a trazarlo mientras seguía hablando. ¿Por qué no en sentido contrario a
las agujas del reloj? ¿Por qué no volar por encima?
—Procuraré efectuar toda la espiral y volar alto antes de regresar al grupo.
Procuremos no meternos dentro de ahí hasta que todo esto no tenga algo más de
sentido.
—Eso es música para mis oídos, jefe —aprobó Ramada, navegante del
helicóptero—. Nada de aventuras. Nada de héroes.
A excepción de la foto que le había mostrado a Branch, Ramada aún tenía
pendiente conocer a su bebé recién nacido en Norman, Oklahoma. No debería haber
venido en esta salida, pero tampoco quiso quedarse atrás. Su voto de confianza sólo
contribuyó a que Branch se sintiera peor. En momentos como éste, Branch detestaba
su propio carisma. Era como una maldición para él. Más de un soldado había muerto
siguiéndolo por el camino del diablo.
—¿Alguna pregunta?
Branch esperó. Ninguna. Se ladeó a la izquierda, alejándose rápidamente del
grupo. Empezó a efectuar el rodeo, en el sentido de las agujas del reloj. Inició la
espiral más ancha y se atrevió a acercarse más. El penacho tenía aproximadamente
dos kilómetros de circunferencia en su parte más ancha.
Erizado de ametralladoras y cohetes, ef ectuó la vuelta completa a alta
velocidad, por si algún cabeza de chorlito se ocultaba en el bosque de abajo con un
SAM sobre el hombro y
slivovitz
en lugar de sangre. No estaba aquí para provocar
una guerra, sino sólo para determinar algo extraño. Era evidente que allí ocurría
algo, pero ¿qué?
Una vez completado el círculo, Branch se detuvo y observó sus helicópteros a la
espera, formando un oscuro manojo en la distancia, con sus parpadeantes luces rojas.
—No parece que esto sea el hogar de nadie —dijo—. ¿Alguien ha visto algo?
—Nada —contestó Lovey.
—Negativo por aquí —dijo McDaniels.
El Descenso
Jeff Long
En Molly, los allí reunidos compartían con Branch la visión electrónicamente
aumentada.
—Su visibilidad no es buena, Elias.
Era la propia Maria—Christina Chambers.
—¿Doctora Chambers? —preguntó.
¿Qué demonios hacía ella en la red?
—Es lo de siempre, Elias. Los árboles no dejan ver el bosque. Estamos
demasiado saturados de magnífica óptica. Las cámaras se ven afectadas por el
nitrógeno, así que lo único que vemos es nitrógeno. ¿Alguna posibilidad de meterse
dentro y echar un vistazo de primera mano?
Por mucho que aquella mujer le cayera bien, por mucho que deseara meterse
allí y echar aquel condenado vistazo de primera mano, la vieja no tenía nada que
hacer en su cadena de mando.
—Eso tiene que decidirlo el coronel —dijo.
—El coronel se ha marchado. Tengo la clara impresión de que le ha dado...
libertad total.
El hecho de que Christie Chambers pudiera hacer peticiones directamente por
el canal militar sólo podía significar que el coronel había abandonado, efectivamente,
el centro de mando. El mensaje estaba claro. Puesto que Branch se había mostrado
tan independiente, ahora tendría que arreglárselas por sí solo. En los tiempos
antiguos, eso se parecía mucho al ostracismo. Branch se lo había ganado a pulso.
—Roger —dijo Branch inútilmente.
¿Y ahora qué? ¿Ir? ¿Quedarse? «Buscar las manzanas doradas del sol...»
—Estoy valorando la situación —comunicó—. Informaré de mi decisión. Corto.
Se mantuvo fuera del alcance de la densa masa opaca y la enfocó con la cámara
y los sensores montados en el morro. Era como encontrarse ante el primer hongo
atómico.
Si al menos pudiera ver algo... Nervioso por culpa de la tecnología, Branch
apagó de pronto la visión nocturna de infrarrojos y se quitó el visor. Luego encendió
los focos instalados bajo el vientre del helicóptero.
Instantáneamente, se desvaneció el espectro de una gigantesca nube de color
púrpura.
Extendiéndose ante ellos, Branch vio un bosque... con árboles. Fuertes sombras
alargadas y peladas. Cerca del centro, los árboles habían perdido las hojas. La
liberación de nitrógeno de las noches anteriores las había destruido.
—¡Santo Dios! —la exclamación de Chambers le dolió en los oídos.
Un verdadero pandemónium se desató en las ondas.
—¿Qué demonios ha sido eso? —gritó alguien.
Branch no reconoció la voz, pero, a juzgar por los sonidos de fondo, parecía
como si en Molly hubiese estallado un pequeño tumulto. Branch se puso tenso.
—Repitan. Corto —dijo.
—No me diga que no ha visto eso —dijo de nuevo Chambers—. Al apagar
usted las luces...
El Descenso
Jeff Long
La sala de mando sonaba como un guirigay de aves tropicales asediadas por el
pánico. Alguien gritaba: «Llamad al coronel. Llamad al coronel. ¡Ahora mismo!».
Otra voz pedía: «Contésteme, contésteme».
—¿Qué diablos es eso? —preguntó McDaniels desde el grupo que esperaba—.
Corto.
Branch esperó con sus pilotos, escuchando el caos que se había producido en la
base.
Luego surgió una voz militar. Era la sargento JefFerson, ante su ordenador.
—Eco Tango, ¿me recibe? Corto.
Resultó consolador escuchar su disciplina radiofónica.
—Aquí Eco Tango a base —contestó Branch—. La recibo alto y claro. ¿Qué ha
ocurrido por ahí? Corto.
—Un gran movimiento en la alimentación del LandSat, Eco Tango. Algo está
pasando ahí fuera. Los infrarrojos mostraron múltiples oscilaciones. ¿Dice que no ha
visto nada? Corto.
Branch entrecerró los ojos para mirar a través del parabrisas. La lluvia parecía
plastificada sobre el plexiglás, dificultando su visión. Inclinó el aparato hacia abajo
para que Ramada pudiera mirar sin obstáculos. Desde esta distancia, el lugar parecía
tóxico, pero pacífico.
—¿Ram? —preguntó desconcertado.
—No lo entiendo —dijo Ramada.
—¿Se ve mejor? —preguntó por el micrófono.
—Algo mejor —contestó Chambers—. Pero es difícil ver algo.
Branch se movió lateralmente para mejorar la visión y situó las luces de los
focos alineadas en cero. Zulú Cuatro no estaba lejos, entre fuertes lanzas de bosque
muerto.
—Ahí está —dijo Chambers.
Uno tenía que saber lo que buscaba. Era un gran agujero, abierto y lleno de
agua de lluvia. Había palos flotando sobre la charca. Eran huesos. Branch lo supo
instintivamente.
—¿Podemos obtener alguna ampliación? —preguntó Chambers.
Branch mantuvo la posición mientras en el campamento los especialistas
intentaban mejorar la imagen. Allí, al otro lado del plexiglás, se extendía el
Apocalipsis: pestilencia, muerte, guerra. Estaban todos, excepto el último jinete: el
hambre. «Por la creación, ¿qué diantres estás haciendo aquí, Elias?»
—No es lo bastante buena —se quejó Chambers por los auriculares de su casco
—. Lo único que estamos haciendo es aumentar la distorsión.
Iba a repetir su petición, Branch lo sabía muy bien. Ése era el siguiente paso
lógico. Pero ya no tuvo la oportunidad.
—Ahí está de nuevo, señor —informó la sargento por la radio—. Cuento tres,
corrección, cuatro figuras termales, Eco Tango. Muy claras. Muy vivas. ¿Sigue sin ver
nada? Corto.
—Nada. ¿Qué clase de figuras, base? Corto.
El Descenso
Jeff Long
—Parecen de tamaño humano. Por lo demás, no tengo más detalles. El LandSat
no da suficiente resolución. Repito. Estamos viendo múltiples formas en movimiento
alrededor del lugar. Aparte de eso, no hay definición.
Branch estaba tratando de tomar una decisión. ¿Se quedaba donde estaba o se
metía en aquello? Se deslizó hacia la derecha, en busca de un ángulo mejor; luego lo
hizo de lado, y finalmente ascendió, sin atreverse a acercarse ni un centímetro más.
Ramada hacía funcionar los focos, a la caza. Se elevaron por encima de los árboles
muertos.
—Manténgalo —dijo Ramada.
Desde arriba se veía la superficie del agua claramente agitada. No era una
agitación salvaje. Pero tampoco la clase de ondulaciones causadas por las hojas
caídas, por ejemplo. La pauta era demasiado arrítmica, demasiado viva.
—Observamos alguna clase de movimiento allá abajo —comunicó Branch—.
Base, ¿están recogien do algo de esto en nuestra cámara? Corto.
—Resultados muy confusos, mayor. Nada definitivo. Está usted demasiado
lejos.
Branch miró el charco de agua con el ceño fruncido. Intentó encontrarle una
explicación lógica. Pero, por en cima del terreno, no observó nada que clarificase el
fenómeno. No había gente, ni lobos, ni carroñeros. A excepción del movimiento que
se percibía en la superficie del agua, no había vida en la zona.
Lo que causaba aquella perturbación tenía que estar debajo del agua. ¿Sería un
pez? No era imposible, con los ríos desbordados y los arroyuelos que cruzaban el
bosque. ¿Siluros? ¿Anguilas? Fueran lo que fuesen, se alimentaban en las
profundidades. Y eran lo bastante grandes como para que los detectara un satélite de
infrarrojos.
No tenía necesidad de saberlo. La misma necesidad que, por ejemplo, la de
desentrañar una buena novela de misterio. Eso habría sido razón suficiente para
Branch, de haberse encontrado a solas. Anhelaba acercarse más y esforzarse por
sacarle la respuesta al agua. Pero no tenía libertad para obedecer sus impulsos. Tenía
hombres a su mando. Un padre que aún no conocía a su hijo se sentaba en el asiento
de atrás. Tal como estaba entrenado para hacer, Branch dejó que su curiosidad se
marchitara, obedeciendo a su deber.
Repentinamente, la fosa común pareció elevarse hacia él.
Un hombre surgió del agua.
—Jesús! —exclamó Ramada.
El Apache se estremeció ante el reflejo asustado de Branch. Enseguida lo
controló con firmeza, mientras observaba aquella cosa que no parecía terrenal.
—¿Eco Tango Uno? —preguntó el cabo conmocionado.
El hombre llevaba muerto desde hacía muchos meses. Lo que quedaba de él,
hasta la cintura, se fue elevando lentamente por encima de la superficie, con la
cabeza echada hacia atrás y las muñecas sujetas con alambre. Por un momento,
pareció mirar fijamente al helicóptero, al propio Branch.
El Descenso
Jeff Long
Incluso desde la distancia que los separaba, Branch comprendió lo que le había
ocurrido a aquel hombre. Vestía como un maestro de escuela o como un contable,
pero, en cualquier caso, no como un soldado. El alambre de embalar que le rodeaba
las muñecas ya lo habían visto en otros prisioneros del campo de concentración
serbio de Kalejisa. La cavidad de salida de la bala se abría de modo prominente en la
parte posterior izquierda del cráneo.
Durante quizá unos cuarenta segundos, la carroña humana se sacudió sin
moverse del lugar, como un ridículo maniquí. Luego, aquel ser de ficción se retorció
hacia un lado y cayó pesadamente sobre la orilla de la fosa común, quedando la
mitad dentro y la mitad fuera. Era casi como si le hubieran soltado de un soporte
rígido después de haber surgido de las profundidades.
—¿Elias? —preguntó Ramada con un susurro.
Branch no respondió. «Tú mismo lo pediste y esto es lo que has conseguido», se
dijo a sí mismo.
La regla Seis resonó en su mente: «No permitiré que se cometa ninguna
atrocidad en mi presencia». La atrocidad ya se había producido, el asesinato, la fosa
común. Todo en pasado. Pero esto, esta profanación, se cometía en su presencia. En
su presencia actual.
—¿Ram? —preguntó.
Ramada supo lo que quería decir.
—Absolutamente —contestó.
Y, sin embargo, Branch no quiso entrar. Era un hombre enormemente
cuidadoso, siempre lo había sido. Aún quedaban unos cuantos detalles más por
dilucidar.
—Necesito una aclaración, base —comunicó—. Mi turbina funciona con aire.
¿Puede funcionar en esta atmósfera de nitrógeno?
—Lo siento, Eco Tango —contestó Jefferson—. No dispongo de información
sobre eso.
Chambers intervino, entusiasmada.
—Es posible que pueda ayudar a contestar eso. Un segundo, consultaré con
alguien de los nuestros.
«¿De los vuestros?», pensó Branch molesto. Las cosas empezaban a salirse de
madre. Ella no tenía nada que hacer en la toma de esta decisión. Volvió a
comunicarse con él un momento más tarde.
—Puede escucharlo directamente por boca del especialista, Elias. Lo dice Cox,
químico forense de Stanford.
Se escuchó entonces una nueva voz.
—Oída su pregunta —dijo el hombre de Stanford—. ¿Funcionará un respirador
de aire con su concentrado adulterado?
—Algo así —asintió Branch.
—Ah, hmm —dijo el de Stanford—. He consultado la espectrografía química
descargada del LandSat hace cinco minutos. Es lo más parecido a la situación actual
de que podemos disponer. El penacho muestra una concentración de un 89 por ciento
El Descenso
Jeff Long
de nitrógeno. El nivel de oxígeno ha descendido a un 13 por ciento y dista mucho de
ser normal. Parece que su nivel de hidrógeno es el que se ha visto más afectado. A lo
grande. Así que ahí va la respuesta, ¿de acuerdo?
—Soy todo oídos —dijo Branch después de que el de Stanford hiciera una
pausa.
—Sí —contestó el hombre.
—¿Sí, qué? —preguntó Branch.
—Sí. Puede entrar. No puede usted respirar esa mezcla, pero la turbina sí
puede. Ningún problema.
El encogerse de hombros también era una actitud serbo-croata.
—Dígame una cosa. Si no hay ningún problema, ¿cómo es que yo no puedo
respirar esa mezcla?
—Porque... —contestó el químico forense—, bueno, eso no sería probablemente
muy prudente.
—Se me está acabando la paciencia, señor Cox —dijo Branch.
¡A la mierda con la prudencia! Escuchó el respingo del de Stanford.
—Mire, no me interprete mal —dijo el hombre—. El nitrógeno es un material
bueno. La mayor parte de lo que respiramos es nitrógeno. La vida no existiría sin él.
Allá, en California, la gente paga muchos dólares por obtenerlo. ¿Ha oído hablar
alguna vez de las algas verdeazuladas? La idea consiste en enlazar el nitrógeno
orgánicamente. Se supone que eso hace que la memoria dure para siempre.
—¿Es seguro? —le interrumpió Branch.
—Yo no aterrizaría, señor. Definitivamente, no se pose en tierra. A menos,
naturalmente, que se haya vacunado contra el cólera, todos los tipos de hepatitis y
probablemente la peste bubónica y también la peste negra. La biopeligrosidad sería
muy alta con toda esa contaminación en el agua. Todo el helicóptero tendría que ser
puesto en cuarentena.
—Última pregunta —dijo Branch con tono tenso, intentándolo una vez más—.
¿Volará mi helicóptero si me meto ahí?
—Última respuesta —contestó el químico sintetizándolo todo—: Sí.
El pozo de agua fétida parecía cuajar debajo de ellos. Los huesos se agitaban en
la superficie. Las burbujas estallaban como en una sopa primigenia, como si allí
hubiera miles de pulmones respirando. Menudo cuento.
Branch tomó una decisión.
—¿Sargento Jefferson? —llamó—. ¿Tiene a mano un arma?
—Sí, señor; desde luego, señor —contestó la sargento.
Dentro de la base, se les exigía que llevaran un arma de fuego en todo
momento.
—Ponga usted una bala en la recámara, sargento.
—¿Cómo ha dicho, señor?
También se les exigía que no cargaran nunca un arma en la base, a menos que
sufrieran un ataque directo.
Elias ya no soportaba aquella broma por más tiempo.
El Descenso
Jeff Long
—El hombre que acaba de hablar conmigo por la radio —dijo—. Sargento, si se
demuestra que estaba equivocado, quiero que le meta una bala en el cuerpo.
Por las ondas, Branch escuchó el bufido de aprobación de McDaniels.
—¿En la pierna o en la cabeza, señor?
Eso le gustó.
Branch tardó un minuto en situar todos los demás helicópteros de combate en
posición, en los límites de la nube de gas, en comprobar por partida doble el estado
de su armamento y en ajustarse bien la máscara de oxígeno.
—Está bien —dijo finalmente—. Veamos si conseguimos unas cuantas
respuestas.
04.25
Entró en la nube desde lo alto, con su fiel navegante a la espalda, con la
intención de descender a su propio ritmo. Quería ir despacio, detectar los peligros
uno a uno. Con sus tres helicópteros de combate situados a su espalda, como
arcángeles de la ira, Branch tenía la intención de ocupar esta devastada zona
descendiendo desde lo alto.
Pero el especialista en química forense de Stanford estaba equivocado.
Los Apach e no respiraban en aquella papilla nitrosa. Apenas llevaba diez
segundos en ella cuando la neblina acida empezó a emitir furiosas chispas. Las
chispas apagaron la llama de encendido que ya ardía en la turbina, y otras volvieron
a encen der el motor con una pequeña explosión por debajo de los rotores. El
indicador de temperatura de los gases de escape se puso en rojo. La llama de
encendido se convirtió en una llamarada de medio metro.
El trabajo de Branch exigía estar preparado para todas las emergencias. Parte de
su entrenamiento como piloto implicaba conseguir una total confianza en sí mismo, y
otra parte consistía en prepararse para la caída. Esta catástrofe mecánica en concreto
era algo que nunca le había sucedido, a pesar de lo cual tuvo reflejos para afrontarla.
Cuando los rotores se aceleraron, lo corrigió. Cuando la máquina comenzó a
fallar y los instrumentos se colapsaron, no experimentó pánico. La pérdida de
potencia no pudo con él.
—Tengo un arranque en caliente —declaró Branch con calma.
Alimentado por nitrógeno, el forro metálico, por encima de sus cabezas, se
convirtió en un feroz globo azulado, como el fuego de San Telmo.
—Autorrotación —anunció a continuación cuando la máquina, lógicamente,
falló por completo. La autorrotación era un estado de parálisis mecánica—.
Descendiendo —anunció sin emoción, sin culpa, con la naturalidad que da el sentido
práctico.
—¿Le han alcanzado, mayor?
Podía contar con Mac, el Vengador.
El Descenso
Jeff Long
—Negativo —lo tranquilizó Branch—. Ningún contacto. Nuestra turbina ha
explotado.
Branch podría manejar un descenso en autorrotación. Suponía emplear uno de
sus más viejos instintos, empujar la palanca hacia abajo y encontrar ese prolongado
deslizamiento seguro que imita las condiciones de vuelo. Incluso con el motor
muerto, las palas del rotor seguirían girando, impulsadas por la fuerza centrífuga, lo
que permitía efectuar un rápido aunque brusco aterrizaje forzoso. Eso era lo que
indicaba la teoría. A una velocidad de caída de 560 metros por minuto, todo eso se
reducía a una alternativa de no más de treinta segundos.
Branch había practicado los ejercicios de autorrotación miles de veces, pero
nunca en plena noche y en medio de un bosque tóxico. Sin energía, se le apagaron los
focos. Se vio rodeado por la oscuridad y quedó asombrado por la rapidez con que
sucedió todo. No había tiempo para adaptar su visión, para pasar a la visión
nocturna artificial del monóculo. «Malditos instrumentos.» Aquello era su perdición.
Debería haberse fiado de sus propios ojos. Por primera vez, experimentó temor.
—Estoy ciego —informó Branch con tono monótono.
Trató de apartar de su mente la imagen de los árboles esperando tragárselos.
Depositó la fe en sus alas. «Mantén la inclinación y los rotores seguirán girando.»
El bosque muerto salió al encuentro de su imaginación, como las hojas de
navajas automáticas en un callejón oscuro. Sabía que era una estupidez pensar que
las copas de los árboles amortiguarían su caída. Hubiera querido disculparse con
Ramada, el padre que aún era lo bastante joven como para ser su hijo. «¿En dónde
nos hemos metido?»
Sólo entonces admitió su pérdida total de control.
—Mayday —informó.
Entraron en la línea de los árboles con un chirrido metálico, con las ramas
desgarrando el aluminio, rompiendo los largueros de sustentación, elevándose para
arrancar el alma de la máquina.
Durante unos pocos segundos más su descenso fue más un deslizamiento que
una caída a plomo.
Las palas cortaron las copas de los árboles. Luego, los árboles cortaron las palas.
El bosque los engulló. El Apache quedó destrozado. El ruido desapareció.
Empotrada de morro contra un árbol, la máquina se balanceó suavemente como
una cuna bajo la lluvia. Branch levantó los puños de los controles y los soltó. Ya
estaba hecho.
A pesar de sí mismo, perdió el conocimiento.
Se despertó con la garganta obturada. Tenía la mascarilla llena de vómito. En
medio de la oscuridad y el humo agarró las correas, se liberó de la boquilla y aspiró
profundamente el aire.
Percibió instantáneamente el sabor y el olor del veneno que le llegaba a los
pulmones y a la sangre. Le desgarró la garganta. Se sintió enf ermo, intensamente
enfermo, contaminado hasta los mismos huesos. «La máscara», pensó alarmado.
El Descenso
Jeff Long
Uno de sus brazos se negaba a funcionar. Colgaba delante de él. Con la mano
sana tanteó para encontrar de nuevo la mascarilla. Vació el vómito y se apretó la
goma contra la cara.
El oxígeno le ardió frío sobre las heridas producidas por el nitrógeno en su
garganta.
—¿Ram? —preguntó con un crujido. No hubo respuesta—. ¿Ram?
Pudo percibir el vacío que había tras él.
Atrapado boca abajo, con los huesos rotos, con las alas cortadas, Elias hizo la
única otra cosa que podía hacer, la única cosa que había ido a hacer allí. Había
entrado en este oscuro bosque para ser testigo de un gran mal. Por eso se esforzó en
mirar. Rechazó el delirio. Miró. Observó. Esperó.
La oscuridad se hizo menos intensa.
La mejora de la visibilidad no se debió a la llegada del amanecer, sino más bien
a que su propia visión se adaptó a la oscuridad. Brotaron las formas. Apareció un
horizonte de tonos grises.
Observó un extraño y tenso relampagueo que parpadeaba en el extremo más
alejado de su parabrisas de plexiglás. Al principio pensó que era la tormenta, que
encendía finos hilillos de gas. Los golpes de luz hacían destacar diversos objetos en el
lecho del bosque, no tanto con una verdadera iluminación como a través de breves
fogonazos.
Branch hizo esfuerzos por encontrarle sentido a las claves que se extendían a su
alrededor, pero sólo pudo comprender que había caído desde el cielo.
—Mac —llamó por la radio.
Siguió con la mirada el cordón que conectaba el sistema de comunicaciones con
su casco y vio que estaba cortado. Se hallaba aislado.
Su panel de instrumentos aún mostraba algunos aspectos de vitalidad. Diversas
luces verdes y rojas parpadeaban, alimentadas por varias baterías. Sólo significaba
que el moribundo aún estaba moribundo.
Comprendió que se había estrellado entre un amasijo de árboles caídos cerca de
Zulú Cuatro. Miró a través del plexiglás, sobre el que se extendía una fina telaraña;
un elegante crucifijo se elevaba en las cercanías. Era un enorme y frágil icono, y se
preguntó, casi confió, si algún guerrero serbio lo habría erigido como penitencia por
esa fosa común. Pero Branch se dio cuenta entonces de que únicamente se trataba de
una de las palas rotas de su rotor, que había quedado en ángulo recto con respecto al
tronco de un árbol.
Trozos de chatarra ardían lentamente sobre el suelo de agujas y hojas
empapadas. La humedad debía estar causada por la lluvia. Demasiado tarde se le
ocurrió que aquella humedad también podía deberse a su propio combustible
derramado. Lo que más le alarmó fue la lentitud con que empezó a sonar la alarma
en su cabeza. Como procedente de muy lejos, registró la idea de que el combustible
se podía incendiar y que debía salir de allí, sacar a su compañero, vivo o muerto,
alejarse del helicóptero. Era imperativo, aunque no lo sintió así. Lo único que
deseaba era dormir. «No.»
El Descenso
Jeff Long
Elias aspiró intensamente oxígeno. Intentó prepararse para el dolor que iba a
sufrir, como un buen atleta cuando las cosas se ponen difíciles...
Intentó incorporarse, empujando con los hombros contra el panel lateral, y los
huesos rechinaron contra los huesos. La rodilla dislocada se le encajó y luego se le
volvió a salir. Rugió de dolor.
Branch se hundió en su asiento, revitalizado por el
crescendo
de las
terminaciones nerviosas. Todo le dolía. Echó la cabeza hacia atrás y encontró la
mascarilla.
El panel se desprendió suavemente.
Aspiró con fuerza el oxígeno, como si eso pudiera hacerle olvidar el dolor que
aún le quedaba por soportar. Pero el oxígeno únicamente le permitió ser más lúcido.
Desde el fondo de su mente le llegaron los nombres de los huesos rotos. Qué horrible
y extraño era este diagnóstico. Sus heridas eran muy elocuentes. Cada una de ellas
parecía querer anunciarse con precisión, todas al mismo tiempo. El dolor era
ensordecedor.
Elevó una mirada feroz hacia el cielo invisible. Allí no había estrellas, ni cielo.
Nubes sobre nubes. Un techo sin fin. Sintió claustrofobia. «Sal de aquí.»
Aspiró una última bocanada de oxígeno, soltó la máscara y se quitó el inútil
casco.
Con su único brazo bueno, Elias forcejeó para liberarse de la cabina. Cayó sobre
la tierra. La gravedad lo acogió. Se sintió aplastado, como si se hiciera más y más
pequeño.
En medio del dolor, un éxtasis distante abrió su extraña flor. La rótula dislocada
volvió a encajarse y el alivio fue casi sexual.
—Dios —gimió—. Gracias, Dios mío.
Descansó, jadeando rápidamente, con la mejilla apoyada contra el barro.
Concentró toda su atención en aquel éxtasis. Era algo diminuto entre todas las demás
feroces sensaciones. Imaginó el umbral de una puerta. Si pudiera entrar allí,
desaparecería todo el dolor.
Al cabo de unos minutos se sintió más fuerte. Lo bueno del caso era que perdía
la sensibilidad de sus extremidades debido a la saturación de gas en su corriente
sanguínea. Lo malo era el gas en sí mismo. El nitrógeno era inaguantable. Tenía el
mismo sabor que las consecuencias.
—... Tango Uno... —oyó decir.
Levantó la mirada hacia la carcasa volcada de su Apache. La voz electrónica
procedía del asiento trasero.
—Eco... ¿me escucha?
Se levantó, alejándose de la aplastante seducción de la tierra. Ni siquiera
comprendía cómo era posible que pudiera moverse. Pero tenía que ocuparse de
Ramada. Y los demás tenían que conocer los peligros.
Consiguió subir hasta quedar de pie junto al frío cuerpo de aluminio. El aparato
estaba volcado de costado, mucho más destrozado de lo que imaginaba. Sujetándose
El Descenso
Jeff Long
a un agarre de escalera, Branch miró hacia la cavidad posterior, preparándose para lo
peor.
Pero el asiento trasero estaba vacío.
El casco de Ramada se hallaba sobre el asiento. La voz sonó de nuevo, tenue,
pero ahora clara.
—Eco Tango Uno...
Branch tomó el casco y se lo colocó sobre su propia cabeza. Recordó que en su
coronilla había una fotografía del recién nacido.
—Aquí Eco Tango Uno —dijo.
Su voz sonó ridícula en sus propios oídos, distorsionada y demasiado aguda,
como en una película de dibujos animados.
—¿Ramada?
—Era Mac, encolerizado—. Deja de joder e informa. ¿Estáis bien? Corto.
—Aquí Branch.
Elias se identificó con aquella voz tan absurda. Se sentía conmocionado. El
choque debía de haber afectado a su oído.
—¿Mayor? ¿Es usted? —La voz de Mac casi se extendió para tocarle—. Aquí
Eco Tango Dos. ¿Cuál es su estado, por favor? Corto.
—Ramada ha desaparecido —informó Branch—. El aparato está totalmente
destrozado.
Mac tardó unos segundos en absorber la información, pero luego recuperó el
sentido profesional.
—Le tenemos localizado en el escáner térmico, mayor. Justo al lado de su
pájaro. Mantenga la posición. Acudimos a prestarle ayuda. Corto.
—No —gimió Branch con su voz de pájaro—. Negativo. ¿Me entiende?
Mac y los demás helicópteros no respondieron.
—No intenten aproximación. Repito, no intenten aproximación. Los motores no
soportarán este aire. Aceptaron su explicación de mala gana. —Ah, Roger, eso —dijo
Schulbe.
—Mayor —intervino Mac—. ¿En qué estado se encuentra, por favor?
—¿Mi estado? —Más allá de todo sufrimiento y pérdida, no lo sabía. ¿Seguía
siendo humano?—. Eso no importa.
—Mayor... —Mac hizo una pausa, sintiéndose violento—. ¿Qué ocurre con su
voz, mayor? ¿Ellos también se habían dado cuenta? La doctora Christie Chambers lo
escuchaba todo desde la base.
—Es el nitrógeno —diagnosticó. Pues claro, pensó Branch—. ¿Hay alguna
forma de que vuelva a respirar oxígeno, Branch? Tiene que hacerlo.
Débilmente, Branch tanteó en busca de la máscara de oxígeno de Ramada, pero
debía de haberse soltado con el choque.
—Ahí delante —dijo apagadamente.
—Vaya allí enseguida —le dijo Christie.
—No puedo —contestó Branch.
El Descenso
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Eso significaba volver a moverse y, lo que era peor, abandonar el casco de
Ramada y perder el contacto con el mundo exterior. No, prefería el contacto por
radio antes que el oxígeno. La comunicación era información. La información era el
deber. Y el deber era la salvación. —¿Está herido?
Bajó la mirada hacia sus extremidades. Unos extraños dardos de color eléctrico
ascendían tortuosamente por sus muslos; se dio cuenta de que los rayos de luz eran
láseres. Sus helicópteros de combate peinaban la región, definiendo, objetivos para
sus sistemas de armas.
—Hay que encontrar a Ramada —dijo—. ¿No puede verlo en su escáner?
Mac lo tenía fijado sobre él.
—¿Puede moverse, señor?
—¿Qué le estaban diciendo? Branch se apoyó contra el aparato, exhausto—.
¿Puede caminar, mayor? ¿Está en condiciones de abandonar la zona? Branch juzgó
sus posibilidades, juzgó la noche.
—Negativo —contestó.
—Descanse, mayor. Aguante. Llega un equipo bioquímico desde Molly. Los
bajaremos con cable. La ayuda está en camino, señor.
—Pero Ramada...
—No se preocupe, mayor. Lo encontraremos. Quizá sólo deba sentarse y
descansar.
¿Cómo podía desaparecer un hombre de aquella forma? Incluso muerto, su
cuerpo debería seguir emitiendo una señal de calor durante varias horas más. Branch
levantó la mirada y trató de encontrar a Ramada colgado en alguna parte, entre las
ramas de los árboles. Quizá había caído en aquellas aguas funerarias.
Entonces sonó otra voz por el audífono.
—Eco Tango Uno, aquí base. —Era la sargento Jefferson, con la voz pletórica de
vitalidad. Elias hubiera deseado apoyar la cabeza contra aquel busto resonante—. No
está solo —dijo Jefferson—. Dese por advertido, mayor. El LandSat indica
movimiento no identificado hacia su lado nor-noroeste.
¿Nornoroeste? Sus instrumentos habían dejado de funcionar. Ni siquiera
disponía de una maldita brújula. Pero Branch no se quejó.
—Es Ramada —predijo confiadamente.
¿Quién más si no podría estar allí? Después de todo, su navegante estaba con
vida.
—Mayor —le advirtió Jefferson—, la imagen no lleva identificador de combate.
No está confirmado que sea un amigo. Repito, no sabemos quién se acerca a usted.
—Es Ramada —insistió Branch.
El navegante debía de haber saltado del aparato estrellado y hacer lo que hacen
los navegantes: orientarse.
—Mayor... —El tono de Jeff erson había cambiado. A pesar de estar a la escucha
de todo el mundo, aquello lo dijo exclusivamente para él—. Salga de ahí.
Branch se sujetó al costado del aparato. ¿Salir de allí? Pero si apenas podía
moverse.
El Descenso
Jeff Long
—Yo también lo detecto ahora —intervino Mac—. A quince metros de distancia.
Va directamente hacia usted. Pero ¿de dónde demonios ha salido?
Branch miró por encima del hombro.
La densa atmósfera se abría como un espejismo. El intruso salió tambaleán dose
de entre los arbustos y los árboles. Los láseres apuntaron frenéticamente hacia el
pecho, los hombros y las piernas de la figura. El intruso parecía envuelto en una
rejilla de arte moderno.
—Tengo un blanco —dijo Mac.
—Yo también —intervino la voz monótona de Teague.
—Roger, a eso —dijo Schulbe.
Era como oír hablar a los tiburones.
—Si dice usted adelante, mayor, lo convertimos en humo.
—Negativo —comunicó Branch urgentemente por la radio, horrorizado ante
sus luces. «¿De modo que así es como ha de ser mi enemigo?»—. Es Ramada. No
disparen.
—Detecto más presencia —informó la sargento Jefferson—. Dos, cuatro, cinco
imágen es más de calor, doscientos metros al sureste, coordenadas Charlie Mike ocho
tres...
—¿Está seguro, mayor? —preguntó Mac interrumpiendo—. Asegúrese.
Los láseres no dejaron de apuntar. Siguieron trazando ensortijados dibujos
sobre el soldado perdido. Incluso con la ayuda de sus garabatos neuróticos, con la
fuerte claridad de su cercanía, Branch no estaba seguro de que quisiera estar seguro
de que sólo se trataba de su navegante. Se aseguró de quién era por lo que quedaba
de él. Su regocijo se apagó.
—Es él —dijo Branch tristemente—. Lo es.
A excepción de las botas, Ramada estaba desnudo, y sangraba de la cabeza a los
pies. Ofrecía el aspecto de un esclavo escapado al que habían azotado hacía poco.
Arrastraba los restos del uniforme por los tobillos. ¿Serbios?, se preguntó Branch
impresionado.
Recordó a la multitud en Mogadiscio, a los
rangers
muertos arrastrados tras los
vehículos, como víctimas de Aquiles. Pero para perpetrar aquella clase de salvajismo
se necesitaba tiempo, y no podían haber transcurrido más de diez o quince minutos
desde que se estrellaron. El choque, pensó; quizá fuera por el plexiglás. ¿Qué otra
cosa podría haber hecho jirones su cuerpo?
—Bobby —lo llamó con suavidad. Roberto Ramada levantó la cabeza—. No —
le susurró Branch.
—¿Qué ocurre ahí abajo, mayor? Corto.
—Sus ojos —dijo Branch. Le habían arrancado los ojos—. Se está
desintegrando... Tango...
—Repítalo... Repítalo.
—Sus ojos han desaparecido.
—Repítalo, sus ojos ¿qué?
—Los bastardos le han arrancado los ojos.
El Descenso
Jeff Long
—¿Los ojos? —preguntó Schulbe.
—Pero ¿por qué? —preguntó Teague.
Se produjo una pausa. Luego, alguien intervino desde la base.
—... nuevo avistamiento, Eco Tango Uno. ¿Lo ha entendido...?
—Detectamos un nuevo conjunto de figuras, mayor —interrumpió Mac con su
voz cibernética—. Cinco figuras con calor. A pie. Avanzan hacia su posición.
Branch apenas lo escuchó.
Ramada se tambaleó, como si se sintiera sobrecargado por el peso de los rayos
láser que le apuntaban. Entonces, Branch se dio cuenta de lo ocurrido.
Ramada había intentado huir a través del bosque. Pero no fueron los serbios los
que le obligaron a regresar. El bosque mismo se había negado a dejarle pasar.
—Animales —murmuró Branch.
—Repítalo, mayor.
Animales salvajes. A las puertas del siglo XXI, el navegante de Branch acababa
de ser devorado por animales salvajes.
La guerra había creado animales salvajes que antes sólo eran de compañía.
Había liberado a las bestias de los zoológicos y de los circos, dejándolos sueltos.
Branch no se sintió impresionado por la presencia de animales. Los abandonados
túneles de las minas de carbón tenían que haber constituido un refugio ideal para
ellos. Pero ¿qué clase de animales eran capaces de arrancar los ojos? Cuervos, quizá,
pero no por la noche, al menos que Branch supiera. ¿Lechuzas, quizá? Pero
seguramente no lo harían mientras la presa aún estuviera con vida.
—Eco Tango Uno...
—Bobby —repitió Branch.
Ramada se volvió hacia el lugar de donde procedía el sonido de su nombre y
abrió la boca, como si intentara contestar. Lo que surgió fue más sangre, en lugar de
sonidos. La lengua también le había desaparecido.
Entonces, Branch vio el brazo. El brazo izquierdo de Ramada había sido
arrancado de toda su carne por debajo del codo. El antebrazo no era más que hueso
recién descubierto.
El cegado navegante quiso suplicar a su salvador, pero lo único que surgió de
su garganta fue un maullido.
—Eco Tango Uno, por favor, informe.
Branch se quitó el casco y lo dejó colgando del cordón, fuera de la cabina. Mac,
la sargento Jefferson y Christie Chambers tendrían que esperar. Ahora tenía que
realizar un acto de misericordia. Si no detenía a Ramada, el hombre seguiría
adentrándose en el bosque. Se ahogaría en el agua de la fosa común o los carnívoros
darían cuenta de él.
Reuniendo toda la fortaleza que le daban sus orígenes, en los Apalaches, Branch
se incorporó y se alejó del helicóptero. Dio un paso hacia su pobre navegante.
—Todo irá bien —le dijo a su amigo—. ¿Puedes acercarte más a mí?
El Descenso
Jeff Long
Ramada estaba al borde de la locura. Pero respondió. Se volvió en dirección a
Branch. Sin darse cuenta de lo que hacía, el horrible hueso se levantó para tomar la
mano de Branch, a pesar de que no tenía mano.
Branch evitó la amputación y pasó un brazo alrededor de la cintura de Ramada,
acercándolo. Ambos se derrumbaron contra los restos de su helicóptero.
El horrible estado en que se encontraba Ramada fue una especie de bendición
para Branch, que se sintió liberado. Ahora podía fijar la atención en heridas mucho
peores que las suyas. Colocó al navegante de través sobre su regazo y apartó el barro
y la viscosidad sanguinolenta de su cara.
Mientras sostenía al amigo entre los brazos, Branch escuchó el sonido
procedente del casco colgante.
—... Uno, Eco Tango Uno... —seguía oyéndose, como un mantra.
Se sentó en el barro, con la espalda apoyada contra la nave, aferrando a su ángel
caído, como una
pietá
entre el barro. Afortunadamente, las extremidades de Ramada
colgaban fláccidas.
—Mayor —canturreó la voz de Jefferson en el silencio casi total—. Está en
peligro. ¿Lo ha enten dido?
—Branch. —La voz de Mac sonó violenta, agotada y llena de preocupaciones
allá arriba—. Van a por usted. Si me puede escuchar, cúbrase. Tiene que ponerse a
cubierto.
Ellos no comprendían nada. Ahora, todo estaba en orden. Lo único que quería
era dormir. Mac seguía gritando.
—...a treinta metros de distancia. ¿Puede verlos?
Si hubiera podido llegar hasta el casco de la radio, Branch les habría dicho que
se calmaran. Su conmoción agitaba a Ramada que, evidentemente, también les oía.
Cuanto más gritaban ellos, más gemía y aullaba el pobre Roberto.
—Silencio, Bobby, tranquilo —le dijo Branch acariciándole la ensangrentada
cabeza.
—Veinte metros. La muerte está delante, mayor. ¿Los ve? ¿Lo entiende?
Branch disculpó interiormente a Mac. Entrecerró los ojos para mirar hacia el
espejismo nitroso que los envolvía. Era casi como mirar a través de un vaso de agua.
La visibilidad era de veinte pasos, no de veinte metros. Y más allá, el bosque aparecía
deformado, como en un sueño. Le dolía la cabeza. Estuvo a punto de vomitar.
Entonces, captó un movimiento.
El movimiento era periférico. Hacía más pronunciadas las profundidades, como
un poco de palidez en los bosques oscuros. Miró hacia un lado, pero ya había
desaparecido.
—Se abren en abanico, mayor, al estilo de los cazadores antes de rematar a su
presa. Si lo entien de, lárguese de ahí. Repito, inicie huida y evasión.
Ramada repetía algo incongruente, como un idiota. Branch intentó calmarlo,
pero el navegante se hallaba dominado por el pánico. Apartó la mano de Branch y
lanzó un aullido terrible hacia el bosque muerto.
—Tranquilo —susurró Branch.
El Descenso
Jeff Long
—Le vemos en el infrarrojo, mayor. Suponemos que no puede moverse. Si lo
entiende, levante el culo.
Ramada iba a descubrir su posición con sus aullidos.
Branch miró a su alrededor y allí, a mano, la máscara de oxígeno colgaba junto
al aparato. La tomó y la sostuvo contra el rostro de Ramada.
Funcionó. Ramada dejó de aullar. Absorbió varias bocanadas de oxígeno.
Momentos después, unos espasmos se apoderaron de él.
Más tarde, nadie acusaría a Branch por su muerte. Incluso después de que los
forenses del ejército dictaminaran que la muerte de Ramada había sido accidental,
pocos creían que Branch no hubiera tenido la intención de matarlo. Algunos creían
que eso únicamente demostraba su compasión hacia aquella mutilada víctima. Otros
dijeron que sólo demostraba el instinto de supervivencia de un guerrero que,
teniendo en cuenta las circunstancias, no tenía otra alternativa.
Ramada se agitó en los brazos de Branch. Se arrancó la máscara de oxígeno y su
agonía estalló en un aullido.
—Todo irá bien —le dijo Branch, y volvió a colocarle la máscara sobre la cara.
La espina dorsal de Ramada se arqueó. Sus mejillas se hincharon y
deshincharon. Se agarró a Branch con su única mano.
Branch aguantó. Obligó a que el oxígeno penetrara en Ramada como si fuera
morfina. Lentamente el muchacho dejó de forcejear. Branch estaba seguro de que eso
sólo significaba que se había quedado dormido.
La lluvia seguía repiqueteando contra el Apache.
El cuerpo de Ramada se quedó fláccido.
Branch escuchó pasos. El sonido se desvaneció. Levantó la máscara. Ramada
estaba muerto.
Consternado, Branch le buscó el pulso. Sacudió el cuerpo, que ya no sufría
ningún tormento.
—¿Bobby? —preguntó.
Más tarde lo comprenderían. A doscientos cuarenta y seis metros sobre el nivel
del mar, en un bosque perdido en los Balcanes, Ramada acababa de morir a causa de
la descompresión.
—¿Qué he hecho? —se preguntó Branch en voz alta.
Acunó al navegante en sus brazos. Desde el casco brotaban palabras...
—... abajo... todo alrededor...
—Rodeado. Prepárese para...
—Mayor, discúlpeme... Póngase a cubierto... se lo ordeno.
La sargento Jefferson administró los últimos sacramentos.
—En el nombre del Padre y del Hijo...
Los pasos regresaron, demasiado pesados para ser humanos, demasiado
rápidos.
Branch apenas levantó la vista a tiempo. La pantalla nitrosa se abrió de pronto.
Estaba equivocado. Lo que surgió del espejismo no fueron animales; al menos
no se parecían a ninguno que existiera sobre la tierra. Y, sin embargo, los reconoció.
El Descenso
Jeff Long
—Dios —murmuró con los ojos muy abiertos.
—Fuego —ordenó Mac.
Branch había intervenido en combates, pero nunca en ninguno como aquél.
Aquello no fue un combate. Fue el fin del tiempo.
La lluvia se convirtió en metal. Sus miniametralladoras eléctricas barrieron la
tierra, se introdujeron bajo el rico suelo, hicieron desaparecer las hojas, las setas y las
raíces. Los árboles cayeron en columnas, como un castillo hecho añicos. Su en emigo
se volvió, dispuesto a matar.
Los helicópteros de combate se mantenían en el aire, invisibles, a un kilómetro
de distancia y así, durante los primeros segundos, Branch sólo vio cómo el mundo se
volvía del revés dentro del más completo silencio. La tierra hirvió con las balas.
La tormenta adquirió nueva fuerza cuando llegaron sus cohetes.
La oscuridad se desvaneció por completo.
Ningún hombre podía sobrevivir a aquella luz.
Duró una eternidad.
Encontraron a Branch todavía sentado, con la espalda apoyada contra el
destrozado helicóptero, sosteniendo a su navegante entre los brazos. La piel metálica
apareció negra, chamuscada y caliente al tacto. Como una sombra a la inversa, el
aluminio que había detrás de su espalda marcaba el pálido perfil de su cuerpo, y el
metal estaba inmaculado, protegido por la carne y por el espíritu.
Después de aquello, Branch ya nunca volvió a ser el mismo.

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