jueves, 20 de agosto de 2009

Cronicas del casitllo de Brass ( ebook )

CRÓNICAS DEL CASTILLO DE BRASS

Michael Moorcock


“Y entonces la Tierra envejeció, sus paisajes se suavizaron y mostraron los signos de la edad, y adoptó un comportamiento extraño y caprichoso, como los hombres cuando la muerte se acerca.”

La notable historia del Bastón Rúnico

“Y cuando la Historia terminó, empezó otra. Una gesta con los mismos participantes, empeñados en hazañas tal vez más sorprendentes y extrañas que las anteriores. Y, una vez más, el viejo castillo de Brass, que se alzaba entre los pantanos de la Kamarg, fue el centro de gran parte de la acción...”

Las crónicas del castillo de Brass


EL CONDE BRASS

Libro primero

Viejos amigos


1. La obsesión de Dorian Hawkmoon

Habían sido necesarios aquellos largos cinco años para reconstruir el país de la Kamarg, para repoblar sus pantanos con los gigantescos flamencos escarlatas, los salvajes toros blancos y los enormes caballos unicornios que en otros tiempos habían abundado en aquellas tierras, antes de ser invadidas por los brutales ejércitos del Imperio Oscuro. Habían sido necesarios aquellos largos cinco años para reconstruir las atalayas de las fronteras, levantar de nuevo las ciudades y erigir el imponente castillo de Brass en toda su inmensa y masculina belleza. Y, al menos, en estos cinco años de paz, se habían construido murallas más resistentes y atalayas más altas, pues, como Dorian Hawkmoon dijo en cierta ocasión a la reina Flana de Granbretán, el mundo aún era rapaz y apenas existía justicia en él.

Dorian Hawkmoon, duque de Colonia, y su esposa Yisselda, condesa de Brass, hija del fallecido conde Brass, eran los únicos héroes que quedaban del grupo que había servido al Bastón Rúnico contra el Imperio Oscuro, y derrotado por fin a Granbretán en la gran batalla de Londra, elevando al trono a la reina Flana, la triste reina Flana, para que guiara a su cruel y decadente nación hacia la humanidad y la vitalidad.

El conde Brass había muerto llevándose a la tumba a tres barones (Adaz Promp, Mygel Holst y Saka Gerden), siendo asesinado a su vez por un lancero de la Orden del Macho Cabrío.

Oladahn de las Montañas Búlgaras, domador de fieras y leal amigo de Hawkmoon, había sido despedazado por las hachas de la Orden del Cerdo.

Bowgentle, el antibelicista, el filósofo, había sido mutilado y decapitado por una docena de Cerdos, Machos Cabríos y Sabuesos.

Huillam D'Averc, el gran burlador, que sólo aparentaba creer en su falta de salud, que había amado y sido amado por la reina Flana, había muerto de una forma casi irónica, cuando cabalgó hacia su amada y murió a manos de un soldado de la reina, convencido de que D'Averc la atacaba.

Murieron cuatro héroes. Otros miles, cuyo nombre no inmortalizó la historia, pero también valientes, murieron al servicio del Bastón Rúnico, empeñados en destruir la tiranía del Imperio Oscuro.

Y murió un gran malvado. El barón Meliadus de Kroiden, el más ambicioso, el más ambiguo, el más cruel de todos los aristócratas, murió segado por la hoja de la mística Espada del Amanecer.

Y el mundo destrozado se creyó en libertad.

Pero habían transcurrido cinco años desde entonces. Y habían pasado muchas cosas. Hawkmoon y la condesa de Brass habían engendrado dos hijos. Uno era Manfred, pelirrojo, que había heredado la voz y la salud de su abuelo, y prometía alcanzar también la estatura y fuerza de su abuelo, y la otra era Yarmila, depositaria del cabello rubio y la fuerza de voluntad de su madre, así como de su belleza. Poseían escasas características de los duques de Colonia, y quizá por ello Dorian Hawkmoon amaba a sus hijos con tan desmesurada pasión.

Y frente a las murallas del castillo de Brass se alzaban las estatuas de los cuatro héroes muertos, para recordar a los habitantes del castillo por qué habían luchando y a qué precio. Y Dorian Hawkmoon solía ir con sus hijos a ver las estatuas, y les hablaba del Imperio Oscuro y sus desmanes. Y a ellos les gustaba escucharle. Y Manfred aseguraba a su padre que, cuando creciera, sus hazañas serían comparables a las del conde Brass, a quien tanto se parecía.

Y Hawkmoon abundaba en su confianza de que los héroes no fueran necesarios cuando Manfred creciera.

Después, al ver reflejada la decepción en el rostro de su hijo, lanzaba una carcajada y decía que había muchas clases de héroes, y que si Manfred poseía la sabiduría, la diplomacia y el acendrado sentido de la Justicia de su abuelo, llegaría a convertirse en la mejor clase de héroe: un justiciero. Y Manfred se consolaba sólo en parte, porque a los cuatro años resulta más romántico un guerrero que un juez.

Y, en ocasiones, Hawkmoon y Yisselda iban a cabalgar con sus hijos por las marismas salvajes de la Kamarg, bajo amplísimos cielos de colores pastel, de rojos y amarillos apagados, en que las cañas eran pardas y verde oscuro y naranja y, en la estación propicia, se inclinaban bajo la fuerza del mistral. Y veían manadas de toros blancos o de caballos con cuernos. Y veían bandadas de enormes flamencos escarlatas que de repente remontaban el vuelo y agitaban sus enormes alas sobre las cabezas de los humanos que invadían su territorio, ignorantes de que era responsabilidad de Dorian Hawkmoon, como antes del conde Brass, proteger la fauna silvestre de la Kamarg y no atentar jamás contra su vida, y sólo a veces adiestraban a algunas especies para facilitar el transporte por tierra y por aire. Por ese motivo se habían construido las grandes atalayas, y por eso los hombres que las ocupaban recibían el apelativo de Guardianes. Sin embargo, ahora también protegían a los humanos tanto como a los animales, les protegían de cualquier amenaza que acechara al otro lado de las fronteras de la Kamarg (pues sólo los extranjeros considerarían peligrosos a unos animales únicos en el mundo). Los únicos animales que se cazaban en los marjales, excepto para comer, eran los baragones, cosas que en otro tiempo habían sido hombres, antes de convertirse en las víctimas de horrísonos experimentos llevados a cabo por un perverso Señor Protector, que había sido ejecutado por el viejo conde Brass. De todos modos, ya sólo quedaban uno o dos baragones en la Kamarg, y a los cazadores no les costaba mucho identificarlos; superaban los dos metros y medio de estatura, medían un metro y medio de anchura, su color era similar al de la bilis y se arrastraban sobre sus estómagos por los pantanos, aunque a veces se erguían para precipitarse sobre la primera presa que localizaban en los marjales. Cuando salían a cabalgar, Dorian Hawkmoon y Yisselda evitaban los lugares todavía habitados por baragones.

Hawkmoon amaba a la Kamarg más que a su tierra natal, en la lejana Alemania, e incluso había renunciado a su título en aquellos parajes, ahora gobernados sabiamente por un consejo democrático, como ocurría en muchos territorios europeos que habían perdido a sus soberanos hereditarios y se habían decantado, tras la derrota del Imperio Oscuro, para convertirse en repúblicas.

Y aunque, por todo ello, Dorian Hawkmoon era amado y respetado por los habitantes de la Kamarg, era consciente de que no había podido sustituir al viejo conde Brass en el fondo de sus corazones. Nunca podría lograrlo. Solicitaban el consejo de la condesa Ylsselda tanto como el suyo, y tenían en gran estima al joven Manfred, a quien veían casi como a la reencarnación de su viejo Señor Protector.

Este cúmulo de circunstancias habría agraviado a otro hombre, pero Dorian Hawkmoon, que había querido al conde Brass tanto como ellos, las aceptaba de buen grado. Ya tenía bastante de heroicidades y gestas. Prefería vivir como un caballero criado en el campo y, siempre que era posible, dejaba que el pueblo se ocupara de sus propios asuntos. Sus ambiciones eran sencillas: amar a su bella esposa Yisselda y procurar la felicidad de sus hijos. Sus días de forjador de la historia habían terminado. De sus batallas contra Granbretán sólo quedaba una cicatriz de extraña forma en el centro de su frente, donde en otro tiempo descansaba la ominosa Joya Negra, el Roecerebros injertado allí por el barón Kalan de Vitall cuando, años antes, Hawkmoon había sido reclutado contra su voluntad a las órdenes del Imperio Oscuro, en su lucha contra el conde Brass. Ahora, la joya ya no existía, ni tampoco el barón Kaan, que se había suicidado tras la batalla de Londra. Brillante científico, aunque tal vez el más perverso de todos los barones de Granbretán, Kalan se había negado a continuar existiendo bajo el nuevo y, desde su punto de vista, menos rígido orden impuesto por la reina Flana, que había sucedido al emperador Huon después de que el barón Meliadus le había asesinado, en un esfuerzo desesperado por hacerse con el control de la política de Granbretán.

Hawkmoon se preguntaba a veces qué habría ocurrido si el barón Kalan o Taragorm, Señor del Palacio del Tiempo, que había perecido cuando una de las monstruosas armas de Kalan estalló durante la batalla de Londra, hubieran sobrevivido. ¿Habrían ofrecido sus servicios a la reina Flana, y empleado sus talentos en reconstruir el mundo que habían contribuido a destruir? Probablemente no, decidía. Estaban locos. Estaban muy influenciados por la perversa y demencial filosofía que había impulsado a Granbretán a declarar la guerra al mundo y casi conquistarlo.

Después de una cabalgada por los marjales, la familia regresó a Aigues—Mortes, la antigua ciudad amurallada que era capital de la Kamarg, y al castillo de Brass, que se alzaba sobre una colina en el mismo centro del casco urbano. El castillo, construido con la misma piedra blanca de casi todas las casas, era una mezcla de estilos arquitectónicos que no parecían encajar muy bien. A lo largo de los siglos se habían realizado añadidos y restauraciones; según el capricho de los diferentes propietarios se habían derruido partes o construido otras. La mayoría de las ventanas consistían en vidrieras de colores, profusamente trabajadas, pero los marcos tanto eran redondos, como cuadrados, rectangulares u ovales. Torres y torretas sobresalían de la masa de piedra principal, en los lugares más sorprendentes; incluso había uno o dos minaretes, al estilo de los palacios árabes. Y Dorian Hawkmoon, siguiendo la tradición de su Alemania natal, había ordenado colocar muchas astas, en cuyo extremo flotaban hermosas banderas de colores, incluyendo las de los condes de Brass y los duque de Colonia. Los canalones del castillo adoptaban forma de gárgolas, y muchos aguilones labrados en piedra imitaban la forma de algún animal kamarguiano: el toro, el flamenco, el caballo unicornio y el oso de los marjales.

El castillo de Brass, al igual que en los días del propio conde Brass, tenía una apariencia impresionante y confortable al mismo tiempo. El castillo no había sido construido para que el gusto o el poder de sus habitantes impresionaran a nadie. Aunque se había demostrado su resistencia, tampoco había sido construido con ese fin, y no se tuvieron en cuenta consideraciones estéticas a la hora de reconstruirlo. Su objetivo era la comodidad, cosa rara en un castillo. Tal vez era el único castillo en el mundo erigido con tal idea! Incluso los jardines terraplenados, situados en el exterior del castillo, poseían un aspecto hogareño, pues en ellos crecían verduras y flores de todo tipo, suministrando los productos básicos no sólo al castillo, sino a buena parte de la ciudad.

Cuando volvían de sus excursiones a caballo, la familia tomaba una cena suculenta pero sencilla, que compartían con muchos de sus sirvientes; después, Yisselda acostaba a los niños y les contaba un cuento. A veces, el cuento era muy antiguo, anterior al Milenio Trágico, en otras lo inventaba ella misma, y en algunas ocasiones, ante la insistencia de Manfred y Yarmila, llamaba a Dorian Hawkmoon para que les contara algunas de sus aventuras en lejanos países, cuando servía al Bastón Rúnico. Les narraba su encuentro con el pequeño Oladhan, cuyo cuerpo y rostro estaban cubiertos de fino vello rojizo, y que se jactaba de ser descendiente de los Gigantes de la Montaña. Les hablaba de Amarehk, enclavada más allá del gran mar, en dirección norte, y de la ciudad mágica de Dnark, donde había visto por primera vez al Bastón Rúnico. Hawkmoon debía modificar tales narraciones, por supuesto, pues la verdad era más siniestra y terrible de lo que muchas mentes adultas podían concebir. Hablaba sobre todo de sus amigos muertos y sus nobles hazañas, y mantenía vivo el recuerdo del conde Brass, Bowgentle, D'Averc y Oladahn. La fama de dichas hazañas se había extendido ya por toda Europa.

Y cuando los cuentos concluían, Yisselda y Dorian Hawkmoon se sentaban en mullidas butacas, a cada lado del gran hogar sobre el que colgaban la armadura de latón y la espada del conde Brass, y charlaban o leían.

De vez en cuando recibían cartas de Londra, en las que la reina Flana les refería los progresos de su política. Londra, aquella enfermiza ciudad de altos techos, había sido derruida casi por completo, y se habían levantado hermosos edificios abiertos en ambas orillas del río Thayme, cuyas aguas ya no eran rojas como la sangre. Se había abolido el uso de máscaras y la inmensa mayoría de la población de Granbretán se había acostumbrado, pasado un cierto tiempo, a descubrir su rostro, aunque había sido necesario administrar suaves correctivos a algunos testarudos, empeñados en aferrarse a los viejos y demenciales usos del Imperio Oscuro. Las Ordenes de las Bestias también habían sido prohibidas, y se había alentado a la gente a abandonar la oscuridad de sus ciudades y volver a la casi desierta campiña de Granbretán, abundante en bosques de robles, olmos o pinos que se extendían kilómetros y kilómetros. Durante siglos, Granbretán había vivido del pillaje, y ahora tenía que alimentarse de sus propios recursos. Por tanto, los soldados que habían pertenecido a las órdenes de las bestias fueron enviados a trabajar en las granjas, limpiar los bosques, cuidar el ganado y plantar cosechas. Se eligieron consejos locales en representación de los intereses de los habitantes. La reina Flana convocó un parlamento, que ahora la aconsejaba y ayudaba a gobernar con justicia. Resultaba extraño que una nación tan propensa a la guerra, una nación de castas militares, se hubiera convertido con tanta rapidez en una nación de granjeros y guardabosques. Casi todos los habitantes de Granbretán habían aceptado su nueva vida con alivio, una vez convencidos de que se hallaban libres de la locura que había afectado a toda la nación y que, de hecho, aspiraba a extenderse por todo el mundo.

Y los días transcurrían con tranquilidad en el castillo de Brass.

Y así habría sido siempre (hasta que Manfred y Yarmilla hubieran crecido, Hawkmoon y Yisella envejecido y, por fin, fallecido un día en paz y tranquilidad, sabiendo que el terror del Imperio Oscuro jamás volverían a la Karmag), de no ser por algo extraño que empezó a suceder hacia finales del sexto verano transcurrido desde la batalla de Londra, cuando Dorian Hawkmoon descubrió, asombrado, que los habitantes de Aigues—Mortes le dirigían miradas peculiares cuando les saludaba en la calle; algunos simulaban no conocerle y otros fruncían el ceño, murmuraban y se alejaban cuando él se acercaba.

Era costumbre de Dorian Hawkmoon, como lo había sido del conde Brass, asistir a las grandes celebraciones que marcaban el final del verano. Entonces, Aigues—Mortes se decoraba con flores y estandartes. Los ciudadanos se ponían sus mejores ropas, se soltaban toros blancos por las calles y los guardianes de las torres de vigilancia cabalgaban engalanados con sus relucientes armaduras y sobrevestes de seda, las espadas al cinto. Y había corridas de toros en el anfiteatro, increíblemente antiguo, enclavado en las afueras de la ciudad. Allí fue donde el conde Brass salvó en cierta ocasión la vida del gran torero Mahtan Just, cuando un gigantesco toro le corneó. El conde Brass saltó a la arena y sujetó al toro con sus manos desnudas, hasta poner de rodillas al animal y recibir las aclamaciones de la multitud, porque el conde Brass ya era un hombre de cierta edad.

Ahora, los festejos ya no se circunscribían al ámbito local. Embajadores de toda Europa acudían a rendir homenaje al héroe y la heroína supervivientes de Londra, y la reina Flana había visitado el castillo de Brass en dos ocasiones anteriores. Este año, sin embargo, asuntos de estado habían retenido a la reina Flana en su país, y envió a un noble como representante. A Hakwmoon le complacía advertir que el sueño acariciado por el conde Brass, una Europa unificada, empezaba a convertirse en realidad. Las guerras con Granbretán habían contribuido a derribar las viejas fronteras, uniendo a los supervivientes en una causa común. Europa aún estaba compuesta por un millar de pequeñas provincias, todas independientes, pero colaboraban en muchos proyectos relacionados con el bien común.

Los embajadores llegaron de Scandia, Muscovy, Arabia, de los territorios griegos y búlgaros, de Ukrainia, Nurnberg y Catalania. Llegaron en carruajes, a caballo o en ornitópteros cuyo diseño copiaba a los de Granbretán. Trajeron regalos y discursos (algunos largos, otros breves) y hablaron de Dorian Hawkmoon como si fuera un semidiós.

En años anteriores, sus alabanzas habían encontrado una respuesta entusiasta en el pueblo de la Kamarg, pero este año, por algún motivo, sus discursos no obtuvieron tantos aplausos como antes. Pocos lo advirtieron, no obstante. Sólo Hawkmoon y Yisselda que, si bien sin resentimiento, se quedaron muy sorprendidos.

El discurso más fervoroso pronunciado en la antigua plaza de toros de Aigues—Mortes provino de Lonson, príncipe de Shkarlan, primo de la reina Flana y embajador de Granbretán. Lonson era joven y apoyava con vigor la política de la reina. Apenas contaba diesisiete años cuando la batalla de Londra arrebató a su nación su maligno poder, y por eso no abrigaba ningún rencor hacia Dorian Hawkmoon von Koln. De hecho, consideraba a Hawkmoon un salvador, que había traído paz y cordura a su reino. El discurso del príncipe Lonson rezumaba admiración hacia el nuevo Señor Protector de la Kamarg. Recordó grandes proezas bélicas, grandes esfuerzos de voluntad y autodisciplina, grandes ideas en las artes de la estrategia y la diplomacia, gracias a las cuales, dijo, las futuras generaciones no olvidarían a Dorian Hawkmoon. No sólo había salvado a la Europa continental, sino al Imperio Oscuro de sí mismo.

Dorian Hawkmoon, sentado en su palco tradicional con los invitados extranjeros, escuchó el discurso con cierto embarazo y esperó que no se prolongara en exceso. Vestía la armadura ceremonial, tan labrada como incómoda, y le dolía horriblemente la nuca. No sería educado sacarse el casco y rascarse mientras el príncipe Lonson hablaba. Contempló la multitud sentada en los bancos de granito del anfiteatro y en el ruedo de la propia plaza. Aunque la mayoría de los espectadores escuchaban con aprobación el discurso del príncipe Lonson, otros murmuraban entre sí, con el ceño fruncido. Un anciano, al que Hawkmoon reconoció como un exguardia que había combatido al lado del conde Brass en muchas de sus batallas, llegó a escupir en el ruedo cuando el príncipe Lonson comentó la inquebrantable lealtad de Hawkmoon a sus camaradas.

Yisselda también se dio cuenta y frunció el ceño. Miró a Hawkmoon para ver si lo había advertido. Sus ojos se encontraron. Dorian Hawkmoon se encogió de hombros y le dirigió una breve sonrisa. Ella sonrió, pero sin alterar su expresión preocupada.

El discurso concluyó por fin, sonaron aplausos y la gente empezó a abandonar el ruedo para que entrara el primer toro y un torero intentara apoderarse de las cintas de colores atadas a los cuernos de la bestia (pues no existía costumbre en la Kamarg de demostrar el valor martirizando animales; sólo se utilizaba la destreza contra la fiereza de los toros).

Sólo quedó un hombre en la arena. Hawkmoon recordó su nombre. Era Czernik, un mercenario búlgaro que se había unido con sus fuerzas al conde Brass y cabalgado con él en una docena de campañas. Czernik tenía la cara colorada, como si hubiera bebido, y se tambaleó un poco cuando apuntó con el dedo al palco de Hawkmoon y volvió a escupir.

—¡Lealtad! —graznó el anciano—. A mí no me engañáis. Yo sé quién fue el asesino del conde Brass, quién le vendió a sus enemigos. ¡Cobarde! ¡Comediante! ¡Falso héroe!

Hawkmoon se quedó estupefacto al escuchar la retahíla de Czernik. ¿A qué se refería el viejo?

Saltaron al ruedo varios senescales, agarraron a Czernik por los brazos y trataron de llevárselo, pero el viejo se resistió.

—¡Así es como vuestro amo intenta silenciar la verdad! —rugió Czernik—. ¡Pero no puede ser silenciada! ¡Ha sido acusado por el único en cuya palabra se puede confiar!

Sí sólo hubiera sido Czernik el que demostrara tal animosidad, Hawkmoon habría atribuido su estallido a la senilidad, pero no era el caso. Czernik había expresado lo que Hawkmoon había visto hoy en más de un rostro... y también en los días previos.

—¡Soltadle! —gritó Hawkmoon, poniéndose en pie e inclinándose sobre la balaustrada—. ¡Dejadle hablar!

Por un momento, los senescales no supieron qué hacer. Después, de mala gana, soltaron al viejo. Czernik permaneció en pie, tembloroso, y plantó cara a Hawkmoon.

—Bien, di de qué me acusas, Czernik. Te escucharé —habló Hawkmoon.

La atención de todos los congregados estaba concentrada en Dorian y Czernik. Un gran silencio cayó sobre el anfiteatro.

Yisselda tiró del sobreveste de su marido.

—No le escuches, Dorian. Está borracho. Está loco.

—¡Habla! —le conminó Hawkmoon.

Czernik se rascó la cabeza, donde el pelo gris empezaba a ralear. Paseó la mirada por la multitud. Masculló algo.

—¡Habla más claro! —dijo Hawkmoon—. Ardo en deseos de escucharte, Czernik.

—¡Os he llamado asesino y eso es lo que sois!

—¿Quién te ha dicho que soy un asesino?

Czernik farfulló algo inaudible.

—¿Quién te lo ha dicho?

—¡Aquel al que vos asesinasteis! —gritó Czernik—. Aquel al que traicionasteis.

—¿Un muerto, al que yo traicioné?

—Aquel al que todos amamos. Aquel al que seguí por cien provincias. Aquel que salvó mi vida dos veces. Aquel al que, vivo o muerto, siempre rendiré lealtad.

Yisselda se estremeció detrás de Hawkmoon, incrédula.

—Sólo puede estar hablando de mi padre...

—¿Te refieres al conde Brass? —gritó Hawkmoon.

—¡Sí! —respondió Czernick, desafiante—. Al conde Brass, que llegó a la Kamarg hace tantos años y la libró de la tiranía. ¡Que combatió contra el Imperio Oscuro y salvó al mundo entero! Sus hazañas son bien conocidas. Lo que no se sabe es que en Londra fue traicionado por alguien que no sólo codiciaba a su hija, sino también a su castillo. ¡Y que mató por conseguirlos !

—Mientes —replicó Hawkmoon—. Si fueras más joven, Czernik, te desafiaría a defender con la espada tus repugnantes palabras. ¿Cómo puedes creer tales mentiras?

—¡Muchos las creen! —Czernik indicó a la multitud—. ¡Muchos han oído lo que yo he oído!

—¿Y dónde lo has oído? —preguntó Yisselda desde la balaustrada.

—En las tierras pantanosas que se extienden más allá de la ciudad. Por la noche. Alguna gente, como yo, al volver a casa desde otra ciudad... lo han oído.

—¿Y de qué labios mentirosos?

Hawkmoon temblaba de rabia. Había combatido al lado del conde Brass, cada uno dispuesto a morir por el otro..., y ahora se esparcía esta horrible mentira, una mentira insultante para la memoria del conde Brass. De ahí la cólera de Hawkmoon.

—¡De los labios del mismísimo conde Brass!

—¡Maldito borracho! El conde Brass está muerto. Tú mismo lo has dicho.

—Sí, pero su fantasma ha vuelto a la Kamarg. Cabalga a lomos de su gran caballo con cuernos, con su armadura de acero centelleante, el cabello y el bigote rojos como el latón, y los ojos como latón bruñido. Está en el pantano, traicionero Hawkmoon, al acecho. Y explica vuestra traición a aquellos que se topan con él, explica que le abandonasteis cuando sus enemigos le cercaron, que le dejasteis morir en Londra.

—¡Es mentira! —chilló Yisselda—. Yo estaba presente. Yo combatí en Londra. Nada podía salvar a mi padre.

—Y el conde Brass también me dijo —continuó Czernik, con voz más profunda pero audible— que os habíais conchabado con vuestro amante para traicionarle.

—¡Oh! —Yisselda se llevó las manos a los oídos—. ¡Esto es obsceno! ¡Obsceno!

—Cállate ya, Czernik —le conminó Hawkmoon—. ¡Contén tu lengua, pues has ido demasiado lejos!

—Os aguarda en los marjales. Se vengará de vos una noche, cuando traspaséis las murallas de Aigues—Mortes, si os atrevéis. Y su fantasma es aún más héroe, más hombre que vos, renegado. Sí, renegado. Primero servisteis a Koln, después servisteis al Imperio, luego os volvisteis contra el Imperio, a continuación ayudasteis al Imperio a conspirar contra el conde Brass, y por fin volvisteis a traicionar al Imperio. Vuestra historia confirma la verdad de mis aseveraciones. No estoy bebido ni loco. Otros han visto y oído lo que yo he visto y oído.

—Eso quiere decir que te han engañado —afirmó Yisselda.

—Sois vos la engañada, señora —gruñó Czernik.

Los senescales avanzaron de nuevo. Esta vez, Hawkmoon no impidió que sacaran al viejo del anfiteatro.

El festejo resultó enturbiado por el incidente. Los invitados de Hawkmoon estaban demasiado turbados para comentarlo, y el interés de la muchedumbre ya no se concentraba en los toros ni en los toreros, que evolucionaban con destreza sobre la arena y trataban de coger las cintas de los cuernos.

A continuación, se celebró un banquete en el castillo de Brass. Habían sido invitados todos los dignatarios locales de la Kamarg, así como los embajadores, pero faltaron cuatro o cinco de los primeros. Hawkmoon comió poco y bebió más de lo normal en él. Se esforzó en sacudirse el mal humor provocado por las extrañas palabras de Czernik, pero le costaba sonreír, incluso cuando sus hijos bajaron a saludarle y los presentó a sus invitados. Pronunciaba cada frase a costa de un tremendo esfuerzo, y la conversación no era fluida, ni siquiera entre los invitados. Muchos embajadores se excusaron y se acostaron pronto. Al cabo de poco rato, sólo quedaron en el salón del banquete Hawkmoon y Yisselda, sentados a la cabecera de la mesa, mientras los criados se llevaban los restos de la cena.

—¿Qué puede haber visto? —dijo por fin Yisselda, cuando los criados salieron—. ¿Qué pudo haber oído, Dorian?

Hawkmoon se encogió de hombros.

—Nos lo dijo: el fantasma de tu padre...

—¿Un baragón más definido que otros?

—Describió a tu padre. Su caballo. Su armadura. Su cara.

—Pero estaba bebido, y hoy también.

—Dijo que otras personas habían visto al conde Brass y escuchado de sus labios la misma historia.

—Es ese caso, es un complot. Fraguado por algunos de tus enemigos, acaso un señor del Imperio Oscuro superviviente, que se disfraza y se pinta la cara para parecerse a mi padre.

—Tal vez, pero Czernik habría descubierto la superchería. Conocía al conde Brass desde hacía muchos años.

—Sí, y le conocía bien —admitió Yisselda.

Hawkmoon se levantó poco a poco de su asiento y caminó hacia el hogar, sobre el cual colgaba la indumentaria guerrera del conde Brass. La miró, extendió un dedo para tocarla. Meneó la cabeza.

—Debo descubrir por mí mismo qué es este “fantasma”. ¿Por qué querrá alguien desacreditarrne de esta forma? ¿Quién puede ser mi enemigo?

—¿El propio Czernik? Tal vez le desagrade tu presencia en el castillo de Brass.

—Czernik es viejo, casi senil. Es incapaz de inventar una historia tan complicada. ¿Y no se ha preguntado por qué le conde Brass se queda en los pantanos, quejándose de mí? Ése no es el estilo del conde Brass. Ya habría venido al castillo, a darme cuenta de su contencioso.

—Hablas como si creyeras a Czernik.

Hawkmoon suspiró.

—Debo saber más. He de encontrar a Czernik e interrogarle...

—Enviaré a uno de los sirvientes a la ciudad.

—No, yo iré a la ciudad en persona y le buscaré.

—¿Estás seguro...?

—Es mi deber. —La besó—. Esta noche pondré fin al asunto. Es injusto ser atormentados por fantasmas que ni siquiera hemos visto.

Se ciñó a los hombros una gruesa capa de seda azul oscuro, besó una vez más a Yisselda, salió al patio y ordenó que prepararan su caballo con cuernos. Pocos minutos después salió del castillo y se internó en la ruta sinuosa que conducía a la ciudad. Brillaban pocas luces en Aigues-Mortes, aunque había una feria en la ciudad. Era evidente que el incidente ocurrido en la plaza de toros había afectado a los ciudadanos tanto como a Hawkmoon y sus invitados. El viento empezó a soplar cuando Hawkmoon llegó a las calles; el seco mistral de la Kamarg, que los lugareños llamaban el Viento de la Vida, pues se creía que había salvado a su país durante el Milenio Trágico.

Sólo podía encontrar a Czernik en una de las tabernas que había en la parte norte de la ciudad. Hawkmoon cabalgó hacia el barrio, dejando que el caballo fuera al paso, pues no le apetecía repetir la escena de la tarde. No quería volver a escuchar las mentiras de Czernik; eran mentiras que deshonraban a todo el mundo, incluido al conde Brass, a quien Czernik afirmaba amar.

La inmensa mayoría de las tabernas distribuidas en la zona norte de la ciudad eran de madera, y sólo se había empleado la piedra blanca de la Kamarg en los cimientos. La madera estaba pintada de muchos colores y en las más ambiciosas de las tabernas se habían pintado escenas enteras en las fachadas. Varias escenas conmemoraban hazañas del propio Hawkmoon y otras recordaban gestas del conde Brass antes de salvar a la Kamarg, porque el conde Brass había combatido en todas las batallas famosas de su tiempo (en muchos casos, provocadas por él). De hecho, no pocas tabernas recibían el nombre de batallas en que había participado el conde Brass, así como el de los cuatro héroes que habían servido al Bastón Rúnico. Una taberna se llamaba “La Campaña Magiar”, mientras otra se autodenominaba “La Batalla de Cannes”. Entre otras, se contaban “El Fuerte de Balancia”, “Nueve quedaron en pie” y “La Bandera Empapada de Sangre”, todas referidas a hazañas del conde Brass. Czernik, si no se había desplomado de bruces en alguna cuneta, estaría en alguna de ellas.

Hawkmoon entró en la más cercana, “El Amuleto Rojo” (llamada así por la mítica joya que en otro tiempo había colgado de su cuello), y encontró el lugar lleno de soldados, a muchos de los cuales reconoció. Todos estaban bastante borrachos, y sujetaban enormes jarras de vino y cerveza. Casi todos tenían cicatrices en la cara o los miembros. Sus risas eran ásperas, aunque no ruidosas. Tan sólo sus cánticos eran ensordecedores. Su compañía agradó a Hawkmoon, que saludó a muchos de los que conocía. Se acercó a un eslavo manco (que también había servido bajo las órdenes del conde Brass) y le saludó con auténtico placer.

—¡Josef Vedla! Buenas noches, capitán. ¿Cómo va todo?

Vedla parpadeó y trató de sonreír.

—Buenas noches, mi señor. Hace muchos meses que no se os veía por nuestras tabernas.

Bajó la vista y concentró su atención en el contenido de su copa.

—¿Queréis compartir conmigo un pellejo de vino joven? Me han dicho que este año es singularmente bueno. Tal vez algunos de nuestros viejos amigos querrán...

—No, gracias, mi señor. —Vedla se levantó—. Ya he bebido bastante.

Se ciñó la capa torpemente con su única mano.

Hawkmoon se dejó de rodeos.

—Josef Vedla, ¿creéis que Czernik se encontró al conde Brass en los marjales?

—Debo irme.

Vedla se encaminó hacia la puerta.

—Alto, capitán Vedla.

Vedla se detuvo, a regañadientes, y se volvió con lentitud hacia Hawkmoon.

—¿Creéis que el conde Brass dijo que yo había traicionado nuestra causa, que tendí una trampa al conde?

—Si sólo se tratara de Czernik, no lo creería. Chochea y sólo se acuerda de su juventud, cuando cabalgaba con el conde Brass. Tal vez no creería a ningún veterano, dijera lo que dijera... Todos lamentamos todavía la pérdida del conde Brass y nos gustaría tenerle de vuelta entre nosotros.

—Y yo también.

Vedla suspiró.

—Os creo, mi señor, aunque pocos lo hacen ya. La mayoría dudan, al menos...

—¿Quién más ha visto a este fantasma?

—Varios mercaderes, que regresaban de noche por las carreteras del pantano. Un cazador de toros. Incluso un guardia de servicio en una torre del este afirma haber divisado su figura a lo lejos. Una figura que reconoció, sin lugar a dudas, como la del conde Brass.

—¿Sabéis dónde está Czernik ahora?

—Probablemente en “La Travesía del Dniéper”, al final del callejón. Es donde suele dilapidar su pensión.

Salieron a la calle adoquinada.

—Capitán Vedla —dijo Hawkmoon—, ¿me creéis capaz de traicionar al conde Brass?

Vedla se frotó su agrietada nariz.

—No. Casi nadie lo cree. Cuesta pensar en vos como en un traidor, duque de Koln, pero las habladurías son consistentes. Todo el mundo que se ha tropezado con ese..., ese fantasma, cuenta la misma historia.

—Pero no es propio del conde Brass, vivo o muerto, vagar por las afueras de las ciudades, proclamando sus quejas. Si quisiera vengarse de mí, ¿no creéis que iría directamente a mi encuentro?

—Sí. El conde Brass no era un hombre vacilante. Aún así —el capitán Vedla sonrió levemente—, también sabemos que los fantasmas actúan según las costumbres de los fantasmas.

—¿Creéis en fantasmas, pues?

—Yo no creo en nada. Y creo en todo. El mundo me ha enseñado esta lección. Pensad en los acontecimientos relacionados con el Bastón Rúnico... ¿Puede creer un hombre normal que sucedieron en realidad?

Hawkmoon no pudo por menos que devolver la sonrisa a Vedla.

—Entiendo vuestro comentario. Bien, buenas noches, capitán.

—Buenas noches, mi señor.

Josef Vedla se marchó en dirección contraria, mientras Hawkmoon guiaba a su caballo calle abajo, hasta que vio el letrero de la taberna llamada “La Travesía del Dniéper”. La pintura había saltado y la taberna se veía hundida, como si hubieran quitado alguna de sus vigas centrales. Su aspecto era poco halagüeño y el olor que brotaba de su interior era una mezcla de vino agrio, excrementos animales, grasa y vómitos. Era el lugar ideal para un borracho: podía comprar olvido a un precio irrisorio.

El local estaba vacío cuando Hawkmoon asomó la cabeza por la puerta y entró. Algunos tizones y velas iluminaban la sala. El suelo sucio, los bancos y mesas mugrientos, la piel cuarteada de los pellejos de vino, diseminados por todas partes, las jarras de madera y arcilla astilladas, los hombres y mujeres andrajosos casi derrumbados sobre las mesas o tirados en los rincones, todo contribuyó a reforzar la primera impresión de Hawkmoon. La gente no visitaba “La Travesía del Dniéper” por motivos sociales. Iban a emborracharse lo más rápido posible.

Un hombrecillo sucio, con una orla de grasiento cabello negro alrededor de la calva, se desgajó de las tinieblas y sonrió a Hawkmoon.

—¿Cerveza, mi señor? ¿Vino de calidad?

—Czernik —contestó Hawkoom—. ¿Está aquí?

—Sí. —El hombrecilló señaló con el pulgar una puerta que ostentaba el letrero de “Excusado”—. Está ahí, dejando sitio para más. No tardará en salir. ¿Le llamo?

—No.

Hawkmoon paseó la vista en derredor suyo y se sentó en un banco que juzgó más limpio que los demás.

—Le esperaré.

—¿Deseáis una copa de víno para apaciguar la espera?

—Muy bien.

Hawkmoon no tocó el vino y esperó a que Czernik apareciera. Por fin, el veterano salió tambaleándose y se dirigió hacia la barra sin más dilación.

—Otra botella —masculló.

Tanteó sus ropas, como si buscara la bolsa. No había visto a Hawkmoon.

Dorian se levantó.

—¿Czernik?

El viejo se giró en redondo y estuvo a punto de caer. Su mano buscó una espada que, mucho tiempo atrás, había vendido para pagarse la bebida.

—¿Habéis venido a matarme, traidor? —Entornó sus ojos hinchados, de odio y temor—. Voy a morir por decir la verdad. Si el conde Brass estuviera aquí... ¿Sabéis cómo se llama este lugar?

—La Travesía del Dniéper.

—Sí. Combatimos codo con codo, el conde Brass y yo, en La Travesía del Dniéper. Contra el ejército del príncipe Ruchtof, contra sus cosacos. El río iba tan cargado de cadáveres que su curso se alteró para siempre. Al final, todos los hombres del príncipe Ruchtof murieron, y de nuestro bando sólo quedamos con vida el conde Brass y yo.

—Conozco la gesta.

—Por lo tanto, sabéis que soy valiente. Que no os temo. Matadme, si tal es vuestro deseo, pero no conseguiréis silenciar al conde Brass.

—No he venido a silenciarte, Czernik, sino a escucharte. Descríbeme otra vez lo que has visto y oído.

Czernik lanzó una mirada suspicaz a Hawkmoon.

—Ya os lo he dicho esta tarde.

—Me gustaría escucharlo de nuevo, eliminando las acusaciones de tu cosecha. Repíteme, tal como las recuerdes, las palabras que el conde Brass te dirigió.

Czernik se encogió de hombros.

—Dijo que codiciasteis sus tierras y su hija desde que llegasteis a la Kamarg. Dijo que habíais cometido innumerables traiciones mucho antes de conoceros. Dijo que combatisteis en Colonia contra el Imperio Oscuro, que después os unisteis a los Señores de las Bestias, a pesar de que habían asesinado a vuestro propio padre. Después, os levantasteis contra el Imperio cuando creísteis que erais lo bastante fuerte, pero os derrotaron y os llevaron encadenado a Londra donde, a cambio de vuestra vida, participasteis en una conspiración contra el conde Brass. Una vez libre, os dirigisteis a la Kamarg y pensasteis que sería más fácil traicionar de nuevo a vuestros amos del Imperio.Y así fue. Después utilizasteis a vuestros amigos (el conde Brass, Oladahn, Bowgentle y D'Averc) para derrotar al Imperio, y cuando ya no os fueron útiles, preparasteis su muerte en la batalla de Londra.

—Una historia muy convincente —dijo Hawkmoon, sombrío—. Se adapta muy bien a los hechos, aunque olvida los detalles que justifican mis acciones. Una invención muy inteligente.

—¿Estáis diciendo que el conde Brass miente?

—Estoy diciendo que lo que viste en los pantanos, fantasma o mortal, no fue el conde Brass. Sé que digo la verdad, Czernik, porque no pesan traiciones sobre mi conciencia. El conde Brass sabía la verdad. ¿Por qué iba a mentir después de muerto?

—Conocí al conde Brass y os conozco a vos. Sé que el conde Brass no diría mentiras. Todos sabemos que era un astuto diplomático, pero siempre era sincero con sus amigos.

—Por lo tanto, no viste al conde Brass.

—Vi al conde Brass. A su fantasma. Tal como era cuando cabalgué a su lado, empuñando su estandarte cuando combatimos contra la Liga de los Ocho de Italia, dos años antes de que llegáramos a la Karmag. Sé que el conde Brass...

Hawkmoon frunció el ceño.

—¿Cuál era su mensaje?

—Os espera cada noche en los pantanos, para vengarse de vos.

Hawkmoon respiró hondo. Ciñó el cinturón de la espada a su cadera.

—En ese caso, iré a verle esta noche.

Czernik miró con curiosidad a Hawkmoon.

—¿No tenéis miedo?

—En absoluto. Sé que no viste al conde Brass. ¿Por qué he de temer a un impostor?

—Tal vez no recordáis que le traicionasteis —sugirió Czernik—. Quizá todo fue debido a la joya que, tiempo ha, llevabais en vuestra frente. Es posible que la joya os impulsara a cometer tales afrentas, y que una vez liberado de ella os olvidarais de todos vuestros ardides.

Hawkmoon dedicó a Czernik una sombría sonrisa.

—Te lo agradezco, Czernik, pero dudo que la joya me controlara hasta tal punto. Su propósito era muy diferente.

Frunció el ceño. Por un momento, se preguntó si Czernik estaba en lo cierto. Sería horrible si fuera verdad... Pero no, no podía ser cierto. Yisselda habría sabido la verdad, por más que él hubiera tratado de ocultarla. Yisselda sabía que no era un traidor.

Sin embargo, algo acechaba en los pantanos y trataba de poner en su contra a los habitantes de la Kamarg. Por lo tanto, debía poner manos a la obra cuanto antes: desenmascarar al fantasma y demostrar a la gente como Czernik que no había traicionado a nadie.

No dijo nada más a Czernik, sino que dio media vuelta y salió de la taberna. Montó en su corcel negro y volvió grupas hacia las puertas de la ciudad.

Atravesó las puertas y desembocó en el pantano, iluminado por la luna. Oyó las primeras notas lejanas del mistral, sintió su frío aliento en la mejilla, vio la superficie de las lagunas rizarse y a las cañas ejecutar una danza febril, anticipando la furia plena del viento, que llegaría días más tarde.

Dejó que el caballo escogiera su camino, pues conocía el pantano mejor que él. En el ínterin, escudriñó la bruma y miró a uno y otro lado; buscaba un fantasma.

2. Encuentro en el pantano

Leves sonidos de origen animal recorrían el pantano: gritos, ladridos, toses, ululatos. A veces, un animal de cierto tamaño surgía de las tinieblas y pasaba corriendo frente a Hawkmoon. En otras, se escuchaban chapoteos en alguna laguna cercana, cuando un búho piscívoro se lanzaba sobre su presa. Sin embargo, el duque de Colonia no divisó ninguna figura humana (fantasmal o viva), a pesar de que se iba adentrando en la oscuridad cada vez más.

Dorian Hawkmoon estaba confuso. Se sentía amargado. Había aspirado a una vida campestre y tranquila. Los únicos problemas que había previsto eran los derivados de criar ganado y plantar cosechas, y de educar a sus hijos.

Y ahora, había aparecido este maldito misterio. Ni siquiera una amenaza de guerra le habría turbado tanto. La guerra, dejando aparte la librada contra el Imperio Oscuro, era limpia comparado con esto. Si hubiera visto en el cielo los ornitópteros de Granbretán, si hubiera visto a lo lejos los ejércitos del Imperio Oscuro, con sus máscaras de animales, grotescos carruajes y toda su parafernalia peculiar, habría sabido qué hacer. Y si el Bastón Rúnico le hubiera llamado, habría sabido qué responder.

Pero esto era insidioso. ¿Cómo iba a combatir contra rumores, contra fantasmas, contra viejos amigos que le daban la espalda?

El corcel continuó internándose por los senderos del pantano, pero no había señales de que nadie lo habitara. Hawkmoon empezó a notar el cansancio, pues se había levantado mucho más temprano de lo habitual para preparar los festejos. Tuvo la sospecha de que allí no había nada, de que todo eran imaginaciones de Czernik y los demás. Sonrió para sí. Había sido un idiota por tomarse en serio las incoherencias de un borracho.

Y, por supuesto, fue en aquel momento cuando se le apareció. Estaba sentado a lomos de un caballo castaño sin cuernos y el caballo iba adornando con un dosel de seda bermeja. La armadura, de pesado latón, brillaba a la luz de la luna: casco de latón bruñido, muy sencillo y práctico, peto y guanteletes de latón bruñido. La figura iba cubierta de latón de pies a cabeza. Los guantes y las botas eran de piel, recubierta de eslabones de latón. El cinturón consistía en una cadena de latón, que se abrochaba mediante una gruesa hebilla de latón. El cinturón sujetaba una vaina de latón. La vaina contenía algo que no era de latón, sino de excelente acero: una enorme espada. Y el rostro inconfundible: los ojos castaño claro, penetrantes y severos, el grueso bigote rojo, las cejas rojas, la piel bronceada.

No había error posible.

—¡Conde Brass! jadeó Hawkmoon.

Cerró la boca y examinó la figura, porque había visto al conde Brass muerto en el campo de batalla.

Existía algo diferente en este hombre y Hawkmoon no tardó ni un segundo en comprender que Czernik había dicho la verdad literal, cuando afirmó que se trataba del mismo conde Brass a cuyo lado había combatido en la travesía del Dnieper. Este conde Brass era al menos veinte años más joven que aquel a quien Hawkmoon había conocido cuando visitó la Karmag siete u ocho años antes.

Los ojos centellearon y la gran cabeza, que parecía de metal, giró levemente, de modo que sus ojos se clavaron en los de Hawkmoon.

—Sois vos —dijo la profunda voz del conde Brass—. ¿Mi némesis?

—¿Némesis? —Hawkmoon lanzó una áspera carcajada—. ¡Pensaba que vos erais la mía, conde Brass !

—Estoy confuso.

La voz era la del conde Brass, sin lugar a dudas, pero como escuchada en un sueño. Y los ojos del conde Brass no enfocaban con su antigua y familiar claridad a los de Hawkmoon.

—¿Qué sois? —preguntó Hawkmoon—. ¿Qué os trae a la Karmag?

—Mi muerte. Estoy muerto, ¿verdad?

—El conde Brass que yo conocí está muerto. Murió en Londra hace más de cinco años. He oído que me acusan de esa muerte.

—¿Sois aquel al que llaman Hawkmoon de Colonia?

—Soy Dorian Hawkmoon, duque de Colonia, en efecto.

—En ese caso, tal parece que debo mataros —dijo el conde Brass, algo vacilante.

Aunque la cabeza le daba vueltas, Hawkmoon se dio cuenta de que el conde Brass (o lo que fuere este ente) tenía tan poca seguridad en este momento como Hawkmoon. De entrada, si bien Hawkmoon había reconocido al conde Brass, este hombre no había reconocido a Hawkmoon.

—¿Por qué debéis matarme? ¿Quién os dijo que me mataráis?

—El oráculo. Aunque ahora estoy muerto, puedo vivir de nuevo, pero si vivo de nuevo he de hacer lo posible por no perecer en la batalla de Londra. Por lo tanto, debo matar al que me conducirá a esa batalla y me traicionará. Ese hombre es Dorian Hawkmoon de Colonia, quien codicia mis tierras y... y a mi hija.

—Yo poseo mis propias tierras y vuestra hija se desposó conmigo antes de la batalla de Londra. Alguien os engaña, amigo fantasma.

—¿Y por qué iba a engañarme el oráculo?

—Porque existen cosas tales como oráculos falsos. ¿De dónde venís?

—¿De dónde? Pues de la Tierra, claro.

—¿Y en dónde creéis que estáis, si se puede saber?

—En el submundo por supuesto. Un lugar del que muy pocos escapan. Pero yo puedo escapar, siempre que os mate antes, Dorian Hawkmoon.

—Algo trata de destruirme por vuestra mediación, conde Brass..., si sois el conde Brass. Es difícil explicaros este misterio, pero yo diría que creéis ser el conde Brass y que yo soy vuestro enemigo. Quizá sea todo mentira, o sólo una parte.

El conde Brass frunció el ceño.

—Me confundís. No entiendo nada. Nadie me avisó de esto.

Hawkmoon tenía los labios resecos. Estaba tan perplejo que apenas podía pensar. Le agitaban demasiadas emociones al mismo tiempo: dolor ante el recuerdo del amigo muerto. Odio por quien fuera que intentara mofarse de su recuerdo. Miedo de que fuera un fantasma. Compasión, si era en verdad el conde Brass, resucitado de entre los muertos y transformado en un autómata.

Empezaba a sospechar, no del Bastón Rúnico, sino de la ciencia del Imperio Oscuro. Todo este asunto llevaba el sello del genio perverso de los científicos de Granbretán. ¿Cómo lo habrían logrado? Los dos científicos brujos más importantes del Imperio Oscuro, Taragorm y Kalan, estaban muertos. Nadie les igualó mientras vivieron, y nadie pudo sustituirles cuando murieron.

¿Y por qué parecía mucho más joven el conde Brass? ¿Por qué daba la impresión de ignorar que tenía una hija?

—¿Quién no os advirtió? —preguntó Hawkmoon, guiado por una inspiración.

Si luchaban, sabía que el conde Brass le derrotaría con facilidad. El conde Brass había sido el mejor guerrero de Europa. Nadie le hacía sombra en combates a espada, ni siquiera en su madurez.

—El oráculo. Otra cosa me desconcierta, mi presunto enemigo: si estáis vivo, ¿también moráis en el submundo?

—Esto no es el submundo, sino el país de la Karmag. ¿No lo reconocéis, vos, que fuisteis su Señor Protector durante tantos años, que lo defendisteis del Imperio Oscuro? No creo que seáis el conde Brass.

La figura se llevó una mano enguantada a la frente, en señal de perplejidad.

—¿Eso pensáis? Si nunca nos habíamos encontrado...

¿De veras? Combatimos juntos en muchas batallas. Nos hemos salvado mutuamente la vida. Creo que sois un hombre bastante parecido al conde Brass, embrujado por algún hechizo para pensar que sois el conde Brass... y enviado aquí para matarme. Tal vez hayan sobrevivido algunos restos del antiguo Imperio Oscuro. Tal vez algún súbdito de la reina Flana persiste en su odio hacia mí. ¿Algo de lo que he dicho significa algo para vos?

—No, pero sé que soy el conde Brass. No aumentéis mi confusión, duque de Colonia.

—¿Cómo sabéis que sois el conde Brass? ¿A causa de vuestro parecido?

—¡Porque lo soy! —rugió el hombre—. Muerto o vivo... ¡yo soy el conde Brass!

—¿Cómo es posible, si no me habéis reconocido, si ni siquiera sabíais que teníais una hija, si confundisteis la Karmag con algún submundo sobrenatural, si no recordáis nuestras aventuras al servicio del Bastón Rúnico, si creéis que yo, entre todos los seres humanos, que os amaba, a quien salvasteis la vida y la dignidad, os traicioné?

—Ignoro todo lo relativo a los acontecimientos que mencionáis, pero recuerdo mis viajes y batallas al servicio de diversos príncipes, en Magiaria, Arabia, Scandia, Slavia y en los territorios de los griegos y de los búlgaros. Recuerdo mi sueño, unir los principados de Europa, siempre enzarzados en pendencias. Recuerdo mis éxitos, y también mis fracasos. Recuerdo a las mujeres que amé, a los amigos, a los enemigos contra quienes luché. Y sé que no sois mi amigo, porque os convertisteis en el más traicionero de mis enemigos. En la Tierra, yazco en mi tumba. Aquí, vago en pos de aquel que me arrebató todas las posesiones, incluida la vida.

—Decid otra vez quién os convenció de esta falacia.

—Dioses, seres sobrenaturales, el oráculo... Yo qué sé.

—¿Creéis en tales cosas?

—Antes no, pero ahora debo rendirme a la evidencia.

—Os equivocáis. No estoy muerto. No habito en el submundo. Soy de carne y huesos, y también vos, amigo mío, a juzgar por vuestro aspecto. Cuando salí en vuestra búsqueda, os odiaba. Ahora, sé que sois otra víctima, como yo. Regresad a vuestros amos. Decidles que es Hawkmoon quien se vengará... ¡de ellos!

—¡Por la jarretera de Narsha, no soporto que me den órdenes! —rugió el hombre. Apoyó su mano derecha enguantada sobre el pomo de la espada. Era un gesto típico del conde Brass. Las expresiones también eran las del conde Brass. ¿Se trataba de algún horrible simulacro del conde, inventado por la ciencia del Imperio Oscuro?

Hawkmoon ya estaba casi histérico de dolor y perplejidad.

—Muy bien —gritó—, vamos a probarlo. Si en verdad sois el conde Brass, poco os costará matarme. Entonces, quedaréis satisfecho. Y yo también, porque no quiero vivir si la gente sospecha que yo os traicioné.

Entonces, el hombre adoptó una expresión pensativa.

—Soy el conde Brass, os lo aseguro, duque de Colonia. En cuanto al resto, es posible que ambos seamos víctimas de un complot. No sólo he sido soldado, sino también político. Conozco bien a aquellos que se complacen en enemistar a los amigos para conseguir sus siniestros fines. Existe una ínfima posibilidad de que estéis diciendo la verdad...

—En ese caso, pues dijo Dorian Hawkmoon, aliviado—, volved conmigo al castillo de Brass y hablaremos de lo que ambos sabemos.

El hombre meneó la cabeza.

—No. No puedo. He visto las luces de la ciudad y de vuestro castillo, que se alza sobre ella. Os acompanaría, pero existe algo que me lo impiede: una barrera. Me resulta difícil explicar cuáles son sus propiedades. Por ese motivo me he visto obligado a esperaros en este dichoso pantano. Abrigaba la esperanza de dar por concluido este asunto con celeridad, pero ahora... —El hombre frunció el ceño—. Pese a ser una persona práctica, duque de Colonia, siempre me he enorgullecido de ser justo. No os mataría para cumplir los designios de otra persona, a menos que supiera cuáles eran esos designios, claro está. Debo reflexionar sobre lo que habéis dicho. Después, si decido que mentís para salvar la piel, os mataré.

—O bien —replicó Hawkmoon con expresión sombría—, si resulta que no sois el conde Brass, existen buenas posibilidades de que yo os mate.

El hombre esbozó una sonrisa familiar: la sonrisa del conde Brass.

—Sí..., si no soy el conde Brass.

—Mañana a mediodía volveré al pantano —dijo Hawkmoon—. Amanecerá dentro de escasas horas.

El hombre se llevó de nuevo la mano a la frente.

—Para mí, no. Para mí, no.

Sus palabras confundieron todavía más a Hawkmoon.

—Según he oído, hace días que merodeáis por aquí.

—Una noche... Una larga, perpetua noche.

—¿Y no os convence este hecho de que sois víctima de un engaño?

—Podría ser. —El hombre exhaló un profundo suspiro—. Bien, venid cuando queráis. ¿Veis aquellas ruinas, sobre el promontorio?

Extendió un dedo de latón.

A la luz de la luna, Hawkmoon apenas pudo distinguir la forma de un antiguo edificio en ruinas, que según Bowgentle se trataba de una antiquísima iglesia gótica. Había sido uno de los lugares favoritos del conde Brass. Solía cabalgar hacia ella cuando necesitaba estar solo.

—Conozco las ruinas —dijo Hawkmoon.

—Nos encontraremos allí. Esperaré hasta que mi paciencia se agote.

—Muy bien.

—Y venid armado, pues es probable que terminemos combatiendo.

—¿No estáis convencido de lo que os he dicho?

—No habéis dicho gran cosa, amigo Hawkmoon. Vagas suposiciones. Referencias a personas que no conozco. ¿Creéis que el Imperio Oscuro pierde el tiempo con nosotros? Yo diría que debe estar ocupado en asuntos de mucha mayor trascendencia.

—El Imperio Oscuro fue destruido. Vos ayudasteis a destruirlo.

El hombre le dedicó de nuevo aquella sonrisa tan conocida.

—En eso os engañáis, duque de Colonia.

Volvió grupas y empezó a fundirse con la noche.

—¡Esperad! —gritó Hawkmoon—. ¿Qué habéis querido decir?

Pero el hombre ya se había lanzado al galope.

Hawkmoon le persiguió, espoleando salvajemente a su caballo.

—¿Qué habéis querido decir?

El caballo se negó a mantener semejante trote. Piafó y trató de oponer resistencia, pero Hawkmoon espoleó al animal con más fuerza.

—¡Esperad!

Vio al jinete a unos cuantos metros delante de él, pero su perfil era cada vez menos definido. ¿Sería acaso un auténtico fantasma?

—¡Esperad!

El caballo de Hawkmoon resbaló en el barro. Relinchó de miedo, como si intentara advertir a Hawkmoon del peligro que ambos corrían. Hawkmoon espoleó al animal. Éste retrocedió. Sus patas traseras resbalaron en el cieno.

Hawkmoon intentó controlar al corcel, pero el animal cayó y le arrastró.

Salieron despedidos de la estrecha carretera del pantano, atravesaron los cañaverales del borde y cayeron en el barro, que les engulló ávidamente y trató de atenazarlos. Hawkmoon procuró regresar a la orilla, pero aún no había sacado los pies de los estribos y tenía una pierna atrapada bajo el cuerpo agitado del caballo.

Se estiró y aferró un puñado de cañas, intentando arrastrarse y ponerse a salvo. Avanzó unos centímetros hacia el sendero, pero las cañas cedieron y cayó hacia atrás.

Recobró la calma cuando comprendió que sus movimientos frenéticos le hundían cada vez más en el pantano.

Pensó que si tenía enemigos que deseaban verle muerto, iba a cumplir dicho deseo, gracias a su estupidez.

3. Una carta de la reina Flana

No veía a su caballo, pero podía oírlo.

El pobre animal piafó cuando el barro llenó su boca. Se debatía con movimientos mucho más débiles.

Hawkmoon había logrado sacar los pies de los estribos y ya no tenía la pierna atrapada, pero sólo sus brazos, cabeza y hombros sobresalían del cieno. Se iba deslizando poco a poco hacia su muerte.

Recordaba que se había apoyado sobre el lomo del caballo para saltar hacia el sendero, pero sus esfuerzos fueron inútiles. Sólo había conseguido hundir un poco más al animal. Ahora, la respiración del caballo era penosa y apagada. Hawkmoon sabía que no tardaría mucho en respirar como él.

Se sentía impotente por completo. Su estupidez le había metido en esta situación. Lejos de solucionar algo, se había creado más problemas. Y también sabía que, si moría, todo el mundo creería que le había matado el fantasma del conde Brass, lo cual confirmaría las acusaciones de Czernik y los demás. Significaría que Yisselda sería sospechosa de haberle ayudado a traicionar a su padre. En el mejor de los casos, podría abandonar el castillo de Brass, tal vez para ir a vivir con la reina Flana, o a Colinia. Significaría que su primogénito Manfred no heredaría el título de Señor Protector de la Karmag. Significaría que su hija Yarmila se avergonzaría de llevar su apellido.

—Soy un imbécil —dijo en voz alta—. Y un asesino. Porque he matado a un buen caballo, sin contarme a mí. Quizá Czernik estaba en lo cierto; quizá la Joya Negra me impulsó a cometer actos de traición que soy incapaz de recordar. Quizá merezco la muerte.

Entonces, creyó oír al conde Brass, que se burlaba de él con carcajadas fantasmales, aunque debía tratarse de un ganso de los pantanos, cuyo sueño había sido perturbado por un zorro.

El barro estaba aspirando su brazo izquierdo. Lo levantó con cuidado. Las cañas se encontraban demasiado lejos.

Oyó que su caballo exhalaba un último suspiro cuando su cabeza se hundió en el barro. Vio que su cuerpo se alzaba cuando intentó respirar. Luego, se quedó inmóvil. Su bulto desapareció de vista.

Oyó otras voces espectrales que se burlaban de él. ¿Era la voz de Yisselda? El grito de una gaviota. ¿Y las voces de sus soldados, más profundas? Los rugidos de los zorros y los osos de los pantanos.

En aquel momento, este engaño se le antojó el más cruel, porque era su propio cerebro quien le engañaba.

No pudo reprimir un pensamiento irónico. Haber combatido durante tantos años y con tal ardor contra el Imperio Oscuro. Haber sobrevivido a aventuras sin cuento en dos continentes... para morir de una forma ignominiosa, solo, en un pantano. Nadie sabría dónde o cómo había muerto. No tendría derecho a reposar en una tumba. Ninguna estatua le sería erigida frente a las murallas del castillo de Brass. Bien, pensó, al menos es una forma discreta de morir.

—¡Dorian!

Esta vez, dio la impresión de que el grito del ave imitaba su nombre.
Respondió a la llamada como un eco.

—¡Dorian!

—¡Dorian!

—Mi señor de Colonia —dijo la voz de un oso del pantano.

—Mi señor de Colonia —respondió Hawkmoon en el mismo tono.

Ya no podía liberar el brazo izquierdo. Notó que el barro sepultaba su mentón. La presión del barro sobre su pecho dificultaba su respiración. Estaba mareado. Confió en perder el sentido antes de que el barro se introdujera en su boca.

Si moría, tal vez descubriría que habitaba en algún submundo. Tal vez volvería a encontrarse con el conde Brass. Y con Oladahn de las Montañas Búlgaras. Y con Huillam d'Averc. Y con Bowgentle, el filósofo, el poeta.

—Ay —se dijo—, si estuviera seguro, recibiría a la muerte con más entereza, pero aún queda la cuestión de mi honor... y el de Yisselda. ¡ Yisselda!

—¡Dorian!

Una vez más, el grito del pájaro se le antojó extrañamente parecido a la voz de su esposa. Había oído que los moribundos abrigaban tales fantasías. Quizá facilitaba la muerte a algunos, pero no era su caso.

—¡Dorian! Creo haber oído tu voz. ¿Estás cerca? ¿Qué ha pasado?

Hawkmoon contestó al ave.

—Estoy en el pantano, mi amor, a punto de morir. Diles que Hawkmoon no era un traidor. Diles que no era un cobarde. ¡Diles que era un imbécil !

Las cañas cercanas a la orilla se agitaron. Hawkmoon miró en su dirección, pensando que se trataba de un zorro. Sería horroroso que le atacara mientras el barro le engullía. Se estremeció.

Pero fue un rostro humano lo que asomó entre las cañas. Un rostro que reconoció.

—¿Capitán?

—Mi señor —dijo el capitán Josef Vedla. Volvió la cabeza para hablar con otra persona—. Teníais razón, mi señora. Está aquí. Hundido casi por completo.

Ardió un tizón que Vedla extendió tanto como pudo, para averiguar la situación exacta de Hawkmoon.

—Deprisa, soldados... La cuerda.

—Me alegra verles, capitán Vedla. ¿Le acompaña mi señora Yisselda?

—Aquí estoy, Dorian. —Su voz era tensa—. Encontré al capitán Vedla y me llevó a la taberna donde se encontraba Czernik. Él nos dijo que te habías dirigido al marjal. Reuní los hombres que pude y vine a buscarte.

—Te lo agradezco —replicó Hawkmoon—, pero no estaría en este aprieto de no ser por mi estupidez... ¡Uj!

El barro había alcanzado su boca.

Arrojaron una cuerda hacia él. Consiguió agarrarla con la mano libre y pasar la muñeca por el lazo.

—Tirad dijo, y gruñó cuando el nudo se cerró en torno a la muñeca. Pensó que iba a descoyuntarse el brazo.

Su cuerpo surgió poco a poco del barro, poco propenso a dejar escapar su festín, hasta que pudo sentarse sobre la orilla, jadeante, mientras Yisselda le abrazaba entre sollozos, indiferente a que estuviera cubierto de apestoso limo de pies a cabeza.

—Creíamos que habías muerto.

—Yo también me di por muerto. En cambio, he matado a uno de mis mejores caballos. Merezco morir.

El capitán Vedla miraba con nerviosismo a su alrededor. Al contrario que los guardias, nacidos en la Karmag, jamás se había sentido atraído por los pantanos, ni siquiera a plena luz del día.

—He visto a ese tipo que se hace llamar conde Brass —dijo Hawkmoon al capitán Vedla.

—¿Le matasteis, mi señor?

Hawkmoon meneó la cabeza.

—Sospecho que se trata de un comediante que se parece mucho al conde Brass, pero estoy seguro de que no es el conde Brass, vivo o muerto. De entrada, es demasiado joven, y no tiene muy bien aprendido su papel. No sabe el nombre de su hija. No sabe nada de la Karmag. De todos modos, no creo que ese tipo abrigue malas intenciones. Puede que esté loco, pero lo más probable es que le hayan convencido mediante hipnotismo de que es el conde Brass. Algunos elementos del Imperio Oscuro, imagino, que quieren desacreditarme y vengarse al mismo tiempo.

Vedla pareció tranquilizarse.

—Al menos, podré contar algo a los chismosos —dijo—, pero este individuo debe de parecerse mucho al conde Brass, si logró engañar a Czernik.

—Sí, en todo: expresiones, gestos, etcétera. De todos modos, su comportamiento es un poco vago, como si existiera en un sueño. Eso me ha hecho pensar que no actúa con malicia, sino manipulado por alguien.

Hawkmoon se levantó.

—¿Dónde está ahora ese impostor? —preguntó Yisselda.

—Desapareció en el pantano. Le seguí, a demasiada velocidad, y tuve el accidente. —Hawkmoon lanzó una carcajada—. Estaba tan preocupado que, por un momento, pensé que había desaparecido... ¡como un fantasma!

Yisselda sonrió.

—Utiliza mi caballo —dijo—. Yo cabalgaré sobre tu regazo, como he hecho tantas veces.

Y el pequeño grupo, de mucho mejor humor, regresó al castillo de Brass.

A la mañana siguiente, la historia del encuentro entre Dorian Hawkmoon y el “comediante” se había esparcido por toda la ciudad, así como entre los embajadores alojados en el castillo. Se había convertido en un chiste. A todo el mundo le tranquilizó poder reír, mencionar el incidente sin peligro de ofender a Hawkmoon. Y las fiestas prosiguieron, animándose a medida que el viento aumentaba de fuerza. Hawkmoon, ahora que ya no temía por su honor, decidió hacer esperar al falso conde Brass uno o dos días, y se sumergió de pleno en la alegría general.

Pero una mañana, a la hora de desayunar, mientras Hawkmoon y sus invitados decidían los planes del día, el joven Lonson de Shkarlan bajó con una carta en la mano. La carta llevaba muchos sellos y su aspecto era impresionante.

—La he recibido hoy, mi señor—dijo Lonson—. Llegó en ornitóptero desde Londra. Es de la propia reina.

—Noticias de Londra. Espléndido.

Hawkmoon aceptó la carta y procedió a romper los sellos.

—Ahora, príncipe Lonson, sentaos y desayunad mientras leo.

El príncipe Lonson sonrió y, a sugerencia de Yisselda, se sentó junto a la señora del castillo. Se sirvió un filete del plato que tenía delante.

Hawkmoon empezó a leer la carta de la reina Flana. Contenía noticias generales sobre sus proyectos para convertir en terrenos de cultivo extensas zonas de su nación. Daba la impresión de que marchaban viento en popa. De hecho, en algunos casos contaban con excedentes que pensaban vender a Normandía y Hanoveria, cuyas cosechas también iban bien. Pero fue el final de la misiva a lo que Hawkmoon dedicó mayor atención.

“Y ahora llegamos al único punto desagradable de esta carta, mi querido Dorian. Por lo visto, mis esfuerzos por librar a mi país de los restos de su oscuro pasado no han sido coronados con un éxito total. El empleo de máscaras ha vuelto a resurgir. Tengo entendido que se han producido algunos intentos de resucitar algunas Ordenes de las Bestias, en particular la Orden del Lobo, cuyo Gran Maestre, como recordarás, era el barón Meliadus. En algunas ocasiones, mis agentes se han disfrazado de miembros del culto y conseguido introducirse en sus reuniones. Se ha jurado, cosa que tal vez te divierta (¡confío en que no te preocupe!) restaurar la gloria del Imperio Oscuro, expulsarme de mi trono y destruir a todos mis leales, así como vengarse de ti y de tu familia. Dicen que los supervivientes de la batalla de Londra han de ser exterminados. En tu segura Kamarg, dudo que unos cuantos disidentes de Granbretán representen algún peligro para ti, por lo cual te aconsejo que sigas durmiendo bien. Sé con toda seguridad que esos cultos secretos no son muy populares, y sólo arraigan en aquellas partes de Londra que aún no han sido reconstruidas. La gran mayoría del pueblo, tanto aristócratas como plebeyos, ha abrazado con alegría la vida rural y el gobierno parlamentario. Cuando Granbretán era sana, se gobernaba así. Confío en que hayamos recobrado la cordura y que pronto se erradiquen de nuestra sociedad esos escasos atisbos de locura. Otro rumor peculiar que mis agentes aún no han podido verificar es que algunos de los peores señores del Imperio Oscuro siguen con vida, y aguardan ocultos a recobrar su "legítimo lugar como gobernantes de Granbretán". No puedo creerlo; se me antoja la típica leyenda inventada por los desheredados. Debe haber un millar de héroes que duermen en cavernas diseminadas por toda Granbretán, a la espera de acudir en ayuda de alguien cuando llegue el momento (¡me pregunto por qué no llega nunca!). Para asegurarse, mis agentes intentan descubrir la fuente de dichos rumores, pero lamento decir que varios han muerto ya, cuando los seguidores de los cultos descubrieron su auténtica identidad. Tardaremos varios meses, pero creo que pronto nos desembarazaremos por completo de los que llevan máscaras, teniendo en cuenta que los lugares oscuros donde prefieren habitar se están derruyendo con extrema
rapidez.”

—¿Contiene noticias inquietantes la carta de Flana? —preguntó Yisselda a su marido, mientras éste doblaba el pergamino.

Hawkmoon meneó la cabeza.

—No, pero encajan con algo que he oído hace poco. Dice que en Londra se ha vuelto a poner de moda llevar máscaras.

—Será por poco tiempo. ¿La costumbre se ha extendido?

—Por lo visto, no.

El príncipe Lonson lanzó una carcajada.

—Os aseguro, mi señora, que se trata de un vicio muy minoritario. Casi toda la gente normal se sintió muy complacida de quitarse esas máscaras incómodas y las prendas gruesas. Eso también se aplica a la nobleza, excepto a los pocos miembros de las castas de guerreros que sobrevivieron... No muchos, por fortuna.

—Según Flana, circulan rumores de que los principales líderes siguen con vida —dijo Hawkmoon.

—Imposible. Vos mismo matasteis al barón Meliadus. ¡Le abristeis en canal, príncipe de Colonia, desde el cuello a la ingle!

El comentario del príncipe Lonson molestó a algunos invitados, y el embajador se apresuró a disculparse.

—El conde Brass —prosiguió— eliminó a Adaz Promp y a varios más. Vos también matasteis a Bhenegar Trott, en Dnark, ante el Bastón Rúnico. Y todos los demás (Mikosevaar, Nankenseen y el resto) están muertos. Taragorm murió en una explosión y Kalan se suicidó. ¿Quién queda?

Hawkmoon frunció el ceño.

—Sólo se me ocurren Taragorm y Kalan —contestó—. Son los únicos que murieron sin testigos.

—Pero Taragorm murió cuando estalló la máquina de guerra de Kalan. Nadie podría haber sobrevivido.

—Tenéis razón —sonrió Hawkmoon—. Es una tontería dedicarse a estas especulaciones. Tenemos mejores cosas que hacer.

Y devolvió su atención a las fiestas del día.

Pero sabía que aquella noche cabalgaría hacia las ruinas y se enfrentaría con el que se hacía llamar conde Brass.


4. Una reunión de muertos

Y así, al ponerse el sol, Dorian Hawkmoon, duque de Colonia, Señor Protector de la Kamarg, cabalgó de nuevo por las carreteras del pantano, azotadas por el viento, y se adentró en sus dominios, contempló las evoluciones de los flamencos escarlatas, vio a lo lejos las manadas de toros blancos y caballos con cuernos como nubes de humo fugaces que pasaban entre las cañas verdes y atezadas, vio como el agonizante sol rojo transformaba las lagunas en charcos de sangre, respiró el aire seco que arrastraba el mistral, y llegó por fin a una pequeña colina sobre la cual se alzaban unas ruinas de inmensa antiguedad, ruinas invadidas por hiedra púrpura y ámbar. Y allí, mientras los últimos rayos del sol se apagaban, Dorian Hawkmoon descabalgó de su caballo con cuernos y esperó a que apareciera un fantasma.

El viento agitó su capa ceñida hasta el cuello. Azotó su rostro y congeló sus labios. La crin de su caballo se onduló como agua. Cortaba como un cuchillo los extensos y llanos pantanos. Y, al igual que de día los animales se aprestaban a dormir y empezaban a salir antes de anochecer, un terrible silencio cayó sobre la gran Kamarg.

Hasta el viento amainó. Las cañas ya no susurraron. Nada se movió.

Y Hawkmoon esperó.

Mucho más tarde escuchó el ruido de unos cascos de caballo sobre el húmedo suelo del pantano. Un sonido apagado: Llevó la mano hacia su cadera izquierda y preparó la espada envainada. Se había puesto la armadura, una armadura de acero que se amoldaba como un guante a su cuerpo. Se apartó el cabello de los ojos y ajustó su casco plano, tan plano como el del conde Brass. Echó la capa hacia atrás para que no estorbara sus movimientos.

Se aproximaba más de un jinete. Escuchó con suma atención. Había luna llena, pero los jinetes se acercaban desde el otro lado de las ruinas y no podía verlos. Contó. Cuatro jinetes, a juzgar por el sonido. El impostor venía con refuerzos. Era una trampa. Hawkmoon se puso a cubierto. El único refugio apropiado eran las ruinas. Avanzó con sigilo hacia ellas y gateó sobre las piedras viejas y desgastadas, hasta estar seguro de que no podía verle nadie que llegara por cualquier lado de la colina. Sólo el caballo traicionaba su presencia.

Los jinetes alcanzaron la cumbre de la colina. Divisó sus siluetas. Cabalgaban muy erguidos, con donaire y orgullo. ¿Quiénes podían ser?

Hawkmoon distinguió un destello de latón y supo que uno de los recién llegados era el falso conde. Los otros tres no llevaban armaduras características. Entonces, vieron su caballo.

Oyó la voz del conde Brass.

—¿Duque de Colonia?

Hawkmoon no contestó.

Oyó otra voz. Una voz lánguida.

—Quizá haya ido a orinar en las ruinas.

Y Hawkmoon, sobrecogido, también reconoció aquella voz.

Era la voz de Huillam D'Averc. D'Averc, que había muerto en Londra de una forma tan irónica.

Vio la figura que se acercaba, con un pañuelo en la mano, y reconoció la cara. Era D'Averc. Entonces, Hawkmoon supo, aterrorizado, quiénes eran los otros dos jinetes.

—Esperémosle. Dijo que vendría, ¿no es cierto, conde Brass?

Era Bowgentle quien había hablado.

—Sí, eso dijo.

—Pues espero que se apresure, porque este viento atraviesa incluso mi grueso pellejo.

La voz de Oladahn.

Y Hawkmoon supo que se trataba de una pesadilla, estuviera despierto o dormido. Constituía la experiencia más penosa de su vida ver a aquellos que tanto se parecían a sus amigos muertos, caminando y charlando como habían caminado y charlado juntos cinco años antes. Hawkmoon habría dado la vida por recuperarles, pero sabía que era imposible. Ninguna droga podía resucitar a alguien que, como Oladahn de las Montañas Búlgaras, había sido despedazado, y sus pedazos diseminados. Y ninguno mostraba señales de haber sido herido.

—Voy a coger una pulmonía, no me cabe duda, y tal vez muera por segunda vez.

Era D'Averc, siempre preocupado por su salud, más robusto que nadie. ¿Eran de verdad fantasmas?

—Me pregunto qué nos ha reunido de nuevo —musitó Bowgentle—. Y en un mundo tan sombrío y desolado. Creo que nos encontramos en una ocasión, conde Brass... En Rouen, ¿no es cierto? En la corte de Hanal el Blanco.

—Me parece que sí.

—Por lo visto, este duque de Colonia es peor que Hanal, en cuanto a derramar sangre indiscriminadamente. Lo único que tenemos en común, a mi entender, es que todos moriremos a sus manos si no le matamos antes. Aun así, me cuesta creer...

—Como ya os he dicho, insinuó que éramos víctimas de un complot —dijo el conde Brass—. Tal vez sea cierto.

—Somos víctimas de algo, no cabe duda dijo D'Averc, y se sonó delicadamente con su pañuelo de encaje—, pero convengo en que lo mejor sería discutir el asunto con nuestro asesino antes de acabar con él. Si le matamos y no ocurre nada, nos quedaremos en este desagradable y siniestro lugar durante toda la eternidad..., con él de compañía, porque también estará muerto.

—¿Cuáles fueron las circunstancias de vuestra muerte? —preguntó Oladahn, como sin darle importancia al tema.

—Fue una muerte sórdida; una mezcla de gula y celos. La gula fue mía. Los celos, de otro.

—Nos habéis dejado intrigados —rió Bowgentle.

—Una de mis amantes estaba casada, por esas cosas de la vida, con otro caballero. Era una espléndida cocinera; dominaba una increíble variedad de recetas, amigos míos, tanto en la cocina como en la cama, ya me entendéis. Bien, yo estaba pasando una semana con ella, mientras su marido se encontraba en la corte. Esto ocurrió en Hanoveria, donde me tenían ocupado ciertos negocios. La semana resultó espléndida, pero llegó a su fin, porque su marido iba a regresar aquella noche. Para consolarme, mi amante preparó una cena espléndida. ¡Un éxito! Jamás había cocinado mejor. Hubo caracoles, sopas, gulashes, aves con salsas exquisitas y soufflés... Bien, observo que os incomodo y os ruego me disculpéis... El ágape, en definitiva, fue soberbio. Comí más de lo aconsejable para un hombre de mi quebradiza salud y supliqué a mi amante que, como aún quedaba tiempo, me concediera el placer de su compañía en la cama durante una mísera hora, puesto que la llegada de su marido estaba prevista para dentro de dos. Accedió, no de muy bien grado. Nos acostamos. Prolongamos el éxtasis de la cena. Nos quedamos dormidos. Con tal celeridad, debo añadir, que sólo nos pudieron despertar los alaridos de su marido.

—Y os mató, ¿eh? —dijo Oladahn.

—En cierto modo. Salté de la cama. No tenía espada. Carecía de motivos para matarle, puesto que él era la parte ofendida (siempre he tenido un gran sentido de la justicia). Salté por la ventana y salí corriendo. Desnudo. Llovía a raudales. Ocho kilómetros distaba mi alojamiento. El resultado, por supuesto, fue pulmonía.

Oladahn rió y su alegría estremeció a Hawkmoon.

—¿De la cual fallecisteis?

—De la cual, para ser preciso, si ese oráculo tan peculiar está en lo cierto, estoy muriendo, mientras mi espíritu aguarda en una colina azotada por los vientos, no mucho mejor que yo, a lo que parece.

D'Averc se acercó a las ruinas, a menos de un metro y medio de donde Hawkmoon estaba acuclillado.

—¿Cómo fallecisteis vos, amigo mío?

—Me caí de una roca.

—¿Estaba muy alta?

—No, unos tres metros.

—¿Y os matasteis?

—No, fue el oso lo que me mató. Estaba esperando abajo.

Oladahn volvió a reír.

Y Hawkmoon experimentó una nueva punzada de dolor.

—Yo morí a consecuencia de la plaga scandiana —dijo Bowgentle—, o moriré de ella.

—Y yo en una batalla contra los elefantes del rey Orson, en Tarkia —afirmó el que creía ser el conde Brass.

Hawkmoon tuvo la fuerte impresión de que unos actores estaban ensayando sus escenas. Habría creído que eran actores, de no ser por sus inflexiones, sus gestos, su forma de expresarse. Existían pequeñas diferencias, pero ninguna capaz de despertar la sospecha en Hawkmoon de que aquellos no eran sus amigos. Sin embargo, al igual que el conde Brass no le había reconocido, ocurría lo mismo entre ellos.

Hawkmoon empezaba a sospechar la posible verdad cuando salió de su escondite y fue a su encuentro.

—Buenas noches, caballeros. —Hizo una reverencia—. Soy Dorian Hawkmoon de Colonia. Os conozco a los tres: Oladahn, Bowgentle, D'Averc, y también conocemos al conde Brass. ¿Habéis venido a matarme?

—A discutir si es preciso —dijo el conde Brass, acomodándose sobre una roca plana—. Me considero un buen juez de hombres. De hecho, soy un juez excepcional, o no habría sobrevivido tanto tiempo. Y dudo mucho que la traición anide en vuestro ser, Dorian Hawkmoon. Incluso en una situación que pudiera justificar la traición, o que vos la consideraseis pertinente, dudo también de que os convirtierais en un traidor. Y eso es lo que más me desconcierta de la situación. En segundo lugar, nos conocéis a los cuatro, pero nosotros no os conocemos. En tercer lugar, da la impresión de que somos los únicos cuatro emisarios enviados a este submundo en particular, y desconfío de esa coincidencia. Cuarto, a cada uno nos contaron una historia similar, que nos traicionarías en algún momento del futuro. Bien, si asumimos que hoy es ese momento del futuro, cuando los cinco nos hemos encontrado y entablado amistad, ¿qué os sugiere eso?

—¡Que todos venís de mi pasado! exclamó Hawkmoon—. Por eso me parecéis más joven, conde Brass..., y vos, Bowgentle..., y vos, Oladahn..., y vos, D'Averc...

—Gracias —dijo D'Averc con sarcasmo.

—Lo cual significa que ninguno de nosotros murió como cree... En la batalla de Tarkia, en mi caso, de enfermedad en los casos de Bowgentle y D'Averc, atacado por un oso en el caso de Oladahn...

—Exactamente —dijo Hawkmoon—, porque os conocí más tarde y todos estabais vivos. No obstante, recuerdo que una vez, Oladahn, me contasteis que un oso estuvo a punto de mataros, y vos me dijisteis que habías estado muy cerca de la muerte, conde Brass... Y vos, Bowgentle, recuerdo que mencionasteis cierta plaga de Scandia.

—¿Y yo? —preguntó D'Averc, muy interesado.

—Lo he olvidado, D'Averc..., porque vuestras enfermedades se encadenaban una tras otra, aunque yo siempre os veía rebosante de salud...

—¡Ah! ¿Se supone que estoy curado, pues?

Hawkmoon hizo caso omiso de D'Averc y continuó.

—Bien, eso significa que no vais a morir, aunque vosotros penséis que sí. Los que os han embaucado quisieron convenceros de que sobreviviríais gracias a ellos.

—Justo lo que imaginaba —asintió el conde Brass.

—Sin embargo, mi lógica no da para más —confesó Hawkmoon—, porque se nos presenta una paradoja: ¿por qué, cuando nos conocimos, no recordamos este encuentro en concreto?

—Debemos encontrar a esos malandrines y formularles esa pregunta —dijo Bowgentle—. He realizado ciertos estudios sobre la naturaleza del tiempo. Tales paradojas, según una escuela de pensamiento, tendrían que resolverse por sí mismas; se borraría de la memoria cualquier cosa contraria a la experimentación normal del tiempo. El cerebro, en definitiva, rechazaría toda inconsistencia. No obstante, existen ciertos aspectos de esa línea de razonamiento que no me acaban de convencer...

—Tal vez podríamos comentar en otro momento las implicaciones filosóficas dijo el conde Brass, malhumorado.

—El tiempo y la filosofía conforman un sólo tema, conde Brass. Y sólo la filosofía puede estudiar con facilidad la naturaleza del tiempo.

—Tal vez, pero pensemos en el otro problema: la posibilidad de que hombres malvados, capaces de controlar el tiempo, nos estén manipulando. ¿Cómo les encontramos y qué hacemos entonces?

—Recuerdo algo relativo a cristales —musitó Hawkmoon—, que transportaban a los hombres a través de las dimensiones alternativas de la Tierra. Me pregunto si estarán utilizando de nuevo esos cristales, o algo parecido.

—Yo no sé nada de cristales —dijo el conde Brass, secundado por los otros tres.

—Existen otras dimensiones —explicó Hawkmoon—. Y es posible que en algunas dimensiones vivan hombres casi idénticos a los que viven en ésta. Descubrimos una Kamarg no muy distinta de ésta. Me pregunto si ésa es la respuesta, o al menos una parte de ella.

—Me cuesta entenderos —gruñó el conde Brass—. Ya habláis como ese hechicero...

—Filósofo —corrigió Bowgentle— y poeta.

—Si, es complicado pensar en eso, si estamos demasiado cerca de la verdad—reconoció Hawkmoon.

Les narró la historia de la torre de Elvereza y de los Anillos de Cristal de Mygan, como D'Averc y él los habían utilizado para desplazarse a través de las dimensiones y cruzar mares, tal vez incluso para viajar en el tiempo. Y como todos habían jugado un papel importante en el drama, Hawkmoon era consciente de cuán extraña era la situación, pues hablaba de ellos y se refería a acontecimientos que tendrían lugar en el futuro. Cuando terminó, parecieron convencidos de que había aportado una explicación plausible a su actual situación. Hawkmoon también recordó al pueblo fantasma, aquella bondadosa gente que le había proporcionado una máquina para transportar el castillo de Brass a un continuo espacio temporal más seguro, cuando el barón Meliadus les atacó. Tal vez si viajaba de nuevo a Soryandum, en el desierto de Syrania, conseguiría de nuevo la ayuda del pueblo fantasma. Lo propuso a sus amigos.

—Sí, es una buena idea —dijo el conde Brass—, pero en el ínterin seguiremos con las garras de los que nos han traído aquí, y no sabemos cómo lo han conseguido, ni por qué.

—¿Dónde está ese oráculo del que hablasteis? —preguntó Hawkmoon—. ¿Podéis explicarnos en detalle qué os ocurrió... después de “morir”?

—Me encontré en este país, con las heridas cicatrizadas y la armadura en perfecto estado.

Los otros aportaron explicaciones muy parecidas.

—Con un caballo y abundantes provisiones..., aunque la comida era impresentable.

—¿Y el oráculo?

—Una especie de pirámide parlante de la altura de un hombre, resplandeciente como un diamante, y que flotaba sobre el suelo. Aparece y desaparece a voluntad, por lo visto. Me contó todo lo que os dije cuando nos encontramos por primera vez. Le atribuí un origen sobrenatural, si bien atentaba contra mis creencias anteriores...

—Es probable que sea de origen mortal —dijo Hawkmoon—. Creado por los científicos hechiceros que trabajaban para el Imperio Oscuro, o inventado por nuestros antepasados, antes del Milenio Trágico.

—He oído hablar de eso corroboró el conde Brass—, y prefiero esa explicación. Debo admitir que cuadra más con mi carácter.

—¿Os ofreció devolveros la vida después de matarme? —preguntó Hawkmoon.

—Sí... Así fue, en suma.

—También a mí me lo dijo —intervino D'Averc, y los demás asintieron.

—Bien, quizá tendríamos que interrogar a esa máquina, si de una máquina se trata—sugirió Bowgentle.

—De todos modos, hay otro misterio —dijo Hawkmoon—. ¿Cómo es que vivís en una noche perpetua, mientras que para mí los días pasan como de costumbre?

—Espléndido rompecabezas —comentó D'Averc, complacido—. Tal vez deberíamos preguntarlo. Al fin y al cabo, si es una maquinación del Imperio Oscuro, no entiendo por qué quieren hacerme daño... ¡Soy amigo de Granbretán!

Hawkmoon sonrió de manera enigmática.

—Lo sois ahora, Huillam D'Averc.

—Pensemos un plan —dijo el conde Brass, más práctico—. ¿Nos ponemos en marcha y vamos en busca de la pirámide?

—Esperadme aquí —pidió Hawkmoon—. Antes, he de pasar por casa. Volveré antes del alba... O sea, dentro de unas horas. ¿Confiaréis en mí?

—Prefiero confiar en un hombre que en una pirámide de cristal —sonrió el conde Brass.

Hawkmoon se encaminó hacia donde su caballo pastaba y montó sobre él.

Mientras se alejaba de la loma y dejaba atrás a los cuatro hombres, se obligó a pensar con la mayor lucidez posible, intentando dejar a un lado las implicaciones paradójicas de lo que había averiguado esta noche y concentrarse en el probable origen de la situación. Dada su experiencia, sólo se le ocurrían dos posibilidades: el Bastón Rúnico por un lado, el Imperio Oscuro por otro. Aunque también podía tratarse de otra fuerza. No obstante, la única otra gente que poseía ingentes recursos científicos era el pueblo fantasma, en Soryandum, y consideraba poco plausible que se entrometieran en asuntos ajenos. Además, sólo el Imperio Oscuro desearía destruirle, mediante sus amigos muertos. Era una ironía muy propia de sus mentes perversas. Sin embargo, recordó, todos los grandes líderes del Imperio Oscuro habían muerto. Pero también el conde Brass, Oladahn, Bowgentle y D'Averc estaban muertos.

Hawkmoon hinchó sus pulmones de aire frío cuando la ciudad de Aigues-Mortes apareció ante su vista. Se le había ocurrido la idea de que todo fuera una trampa muy complicada para terminar con su vida.

Y por eso volvía al castillo de Brass, para despedirse de su esposa, besar a sus hijos y escribir una carta que debería abrirse si no regresaba.


Libro segundo

Viejos enemigos

1. La pirámide parlante

El corazón de Hawkmoon sangraba cuando salió del castillo de Brass por tercera vez. El placer que sentía por ver de nuevo a sus amigos se mezclaba con el dolor de saber que, en cierto sentido, eran fantasmas. Les había visto muertos a todos. Estos hombres eran unos extraños. Mientras él recordaba conversaciones, aventuras y acontecimientos que habían compartido, ellos no sabían nada de ello; ni siquiera se conocían entre sí. Además, planeaba sobre la situación la certeza de que morirían, en el futuro correspondiente a cada uno, y que esta reunión tal vez durase escasas horas, hasta que fueran arrebatados por aquel o aquello que les estuviera manipulando. Incluso era posible que cuando llegara a las ruinas ya se hubieran marchado.

Por eso había contado muy poco de lo ocurrido a Yisselda, comunicándole simplemente que debía marcharse en busca de lo que le amenazaba. Había confiado el resto a la carta, con el fin de que, si no regresaba, su mujer se enterara de lo que él sabía hasta este momento. No había mencionado a Bowgentle, D'Averc y Oladahn, y dejaba clara en la misiva su creencia de que consideraba al conde Brass un impostor.
No quería que Yisselda compartiera el peso que abrumaba sus hombros.

Faltaban varias horas para el amancecer cuando llegó por fin a la colina, donde le esperaban los cuatro hombres. Llegó a las ruinas y desmontó. Los cuatro surgieron de las tinieblas y Hawkmoon creyó por un instante que se encontraba en un submundo, en compañía de los muertos, pero desechó de inmediato tal pensamiento.

—Conde Brass, algo me conturba dijo.

El conde inclinó la cabeza.

—¿Y qué es?

—Cuando nos separamos, después de nuestro primer encuentro, os dije que el Imperio Oscuro había sido destruido. Vos afirmásteis lo contrario. Eso me asombró tanto que intenté seguiros, pero caí en el pantano. ¿Qué queríais decir? ¿Sabéis más de lo que me dijisteis?

—Os dije toda la verdad. El Imperio Oscuro se extiende por doquier y su fuerza aumenta día a día.

Entonces, Hawkmoon comprendió y lanzó una carcajada.

—¿En qué año tuvo lugar la batalla a la que os referísteis, en Tarkia?

—Este año, claro. El sexagésimo séptimo Año del Toro.

—No, os equivocáis dijo Bowgentle—. Estamos en el octagésimo Año de la Rata...

—El decimonoveno Año de la Rana —dijo D'Averc.

—El septuagésimo quinto Año del Macho Cabrío —corrigió Oladahn.

—Todos os equivocáis —dijo Hawkmoon—. Este año, el año en el que nos encontramos ahora mismo, sobre esta loma, es el octagésimo noveno Año de la Rata. Por lo tanto, el Imperio Oscuro aún existe para todos vosotros, aún no ha demostrado su inmenso poderío. En cambio, para mí, el Imperio ha terminado, derribado gracias sobre todo a nosotros cuatro. ¿Comprendéis ahora por qué sospecho que somos víctimas de la venganza del Imperio Oscuro? O algún hechicero del Imperio Oscuro ha escudriñado el futuro y visto lo que hicimos, o algún hechicero ha escapado al sino que infligimos a los Señores de las Bestias y trata de reparar la injuria que cometimos. Nosotros cinco nos aliamos hace seis años para servir al Bastón Rúnico, del cual habréis oído todos hablar sin duda, contra el Imperio Oscuro. Nuestra misión tuvo éxito, pero cuatro murieron en su consecución: vosotros cuatro. A excepción del pueblo fantasma indiferente a los avatares humanos, los únicos capaces de manipular el tiempo son los hechiceros del Imperio Oscuro.

—A menudo pensé que me gustaría saber cómo iba a morir—dijo el Conde Brass—, pero ya no estoy tan seguro.

—Contamos solamente con vuestra palabra, amigo Hawkmoon dijo D'Averc—. Aún quedan muchos misterios por resolver, entre ellos el hecho de que, si todo esto está ocurriendo en nuestro futuro, ¿por qué no recordamos que os conocimos antes?

Enarcó las cejas y tosió levemente en su pañuelo.

Bowgentle sonrió.

—Ya he explicado la teoría relativa a esta presunta paradoja. El tiempo no fluye necesariamente de una forma lineal. Son nuestras mentes las que perciben su flujo de esa manera. Es posible que el tiempo puro posea una naturaleza caprichosa...

—Sí, sí dijo Oladahn—. De alguna manera, buen caballero Bowgentle, vuestras explicaciones me confunden todavía más.

—En tal caso, digamos que el tiempo tal vez no sea lo que nosotros creemos —intervino el conde Brass—. Y tenemos alguna prueba de ello, al fin y al cabo, por lo que no es necesario creer al duque Dorian. Sabemos hasta cierto punto que fuimos arrebatados de diferentes años y ahora estamos aquí, todos juntos. Tanto si estamos en el futuro como en el pasado, resulta claro que moramos en períodos de tiempo diferentes de aquellos a quienes dejamos atrás. Lo cual, por supuesto, refuerza las teorías del duque Dorian y contradice lo que la pirámide nos dijo.

—Apruebo vuestra lógica, conde Brass —aprobó Bowgentle—. Tanto intelectual como emocionalmente, me inclino a dar la razón, de momento, al duque Dorian. No estoy seguro de lo que habría hecho si hubiera pensado en matarle, porque es contrario a mis creencias arrebatar la vida a otro ser humano.

—Bien, si vosotros dos estáis convencidos —bostezó D'Averc—, yo también. Nunca fue mi fuerte analizar el carácter de la gente. Apenas sabía cuáles eran mis auténticos intereses. Como arquitecto, puse mi arte, inmensamente ambicioso y muy bien pagado, al servicio de un principito que no tardó en ser destronado. Su sucesor no dio muestras de apreciar mi trabajo; además, le había insultado a menudo. Como pintor, me decanté por mecenas propensos a morir antes de empezar a apoyarme en serio. Por eso abracé la carrera diplomática, para aprender más sobre política antes de volver a mis antiguas profesiones. En realidad, creo que aún no he aprendido lo suficiente...

—Tal vez por eso prefiráis escucharos a vos mismo —dijo Oladahn—. ¿No sería mejor partir en busca de esa pirámide, caballeros? —Acomodó el carcaj sobre la espalda y colgó el arco de su hombro—. Al fin y al cabo, no sabemos cuanto tiempo nos queda.

—Tenéis razón —dijo Hawkmoon—. Cuando llegue la aurora, es posible que os desvanezcáis. Me gustaría saber por qué los días transcurren con plena normalidad para mí, mientras para vosotros sólo existe una noche eterna.

Volvió hacia su caballo y montó. Llevaba alforjas llenas de comida, y dos lanzas flamígeras sujetas a la parte trasera de la silla de montar. El alto caballo con cuernos que montaba era el mejor corcel de los establos que albergaba el castillo de Brass. Se llamaba Tizón, porque sus ojos refulgían como el fuego.

Los demás también montaron en sus caballos. El conde Brass señaló hacia el sur.

—Allí empieza un mar infernal. Imposible de atravesar, según me han dicho. Hemos de ir hacia su orilla, donde veremos al oráculo.

—Ese mar es aquel en el que desemboca el Ródano —dijo Hawkmoon—. Algunos lo llaman el Mar Medio.

El conde Brass lanzó una carcajada.

—Up mar que he cruzado cientos de veces. Espero que estéis en lo cierto, amigo Hawkmoon..., y así lo sospecho. ¡Oh, ardo en deseos de cruzar las espadas con los que nos han engañado!

—Confiemos en que nos concedas esa oportunidad —replicó D'Averc—. Porque tengo el presentimiento (y no sé juzgar a los hombres tan bien como vos, conde Brass) de que tendremos pocas oportunidades de batirnos en duelo con nuestros enemigos. Sus armas deben de ser un poco más sofisticadas.

Hawkmoon señaló las lanzas que llevaba sujetas a la silla de montar.

—He traído dos lanzas flamígeras, preveyendo la situación.

—Bueno, las lanzas flamígeras son mejor que nada —dijo D'Averc, sin abandonar su tono de escepticismo.

—Nunca me han gustado las armas embrujadas comentó Oladahn, mientras dirigía una mirada suspicaz a las lanzas—. Son propensas a desencadenar fuerzas incontrolables contra aquellos que las empuñan.

—Sois supersticioso, Oladahn. Las lanzas flamígeras no son producto de la brujería sobrenatural, sino de la ciencia que floreció antes del Milenio Trágico —repuso Bowgentle.

—Exacto —contestó Oladahn—. Creo que eso refuerza mi aseveración, maese Bowgentle.

No tardaron en divisar el mar, cuyo brillo no podía ocultar la oscuridad.

Hawkmoon notó que los músculos de su estómago se tensaban, cuando pensó en la misteriosa pirámide que había incitado a sus amigos a matarle.

Cuando llegaron, la orilla estaba desierta, a excepción de algunos montones de algas, matojos de hierba que crecían sobre las dunas y las olas que lamían la playa. El conde Brass les guió hasta donde había levantado un toldo con su capa, detrás de una duna. Había comida y algunos instrumentos que había dejado cuando salió en busca de Hawkmoon. Durante el trayecto, los cuatro relataron a Hawkmoon cómo se habían encontrado; al principio, cada uno tomó al otro por Hawkmoon y le desafió a duelo.

—Aquí es donde aparece, cuando aparece —dijo el conde Brass—. Sugiero que os escondáis detrás de aquel cañaveral, duque Dorian. Luego, diré a la pirámide que os hemos matado, a ver qué pasa.

—Muy bien.

Hawkmoon soltó las lanzas flamígeras y condujo a su caballo hacia el cañaveral. Desde lejos vio que los cuatro hombres conversaban, y después oyó los gritos del conde Brass.

—¡Oráculo! ¿Dónde estás? Ya puedes liberarme. ¡Misión cumplida! Hawkmoon ha muerto.

Hawkmoon se preguntó si la pirámide, o quienes la manipulaban, contaban con medios de verificar las aseveraciones del conde Brass. ¿Observaban todo este mundo, o sólo una parte? ¿Tenían a su servicio espías humanos?

—¡Oráculo! —gritó de nuevo el conde Brass—. ¡He matado a Hawkmoon con mis propias manos!

Hawkmoon tuvo la impresión de que no habían conseguido engañar al supuesto oráculo. El mistral continuaba aullando sobre las lagunas y los marjales. El mar azotaba la orilla. La hierba y las cañas se agitaban. El amanecer estaba cercano. Pronto alumbrarían los primeros rayos grisáceos, y sus amigos no tardarían en desvanecerse.

—¡Oráculo! ¿Dónde estás?

Algo centelleó, pero debía ser una luciérnaga. Volvió a centellear en el mismo lugar, justo sobre la cabeza del conde Brass.

Hawkmoon cogió una lanza flamígera y buscó el botón que, cuando lo apretara, escupiría fuego rubí.

—¡Oráculo!

Apareció un contorno, blanco y tenue, la fuente de la luz centelleante. Era el contorno de una pirámide. Y dentro de la pirámide se veía una sombra más oscura, que se difuminó gradualmente a medida que el contorno se afianzaba.

Y después, una pirámide similar a un diamante, de la altura de un hombre, flotó sobre la cabeza del conde Brass, ladeada un poco a la derecha.

Hawkmoon aguzó la vista y el oído cuando la pirámide empezó a hablar.

—Bien hecho, conde Brass. Como recompensa, os enviaremos a vos y a vuestros compañeros al mundo de los vivos. ¿Dónde está el cadáver de Hawkmoon?

Hawkmoon se quedó de una pieza. Había reconocido la voz de la pirámide, pero no daba crédito a sus oídos.

—¿El cadáver? —El conde Brass estaba estupefacto—. ¿No os referiréis a su cadáver? ¿Por qué motivo? Defendéis mis intereses, no los vuestros. Al menos, eso me dijisteis.

—Pero el cadáver...

La voz era casi suplicante.

—¡Aquí está el cadáver, Kalan de Vital! —Hawkmoon salió de su escondite y se precipitó hacia la pirámide—. Salid, cobarde. Así que, al fin y al cabo, no os suicidasteis. Bien, voy a echaros una mano...

Impulsado por su ira, apretó el botón de la lanza flamígera y el fuego rojizo se estrelló contra la pirámide pulsátil, que aulló, gimoteó, sollozó y se hizo transparente, mostrando a los cinco que observaban la escena a la criatura agazapada en su interior.

—¡Kalan! —Hawkmoon había reconocido al científico del Imperio Oscuro—. Imaginé que seríais vos. Nadie os vio morir. Todo el mundo pensó que el charco de materia encontrado en vuestro laboratorio eran vuestros restos. Pero ¡nos engañasteis!

—¡Quema demasiado! —chilló Kalan—. Esta máquina es muy delicada. La destruiréis.

—¿Y a mí, qué?

—Sí... Las consecuencias... ¡serán horribles!

Pero Hawkmoon siguió disparando el rayo rubí sobre la pirámide. Kalan continuó gritando y retorciéndose.

—¿Cómo hicisteis creer a estos desgraciados que moraban en un submundo? ¿Cómo les sumisteis en una noche perpetua?

—¿Y a vos qué os parece? —aulló Kalan—. Reduje sus días a una fracción de segundo, para que ni siquiera advirtieran la progresión del sol. Aceleré sus días y enlentecí sus noches.

—¿Cómo creasteis la barrera que les impedía acceder al castillo de Brass o a la ciudad?

—Igual de fácil. ¡Ja, ja! Cada vez que llegaban a las murallas de la ciudad les hacía retroceder unos minutos, para que nunca llegaran a ellas. Trucos de poca monta, Hawkmoon, pero os advierto que la máquina no es tan tosca... Es superdelicada. Podría descontrolarse y destruirnos a todos.

—¡Me da igual, Kalan, siempre que logre acabar con vos!

—¡Sois cruel, Hawkmoon!

Y Hawkmoon rió como un poseso al percibir el tono acusador de la voz de Kalan. Kalan, que había injertado la Joya Negra en su cráneo, que había colaborado con Taragorn en destruir la máquina de cristales que protegía al castillo de Brass, que había sido el mayor y más perverso de los genios que habían proporcionado al Imperio Oscuro su poder científico... ¡Y acusaba a Hawkmoon de crueldad!

Mientras tanto, el fuego rubí se derramaba sin cesar sobre la pirámide.

—¡Me estáis desposeyendo del control! —aulló Kalan—. Si me voy ahora, no podré volver hasta que haya efectuado reparaciones. No podré liberar a vuestros amigos...

—¡Creo que podremos pasarnos sin vuestra ayuda, mequetrefe! —rió el conde Brass—. De todos modos, gracias por vuestros desvelos. Quisisteis engañarnos y ahora pagáis vuestra iniquidad.

—He dicho la verdad: Hawkmoon os conducirá a la muerte.

—Sí, pero serán muertes nobles, y Hawkmoon no tendrá ninguna culpa.

El rostro de Kalan se retorció. Sudaba por todos los poros a medida que la pirámide se calentaba más y más.

—Muy bien. Tiro la toalla, pero me vengaré de vosotros cuatro...Vivos o muertos, iré a buscaros. Ahora, regreso a...

—¿Londra? —gritó Hawkmoon—. ¿Os escondéis en Londra?

Kalan lanzó una carcajada horripilante.

—¿Londra? Sí..., pero no la Londra que vos conocéis. Hasta la vista, monstruoso Hawkmoon.

La pirámide se desdibujó, acabó desvaneciéndose, y dejó a los cinco en la orilla, silenciosos, pues daba la impresión de que, en aquel momento, no había nada más que decir.

Un rato después, Hawkmoon señaló el horizonte.

—Mirad —dijo.

El sol empezaba a salir.

2. El regreso de la pirámide

Mientras desayunaban las impresentables viandas que Kalan de Vitall había dejado al conde Brass y a los otros, discutieron sobre lo que debían hacer.

Era obvio que los cuatro permanecían, de momento, en el ciclo temporal de Hawkmoon, pero nadie sabía cuánto perduraría.

—Antes os hablé de Soryandum y del pueblo fantasma—dijo Hawkmoon a sus amigos—. Es nuestra única esperanza de conseguir ayuda, pues no creo que el Bastón Rúnico nos la concediera, aunque lo encontráramos y la solicitáramos.

Les había referido muchos acontecimientos que tendrían lugar en su futuro, pertenecientes ya al pasado de Dorian.

—Habrá que darse prisa —dijo el conde Brass—, antes de que Kalan regrese..., porque estoy seguro de que lo hará. ¿Cómo iremos a Soryandum?

—No lo sé —respondió Hawkmoon, con escalofriante sinceridad—. Desplazaron su ciudad de nuestras dimensiones cuando el Imperio Oscuro les amenazó. Mi única esperanza es que la hayan devuelto a su emplazamiento anterior, ahora que le peligro ha pasado.

—¿Y dónde está Soryandum..., o dónde estaba? —preguntó Oladahn.

—En el desierto de Syrania.

El conde Brass enarcó sus cejas rojizas.

—Un desierto enorme, amigo Hawkmoon. Un desierto inmenso. Y duro.

—Sí, todo eso y más. Por eso han llegado tan pocos viajeros a Soryandum.

—¿Y esperáis que crucemos ese desierto en pos de una ciudad que tal vez siga allí? —sonrió con amargura D'Averc.

—Sí. Es nuestra única esperanza, sir Huillam.

D'Averc se encogió de hombros y volvió la cabeza.

—Tal vez el aire seco sea beneficioso para mi pecho.

—Por lo tanto, también hemos de atravesar el Mar Medio, ¿eh? —dijo Bowgentle—. Necesitamos un barco.

—Hay un puerto no lejos de aquí —explicó Hawkmoon—. Encontraremos una embarcación que nos permita realizar el largo viaje hasta las costas de Syrania, hasta el puerto de Hornus, si es posible. Después, nos adentraremos en el interior, a lomos de los camellos si podemos alquilarlos, hasta dejar atrás el Éufrates.

—Un viaje que se prolongará durante muchas semanas —indicó Bowgentle, con aire pensativo—. ¿No hay una ruta más rápida?

—Ésa es la ruta más rápida. Los ornitópteros viajan a mayor velocidad, pero son notablemente caprichosos y carecen del alcance que necesitamos. Los flamencos corredores de la Kamarg nos habrían ofrecido una alternativa, pero no quiero atraer sobre nosotros la atención de mis súbditos. Provocaría demasiada confusión y dolor en aquellos a quienes amamos, o amaremos. Por lo tanto, tendremos que ir disfrazados a Marshais, el mayor puerto de los alrededores, y embarcarnos como viajeros normales en el primer barco disponible.

—Veo que habéis pensado en todo. —El conde Brass se levantó y empezó a guardar sus pertenencias en las alforjas—. Seguiremos vuestro plan, mi señor de Colonia, y confío en que Kalan no encuentre nuestra pista antes de que lleguemos a Soryandum.

Dos días más tarde llegaron con la máxima discreción a la bulliciosa ciudad de Marshais, tal vez el mayor puerto marítimo de aquella costa. Había amarrados más de cien barcos, bajeles comerciales de altos mástiles, avezados en cruzar toda clase de mares en todo tipo de condiciones atmosféricas. Y los hombres eran dignos de tales barcos, hombres bronceados por el viento, el sol y el mar, duros, de ojos penetrantes y voz áspera, lacónicos. Muchos iban desnudos hasta la cintura, y vestían tan sólo faldas pantalón de seda o algodón, teñidas de docenas de colores, con pulseras y tobilleras que solían ser de metales preciosos, engastadas de joyas. Alrededor del cuello y la cabeza llevaban atados largos pañuelos, de colores tan vivos como los de sus pantalones. Muchos portaban armas al cinto, sobre todo cuchillos y chafarotes. La mayoría de estos hombres llevaban encima todas sus posesiones, pero éstas, en forma de brazaletes, pendientes y similares, valían una pequeña fortuna, que podían dilapidar a lo largo de escasas horas en cualquiera de las numerosas tabernas, salas de juego y prostíbulos diseminados por las calles que conducían a los muelles de Marshais.

Los cinco cansados hombres, que se cubrían los rostros con capuchas para no ser reconocidos, se adentraron en aquel frenesí de ruidos, colores y movimientos. En cualquier caso, Hawkmoon sabía que les reconocerían: cinco héroes cuyas efigies colgaban de muchos letreros de tabernas, cuyas estatuas se alzaban en muchas plazas, cuyos nombres se utilizaban para proferir juramentos y para narrar historias que nunca eran más increíbles que la verdad. Hawkmoon sólo preveía un peligro, que en su esfuerzo por ocultar el rostro fueran confundidos con hombres del Imperio Oscuro, contumaces en su deseo de emplear máscaras. En una calle apartada encontraron una posada más tranquila que las demás, y pidieron una habitación grande para los cinco, mientras uno bajaba al muelle para averiguar si había algún barco disponible.

Fue Hawkmoon, que se había dejado barba durante el viaje, el elegido para llevar a cabo los trámites necesarios. En cuanto terminaron de comer se dirigió al puerto y no tardó en regresar con buenas noticias. Un barco mercante zarpaba a primera hora de la mañana. Admitía pasajeros y el precio del pasaje era razonable. No iba a Hornus, sino a Behruk, un poco más arriba de la costa. Hawkmoon decidió al instante comprar pasajes para todos. Se acostaron enseguida, pero ninguno durmió bien, pues les torturaba la idea de que la pirámide y Kalan regresarían.

Hawkmoon se dio cuenta de lo que la pirámide le había recordado. Era algo similar al Globo—Trono del rey—emperador Huon, el objeto que había mantenido con vida a aquel homúnculo increíblemente viejo, hasta que el barón Meliadus lo mató. ¿Era posible que la misma ciencia hubiera creado ambos artilugios? Muy probable. ¿O acaso Kalan había encontrado un depósito oculto de máquinas antiguas, ya que habían sido enterradas en diferentes lugares del planeta, y las había utilizado? ¿Y dónde se escondía Kalan de Vitall? ¿En otro Londra? ¿Se había referido a eso?

Hawkmoon fue el que durmió peor de todos, pues estos pensamientos y otros mil acudían sin cesar a su cerebro. Y se durmió con la espada desenvainada en la mano.

En un claro día de otoño zarparon en un veloz bajel de altos palos llamado “La Reina de Rumanía” (su puerto de origen estaba en el Mar Negro), cuyas velas y cubiertas centelleaban y que parecía deslizarse sin esfuerzo sobre las aguas.

Navegaron sin el menor problema durante los dos primeros días, pero al tercero amainó el viento y el mar permaneció en calma. El capitán no se decidió a desarmar los remos, porque la tripulación era escasa y no quería sobrecargarla de trabajo; prefirió esperar un día, confiando en que el viento se levantara. La costa de Kyprus, una isla cuyo reino, como tantos otros, había sido vasallo del Imperio Oscuro, se veía a lo lejos, circunstancia que resultó muy frustrante para los cinco amigos. No habían salido de su camarote en toda la travesía. Hawkmoon había explicado su extraño comportamiento, diciendo que eran miembros de una secta religiosa, que efectuaban un peregrinaje y debían pasar todo el viaje rezando, de acuerdo con sus votos. El capitán, un honrado marinero que había solicitado un precio justo por el pasaje y no quería problemas con sus pasajeros, aceptó esta explicación sin hacer preguntas.

A mediodía del día siguiente, cuando el viento aun no se había materializado, Hawkmoon y los demás escucharon un gran alboroto sobre sus cabezas: gritos, juramentos, el sonido apresurado de pies, tanto descalzos como calzados con botas, que corrían de un lado a otro.

—¿Qué pasará? —preguntó Hawkmoon—. ¿Piratas? Ya nos hemos encontrado con piratas en aguas cercanas, ¿no es cierto, Oladahn?

—¿Eh? —Oladahn mostró estupefacción—. Éste es mi primer viaje por mar, duque Dorian.

Hawkmoon, no por primera vez, recordó que Oladahn aún tenía que vivir la aventura del barco del Dios Loco, y pidió disculpas al pequeño montañés.

El alboroto y la confusión aumentaron. Miraron por el ojo de buey, pero no vieron señales de que un barco les atacara, ni oyeron ruido de batalla. Tal vez algún monstruo marino, algún ser que había sobrevivido al Milenio Trágico, había surgido de las aguas en un punto invisible para ellos.

Hawkmoon se levantó, se puso la capa y cubrió su cabeza con la capucha.

—Voy a investigar dijo.

Abrió la puerta del camarote y subió la corta escalerilla que llevaba al puente. Y allí, cerca de la popa, se hallaba la causa del terror que invadía a la tripulación, y de ella surgía la voz de Kalan de Vitall, que exhortaba a los hombres a lanzarse sobre los pasajeros y asesinarles de inmediato, o el barco se hundiría.

La pirámide proyectaba una luz blanca y cegadora, y se recortaba nítidamente contra el azul del cielo y del mar.

Hawkmoon volvió al camarote y cogió una lanza flamígera.

—¡La pirámide ha vuelto! —dijo—. Esperad aquí mientras me ocupo de ella.

Subió y se precipitó hacia la pirámide, estorbado por los hombres aterrorizados, que se apartaron a toda prisa.

Una vez más, un rayo de luz roja surgió del extremo rubí de la lanza flamígera y se estrelló contra el blanco de la pirámide, como sangre al mezclarse con leche. Pero esta vez no brotaron gritos de la pirámide, sino carcajadas.

—¡He tomado precauciones contra vuestras toscas armas, Dorian Hawkmoon! He fortalecido mi máquina.

—Vamos a ver hasta qué punto —dijo Dorian, con semblante sombrío.

Había intuido que a Kalan le ponía nervioso utilizar la energía de su máquina para manipular el tiempo, que tal vez Kalan no estaba muy seguro de los resultados que obtendría.

Y de pronto, Oladahn de las Montañas Búlgaras estuvo a su lado con el ceño fruncido y una espada en su peluda mano

—¡Fuera de aquí, falso oráculo! —gritó Oladahn—. No te tememos.

—Tenéis motivos sobrados para temerme —replicó Kalan. Su rostro era visible a través del material semitransparente de la pirámide. Estaba sudando. La lanza flamíger~ obraba algún efecto . ¡Poseo los medios de controlar todos los acontecimientos de este mundo... y de los demás !

—¡Pues controladlos! —le desafió Hawkmoon, y subió al máximo la potencia de su arma.

—¡Aaaaj! Idiotas... Si destruís mi máquina, desestructuraréis el tejido temporal. Todo fluirá, el caos se apoderará del universo. ¡Toda inteligencia morirá!

Y entonces, Oladahn se abalanzó sobre la pirámide, girando la espada sobre su cabeza, y trató de atravesar la peculiar sustancia que protegía a Kalan del rayo lanzado por la lanza flamígera.

—¡Atrás, Oladahn! —gritó Hawkmoon—. ¡La espada no os servirá de nada !

Pero Oladahn descargó dos mandobles sobre la pirámide, la atravesó y casi empaló a Kalan de Vitall, que se volvió y ajustó una pequeña pirámide que sujetaba en la mano. Dirigió una mirada henchida de maldad a Oladahn.

—¡Cuidado, Oladahn! —chilló Hawkmoon, presintiendo de nuevo peligro.

Oladahn echó hacia atrás el brazo para descargar otro golpe sobre Kalan.

Oladahn gritó.

Miró a su alrededor desconcertado, como si viera algo más que la pirámide y la cubierta del barco.

—¡El oso! chilló—. ¡Me ha cogido!

Y después, con un aullido estremecedor, desapareció.

Hawkmoon dejó caer la lanza flamígera y se lanzó hacia adelante pero sólo consiguió discernir las facciones burlonas de Kalan antes de que también la pirámide se desvaneciera.

Ni rastro de Oladahn. Hawkmoon sabía que, al menos de momento, el hombrecillo había sido devuelto al momento en que dejó su tiempo. ¿Se le permitiría continuar en él?

A Hawkmoon no le habría importado tanto, pues sabía que Oladahn había sobrevivido al ataque del oso, de no ser por la certeza de que Kalan poseía un inmenso poder.

Bien a su pesar, Hawkmoon se estremeció. Se volvió y observó que tanto la tripulación como el capitán le dirigían extrañas miradas suspicaces.

Volvió a su camarote sin pronunciar palabra.

Ahora, era más urgente que nunca encontrar Soryandum y al pueblo fantasma.


3. El viaje a Soryandum

Poco después del incidente en el puente, el viento se levantó con gran fuerza y dio la impresión de que se avecinaba una tormenta. El capitán ordenó desplegar todas las velas para huir de la tormenta y llegar a Behruk lo antes posible.

Hawkmoon sospechó que las prisas del capitán se debían más al deseo de librarse de sus pasajeros que a la preocupación por el cargamento, pero el hombre le caía bien. Otro capitán, después de un incidente parecido, habría arrojado a los cuatro por la borda con toda la razón del mundo.

El odio de Hawkmoon hacia Kalan de Vitall se intensificó. Era la segunda vez que un señor del Imperio Oscuro le robaba un amigo, y le dolió más esta segunda pérdida que la primera, cuando había estado más preparado para ella. Tomó la determinación de buscar a Kalan y destruirle.

Cuando desembarcaron en el muelle blanco de Behruk, los cuatro tomaron menos precauciones para ocultar su identidad. Los pueblos que habitaban la costa del Mar de Arabia conocían su leyenda, pero no así su fisonomía. No por ello perdieron el tiempo, y se encaminaron directamente a la plaza del mercado, donde compraron cuatro robustos camellos para su expedición al interior.

Tardaron cuatro días en acostumbrarse a cabalgar sobre aquellos animales oscilantes, y en desaparecer sus dolores. En esos cuatro días llegaron al borde del desierto de Syrania, siguiendo el curso del Eufrates, que serpenteaba entre grandes dunas, mientras Hawkmoon echaba frecuentes vistazos al mapa y suspiraba porque Oladahn, el Oladahn que había combatido a su lado en Soryandum contra D'Averc, cuando aún eran enemigos, estuviera a su lado para ayudarle a recordar la ruta.

El gigantesco sol incandescente había convertido la armadura del conde Brass en un espejo dorado. Deslumbraba los ojos de sus compañeros tanto como la pirámide de Kalan de Vitall. Y la armadura de acero de Dorian Hawkmoon brillaba, en contraste, como la plata. Bowgentle y Huillam D'Averc, que no llevaban armadura, comentaron con
acritud este efecto, si bien se detenían cuando era evidente que sus compañeros sufrían más los efectos del sol por culpa de la armadura y, cuando se aproximaban al río o a charcas, llenaban cascos con agua y los vertían por el cuello de sus petos.

El quinto día atravesaron el río y se internaron en el desierto. Arena amarilla se extendía en todas direcciones. En ocasiones, cuando una débil brisa soplaba, se ondulaba y les recordaba, de forma intolerable, el agua que habían dejado atrás.

El sexto día cabalgaron inclinados sobre los pomos de sus sillas de montar, agotados, los ojos vidriosos y los labios agrietados, pues racionaban el agua porque no sabían cuándo encontrarían la siguiente charca.

El séptimo día, Bowgentle cayó de la silla y quedó tendido sobre la arena. Les costó casi la mitad del agua que quedaba revivirle. Después de la caída buscaron la escasa sombra de una duna y permanecieron bajo su protección toda la noche, hasta que a la mañana siguiente Hawkmoon se puso en pie con un gran esfuerzo y anunció que pensaba continuar solo.

—¿Solo? ¿Por qué?

El conde Brass se levantó. Las correas de su armadura chirriaron.

—¿Por qué razón, duque de Colonia?

—Iré a explorar mientras vosotros descansáis. Juraría que Soryandum está cerca. Caminaré en círculos hasta que la encuentre..., o encuentre el lugar donde estaba. Además, allí tiene que haber agua.

—Me parece muy sensato —dijo el conde Brass—. Y cuando os canséis, uno de nosotros os relevará, y así sucesivamente. ¿Estáis seguro de que nos encontramos cerca de Soryandum?

—Sí. Buscaré las colinas que indican el final del desierto. Tienen que estar cerca. Si estas dunas no fueran tan altas, estoy seguro de que las veríamos.

—Muy bien —dijo el conde Brass—. Esperaremos.

Hawkmoon obligó a su camello a levantarse y se alejó.

Pero no fue hasta el atardecer cuando coronó la vigésima duna del día y divisó por fin las verdes laderas de las montañas a cuyo pie había estado Soryandum.

No vio la ciudad en ruinas del pueblo fantasma. Había señalado su ruta en el mapa con todo cuidado y volvió sobre sus pasos.

Casi había llegado al punto donde esperaban sus amigos cuando volvió a ver la pirámide. Se reprochó haberse dejado las lanzas flamígeras; no estaba seguro de que sus amigos supieran manejarlas, ni de si se tomarían la molestia, visto lo ocurrido con Oladahn.

Desmontó del camello y avanzó con el mayor sigilo posible. Desenvainó la espada automáticamente.

Escuchó las palabras de la pirámide. Trataba de convencer una vez más a sus tres amigos de que le mataran cuando volviera.

—Es vuestro enemigo. No sé lo que os habrá dicho, pero juro que os conducirá a la muerte. Huillam D'Averc, sois amigo de Granbretán; Hawkmoon os pondrá en contra del Imperio Oscuro. Y vos, Bowgentle, odiáis la violencia; Hawkmoon os convertirá en un hombre violento. Y a vos, conde Brass, que siempre habéis observado neutralidad hacia los asuntos de Granbretán, os conducirá a luchar contra la fuerza que consideráis un factor de unión en el futuro de Europa. Y, además de obligaros mediante añagazas a luchar contra vuestros propios intereses, moriréis. Matad a Hawkmoon ahora y...

—¡Matadme, pues! —Hawkmoon se puso en pie, harto de las intrigas de Kalan—. Matadme vos mismo, Kalan. ¿Por qué no lo hacéis?

La pirámide continuó flotando sobre las cabezas de los tres hombres, mientras Hawkmoon la observaba desde su duna.

—¿Por qué matarme ahora cambiará lo sucedido antes, Kalan? ¡O vuestra lógica es muy mala, o no nos habéis contado todo!

—Y encima, sois de lo más aburrido —dijo Huillam D'Averc. Sacó su espada de la vaina—. Y estoy muy sediento y aburrido, barón Kalan. ¡Creo que mediré mis fuerzas contigo, porque no hay mucho más que hacer en este desierto!

De repente, se lanzó hacia adelante y hundió una y otra vez su espada en el blanco material de la pirámide.

Kalan chilló, como si estuviera herido.

—¡Pensad en vuestros intereses, D'Averc! ¡Yo los defiendo!

D'Averc rió y volvió a clavar la espada en la pirámide.

—Os lo advierto, D'Averc —gritó Kalan—. ¡Si me canso, os sacaré de este mundo!

—Este mundo no tiene nada que ofrecer, y tampoco le complace mi presencia. Me parece, barón Kalan, que si sigo buscando encontraré vuestro corazón.

Lanzó otro mandoble.

Kalan chilló una vez más.

—¡Tened cuidado, D' Averc! —gritó Hawkmoon.

Se deslizó por la duna, con la intención de coger la lanza flamígera, pero D' Averc desapareció, sin el menor ruido, antes de que alcanzara el arma.

—¡D'Averc! —El grito de Hawkmoon recordó a un lamento, a una queja—. ¡D'Averc!

—A callar, Hawkmoon —dijo la voz de Kalan desde la pirámide resplandeciente—. Los demás, escuchadme. Matadle ahora..., o seguiréis la suerte de D'Averc.

—No me parece una suerte tan terrible —sonrió el conde Brass.

Hawkmoon cogió la lanza flamígera. Kalan debió advertirlo, porque chilló.

—Oh, Hawkmoon, mirad que sois bruto, pero moriréis igualmente.

La pirámide se desvaneció.

El conde Brass miró a su alrededor, con una expresión sardónica en su rostro bronceado.

—Si encontramos Soryandum —dijo—, puede que no quede ninguno de nosotros para verlo. Nuestras fuerzas se reducen a marchas forzadas, amigo Hawkmoon.

Dorian exhaló un profundo suspiro.

—Perder buenos amigos dos veces es difícil de soportar. Vosotros no podéis comprenderlo. Oladahn y D'Averc os eran tan extraños como yo a ellos, pero eran viejos amigos, a los que quería mucho.

Bowgentle apoyó una mano en el hombro de Hawkmoon.

—Os comprendo dijo—. Esta aventura os pesa más a vos que a nosotros, duque Dorian. Mientras nosotros estamos perplejos (arrebatados de nuestras épocas, amenazados de muerte por todas partes, confrontados a máquinas extravagantes que nos ordenan matar a desconocidos), vos estáis triste. Y podría decirse que el dolor es la más debilitadora de todas las emociones. Roba la voluntad cuando más necesaria es.

—Sí —suspiró de nuevo Hawkmoon. Tiró la lanza flamígera—. Bien, he encontrado Soryandum, o las colinas entre las que se levanta Soryandum. Calculo que llegaremos al caer la noche.

—Pues démonos prisa—dijo el conde Brass. Se limpió la cara y el bigote de arena—. Con un poco de suerte, tardaremos unos días en volver a ver al barón Kalan y a su maldita pirámide. Y para entonces, puede que hayamos avanzado uno o dos pasos en la resolución de este misterio. —Palmeó la espada de Hawkmoon—. Vamos, muchacho. Montemos. Nunca se sabe; puede que todo esto salga bien. Quizá volveréis a ver a vuestros amigos.

Hawkmoon dibujó una amarga sonrisa.

—Tengo la sensación de que podré considerarme afortunado si vuelvo a ver a mi mujer y a mis hijos, conde Brass.


4. Encuentro con otro viejo enemigo

Pero no encontraron Soryandum en las verdes laderas que bordeaban el desierto de Syrania. Encontraron agua. Encontraron el contorno que delimitaba el recinto urbano, pero la ciudad había desaparecido. Hawkmoon había presenciado el prodigio, cuando el Imperio Oscuro la amenazó. Los habitantes de Soryandum habían sido cautos, al juzgar que el peligro aún existía. Más cautos que él, pensó Hawkmoon con ironía. El viaje había sido en vano, por lo visto. Sólo quedaba una leve esperanza: que la caverna de las máquinas siguiera intacta. De ella había sacado, años atrás, los artefactos de cristal. Se internó con sus amigos en las colinas, deprimido, hasta que dejaron atrás Soryandum.

—Tal parece que os he arrastrado a una búsqueda inútil, amigos míos —dijo Hawkmoon al conde Brass y a Bowgentle—. ¡Y encima, os he dado falsas esperanzas!

—Tal vez no —contestó Bowgentle, con aire pensativo—. Es posible que las máquinas sigan intactas y que yo, que poseo cierta experiencia en tales artilugios, consiga encontrarles alguna utilidad.

El conde Brass, que precedía a los otros dos, trepó a lo alto de la colina y escudriñó el valle que se extendía a sus pies.

—¿Es ésa vuestra caverna? —gritó.

Hawkmoon y Bowgentle se reunieron con él.

—Sí, reconozco el despeñadero —contestó Hawkmoon.

Daba la impresión de que una espada gigante hubiera partido en dos una colina. A lo lejos, hacia el sur, divisó el túmulo de granito, hecho de la piedra extraída de la colina para crear la caverna en donde se almacenaban las armas. Y también distinguió la boca de la caverna, una estrecha grieta en la pared del despeñadero. Parecía incólume. Hawkmoon recobró algo de optimismo.

Bajó la colina a toda prisa.

—¡Vamos! —gritó—. ¡Confiemos en que sus tesoros sigan intactos!

Sin embargo, Hawkmoon había olvidado que la antigua tecnología del pueblo fantasma tenía un guardián al que Oladahn y él se habían enfrentado en una anterior ocasión y que no habían logrado destruir. Un guardián del que D' Averc escapó por poco. Un guardián con el cual no se podía razonar. Hawkmoon se arrepintió de haber dejado los camellos descansando en el emplazamiento de Soryandum, porque necesitaban un medio de escapar a toda velocidad.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó el conde Brass, cuando un aullido ahogado surgió de la grieta—. ¿Lo reconocéis, Hawkmoon?

—Sí —respondió Hawkmoon, en tono pesaroso—, lo reconozco. Es el grito de la fiera mecánica, el ser mecánico que custodia la caverna. Pensé que lo habíamos destruido, pero temo que ahora nos destruirá a nosotros.

—Tenemos espadas —dijo el conde Brass.

Hawkmoon lanzó una áspera carcajada.

—Sí, ya lo creo.

—Y somos tres —señaló Bowgentle—. Tres hombres habilidosos.

—Sí.

Los aullidos aumentaron de intensidad cuando la bestia les olfateó.

—Sólo tenemos una ventaja —dijo Hawkmoon en voz baja—. La bestia es ciega. Nuestra única oportunidad es salir corriendo hacia Soryandum y nuestros camellos.Una vez allí, nos defenderemos con mi lanza flamígera.

—¿Huir? —gruñó el conde Brass. Desenvainó su espadón y se frotó el bigote—. Nunca he combatido contra un animal mecánico. No me apetece huir, Hawkmoon.

—¡Pues moriréis, quizá por tercera vez! —gritó Hawkmoon, frustrado—. Escuchadme, conde Brass, sabéis muy bien que no soy un cobarde. Si queremos sobrevivir, hemos de volver a nuestros camellos antes de que la bestia nos atrape. ¡Mirad!

La bestia mecánica ciega surgió de la boca de la caverna. Su enorme cabeza buscó los sonidos y olores que tanto detestaba.

—¡Cáspita! —siseó el conde Brass—. Es inmensa.

Doblaba en envergadura al conde Brass. A lo largo del lomo surgía una hilera de cuernos afilados como cuchillas. Sus escamas eran de múltiples colores, y les cegaron cuando la bestia avanzó hacia ellos. Tenía patas traseras cortas y patas delanteras largas, terminadas en garras metálicas. Del tamaño de un gorila grande, poseía ojos multifacetados, que se habían roto durante su anterior pelea con Hawkmoon y Oladahn. Producía un ruido metálico al moverse. Los dientes de los tres héroes castañetearon cuando oyeron su rugido metálico. Su olor, que percibían incluso desde aquella distancia, también era metálico.

Hawkmoon cogió del brazo al conde Brass.

—Os lo suplico, conde Brass. No es el lugar apropiado para celebrar un combate.

Este razonamiento convenció al conde Brass.

—Sí, ya lo veo —dijo—. Muy bien, bajemos a terreno llano. ¿Nos seguirá?

—¡Oh, tenedlo por seguro!

Entonces, los tres salieron corriendo en tres direcciones diferentes hacia el emplazamiento de Soryandum, antes de que la bestia decidiera a cuál seguir.

Comprendieron que los camellos habían olfateado a la bestia en cuanto llegaron a donde los habían dejado. Los animales tiraban de las cuerdas clavadas con estacas al suelo. Agitaban la cabeza, retorcían la boca y las fosas nasales y golpeaban el suelo con los cascos.

El aullido estridente de la máquina despertó ecos en las colinas que se alzaban a sus espaldas.

Hawkmoon tendió una lanza flamígera al conde Brass.

—Dudo que surtan mucho efecto, pero hemos de intentarlo.

El conde Brass gruñó.

—Habría preferido un mano a mano con ese bicho.

—Aún es posible que disfrutéis de ese placer—dijo Hawkmoon, con siniestra ironía.

La poderosa bestia metálica apareció sobre la colina más cercana y se detuvo cuando percibió su olor, o tal vez cuando oyó los latidos de sus corazones.

Bowgentle se colocó detrás de sus amigos, pues carecía de lanza flamígera.

—Estoy un poco harto de morir—sonrió—. ¿Es ése el sino de los muertos? ¿Morir una y otra vez, gracias a incontables reencarnaciones? Se me antoja una broma muy pesada.

—¡Ahora! exclamó Hawkmoon, y apretó el botón de su lanza flamígera.

El conde Brass le imitó en el mismo instante.

Haces rubíes se estrellaron contra la bestia, que rugió. Sus escamas brillaron y se pusieron al rojo vivo en ciertos puntos, pero el calor no pareció afectar a la bestia. Las lanzas flamígeras no servían de nada. Hawkmoon meneó la cabeza y tiró su arma. El conde Brass hizo lo mismo. Era estúpido desperdiciar la energía de las lanzas.

—Sólo hay una forma de acabar con ese monstruo —dijo el conde Brass.

—¿Cuál?

—Tirarla a un pozo.

—Pero no tenemos ningún pozo a mano —indicó Bowgentle, mientras lanzaba nerviosas miradas a la bestia, cada vez más próxima.

—O un precipicio —insistió el conde Brass—, si pudiéramos lograr que cayera por un precipicio...

—No hay ningún precipicio en las cercanías —dijo con paciencia Bowgentle.

—En ese caso, supongo que pereceremos —dijo el conde Brass, con un encogimiento de hombros.

Entonces, antes de que los otros dos adivinaran sus intenciones, desenvainó su enorme espada y se abalanzó hacia la bestia metálica con un salvaje grito de guerra, como un hombre metálico que atacara a una bestia metálica. El monstruo rugió. Se detuvo, posó sus cuartos traseros sobre el suelo y agitó sus garras al azar, que hendieron el aire.

El conde Brass esquivó las garras y lanzó un mandoble al pecho del ser. La espada rebotó en las escamas. El conde Brass dio un salto hacia atrás, alejándose de las traidoras garras, y dirigió su espada contra la enorme muñeca del monstruo.

Hawkmoon acudió en su ayuda y atacó una pata de la bestia con su espada. Y Bowgentle, a quien la bestia mecánica había hecho olvidar cuánto le desagradaba matar, intentó hundir la espada en la cara del monstruo, pero sus fauces metálicas se cerraron sobre el arma y se la arrebataron.

—Retroceded, Bowgentle —dijo Hawkmoon—. Ya no podéis hacer nada.

La cabeza de la bestia se giró al oír su voz y las garras azotaron el aire. Hawkmoon, al intentar esquivarlas, tropezó y cayó.

El conde Brass cargó de nuevo, y su rugido casi emuló al de su adversario. La hoja de su espada volvió a chocar contra las escamas. La bestia buscó el origen de aquel engorro.

Los tres estaban agotados. El viaje a través del desierto había disminuido sus fuerzas. La huida de las colinas había terminado de destrozarles. Hawkmoon supo que iban a perecer en el desierto y que nadie sabría cuál había sido su final.

Vio que el conde Brass gritaba cuando fue lanzado hacia atrás varios metros por un golpe de garra. El conde, entorpecido por su pesada armadura, cayó al suelo y se revolvió, pero no pudo levantarse.

La bestia metálica intuyó la debilidad de su enemigo y avanzó con la intención de aplastar al conde Brass bajo su peso.

Hawkmoon lanzó un grito gutural y corrió hacia el monstruo, descargando la espada sobre su lomo, pero no sirvió de nada. La bestia siguió avanzando inexorablemente hacia el conde.

Hawkmoon se interpuso entre el animal y su amigo. Dirigió mandobles contra las garras, contra el pecho. Los huesos le dolían terriblemente cada vez que la espada chocaba contra el metal.

Pero la bestia no se desvió de su objetivo. Sus ojos ciegos miraron al frente sin ver.

Entonces, también Hawkmoon fue lanzado a un lado. Quedó tendido, magullado y aturdido, y vio con horror que el conde Brass pugnaba por levantarse. Vio que una de las patas monstruosas se alzaba sobre la cabeza del conde y que éste levantaba un brazo para protegerse. Logró ponerse en pie y avanzó dando tumbos, sabiendo que era demasiado tarde para salvar al conde Brass, aunque consiguiera llegar a tiempo a la bestia. Bowgentle (que carecía de arma, salvo un trozo de espada) se movió al unísono con él. Se precipitó hacia el monstruo como si creyera que podía apartarlo con las manos desnudas.

Y Hawkmoon pensó: “He arrastrado a mis amigos a otra muerte. Lo que Kalan les dijo es verdad. Da la impresión de que soy su némesis”.


5. Otra Londra

Y entonces, la bestia de metal vaciló.

Emitió un sonido muy parecido a una queja.

El conde Brass no desaprovechó la oportunidad. Se apartó a toda prisa de la pata gigantesca. Aún le faltaban fuerzas para incorporarse, pero se puso a reptar sin soltar la espada.

Tanto Bowgentle como Hawkmoon se quedaron inmóviles y se preguntaron por qué se había parado la bestia.

El ser mecánico reculó. Sus lamentos adoptaron un tono temeroso. Ladeó la cabeza como si escuchara una voz que los demás no oían.

El conde Brass se levantó por fin y se preparó para hacer frente al monstruo.

Entonces, la bestia se desplomó con tal fuerza que la tierra tembló. Los brillantes colores de sus escamas se apagaron, como si de repente se hubiera herrumbrado. No se movió.

—¿Cómo? —preguntó el conde Brass, estupefacto—. ¿La hemos matado?

Hawkmoon se puso a reír cuando distinguió un levísimo contorno que había aparecido en el inmaculado cielo del desierto.

—Alguien lo ha hecho por nosotros —dijo.

Bowgentle dio un respingo cuando vio el contorno.

—¿Qué es eso? ¿El fantasma de una ciudad?

—Casi.

El conde Brass gruñó. Arrugó la nariz y levantó la espada.

—Este nuevo peligro no me gusta ni un pelo.

—No es un peligro... para nosotros —dijo Hawkmoon—. Soryandum regresa.

Los contornos se fueron perfilando cada vez más, hasta que una ciudad se aposentó sobre el desierto. Una ciudad vieja. Una ciudad en ruinas.

El conde Brass maldijo y se acarició el bigote, todavía dispuesto a atacar.

—Envainad vuestra espada, conde Brass —indicó Hawkmoon—. Ésta es la Soryandum que buscábamos. El pueblo fantasma, aquellos antiguos inmortales de los cuales os hablé, han venido a rescatarnos. Ésta es Soryandum la bella. Mirad.

Y Soryandum era bella, pese a su estado ruinoso. Sus murallas cubiertas de musgo, sus fuentes, sus altas torres truncadas, sus flores ocres, naranjas y púrpuras, sus agrietadas calzadas de mármol, sus columnas de granito y obsidiana... Todo era bello. Y la ciudad, incluso las aves que anidaban en las casas desgastadas por el tiempo y el viento que soplaba por sus calles desiertas, tenía un aire de tranquilidad.

—Esto es Soryandum —repitió Hawkmoon, casi en un susurro.

Se encontraban en una plaza, junto a la bestia metálica muerta.

El conde Brass fue el primero en reaccionar. Cruzó el pavimento resquebrajado y tocó una columna.

—Sólida —gruñó—. ¿Cómo es posible?

—Siempre he rechazado las afirmaciones sensacionalistas de los creyentes en lo sobrenatural —dijo Bowgentle—, pero empiezo a preguntarme...

—Es la ciencia lo que ha traído a Soryandum —dijo Hawkmoon—. Y es ciencia lo que se la llevó. Yo lo sé. Fui quien proporcionó la máquina necesaria al pueblo fantasma, porque le resulta imposible abandonar la ciudad. En otro tiempo, esa gente era como nosotros, pero a lo largo de los siglos, gracias a un proceso que ni tan sólo yo comprendo, se libraron de su envoltura física y se transformaron en entes mentales. Pueden tomar forma física cuando lo desean y poseen más fuerza que la mayoría de los mortales. Son gente pacífica, y tan bella como su ciudad.

—Sois muy halagador, viejo amigo —dijo una voz surgida del aire.

—¿Rinal? —Preguntó Hawkmoon, que había reconocido la voz—. ¿Sois vos?

—En efecto, pero ¿quiénes son vuestros compañeros? Han confundido a nuestros instrumentos. Por eso nos mostramos reticentes a revelarnos, por si os hubieran inducido mediante engaños a conducirles a Soryandum, abrigando malas intenciones hacia nuestra ciudad.

—Son—buenos amigos —contestó Hawkmoon—, pero no de este segmento temporal. ¿Es eso lo que confunde a vuestros instrumentos, Rinal?

—Tal vez. Bien, confiaré en vos, Hawkmoon, por razones obvias. Sois un invitado bien recibido en Soryandum, porque gracias a vos hemos sobrevivido.

—Y gracias a vosotros que yo he sobrevivido —sonrió Hawkmoon—. ¿Dónde estáis, Rinal?

La figura de Rinal, alta y etérea, apareció de repente a su lado. Iba desnudo, sin el menor adorno, y su cuerpo poseía cierta opacidad lechosa. Su rostro era enjuto y sus ojos parecían ciegos, tan ciegos como los de la bestia mecánica, aunque miraba a Hawkmoon.

—Fantasmas de ciudades, fantasmas de hombres dijo el conde Brass, envainando la espada—. En cualquier caso, si nos habéis salvado la vida de esa cosa —indicó a la bestia mecánica—, he de daros las gracias. —Hizo una reverencia—. Os doy humildemente las gracias, señor fantasma.

—Lamento que nuestra bestia os causara tantos problemas —dijo Rinal de Soryandum—. La creamos hace muchos siglos, para proteger nuestros tesoros. La habríamos destruido, pero temíamos que los sicarios del Imperio Oscuro regresaran para apoderarse de nuestras máquinas y utilizarlas con fines perversos; por otra parte, no podíamos hacer nada hasta que se aproximaran a nuestra ciudad, pues, como bien sabéis, Dorian Hawkmoon, nuestro poder no traspasa los límites de Soryandum. Nuestra existencia está completamente ligada a la existencia de la ciudad. Sin embargo, fue fácil ordenar a la bestia que muriera.

—Fue una gran idea por vuestra parte, duque Dorian, aconsejarnos que retrocediéramos hacia aquí —dijo Bowgentle de todo corazón—. De lo contrario, los tres habríamos muerto.

—¿Dónde está vuestro amigo? —preguntó Rinal—. El que os acompañó en vuestra primera visita a Soryandum.

—Oladahn ha muerto dos veces —respondió Hawkmoon en voz baja.

—¿Dos veces?

—Sí, y estos otros amigos han estado a punto de morir por segunda vez, como mínimo.

—Me intrigáis —dijo Rinal—. Venid, os obsequiaremos con algunas viandas y, entretanto, me explicaréis todos estos misterios.

Rinal condujo a los tres amigos por las calles resquebrajadas de Soryandum, hasta llegar a una casa de tres pisos que carecía de entrada en la planta baja. Hawkmoon ya conocía la casa. Aunque en apariencia no se diferenciaba de las demás casas en ruinas, aquí vivía el pueblo fantasma cuando necesitaba adoptar forma humana.

Dos figuras fantasmales surgieron de lo alto, descendieron hacia Hawkmoon, Bowgentle y el conde Brass, y les izaron sin esfuerzo, transportándoles hasta una amplia ventana del segundo piso que era la entrada a la casa.

Les sirvieron el refrigerio en una habitación limpia y sobria, si bien el pueblo de Rinal no necesitaba comer. La comida era deliciosa, aunque extraña. El conde Brass la atacó con ahínco y apenas habló, mientras Hawkmoon explicaba a Rinal por qué querían la ayuda del pueblo fantasma.

Y cuando Hawkmoon hubo finalizado, el conde Brass continuó comiendo, ante el silencio regocijado de Bowgentle. A éste le interesaba más conocer la historia y la ciencia de Soryandum y sus habitantes, y Rinal le complació. Refirió a Bowgentle que, durante el Milenio Trágico, la mayoría de las grandes naciones y ciudades habían concentrado sus energías en producir armas bélicas cada vez más potentes. Sin embargo, Soryandum había conseguido mantenerse neutral, gracias a su remota posición geográfica. Se había concentrado en profundizar en la naturaleza del espacio, la materia y el tiempo. Así había sobrevivido al Milenio Trágico y conservado su saber, mientras en el resto del mundo era reemplazado por la superstición, como ocurría siempre en tales situaciones.

—Por eso necesitamos ahora vuestra ayuda —dijo Hawkmoon—. Deseamos averiguar cómo escapó el barón Kalan y a dónde. Deseamos descubrir cómo logra manipular la estructura temporal, transportar al conde Brass y a Bowgentle, y a los demás que he mencionado, de una época a otra y no crear en nuestras mentes ninguna paradoja.

—El problema es sencillísimo —contestó Rinal—. Parece que el tal Kalan controla un enorme poder. ¿Es el que destruyó vuestra máquina de cristal, la que os permitió sacar vuestro castillo y la ciudad de este continuo espacio—temporal?

—No, creo que fue Taragorn —dijo Hawkmoon—, pero Kalan es tan inteligente como el antiguo Señor del Palacio del Tiempo. Sin embargo, sospecho que no está muy seguro respecto a la naturaleza de su poder. Se muestra reacio a experimentarlo hasta las últimas consecuencias. Por otra parte, piensa que si yo muriera ahora, el pasado cambiaría. ¿Es eso posible?

Rinal adoptó una expresión pesativa.

—Tal vez —dijo—. Este barón Kalan debe poseer una percepción del tiempo muy sutil. Desde un punto de vista objetivo, no existen pasado, presente o futuro, por supuesto. Sin embargo, las maquinaciones del barón Kalan se me antojan innecesariamente complicadas. Si es capaz de manipular el tiempo hasta ese extremo, ¿por qué no trata de destruiros antes, expresándonos en términos subjetivos, de que os pongáis al servicio del Bastón Rúnico?

—¿Eso cambiaría todos los acontecimientos relativos a la derrota del Imperio Oscuro?

—Ésa es una de las paradojas. Los acontecimientos son los acontecimientos. Suceden. Son ciertos. Pero la verdad varía en dimensiones diferentes. Es posible que exista alguna dimensión de la Tierra, como la vuestra, en que estén a punto de suceder acontecimientos similares...

Rinal sonrió. El conde Brass había fruncido su frente bronceada, y se tiraba del bigote y meneaba la cabeza como si pensara que Rinal estaba loco.

—¿Se os ocurre alguna otra sugerencia, conde Brass?

—A mí me interesa la política —replicó el aludido—. Nunca me han atraído con exceso los aspectos más abstractos de la filosofía. Mi mente no está preparada para seguir vuestros razonamientos.

—La mía tampoco —rió Hawkmoon—. Sólo Bowgentle aparenta saber de qué habla Rinal.

—Algo —admitió Bowgentle—. Algo. Pensáis que Kalan tal vez exista en otra dimensión de la Tierra donde mora un conde Brass que, digamos, es algo diferente del conde Brass que se sienta a mi lado.

—¿Cómo? —gruñó el conde Brass—. ¿Tengo un doble?

Hawkmoon rió de nuevo, pero Bowgentle mantuvo su expresión de seriedad.

—No exactamente, conde Brass. Pienso que, en este mundo, vos seríais el doble... y yo también. Creo que éste no es nuestro mundo, y el pasado que recordamos no es el mismo que recuerda el amigo Hawkmoon. Somos intrusos, aunque la culpa no sea nuestra. Traídos aquí para matar al duque Dorian. ¿Por qué no mata el barón Kalan al duque Dorian, salvo por motivos de perversa venganza? ¿Por qué ha de utilizarnos?

—A causa de las repercusiones, si vuestra teoría es correcta —intervino Rinal—. Sus acciones deben colisionar con otras acciones, contrarias a sus intereses. Si mata a Hawkmoon, algo le ocurrirá. Dará lugar a una cadena de acontecimientos diferente de la cadena de acontecimientos que se creará si uno de vosotros le mata.

—De todos modos, habrá contemplado la posibilidad de que sus engaños no nos persuadieran de matar a Hawkmoon.

—No lo creo —dijo Rinal—. Me parece que al barón Kalan se le han torcido las cosas. Por eso insistió en convenceros de que matarais a Hawkmoon, aun a sabiendas de vuestras suspicacias. Habrá forjado un plan basado en que Hawkmoon sería asesinado en la Kamarg. Por eso está cada vez más histérico. Es indudable que ha ultimado otros planes, que está en peligro si Hawkmoon continúa con vida. Eso explica que sólo se haya desembarazado de vuestros compañeros que le atacaron sin vacilar. Es vulnerable. Deberíais descubrir en dónde reside dicha vulnerabilidad.

Hawkmoon se encogió de hombros.

—¿Qué posibilidades tenemos de descubrirla, si ni siquiera sabemos dónde se esconde el barón Kalan?

—Encontrarle no es imposible —musitó Rinal—. Inventamos ciertos artilugios mientras aprendíamos a trasladar nuestra ciudad de dimensión en dimensión; sensores y similares, capaces de explorar las diversas capas del multiverso. Tendremos que ponerlos a punto. Sólo hemos utilizado una sonda para observar esta zona de la Tierra, mientras nosotros permanecíamos ocultos en otra dimensión. Tardaremos cierto tiempo en activar las otras. ¿Os sería de ayuda?

—Sí —respondió Hawkmoon.

—¿Significa eso que tendremos alguna oportunidad de ponerle las manos encima a Kalan? —gruñó el conde Brass.

Bowgentle apoyó una mano sobre el hombro del que sería, años más tarde, su mejor amigo.

—Sois impetuoso, conde. Las máquinas de Rinal sólo pueden escudriñar estas dimensiones. Otro asunto muy distinto será, a mi entender, viajar por ellas.

Rinal inclinó su estrecha cabeza.

—Es verdad. Sin embargo, vamos a ver si podemos encontrar al barón Kalan del Imperio Oscuro. Es muy probable que fracasemos, porque hay una infinidad de dimensiones, sólo en esta Tierra.

Rinal y su gente pasaron casi todo el día siguiente ocupados en sus máquinas. Hawkmoon, Bowgentle y el conde Brass durmieron, reponiendo las fuerzas que habían dilapidado en el viaje a Soryandum y la lucha contra la bestia metálica.

Por la noche, Rinal entró flotando por la ventana. Los rayos del sol poniente parecían irradiar de su cuerpo opaco.

—Los artilugios están preparados —anunció—. ¿Queréis venir? Vamos a escudriñar las dimensiones.

El conde Brass se puso en pie de un salto.

—Allí vamos.

Los otros se levantaron cuando dos compañeros de Rinal entraron en la habitación y les transportaron en brazos hacia el piso de arriba, donde había agrupadas una serie de máquinas que jamás habían visto. Al igual que el artilugio de cristal empleado para desplazar a otra dimensión el castillo de Brass, eran joyas antes que máquinas, y algunas de estas joyas eran casi tan altas como un hombre. Ante cada una de las máquinas flotaba un ser fantasmal que manipulaba joyas más pequeñas, no muy diferentes de la pequeña pirámide que Hawkmoon había visto en las manos del barón Kalan.

Un millar de imágenes aparecían en las pantallas a medida que las sondas examinaban las dimensiones del multiverso. Mostraban escenas extrañas que parecían tener escasa relación con las Tierras que Hawkmoon conocía.

Por fin, horas más tarde, Hawkmoon gritó:

—¡Mirad! ¡Una máscara de animal!

El operador manipuló una serie de cristales, con la intención de fijar la imagen que había destellado tan fugazmente en la pantalla, pero se había desvanecido.

Las sondas reemprendieron la búsqueda. Hawkmoon creyó en dos ocasiones ver escenas que revelaban el paradero de Kalan, pero las escenas se perdieron las dos veces.

Y al final, por pura casualidad, vieron una resplandeciente pirámide blanca, indudablemente aquella en la que había viajado el barón Kalan.

Los sensores recibieron una señal muy fuerte, porque la pirámide estaba a punto de finalizar su regreso. A su base, esperó Hawkmoon.

—Es fácil seguirla. Mirad.

Hawkmoon, Bowgentle y el conde Brass se apretaron alrededor de la pantalla, que siguió a la pirámide lechosa hasta que se detuvo y se volvió transparente, revelando el rostro odioso del barón Kalan de Vitall. Sin saber que era observado por aquellos a quienes anhelaba destruir, salió de la pirámide y entró en una habitación amplia, tenebrosa y sucia, que bien podía ser una copia de su antiguo laboratorio en Londra. Repasó unas notas con el ceño fruncido. Apareció otra figura y le habló, aunque los tres amigos no oyeron nada. La figura iba ataviada a la antigua usanza del Imperio Oscuro; una enorme máscara, de aspecto engorroso, cubría su cabeza. La máscara era de metal, esmaltada en diferentes colores, e imitaba la forma de una serpiente.

Hawkmoon recordó que era la máscara de la Orden de la Serpiente, la orden a la que habían pertenecido todos los hechiceros y brujos de Granbretán. Mientras observaban la escena, el hombre de la máscara tendió otra máscara a Kalan, que se la puso a toda prisa, pues ningún granbretano de su especie podía soportar que un cofrade le viera sin máscara.

La máscara de Kalan también tenía forma de serpiente, pero más recargada que la de su criado.

Hawkmoon se acarició el mentón y se preguntó por qué percibía algo erróneo en la escena. Echó en falta la presencia de D'Averc, más familiarizado con las costumbres secretas del Imperio Oscuro, que habría despejado sus dudas.

Y entonces, Hawkmoon comprendió que aquellas máscaras eran más toscas que las que había visto en Londra, incluidas las que llevaban los sirvientes más humildes. El acabado de las máscaras, su diseño, no eran de la misma calidad. ¿Y por qué iban a serlo?

Las sondas siguieron a Kalan cuando salió del laboratorio y se internó en sinuosos pasillos, muy parecidos a los que comunicaban los edificios de Londra. Pero también estos pasillos eran sutilmente diferentes. El revestido de la piedra era muy pobre, las tallas y murales obra de artistas muy inferiores. Esto no habría sido tolerado en Londra, donde, pese a sus inclinaciones perversas, los señores del Imperio Oscuro habían exigido la mejor calidad, hasta en los más ínfimos detalles.

En este caso, los detalles escaseaban. Todo parecía la copia de un cuadro.

La escena fluctuó cuando Kalan entró en otra estancia, donde le aguardaban más enmascarados. Esta estancia también le resultó familiar, aunque tosca, como todo lo demás.

El conde Brass echó rayos y centellas.

—¿Cuándo podemos ir ahí? Es nuestro enemigo. ¡Demos buena cuenta de él ahora mismo!

—No es tan fácil viajar por las dimensiones —dijo Rinal—. Además, aún no hemos localizado con toda exactitud el lugar que estamos viendo.

Hawkmoon sonrió al conde Brass.

—Tened paciencia, señor.

Este conde Brass era más impetuoso que el hombre a quien Hawkmoon había conocido. La razón estribaba, sin duda, en que era veinte años más joven. O tal vez, como Rinal había insinuado, no era el mismo hombre, sino uno muy parecido, de otra dimensión. De todos modos, pensó Hawkmoon, este conde Brass le gustaba, viniera de donde viniera.

—Nuestra sonda falla —dijo el ser fantasmal que controlaba la pantalla—. La dimensión que estamos examinando debe encontrarse a muchas capas de distancia.

Rinal asintió.

—Sí, muchísimas. En un lugar que ni siquiera nuestros aventureros antepasados exploraron. Nos costará encontrar una puerta.

—Kalan encontró una—señaló Hawkmoon.

Rinal dibujó la sombra de una sonrisa.

—¿Por accidente o a sabiendas, amigo Hawkmoon?

—A sabiendas, por supuesto. ¿En qué otro lugar habría encontrado otra Londra?

—Se pueden construir nuevas ciudades —adujo Rinal.

—Sí —dijo Bowgentle—, y también nuevas realidades.


6. Otra víctima

Los tres hombres aguardaron ansiosamente, mientras Rinal y su pueblo examinaban la posibilidad de viajar a la dimensión donde el barón Kalan se ocultaba.

—Como este nuevo culto se ha implantado en la Londra auténtica, deduzco que Kalan ha ido a visitar en secreto a sus partidarios. Eso explica el rumor de que algunos señores del Imperio Oscuro aún viven en Londra —musitó Hawkmoon—. Nuestra única oportunidad consistiría en ir a Londra y buscar a Kalan cuando realice su siguiente visita. La pregunta es si tendremos tiempo.

El conde Brass meneó la cabeza.

—Ese Kalan... Desea a toda costa lograr sus propósitos. No entiendo por qué está tan histérico, si puede manipular a su antojo todas las dimensiones del tiempo y el espacio. Y aunque en teoría puede manipularnos a su voluntad, no lo hace. Me pregunto por qué somos tan cruciales para sus planes.

Hawkmoon se encogió de hombros.

—Quizá no lo seamos. No sería el primer señor del Imperio Oscuro en perjudicar sus propios intereses por culpa de su sed de venganza.

Les narró la historia del barón Meliadus.

Bowgentle paseaba entre los instrumentos de cristal y trataba de comprender los principios de su funcionamiento, pero se rindió. Todos estaban inactivos, mientras el pueblo fantasma, en otra parte del edificio, atacaba el problema de diseñar una máquina que viajara entre las dimensiones. La posibilidad de adaptar el ingenio de cristal que transportaba su ciudad había sido desechada, pues necesitaban conservar la máquina por si algún peligro les amenazaba.

—Bien —dijo Bowgentle, mientras se rascaba la cabeza—, no entiendo nada. ¡Lo único que puedo aseguraros es que esas máquinas funcionan!

El conde Brass se agitó en su armadura. Se acercó a la ventana y escudriñó la fría noche.

—La impaciencia me corroe —dijo—. Voy a respirar un poco de aire fresco. ¿Qué váis a hacer vosotros dos?

Hawkmoon meneó la cabeza.

—Prefiero descansar.

—Yo os acompañaré —dijo Bowgentle al conde Brass—. ¿Cómo salimos?

—Llama a Rinal —dijo Hawkmoon—. Os oirá.

Así obraron, pero se sientieron algo incómodos cuando el pueblo fantasma, en apariencia tan frágil, les bajó al suelo. Hawkmoon se acomodó en una esquina de la habitación y durmió.

Sin embargo, se vio turbado por sueños extraños e inquietantes, en los cuales sus amigos se convertían en enemigos y los enemigos en amigos, los vivos en muertos y los muertos en vivos. Por fin, se despertó sudando, y descubrió que Rinal estaba de pie ante él.

—La máquina está dispuesta —anunció el ser fantasmal, pero temo que no es perfecta. Lo único que puede hacer es perseguir a vuestra pirámide. En cuanto la pirámide vuelva a materializarse en este mundo nuestra pirámide la seguirá, adondequiera que vaya. Es imposible dirigirla; sólo puede seguir a la pirámide. Por tanto, corréis el peligro de quedar atrapados en otra dimensión indefinidamente

—Es un riesgo que prefiero aceptar —dijo Hawkmoon— mejor que las pesadillas que me atormentan, despierto o dormido. ¿Dónde están el conde Brass y Bowgentle?

—Por aquí cerca, hablando y paseando por las calles de Soryandum. ¿Les digo que deseáis verles?

—Sí —dijo Hawkmoon, mientras se frotaba los ojos—. Será mejor que diseñemos nuestra estrategia lo antes posible. Tengo el presentimiento de que no tardaremos en ver a Kalan.

Se estiró y bostezó. Dormir no le había servido de nada. Hasta tenía la sensación de estar más cansado que antes.

Cambió de idea.

—No, quizá sea mejor que salga a hablar con ellos. El aire me reanimará.

—Como gustéis. Os bajaré.

Rinal flotó hacia Hawkmoon.

—¿Dónde está la máquina que mencionasteis? —preguntó Hawkmoon, mientras Rinal le conducía hacia la ventana.

—¿La esfera para viajar por las dimensiones? Abajo, en nuestro laboratorio. ¿Queréis verla esta noche?

—Creo que sí. Tengo la sensación de que Kalan está a punto de reaparecer.

—Muy bien. Os la traeré en breve. Los controles son muy sencillos. De hecho, apenas se les puede llamar controles, puesto que el objetivo de la esfera es convertirse en la esclava de otra máquina. Sin embargo, comprendo que estéis ansioso por verla. Id a hablar con vuestros amigos.

El ser fantasmal, prácticamente invisible en la calle iluminada por la luna, se alejó. Hawkmoon fue en busca del conde Brass y Bowgentle.

Caminó por las calles invadidas de malas hierbas, entre edificios en ruinas por los cuales se filtraba la luz de la luna. Se embebió de la paz de la noche y su cabeza empezó a despejarse. El aire era suave y frío.

Por fin, oyó voces más adelante y ya estaba a punto de llamarles, cuando se dio cuenta de que no había dos voces, sino tres. Se deslizó a toda prisa hacia ellas, protegido por las sombras, hasta subirse a una columna truncada, desde la cual observó la plazoleta donde estaban el conde Brass y Bowgentle. El conde Brass parecía petrificado, como si le hubieran hipnotizado, y Bowgentle discutía en voz baja con un hombre que estaba sentado en el aire, frente a él, con las piernas cruzadas; el contorno de la pirámide apenas brillaba, como si Kalan procurara no llamar la atención.

—¿Qué sabéis vos de tales asuntos? —preguntó el barón Kalan—. ¡Vos, que apenas sois real!

—Es posible, pero sospecho que vuestra realidad tampoco es muy firme, ¿verdad? ¿Por qué no podéis matar a Hawkmoon vos mismo? Por culpa de las repercusiones, ¿eh? ¿Habéis considerado las posibilidades derivadas de tal acción? ¿Son poco agradables?

—¡Silencio, títere, o también regresaréis al limbo! —gritó el barón Kalan—. Os ofrezco la vida plena si destruís a Hawkmoon..., o convencéis al conde Brass de que lo haga.

—¿Por qué no le habéis enviado al limbo hace pocos minutos, cuando os atacó? ¿Es por que queréis que uno de nosotros mate a Hawkmoon, y ya sólo contáis con dos para esa faena?

—¡Os he dicho que calléis! —rugió Kalan—. Tendríais que haber colaborado con el Imperio Oscuro, sir Bowgentle. Habéis desperdiciado vuestra inteligencia con los bárbaros.

Bowgentle sonrió.

—¿Bárbaros? He oído algo acerca de lo que hará el Imperio Oscuro, en mi futuro, con sus enemigos. Habéis elegido mal las palabras, barón Kalan.

—Os lo he advertido —amenazó Kalan—. Habéis ido demasiado lejos. Todavía soy un señor de Granbretán. ¡No puedo tolerar tanta insolencia!

—Vuestra falta de tolerancia ya causó vuestra caída una vez..., o la causará. Empezamos a comprender que intentáis hacer en nuestra Londra de imitación...

—¿Lo sabéis? —Kalan parecía casi asustado. Se humedeció los labios y frunció el entreceño—. Lo sabéis, ¿eh? Creo que cometimos un error al menospreciar vuestra intuición, sir Bowgentle.

—Sí, tal vez.

Kalan manipuló la pirámide que sostenía en la mano.

—Lo más inteligente será sacrificar otro peón, en tal caso —murmuró.

Bowgentle comprendió las intenciones de Kalan. Retrocedió un paso.

—¿Lo creéis así? ¿Acaso no estáis manipulando fuerzas que apenas comprendéis?

—Quizá —rió el barón Kalan—, pero eso no os servirá de consuelo, ¿eh?

Bowgentle palideció.

Hawkmoon se preparó para intervenir, intrigado por la inmovilidad del conde Brass, al parecer indiferente a lo que sucedía. Entonces, notó una leve presión en su hombro. Sobresaltado, se volvió y echó mano a la espada, pero se trataba de Rinal, casi invisible.

—La esfera se acerca —susurró Rinal—. Es vuestra oportunidad de seguir a la pirámide.

—Pero Bowgentle está en peligro... —murmuró Hawkmoón—. He de procurar salvarle.

—No podréis salvarle. Es poco probable que sufra algún daño, que recuerde un sólo detalle de estos acontecimientos..., como un sueño que se desvanece.

—Pero es mi amigo...

—Le prestaréis mejor servicio si encontráis una forma de detener las actividades de Kalan para siempre —respondió Rinal.

Varios seres fantasmales flotaban por la calle hacia ellos. Transportaban una gran esfera que proyectaba una luz amarillenta.

—Podréis seguir a la pirámide a los pocos momentos de su desaparición.

—Pero el conde Brass... Kalan lo ha hipnotizado.

—El efecto se disipará cuando Kalan se marche.

—¿Por qué teméis a mis conocimientos, barón Kalan? —estaba diciendo Bowgentle—. Sois poderoso. Yo soy débil. ¡Sois vos quien me manipula!

—Cuanto más sepáis, menos predecible sois —contestó Kalan—. Es sencillo, sir Bowgentle. Adiós.

Bowgentle lanzó un grito e hizo ademán de escapar. Se puso a correr y se fue evaporando mientras huía, hasta desaparecer por completo.

Hawkmoon oyó las carcajadas del barón Kalan. Una risa familiar. Una risa que había aprendido a odiar. Sólo la mano de Rinal sobre su hombro impidió que atacara a Kalan. Éste, ignorante de que le espiaban, se dirigió al conde Brass.

—Saldréis ganando, conde Brass, si me sirves. Hawkmoon se interpone una y otra vez en mi camino. Pensaba que era fácil eliminarle pero sale victorioso de todas mis celadas. A veces, creo que es eterno... Tal vez inmortal. Sólo si otro héroe, otro campeón de ese dichoso Bastón Rúnico le mata, los acontecimientos se desarrollarán de la forma que a mí me interesa. De modo que matadle, conde Brass. ¡La recompensa será la vida para vos y para mí!

El conde Brass movió la cabeza. Parpadeó. Miró a su alrededor como si no viera la pirámide, ni a su ocupante.

La pirámide brilló con una blancura lechosa, hasta adquirir una intensidad cegadora. El conde Brass maldijo y levantó el brazo para protegerse los ojos.

Y entonces, el resplandor se desvaneció y sólo fue posible distinguir un contorno desdibujado.

—Rápido —dijo Rinal—. A la esfera.

Mientras Hawkmoon pasaba por una entrada similar a una cortina de gasa, que se cerró al instante detrás de él, vio que Rinal flotaba hacia el conde Brass, se apoderaba de él y lo transportaba hasta la esfera, en cuyo interior le arrojó. El conde cayó de bruces a los pies de Hawkmoon, sin soltar la espada.

—El zafiro —apremió Rinal—. Tocad el zafiro. Es lo único que debéis hacer. ¡Os deseo suerte, Dorian Hawkmoon, en esa otra Londra!

De pronto, dio la impresión de que la esfera giraba alrededor de ellos, mientras el conde Brass y él permanecían inmóviles. Una negrura total cayó sobre ambos y vieron la pirámide blanca a través de las paredes de la esfera.

Al instante siguiente vieron la luz del sol y un paisaje de rocas verdes. Se esfumó con tanta rapidez como había aparecido. Siguió una sucesión de imágenes.

Megalitos de luz, lagos de metal hirviente, ciudades de cristal y acero, campos de batalla en que luchaban miles de hombres, bosques recorridos por gigantes tenebrosos, mares helados... y siempre la pirámide delante de ellos, mientras pasaba de un plano a otro de la Tierra, por mundos que parecían totalmente distintos y mundos que parecían absolutamente idénticos al de Hawkmoon.

Hawkmoon había viajado por las dimensiones en una ocasión anterior, pero entonces escapaba de un peligro. Ahora, se dirigía a su encuentro.

El conde Brass habló por primera vez.

—¿Qué ha pasado? Recuerdo que intenté atacar al barón Kalan, tras decidir que, aunque me enviara al limbo, le arrancaría antes la vida. Al instante siguiente, me encontré en este..., en este carruaje. ¿Dónde está Bowgentle?

—Bowgentle había empezado a comprender el plan de Kalan —dijo Hawkmoon en tono sombrío, sin apartar los ojos de la pirámide—. Y Kalan le devolvió al lugar de donde procedía, pero Kalan también desapareció. Dijo que, por los motivos que sean, sólo puede matarme un amigo, alguien que haya servido al Bastón Runico. Y así, mi amigo se
aseguraría la vida.

El conde Brass se encogió de hombros.

—Aún me huele a un siniestro complot. ¿Qué más da quien os mate?

—Bien, conde Brass —dijo Hawkmoon con serenidad—. He repetido a menudo que habría dado cualquier cosa por que no hubierais muerto en aquel campo de batalla de Londra. Hasta habría dado mi vida. Por lo tanto, si llega un momento en que os cansáis de todo esto..., podéis matarme.

El conde Brass lanzó una carcajada.

—Si deseáis morir, Dorian Hawkmoon, estoy seguro de que encontraréis a alguien más avezado a los crímenes a sangre fría en Londra, o dondequiera que nos dirijamos. —Envainó su gran espada—. ¡Reservaré mis fuerzas para dar buena cuenta del barón Kalan y sus esbirros cuando lleguemos allí!

—Si no nos esperan —dijo Hawkmoon, mientras las escenas se sucedían a una velocidad todavía mayor. Se sintió mareado y cerró los ojos—. ¡Este viaje por el infinito se me antoja de una duración infinita! Una vez maldije al Bastón Rúnico por meterse en mis asuntos, pero ahora me gustaría tener a mi lado a Orland Fank, para que me aconsejara. En cualquier caso, resulta evidente que el Bastón Rúnico no interviene en esto.

—Menos mal —gruñó el conde Brass—. ¡Ya tengo bastante de ciencia y brujería. ¡Me quedaré tranquilo cuando todo esto termine, aunque signifique mi muerte!

Hawkmoon asintió. Se acordaba de Yisselda y de sus hijos, Manfred y Yarmila. Recordaba la vida tranquila de la Karmag y las satisfacciones que obtenía de ver los pantanos repoblados y las cosechas crecidas. Se arrepentía de haber caído en la trampa del barón Karlan, que había utilizado al conde Brass como señuelo.

Entonces, se le ocurrió otra idea. ¿Era todo una trampa?

¿Quería el barón Kalan que le siguiera? ¿Eran arrastrados, en estos mismos momentos, hacia su perdición?

Libro tercero
Viejos y nuevos sueños

1. Un mundo a medias

El conde Brass, que se había tendido sobre la curva que formaba el interior de la esfera, gruñó y removió su cuerpo cubierto por la armadura. Miró por la nebulosa pared amarilla y vio que el paisaje cambiaba cuarenta veces en otros tantos segundos. La pirámide continuaba precediéndoles. A veces, se distinguía la silueta del barón Kalan. En otras, la superficie del vehículo adoptaba aquel color blanco cegador tan fabuloso.

—¡Me duelen los ojos! —se quejó el conde—. Tal velocidad de imágenes los cansa. Y también me duele la cabeza cuando intento pensar en lo que está pasando. ¡Si algún día se me ocurre contar esta aventura, nadie volverá a creer en mi palabra!

Hawkmoon le indicó que guardara silencio, pues las escenas se sucedían ahora con mucha mayor lentitud, hasta que por fin dejaron de cambiar. Flotaron en la oscuridad. Lo único que se veía delante era la pirámide blanca.

Surgió luz de algún sitio.

Hawkmoon reconoció el laboratorio del barón Kalan. Actuó rápida e instintivamente.

—Deprisa, conde Brass, hemos de abandonar la esfera.

Saltaron a través de la cortina y cayeron sobre las sucias losas del suelo. Por casualidad, fueron a parar detrás de varias máquinas, grandes y de formas demenciales, situadas en la parte posterior del laboratorio.

Hakwmoon vio que la esfera temblaba y desaparecía. Ahora, su única forma de escapar de aquella dimensión era la pirámide de Kalan. Hawkmoon reconoció olores y sonidos familiares. Recordó la primera vez que había estado en los laboratorios de Kalan, como prisionero del barón Meliadus, para que le implantaran la joya negra en el cráneo. Notó una extraña frialdad en sus huesos. Al parecer, nadie había reparado en su llegada, porque los criados de Kalan, cubiertos con sus máscaras de serpiente, dedicaban su atención a la pirámide, dispuestos a entregar la máscara a su amo en cuanto saliera. La pirámide se posó lentamente en el suelo y Kalan emergió. Aceptó la máscara sin decir palabra y se la puso. Sus movimientos eran rápidos. Dijo algo a sus sirvientes y éstos le siguieron cuando salió del laboratorio.

Hawkmoon y el conde Brass abandonaron su escondite con cautela. Los dos habían desenvainado sus espadas.

Una vez seguros de que el laboratorio estaba desierto, pensaron en el siguiente paso.

—Quizá deberíamos esperar a que Kalan vuelva para matarle en el acto —insinuó el conde Brass—, y luego utilizamos su máquina para huir.

—Ignoramos cómo funciona esa máquina —recordó Hawkmoon a su amigo—. No, creo que deberíamos averiguar más cosas sobre este mundo y los planes de Kalan antes de pensar en matarle. Sabemos que cuenta con otros aliados, más poderosos que él, que no dudarán en llevar a la práctica sus planes.

—Tenéis razón —dijo el conde Brass—, pero este lugar me pone nervioso. Nunca me ha gustado el subsuelo. Prefiero los espacios abiertos. Por eso nunca me quedo demasiado tiempo en una ciudad.

Hawkmoon se puso a examinar las máquinas del barón Kalan. La apariencia de muchas le resultó familiar, pero no consiguió adivinar sus funciones. Se preguntó si lo mejor sería destruir las máquinas ipso facto, pero después decidió que sería más prudente descubrir para qué servían. Podían producir un desastre si jugaban con las fuerzas que Kalan estaba experimentando.

—Provistos de la ropa y las máscaras adecuadas —dijo Hawkmoon, mientras se encaminaban hacia la puerta—, tendríamos mejores posibilidades de explorar este lugar sin ser descubiertos. Creo que tal objetivo debería ser prioritario.

El conde Brass se mostró de acuerdo.

Abrieron la puerta del laboratorio y se encontraron en un pasadizo de techo bajo. Olía a moho y la atmósfera estaba enrarecida. En otro tiempo, todo Londra había hedido igual. Ahora que pudo examinar con mayor detenimiento los murales y tallas de las paredes, Hawkmoon llegó a la conclusión de que no estaban en la verdadera Londra. La ausencia de detalles saltaba a la vista. Los cuadros se delineaban primero y se llenaban después de colores fuertes, carentes de los tonos sutiles tan queridos por los artistas de Granbretán. Y si los colores se empleaban en la antigua Londra para crear un efecto, estos colores se habían seleccionado con muy escaso criterio. Era como si alguien que sólo hubiera pasado media hora en Londra intentara recrearla.

Incluso el conde Brass, que sólo había visitado Granbretán en una ocasión, en calidad de diplomático, reparó en el contraste. Continuaron adelante, sin tropezarse con nadie, intentando determinar dónde había ido el barón Kalan. De pronto, doblaron una esquina del pasadizo y se toparon con dos soldados de la Orden de la Mantis (la antigua orden del rey Huon), armados con lanzas largas y espadas.

Al instante, el conde Brass y Hawkmoon se colocaron en posición de combate, esperando que los dos hombres les atacaran. Las máscaras de mantis cabecearon, pero los soldados se limitaron a contemplar estupefactos al conde Brass y su compañero.

Uno de los soldados habló con voz apagada por la máscara.

—¿Por qué vais sin máscara, —preguntó—. ¿Cómo es eso?

Su voz sonaba vaga y distante, como la del conde Brass cuando Hawkmoon se encontró por primera vez con él en la Kamarg.

—Sí, tienes razón —contestó Hawkmoon—. Vais a darnos vuestras máscaras. I

—¡Pero ir sin máscara está prohiblido en los pasadizos! —dijo el segundo soldado, horrorizado.

Se llevó la mano enguantada a su casco en forma de gran insecto, como para protegerlo. Los ojos de mantis parecieron mirar con sorna a Hawkmoon.

—Entonces, tendremos que luchar por ellas —gruñó el conde Brass—. Desenvainad las espadas.

Los dos hombres sacaron lentamente sus espadas, y con la misma lentitud adoptaron posturas defensivas.

Fue horrible matar a aquel par, porque apenas se esforzaron en defenderse. Cayeron derribados en menos de medio minuto. Hawkmoon y el conde Brass procedieron de inmediato a despojarles de las máscaras y de sus uniformes de seda y terciopelo verde.

Lo hicieron a tiempo. Hawkmoon se estaba preguntando qué hacer con los cadáveres cuando, de repente, se desvanecieron.

El conde Brass resopló.

—¿Más brujería?

—O la explicación de por qué se comportaban de forma tan extraña —respondió Hawkmoon—. Han desaparecido como Bowgentle, Oladahn y D'Averc. La Orden de la Mantis era la más feroz de Granbretán, y sus miembros eran arrogantes, altivos y de reacciones rápidas. O esos tipos no eran de Granbretán, sino marionetas al servicio del barón Kalan, o eran de Granbretán, pero estaban en alguna especie de trance.

Hawkmoon se ajustó en la cabeza la máscara robada.

—Nos comportaremos del mismo modo, por si acaso —dijo—. Nos concederá ventaja.

Siguieron avanzando por los pasadizos, con parsimonia, al igual que los soldados.

—Al menos —susurró el conde Brass—, no nos costará librarnos de los cadáveres, si los que matamos se desvanecen con tal celeridad.

Se detuvieron ante varias puertas y trataron de abrirlas, pero todas estaban cerradas. Se cruzaron con muchos enmascarados, pertenecientes a las principales órdenes (el Cerdo, el Buitre, el Dragón, el Lobo), pero no vieron a miembros de la Orden de la Serpiente. Estaban seguros de que miembros de esta orden les conducirían a Kalan. En algún momento, también sería útil cambiar las máscaras de mantis por máscaras de serpiente. Por fin, llegaron ante una puerta más grande que las otras, custodiada por dos hombres que portaban las mismas máscaras que ellos. Una puerta vigilada es una puerta importante, pensó Hawkmoon. Detrás podía ocultarse la respuesta a las preguntas que les intrigaban.

—Tenemos órdenes de relevaros —dijo, con la voz más vaga posible—. Podéis volver a vuestros puestos.

—¿Relevarnos? —se extrañó un guardia—. ¿Ya hemos terminado nuestro turno? Pensaba que sólo había pasado una hora. Claro que el tiempo... —Hizo una pausa—. Todo es tan extraño...

—Estáis relevados —dijo el conde Brass, adivinando el plan de Hawkmoon—. Eso es todo lo que sabemos.

Los dos guardias saludaron y se alejaron con paso indolente. Hawkmoon y el conde Brass ocuparon sus puestos.

En cuanto los guardias se fueron, Hawkmoon giró el picaporte, pero a puerta estaba cerrada con llave.

El conde Brass miró a su alrededor y se estremeció.

—Éste sí que parece un submundo, y no aquel en que me encontré —comentó.

—Creo que os habéis aproximado a la verdad —dijo Hawkmoon, mientras inspeccionaba la cerradura.

Era tosca, como casi todos los artilugios del lugar. Sacó el puñal, de pomo color esmeralda, que había robado a su víctima. Insertó la punta en la cerradura y la movió durante varios segundos. Luego, la giró con brusquedad. Se oyó un clic y la puerta se abrió.

Los dos compañeros entraron.

Y los dos dieron un respingo al mismo tiempo.

2. El museo de los vivos y los muertos

—¡El rey Huon! —murmuró Hawkmoon.

Cerró la puerta a toda prisa y contempló el gran globo suspendido sobre su cabeza. Dentro del globo oscilaba la figura marchita de un anciano rey que, en otro tiempo, había hablado con voz juvenil.

—¡Creía que Meliadus os había asesinado!

Un leve susurro escapó del globo. De tan tenue, pareció casi un pensamiento.

—Meliadus—dijo—. Meliadus.

—El rey sueña —dijo la voz de Flana, reina de Granbretán

Avanzaba hacia ellos, con su máscara de garza fabricada con fragmentos de mil joyas y su lujoso vestido de brocado.

—¿Flana?

Hawkmoon caminó hacia ella.

—¿Cómo has llegado aquí?

—Nací en Londra. ¿Quién sois vos? Aunque pertenecéis a la Orden del rey-emperador, habláis con insolencia a Flana, condesa de Kanbery.

—Ahora, reina Flana—musitó Hawkmoon.

—Reina. .., reina..., reina... —sonó la lejana voz del rey Huon desde atrás.

—Rey... —Otra figura se acercó con paso vacilante—. Rey Meliadus...

Y Hawkmoon supo que si quitaba a la figura la máscara de lobo vería la cara del barón Meliadus, su antiguo enemigo. Y supo que sus ojos serían vidriosos, como los de Flana. Había más personajes en la habitación, todos representantes del Imperio Oscuro: el antiguo marido de Flana, Asrovak Mikosevaar; Shenegar Trott, con su máscara de plata; Pra Flenn, duque de Lakasdeh, con su yelmo en forma de dragón sonriente, que había muerto antes de cumplir diecinueve años, y había matado a cien hombres y mujeres antes de los dieciocho. Pese a estar congregados los más feroces señores de la guerra de Granbretán, ninguno atacó. Apenas estaban vivos. Sólo Flana, que aún vivía en el mundo de Hawkmoon, parecía capaz de hilvanar una frase coherente. Los demás parecían sonámbulos, capaces tan sólo de murmurar una o dos palabras. La entrada de Hawkmoon y el conde Brass en este siniestro museo de los vivos y los muertos provocó que se pusieran a balbucear, como aves en una pajarera.

Era aterrador, en especial para Dorian Hawkmoon, que había matado personalmente a muchos de los presentes. Se dirigió hacia Flana y se arrancó la máscara, para que viera su rostro.

—¡Flana! ¿No me reconoces? Soy Hawkmoon. ¿Cómo habéis llegado aquí?

—¡Quitadme la mano de encima, soldado! —dijo la mujer como un autómata, aunque era evidente que le daba igual. Flana nunca se había preocupado mucho por el protocolo—. No os conozco. ¡Poneos la máscara!

—Entonces, también te habrán arrebatado de una época anterior a nuestro encuentro..., o de otro mundo —dijo Hawkmoon.

—Meliadus... Meliadus... —susurró la voz del rey Huon en el globo-trono suspendido sobre sus cabezas.

—Rey... Rey... —dijo Meliadus.

—El Bastón Rúnico... —murmuró el obeso Shenegar Trott, que había muerto por intentar poseer aquel cetro mágico—. El Bastón Rúnico...

Sólo podían hablar de sus temores o ambiciones. Los principales temores y ambiciones que les habían impulsado a lo largo de sus vidas y provocado su ruina.

—Tenéis razón —dijo Hawkmoon al conde Brass—. Estamos en el mundo de los muertos. ¿Quién retendrá aquí a estos desdichados seres? ¿Con qué fin les han resucitado? Es como un obsceno depósito. Un botín humano: el botín del tiempo.

—Sí —resopló el conde Brass—. Me pregunto si, hasta hace poco, formaba parte de esta colección. ¿Podría ser posible, Dorian Hawkmoon?

—Todos son elementos del Imperio Oscuro. No creo que fuerais traído de una época anterior a la muerte de ellos. Vuestra juventud lo demuestra..., y vuestros recuerdos de la batalla de Tarkia.

—Gracias por tranquilizarme.

Hawkmoon se llevó un dedo a los labios.

—¿No habéis oído algo en el pasadizo?

—Ocultémonos en las sombras. Me parece que alguien se acerca. Notará que los guardias han desaparecido.

Ninguno de los presentes en la habitación, ni siquiera la reina Flana intentó impedir que se escondieran en el rincón más oscuro de la misma, resguardados por los cuerpos de Adaz Promp y Jherek Nankenseen, siempre inseparables, incluso en vida.

La puerta se abrió y apareció el barón Kalan de Vitall, Gran Maestre de la Orden de la Serpiente, profundamente irritado.

—¡La puerta abierta y los guardias ausentes! —rugió. Lanzó una mirada iracunda al grupo de muertos vivientes—. ¿Quién ha sido? ¿Alguno de vosotros hace algo más que soñar, conspira para arrebatarme mi poder? ¿Quién aspira al poder? ¿Vos, Meliadus? ¿Estáis despierto?

Le quitó el yelmo, pero su rostro era totalmente inexpresivo.

Kalan le abofeteó, pero Meliadus no reaccionó. Se limitó a gruñir.

—¿Vos, Huon? ¿Lamentáis no ser ya tan poderoso como yo?

Huon susurró el nombre de su asesino.

—Meliadus... —susurró—. Meliadus...

—¿Shenegar Trott, el astuto? —Kalan sacudió el hombro del conde de Sussex—. ¿Abristeis la puerta y despedisteis a los guardias? ¿Por qué? —Frunció el ceño—. No, sólo ha podido ser Flana...

Buscó la máscara de garza de Flana Mikosevaar, condesa de Kanbery, entre todas aquellas máscaras (cuya confección era muy superior a la de Kalan).

—Flana es la única que sospecha...

—¿Qué queréis de mi ahora, barón Kalan? —preguntó Flana, adelantándose—. Estoy cansada. No deberíais molestarme.

—A mí no me engañáis, traidora. Si tengo un enemigo aquí, sois vos. ¿Quién otro ha podido ser? A todos les interesa, salvo a vos, que el viejo imperio sea restaurado.

—Como siempre, me cuesta entenderos, Kalan.

—Sí, es cierto que no deberíais entender, pero me pregunto...

—Vuestros guardias entraron —le interrumpió Flana—. Fueron muy desconsiderados, aunque uno era apuesto.

—¿Apuesto? ¿Se quitaron las máscaras?

—Uno, sí.

Los ojos de Kalan escudriñaron la habitación, mientras meditaba en las implicaciones de aquel comentario.

—¿Cómo...? —murmuró—. ¿Cómo...? —Dirigió una mirada penetrante a Flana—. ¡Aún creo que habéis sido vos!

—No sé de qué me acusáis, Kalan, ni tampoco me importa, porque esta pesadilla pronto terminará, como todas las pesadillas.

Los ojos de Kalan centellearon con ironía bajo su máscara de serpiente.

—¿Eso creéis, señora? —Se volvió para inspeccionar la cerradura—. Mis planes cambian incesantemente. Cada acción que emprendo conduce a mayores complicaciones. Una de ellas tendrá que eliminar por completo las complejidades. Oh, Hawkmoon, Hawkmoon, qué ganas tengo de que mueras.

En aquel momento, Hawkmoon salió de su escondite y palmeó el hombro de Kalan con el plano de su espalda. Kalan se volvió y la punta de la espada se deslizó bajo su máscara, hasta apoyarse contra su garganta.

—Si me lo hubierais pedido con más educación —dijo Hawkmoon—, tal vez os hubiera complacido, pero me habéis ofendido, barón. Os habéis mostrado hostil hacia mí demasiadas veces.

—Hawkmoon... —Kalan habló con voz parecida a la de los muertos vivientes que le rodeaban—. Hawkrnoon... —Respiró hondo—. ¿Cómo habéis llegado aquí?

—¿No lo sabéis, barón Kalan?

El conde Brass avanzó y se quitó la máscara. Una amplia sonrisa iluminaba su rostro; era la primera que Hawkmoon veía desde que se habían encontrado en la Kamarg.

—¿Se trata de una conspiración? ¿Os ha traído él? No... No me traicionaría. Nos jugamos demasiado.

—¿Quién es “él”?

Kalan adoptó cautela.

—Si me matáis ahora, es casi seguro que desencadenaréis horribles calamidades sobre todos nosotros —dijo.

—Sí... ¡Y no mataros lograría el mismo efecto! —rió el conde Brass—. ¿Tenemos algo que perder, barón Kalan?

—Vuestra vida, conde Brass —se revolvió Kalan—. En el mejor de los casos os convertiríais en uno de ésos. ¿Os parece una idea atractiva?

—No.

El conde Brass se quitó el disfraz de mantis que había cubierto su armadura de latón.

—¡Pues no hagáis el imbécil! —siseó Kalan—. ¡Matad a Hawkmoon ahora mismo !

—¿Qué intentáis hacer, Kalan? —interrumpió Hawkmoon—. ¿Resucitar el Imperio Oscuro? ¿Esperáis restaurar su antigua gloria, en un mundo donde yo, el conde Brass y los demás nunca han existido? Cuando retrocedisteis al pasado y les trajisteis aquí para reconstruir Londra, descubristeis que sus recuerdos eran deficientes. Era como si todos soñaran. Su mente contenía demasiadas experiencias conflictivas, lo cual les confundía, adormeciendo su cerebro. No lograban recordar detalles. Por eso vuestros murales y artefactos son tan toscos ¿Verdad? Y por eso vuestros guardias son tan poco eficaces, por eso no pelean. Y cuando se les mata, desaparecen..., porque ni siquiera sois capaz de controlar el tiempo hasta el extremo de que tolere la paradoja de los que mueren dos veces. Comprendisteis que si alterabais la historia incluso si conseguíais restablecer el Imperio Oscuro, todo el mundo sufriría esta confusión mental. Todo se desmoronaría en cuanto acabarais de construirlo. Cualquier triunfo quedaría reducido a cenizas. Gobernaríais un mundo irreal poblado por seres irreales.

Kalan se encogió de hombros.

—Hemos tomado medidas para corregir la situación. Hay soluciones, Hawkmoon. Quizá hemos tenido que recortar un poco nuestras ambiciones, pero el resultado será el mismo.

—¿Cuáles son vuestras intenciones? —masculló el conde Brass.

Kalan lanzó una carcajada desprovista de humor.

—Ah, eso depende de lo que hagáis conmigo. Os dais cuenta, ¿no? Ya hay remolinos de confusión en los flujos temporales. Una dimensión se mezcla con los componentes de la siguiente. En principio, mi plan se limitaba a vengarme de Hawkmoon, al que debía asesinar uno de sus amigos. Admito mi ingenuidad al pensar que sería tan sencillo. Además, en lugar de permanecer en un estado casi onírico, empezasteis a despertar, a razonar, a no hacerme caso. Ni tendría que haber sucedido, ni entiendo el porqué.

—Al arrancar a mis amigos de una época en la que no nos conocíamos, creasteis un nuevo abanico de posibilidades —dijo Hawkmoon—, de las cuales emanaron docenas más. Semimundos que no controláis, que se confunden con aquel del cual venimos todos....

—Sí. —Kalan meneó su gran máscara—, pero aún queda esperanza si vos conde Brass, matáis a Hawkmoon. Sois consciente de que vuestra amistad con él os condujo a la muerte..., u os conducirá a ella en vuestro futuro...

—¿De modo que Oladahn y los otros fueron devueltos a su tiempo, creyendo que habían soñado lo ocurrido aquí? —preguntó Hawkmoon.

—Incluso ese sueño se olvidará—dijo Kalan—. Nunca sabrán que intenté ayudarles a salvar sus vidas.

—¿Y por qué no me matáis vos, Kalan? Habéis gozado de la oportunidad. ¿Acaso, como sospecho, tal acción conduciría a vuestra destrucción?

Kalan no respondió, pero su silencio confirmó la veracidad de las palabras de Hawkrnoon.

—Y sólo si uno de mis amigos ya muertos me mata, será posible eliminar mi indeseable presencia de todos los mundos posibles que habéis explorado, de esos semimundos que vuestros instrumentos han detectado, en los que confiabais restaurar el Imperio Oscuro. ¿Por eso insistís tanto en que el conde Brass me mate? ¿Vuestra intención es, una vez superado ese obstáculo, restaurar el Imperio Oscuro, incólume, en su mundo original, gobernado por vosotros mediante esas marionetas?

Hawkmoon señaló a los muertos vivientes. Incluso la reina Flana había adoptado una actitud abúlica, pues su cerebro rechazaba la información que lo enloquecería.

—Parecerá que estas sombras sean los grandes señores de la guerra resucitados de entre los muertos, para apoderarse una vez más de la Granbretán. Incluso tendréis una reina Flana nueva, que renuncia al trono en favor de este Huon.

—Para ser un salvaje, sois un joven muy inteligente.

Una lánguida voz habló desde el umbral de la puerta. Hawkmoon desvió la vista hacia allí, sin que su espada se apartara un milímetro de la garganta de Kalan.

Vio una extraña figura, flanqueada por dos guardias que se cubrían con máscaras de mantis e iban armados con lanzas flamígeras. Su aspecto era resuelto. Por lo visto, había algo más que sombras en este mundo. Hawkmoon reconoció la figura, provista de una gigantesca máscara que era al mismo tiempo un reloj, el cual, mientras el desconocido hablaba, desgranó las ocho primeras notas de las Antipatías Temporales de Sheneven. Estaba hecho de latón dorado y esmaltado, los números eran de nácar y las manecillas de plata adornada con filigranas. Un péndulo de oro se balanceaba en una caja que llevaba sobre el pecho.

—Pensaba que también iba a encontraros aquí, lord Taragorm —dijo Hawkmoon.

Bajó la espada cuando las lanzas flamígeras apuntaron a su torso.

Taragorm del Palacio del Tiempo lanzó su carcajada dorada.

—Bienvenido, duque Dorian. Habréis observado que estos guardias no pertenecen a la compañía de los Soñadores. Escaparon conmigo del asedio de Londra, cuando Kalan y yo comprendimos que habíamos perdido la partida. Aún así, sondeamos un poco el futuro. Mi desdichado accidente fue amañado, se produjo una explosión que causó mi teórica muerte. Y el suicidio de Kalan, como ya sabéis, fue en realidad su primer salto por las dimensiones. Desde entonces, nuestra colaboración ha dado buenos frutos, pero han aparecido ciertas complicaciones como ya habréis adivinado.

Kalan avanzó y se apoderó de las espadas del conde Brass y Hawkmoon. El conde Brass frunció el ceño, pero daba la impresión de que estaba demasiado atónito para resistirse. Nunca había visto a Taragorm señor del Palacio del Tiempo.

Taragorm continuó, con voz jubilosa.

—Ahora que habéis tenido la bondad de visitarnos, confío en que podemos evitaros dichas complicaciones. ¡No me esperaba este golpe de suerte! Siempre fuisteis un cabezota, Hawkmoon.

—¿Cómo lograréis... libraros de las complicaciones que habéis creado?

Hawkmoon cruzó los brazos sobre el pecho.

La cara de reloj se ladeó un poco, pero el péndulo continuó oscilando, pues estaba equilibrado por una complicada maquinaria, sin que le afectara ningún movimiento de Taragorm.

—Lo sabréis cuando regresemos a Londra dentro de poco. Hablo de la verdadera Londra, por supuesto, no de esta pobre imitación. La idea no fue mía, sino de Kalan.

—¡Vos me apoyasteis! —se lamentó Kalan—. Y yo soy el que se juega la piel, viajando por mil y una dimensiones...

—Nuestros invitados pensarán que somos unos seres mezquinos, barón Kalan—campanilleó Taragorm. Siempre había existido rivalidad entre ambos. Hizo una reverencia al conde Brass y a Hawkmoon—. Os ruego que me acompañéis mientras emprendemos los últimos preparativos del viaje de vuelta a nuestro antiguo hogar.

Hawkmoon no se movió.

—¿Y si nos negamos?

—Os quedaréis aquí para siempre. Ya sabéis que nosotros no podemos mataros. Os aprovecháis de eso, ¿verdad? Bien, vivo en este lugar o muerto en otro, el resultado es el mismo. Y ahora, tened la bondad de cubriros el rostro. Tal vez os parezca un poco rudo, pero temo que en esas cosas soy muy conservador.

—Lamento agraviaros también en eso —dijo Hawkmoon, con una breve reverencia. Dejó que los guardias le sacaran por la puerta. Saludó a Flana y a los demás, que incluso habían dejado de respirar—. Hasta la vista, infortunadas sombras. Confío en que, a la postre, seré el causante de vuestra liberación.

—Yo también lo espero —dijo Taragorm.

Las manecillas de su máscara se movieron una fracción y el reloj empezó a dar la hora.


3. El conde Brass elige vivir

Volvieron al laboratorio del barón Kalan.

Hawkmoon examinó a los dos guardias, que ahora tenían sus espadas. Adivinó que el conde Brass también estaba preguntándose si sería posible apoderarse de las lanzas flamígeras.

Kalan ya se encontraba en la pirámide blanca y realizaba ajustes en las pirámides más pequeñas suspendidas frente a él. Como todavía llevaba su máscara de serpiente, le costaba manipular los objetos y disponerlos a su plena satisfacción. Hawkmoon tuvo la impresión de que esta escena simbolizaba un aspecto capital de la cultura del Imperio Oscuro.

Por algún motivo, Hawkmoon experimentaba una serenidad singular mientras reflexionaba en la situación. El instinto le decía que se tomara su tiempo, que el momento crucial de entrar en acción no tardaría en llegar. Y por esta razón relajó su cuerpo y dejó de prestar atención a los guardias armados con lanzas flamígeras, concentrándose en lo que decían Kalan y Taragorm.

—La pirámide está casi dispuesta —dijo Kalan—, pero hemos de marcharnos cuanto antes.

—¿Vamos a hacinarnos todos en esa cosa? —rió el conde Brass.

Hawkmoon se dio cuenta de que el conde Brass también se tomaba su tiempo.

—Sí —contestó Taragorm—. Todos.

Y, mientras miraban, la pirámide empezó a expandirse, hasta aumentar el doble de su tamaño, el triple y el cuádruple, hasta ocupar toda la parte central del laboratorio. De pronto, el conde Brass, Hawkmoon, Taragorm y los dos guardias con máscaras de mantis fueron engullidos por la pirámide, en tanto Kalan, suspendido sobre sus cabezas, continuaba manipulando sus extraños controles.

—Como veis —dijo Taragorm, en tono risueño—, los talentos de Kalan siempre se basan en su comprensión de la naturaleza del espacio. La mía, por supuesto, se basa en la comprensión del tiempo. ¡Por eso hemos sido capaces de crear caprichos tales como la pirámide!

Y la pirámide empezó a viajar de nuevo por las infinitas dimensiones de la Tierra. Una vez más, Hawkmoon contempló escenas peculiares e imágenes extravagantes de su mundo, y muchas no se parecían a las que había visto durante su viaje al semimundo de Kalan y Taragorm.

Después, dio la impresión de que se hallaban de nuevo en las tinieblas del limbo. Lo único que Hawkmoon vio al otro lado de las fluctuantes paredes de la pirámide fue una oscuridad total.

—Ya hemos llegado —anunció Kalan, y giró un control de cristal.

El vehículo se encogió una vez más, hasta que apenas pudo contener el cuerpo de Kalan. Los lados de la pirámide se desdibujaron y adoptaron su acostumbrada blancura cegadora. Colgada sobre la negrura que se extendía sobre sus cabezas, daba la impresión de que sólo iluminaba sus inmediaciones. Hawkmoon no veía su cuerpo, ni mucho menos el de los demás. Sólo sabía que sus pies tocaban terreno firme y que su nariz percibía un olor rancio, a humedad. Dio un pisotón en el suelo y los ecos se repitieron una y otra vez. Por lo visto, se encontraban en una especie de caverna.

La voz de Kalan resonó desde la pirámide.

—Ha llegado el momento. La resurrección de nuestro gran imperio se aproxima. Nosotros, que somos capaces de dar la vida a los muertos y la muerte a los vivos, que hemos permanecido fieles a las viejas costumbres de Granbretán, que hemos jurado restaurar su grandeza y su dominación sobre el mundo entero, traemos a los fieles al ser que más desean ver. ¡Mirad!

De repente, una luz bañó a Hawkmoon. No supo de donde procedía, pero la luz le cegó y obligó a protegerse los ojos. Maldijo y se volvió a uno y otro lado, con el fin de evitarla.

—¡Mirad cómo se retuerce! —dijo Kalan de Vitall—. ¡Mirad cómo se humilla nuestro archienemigo!

Hawkmoon se obligó a permanecer inmóvil y abrir los ojos, a pesar de la terrible luz.

Espantosos susurros, siseos y movimientos reptantes se sucedieron a su alrededor. Miró en torno suyo, pero no logró ver nada. Los susurros se convirtieron en un murmullo, el murmullo en un rugido y el rugido en una sola palabra, voceada por un millar de gargantas, como mínimo.

—¡Granbretán! ¡Granbretán! ¡Granbretán!

Y luego se hizo el silencio.

—¡Basta! —exclamó el conde Brass—. ¡Acabemos con...! ¡Ajjj!

Una extraña luminosidad rodeó al conde Brass.

—Y aquí tenéis al otro —dijo Kalan—. Fieles, miradle y odiadle, porque éste es el conde Brass. Sin su ayuda, Hawkmoon jamás habría podido destruir aquello que amamos. Mediante la traición, el robo, la cobardía y la ayuda de seres más poderosos que ellos, pensaron que podrían destruir el Imperio Oscuro, pero el Imperio Oscuro no ha sido destruido. ¡Su poder y grandeza no harán más que aumentar! ¡He aquí al conde Brass!

Y la luz blanca que rodeaba a conde Brass adquirió un peculiar tono azul, y la armadura de latón del conde Brass también se tiñó de azul, y el conde Brass se llevó sus manos enguantadas al yelmo y abrió la boca y emitió un chillido de dolor.

—¡Basta! —gritó Hawkmoon—. ¿Por qué le torturáis?

La voz de Taragorm, suave y complacida, se oyó muy cerca.

—Seguro que conocéis la explicación, Hawkmoon.

Se encendieron antorchas y Hawkmoon comprobó que, en efecto, se hallaban en una enorme caverna.Y los cinco (el conde Brass, lord Taragorm, los dos guardias y Hawkmoon) estaban sobre la cumbre de un zigurat erigido en el centro de la caverna, mientras el barón Kalan, encerrado en la pirámide, flotaba sobre sus cabezas.

Y bajo sus pies se hacinaban un millar de figuras enmascaradas, pantomimas de animales, con cabezas de cerdo, lobo, oso y buitre, que chillaban cuando el conde Brass chillaba, hasta que éste cayó de rodillas, rodeado todavía por la espantosa luz azul.

Y las luces de las antorchas revelaron murales, tallas y bajorrelieves que, a juzgar por sus detalles obscenos, eran obra del verdadero Imperio Oscuro. Y Hawkmoon adivinó que se encontraban en la verdadera Londra, en alguna caverna excavada bajo otra caverna, bajo los cimientos de la ciudad.

Intentó acercarse al conde Brass, pero la luz que rodeaba su cuerpo se lo impidió.

—¡Torturadme! —gritó Hawkmoon—. ¡Dejad al conde Brass y torturadme a mí!

Y de nuevo se escuchó la suave y sardónica voz de Taragorm.

—Pero si ya os estamos torturando, Hawkmoon. ¿A que sí?

—¡Éste es aquel que estuvo a punto de aniquilarnos! clamó la voz de Kalan desde arriba—. Éste es aquel que, impulsado por su orgullo, pensó que nos había destruido. Pero nosotros le destruiremos a él. Y su destrucción supondrá el fin de todas las trabas que nos constriñen. Resurgiremos, conquistaremos. Los muertos regresarán y nos guiarán... El rey Huon...

—¡Rey Huon! —vociferó la multitud enmascarada.

—¡Barón Meliadus! —gritó Kalan.

—¡Barón Meliadus! —chillaron las masas.

—¡Shenegar Trott, conde de Sussex!

—¡Shenegar Trott!

—¡Y todos los grandes héroes y semidioses de Granbretán regresarán!

—¡Todos! ¡Todos!

—Sí, todos regresarán. ¡Y todos se vengarán de este mundo!

—¡Venganza!

—¡Las Bestias se vengarán!

De pronto, la multitud se sumió en el silencio.

Y el conde Brass chilló otra vez, y trató de levantarse, y se golpeó el cuerpo, cada vez que el fuego azul lamía su cuerpo.

Hawkmoon vio que el conde Brass sudaba, que sus ojos ardían como si tuviera fiebre, que sus labios se agrietaban.

—¡Basta! —gritó. Intentó abrirse paso a través de la luz que le retenía, pero sin éxito—. ¡Basta!

Y las bestias rieron. Los cerdos gruñeron, los perros ladraron, los lobos aullaron y los insectos sisearon. El infinito dolor del conde Brass y la impotencia de su amigo provocaron sus risotadas.

Y Hawkmoon comprendió que estaban atrapados en un ritual, un ritual prometido a aquellos enmascarados a cambio de su lealtad hacia los impíos señores del Imperio Oscuro.

¿Y cuál sería la conclusión del ritual?

Empezó a adivinarlo.

El conde Brass rodó por el suelo y estuvo a punto de caer por el borde del zigurat. Y cada vez que se acercaba al borde, algo le empujaba de vuelta al centro. La llama azul roía sus nervios, y sus gritos aumentaban de intensidad. El dolor le robaba la dignidad, hasta la identidad.

Hawkmoon lloró, mientras imploraba a Kalan y Taragorm que pararan.

Por fin, cesaron en sus desmanes. El conde Brass se incorporó, tembloroso. La luz azul viró a la blanca, para desvanecerse a continuación. El conde Brass tenía el rostro demacrado. Sus labios sangraban. Sus ojos transparentaban terror.

—¿Queréis suicidaros, Hawkmoon, para poner fin a la agonía de vuestro amigo? —preguntó la burlona voz de Taragorm, muy cerca del duque de Colonia—. ¿Lo haréis?

—De modo que ésa es la alternativa. ¿Las predicciones os han informado de que vuestra causa triunfará si pongo fin a mi vida?

—Aumentará nuestras posibilidades. Sería mejor que el conde Brass os matara, pero en caso contrario... —Taragorm se encogió de hombros—. Vuestro suicidio es la siguiente mejor posibilidad.

Hawkmoon miró al conde Brass. Sus ojos se encontraron un instante. Contempló aquellas órbitas amarillentas, preñadas de dolor. Hawkmoon asintió.

—Lo haré, pero antes debéis liberar al conde Brass.

—Vuestra muerte liberará al conde Brass —respondió Kalan desde arriba—. Tranquilizaos.

—No confío en vos —replicó Hawkmoon.

Las fieras de abajo contuvieron el aliento, mientras aguardaban la muerte de sus enemigos.

—¿Os basta esta muestra de nuestra sinceridad?

La luz blanca que rodeaba a Hawkmoon también se desvaneció. Taragorm cogió la espada de Hawkmoon del soldado que aún la sujetaba. La tendió a Hawkmoon.

—Tomad. Ahora, podéis matarme o suicidaros. Tened por seguro que si me matáis, la tortura a que se ve sometido el conde Brass continuará. Si os suicidáis, se detendrá.

Hawkmoon se humedeció sus labios resecos. Miró sucesivamente al conde Brass, a Taragorm, a Kalan y a la multitud sedienta de sangre. Suicidarse por complacer a aquellos degenerados era odioso. No obstante, era la única forma de salvar al conde Brass. ¿Y el resto del mundo? Estaba demasiado aturdido para pensar en algo más, para meditar en otras posibilidades.

Movió la espada poco a poco, hasta apoyar el pomo en las losas y la punta bajo su peto, apretada contra su carne.

—Aun así, pereceréis —dijo Hawkmoon. Contempló a la aterradora muchedumbre con una sonrisa de amargura—. Tanto si vivo como si muero. Pereceréis porque vuestras almas están podridas. Ya perecisteis una vez, porque os volvisteis unos contra otros en respuesta al gran peligro que os amenazaba. Dirimisteis vuestras pendencias internas mientras atacábamos Londra. ¿Habríamos ganado sin vuestra ayuda? Creo que no.

—¡Silencio! —gritó Kalan desde la pirámide—. ¡Haced lo que habéis dicho, Hawkmoon, o el conde Brass volverá a bailar otra vez!

Y entonces, la voz profunda, poderosa y cansada del conde Brass sonó detrás de Hawkmoon.

—¡No! —dijo el conde Brass.

—Si Hawkmoon se vuelve atrás, conde Brass, volverán el fuego y el dolor... —dijo Taragorm, en el tono que emplearía para dirigirse a un niño.

—No —replicó el conde Brass—. No sufriré más.

—¿También deseáis suicidaros?

—Mi vida significa poco en este momento. Ha sido por culpa de Hawkmoon que he sufrido tanto. Si ha de morir, concededme como mínimo el placer de aniquilarle. Ahora comprendo que he soportado muchos padecimientos por alguien que, en realidad, es mi enemigo. Sí, dejadme matarle. Después, moriré. Y moriré vengado.

Estaba claro que el dolor había enloquecido al conde Brass. Puso los ojos en blanco. Sus labios se contrajeron en una mueca que reveló sus dientes marfileños.

—¡Moriré vengado!


Taragorm se quedó sorprendido.

—Esto es más de lo que esperaba. Nuestra fe en vos, conde Brass, estaba justificada, al fin y al cabo.

La voz de Taragorm transparentó su júbilo. Cogió la espada de mango de latón, que aún conservaba un guardia, y la ofreció al conde Brass.

El conde Brass cogió la espada con las dos manos. Miró a Hawkmoon con los ojos entornados.

—Me sentiré mejor si me llevo a un enemigo por delante —dijo el conde Brass.

Y alzó la gigantesca espada sobre su cabeza. Y la luz de las antorchas se reflejó en su armadura de latón, y dio la impresión de que su cuerpo y su cabeza brillaban como si el fuego los devorara.

Y Hawkmoon escrutó aquellos ojos amarillos y vio en ellos la muerte.


4. Huracán

Pero no fue su muerte lo que vio Hawkmoon.

Fue la muerte de Taragorm.

El conde Brass cambió de posición en un instante, gritó a Hawkmoon que se encargara de los guardias y descargó la maciza espada sobre la máscara en forma de reloj.

Surgió un aullido de la multitud cuando comprendió lo que estaba pasando. Las máscaras de animal se agitaron de un lado a otro cuando los súbditos del Imperio Oscuro empezaron a trepar por los escalones del zigurat.

Kalan gritó desde arriba. Hawkmoon volteó su espada y arrancó las lanzas flamígeras de las manos de los guardianes, que cayeron al suelo. La voz de Kalan siguió bramando histéricamente desde la pirámide.

—¡Idiotas! ¡Idiotas!

Taragorm se tambaleaba. Resultó evidente que era él quien controlaba el fuego blanco, porque centelleó alrededor del conde Brass cuando levantó la espada para asestar un segundo golpe. El reloj de Taragorm estaba roto, las manecillas torcidas, pero la cabeza debía continuar intacta.

La espada se hundió en la destrozada máscara y la partió en dos.

Y quedó al descubierto una cabeza pequeña en proporción al cuerpo sobre la que descansaba. Una cabeza redonda y fea, la cabeza de algo que habría surgido del Milenio Trágico.

Y entonces, un mandoble del conde Brass segó aquella cosa blanca, redonda y diminuta. Taragorm había muerto.

Los animales invadieron la plataforma desde todos los lados.

El conde Brass lanzaba gritos de júbilo cada vez que su espada segaba vidas, cada vez que la sangre brotaba a la luz de las antorchas, cada vez que los hombres chillaban y se derrumbaban.

Hawkmoon seguía luchando en el extremo del zigurat con los dos guardias.

De pronto, un fuerte viento se desencadenó en la caverna, un viento que silbaba y ululaba.

Hawkmoon hundió la punta de su espada en la mirilla del guerrero más cercano. Liberó la espada y atacó al segundo, alcanzándole con el filo en el cuello. La violencia del golpe rompió el metal y segó la yugular. Se encaminó hacia el conde Brass.

—¡Conde Brass! —gritó—. ¡Conde Brass!

Kalan jadeaba de pánico.

—¡El viento! chilló—. ¡El viento temporal!

Hawkmoon no le hizo caso. Su objetivo era llegar al lado de su amigo y morir con él, si era necesario.

Y el viento soplaba cada vez con más fuerza. Abofeteó a Hawkmoon. Apenas podía avanzar. Los guerreros de Granbretán caían por los lados del zigurat, empujados por el viento.

Hawkmoon vio que el conde Brass sujetaba la espada con ambas manos. Su armadura aún brillaba como el sol. Había plantado sus pies sobre una pila de cadáveres y rugía con auténtico buen humor cuando las bestias se precipitaban sobre él, armadas con espadas, picas y lanzas. Movía su espada con la misma regularidad que había demostrado el péndulo de Taragorm.

Hawkmoon también reía. Si debían morir, no era una mala forma. Resistió el embate del viento y se preguntó de dónde procedería, mientras se esforzaba en llegar junto al conde Brass.

El viento se apoderó de él. Se debatió cuando el zigurat se alejó de sus pies y la escena empequeñeció. La figura del conde Brass era tan diminuta que apenas podía verla. La pirámide blanca de Kalan pareció romperse en pedazos cuando la dejó atrás. Kalan chilló cuando cayó hacia la refriega.

Hawkmoon intentó ver qué le sostenía, pero le resultó imposible. Tan sólo era el viento.

¿Cómo lo había llamado Kalan? ¿El viento temporal?

¿Habrían liberado otras fuerzas del tiempo y el espacio al matar a Kalan, producido acaso el caos que los experimentos de Kalan y Taragorm habían estado a punto de desencadenar?

El caos. ¿Se lo llevaría para siempre este viento temporal?

Pero no... Había abandonado la caverna y se encontraba en la mismísima Londra, pero no era la Londra reformada, sino la de los viejos tiempos: torres y minaretes demenciales, cúpulas incrustadas de joyas, que se alzaban a ambas orillas del río Thayme, rojo como la sangre. El viento le había transportado al pasado. Las alas metálicas de los ornitópteros que pasaban a su lado resonaban. Daba la impresión de que había mucha actividad en esta Londra. ¿Para qué se preparaba?

La escena cambió de nuevo.

Hawkmoon vio Londra desde lo alto, pero ahora tenía lugar una batalla. Explosiones. Llamas. Gritos de agonía. Reconoció la escena: la batalla de Londra.

Empezó a caer, hasta que apenas pudo pensar, ni siquiera recordar quien era.

Y de repente fue Dorian Hawkmoon, duque de Colonia, un yelmo reluciente como un espejo en la cabeza, la Espada del Amanecer en la mano, el Amuleto Rojo alrededor del cuello y una Joya Negra clavada en su cráneo.

Había regresado a la batalla de Londra.

Sus nuevos pensamientos se mezclaron con los antiguos cuando espoleó al caballo. Experimentó un gran dolor en la cabeza y supo que la Joya Negra estaba royendo su cerebro.

Se encontraba en pleno combate. La extraña Legión del Amanecer, que proyectaba un aura rosada, se abría paso entre guerreros que portaban horribles yelmos de lobo y buitre. La confusión reinaba por doquier. El dolor que velaba sus ojos impedía a Hawkmoon ver lo que sucedía. Distinguió a un par de sus guerreros karmaguianos. Divisó dos o tres yelmos brillantes como espejos en el corazón de la batalla. Se dio cuenta de que el brazo armado con la espada subía y bajaba, subía y bajaba, derribando guerreros del Imperio Oscuro que le cercaban.

—Conde Brass —murmuró—. Conde Brass.

Recordó que estaba buscando a su viejo amigo, aunque no sabía muy bien por qué. Vio que los feroces Guerreros del Amanecer, con sus cuerpos pintados, sus garrotes de púas y sus lanzas provistas de lengüetas adornadas con mechones de cabello teñido, practicaban grandes huecos en las filas apiñadas del Imperio Oscuro. Miró a su alrededor y trató de averiguar cuál de los jinetes tocados con yelmos espejeantes era el conde Brass.

El dolor que atenazaba su cráneo aumentaba sin cesar. Gimió y deseó poder arrancarse el yelmo de la cabeza, pero sus manos estaban muy ocupadas, aniquilando a los guerreros que se apretujaban en torno suyo.

Y entonces vio un destello dorado y supo que era el pomo de latón de la espada manejada por el conde Brass. Espoleó a su caballo en aquella dirección.

El hombre del yelmo espejeante y la armadura de latón estaba luchando contra tres gigantescos señores del Imperio Oscuro. Hawkmoon le vio de pie en el barro, valiente y altivo, mientras los tres enemigos (un sabueso, un macho cabrío y un toro) cabalgaban hacia él. El conde Brass hizo girar su espada y cortó las patas de los caballos. Adaz Promp salió despedido de su montura y cayó a los pies del conde Brass, que lo mató al instante. Mygel Holst intentó incorporarse, abrió los brazos y suplicó clemencia. La cabeza de Mygel Holst saltó por los aires. Sólo quedaba uno vivo, Saka Gerden, tocado con su enorme yelmo de toro, que se puso en pie y agitó la cabeza cuando el yelmo espejeante le cegó.

Hawkmoon se precipitó hacia adelante, sin dejar de gritar.

—¡Conde Brass! ¡Conde Brass!

Aun a sabiendas de que todo era un sueño, un recuerdo distorsionado de la batalla de Londra, seguía en la creencia de que debía acercarse a su amigo. Antes de que pudiera llegar a su lado, vio que el conde Brass se quitaba el casco y se enfrentaba a Saka Gerden a cara descubierta. Después, los dos se aproximaron.

Hawkmoon peleaba fieramente, con el único objetivo de ponerse al lado del conde Brass.

Y entonces, Hawkmoon vio que un jinete de la Orden del Macho Cabrío, armado con una lanza, atacaba al conde por detrás. Hawkmoon gritó, espoleó a su caballo y hundió la Espada del Amanecer en la garganta del jinete, justo cuando el conde Brass partía en dos el cráneo de Saka Gerden.

Hawkmoon propinó una patada al estribo del caballo para liberarlo del cadáver que arrastraba.

—¡Un caballo para vos, conde Brass! —gritó.

El conde Brass dirigió a Hawkmoon una breve sonrisa de agradecimiento y saltó a la silla, olvidando el yelmo espejeante en el suelo.

—¡Gracias! —gritó el conde Brass, haciéndose oír por encima del fragor de la batalla—. Deberíamos reagrupar nuestras fuerzas para lanzar el asalto final.

Su voz poseía un eco peculiar. Hawkmoon se balanceó en la silla y el dolor que le provocaba la Joya Negra aumentó de intensidad. Intentó contestar, pero fue incapaz. Buscó con la mirada a Yisselda entre las filas de su ejército, pero no la vio.

Tuvo la impresión de que el caballo galopaba a mayor velocidad a medida que el estruendo de la batalla disminuía. De repente, un viento fuerte y frío le arrebató del caballo, un viento muy parecido al que soplaba en la Kamarg.

El cielo se oscureció. Había dejado atrás la batalla. Empezó a caer. Vio cañas oscilantes donde antes habían hombres luchando. Vio lagunas centelleantes y pantanos. Oyó el lejano ladrido de un zorro de los pantanos y pensó que era la voz del conde Brass.

Y el viento cesó de súbito.

Intentó moverse, pero algo atenazaba su cuerpo. Ya no llevaba el casco espejeante. Ya no blandía la espada. Su vista se aclaró cuando el terrible dolor abandonó su cráneo.

Estaba hundido en el barro. Era de noche. La codiciosa tierra lo iba engullendo lentamente. Vio parte de un cuerpo de caballo frente a él. Extendió su única mano libre. Oyó que alguien pronunciaba su nombre y pensó que era el grito de un ave.

—Yisselda—murmuró—. ¡Oh, Yisselda!

5. Como en un sueño

Tuvo la sensación de que había muerto. Fantasías y recuerdos se entremezclaban mientras aguardaba a que el pantano le engullera. Aparecieron rostros ante él. Vio la cara del conde Brass, que fluctuaba de una juventud a una vejez relativas. Vio la cara de Oladahn de las Montañas Búlgaras. Vio a Bowgentle y a D'Averc. Vio a Yisselda. Vio a Kalan de Vitall y a Taragorm del Palacio del Tiempo. Rostros bestiales acechaban por doquier. Vio a Rinal del pueblo fantasma, a Orland Fank del Bastón Rúnico y a su hermano, el Guerrero Negro y Amarillo. Vio a Yisselda por segunda vez. ¿Acaso no había otros rostros? Rostros de niños. ¿Por qué no los veía? ¿Por qué los confundía con el rostro del conde Brass? ¿El conde Brass cuando era niño? No le conoció en aquel tiempo. Aún no había nacido.

El rostro del Conde Brass expresaba preocupación. Abrió los labios. Hablo.

—¿Sois vos, joven Hawkmoon?

—Sí, conde Brass, soy Hawkmoon. ¿Moriremos juntos?

Sonrió a la visión.

—Aún delira —dijo una voz triste que no era la del conde Brass—. Lo siento, mi señor. Tendría que haberle detenido.

Hawkmoon reconoció la voz del capitán Josef Vedla.

—¿Capitán Vedla? ¿Habéis venido a sacarme del pantano por segunda vez?

Una cuerda cayó cerca de la mano libre de Hawkmoon. Pasó la muñeca por el lazo de manera automática. Alguien empezó a tirar de la cuerda. Se liberó del barro poco a poco.

Aún le dolía la cabeza, como si no se hubiera librado de la Joya Negra. El dolor disminuía y su mente adquiría mayor lucidez. ¿Por qué estaba reviviendo un incidente tan trivial de su vida, a pesar de que la muerte le había rondado?

—¿Yisselda?

Buscó el rostro entre los que le rodeaban, pero la fantasía se aferraba a su cerebro. Aún veía al conde Brass, rodeado por sus fieles soldados de la Kamarg. No había ninguna mujer.

—¿Yisselda? —repitió.

—Vamos, muchacho —dijo el conde Brass en voz baja—, os conduciremos de vuelta al castillo de Brass.

Los fuertes brazos del conde le izaron y cargaron hasta un caballo que esperaba.

—¿Podéis montar? —preguntó el conde Brass.

—Sí.

Hawkmoon subió a la silla del caballo con cuernos y estiró la espalda. Osciló un poco mientras sus pies buscaban los estribos. Sonrió.

—¿Aún sois un fantasma, conde Brass, o habéis sido devuelto a la vida? Dije que daría cualquier cosa por volveros a tener entre nosotros.

—¿Devuelto a la vida? ¡Deberíais saber que no estoy muerto! —rió el conde Brass—. ¿Desde cuando os asaltan esos terrores, Hawkmoon?

—¿No moristeis en Londra?

—No, gracias a vos. Me salvasteis la vida. Si aquel cabrón me hubiera clavado la lanza, ahora estaría muerto.

Hawkmoon sonrió para sí.

—Por lo tanto, es posible alterar los acontecimientos. Y sin repercusiones, por lo visto. ¿Dónde están Kalan y Taragorm? Y los demás... —Se volvió hacia el conde Brass mientras cabalgaban por los familiares senderos del pantano—. ¿Y Bowgentle, Oladahn y D'Averc?

El conde Brass frunció el ceño.

—Muertos desde hace cinco años. ¿No os acordáis? Pobre muchacho, todos sufrimos después de la batalla de Londra. —Carraspeó—. Perdimos mucho al servicio del Bastón Rúnico. Y vos perdisteis la cordura.

—¿La cordura?

Divisaron las luces de Aigues—Mones. Hawkmoon vio la silueta del castillo de Brass, recortada contra el cielo.

El conde Brass volvió a carraspear. Hawkmoon le miró.

—¿Mi cordura, conde Brass?

—No tendría que haberlo mencionado. Pronto llegaremos a casa.

El conde Brass evitó su mirada.

Entraron por las puertas de la ciudad y ascendieron por sus calles tortuosas. Algunos soldados cabalgaban en otras direcciones mientras se dirigían al castillo, porque sus cuarteles se encontraban en la misma ciudad.

—¡Buenas noches! —gritó el capitán Vedla.

El conde Brass y Hawkmoon no tardaron en quedarse solos. Entraron en el patio del Castillo y desmontaron.

El salón del castillo parecía un poco diferente de cuando Hawkmoon lo había visto por última vez. Daba la sensación de que faltaba algo.

—¿Yisselda duerme? —preguntó Hawkmoon.

—Sí —respondió el conde Brass en tono de cansancio—. Duerme.

Hawkmoon contempló sus ropas manchadas de barro. Ya no llevaba armadura.

—Será mejor que tome un baño y me acueste —dijo. Dirigió una mirada penetrante al conde Brass y sonrió—. Pensaba que os habían matado en la batalla de Londra.

—Sí —contestó el conde Brass, en el mismo tono de preocupación—. Lo sé. Ahora ya sabéis que no soy un fantasma, ¿verdad?

—¡Ya lo creo! —rió Hawkmoon—. Los planes de Kalan nos sirvieron mucho más a nosotros que a él, ¿eh?

El conde Brass frunció el ceño.

—Supongo que sí —dijo, vacilante, como si no estuviera seguro de lo que Hawkmoon quería decir.

—Pero escapó —prosiguió Hawkmoon—. Puede que vuelva a darnos problemas.

—¿Escapó? No. Se suicidó después de quitaros la joya de la cabeza. Eso es lo que alteró tanto vuestro cerebro.

—Entonces, ¿no recordáis nada de nuestras recientes aventuras?

Se acercó al conde Brass, que se estaba calentando junto a la chimenea.

—¿Aventuras? ¿Os referís al pantano? Salisteis a caballo como en trance, murmurando que me habíais visto allí. Vedla os vio marchar y vino a advertirme. Por eso fuimos a buscaros y os encontramos antes de que murierais...

Hawkmoon, desvió la vista. ¿Lo había soñado todo? ¿De veras se había vuelto loco?

—¿Desde cuándo..., desde cuándo padezco este trance que habéis mencionado, conde Brass?

—Desde Londra, claro. Después de que os quitaran la joya aparentasteis normalidad, pero después empezasteis a hablar de Yisselda como si aún continuara con vida. También os referíais a otros que creíais muertos, como yo, por ejemplo. No me sorprende que padecierais tal enajenación, porque la joya estaba...

—¡Yisselda! —gritó de repente Hawkmoon—. ¿Decís que está muerta?

—Sí... Murió en la batalla de Londra, combatiendo como un guerrero más... Cayó...

—Pero los niños..., nuestros hijos... —Hawkmoon se esforzó en recordar los nombres de los niños—. ¿Cómo se llaman? No consigo recordar...

El conde Brass exhaló un profundo suspiro y apoyó su mano enguantada sobre el hombro de Hawkmoon.

—También hablabais de niños, pero no tuvisteis hijos. No pudo ser.

—No tuvimos hijos...

Hawkmoon se sintió extrañamente vacío. Luchó por recordar algo que había dicho hacía muy poco: “Daría cualquier cosa por que el conde Brass viviera de nuevo...”

Y ahora el conde Brass vivía de nuevo y su amor, su hermosa Yisselda, sus hijos, se habían esfumado en el limbo... No habían existido en aquellos cinco años transcurridos desde la batalla de Londra.

—Parece que habéis recobrado la razón —dijo el conde Brass—. Tenía la esperanza de que vuestra mente sanara. Creo que ese momento ha llegado.

—¿Sanara? —La palabra se le antojó una burla. Se volvió hacia su viejo amigo . ¿Ha pensado todo el mundo en la Kamarg, en el castillo de Brass... que estaba loco?

—Quizá la palabra locura sea demasiado fuerte —protestó el conde Brass—. Estabais en una especie de trance, como si soñarais en acontecimientos algo diferentes de los reales... No se me ocurre una forma mejor de describirlo. Si Bowgentle estuviera aquí, tal vez podría explicarlo mejor. Tal vez os habría ayudado más que nosotros. —El conde meneó su rotunda cabeza rojiza—. No lo sé, Hawkmoon.

—Y ahora estoy curado —dijo Hawkmoon con amargura.

—Sí, tal parece.

—Entonces, tal vez la locura sea preferible a esta realidad. —Hawkmoon se encaminó con paso lento hacia la escalera—. No podré soportarla.

No todo podía haber sido un sueño. Yisselda y los niños tenían que haber existido.

Pero los recuerdos ya se estaban desvaneciendo, como ocurre con los sueños. Cuando llegó al pie de la escalera se volvió hacia el conde Brass, que no se había movido de donde estaba. Contemplaba el fuego con su triste y anciana cabeza inclinada.

—¿Vos y yo... vivimos? Y nuestros amigos están muertos. Vuestra hija está muerta. Teníais razón, conde Brass; se perdió mucho en la batalla de Londra. También perdisteis a vuestros nietos.

—Sí —musitó el conde Brass—. Se podría decir que perdimos el futuro.

Epílogo

Habían transcurrido casi siete años desde la gran batalla de Londra, cuando el Imperio Oscuro quedó destruido. Y muchas cosas habían sucedido a lo largo de aquellos siete años. Durante cinco, Dorian Hawkmoon, duque de Colonia, había padecido la tragedia de la locura. Incluso ahora, dos años después de recuperarse, no era el mismo hombre que se había dedicado con tanto entusiasmo a los asuntos del Bastón Rúnico. Vivía solo y retirado. Ni tan sólo su viejo amigo el conde Brass, el otro superviviente del conflicto, le conocía ahora.

—Es por la pérdida de sus amigos, de su Yisselda —susurraban los habitantes de la reconstruida Aigues-Mortes.

Y compadecían a Dorian Hawkmoon cuando cabalgaba solo por la ciudad, atravesaba las puertas y salía a la Kamarg, y se perdía por los pantanos donde volaban los flamencos escarlatas gigantescos y galopaban los toros blancos.

Y Dorian Hawkmoon se dirigía hacia una loma que se alzaba en el corazón de los pantanos, desmontaba y guiaba a su caballo hasta la cumbre, donde se erguían las ruinas de una antigua iglesia, construida antes del Milenio Trágico.

Y oteaba las cañas que se agitaban y las lagunas, mientras el mistral soplaba y su voz melancólica se hacía eco del dolor que expresaban sus ojos.

Y trataba de recordar un sueño.

Un sueño protagonizado por Yisselda y dos niños cuyos nombres no podía recordar. ¿Acaso les había dado nombre en su sueño?

Un sueño demencial de lo que habría pasado si Yisselda hubiera sobrevivido a la batalla de Londra.

Y en ocasiones, cuando el sol empezaba a ponerse al otro lado de los inmensos pantanos y la lluvia caía en las lagunas, se erguía sobre la parte más elevada de las ruinas, alzaba los brazos hacia las nubes que surcaban el cielo ennegrecido y gritaba su nombre al viento.

—¡Yisselda! ¡Yisselda!

Y las aves que volaban sobre el viento repetían su grito.

—¡Yisselda!

Y después, Hawkmoon agachaba la cabeza y lloraba y se preguntaba por qué intuía, a pesar de la verdad evidente, que algún día recobraría a su amor perdido.

¿Por qué se preguntaba si existía un lugar (tal vez en otra Tierra) donde los muertos continuaban con vida? ¿Demostraba tamaña obsesión que aún quedaban restos de locura en su mente?

Entonces, suspiraba y componía su expresión para que nadie que le viera supiera el dolor que le afligía. Subía a su caballo y, mientras anochecía, cabalgaba de vuelta hacia el castillo de Brass, donde su viejo amigo le esperaba.

Donde el conde Brass le esperaba.

Así concluye la primera Crónica del castillo de Brass.



EL CAMPEÓN DE GARATHORM

Libro primero

Despedidas

1. Teorías y posibilidades

Dorian Hawkmoon ya no estaba loco, pero tampoco había recobrado la salud. Algunos decían que su cordura se había resquebrajado cuando le quitaron la Joya Negra de la frente. Otros afirmaban que la guerra contra el Imperio Oscuro le había despojado de las energías necesarias para toda una vida, y que ya no le quedaba ninguna. También había quienes se decantaban por creer que Hawkmoon sufría por la ausencia de Yisselda, hija del conde Brass, que había muerto en la batalla de Londra. Durante los cinco años que duró su locura, Hawkmoon insistió en que continuaba con vida, que vivía con él en el castillo de Brass y le había dado un hijo y una hija.

Pero si las causas eran tema de controversia en las posadas y tabernas de Aigues-Mortes, la ciudad protegida bajo la sombra del castillo de Brass, todo el mundo coincidía en los efectos.

Hawkmoon meditaba.

Hawkmoon rechazaba la compañía humana, incluso la de su viejo amigo el conde Brass. Hawkmoon se sentaba a solas en una pequeña estancia situada en lo alto de la torre más elevada del castillo, apoyaba la barbilla en la mano y contemplaba los pantanos, cañaverales y lagunas, pero no clavaba los ojos en los toros blancos salvajes, los caballos con cuernos o los gigantescos flamencos escarlatas de la Kamarg, sino en la distancia.

Hawkmoon intentaba recordar un sueño o una fantasía demencial. Intentaba recordar a Yisselda. Intentaba recordar los nombres de los niños que había imaginado mientras estaba loco. Pero Yisselda era una sombra y no lograba ver a los niños. ¿Qué añoraba? ¿Por qué sentía una pérdida tan profunda y permanente? ¿Por qué alimentaba en ocasiones la idea de que el presente era la locura, y de que el sueño de Yisselda y los niños era la realidad? Hawkmoon vivía en la duda y, como resultado, había perdido la propensión a comunicarse con los demás. Era un fantasma. Embrujaba sus propios aposentos. Un triste fantasma que sólo sabía sollozar, gruñir y suspirar.

Al menos, se comportó con orgullo durante su locura, decían los lugareños. Al menos, se mantuvo fiel a sus fantasías.

—Cuando estaba loco, era más feliz.

Hawkmoon se habría mostrado de acuerdo con tales teorías, de haberlas sabido.

Cuando no estaba en la torre, ocupaba la habitación en que había dispuesto sus Mesas de Guerra, bancos altos sobre los cuales descansaban maquetas de ciudades y castillos habitados por miles de soldados de juguete. Impulsado por su locura, había encargado tan ingente obra a Vaiyonn, el artesano local, para celebrar sus victorias sobre los señores de Granbretán. Y encarnados en metal pintado estaban el propio duque de Colonia, el conde Brass, Yisselda, Bowgentle, Huillam D'Averc y Oladahn de las Montañas Búlgaras, los héroes de la Kamarg, la mayoría de los cuales habían perecido en Londra. Y también tenía modelos de sus antiguos enemigos, los Señores de las Bestias: el barón Meliadus con su yelmo de lobo, el rey Huon en su globo-trono, Shenegar Trott, Adaz Promp, Asrovak Mikosevaar y su esposa Flana (actual reina de Granbretán). Infantería, caballería y fuerzas aéreas del Imperio Oscuro alineadas contra los Guardianes de la Kamarg, los Guerreros del Amanecer y los soldados de cien pequeñas naciones.

Dorian Hawkmoon movía estas piezas en sus inmensos tableros, realizando una permutación tras otra, mil versiones diferentes de una misma batalla, con el fin de averiguar en qué habría cambiado la siguiente batalla. Sus enormes dedos solían apoyarse sobre las reproducciones de sus amigos muertos, y sobre todo de Yisselda. ¿Cómo podría haberse salvado? ¿Qué cúmulo de circunstancias habrían garantizado su supervivencia?

A veces, el conde Brass entraba en la habitación con semblante preocupado. Se pasaba los dedos por su cabello rojo, que ya empezaba a encanecer, mientras contemplaba a Hawkmoon, absorto en su mundo en miniatura, que adelantaba un escuadrón de caballería allí y replegaba una línea de infantería allá. En tales ocasiones, o bien Hawkmoon no advertía la presencia del conde Brass, o prefería no hacerle caso, hasta que el conde Brass carraspeaba o demostraba de alguna manera que había entrado. Entonces, Hawkmoon levantaba sus ojos, inexpresivos, hoscos, aturdidos, y el conde Brass le preguntaba en tono bondadoso cómo se encontraba.

Hawkmoon contestaba que estaba bien.

El conde Brass asentía y le expresaba su satisfacción.

Hawkmoon esperaba impaciente, ansioso de reanudar sus maniobras en los tableros, en tanto el conde Brass paseaba la vista por la habitación, inspeccionaba una línea de batalla o fingía admirar la manera en que Hawkmoon había empleado una táctica concreta.

Después, el conde Brass decía:

—Esta manana iré a inspeccionar las torres. El día es magnífico. ¿Queréis acompañarme, Dorian?

Dorian Hawkmoon sacudía la cabeza.

—Tengo cosas que hacer.

—¿Esto? —El conde Brass indicaba los caballetes con un ademán—. ¿De qué sirve? Están muertos. Todo ha terminado. ¿Van a traerles de vuelta vuestras especulaciones? Sois como un místico, un mago; pensáis que el facsímil puede controlar aquello que imita. Os torturáis. ¿Cómo vais a cambiar el pasado? Olvidadlo. Olvidadlo, duque Dorian.

Pero el duque de Colonia se humedecía los labios como si el conde Brass le hubiera ofendido con sus comentarios, y devolvía la atención a sus juguetes. El conde Brass suspiraba, falto de argumentos, y salía de la habitación.

El abatimiento de Hawkmoon contaminaba la atmósfera del castillo y había quien opinaba que, pese a ser un héroe de Londra, el duque debía regresar a Alemania, a sus propias tierras, que no había visitado desde que los señores del Imperio Oscuro le capturaron en la batalla de Colonia. Allí gobernaba ahora un pariente lejano, autodenominado Primer Ciudadano. Presidía una especie de gobierno electo que sustituía a la monarquía, cuyo último descendiente directo con vida era Hawkmoon. Nunca se le había ocurrido a Hawkmoon que su hogar fuera otro que sus aposentos del castillo de Brass.

Incluso el conde Brass pensaba a veces, para sí, que habría sido mejor para Hawkmoon perecer en la batalla de Londra. Morir al mismo tiempo que Yisselda.

Y así transcurrían tristemente los meses, preñados de dolor y especulaciones estériles, mientras la mente de Hawkmoon se cerraba con más firmeza en torno a su única obsesión, hasta que apenas se acordaba de comer o dormir.

El conde Brass y su antiguo compañero, el capitán Josef Velda, discutían el problema, pero no llegaban a ninguna solución.

Se sentaban durante horas en cómodas butacas, a cada lado de la inmensa chimenea que presidía el gran salón del castillo, bebían vino de la tierra y comentaban la melancolía de Hawkmoon. Los dos eran soldados y el conde Brass había sido estadista, pero ninguno poseía el vocabulario suficiente para tratar temas como las enfermedades del alma.

—Tendría que hacer más ejercicio —dijo el capitán Vedla una noche—. “Mens sana in corpore sano”. Todo el mundo lo sabe.

—Sí, si la mente está sana, pero ¿cómo convencer a una mente enferma de los beneficios que proporciona el ejercicio? Cuanto más tiempo pasa en sus aposentos, jugando con esas dichosas piezas, peor se pone. Y cuanto peor está, más cuesta abordarle desde la racionalidad. Las estaciones carecen de significado para él. La noche no se diferencia del día. ¡Tiemblo al pensar en lo que pasará por su cabeza!

El capitán Vedla asintió.

—Antes no era muy proclive a la introspección. Era un hombre. Un soldado. Inteligente, pero tampoco demasiado inteligente. Era práctico.
A veces, pienso que ahora es un hombre completamente diferente. ¡Es como si los horrores de la Joya Negra hubieran robado el alma al antiguo Hawkmoon, y una nueva ocupara su cuerpo!

El conde Brass sonrió.

—La vejez os está volviendo fantasioso, capitán. Alabáis al antiguo Hawkmoon por su sentido práctico de las cosas... ¡y ahora me venís con éstas !

El capitán Vedla no pudo por menos que sonreír a su vez.

—¡Muy agudo, conde Brass! Sin embargo, cuando pienso en los poderes de los antiguos señores del Imperio Oscuro y recuerdo los poderes de aquellos que nos ayudaron, se me ocurre que la idea quizá no carezca de base.

—Quizá. Y si no hubiera otras explicaciones evidentes para el estado de Hawkmoon, es posible que estuviera de acuerdo con vuestra teoría.

—Sólo era una teoría—murmuró el capitán Vedla, algo violento. Alzó el vaso a la luz y estudió el vino tinto que contenía—. ¡Sin duda es por culpa de éste que me atrevo a proclamar tales teorías!

Los dos rieron y bebieron más.

—A propósito de Granbretán —dijo más tarde el conde Brass—, me pregunto cómo afrontará la reina Flana el problema de los recalcitrantes que, según cuenta en sus cartas, habitan en las partes más oscuras y menos accesibles de la Londra subterránea. Hace meses que no recibo noticias de ella. Me pregunto si la situación habrá empeorado y le dedica más tiempo.

—Pero habéis recibido una carta hace poco, ¿no?

—Por mensajero. Hace dos días. Una carta mucho más breve de lo habitual. Casi oficial. Se limitaba a invitarme a visitarla siempre que lo deseara.

—¿Es posible que, a la larga, se haya sentido ofendida porque no aceptáis su hospitalidad? —sugirió Vedla—. Tal vez piense que ya no sentís amistad hacia ella.

—Al contrario, es lo más cercano a mi corazón, salvo el recuerdo de mi fallecida hija.

—¿Y no se lo habéis expresado así? —Vedla se sirvió un poco más de vino—. Las mujeres necesitan estas confirmaciones. Incluso las reinas.

—Flana está por encima de esas sensiblerías. Es demasiado inteligente. Demasiado sensata. Demasiado bondadosa.

—Es posible —dijo Vedla, como si dudara de las palabras del conde Brass.

El conde Brass captó la indirecta.

—¿Pensáis que debería escribirle en términos más..., más barrocos?

—Bueno... —sonrió el capitán Vedla.

—Nunca se me dieron bien las florituras literarias.

—Vuestro estilo, en el mejor de los casos, e independientemente del tema que trate, recuerda por lo general a los comunicados emitidos en el campo de batalla durante el punto álgido del combate —admitió el capitán Vedla—. No lo digo como un insulto, sino todo lo contrario.

El conde Brass se encogió de hombros.

—No quiero que Flana piense que mi afecto hacia ella ha disminuido. Sin embargo, no sé escribir. Supongo que deberé aceptar su oferta y marchar a Londra. —Paseó la vista por el salón en penumbras—. Un cambio me sentará bien. Este lugar está muy triste, últimamente.

—Podríais llevaros a Hawkmoon. Quería mucho a Flana. Quizá sea lo único capaz de alejarle de sus soldaditos de juguete.

El capitán Vedla se dio cuenta de que hablaba con sorna y se arrepintió al instante. Respetaba y apreciaba a Hawkmoon, pese a su actual estado de ánimo, pero el ensimismamiento de Hawkmoon ponía nerviosos a todos cuantos le habían conocido en el pasado.

—Se lo insinuaré —dijo el conde Brass.

El conde Brass se debatía entre los sentimientos encontrados. Por una parte, quería alejarse de Hawkmoon durante un tiempo, pero su conciencia no le permitía marcharse solo, al menos hasta que hubiera efectuado la propuesta a su viejo amigo. Y Vedla tenía razón. Tal vez un viaje a Londra animaría a Hawkmoon, aunque había muchas posibilidades en contra. En cuyo caso, el conde Brass temía un viaje y una estancia en Londra que supondrían para él y su séquito mayores tensiones de las que experimentaban dentro de los límites del castillo de Brass.

—Hablaré con él por la mañana —dijo el conde Brass, después de una pausa—. Tal vez volver a Londra, en lugar de jugar con maquetas de la ciudad, exorcise su melancolía...

El capitán Vedla se mostró de acuerdo.

—Quizá debimos pensarlo antes...

El conde Brass pensó, sin rencor, que el capitán Vedla estaba demostrando cierto exceso de interés en que Hawkmoon le acompañara a Londra.

—¿Nos acompañaríais, capitán Vedla? —preguntó, con una leve sonnsa.

—Alguien debería quedarse aquí, para ocupar vuestro lugar... Sin embargo, si el duque de Colonia declina la invitación, tendré mucho gusto en acompañaros, por supuesto.

—Os comprendo, capitán.

El conde Brass se reclinó en la butaca, bebió un poco de vino y contempló a su viejo amigo con cierta ironía.

Cuando el capitán Josef Vedla se marchó, el conde Brass continuó sentado. Aún sonreía. Agradeció esta pequeña alegría, porque hacía bastante tiempo que no sentía ninguna. Ahora que la idea se había planteado, el viaje a Londra empezaba a complacerle, pues sólo ahora era consciente de la atmósfera opresiva que reinaba en el castillo, antes famoso por su tranquilidad.

Contempló las vigas del techo, ennegrecidas por el humo, y pensó con tristeza en el estado actual de Hawkmoon. Se preguntó hasta qué punto había sido positivo que la derrota del Imperio Oscuro hubiera devuelto la paz al mundo. Cabía la posibilidad de que Hawkmoon, todavía más que él, fuera un hombre que sólo se sentía vivo cuando algún conflicto le amenazaba. Si, por ejemplo, había problemas de nuevo en Granbretán (si los militares derrotados que no aceptaban la situación se alzaban contra la reina Flana), tal vez sería una buena idea pedirle a Hawkmoon que los buscara y destruyera.

El conde Brass presentía que una misión de esas características sería lo único que podría salvar a su amigo. Intuía que Hawkmoon no estaba hecho para la paz. Existían hombres así, hombres moldeados por el destino para la guerra, fuera buena o mala (si era posible establecer semejante distinción), y Hawkmoon era uno de ellos.

El conde Brass suspiró y devolvió la atención a su nuevo plan. Escribiría a Flana por la mañana para comunicarle su inminente visita. Sería interesante comprobar la evolución de la extraña ciudad desde la última vez que la había pisado, como conquistador.


2. El conde Brass sale de viaje

—Dadle recuerdos de mi parte a la reina Flana —dijo Dorian Hawkmoon, distraído.

Sostenía una representación en miniatura de Flana entre sus pálidos dedos, y daba vueltas al modelo mientras hablaba. El conde Brass no estaba seguro de que lo hubiera cogido conscientemente.

—Decidle que no me sentía en condiciones de emprender el viaje.

—Os sentiríais mejor en cuanto el viaje comenzara —replicó el conde Brass.

Observó que Hawkmoon había cubierto los ventanales con tapices oscuros. La habitación sólo estaba iluminada por lámparas, aunque era casi mediodía. Y olía a humedad, a enfermedad, a recuerdos atesorados.

Hawkmoon se frotó la cicatriz de la frente, donde le habían injertado la Joya Negra. Su piel tenía un tono cerúleo. Una luz febril y aterradora alumbraba en sus ojos. Había adelgazado tanto que las ropas colgaban sobre su cuerpo como banderas arrugadas. Contemplaba la mesa sobre la cual descansaba la maqueta de Londra, con sus miles de torres demenciales, interconectadas mediante un laberinto de túneles, para que ningún habitante tuviera que exponerse a la luz del día.

De pronto, el conde Brass pensó que Hawkmoon había contraído la enfermedad de aquellos a quienes había derrotado. Al conde no le habría sorprendido descubrir a Hawkmoon cubierto con una máscara.

—Londra ha cambiado desde la última vez que la visteis dijo el conde Brass—. Me han dicho que las torres han sido derribadas, las flores crecen en amplias calles, y hay parques y avenidas en lugar de túneles.

—Eso creo —contestó Hawkmoon, poco interesado.

Se alejó del conde y sacó fuera de las murallas de Londra a una división de caballería del Imperio Oscuro. Daba la impresión de que estaba modificando la disposición de las fuerzas enfrentadas en la batalla que permitió al Imperio Oscuro derrotar al conde Brass y a los demás Compañeros del Bastón Rúnico.

—Debe ser muy bella, pero en este momento prefiero recordar Londra como era cuando Yisselda murió allí.

Su voz adquirió un tono cortante y perentorio.

El conde Brass se preguntó si Hawkmoon le estaba acusando de confraternizar con el pueblo que había asesinado a Yisselda. Hizo caso omiso de esa posibilidad.

—¿Y no os atrae la perspectiva del viaje? La última vez que visteis el mundo exterior estaba devastado. Ahora, ha vuelto a florecer.

—Tengo que hacer cosas importantes aquí.

—¿Qué cosas? —El conde Brass habló casi en tono seco—. Hace meses que no abandonáis vuestros aposentos.

—Hay una explicación para todo esto. Existe una forma de encontrar a Yisselda.

El conde Brass se estremeció.

—Está muerta—dijo en voz baja.

—Está viva—murmuró Hawkmoon—. Está viva. En algún lugar. En otra parte.

—Vos y yo coincidimos hace tiempo en que no existe vida después de la muerte —recordó el conde Brass a su amigo—. Además, resucitaríais a un fantasma. ¿Os complacería recuperar la sombra de Yisselda?

—Si fuera lo único posible de resucitar, sí.

—Amáis a una muerta —dijo el conde Brass en voz baja y estremecida—, y eso quiere decir que estáis enamorado de la muerte.

—¿Qué se puede amar de la vida?

—Mucho. Lo descubriríais de nuevo si me acompañarais a Londra.

—No me apetece ir a Londra. Odio esa ciudad.

—Acompañadme durante una parte del viaje.

—No. He vuelto a soñar, y en mis sueños me acerco a Yisselda... y a nuestros dos hijos.

—Nunca tuvisteis hijos. Vos los inventasteis. Vuestra locura los inventó.

—No. Anoche soñé que tenía otro nombre, pero seguía siendo el mismo hombre. Un nombre extraño, arcaico. Un nombre anterior al Milenio Trágico. John Daker. Ése era el nombre. Y John Daker encontraba a Yisselda.

Los demenciales cuchicheos de su amigo estuvieron a punto de arrancar lágrimas al conde Brass.

—Estos razonamientos, este sueño, sólo os causará mucho más dolor, Dorian. Intensificará la tragedia, en lugar de apaciguarla. Digo la verdad, creedme.

—Sé que vuestras intenciones son buenas, conde Brass. Respeto vuestro punto de vista y entiendo que creéis prestarme una ayuda, pero os pido que aceptéis lo contrario. Debo continuar por este camino. Sé que me conducirá al lado de Yisselda.

—Sí —dijo el conde Brass, entristecido . Estoy de acuerdo. Os conducirá a la muerte.

—Si tal es el caso, la perspectiva no me alarma.

Hawkmoon se volvió y miró al conde Brass. Este sintió un escalofrío cuando vio el rostro pálido y demacrado, los ojos hundidos que ardían como brasas.

—Ay, Hawkmoon—gimió—. Ay, Hawkmoon.

Se encaminó a la puerta y salió sin decir nada.

Y oyó que Hawkmoon gritaba, con voz histérica y aguda:

—¡La encontraré, conde Brass!

Al día siguiente, Hawkmoon apartó el tapiz para mirar por la ventana al patio. El conde Brass se marchaba. Su séquito ya había montado en excelentes caballos, enjaezados con los colores rojos del conde. Cintas y gallardetes ondeaban en las lanzas flamígeras enfundadas, la brisa agitaba los sobrevestes, las armaduras brillaban al sol de la mañana. Los caballos piafaban y relinchaban. Los sirvientes se afanaban en llevar a cabo los últimos preparativos y tendían bebidas calientes a los jinetes. De pronto, el conde Brass salió y montó en su caballo castaño. Su armadura brilló como si estuviera hecha de llamas. El conde levantó la vista hacia la ventana, con expresión pensativa. Después, su expresión cambió, se volvió y dio una orden a uno de sus hombres. Hawkmoon continuó contemplando la escena.

Porque experimentaba la sensación de observar modelos particularmente detallados; modelos que se movían y hablaban, pero modelos a fin de cuentas. Tenía la impresión de que, si extendía el brazo, podría mover un jinete al otro lado del patio, o coger al conde Brass y enviarle en dirección contraria a Londra. Experimentaba cierto vago resentimiento que no podía comprender hacia su viejo amigo. A veces, se le ocurría en sus sueños que el conde Brass había comprado su vida a cambio de la de su hija. Sin embargo, era imposible. El conde Brass jamás habría hecho algo semejante. Al contrario, el valiente guerrero habría dado su vida por ella sin pensarlo ni un segundo. Aún así, Hawkmoon no podía apartar esa idea de su mente.

Sintió una punzada de arrepentimiento, y se preguntó si tendría que haber aceptado la propuesta del conde. Vio que el capitán Vedla se adelantaba y ordenaba levantar el rastrillo de la entrada. El conde Brass había dejado a Hawkmoon a cargo del castillo, pero tanto los senescales como los veteranos guardias de la Kamarg podían encargarse perfectamente de todo, sin necesidad de esperar la decisión de Hawkmoon.

Pero no, pensó Hawkmoon. No era momento de actuar, sino de pensar. Estaba decidido a abrirse paso como fuera hacia aquellas ideas que bullían en el fondo de su mente. Aunque sus viejos amigos desdeñaran sus “soldaditos de juguete”, sabía que disponiendo los modelos de mil maneras diferentes podía liberar, en un momento dado, aquellos pensamientos, aquellos conceptos esquivos que le guiarían hacia la verdad. Y cuando comprendiera la verdad, estaba seguro de que encontraría a Yisselda viva. También estaba casi seguro de que encontraría a sus hijos. Durante cinco años le habían considerado un loco, pero estaba convencido de que no era así. Creía conocerse bastante bien, que si alguna vez enloquecía no sería de la forma que sus amigos habían descrito.

El conde Brass y su séquito saludaron a los sirvientes del castillo mientras atravesaban las puertas, camino de Londra.

Al contrario de lo que el conde Brass sospechaba, Dorian Hawkmoon tenía en gran estima a su viejo amigo. Le supo mal presenciar la partida del conde Brass. El problema de Hawkmoon consistía en que ya no sabía expresar sus sentimientos. Estaba demasiado convencido de lo que hacía, demasiado absorto en los problemas que intentaba solucionar mediante la obsesiva manipulación de las figuras en miniatura.

Hawkmoon siguió con la vista al conde Brass y a sus acompañantes, mientras progresaban por las calles tortuosas de Aigues-Mortes. Los ciudadanos se habían lanzado a las calles para despedir al conde. Por fin, el grupo llegó a las murallas y se alejó por la amplia carretera que corría entre los pantanos. Hawkmoon continuó mirando hasta que se perdieron de vista, después, devolvió la atención a sus modelos.

En ese momento estaba ensayando una situación en que la Joya Negra no estaba engastada en su frente, sino en la de Oladahn de las Montañas Búlgaras, y en que no podía contarse con la Legión del Amanecer. En ese caso, ¿habría sidq derrotado el Imperio Oscuro? Y si podía ser derrotado, ¿cómo? Había llegado al mismo punto en que había desembocado cientos de vecest Sin embargo, esta vez se sorprendió al comprobar que corría peligro de muerte. ¿Habría salvado la vida de Yisselda esta diferencia?

Si esperaba, mediante estas permutaciones de acontecimientos pasados, encontrar el medio de liberar la verdad que creía oculta en su mente, fracasó de nuevo. Completó la nueva táctica, tomó nota de las posibilidades que implicaba y pensó en el siguiente movimiento. Le habría gustado que Bowgentle no muriera en Londra. Bowgentle era muy sabio y le habría prestado una gran ayuda.

También los mensajeros del Bastón Rúnico (El Caballero Negro y Amarillo, Orland Fank, incluso el misterioso Jehamia Cohnalias, que nunca había afirmado ser humano) habrían podido ayudarle. Solicitaba su auxilio en la oscuridad de las noches, pero no habían acudido. El Bastón Rúnico estaba a salvo y ya no necesitaban la ayuda de Hawkmoon. Se sentía abandonado, aunque sabía que no le debían nada.

De todos modos, ¿era posible que el Bastón Rúnico estuviera mezclado en lo que le había ocurrido, en lo que le estaba ocurriendo ahora? ¿Corría algún nuevo peligro aquel extraño artefacto? ¿Había desencadenado una serie de nuevos acontecimientos, una nueva pauta del destino? Hawkmoon presentía que la situación era más compleja de lo que sugerían los datos objetivos. Había sido manipulado por el Bastón Rúnico y sus sirvientes de la misma forma que él manipulaba ahora sus soldados de juguete. ¿Le estaban manipulando de nuevo? ¿Por eso se volcaba en sus maquetas, se hacía la ilusión de que controlaba algo, cuando en realidad le controlaban a él?

Apartó esos pensamientos de su mente. Debía concentrarse en sus especulaciones originales.

Y así evitaba enfrentarse a la verdad.

Al fingir que buscaba la verdad, al fingir que estaba empeñado en esa búsqueda, escapaba de ella. Porque la verdad tal vez le habría resultado intolerable.

Una costumbre inveterada de la humanidad...


3. Una dama con armadura

Transcurrió un mes.

Hawkmoon desarrolló veinte alternativas diferentes en sus tableros. Y no avanzó ni un paso hacia Yisselda, ni siquiera en sueños.

Sin afeitar, los ojos inyectados en sangre, cubierto de granos, la piel plagada de eccemas, esquelético por falta de comida, fofo por falta de ejercicio, Dorian Hawkmoon ya no tenía nada del héroe que quedaba en él, ni en la mente, el carácter o el cuerpo. Aparentaba treinta años más. Sus ropas, sucias, rotas, malolientes, eran las de un vagabundo. Su cabello sucio colgaba en mechas grasientas alrededor de su rostro. Su barba retenía fragmentos de sustancias desagradables. Había adoptado la costumbre de resollar, de murmurar para sí, de toser. Los criados le evitaban siempre que podían. Como no tenía motivos para solicitar su presencia, tampoco notaba su ausencia.

El hombre que había sido el héroe de Colonia, el Campeón del Bastón Rúnico, el gran guerrero que había conducido a los oprimidos a la victoria sobre el Imperio Oscuro, había cambiado tanto que resultaba imposible reconocerle.

Y la vida se le estaba escapando, aunque no se daba cuenta.

En su obsesión por los destinos alternativos casi había fijado el suyo: se estaba destruyendo.

Y sus sueños también cambiaban. Y por eso dormía menos que antes. En sus sueños tenía cuatro nombres. Uno de ellos era John Daker, pero intuía los otros con mucha mayor frecuencia: Erekose y Urlik. Sólo el cuarto nombre se le escapaba, aunque sabía de su existencia. Cuando despertaba, jamás recordaba el cuarto nombre. Empezó a preguntarse sobre la realidad de la reencarnación. ¿Acaso recordaba vidas anteriores? Tal era su conclusión instintiva. Sin embargo, su sentido común no aceptaba la idea.

En sus sueños se encontraba a veces con Yisselda. En sus sueños siempre estaba nervioso, siempre se sentía agobiado por una abrumadora responsabilidad, por una enorme culpa. Siempre creía que su deber era llevar a cabo alguna acción, pero nunca podía recordar cuál era. ¿Había vivido otras vidas, tan trágicas como ésta? Pensar en una tragedia le destrozaba. Desechaba tal pensamiento, incluso antes de que se formara.

Pese a todo, esas ideas le resultaban algo familiares. ¿Había tenido conocimiento de ellas antes, en otros sueños, en conversaciones? ¿Con Bowgentle, en Dnak, la lejana ciudad del Bastón Rúnico?

Empezó a sentirse amenazado. Empezó a saber qué era el terror. Incluso descuidó sus maquetas. Empezó a ver sombras escurridizas por el rabillo del ojo.

¿Cuál era la causa de sus temores?

Pensó que faltaba poco para comprender la verdad relativa a Yisselda y que ciertas fuerzas se lo impedían; fuerzas que le matarían cuando estuviera a punto de reunirse con su amada.

La única posibilidad que Hawkmoon desechaba, la única respuesta que no acudía a su mente, era que tenía miedo de sí mismo, miedo de enfrentarse con una desagradable verdad. Lo que estaba amenazado era la mentira, la mentira protectora y, como casi todos los hombres, luchaba por preservar esa mentira, por rechazar a sus atacantes.

Fue por entonces cuando empezó a sospechar que los criados se habían confabulado con sus enemigos. Estaba seguro de que pretendían envenenarle. Adoptó la costumbre de cerrar con llave la puerta y negarse a abrirla cuando los criados iban a realizar alguna función indispensable. Comía lo justo para mantenerse con vida. Recogía agua de lluvia gracias a las copas que disponía sobre los antepechos de las ventanas, y sólo bebía ese agua. Con todo, la fatiga derrotaba a su cuerpo debilitado y breves sueños asediaban al hombre que moraba en las tinieblas. Sueños que, en sí, no eran desagradables: hermosos paisajes, ciudades extrañas, batallas en las que Hawkmoon nunca había participado, personajes peculiares a los que Hawkmoon nunca había conocido, ni siquiera en el curso de sus aventuras más extravagantes, al servicio del Bastón Rúnico. Aún así, le aterrorizaban. Aparecían mujeres en aquellos sueños, y algunas tal vez eran Yisselda, pero no le proporcionaba placer soñar con aquellas mujeres, sino una profunda inquietud. En cierta ocasión, soñó que se miraba en un espejo y veía a una mujer reflejada.

Una mañana despertó y, en lugar de levantarse para ir directamente a sus tableros, como acostumbraba, se quedó tendido contemplando las vigas de su habitación. A la débil luz que se filtraba por los tapices que cubrían las ventanas, vio con toda claridad la cabeza y los hombros de un individuo que se parecía muchísimo a Oladahn. El parecido se debía en especial a la forma en que ladeaba la cabeza, a la expresión y a los ojos. Cubría su largo cabello negro con un sombrero de ala ancha y llevaba un gatito blanco y negro acomodado sobre el hombro. Hawkmoon observó sin la menor sorpresa que el gato poseía un par de alas, dobladas sobre el lomo.

—¿Oladahn? dijo Hawkmoon, aun a sabiendas de que no era Oladahn.

El rostro sonrió y dio la impresión de que se disponía a hablar.

Y entonces, desapareció.

Hawkmoon se cubrió la cabeza con las sucias sábanas de seda y permaneció inmóvil, tembloroso. Pensó que iba a enloquecer otra vez, que tal vez el conde Brass tenía razón, y que sufría alucinaciones desde hacia cinco años.

Más tarde, Hawkmoon se levantó y destapó su espejo. Cinco semanas antes había echado una túnica sobre el espejo, porque no tenía ganas de verse.

Contempló a la miseria humana que le miraba desde el sucio espejo.

—Veo a un loco —murmuró Hawkmoon—. A un loco agonizante.

El reflejó imitó el movimiento de sus labios. Los ojos expresaban terror. Sobre ellos, en el centro de la cabeza, se veía una pálida cicatriz, perfectamente circular, donde en otro tiempo había ardido una joya negra, una joya capaz de devorar el cerebro de un hombre.

—Hay otras cosas capaces de devorar el cerebro de un hombre —murmuró el duque de Colonia—. Cosas más sutiles que las joyas. Cosas peores que las joyas. Con qué astucia tratan de vengarse de mí, después de muertos, los señores del Imperio Oscuro. Al asesinar a Yisselda, me van matando poco a poco.

Cubrió de nuevo el espejo y suspiró apenas. Regresó a la cama y se sentó, sin atreverse a mirar al techo, donde había visto al hombre que tanto se parecía a Oladahn.

Asumió su decadencia, su muerte, su locura. Se estremeció, casi sin fuerzas.

—Era un soldado —se dijo—. Me volví loco. Me engañé. Pensé que era capaz de alcanzar los logros de los científicos, brujos y filósofos. Y nunca fui capaz. Era un hombre sensato y razonable y me he convertido en este desecho humano. Escucha. Escucha, Dorian Hawkmoon. Estás hablando contigo mismo. Mascullas. Rabias. Gimes. Dorian Hawkmoon, duque de Colonia, ya no puedes redimirte. Te estás pudriendo.

Una leve sonrisa cruzó sus labios agrietados.

—Tu destino era combatir, empuñar una espada, celebrar los rituales de la guerra. Ahora, los tableros se han convertido en tus campos de batalla y careces de la energía necesaria para empuñar una daga, no digamos ya una espada. No podrías montar a caballo, aunque quisieras.

Se dejó caer sobre su mugrienta almohada. Se cubrió la cara con los brazos.

—Que entren los monstruos —dijo—. Que me atormenten. Es verdad estoy loco.

Se sobresaltó, convencido de que había escuchado un gruñido junto a su oído. Se obligó a mirar.

Era la puerta, que había crujido. Un criado la había abierto.

El criado aguardaba nervioso en el umbral.

—¿Mi señor?

—¿La gente dice que estoy loco, Voisin?

—¿Mi señor?

El criado, uno de los pocos que todavía se ocupaban de Hawkmoon era ya anciano. Había servido a Hawkmoon desde que el duque de Colonia había llegado al castillo de Brass. Con todo, se mostraba bastante nervioso.

—¿Qué me dices, Voisin?

Voisin extendió las manos.

—Algunos sí, mi señor. Otros dicen que estáis enfermo. Desde hace tiempo opino que deberíamos llamar a un médico...

Las viejas sospechas revivieron en Hawkmoon.

—¿Médicos? ¿Quieres decir envenenadores?

—¡Oh, no, mi señor!

Hawkmoon se controló.

—No, claro que no. Agradezco tu interés, Voisin. ¿Qué me traes?

—Nada, mi señor, excepto noticias.

—¿Del conde Brass? ¿Cómo le va en Londra?

—No son del conde Brass, sino de un visitante llegado al castillo de Brass. Un viejo amigo del conde, según tengo entendido, que, al conocer la ausencia del conde Brass, ha solicitado ser recibido por vos

—¿Por mí? —Hawkmoon dibujó una amarga sonrisa—. ¿Sabe el mundo exterior en qué me he convertido?

—Creo que no, mi señor.

—¿Qué has dicho?

—Que no os encontrábais muy bien, pero que os comunicaría el mensaje.

—¿Eso has hecho?

—Sí, mi señor. —Voisin titubeó—. ¿Debo decirle que estáis indispuesto...? Hawkmoon estuvo a punto de asentir, pero cambió de opinión. Se levantó de la cama.

—No. Le recibiré. En el salón. Bajaré dentro de un rato.

—¿Deseáis... adecentaros, mi señor? ¿Agua caliente..., artículos de baño?

—No. Iré a reunirme con nuestro invitado dentro de escasos minutos.

—Iré a comunicarle vuestra decisión.

Voisin se apresuró a abandonar los aposentos de Hawkmoon, claramente disgustado por su decisión.

Hawkmoon, deliberada y maliciosamente, no hizo el menor intento por mejorar su apariencia. Que su visitante le viera como era.

Además, estaba muy loco. Hasta esto podía ser una de sus fantasías. Podía estar en cualquier sitio (en la cama, junto a sus tableros, incluso cabalgando por los pantanos), convencido de que estos acontecimientos ocurrían en realidad. Cuando dejó su dormitorio y cruzó la habitación en que había dispuesto sus mesas, barrió filas de soldados con sus mangas sucias, derribó edificios y propinó un puntapié a una pata; la ciudad de Colonia fue asolada por un terremoto.

Parpadeó cuando desembocó en el rellano, iluminado por enormes vidrieras a ambos lados. La luz dañó sus ojos.

Caminó hacia la escalera, que descendía hacia el gran salón. Se agarró a una barandilla, mareado. Su incapacidad le divirtió. Deseaba dar un buen susto a su visitante.

Un criado se apresuró a auxiliarle, y se apoyó con fuerza en el brazo del hombre mientras bajaban.

Y llegó por fin al salón.

Una figura ataviada con armadura estaba admirando un trofeo de guerra del conde Brass, una lanza y un escudo mellado que había ganado a Orson Kach durante las Guerras de las Ciudades del Rin, muchos años antes.

Hawkmoon no reconoció a la figura. Era de corta estatura, corpulenta, y poseía un cierto aire beligerante. Algún antiguo compañero de armas del conde, cuando era un general mercenario, sin duda alguna.

—Buenos días —saludó Hawkmoon—. Soy el actual guardián del castillo de Brass.

La figura se volvió. Unos fríos ojos grises examinaron a Hawkmoon de arriba abajo. Los ojos no expresaron el menor sobresalto, ni ninguna otra emoción, cuando la figura avanzó hacia él con la mano extendida.

De hecho, fue el rostro de Hawkmoon el que traicionó sorpresa, como mínimo.

Porque su visitante, pese a la armadura de batalla, era una mujer de edad madura.

—¿Duque Dorian? —dijo—. Soy Katinka van Bak. He viajado durante muchas noches.


4. Noticias llegadas desde más allá de las Montañas Búlgaras

—Nací en Hollandia, el país invadido por el mar—dijo Katinka van Bak—, aunque los padres de mi madre eran comerciantes de Muskovia. En las batallas libradas entre mi nación y los estados belgas, mi familia fue asesinada y yo quedé cautiva. Durante un tiempo serví, de la forma que ya podéis imaginar, en el séquito del príncipe Lobkowitz de Berlín. Había ayudado a los belgas en la guerra, y yo fui parte de su botín.

Hizo una pausa para coger otro pedazo de buey frío del plato que tenía delante de ella. Se había quitado la armadura y vestía una sencilla camisa de seda y pantalones azules de algodón. A pesar de que apoyaba los codos sobre la mesa y se expresaba en términos bruscos y francos, no carecía de femineidad. Hawkmoond no tardó en descubrir que le caía muy bien.

—Bien, pasé mucho tiempo en compañía de guerreros y me propuse aprender sus habilidades. Les divertía enseñarme a utilizar la espada y el arco, y fingí torpeza en su manejo hasta mucho después de dominar su uso. Gracias a esto logré no despertar sospechas acerca de mis planes.

—¿Pensabais escapar?

—Algo más que eso. —Katinka von Bak sonrió y se secó los labios—. Un día, el príncipe Lobkowitz se enteró de mis excentricidades. Recuerdo sus carcajadas cuando llegó al patio situado frente al dormitorio de las chicas. El soldado que me había adoptado como su protegida especial me dio una espada y nos batimos un rato, para demostrar al príncipe el arte encantador con el cual yo atacaba y paraba. Fue muy divertido y el príncipe Lobkowitz, que tenía invitados aquella noche, pensó en mí para entretenerles; sería una novedad, en lugar de los acostumbrados juglares. A mí me pareció bien. Agité las pestañas, sonreí con timidez y fingí que tan gran honor me complacía; fingí no darme cuenta de que todos se reían de mí.

Hawkmoon intentó imaginarse a Katinka van Bak pestañeando y haciéndose la ingenua, pero su imaginación fue incapaz de concretar el esfuerzo.

—¿Qué pasó?

Sentía verdadera curiosidad. Por primera vez en meses, algo le distraía de sus problemas. Apoyó la barbilla sin afeitar sobre una mano mugrienta, mientras Katinka van Bak continuaba.

—Bien, aquella noche fui presentada a los complacidos invitados, que me vieron combatir con varios guerreros del príncipe Lobkowitz. Comieron mucho mientras miraban, pero aún bebieron más. Varios de los invitados, tanto hombres como mujeres, quisieron comprarme por grandes sumas, lo cual, por supuesto, aumentó el orgullo de amo del príncipe Lobkowitz. Naturalmente, se negó a vender. Recuerdo que me dijo:

“"Y bien, pequeña Katinka, ¿dominas otras artes marciales? ¿Qué nos vas a enseñar ahora?"

“Juzgué que había llegado el momento oportuno. Hice una educada reverencia y, con ingenua audacia, dije:

“"Me han dicho que sois un gran espadachín, alteza. El mejor de la provincia de Berlín."

“"Eso dicen", replicó Lobkowitz.

“"¿Me concederíais el honor de medir vuestra espada con la mía, mi señor, para que pueda probar mi habilidad contra la mano más diestra de la sala?"

“El príncipe Lobkowitz se quedó sorprendido, pero después lanzó una carcajada. Como bien sabía yo, no podía negarse delante de sus invitados. Decidió aceptar, pero dijo con gravedad:

“"En Berlín existen diferentes objetivos para diferentes formas de duelo. Nos batimos por un primer rasguño en el cuerpo, por un primer rasguño en la mejilla izquierda, por un primer rasguño en la mejilla derecha, y así sucesivamente..., hasta batirnos a muerte. No me gustaría estropear tu belleza, pequeña Katinka."

“"Entonces batámonos a muerte, alteza", dije, como enardecida por la recepción recibida.

“Las carcajadas estremecieron el salón, pero vi más de un ojo ansioso que desviaba la mirada de mí al príncipe. Nadie dudaba de que el príncipe podía ganar cualquier duelo, por supuesto, pero tenían ganas de ver mi sangre derramada. Lobkowitz estaba perplejo, demasiado borracho para pensar con claridad, para comprender las implicaciones de mi sugerencia, pero tampoco deseaba quedar mal delante de sus invitados.

“"No mataré a una esclava dotada de tantos talentos. Creo que deberíamos pensar en otro objetivo, pequeña Katinka."

“"¿Mi libertad, por ejemplo?", insinué.

“No me gustaría perder a una muchacha tan brillante", empezó, pero la multitud empezó a gritar que adoptara una actitud más deportiva. Al fin y al cabo, todo el mundo sabía que jugaría conmigo un rato, antes de herirme con su espada o desarmarme.

“"¡Muy bien!"

“Sonrió, se encogió de hombros y aceptó la espada que le tendió uno de los guardias. Salió al centro de la sala y se puso en guardia.

“"Empecemos."

“Me di cuenta de que su intención era prolongar el duelo. Lancé torpes estocadas y él las paró como si tal cosa. Los invitados me jalearon y algunos empezaron a cruzar apuestas sobre cuánto duraría el duelo.... aunque nadie apostó a mi favor, por supuesto.

Katinka van Bak se sirvió una copa de zumo de manzana y lo bebió antes de continuar su relato.

—Como ya habréis adivinado, duque Dorian, me había convertido en una espadachina bastante hábil. Empecé a revelar mi talento poco a poco, y el príncipe Lobkowitz comprendió por fin que necesitaba dar lo mejor de sí para defenderse, que tal vez combatía contra un rival que estaba a su altura. La idea de ser derrotado por un esclavo, y encima de sexo femenino, le disgustaba. Empezó a luchar en serio. Me hirió dos veces, una en el hombro izquierdo y la otra en el muslo, pero yo no me rendí. Ahora recuerdo que se hizo un silencio absoluto en el salón, sólo roto por el entrechocar de nuestras espadas y la agitada respiración del príncipe. Nos batimos durante una hora. De haber podido, el príncipe me habría matado.

—Recuerdo que oí algo cuando gobernaba Colonia —dijo Hawkmoon—. ¿De modo que vos sois la mujer que...?

—¿Que mató al príncipe de Berlín? Sí, le maté en su propio salón, ante sus invitados, en presencia de sus guardaespaldas. Le atravesé el corazón de una sola estocada. Era el primer hombre que mataba. Y antes de que pudieran creer lo que habían visto, levanté mi espada y les recordé el trato que había hecho con el príncipe: que si ganaba el duelo obtendría mi libertad. Dudo que los fieles al príncipe hubieran respetado el trato. Me habrían matado en el acto de no ser por los amigos de Lobkowitz y aquellos que ambicionaban sus territorios. Varios de ellos se congregaron a mi alrededor y me ofrecieron cargos en sus dominios, más por la novedad que por mi habilidad con la espada. Acepté un puesto en la guardia de Guy O'Pointte, archiduque de Baviera. Sin dudarlo un instante. La guardia del archiduque era la más numerosa, pues era el noble más poderoso de los allí reunidos. A continuación, los hombres del príncipe decidieron respetar el trato.

—¿Y así os convertisteis en soldado?

—Sí. De hecho, llegué a ser general en jefe de Guy O'Pointte. Cuando el archiduque fue asesinado por la familia de su tío, abandoné Baviera y fui en busca de una nueva posición. Así conocí al conde Brass. Servimos juntos como mercenarios en la mitad de los ejércitos de Europa... ¡y muchas veces en el mismo bando! Hacia la época en que el conde se estableció en la Kamarg, viajé hacia el este y me puse al servicio exclusivo del príncipe de Ukrainia, a quien aconsejé sobre la reconstrucción de su ejército. Dispusimos una buena defensa contra las legiones del Imperio Oscuro.

—¿Fuisteis capturada por los Señores de las Bestias?

Katinka van Bak meneó la cabeza.

—Escapé hacia las Montañas Búlgaras, donde permanecí hasta que vos y vuestros compañeros les derrotásteis en la batalla de Londra. Me tocó reconstruir Ukrainia, pues el único superviviente de la familia fue la sobrina más joven del príncipe. Fui nombrada regente de Ukrainia, bien a pesar mío.

—¿Habéis renunciado, pues, a ese cargo, o habéis venido de incógnito?

—No he renunciado al cargo ni he venido de incógnito —dijo Katinka van Bak con firmeza, como si reprendiera a Hawkmoon por apremiarla—. Ukrainia fue invadida.

—¡Cómo? ¿Por quién? ¡ Pensaba que el mundo gozaba de una paz relativa!

—Y así es, o lo era hasta hace poco, cuando la gente que habita al este de las Montañas Búlgaras empezó a oír rumores sobre un ejército que se había reunido en aquellas montañas.

—¡Los restos del Imperio Oscuro!

Katinka van Bak alzó una mano para acallarle.

—Era un ejército compuesto por chusma —prosiguió—, sin duda alguna, pero no creo que fueran los restos del Imperio Oscuro. Aunque era numeroso y contaba con armas poderosas a su disposición, ningún individuo se parecía a otro. Vestían de manera distinta, llevaban armas diferentes, eran de distintas razas... Algunos ni siquiera eran humanos, ¿me entendéis? ¡Daba la impresión de que cada uno pertenecía a un ejército diferente!

—¿Una banda compuesta por soldados que sobrevivieron a las conquistas del Imperio Oscuro?

—Pienso que no. Ignoro de dónde procedían aquellos individuos. Sólo sé que cada vez que salían de sus montañas, de las que se habían apoderado y convertido en una fortaleza casi inexpugnable, ninguna expedición enviada contra aquel ejército alcanzaba el triunfo. Cada expedición era aniquilada. Mataban a poblaciones enteras, hasta el último recién nacido, y saqueaban pueblos, ciudades, incluso naciones. En ese aspecto son como bandidos, antes que un ejército organizado con un objetivo concreto. Por lo visto, atacaban países sólo por el botín. Como resultado, fueron extendiendo su campo de acción, y siempre regresaban con el botín, la comida robada y, en muy raras ocasiones, mujeres a su fortaleza de la montaña.

—¿Quién es su caudillo?

—No lo sé, aunque he luchado contra ellos cuando atacaron Ukrainia. O tienen varios líderes, o ninguno. Para empezar, no es necesario. Parece que sólo actúan movidos por la codicia y las ansias de matar. Son como langostas. Es la descripción que mejor les cuadra. Hasta el Imperio Oscuro concedía cuartel, porque proyectaba conquistar el mundo y necesitaba esclavos. Pero éstos..., éstos son mucho peores.

—Cuesta concebir un agresor peor que el Imperio Oscuro, pero —se apresuró a añadir Hawkmoon— os creo, Katinka van Bak.

—Sí, creedme, porque soy la única superviviente. Puedo dar gracias a la vida que he llevado. Me ha dado la experiencia necesaria para saber cuando una situación está perdida y cómo escapar a las consecuencias. Nadie más ha sobrevivido en Ukrainia o en las tierras que se extienden al otro lado de las Montañas Búlgaras.

—¿Huisteis para advertir a los países del otro lado? ¿Para levantar un ejército contra esos canallas?

—Huí. Eso es todo. He contado mi historia a todos los que han querido escucharme, pero no espero grandes resultados. A casi nadie le importa lo acaecido a pueblos que viven tan alejados, aunque me creyeran. Por lo tanto, tratar de levantar un ejército sería en vano. Además debo añadir que cualquier ejército humano que fuera a luchar contra los actuales ocupantes de las Montañas Búlgaras sería destruido por completo.

—¿Iréis a Londra? El conde Brass ya habrá llegado.

Katinka van Bak suspiró y se estiró.

—No de inmediato. Estoy cansada. He cabalgado casi sin pausa desde que abandoné Ukrainia. Si no ponéis objeción, me quedaré en el castillo de Brass hasta que mi viejo amigo regrese, a menos que de repente me entren ganas de viajar a Londra. De momento, sin embargo, no tengo el menor deseo de moverme.

—Sois bienvenida, por supuesto dijo Hawkmoon de todo corazón—. Es un honor para mí. Debéis contarme más cosas de los viejos tiempos, así como explicarme vuestras teorías acerca de ese ejército despreciable... De dónde procede y todo eso.

—No tengo la menor idea. No existe una explicación lógica. Apareció de la noche a la mañana, y ahí sigue. Negociar con esa gente es imposible. Es como intentar razonar con un huracán. Da la impresión de que estén desesperados, de que desprecien su vida tanto como la de los demás. Y la indumentaria y aspecto de los soldados, como ya os he dicho es de lo más dispar. Ni uno igual. Y sin embargo, creí reconocer una o dos caras cuando se lanzaron sobre nosotros. Soldados que yo había conocido, muertos muchos años atrás. Y juraría que vi a Bowgentle, el viejo amigo del conde Brass, cabalgando con ellos. Pero me habían dicho que Bowgentle murió en Londra...

—En efecto. Vi sus despojos.

Hawkmoon, cuyo interés hasta el momento era relativamente escaso, aguardaba con ansia más revelaciones de Katinka van Bak. Tuvo la impresión de que estaba a punto de solucionar el problema que le había ocupado durante tanto tiempo. Tal vez no había estado tan loco, a fin de cuentas.

—Habéis dicho Bowgentle... Y otros que os eran familiares... ¿También muertos?

—Sí.

—¿Había mujeres en ese ejército?

—Sí, varias.

—¿Reconocisteis a alguna?

Hawkmoon se inclinó sobre la mesa y dirigió una mirada penetrante a Katinka van Bak.

Ella frunció el ceño, intentando recordar; después, meneó la cabeza y sus trenzas grises se agitaron.

—No.

—¿Visteis acaso a Yisselda? ¿Yisselda de Brass?

—También murió en Londra, ¿no?

—Eso dicen.

—No. Además, no la habría reconocido. La vi por última vez cuando era niña.

—Ah. —Hawkmoon se reclinó eri su silla—. Sí, lo he olvidado.

—Pero podría estar con ellos. Había muchas. No vi ni la mitad del ejército que nos conquistó.

—Bien, si reconocisteis a Bowgentle, tal vez estaban también los demás... Todos los que murieron en Londra.

—He dicho que vi a un hombre parecido a Bowgentle. ¿Por qué iba a luchar Bowgentle, u otro amigo vuestro, en ese ejército?

—Tenéis razón.

Hawkmoon se abismó en sus pensamientos. La vida había vuelto a sus ojos. Sus movimientos eran más enérgicos.

—Supongamos que él y los demás estuvieran hechizados, por ejemplo. En trance. Obligados a obedecer la voluntad de un enemigo. El Imperio Oscuro poseía poderes de ese calibre.

—Es inverosímil, duque Dorian...

—Como la historia del Bastón Rúnico, pero sabemos que es verdadera.

—Estoy de acuerdo, pero...

—Desde hace mucho tiempo intuyo que Yisselda no murió en Londra, aunque hubo muchos testigos de su muerte y entierro. También es posible que ninguno de nuestros amigos muriera en Londra, que todos fueran víctima de algún artero complot del Imperio Oscuro. Tal vez dejaron falsos cadáveres de Yisselda y los otros, y se llevaron a las personas reales a las Montañas Búlgaras... Tal vez luchasteis contra esclavos del Imperio Oscuro, controlados por aquellos que escaparon a nuestra venganza.

—Pero escaparon muy pocos. Y ninguno de los señores sobrevivió a la batalla de Londra. Nadie pudo tramar tales argucias, aunque estuviera en sus manos. Cosa que es imposible, duque Dorian. —Katinka van Bak se humedeció los labios—. Creía que erais un hombre sensato. Un soldado práctico, como yo.

—Yo también lo pensaba hace tiempo, hasta que me vino a la cabeza la idea de que Yisselda aún vivía. En algún lugar.

—Me habían dicho que habíais cambiado bastante..

—Que estaba loco, queréis decir. Bien, señora, creo que estoy loco. Quizá en los últimos tiempos me he permitido locas fantasías, pero sólo porque la idea fundamental contiene un germen de verdad.

—Acepto lo que decís, pero necesitaría pruebas tangibles de esa teoría. Mi instinto niega que los muertos vivan...

—Creo que el conde Brass abona esa teoría, aunque no lo admita. Creo que se niega a aceptarla por temor a volverse tan loco como la gente piensa que estoy.

—Es posible, pero tampoco poseo pruebas de que el conde Brass piense como decís. Tendría que hablar de nuevo con él para confirmar vuestras palabras

Hawkmoon cabeceó. Reflexionó unos momentos.

—Suponed que poseo medios de vencer a este ejército —prosiguió— ¿Qué diríais? En el caso de que mis teorías apunten a la verdad relativa al ejercito y sus orígenes, y a su vez me conduzcan al conocimiento de sus puntos débiles.

—En ese caso, vuestras teorías podrían ser llevadas a la práctica pero, por desgracia, sólo hay una forma de probarlas, lo cual implica perder la vida si son erróneas. ¿no?

—No me importa correr el riesgo. Cuando luché contra el Imperio Oscuro comprendí enseguida que era imposible derrotarlo en un enfrentamiento directo, pero si se buscaban los puntos débiles de sus dirigentes y se utilizaban debidamente, podían ser derrotados. Eso es lo que aprendí al servicio del Bastón Rúnico.

—¿Insinuáis que sabéis como derrotar a esa chusma?

Katinka van Bak estaba casi convencida.

—Desconozco los puntos débiles en concreto, como es natural, pero soy la persona más indicada del mundo para descubrirlos.

—¡Estoy segura! —exclamó la mujer, sonriente—. Os apoyo, pero creo que es demasiado tarde para buscar puntos débiles.

—Si pudiera observarles, si pudiera encontrar un escondite, tal vez en las propias montañas, para vigilarles, quizá se me ocurriría alguna manera de derrotarles.

Hawkmoon pensaba en otra cosa que lograría observando al ejérci—
to, pero calló.

—Vos os escondisteis durante mucho tiempo en esas montañas, Katinka van Bak. Vos, mejor que nadie, excepto Oladahn, podríais encontrar una madriguera desde la que pudiera vigilar a esas langostas.

—Podría, pero acabo de huir de aquellos parajes. Como ya os he dicho, mi joven amigo, no tengo el menor deseo de perder la vida. ¿Por qué he de conduciros a las Montañas Búlgaras, la fortaleza de nuestros enemigos?

—¿Acaso no albergáis siquiera una leve esperanza de vengar a vuestra Ukrainia? ¿No habéis acariciado la idea, al menos en secreto, de conseguir la ayuda del conde Brass y sus súbditos para luchar contra vuestros adversarios?

Katinka van Bak sonrió.

—Bien, sabía que la esperanza era vana, pero...

—Os ofrezco la oportunidad de llevar a cabo esa venganza. Bastará con que me guiéis hacia esas montañas, encontréis un lugar relativamente seguro, y después podéis marcharos, si tal es vuestro deseo.

—¿Vuestros motivos son altruistas, duque Dorian?

Hawkmoon titubeó.

—Quizá no del todo —admitió—. Deseo probar mi teoría de que Yisselda aún vive, y que puedo salvarla.

—En ese caso, creo que os guiaré a las Montarlas Búlgaras. Desconfío de un hombre que se ofrece para algo desinteresadamente. Con todo, creo que puedo confiar en vos.

—Estáis en lo cierto.

—El único problema que se me ocurre es si sobreviviréis al viaje. Vuestro estado es de lo más lamentable. —Extendió una mano y tocó sus ropas, como una campesina que comprara gansos en el mercado—. Para empezar, tenéis que engordar un poco. Dejaremos pasar una semana. Alimentad un poco vuestro estómago. Ejercicio. Equitación. Nos batiremos en duelo un par de veces, para entrenaros...

Hawkmoon sonrió.

—Me alegro de que no abriguéis rencor hacia mí, mi señora, de lo contrario me lo pensaría dos veces antes de aceptar a pies juntillas vuestra última sugerencia.

Katinka van Bak echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.


5. Una búsqueda penosa

Hawkmoon tenía todos los miembros doloridos. Su aspecto era lamentable cuando salió, casi tambaleante, al patio, donde Katinka van Bak ya le esperaba, montada en un corcel retozón cuyo cálido aliento se dibujaba en el transparente aire matinal. La montura de Hawkmoon era un animal menos nervioso, famoso por su paciencia y aguante, aunque Hawkmoon no se veía con ánimos de subir a la silla. Tenía el estómago revuelto, la cabeza le daba vueltas y sus piernas flaqueaban, pese a que había dedicado más de una semana al ejercicio y a seguir una buena dieta. Su apariencia había mejorado un poco, y estaba más limpio, aunque ya no era el héroe del Bastón Rúnico que había luchado contra Londra siete años atrás. Sintió escalofríos, porque el invierno se acercaba a la Kamarg. Se envolvió en su gruesa capa de piel. La capa estaba forrada de lana y casi daba calor al cerrarla. De tan pesada, estuvo a punto de caer al suelo mientras andaba. No llevaba armas encima pero la espada y la lanza flamígera colgaban de la silla. Además de la capa, vestía un grueso justillo a cuadros de color rojo oscuro, polainas de ante bordadas con complicados dibujos por Yisselda, cuando vivía y botas altas hasta la rodilla de excelente piel reluciente. Sobre la cabeza, un yelmo. No llevaba armadura. Aún no estaba lo bastante fuerte para permitírselo.

No había recobrado la salud por completo, ni física ni mental. Lo que le había impulsado a mejorar su estado no era desagrado hacia su baja forma, sino la insensata creencia de que encontraría viva a Yisselda en las Montañas Búlgaras.

Montó en el caballo con algunas dificultades. Se despidió de los senescales, olvidando que el conde Brass había dejado la responsabilidad de la provincia en sus manos, y siguió a Katinka van Bak a través de las puertas y por las calles desiertas de Aigues-Mortes. No había nadie en las calles. Sólo los criados del castillo sabían que se marchaba del castillo de Brass en dirección este, cuando el conde Brass se había encaminado hacia el oeste.

A mediodía, habían dejado atrás los cañaverales, los pantanos y las lagunas, y seguían una blanca carretera que pasaba frente a una de las grandes torres de piedra blanca que señalaban los límites del país cuyo señor protector era el conde Brass.

Cansado de cabalgar, incluso un trayecto tan corto, Hawkmoon empezaba a arrepentirse de su decisión. Le dolían los brazos de agarrarse a la perilla de la silla, tenía agujetas en los muslos y las piernas completamente entumecidas. Por su parte, Katinka van Bak parecía inagotable. Solía detenerse para que Hawkmoon la alcanzara, pero era sorda a sus súplicas de descansar un rato. Hawkmoon se preguntó si aguantaría el viaje, si moriría antes de llegar a las Montañas Búlgaras. A veces, se preguntaba cómo había llegado a simpatizar con esta despiadada mujer.

Un guardián que les vio desde lo alto de una torre les dio el alto. Junto a él se erguía el flamenco que le servía de montura, y su capa escarlata se agitaba al compás de la brisa. Por un momento, Hawkmoon creyó que hombre y animal eran un sólo ser. El guardián alzó su larga lanza flamígera a guisa de saludo cuando reconoció a Hawkmoon. Este logró mover apenas la mano, pero fue incapaz de responder al grito del centinela.

Después, la torre disminuyó en la distancia, cuando se desviaron hacia la Lyonesse. Desde la carretera divisaron las Montañas Suizas, que se creían emponzoñadas aún por las secuelas del Milenio Trágico, y que además eran infranqueables. Por suerte, Katinka van Bak y Hawkmoon tenían conocidos en la Lyonesse, que les proporcionarían provisiones para el resto del viaje.

Aquella noche acamparon en la carretera y, al amanecer, Hawkmoon se convenció de que su muerte era inminente. El dolor del día anterior no era nada comparado con la agonía que experimentaba ahora. Sin embargo, Katinka van Bak continuó sin demostrar piedad, y le exhortó a montar sobre su paciente caballo antes de hacerlo ella. Luego, cogió la brida del corcel y arrastró a bestia y jinete.

Así avanzaron tres días más, casi sin descansar, hasta que Hawkmoon se desmayó y cayó a tierra. Ya le daba igual encontrar o no a Yisselda. Tampoco culpaba o disculpaba a Katinka van Bak por el trato inhumano que le dispensaba. Sus dolores se habían convertido en una agonía permanente. Se movía cuando el caballo se movía. Se paraba cuando el caballo se paraba. Comía lo que Katinka van Bak ponía, a veces, delante de él. Dormía las escasas horas que le dejaban. Y luego se desmayaba.

En una ocasión, se despertó y vio que sus pies oscilaban al otro lado del caballo, y adivinó que Katinka van Bak había proseguido el viaje después de atarle a la silla de su montura.

Fue de esta forma que, unos días después, Dorian Hawkmoon, duque de Colonia, campeón del Bastón Rúnico, héroe de Londra, entró en la antigua ciudad de Lyon, capital de la Lyonesse, su caballo tirado por una anciana cubierta con una armadura polvorienta.

Y la siguiente vez que Dorian Hawkmoon se despertó, yacía en una mullida cama, rodeado de jóvenes doncellas que le sonreían y ofrecían comida. Por un momento, se negó a aceptar su existencia.

Pero eran reales, la comida buena, y el descanso le revivió. Dos días más tarde, el reacio Hawkmoon, mucho más recuperado partió en compañía de Katinka van Bak para continuar la búsqueda del miserable ejército atrincherado en las Montañas Búlgaras.

—Por fin habéis echado carnes —dijo una mañana la mujer, mientras cabalgaban en dirección al sol, que teñía de un verde resplandeciente las suaves colinas del país que atravesaban. Katinka cabalgaba a su lado, pues ya no consideraba necesario tirar de su caballo. Palmeó su hombro—. Y vuestros huesos se han fortalecido. Ninguno de vuestros males era irremediable, como veis.

—No sé si vale la pena someterse a tan crueles sacrificios para sanar —replicó Hawkmoon.

—Algún día me lo agradeceréis.

—No estoy muy seguro, Katinka van Bak, y os los digo con toda sinceridad.

Y entonces, Katinka van Bak, regente de Ukrainia, lanzó una estruendosa carcajada y espoleó a su caballo.

Hawkmoon se vio obligado a admitir que sus dolores casi habían desaparecido y que se sentía mucho mejor dispuesto a resistir un largo viaje a caballo. Su estómago aún se revolvía de vez en cuando y no estaba tan fuerte como antes, pero casi había llegado al punto de poder disfrutar de los olores, sonidos y paisajes que les rodeaban. Le asombraba lo poco que necesitaba dormir Katinka van Bak. Realizaban la mitad del trayecto por las noches, hasta que la mujer permitía que acamparan. Como resultado, llevaban un buen ritmo, pero Hawkmoon padecía un cansancio permanente.

Llegaron a la segunda parte del viaje cuando entraron en los territorios del duque Mikael de Bahzel, pariente lejano de Hawkmoon y a cuyo servicio había luchado Katinka van Bak, durante las disputas del duque con otro de sus parientes, el ya fallecido Pretendiente de Estrasburgo. Cuando el Imperio Oscuro ocupó sus tierras, el duque Mikael fue objeto de las más groseras humillaciones, y nunca se recuperó por completo. Se había convertido en un misántropo y su esposa ejercía casi todas sus funciones en su nombre. Se llamaba Julia de Padova, hija del Traidor de Italia, Enric, que había establecido un pacto con el Imperio Oscuro contra su propio pueblo y, como recompensa, fue asesinado por los Señores de las Bestias. Tal vez por conocer la bajeza de su padre, Julia de Padova gobernaba la provincia con gran justicia. Hawkmoon reparó en la evidente prosperidad del campo. Ganado bien alimentado pacía en una hierba excelente. Las granjas, recién pintadas y de piedra pulida, resplandecían. Los tejados estaban labrados en el estilo recargado tan apreciado por los campesinos de estos parajes.

Sin embargo, cuando llegaron a la capital, Bazhel, fueron recibidos por Julia de Padova con moderada gentileza, y su hospitalidad no fue excesiva, como si se esforzara en olvidar los viejos tiempos en que el Imperio Oscuro había gobernado toda Europa. Por lo tanto, ver a Hawkmoon no la hizo feliz, porque había jugado un papel muy importante en la lucha contra el Imperio y le recordaba el pasado: la humillación de su marido y la traición de su padre.

De ese modo, la pareja no pasó mucho tiempo en Bazhel, sino que siguió hasta Munchenia, donde el viejo príncipe intentó halagarles con regalos y les suplicó que se quedaran más tiempo y le contaran sus aventuras. Aparte de advertirle sobre lo que había ocurrido en Ukrainia (se mostró escéptico), mantuvieron en secreto su misión y se marcharon a regañadientes, provistos de mejores armas y mejores ropas, Si bien Hawkmoon no había querido desprenderse de su gran capa de piel, porque la llegada del invierno era inminente.

Cuando Dorian Hawkmoon y Katinka van Bak llegaron a Linz, ahora una república, las primeras nieves habían caído sobre las calles de la pequeña ciudad de madera, reconstruida después de haber sido arrasada por los ejércitos de Granbretán.

—Hemos de acelerar la marcha —dijo Katinka van Bak a Hawkmoon, mientras tomaban algo en una buena posada situada en la plaza central de la ciudad—. De lo contrario, encontraremos cerrados los pasos de las Montañas Búlgaras y nuestro viaje habrá sido en vano.

—Me pregunto si no habrá sido en vano desde un principio —contestó Hawkmoon, sosteniendo la copa de vino humeante con sus manos enguantadas.

Ya no recordaba en nada al ser que habitaba en el castillo de Brass, si bien sus antiguas amistades le habrían reconocido de inmediato. Sus facciones eran marcadas de nuevo y los músculos abultaban bajo la camisa de seda. Sus ojos eran brillantes, enérgicos, y su piel brillaba, así como su largo cabello rubio.

—¿Aún os preguntáis si encontraréis allí a Yisselda?

—Sí, y también me pregunto si ese ejército es tan fuerte como pensáis. Quizá tuvieron la suerte de su lado cuando aplastaron a vuestras fuerzas.

—¿Qué os hace pensar eso?

—No hemos oído ningún rumor. Ni la menor insinuación de que nadie tenga noticia de este ejército.

—Yo he visto ese ejército. Y era grande, creedme. Es poderoso. Podría conquistar el mundo entero. Es cierto.

Hawkmoon se encogió de hombros.

—Bien, os creo, Katinka van Bak, pero considero extraño que no hayan llegado rumores a nuestros oídos. Cuando hablamos de este ejército, nadie confirma lo que decimos. ¡No me extraña que nos presten tan poca atención!

—Vuestro ingenio se agudiza —aprobó Katinka—, pero como resultado estáis menos predispuesto a creer en lo fantástico. —Sonrió— Ocurre a menudo, ¿verdad?

—Sí, a menudo.

—¿Queréis dar media vuelta?

Hawkmoon estudió el vino caliente de la copa.

—El viaje hasta casa es largo, pero ahora me siento culpable por haber abandonado mis obligaciones en la Kamarg y emprender esta búsqueda.

—No os ocupabais demasiado bien de esas responsabilidades —le recordó ella—. No estabais en condiciones..., ni físicas ni mentales.

Hawkmoon le dedicó una sonrisa sombría.

—Es verdad. Este viaje me ha sentado de maravilla, pero eso no cambia el hecho de que mis principales responsabilidades están en la Kamarg.

—En este momento, nos quedan más cerca las Montañas Búlgaras que la Kamarg.

—Al principio, vos fuisteis la más reacia a emprender este viaje, pero ahora os mostráis ansiosa por alcanzar vuestro objetivo.

La mujer se encogió de hombros.

—Me gusta terminar lo que empiezo. ¿Es tan raro?

—Yo diría que es típico de vos, Katinka van Bak —suspiró Hawkmoon—. Muy bien. Vayamos a las Montanas Búlgaras, lo más rápido que permitan nuestras monturas, y regresemos a la Kamarg en cuanto nuestro objetivo se haya cumplido. Con información y la fuerza de la Kamarg encontraremos una forma de derrotar a los que destruyeron vuestro país. Hablaremos con el conde Brass, que ya habrá vuelto para entonces.

—Un plan muy sensato, Hawkmoon. —Katinka van Bak pareció tranquilizarse—. Me voy a la cama.

—Terminaré el vino e imitaré vuestro ejemplo. —Hawkmoon lanzó una carcajada—. Incluso ahora conseguís agotarme.

—Otro mes y la situación sufrirá un vuelco —prometió ella—. Buenas noches, Hawkmoon.

A la mañana siguiente, los cascos de sus caballos hollaron la delgada capa de nieve, aunque continuaban cayendo abundantes copos. Las nubes desaparecieron a la primera hora de la tarde y el cielo quedó despejado. La nieve empezó a fundirse. No había sido una nevada espectacular, pero constituía un anticipo de lo que les esperaba cuando llegaran a las Montañas Búlgaras.

Cabalgaron por un terreno sembrado de colinas que, en otro tiempo, había formado parte del reino de Viena, pero el reino había sido asolado y su población exterminada. La hierba volvía a crecer en la tierra calcinada y muchas ruinas estaban cubiertas de enredaderas. Tiempo después, los viajeros admirarían aquellas hermosas reliquias, pensó Hawkmoon, pero no podía olvidar que eran el resultado de la desmedida ansia de conquistar el mundo que había poseído a Granbretán.

Pasaban frente a los restos de un castillo asentado sobre una elevación, cuando Hawkmoon creyó oír un ruido procedente del lugar.

—¿Habéis oído? —susurró Hawkmoon a Katinka van Bak, que cabalgaba a su lado.

—¿Una voz humana? Sí, la he oído. ¿Distinguisteis las palabras?

Se volvió en su silla y le miró.

Hawkmoon negó con la cabeza.

—No. ¿Vamos a investigar?

—No tenemos tiempo.

Señaló el cielo, que se había nublado de nuevo.

Sin embargo, los dos tiraron de las riendas de sus caballos y contemplaron el castillo.

—¡Buenas tardes!

La voz tenía un acento extraño, pero era alegre.

—Tenía el presentimiento de que pasaríais por aquí, campeón.

Y de las ruinas surgió un joven delgado, tocado con un sombrero de ala ancha, algo ladeado. Llevaba una pluma sujeta a la cinta. Vestía un justillo de terciopelo, bastante sucio, y pantalones azules, también de terciopelo. Calzaba botas de ante. Cargaba a la espalda un pequeño saco. De su cintura colgaba una fina y sencilla espada.

Y Dorian Hawkmoon le reconoció, aterrorizado.

Desenvainó la espada, aunque el extraño no parecía peligroso.

—¿Cómo? ¿Me consideráis un enemigo? —preguntó el joven, sonriente—. Os aseguro que no lo soy.

—¿Le habíais visto antes, Hawkmoon? —saltó Katinka van Bak—. ¿Quién es?

Era la visión que Hawkmoon había tenido en su cama del castillo de Brass, antes de que llegara la mujer soldado.

—No lo sé —dijo Hawkmoon con voz estrangulada—. Esto huele a brujería. Obra del Imperio Oscuro, tal vez. Se parece... Me recuerda a un amigo mío, aunque no tienen nada en común. .

—Un viejo amigo, ¿eh? —dijo el desconocido—. Eso soy, campeon. ¿Cómo te llaman en este mundo?

—No os entiendo.

Hawkmoon envainó su espada, a regañadientes.

—Siempre ocurre lo mismo cuando os reconozco. Soy Jhary-a-Conel y no debería estar aquí, pero últimamente tienen lugar muchas desestructuraciones en el multiverso. ¡Fui separado de cuatro reencarnaciones distintas en otros tantos minutos! ¿Cómo os llaman, pues?

—Sigo sin comprender—se empeñó Hawkmoon—. ¿Cómo me llaman? Soy el duque de Colonia. Soy Dorian Hawkmoon.

—Os saludo de nuevo, duque Dorian. Soy vuestro compañero. Ignoro cuánto tiempo permaneceré a vuestro lado. Como ya he dicho, extrañas desestructuraciones...

—Farfulláis tonterías sin cesar, sir Jhary —se impacientó Katinka van Bak—. ¿Cómo habéis llegado a estos parajes?

—Fui transportado contra mi voluntad a esta tierra desolada, señora.

De repente, el saco del joven empezó a saltar y retorcerse, Jhary-a-Conel lo depositó con suavidad en el suelo, lo abrió y sacó un pequeño gato alado blanco y negro. El mismo que Hawkmoon había visto en su visión.

Hawkmoon se estremeció. Si bien el joven era agradable, tenía la terrible sospecha de que la aparición de Conel anunciaba algún acontecimiento desagradable para él. Al igual que no entendía por qué Conel le recordaba a Oladahn, tampoco entendía por qué otras cosas le resultaban familiares. Ecos. Ecos como aquellos que le habían convencido de que Yisselda continuaba con vida...

—¿Conocéis a Yisselda? —probó—. ¿Yisselda de Brass?

Jhary-a-Conel frunció el ceño.

—Creo que no, pero conozco a muchas personas y me olvido de casi todas, del mismo modo que me olvidaré de vos algún día. Es mi sino. El mismo que el vuestro, por supuesto.

—Habláis de mi sino como si supierais más de él que yo.

—Y así es, en este contexto. En otra ocasión, ninguno reconocerá al otro. Campeón, ¿qué os llama ahora?

Como campeón del Bastón Rúnico, Hawkmoon estaba acostumbrado a esta fórmula, aunque muy pocos la utilizaban. El resto de la frase era un misterio para él.

—Nada me llama. He emprendido una búsqueda en compañía de esta dama. Una búsqueda urgente.

—Entonces, no hay tiempo que perder. Un momento.

Jhary-a-Conel corrió colina arriba y entró en el castillo derruido. Un segundo después salió conduciendo un viejo caballo amarillo. Era el rucio más feo que Hawkmoon había visto en su vida.

—Dudo que pudierais mantener nuestro paso con ese jamelgo —dijo Hawkmoon—, aun en el caso de que os hubiéramos dado permiso. Que no es el caso.

—Lo haréis.

Jhary-a-Conel puso el pie en el estribo y se izó sobre la silla. El caballo pareció derrumbarse bajo su peso.

—Al fin y al cabo, nuestro sino es cabalgar juntos.

—A vos, amigo mío, tal vez se os antoje predeterminado —dijo Hawkmoon, malhumorado—, pero yo no comparto dicha creencia.

Pero sí la compartía. Le pareció de lo más natural que Jhary les acompañara. Al mismo tiempo, le desagradaba el convencimiento de Jhary tanto como el suyo.

Hawkmoon miró a Katinka van Bak en busca de consejo. La mujer se encogió de hombros.

—No me importa que otra espada se una a las nuestras —dijo.

Dirigió una mirada de desdén al caballo de Jhary.

—Aunque me parece que muy pronto os quedaréis atrás —añadió.

—Ya lo veremos —respondió Jhary en tono risueño—. ¿Adónde vais?

Las sospechas crecieron en Hawkmoon. De pronto, se le ocurrió que el hombre podía ser un espía del enemigo.

—¿Por qué lo preguntáis?

Jhary se encogió de hombros.

—Por preguntar. He oído rumores sobre ciertos problemas en las montañas al este de aquí. Una banda de salvajes que se dedican a destruirlo todo antes de volver a su guarida.

—Yo también he oído algo similar—admitió Hawkmoon, cauteloso—. ¿Dónde lo habéis oído?

—Me lo dijo un viajero que encontré en la carretera.

Por fin, Hawkmoon tenía una confirmación de lo que Katinka van Bak había contado. Se tranquilizó al saber que no le había mentido.

—Bien —dijo—, vamos en esa dirección. Queremos comprobarlo personalmente.

—Muy cierto —sonrió Katinka van Bak.

Y ahora eran tres los jinetes que se dirigían a las Montañas Búlgaras. Un trío peculiar, a decir verdad. Cabalgaron durante varios días, pero al jamelgo de Jhary no le costó nada mantener el paso de los demás caballos.

Un día, Hawkoon se volvió hacia su nuevo compañero y preguntó:

—¿Conocíais a un hombre llamado Oladahn? Era muy bajito y estaba cubierto de vello rojizo. Decía ser pariente de los Gigantes de las Montañas Búlgaras, a quienes nadie ha visto, que yo sepa. Un experto arquero.

—He conocido a muchos arqueros expertos, entre ellos a Rackhir el Arquero Rojo, que tal vez sea el más grande de todo el multiverso, pero ninguno llamado Oladahn. ¿Erais buenos amigos?

—Mi mejor amigo durante mucho tiempo.

—Tal vez he llevado ese nombre —dijo Jhary-a-Conel, y frunció el ceño—. He llevado muchos, por supuesto. Me resulta vagamente familiar, al igual que los nombres Corum o Urlik os resultarían familiares a vos.

—¿Urlik? —Hawkmoon palideció—. ¿Qué sabéis de ese nombre?

—Es vuestro nombre. Uno de ellos, al menos. Y Corum también, aunque Corum no era una manifestación humana y tendríais más dificultades en recordarla.

—¡Habláis como si tal cosa de reencarnaciones! ¿Afirmáis que recordáis vidas pasadas con la misma facilidad que yo recuerdo aventuras anteriores?

—Algunas vidas. Todas no, ni mucho menos. Ya está bien así. En tra reencarnación es posible que no recuerde ésta, por ejemplo. De todos modos, he advertido que en esta ocasión mi nombre no ha cambiado. —Jhary lanzó una carcajada—. Mis recuerdos vienen y van, como los nuestros. Eso nos salva.

—Habláis en acertijos, amigo Jhary.

—A menudo me lo decís. —Jhary se encogió de hombros—. Sin embargo, esta aventura me parece un poco diferente, debo admitirlo. Me encuentro en la peculiar situación de ser zarandeado de una dimensión a otra. Desestructuraciones a gran escala, causadas por los experimentos de algún hechicero loco, sin duda. Por no mencionar el interés que demuestran los Señores del Caos cuando se les ofrece una oportunidad así. Supongo que juegan algún papel en todo esto.

—¿Los Señores del Caos? ¿Quiénes son?

—Ah, es algo que debéis descubrir vos mismo, si no lo sabéis. Algunos dicen que moran en el confín del tiempo y que sus intentos de manipular el tiempo a su capricho es el resultado de que su mundo está agonizando, pero es una teoría cogida por los pelos. Otros sugieren que no existen, pero que la imaginación de los hombres los conjuran periódicamene.

—¿Sois un hechicero, maese Jhary? —preguntó Katinka van Bak, retrocediendo hacia ellos.

—Creo que no.

—Un filósofo, como mínimo.

—La experiencia moldea mi filosofía, eso es todo.

Jhary, cansado al parecer de la conversación, se negó a continuar abundando en el tema.

—Mi única experiencia del tipo que insinuabais —dijo Hawkmoon— fue con el Bastón Rúnico. ¿Es posible que esté relacionado con lo que sucede en las Montañas Búlgaras?

—¿El Bastón Rúnico? Tal vez.

Una gran nevada había caído sobre la ciudad de Pesht. Construida de piedra blanca tallada, la ciudad había sobrevivido a los asedios del Imperio Oscuro y su aspecto actual recordaba al que tenía antes de que Granbretán iniciara sus conquistas. La nieve brillaba sobre cada superficie y, como los tres héroes llegaron en una noche de luna llena, daba la impresión de que llamas blancas consumían Pesht.

Se detuvieron ante las puertas pasada la medianoche y les costó bastante despertar al guardia, que les dejó pasar con gran aparato de gruñidos y preguntas sobre sus intenciones. Cabalgaron por anchas y vacías avenidas, en busca del palacio del príncipe Karr de Pesht. En otros tiempos, el príncipe Karl había cortejado a Katinka van Bak y solicitado su mano. Habían sido amantes durante tres años, pero ella nunca aceptó casarse con él. Ahora, estaba casado con una princesa de Zagredia y era feliz. Katinka y él continuaban siendo amigos. El príncipe la había acogido bajo su techo cuando huyó de Ukrainia. Le sorprendería verla.

El príncipe Karl de Pesht se quedó sorprendido. Llegó a su adornado salón con un bata de brocado, los ojos anegados en sueño, pero ver a Katinka van Bak le alegró.

—¡Katinka! ¡Pensaba que ibas a pasar el invierno en la Kamarg!

—Ése era mi plan.

La mujer avanzó, cogió al príncipe por los hombros y le besó en ambas mejillas al estilo militar; dio la impresión de que, en lugar de saludar a un antiguo amante, se presentaba como soldado.

—El duque Dorian me convenció de que le acompañara a las Montañas Búlgaras.

—¿Dorian? El duque de Colonia. He oído hablar mucho de vos, joven. Es un honor acogeros bajo mi techo. —El príncipe Karl sonrió mientras estrechaba la mano de Hawkmoon—. ¿Y este caballero?

—Un compañero de camino. Su nombre es un poco raro: Jhary-a-Conel.

Jhary se quitó el sombrero y ejecutó una complicada reverencia.

—Es un honor conocer al príncipe de Pesht —dijo.

El príncipe Karl rió.

—Y un privilegio recibir a un compañero del gran héroe de Londra. Esto es maravilloso. ¿Vais a quedaros mucho tiempo?

—Temo que sólo esta noche —dijo Hawkmoon—. Los asuntos que nos aguardan en las Montañas Búlgaras son urgentes.

—¿Hay algo allí que valga la pena? Hasta los legendarios gigantes de la montaña han muerto, según creo.

—¿No habéis hablado al príncipe de los invasores? —preguntó Hawkmoon, sorprendido, y se volvió hacia Katinka van Bak—. Pensaba...

—No quería alarmarle.

—¡Pero esta ciudad no se encuentra lejos de las Montañas Búlgaras, y corre peligro de ser atacada! —protestó Hawkmoon

—¿Atacada? ¿Qué ocurre? ¿Un enemigo procedente de las montañas?

La expresión del príncipe Karl cambió.

—Bandidos —dijo Katinka van Bak, lanzando una significativa mirada a Hawkmoon—. Una ciudad del tamaño de Pesht no ha de temer nada. Un país tan bien defendido como el vuestro no se encuentra amenazado.

—Pero...

Hawkmoon se contuvo. Katinka van Bak debía tener buenos motivos para ocultar al príncipe lo que sabía. ¿Cuáles podían ser esas razones? ¿Acaso sospechaba que el príncipe Karl se había confabulado con sus enemigos? En tal caso, tendría que haberle advertido antes. Además, era inconcebible que este amable anciano se aliara con semejante chusma. Había luchado bien y valientemente contra el Imperio Oscuro que le capturó, aunque no había padecido las indignidades que el Imperio Oscuro reservaba a los aristócratas prisioneros

—Estaréis cansados del viaje —dijo el príncipe Karl con diplomacia. Ya había ordenado a los criados que prepararan habitaciones para los invitados—. Querréis acostaros. El placer de veros de nuevo, Katinka y de conocer a este héroe, me ha impulsado a reteneros más de la cuenta. —Sonrió y rodeó con el brazo la espalda de Hawkmoon—. Quizá podamos charlar un poco durante el desayuno, antes de que partáis.

—Sería un gran placer, sire —dijo Hawkmoon

Y cuando Hawkmoon se tendió en la enorme cama de una confortable habitación, que un agradable fuego calentaba, contempló las sombras que jugueteaban sobre los bellos tapices que decoraban las paredes y meditó durante unos minutos en los posibles motivos de Katinka van Bak para guardar silencio, antes de sumirse en un sueño profundo, que ninguna pesadilla atormentó.

En el gran trineo cabían hasta doce soldados con armadura y habría podido venderse por una fortuna, pues estaba incrustado de oro, platino, marfil y ébano, amén de piedras preciosas. Sólo un maestro había podido cincelar la madera del armazón. Hawkmoon y Katinka van Bak se resistieron a aceptar el obsequio del príncipe Karl, pero el hombre insistió.

—Es lo más adecuado para este tiempo. Vuestros caballos os seguirán y estarán frescos cuando los necesitéis.

Ocho caballos castrados tiraban del trineo, atados a un arnés de piel negra y plata. Se habían fijado campanas al arnés, aunque estaban bien envueltas para ahogar el ruido.

Nevaba con intensidad y la carretera que conducía a Pesht estaba resbaladiza. Era lógico utilizar el trineo en tales circunstancias. El trineo iba cargado de provisiones y pieles, y contaba con una capota que podía alzarse rápidamente si el tiempo empeoraba. Tenían artefactos antiguos, primos lejanos de las lanzas flamígeras, para preparar la comida, variada y suficiente para alimentar a un pequeño ejercito. El príncipe Karl no había dicho que estaba encantado de recibirles por mera cortesía.

Jhary-a-Conel aceptó sin ambages el trineo. Rió de placer cuando subió y se sentó entre una profusión de pieles carísimas.

—Recordad cuando erais Urlik —dijo a Hawkmoon—. Urlik Skarsol, príncipe del Hielo Austral. ¡Tiraban osos de vuestro carruaje!

—No recuerdo esa experiencia —replicó Hawkmoon—. Me gustaría saber por qué os empeñáis en proseguir esta farsa.

—Bueno, quizá lo entenderéis más tarde —repuso filosóficamente Jhary.

El príncipe Karl de Pesht se despidió de ellos en persona, y agitó la mano desde las impresionantes murallas de la ciudad hasta que se perdieron de vista.

El enorme trineo se desplazaba a gran velocidad y Hawkmoon se preguntó por qué experimentaba una mezcla de júbilo y recelo al viajar a tal velocidad. Una vez más, Jhary había mencionado algo que despertaba un eco en su memoria. Sin embargo, estaba seguro de que nunca había sido ese tal “Urlik”; a lo sumo, habría soñado alguna vez ese nombre.

El ritmo del viaje se mantuvo constante, porque las condiciones climatológicas jugaban a su favor. Los ocho caballos negros parecían incansables, y les acercaban cada vez más a las Montañas Búlgaras.

Pese a todo, una aterradora sensación de familiaridad embargaba a Hawkmoon. La imagen de un carruaje de plata, cuyas cuatro ruedas iban fijadas a esquíes, que atravesaba implacablemente una gran llanura de hielo. Otra imagen, esta vez de un barco..., pero un barco que surcaba otra llanura de hielo. Y no ocurría en los mismos mundos; de eso estaba seguro. Ninguno era este mundo, su mundo. Intentó apartar tales pensamientos de su mente, pero eran persistentes.

Quizá debería plantear sus dudas a Katinka van Bak y a Jhary-a-Conel, pero no se decidía. Pensaba que las respuestas tal vez no le agradarían.

Continuaron el viaje bajo la nieve remolineante, el terreno se hizo bastante empinado y la velocidad disminuyó un poco, aunque no demasiado.

A juzgar por lo que veía del paisaje circundante, no había señales de ataques recientes. Hawkmoon, que sujetaba las riendas de los ocho caballos, expresó su opinión a Katinka van Bak.

Su respuesta fue sucinta.

—No tiene por qué haberlos. Os dije que sólo asolaban el otro lado de las montañas.

—Pues tiene que haber una explicación a eso, y si descubrimos la explicación encontraremos su punto débil.

Por fin, las carreteras se hicieron demasiado empinadas y los cascos de los caballos patinaron en el hielo. La nieve había remitido y estaba anocheciendo. Hawkmoon señaló un prado que se extendía bajo ellos.

—Los caballos pueden pastar allí. La hierba es aceptable. Y hay una cueva donde podrán guarecerse. Es lo máximo que podemos hacer por ellos, me temo.

—Muy bien —dijo Katinka van Bak.

Consiguieron desviar de su camino a los caballos, no sin grandes esfuerzos, y bajaron por el sendero hasta llegar al prado cubierto de nieve. Hawkmoon apartó la nieve con la bota para indicar la hierba que crecía debajo, pero los caballos no necesitaron su ayuda. Estaban acostumbrados a tales avatares y emplearon sus cascos para quitar la nieve. Como casi había anochecido, los tres decidieron pasar la noche en la cueva con los caballos, antes de continuar hacia las montañas.

—El tiempo juega a nuestro favor —indicó Hawkmoon—, porque nuestros enemigos tienen menos posibilidades de vernos.

—Muy cierto —aprobó Katinka van Bak.

—Por otra parte, hemos de ser cautelosos —continuó Hawkmoon—, porque tampoco los veremos hasta que los tengamos encima. ¿Conocéis esta zona, Katinka van Bak?

—Bastante bien.

La mujer estaba encendiendo un fuego en el interior de la caverna, pues los hornillos que les había proporcionado el príncipe para cocinar no servían para calentar la cueva.

—Esto es ideal — comentó Jhary-a-Conel—. No me importaría pasar el resto del invierno aquí. Reemprenderíamos el viaje cuando llegara la primavera.

Katinka le dirigió una mirada de desdén. Jhary sonrió y guardó silencio durante un rato.

Cabalgaban bajo un cielo inexorable. No crecía nada en aquellas montañas, salvo un poco de musgo agostado y algunos raquíticos abedules grises y pardos. Aves de rapiña trazaban círculos entre los picos dentados. Sólo se oía el ruido de su respiración, el repiqueteo de los cascos de los caballos sobre las rocas, su lento avance. El paisaje que se divisaba desde aquellos senderos montañosos era hermosísimo, pero también mortífero, frío, cruel. Muchos viajeros debían morir en aquellos parajes durante el invierno.

Hawkmoon se había puesto un espeso pellejo sobre sus ropas de piel. Aunque sudaba, no quería quitarse ninguna prenda por temor a quedarse congelado. Los demás también iban bien arropados: capuchas, guantes, botas y abrigos. Los senderos descendían en muy pocas ocasiones, pero volvían a ascender en la siguiente revuelta.

El aspecto de las montañas, pese a su belleza mortífera, era apacible. Una inmensa sensación de paz reinaba en los valles, y Hawkmoon apenas podía creer que un ejército de bandidos se ocultara en ellas. Nada indicaba que las montañas hubieran sido invadidas. A veces, tenía la sensación de ser el primer hombre que seguía aquella senda. Aunque la progresión era lenta y fatigosa, no se había sentido tan relajado desde que era niño, cuando su padre gobernaba Colonia. Su única responsabilidad era sencilla: seguir con vida.

Y por fin llegaron a una senda algo más amplia, donde Hawkmoon pudo moverse a sus anchas, tal como deseaba. La senda desembocaba de repente en la entrada de una enorme cueva oscura.

—¿Qué es esto? —preguntó Hawkmoon a Katinka—. Parece un callejón sin salida. ¿Es un túnel?

—Sí —contestó la mujer—. Es un túnel.

—¿Cuánto nos quedará de viaje cuando lleguemos al otro extremo del túnel?

Hawkmoon se apoyó contra la pared rocosa, junto a la entrada del túnel.

—Eso depende —fue la misteriosa contestación de Katinka van Bak, que no añadió nada más.

Hawkmoon estaba demasiado débil para preguntar qué quería decir. Se internó en el túnel, guiando a su caballo por la brida, contento de que la nieve ya no dificultara su paso. Hacía calor en la cueva y olía a primavera. Sólo Hawkmoon se dio cuenta, y los otros dos se preguntaron si algún perfume se había adherido a su enorme capa de piel. El suelo de la caverna era llano y caminaron con mayor facilidad.

—Cuesta creer que este lugar sea obra de la naturaleza —dijo Hawkmoon—. Es una maravilla.

Tras una hora de caminata, sin que se viera el final del túnel, Hawkmoon empezó a ponerse nervioso.

—No puede ser natural —masculló.

Palpó las paredes, pero nada indicaba que hubieran sido creadas por herramientas. Se volvió hacia sus acompañantes y pensó, en la oscuridad, que distinguía expresiones extrañas en sus rostros.

—¿Cuál es vuestra opinión? Ya conocéis este lugar, Katinka van Bak. ¿Es mencionado en las leyendas o en los libros de historia?

—En algunos —admitió la mujer—. Sigue adelante, Hawkmoon. Pronto llegaremos al otro lado.

—¿A dónde conduce?

Se giró en redondo. La antorcha que sujetaba en la mano teñía su rostro de un rojo demoníaco.

—¿Al mismísimo campamento del Imperio Oscuro? ¿Trabajáis los dos para mis viejos enemigos? ¿Se trata de una celada? ¡Ninguno de los dos me habéis dicho la verdad!

—No estamos al servicio de vuestros enemigos —dijo Katinka van Bak—. Seguid, Hawkmoon, os lo ruego, ¿o preferís que vaya yo al frente?

Dio un paso adelante.

Hawkmoon se llevó la mano instintivamente al pomo de la espada, echando hacia atrás su capa de piel.

—No. Confío en vos, Katinka van Bak, aunque olfateo una trampa. ¿Por qué?

—¡Debéis seguir adelante, señor campeón! —dijo en voz baja Jhary-a-Conel, mientras acariciaba el pelaje de su gato blanco y negro, que asomaba la cabeza por su justillo—. Es vuestro deber.

—¿Campeón? ¿Campeón de qué? —La mano de Hawkmoon aún aferraba el pomo de su espada—. ¿De qué?

—Campeón Eterno —respondió Jhary-a-Conel, aún en voz baja—. Soldado del destino...

—¡No!

Aunque las palabras carecían de sentido, su sonido resultó insoportable a Hawkmoon.

—¡No!

Se llevó las manos enguantadas a los oídos.

Y fue en aquel momento cuando sus amigos se precipitaron sobre él.

No estaba tan fuerte como antes de sumirse en la locura. La subida le había agotado. Luchó contra ellos, hasta que el puñal de Katinka van Bak rozó su ojo y oyó que la mujer susurraba en sus oídos:

—Mataros es la mejor forma de lograr nuestros propósitos, Hawkmoon —dijo—, pero lo considero una grosería. Además, no me decido a separaros de este cuerpo, por si deseáis regresar a él. Por lo tanto, sólo os mataré si me ponéis las cosas muy difíciles. ¿Me entendéis?

—Olfateaba la traición —replicó Hawkmoon, sin dejar de debatirse—, cuando pensaba oler a primavera. Olía a traición, en realidad. Traición disfrazada de amistad.

Uno de los dos apagó la antorcha. La oscuridad descendió sobre ellos y Hawkmoon oyó el eco de sus palabras.

—¿Dónde estamos? —Notó que el puñal aranaba su ojo de nuevo—. ¿Qué me váis a hacer?

—Era la única forma —dijo Katinka van Bak—. Era la única manera, campeón.

Era la primera vez que le llamaba así, aunque Jhary había utilizado el término con frecuencia.

—¿Dónde estamos?—repitió—. ¿Dónde?

—Ojalá lo supiera—musitó Katinka van Bak, como entristecida.

A continuación, le golpeó en la nuca con su guantelete. Por un momento, Hawkmoon pensó que no iba a perder la conciencia, pero entonces se dio cuenta de que las rodillas le fallaban.

Después, tuvo la sensación de que su cuerpo se alejaba de él y se perdía en la oscuridad de la cueva.

Y por fin comprendió que el golpe había logrado lo que pretendía.





Libro segundo

Regreso al hogar

1. Ilian de Garathorm

Hawkmoon escuchó a los fantasmas.

Cada fantasma le hablaba con su propia voz. La voz de Hawkmoon...

... entonces era Erekose y asesiné a la raza humana. Y Urlik Skarsol, príncipe del Hielo Austral, que asesinó a la Reina de Plata de la Luna. Que empuñó la Espada Negra. Ahora vago en el limbo y aguardo mi siguiente misión. Quizá de esta forma encuentre un medio de regresar junto a Ermizhad, mi amor perdido. Quizá encuentre Tanelorn. (He sido Elric)

Soldado del destino... Herramienta del tiempo... Campeón Eterno... Condenado a la guerra perpetua. (He sido Corum. He sido Corum en más de una vida)

No sé cómo empezó. Quizá termine en Tanelorn. Rhalina, Yisselda, Cymoril, Zarozinia...

Tantas mujeres. (He sido Arflane. Asquiol. Aubec)

Todos muertos, salvo yo. (He sido Hawkmoon...)

“¡No! ¡Soy Hawkmoon!” (Todos somos Hawkmoon. Hawkmoon es cada uno de nosotros)

Todos vivos, salvo yo.

¿John Daker? ¿Fue el primero?

¿O el último?

Flotaban rostros ante él. Cada uno era diferente. Cada uno era su propio rostro. Gritó y trató de alejarlos. Pero carecía de manos.

Intentó recobrarse. Mejor morir bajo el puñal de Katinka van Bak que padecer esta tortura. Era lo que temía. Era lo que había tratado de evitar. Era el motivo de haber interrumpido la conversación con Jhary-a-Conel. Pero estaba solo contra un millar..., un millar de sus manifestaciones.

La lucha es eterna, el combate interminable.

Y ahora hemos de transformarnos en llian. Ilian, cuya alma fue arrebatada. ¿No es extraña tal misión?

“Soy Hawkmoon, simplemente Hawkmoon.”

Y yo soy Hawkmoon. Y soy Urlik Skarsol. Ysoy llian de Garathorm. Quizá aquí encontraré Tanelorn. Adiós al Hielo Austral y al sol poniente. Adiós a la Reina de Plata y al Cáliz Vociferante. Adiós al conde Brass. Adiós a Urlik. Adiós a Hawkmoon...

Y los recuerdos de Hawkmoon empezaron a desvanecerse, siendo sustituidos por un millón de otros recuerdos. Recuerdos de mundos extraños y paisajes exóticos, de seres humanos y no humanos. Recuerdos que no podían pertenecer a un sólo hombre, pero similares a los sueños que había tenido en el castillo de Brass. ¿O los había tenido en otro lugar? ¿En Melniboné? ¿En Loos Ptokai? ¿En el castillo de Erorn, a la orilla del mar? ¿A bordo de aquel extraño bajel que navegaba más allá de la Tierra? ¿Dónde? ¿Dónde los había soñado?

Y entonces supo que los había soñado en todos aquellos lugares y que los volvería a soñar en todos aquellos lugares.

Sabía que el Tiempo no existía.

Pasado, presente y futuro eran lo mismo. Existían en el mismo momento... y no existían en ningún momento.

Era Urlik Skarsol, príncipe del Hielo Austral y su carruaje era arrastrado por osos, que se deslizaban sobre el cielo bajo un sol agonizante. Avanzaba hacia un objetivo. Buscaba, al igual que Hawkmoon buscaba a Yisselda, a una mujer inalcanzable. Ermizhad. Y Ermizhad no había amado a Urlik Skarsol. Había amado a Erekose. Pero Erekose también era Urlik Skarsol.

Tanelorn. Ése era el objetivo de Urlik.

Tanelorn. ¿No sería también del de Hawkmoon?

El nombre le era familiar, pero ya había encontrado Tanelorn muchas veces. Incluso había vivido allí en una ocasión, y cada vez era diferente.

¿Qué Tanelorn debía buscar?

Y había una espada. Una espada que se manifestaba de múltiples maneras. Una espada negra, aunque a menudo se disfrazaba. Una espada...

Ilian de Garathorm poseía una buena espada. Ilian la buscó, pero no la encontró. Las manos de Ilian tocaron cota de mallas, seda, carne. Las manos de Ilian tocaron césped fresco y la nariz de Ilian percibió el esplendor de la primavera. Los ojos de Ilian se abrieron. Vio a dos extraños, un joven y una mujer de edad avanzada. Con todo, sus rostros le resultaron familiares...

—Katinka van... —dijo Hawkmoon, pero Ilian se olvidó del resto del nombre. Hawkmoon palpó su cuerpo y se quedó estupefacto—. ¿Qué habéis hecho...?

Ilian se preguntó qué querían decir aquellas palabras, a pesar de que habían surgido de la boca de Ilian.

—Bienvenida, Ilian de Garathorm, Campeón Eterno —sonrió el joven.

Un gatito blanco y negro descansaba sobre su hombro. El gato tenía un par de alas dobladas sobre el lomo.

—Hasta la vista, Hawkmoon..., de momento —dijo la mujer, cubierta de pies a cabeza por una armadura de batalla.

—¿Hawkmoon? —musitó Ilian—. Me suena ese nombre. Por un momento, creí que me llamaba Urlik Skarsol. ¿Quiénes sois?

El joven hizo una reverencia y dejó de lado el paternalismo burlón y la condescendencia a la que Ilian ya se había acostumbrado, incluso en la corte.

—Soy Jhary-a-Conel. Y esta dama es Katinka van Bak, de la que tal vez os acordéis.

Ilian frunció el ceño.

—Sí... Katinka van Bak. Me salvásteis la vida cuando la banda de Ymryl me persiguió...

Por un momento, Ilian perdió la memoria.

—¿Qué me habéis hecho, Katinka van Bak? —dijo Hawkmoon, mediante los labios de Ilian. Palpó su cuerpo, horrorizado. Su piel era más suave, sus formas diferentes, su estatura menor—. Me habéis convertido en... ¡en una mujer!

Jhary-a-Conel se inclinó hacia adelante, con los ojos anormalmente brillantes.

—Era preciso. Sois Ilian de Garathorm. Este mundo necesita a Ilian. Confiad en nosotros. También beneficiará a Hawkmoon.

—Os habéis conchabado. ¡No hay ningún ejército en las Montañas Búlgaras! Ese túnel...

—Conduce aquí. A Garathorm —dijo Katinka van Bak—. Descubrí este pasillo interdimensional cuando me oculté del Imperio Oscuro. Estaba aquí cuando Ymryl y los demás llegaron. Salvé vuestra vida, Ilian, pero consiguieron robaros el alma gracias a la brujería.Yo sufría por Garathorm. Entonces, me encontré con Jhary. Imaginó una solución. Hawkmoon estaba a punto de morir. Como una manifestación más del Campeón Eterno, su alma podía sustituir a la de Ilian, porque ella es otra de dichas manifestaciones. Sabía que mi historia os arrastraría hacia aquí, a través del túnel. El ejército que describí asuela las tierras situadas al otro lado de las Montañas Búlgaras. Asuela Garathorm.

A Hawkmoon le daba vueltas la cabeza.

—No entiendo. ¿Ocupo el cuerpo de otra persona? ¿Es eso lo que estáis diciendo? ¡Sólo puede ser obra del Imperio Oscuro!

—¡Os doy mi palabra de que no es así! —dijo Katinka van Bak con toda seriedad.

—De todos modos, creo que el Imperio Oscuro tiene su parte de responsabilidad en esta catástrofe —intervino Jhary-a-Conel—. Aún hay que descubrir cuál. En cualquier caso, sólo como Ilian podéis enfrentaros a los actuales gobernantes de este mundo. Es el sino de Ilian, y únicamente de Ilian. Hawkmoon fracasaría...

—De modo que me habéis encarcelado en este cuerpo de mujer... Pero ¿cómo? ¿Mediante qué hechizos?

Jhary contempló la tierra cubierta de hierba.

—Soy bastante ducho en esas artes, pero debéis olvidar que sois Hawkmoon. No hay sitio para Hawkmoon en Garathorm. Debéis ser Ilian, o nuestro esfuerzo no servirá de nada. Ilian, a la que Ymryl deseaba. Y como no pudo poseerla, robó su alma. Ni siquiera Ymryl se dio cuenta de lo que hacía, porque el sino de Ilian era luchar contra él. Ymryl sólo os ve, Ilian, como una mujer deseable, pese a tratarse de un feroz enemigo que lanzó a los restos del ejército de su padre contra él.

—Ymryl. —Hawkmoon intentó aferrarse a su identidad, pero se le escapó de nuevo—. Ymryl, que sirve al Caos. Ymryl, el Cuerno Amarillo. Aparecieron como por arte de magia y Garathorm cayó en sus manos. Recuerdo los incendios, ay. Recuerdo a mi padre, el bondadoso Pyran. Pese a que le repugnaba la guerra, combatió durante mucho tiempo a Ymryl...

—Y más tarde os apoderasteis de la bandera flamígera de Pyran. ¿Os acordáis, Ilian? Cogisteis aquella bandera de fuego, famosa en toda Garathorm, y os dirigisteis contra las fuerzas de Ymryl...— dijo en voz baja Katinka van Bak—. Mientras viví en la corte del Pyran, tras mi huida del Imperio Oscuro, os instruí en el manejo de la espada, el hacha y el escudo, y pusisteis mis enseñanzas en práctica de manera espléndida, hasta que vos y yo fuimos los únicos supervivientes en el campo de batalla.

—Me acuerdo —dijo Ilian—. Y nos perdonaron la vida porque les divirtió descubrir que éramos mujeres. ¡Ay, la humillación que experimenté cuando Ymryl me arrancó el yelmo de la cabeza! “Gobernarás a mi lado”, dijo, y extendió una mano, todavía manchada con la sangre de mi pueblo, y tocó mi cuerpo. Oh, claro que me acuerdo. —La voz de Ilian había adoptado un tono duro y feroz—. Y recuerdo que fue entonces cuando juré matarle, pero sólo había un forma y fui incapaz de plegarme a ella. No pude. Me encarceló, por resistirme a sus avances...

—Y así pude rescataros. Huimos. Su banda nos persiguió. Luchamos y la destruimos, pero los hechiceros de Ymryl nos localizaron. Loco de furor, les ordenó que os robaran el alma.

—Ah, sí. Atacaron. No recuerdo nada más.

—Estábamos escondidas en una cueva. Yo abrigaba la idea de conduciros a mi mundo, donde pensaba que estaríais a salvo, pero cuando vuestra alma os fue arrebatada ya no valió la pena. Encontré a Jhary-a-Conel, que había sido traído a Garathorm por las mismas fuerzas que habían traído a Ymryl. Entre los dos decidimos los pasos a seguir. Vuestra mente aún guardaba sus recuerdos, pero faltaba algo, una esencia. Teníamos que encontrar una nueva alma. Y Hawkmoon, que se pudría en su torre del castillo de Brass, no utilizaba la suya. Hicimos lo que debíamos hacer, aún con grandes recelos. Y ahora, tenéis alma otra vez.

—¿Qué hay de Ymryl?

—Os cree muerta. Sin duda os ha olvidado y cree que gobierna Garathorm sin nada que temer. Su ejército de escoria asuela todo el país. Con todo, esos seres no han podido destruir la belleza de Garathorm.

—Garathorm aún es bella —reconoció Ilian.

Desde la entrada de la caverna, en la ladera de la colina, contempló su mundo con ojos nuevos, como si lo viera por primera vez.

No lejos divisó la linde del gran bosque, el bosque que cubría el único continente de este mundo. Salvo Garathorm, todo lo demás era mar, en el que flotaba la pequeña isla. Y los árboles eran enormes. Algunos alcanzaban una altura de varias decenas de metros.

En el inmenso cielo azul brillaba un gigantesco sol dorado, cuyos rayos bañaban las corolas de las flores, que medían más de seis metros de ancho. La intensidad de sus colores era casi cegadora. Predominaban los escarlatas, los púrpuras y los amarillos. Entre ellas volaban mariposas de proporciones comparables a las de las flores, y de colores aún más intensos. Las alas de un insecto, particularmente hermoso, medían casi sesenta centímetros de largo. Y entre los troncos de los árboles, invadidos de enredaderas, aleteaban grandes pájaros, cuyo plumaje brillaba en el corazón del bosque. Ilian sabía que los humanos no debían temer nada de los pájaros y animales que habitaban el bosque. Respiró el sofocante aire con satisfacción y sonrió.

—Sí, soy Ilian de Garathorm —dijo—. ¿Quién no desearía serlo? ¿Quién querría vivir en otro lugar que no fuera Garathorm, aún en estos tiempos?

—Exactamente —dijo Jhary-a-Conel, algo más tranquilizado.

Katinka van Bak desenrolló una gran capa de piel que Ilian no recordaba haber visto antes. La capa contenía varios tarros de piedra. Las tapas de los tarros estaban selladas con cera.

—Conservas —explicó la mujer—. Carne, fruta y verduras. Tenemos para varios días. Comamos.

Y mientras comían, Ilian recordó los terrores de los últimos meses.

Garathorm se había convertido en un país unificado dos siglos antes, gracias a la diplomacia (por no mencionar la sed de poder) de los antepasados de Ilian. Durante aquellos doscientos años, la paz y la prosperidad habían reinado sobre todos los habitantes del gran continente boscoso. El conocimiento floreció, así como las artes. La capital de Garathorm, la ciudad negra de Virinthorm, había crecido mucho. Sus suburbios se alejaban varios kilómetros de la ciudad vieja, bajo las ramas de los inmensos árboles, que protegían Garathorm de las torrenciales lluvias que caían sobre la ciudad un mes al ano. Se decía que en épocas pretéritas habían existido otros continentes y Garathorm era un desierto. Después, algún cataclismo barrió la Tierra y tal vez fundió el hielo de los polos, y cuando el cataclismo concluyó sólo quedó Garathorm. Y Garathorm había cambiado; el follaje creció en grandes proporciones. Se desconocía el motivo. Los eruditos de Garathorm aún no habían encontrado la respuesta. Tal vez yacía en el mar, en las tierras hundidas.

Veinte años antes, Pyran, padre de Ilian, había accedido al trono cuando murió su tío. Ilian había nacido justo dos años atrás. Y el reinado de Pyran dio comienzo a lo que muchos creían que iba a ser la Edad de Oro de Garathorm. Ilian creció en una atmósfera plácida y feliz. Siempre activa, pasaba mucho tiempo cabalgando a lomos de las vayna, una especie de avestruces. Las vayna alcanzaban notable velocidad cuando corrían sobre el suelo, y casi la misma sobre las gruesas ramas de los árboles, saltando de rama en rama con un jinete encima. Era uno de los pasatiempos más emocionantes de Garathorm. Y cuando, varios años antes, Katinka van Bak llegó de repente a la corte del rey Pyran, exhausta, confusa y al borde de la muerte, Ilian se encariñó de ella al instante. La historia de Katinka era muy extraña. De alguna manera, había viajado a través del tiempo (aunque ignoraba si hacia el pasado o hacia el futuro), después de huir de sus enemigos, que la habían derrotado en una gran batalla. Los detalles de su viaje temporal eran vagos, pero la corte no había tardado en aceptarla con agrado y, para mantenerse ocupada y ayudar a Ilian al mismo tiempo, había accedido a enseñar artes marciales a la muchacha. En Garathorm no había soldados. Tan sólo existía una guardia ceremonial y escasos grupos dispersos cuya misión consistía en proteger a las granjas más alejadas de las pocas alimañas que aún quedaban en Garathorm. Sin embargo, Ilian blandió la espada y el hacha como si fuera la hija de algún gran guerrero. Y le complació en extremo aprender todo cuanto Katinka van Bak le enseñaba. Aunque su infancia había sido muy feliz, siempre tuvo la sensación de que le faltaba algo, hasta este momento.

Su entusiasmo por tales arcanos divertía a su padre, y su euforia contagió a muchos jóvenes de la corte. Con el tiempo, fueron centenares los chicos y chicas que manejaban con desenvoltura la espada y el escudo, y complicados torneos incruentos se convirtieron en el plato fuerte de las festividades celebradas en la corte.

Tal vez no fuera coincidencia, sino una maniobra del destino, lo que preparó un pequeño pero muy diestro ejército para cuando llegara Ymryl.

Ymryl cayó de repente sobre Virinthorm. Vagos rumores precedieron a su llegada y el rey Pyran envió emisarios a investigar los inquietantes informes procedentes de los rincones más alejados del continente. Antes de que los emisarios regresaran, Ymryl ya había hecho acto de presencia. Se supo después que encabezaba un numeroso ejército que había invadido toda Garathorm y tomado las principales ciudades en cuestión de semanas. Al principio, se pensó que habían venido de algún país desconocido hasta el momento allende los mares pero no había pruebas a ese respecto. Como Katinka van Bak, Ymryi y sus compinches habían llegado de forma misteriosa a Garathorm. Ni siquiera ellos parecían saber cómo lo habían conseguido.

Se dejaron de lado las especulaciones sobre su origen. Se dedicaron todos los esfuerzos a oponerles resistencia. Se pidió a los eruditos que inventaran armas, y a los ingenieros que emplearan sus conocimientos en concebir métodos de destrucción. No estaban acostumbrados a pensar en esos términos y pocas armas fueron producidas. Katinka van Bak, Ilian y unos doscientos más lucharon contra el ejército de Ymryl y consiguieron algunas victorias en escaramuzas, pero cuando Ymryl estuvo preparado para avanzar hacia la ciudad bajo los árboles, avanzó. Fue imposible detenerle. Dos batallas tuvieron lugar en el enorme claro que se extendía frente a la ciudad. En la primera, el rey Pyran salió con la antigua bandera de guerra de sus antepasados, la bandera flamígera, que ardía con un extraño fuego y cuya tela nunca se quemaba. Se lanzó contra Ymryl con aquella bandera en la mano, al frente de un ejército mal armado y compuesto por ciudadanos inexpertos. El rey Pyran y su gente fueron exterminados. Ilian apenas tuvo tiempo de arrancarle la bandera de la mano y huir con los restos de sus guerreros profesionales, aquellos que en el pasado habían compartido su entusiasmo por las artes militares y que en breve plazo se habían convertido en endurecidos veteranos.

Tuvo lugar una última batalla, en la que Ilian y Katinka van Bak se pusieron al frente de varios cientos de supervivientes y atacaron a Ymryl. Opusieron feroz resistencia y acabaron con muchos de los invasores, pero al final fueron vencidos. Ilian ignoraba si algunos de los suyos habían podido escapar, pero daba la impresión de que no había supervivientes, a excepción de Katinka van Bak y ella.

Después, fueron capturadas. Ymryl ardió en deseos de poseerla en cuanto la vio, adivinando además que, con ella a su lado, no tendría ninguna dificultad en gobernar a los ciudadanos que aún se escondían en los bosques más allá de Virinthorm y mataban a sus hombres cuando caía la noche.

Cuando ella se resistió, dio orden de que la encarcelaran, de que sólo debía dormir y comer lo suficiente para seguir con vida. Sabía que, pasado un tiempo, accedería a sus deseos.

Y ahora, mientras comía, Ilian recordó de repente lo que había hecho. Algo que Katinka van Bak había callado. Ilian apenas pudo engullir la comida cuando se volvió y clavó una mirada penetrante en Katinka van Bak.

—¿Por qué no me habéis recordado lo de mi hermano? —preguntó con frialdad.

—No fue culpa vuestra —respondió Katinka van Bak. La mujer bajó la mirada—. Yo hubiera hecho lo mismo que vos. Cualquiera lo habría hecho. Os torturaron.

—Y yo se lo dije. Les dije donde estaba escondido. Le encontraron y le asesinaron.

—Os torturaron —insistió Katinka van Bak—. Destrozaron vuestro cuerpo. Lo ultrajaron. No os dejaron dormir. No os dejaron comer. Querían dos cosas de vos. Sólo les disteis una. ¡Fue todo un triunfo!

—Queréis decir que, en lugar de entregarme, entregué a mi hermano. ¿Llamáis a eso un triunfo?

—En aquellas circunstancias, sí. Olvidadlo, Ilian. Aún podemos vengar a vuestro hermano... y a los demás.

—Mucho he de hacer para expiar aquel crimen —dijo Ilian.

Había lágrimas en sus ojos y trató de contenerlas.

—Sea como sea, hay mucho que hacer —dijo Jhary-a-Conel.


2. Malvados de un millar de esferas

El gatito blanco y negro sobrevolaba el bosque, conducido por una corriente de aire caliente. El sol descendía hacia el horizonte. El gato aguardó, porque prefería actuar de noche. Desde el suelo, si alguien conseguía verlo, lo confundirían con un halcón. Planeaba, sin mover apenas las alas, sobre una ciudad ocupada recientemente por un ejército numeroso y feroz.

Katinka van Bak no había mentido al describir el ejército que la había vencido. Su única mentira hacía referencia a dónde había luchado contra este ejército y a cuáles eran las intenciones de los invasores. En cierto sentido, desde luego, había ocupado las Montañas Búlgaras, ¿pues acaso no existía este país, de una forma misteriosa, dentro de su límite?

Mientras el sol se hundía, también el gatito blanco y negro descendía cada vez más, hasta que se posó sobre una rama cercana a la copa de uno de los árboles más altos. La brisa agitaba las hojas y producía la impresión, desde donde estaba el gato, de que el árbol se movía como las olas de un mar extraño.

El gato saltó y aterrizó sobre una rama más baja, volvió a saltar y esta vez desplegó sus alas. Voló unos metros, antes de encontrar otro lugar seguro.

Procedió a descender poco a poco hacia la ciudad, cuyas luces se veían muy abajo. No era la primera vez que el gato espiaba para su amo, Jhary-a-Conel, que se dirigía a un lugar inaccesible a Jhary, o a sus amigos.

Por fin, el gato alcanzó una rama que colgaba sobre el centro de la ciudad. Virinthorm carecía de murallas, pues hacía mucho tiempo que no las necesitaba, y todos sus edificios principales estaban construidos de ébano pulido y labrado, incrustado en marfil de ballena comprado a los pueblos ribereños del sur. En otros tiempos, aquella gente había cazado ballenas, pero ahora los pocos miembros que quedaban eran cazados por monstruos. Los demás edificios estaban hechos de madera dura, porque la piedra no abundaba en Garathorm, y las que aún quedaban en pie poseían un aspecto encantador.

El gato saltó y hundió sus garras en el suave techo de un enorme edificio. Trepó a la viga principal.

Un horrible hedor invadía la ciudad: el olor a muerte y putrefacción. El gato lo consideró al instante desagradable e interesante, pero reprimió el instinto de explorar el origen del olor. Desplegó las alas, abandonó el tejado, perdió altura rápidamente y se deslizó por una ventana abierta.

El extraordinario sexto sentido del gato no le había engañado. Se encontraba en un dormitorio. La estancia estaba atestada de ricos brocados, sedas y capas de pluma. La cama estaba desecha y muy desordenada. Por todas partes se veían diseminadas copas de vino vacías, y había señales de que se había derramado mucho vino por toda la habitación en el curso de semanas o meses. En la cama yacía un hombre desnudo. A su lado, dormían dos muchachas, estrechamente abrazadas. Había cortes y magulladuras en sus cuerpos. Las dos tenían el cabello negro y la piel pálida. El cabello del hombre era de un vivo color amarillo, tal vez teñido. El vello de su cuerpo no era del mismo color, sino de un castaño rojizo. Tenía un cuerpo muy musculoso y debía medir, como mínimo, dos metros de largo. La cabeza era grande y ahusada desde los anchos pómulos a la mandíbula; una cabeza brutal y poderosa, aunque emanaba cierta sensación de debilidad. El mentón puntiagudo y la boca cruel afeaban la cara (aunque tal vez alguien la encontrara atractiva) hasta crear un conjunto extrañamente repulsivo.

Era Ymryl.

Un cuerno de ámbar recubierto de plata colgaba mediante una cuerda de su grueso cuello.

Ymryl, el Cuerno Amarillo.

Y el cuerno se oía desde kilómetros de distancia, por si necesitaba convocar a sus hombres. Se decía que las notas del cuerno también podían oírse en otras partes. Se decía que podían oírse en el Infierno, donde Ymryl tenía camaradas.

Ymryl se removió, como si hubiera notado la presencia del gato. Éste se deslizó enseguida hacia un saliente de la pared más alejada. En otro tiempo habían colgado trofeos de ella, pero el escudo de oro ganado por los antepasados de Ilian había sido quitado meses antes. Ymryl tosió, gruñó y abrió los ojos un poco. Rodó sobre la cama, apoyó los codos sobre el culo de una chica y se sirvió vino de la jarra que descansaba sobre la mesilla de noche. Vació la copa, sorbió por la nariz y se incorporó en la cama.

—¡Garko! —ladró Ymryl—. ¡Ven, Garko!

Un ser salió trotando de otra habitación. Tenía cuatro piernas cortas, un torso redondo en el que estaba sepultada la cara y largos brazos delgados, terminados en unas enormes manos.

—¿Sí, amo? —susurró Garko.

—¿Qué hora es?

—Ya ha anochecido, amo.

—Así que he dormido todo el día, ¿eh? —Ymryl se levantó y se puso una bata sucia, robada del guardarropa del rey—. Otro día aburrido, sin duda. ¿No hay noticias del oeste?

—No. Si pensaran atacar, a estas alturas ya lo sabríamos, señor.

—Supongo que sí. ¡Por Arioco! Me aburro, Garko. Empiezo a sospechar que estamos aquí como castigo. Ojalá supiera en qué he ofendido a los Señores del Caos, si ése es el caso. Al principio, pensamos que nos habían dado un paraíso para que lo saqueáramos. Poca gente tenía idea de lo que era la guerra. Fue facilísimo conquistar sus ciudades. Y ahora no tenemos nada que hacer. ¿Cómo van los experimentos del hechicero?

—Sus intentos de poner en funcionamiento la máquina para viajar por las dimensiones han fracasado. Tengo poca fe en él, amo.

Ymryl sorbió por la nariz.

—Bueno, mató a la joven por mí..., o algo por el estilo. Y a distancia. Fue muy ingenioso. Quizá descubrirá la forma de sacarnos de aquí.

—Quizá, amo.

—No entiendo por qué ni los más poderosos de nosotros seguimos sin tener noticia de los Señores del Caos. Si no fuera Ymryl, el Cuerno Amarillo, si fuera un hombre inferior, me sentiría abandonado. En mi mundo, Garco, goberné una gran nación. Y la goberné en nombre del Caos. Me sacrifiqué mucho por Arioco, Garko. Muchísimo.

—Ya me lo habíais dicho, amo.

—Y otros eran reyes en sus mundos. Algunos gobernaban imperios. Y ninguno hemos compartido el mismo tiempo, ni siquiera el mismo plano, por lo visto. Eso es lo que me desconcierta. Cada ser, humano o inhumano, como tú, llegó aquí en el mismo momento, desde un mundo diferente. Sólo pudo ser obra de Arioco, o de algún otro Señor del Caos poderoso, porque todos, o la gran mayoría, somos servidores de aquellos grandes Señores de la Entropía, pero Arioco continua sin explicarnos el motivo de nuestra presencia aquí.

—Quizá no haya ninguno, amo.

Ymryl resopló y golpeó a Garko en la cabeza, aunque sin mucha fuerza.

—Arioco siempre tiene un motivo. Y es bueno con aquellos que le sirven sin hacer preguntas, tal como yo le serví durante muchos años en mi mundo. Al principio, pensé que esto era la recompensa...

Ymryl se acercó con la copa y la jarra a la ventana y contempló la ciudad que había conquistado, mientras se servía más vino. Ladeó su cabeza amarilla y bebió el vino.

—Me aburro tanto, tanto. Pensaba que los conquistadores de las provincias occidentales habrían intentado atacarnos, impulsados por la codicia, pero por lo visto son tan cautelosos como yo. No quieren provocar la cólera de Arioco, enfrentándose entre sí. Sin embargo, estoy empezando a cambiar de opinión a ese respecto. Creo que Arioco quiere que luchemos. Desea descubrir quién es el más fuerte. Quizá por eso nos trajo aquí. A modo de prueba, ¿entiendes, Garko?

—Una prueba. Entiendo, amo.

Ymryl resopló.

—Llama al hechicero. Quiero consultarle. Puede que me ayude a comprender algo.

—Le llamaré, amo.

Garko salió de la habitación.

El gatito blanco y negro vio que Ymryl paseaba arriba y abajo de la habitación, abismado en sus pensamientos. El hombre desprendía una sensación de inmensa fuerza física, pero también una indecisión que tal vez no siempre había mostrado. Quizá antes de someterse a los dictados del Caos había sido más fuerte. Se decía con frecuencia que el Caos moldeaba a quienes le servían..., y no siempre físicamente.

En un momento dado, Ymryl se detuvo y miró a su alrededor, como si intuyera de nuevo la presencia del gato, pero levantó la cabeza y murmuró:

—¡Arioco! ¡Arioco! ¿Por qué no venís? ¿Por qué no enviáis un mensajero?

Ymryl aguardó unos momentos, expectante; después, meneó la cabeza y continuó paseando.

Garko regresó un rato después.

—El hechicero está aquí, amo.

—Que entre.

Una figura encorvada, ataviada con una túnica verde decorada con serpientes negras, se deslizó en la habitación. Cubría su rostro con una máscara que representaba una serpiente a punto de atacar. La máscara estaba hecha de platino grabado, y piedras preciosas formaban los detalles.

—¿Para qué me habéis llamado, Cuerno Amarillo? —La voz del hechicero era algo apagada, levemente quejumbrosa, pero dentro de todo, deferente—. Estaba enfrascado en un experimento.

—El experimento, si tiene tanto éxito como los demás, puede esperar un poco, barón Kalan.

—Supongo que tenéis razón. —La máscara de serpiente se movió de un lado a otro cuando su dueño examinó la habitación, muy iluminada—. ¿De qué queréis hablar conmigo, Ymryl?

—Deseaba conocer vuestro análisis de la situación. Ya sabéis mi opinión, que estamos aquí como consecuencia de algún plan forjado por los Señores del Caos...

—Sí, y como ya sabéis, no conozco a estos seres sobrenaturales. Soy un científico. Si esos seres existen, parece que son tortuosos hasta el extremo de la estupidez...

—¡Silencio! —Ymryl levantó una mano—. Tolero vuestras blasfemias, barón Kalan, porque respeto vuestro talento. Os aseguro que el duque Arioco del Caos y los demás no sólo existen, sino que se interesan mucho por los asuntos de la humanidad, en todas las esferas de su existencia.

—Muy bien. Si debo aceptar ese hecho, tampoco entiendo por qué no se manifiestan. Mis teorías se basan en mis experiencias. Mis experimentos en el campo de la manipulación del tiempo han provocado una inmensa desestructuración, cuyo resultado, entre otras cosas, es este fenómeno en particular. Como vos, yo también tengo la sensación de estar varado en este lugar. Todos mis esfuerzos por enviar la pirámide a través de las dimensiones se han saldado con el fracaso, lo reconozco. Es un problema cuya respuesta se me escapa. Ha tenido lugar una conjunción de planos, pero no sé por qué se ha reunido en este mundo tanta gente de tantos planos diferentes.

Ymryl bostezó y toqueteó su cuerno amarillo.

—En conclusión, no sabéis nada.

—Os aseguro, Ymryl, que estoy trabajando en el problema, pero debo hacerlo a mi manera...

—Oh, no os estoy culpando, hechicero. Lo más irónico de la situación es que, pese a la cantidad de personas inteligentes congregadas aquí, ninguna es capaz de solucionar el problema. Los idiomas que hablamos suenan igual, pero todos son esencialmente diferentes. Los términos no son los mismos. Nuestras referencias no son las mismas. Yo llamo brujería a lo que vos llamáis “ciencia”. Yo hablo de dioses y vos habláis de principios científicos. Todo es lo mismo, pero las palabras nos confunden.

—Sois un hombre inteligente, Ymryl, os lo aseguro. Me pregunto por qué perdéis el tiempo de esa forma. Da la impresión de que matar, fornicar o beber no os proporcionan excesivo placer...

—Os estáis pasando, y eso que soy tolerante —dijo Ymryl con suavidad—. Tengo que pasar el tiempo de alguna manera, y estimo en poco la cultura, salvo cuando me resulta útil. Vuestros conocimientos me han sido de utilidad anteriormente. Vivo en la paciente esperanza de que volverán a serme útiles. Estoy condenado, barón Kalan. Lo sé. Me condené en el momento en que acepté el obsequio de este cuerno que cuelga de mi cuello. El cuerno que ayudó a convertirme en el monarca de Hythiak, la nación más poderosa de mi mundo, cuando hasta aquel momento sólo era el jefe de una banda de ladrones de ganado. —Ymryl sonrió—. El duque Arioco en persona me dio el cuerno. Solicitaba la ayuda del Infierno siempre que yo la necesitaba. Me hizo grande. Sin embargo, también me convirtió en un esclavo: esclavo de los Señores del Caos. No puedo devolver este regalo, de la misma forma que no puedo negarme a servirles. Y por estar condenado, la vida carece de sentido para mí. Cuando era ladrón de ganado tenía ambiciones. Ahora, añoro aquellos tiempos sencillos, cuando pasaba el tiempo bebiendo, matando y fornicando. —La sonrisa de Ymryl se convirtió en una carcajada—. Da la impresión de que el trato me ha reportado muy poco.

Rodeó con el brazo la encorvada espalda del hechicero y salió con él de la habitación.

—Vamos. Quiero ver los progresos de vuestros experimentos.

El gatito se asomó al borde del saliente y miró hacia abajo. Las dos muchachas seguían durmiendo, fundidas en su estrecho abrazo.

El gato oyó que las carcajadas de Ymryl despertaban ecos en la habitación. Saltó desde el saliente, pasó por encima de la cama y salió por la ventana, de vuelta a donde le aguardaba Jhary-a-Conel.


3. Encuentro en el bosque

—Cabe la posibilidad, pues, de que los invasores pronto empiecen a pelearse entre sí —murmuró Jahry-a-Conel.

El gato le había comunicado todo cuanto había visto, de alguna forma misteriosa. Jhary acarició su cabeza redonda y el minino ronroneó.

Había amanecido. Katinka van Bak sacó tres caballos de la cueva. Dos eran fuertes y excelentes corceles. El tercero era el jamelgo amarillo de Jhary. A estas alturas, Ilian ya se había acostumbrado a la sensación de familiaridad que le asaltaba cuando veía cosas que, en su opinión, no podía haber visto nunca. Montó en un corcel, se acomodó en la silla, inspeccionó las armas que había encontrado en las fundas de la silla: la espada y la lanza de peculiar extremo rubí en lugar de punta.

Sin pensarlo, cogió la lanza por la mitad. Palpó una joya encastada en el mango. Sabía que si apretaba la joya surgiría una llama destructora del extremo rubí. Se encogió—de hombros con filosofía, contenta de llevar un arma tan poderosa como las que poseían muchos guerreros de Ymryl. Observó que Katinka van Bak tenía un arma similar, si bien Jhary se conformaba con la lanza, escudo y espada tradicionales.

—¿Creéis que existen esos dioses en los que Ymryl deposita tanta fe, Jhary? —preguntó Katinka mientras se internaban en el inmenso bosque.

—Existieron en un tiempo..., o existirán. Sospecho que existen cuando los hombres necesitan que existan, pero podría equivocarme. De todos modos, tened por seguro, Katinka van Bak, que cuando existen son extremadamente poderosos.

Kantinka Van Bak asintió.

—¿Y por qué no ayudan a Ymryl?

—Es posible que lo hagan sin que se dé cuenta.

Jhary aspiró una profunda bocanada de aire. Contempló con admiración los enormes capullos, la variedad de verdes y pardos de los árboles.

—A menudo —continuó—, estos dioses no pueden penetrar en los mundos humanos por sus propios medios, y han de valerse de intermediarios como Ymryl. Sospecho que tan sólo un poderoso hechizo lograría que Arioco entrara.

—Y este señor del Imperio Oscuro, el barón Kalan, sin duda, ¿carece de la habilidad necesaria?

—En su esfera, creo que es más que suficiente, pero si no cree en Arioco... no le sirve de nada a Ymryl. Es una suerte para nosotros.

—Pensar que seres dotados de más poderes que Ymryl y su chusma invadan Garathorm es desazonador—dijo Ilian.

Si bien los vagos recuerdos que acudían a su mente de vez en cuando ya no la perturbaban, se había sumido en un sombrío silencio desde que recordó su traición. Nunca había visto el cadáver de Bradne, su hermano, aunque había oído que poco quedaba de él cuando los jinetes de Ymryl volvieron con él a la ciudad, porque Katinka van Bak lo había rescatado antes de que Ymryl pudiera regodearse en el horror de Ilian.

Ymryl había previsto las consecuencias. Ilian, atormentada por su traición, habría accedido a todas sus demandas. Se habría entregado a él, casi con agradecimiento, como forma de expiar su culpa. Ilian silbó entre dientes al recordar sus sentimientos. Bien, al menos había logrado frustrar las expectativas de Ymryl.

Magro consuelo, pensó Ilian con cinismo, pero no se sentiría mejor ahora aunque se hubiera acostado con Ymryl. La entrega no la habría absuelto, tan sólo apaciguado su histerismo momentáneo. Jamás podría tranquilizar su conciencia, pese a que sus amigos no la culpaban de lo que había hecho, pero emplearía el odio que sentía en una buena causa. Estaba decidida a destruir a Ymryl y a sus compinches, aún al precio de su propia destrucción. Eso era lo que deseaba. No moriría antes de acabar con Ymryl.

—Hemos de aceptar la posibilidad de que vuestros compatriotas se oculten de nosotros —dijo Katinta Van Bak—. Los que aún luchan contra Ymryl habrán adoptado grandes precauciones, sospechosos de que cualquiera pueda ser un traidor.

—Y en especial yo —dijo con amargura Ilian.

—Quizá no sepan que vuestro hermano fue capturado... —sugirió Jhary—, o desconozcan las circunstancias que condujeron a su captura...

Ni siquiera él creía en sus propias palabras.

—Ymryl se habrá asegurado de que todo el mundo lo sepa —dijo Katinta Van Bak—. Eso es lo que yo hubiera hecho en su lugar, y seguro que adornó los hechos con la peor de las interpretaciones. Demostrado que la última heredera legítima es una traidora, la moral de los rebeldes se debilitará y causarán menos problemas a Ymryl. Yo también conquisté ciudades en mis buenos tiempos, y no dudo de que Ymryl se haya apoderado de otras antes de Virinthorm. Si no os pudo utilizar de una manera, Ilian, os habrá utilizado de otra.

—Cualquier interpretación de mi traición nunca será peor que la verdad, Katinka van Bak —dijo Ilian de Virinthorm.

La aludida calló. Se humedeció los labios y clavó las espuelas en los ijares de su caballo.

Durante la mayor parte del día avanzaron por el espeso bosque. Y cuanto más se internaban, más ocuridad encontraban; una oscuridad fría verde, apacible, preñada de intensos aromas. Estaban al noroeste de la ciudad y se alejaban más que se acercaban a Virinthorm. Katinka van Bak tenía el presentimiento de saber donde encontrarían a algunos de los supervivientes de Garathorm.

Por fin, desembocaron en un claro iluminado por el sol. Parpadearon por efecto de la brillante luz y Katintka Van Bak señaló al otro lado del claro.

Ilian distinguió sombras oscuras bajo los árboles. Formas melladas. Y recordó.

—Claro —exclamó—. ¡Tikaxil! Ymril no sabe nada de la ciudad antigua.

Tikaxil había existido mucho antes que Garathorm. Fue una bulliciosa ciudad comercial, cuna de los antepasados de Ilian. Una ciudad amurallada. Las murallas se construyeron con gigantescos bosques de madera dura, disponiendo un bloque sobre otro. La mayoría de tales bloques ya habían desaparecido, podridos por completo, pero quedaban algunos fragmentos, así como una o dos casas de madera negra que, si bien rodeadas de gruesas enredaderas y ramas bajas, se mantenían prácticamente igual que en el momento de su edificación.

Los tres se detuvieron en mitad del claro y desmontaron, mirando con cautela a su alrededor. Grandes ramas de árbol se agitaron sobre sus cabezas y sombras moteadas se deslizaron por la hierba.

Ilian interpretó que las sombras móviles eran figuras. Cabía la posibilidad de que fueran los hombres de Ymril, y no sus compatriotas, quienes estuvieran acampados aquí..., si es que alguien había acampado. No apartó la mano de la lanza flamígera, dispuesta a repeler un
ataque.

Katinka van Bak habló en voz alta.

—Si sois amigos nuestros, nos reconoceréis. Sabréis que hemos venido a unirnos a vosotros contra Ymril.

—Aquí no hay nadie —dijo Jhary-a-Conel. Desmontó del jamelgo y echó un vistazo en derredor suyo—. Es un lugar estupendo para pasar la noche.

—Mirad: ésta es vuestra reina, Ilian, hija de Pyran. ¿Recordáis cuando empuñó la espada flamígera y se enfrentó al ejército de Ymryl? Y yo soy Katinta Van Bak, enemiga de Ymryl, como bien sabéis. Éste es Jhary-a-Conel. Sin su ayuda, vuestra reina no estaría aquí ahora.

—Habláis a los pájaros y a las ardillas, Katinka van Bak —se burló Jhary-a-Conel—. Aquí no hay nadie de Garathorm.

Aún no había acabado la frase cuando las redes cayeron y les envolvieron. La mejor demostración de su larga experiencia fue que no se debatieron, sino que, con toda calma, intentaron desenvainar las espadas, para cortar las redes y liberarse. Sin embargo, tanto Katinka como Ilian aún no habían desmontado. Ilian trató de liberarse a mandobles, pero su caballo relinchaba y piafaba, aterrorizado. Sólo Jhary había desmontado y consiguió reptar por debajo de una red. Ya empuñaba la espada cuando una pandilla de hombres y mujeres, todos armados, surgieron de las murallas derruidas y se precipitaron sobre ellos.

Los brazos de Ilian se enredaban cada vez más en las duras fibras de la red y, mientras se debatía, resbaló de la silla y cayó a tierra.

Alguien le propinó una patada en el estómago. Gimió de dolor y oyó que alguien mascullaba insultos contra ella, aunque no comprendió lo que decía.

Era obvio que Katinka van Bak se había equivocado al juzgar la situación. Aquellas personas no eran amigas.


4. Pacto

—¡Pandilla de imbéciles! —dijo con desprecio Katinka van Bak—. No os merecéis la oportunidad que os of recemos. Vuestras acciones sirven de maravilla a los planes de Ymryl. ¿No comprendéis que estáis haciendo exactamente lo que él quiere?

—¡Silencio!

El joven de la cicatriz en el mentón la traspasó con la mirada. Ilian levantó la cabeza y la agitó un poco para liberar los mechones de cabello pegoteados a su rostro sudado.

—¿Por qué razonáis con ellos, Katinka? Desde su punto de vista, tienen razón.

Les habían mantenido colgados de los brazos durante tres días, y sólo les habían bajado para que comieran e hicieran sus necesidades. A pesar del dolor, no era nada comparado con lo que Ilian había padecido en las mazmorras de Ymryl. Apenas era consciente de las incomodidades, y eso que sus captores habían concentrado sus atenciones en ella.

Había recibido varias patadas después de la primera. La habían escupido, abofeteado, insultado. No significaba nada para ella. Era lo que se merecía.

—Si nos destruyen, ellos correrán la misma suerte —dijo en voz baja Jhary-a-Conel, que tampoco parecía sentir el dolor.

Por lo visto, había dormido casi todo el tiempo. El gatito blanco y negro había desaparecido.

El joven miró a Katinka van Bak y después a Jhary.

—En cualquier caso, estamos condenados —dijo—. Los sabuesos de Ymryl no tardarán en olfatear nuestro rastro.

—A eso me refería—replicó Katinka.

Ilian miró hacia las ruinas de la ciudad antigua. Atraídos por el sonido de las voces, los demás se acercaron al árbol del cual colgaban los tres prisioneros. Ilian reconoció muchos de los rostros. Eran los jóvenes con los que había pasado tantos ratos en los viejos tiempos. Eran los guerreros entrenados, los que habían resistido más tiempo a Ymryl, así como algunos ciudadanos que habían conseguido huir de Virinthorm o que no se encontraban en la ciudad cuando Ymryl la conquistó. Y ni uno solo dejaba de detestarla con el odio que se dedica a los que, después de haber sido admirados, se han revelado como seres deleznables.

—Ni uno de vosotros habría ocultado la información que Ilian proporcionó a Ymryl —dijo Katinka— Si no entendéis eso, significa que sabéis poca cosa de la vida. No sois realistas, guerreros. Somos la única oportunidad que tenéis de vencer a Ymryl. Desecharnos equivale a desechar vuestra mejor posibilidad. Olvidad vuestro odio a Ilian, al menos hasta que hayamos expulsado a Ymryl. ¡Contáis con escasos recursos, amigos míos, para rechazar los mejores!

El joven de la cicatriz se llamaba Mysenal de Hinn y era pariente lejano de Ilian. En otros tiempos se había sentido atraído por ella, como tantos otros jóvenes de la corte. Mysenal frunció el ceño.

—Vuestras palabras son sensatas, Katinka van Bak, y nos aconsejasteis bien en el pasado. Sin embargo, ¿cómo podremos saber que no estáis utilizando esas palabras sensatas para engañarnos? Es posible que hayáis hecho un trato con Ymril para traicionarnos.

—Debéis recordar que soy Katinka van Bak. Jamás haría algo semejante.

—La reina Ilian traicionó a su propio hermano —recordó Mysenal.

Ilian cerró los ojos. Ahora sí experimentó dolor, pero no por las cuerdas que casi segaban sus muñecas.

—Después de ser sometida a tormentos abominables —señaló Katinka, impaciente—. Como vos habríais hecho, tal vez. ¿Tenéis alguna idea de la habilidad de Ymryl en esas materias?

—Alguna—admitió Mysenal—, pero...

—Y si fuéramos aliados de Ymryl, ¿por qué habríamos acudido solos? Si hubiéramos conocido el emplazamiento de vuestro campamento, nos habríamos limitado a decírselo. Habría enviado un ejército a cogeros por sorpresa y destruiros...

—Por sorpresa, ni hablar. Tenemos guardias apostados en las ramas altas en dos kilómetros a la redonda. Habríamos huido. Supimos que os acercábais y tuvimos tiempo de prepararos la bienvenida, ¿no?

—Sí, pero mis argumentaciones continúan siendo válidas.

Mysenal de Hinn suspiró.

—Algunos de nosotros preferiríamos vengarnos de esa traidora antes que luchar contra Ymryl. Algunos de nosotros pensamos que deberíamos establecernos aquí, confiando en que Ymryl se olvide de nuestra
existencia.

—No os olvidará. Está aburrido. Cazaros le divertirá. Se ha limitado a tolerar vuestra presencia porque pensaba que los conquistadores del oeste se aprestaban a atacar Virinthorm. Por eso concentra casi todas sus fuerzas en la ciudad. No obstante, ahora sabe que no le amenaza un peligro inminente desde occidente. Se acordará de vosotros.

—¿Los invasores se pelean entre ellos?

El tono de Mysenal demostró mayor interés.

—Aún no, pero es inevitable. Veo que comprendéis las implicaciones de ese dato. Es lo que hemos venido a deciros, entre otras cosas.

—¡Si se pelean entre sí, tenemos una buena oportunidad de expulsar a los que conquistaron Virinthorm! —Mysenal se acarició la cicatriz—. Sí. —Volvió a fruncir el ceño—. Claro que esta información podría ser parte de vuestra treta para engañarnos...

—Os concedo que es una explicación muy rebuscada—dijo Jhary-a-Conel, cansado—. ¿Por qué no aceptáis que hemos venido a ayudaros a derrotar a Ymryl? Es la explicación más plausible.

—Yo les creo.

Era una chica quien había hablado. Lyfeth, una antigua amiga de Ilian, que había sido amante de su hermano.

Las palabras de Lyfeth convencieron a los demás. Al fin y al cabo, era quien tenía más motivos para odiar a Ilian.

—Creo que deberíamos bajarles, al menos de momento, y escuchar todo cuanto tengan que decirnos. Recordad que Katinka van Bak fue la persona que organizó una pequeña resistencia contra Ymryl. Y no tenemos nada contra su otro acompañante, Jhary-a-Conel. También podría ser que..., que Ilian —le costó pronunciar el nombre— quisiera expiar su traición. Tal vez yo también habría traicionado a Bradne si me hubieran sometido a los tormentos que Katinka van Bak ha descrito. En un tiempo fue amiga mía. La tenía en gran consideración, como todos. Ocupó con dignidad el lugar de su padre. Sí, creo que estoy dispuesta a confiar en ella, con ciertas reticencias.

Lyfeth avanzó hacia donde Ilian colgaba.

Ilian dejó caer la cabeza y cerró los ojos, incapaz de mirar a Lyfeth.

Pero Lyfeth extendió una firme mano, agarró la barbilla de Ilian y la obligó a levantar la cabeza.

Ilian abrió los ojos y trató de mirar a Lyfeth. Los ojos de la joven eran enigmáticos. Reflejaban odio, pero también compasión.

—Odiame, Lyfeth de Ghant —susuró Ilian, para que sólo la oyera Lyfeth—. Será suficiente. Pero también escúchame, porque no he venido a traicionarte.

Lyfeth se mordió el labio inferior. En otro tiempo había sido hermosa, más hermosa que Ilian, pero sus rasgos se habían endurecido y su piel era pálida, áspera. Llevaba el pelo corto, hasta la nuca. No utilizaba ningún adorno. Vestía una especie de camisa verde, para camuflarse en el follaje, ceñida a la cintura con un ancho cinturón trenzado, del que colgaban la espada y el cuchillo. Calzaba sandalias de suela dura. Su indumentaria era idéntica a la de los demás. Ilian experimentó la sensación de que iba demasiado vestida, con la cota de malla y las polainas.

—Carece de importancia que hayas venido o no a traicionarnos —dijo Lyfeth—, porque sobran motivos para castigarte por la muerte de Bradne. Sé que es una opinión poco civilizada, Ilian, pero la siento en el fondo de mi corazón. Sin embargo, si cuentas con medios de derrotar a Ymryl, tendremos que escucharte. Katinka van Bak ha razonado bien. —Lyfeth se apartó y dejó caer la cabeza de Ilian—. ¡Bajadles!

—El Cuerno Amarillo no tardará en hacer planes para atacar a occidente —dijo Jhary-a-Conel.

Su gato había saltado sobre su hombro y lo acarició con aire ausente, mientras contaba a Mysenal y los demás lo que había averiguado por su mediación.

—¿Sabéis quién reina en occidente ahora?

—Un tal Kagat Bearclaw había conquistado las ciudades de Bekthorm y Rivensz —dijo Lyfeth—, pero las últimas noticias apuntan a que fue asesinado por un rival y hay un gobierno conjunto de dos o tres personas, entre ellos un individuo llamado Arnald de Grovent, lo menos parecido a un hombre, pues posee cuerpo de león y cabeza de mono, aunque anda sobre dos patas.

—Una criatura del Caos —musitó Jhary-a-Conel—. Hay muchas por aquí. ¡Es como si Garathorm se hubiera convertido en un lugar al que son exiliados todos aquellos que sirven al Caos! Una idea muy desagradable.

—Había dos ciudades grandes más al oeste —recordó Ilian—. ¿Qué sabéis de Poytarn y Masgha?

Mysenal aparentó sorpresa.

—No os habréis enterado. Una gran explosión destruyó Masgha, y a todos sus habitantes. Fue provocada por los que se resistían al invasor, según parece. Se destruyeron por accidente. Algún experimento relacionado con la brujería, sin duda.

—¿Y Poytarn?

—Saqueada, arrasada y abandonada. Sus atacantes continuaron hasta la costa, con la esperanza de completar sus tropelías. Se habrán llevado una decepción. Los pueblos ribereños estaban desiertos. Los habitantes de la costa fueron los más afortunados. Muchos se hicieron a la mar y escaparon a islas lejanas antes de que los invasores llegaran. Los invasores carecían de barcos y no pudieron perseguirles. Espero que estén bien. Intentaríamos seguir su ejemplo, si nos quedara alguna embarcación.

—¿Han efectuado contraataques?

—Aún no —dijo Lyfeth—, pero confiamos en que no tardarán mucho.

—Quizá no lo hagan —dijo alguien—. Si tienen sentido común, esperarán su oportunidad, o se olvidarán de los problemas que existen tierra adentro.

—En cualquier caso, son aliados en potencia —dijo Bak—. No sabía que había escapado tanta gente.

—No podemos ponernos en contacto con ellos —recordó Lyfeth—. No tenemos barcos.

—Tal vez haya otros medios, pero ya pensaremos en esa posibilidad más adelante.

—Tengo la sensación —dijo Ilian— de que Ymryl confía demasiado en ese cuerno amarillo que cuelga de su cuello. Si consiguiéramos robarlo o destruirlo, debilitaríamos su confianza. Es posible que extraiga su poder de ese cuerno, como él cree. En tal caso, aún hay más motivos para apartarle de él.

—Buena idea —dijo Mysenal—, pero difícil de llevar a la práctica. ¿No opináis así, Katinka van Bak?

La aludida asintió.

—Sin embargo, es un factor importante, que no debemos dejar de lado. —Hizo una expresión de desdén y arrugó la nariz—. Lo primero que necesitamos son armas mejores que éstas. Algo más moderno, para utilizar mi jerga. Lanzas flamígeras y cosas por el estilo. Si cada uno de nosotros fuera armado con una lanza flamígera, se triplicaría nuestra capacidad de ataque. Cuántos sois en total, Lyfeth?

—Cincuenta y tres.

—Entonces necesitamos cincuenta y cuatro armas buenas; la extra será para Jhary, que tiene armas tan primitivas como las vuestras. Armas que dependen de una fuente energética...

—indico Katinka van

—Ya os entiendo —dijo Jhary—. Cuando Ymryl y los demás se enzarcen en sus disputas internas, dilapidarán sus recursos. Si nosotros poseemos armas similares a las lanzas flamígeras, gozaremos de una ventaja considerable, por pocos que seamos.

—Exacto, pero el problema es cómo hacernos con un número tan elevado de armas.

—Quizá deberíamos entrar en Garathorm —dijo Ilian.

Se levantó, estiró sus músculos doloridos y se encogió. Se había quitado la armadura y llevaba una camisa verde como los demás. Se esforzaba por demostrar a sus ex amigos que deseaba ser aceptada por ellos.

—Porque ahí es donde encontraremos esas armas—concluyó.

—Y la muerte —dijo Lyfeth—. Puede que también encontremos la muerte.

—Tendríamos que disfrazarnos.

Katinka van Bak se acarició los labios.

—Lo mejor sería que las armas vinieran a nosotros —dijo Jhary-a-Conel.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Ilian.


5. El ataque a Virinthorm

Eran ocho.

Ilian marchaba en cabeza. Vestía de nuevo su resplandeciente armadura, el yelmo sobre su cabello dorado y una espada delgada en su mano enguantada.

Guiaba a los otros siete por las anchas ramas de los árboles, moviéndose con suma pericia, porque había utilizado las sendas arbóreas desde que era niña.

Virinthorm apareció ante ellos.

Llevaba colgada a la espalda una lanza flamígera. La otra se había quedado en el campamento con Katinka van Bak.

Ilian se detuvo cuando llegaron a las afueras de Virinthorm, desde donde vieron a los conquistadores de la ciudad deambular por sus calles.

A lo largo de los meses, Virinthorm se había dividido en una serie de ciudades más pequeñas. Cada ciudad atraía a grupos o raza de hombres u otros seres, de forma que se agrupaban los de eras similares mundo similares, o rasgos físicos similares.

Ilian y su pequeña partida habían seleccionado esta ciudad especialmente. Estaba habitada en exclusiva por gente que, pese a su notable parecido con los hombres, no eran humanos.

Los rasgos de estos seres (transportados desde muchas eras y esferas) eran familiares a Ilian. Al verlos, dudó de llevar el plan adelante. Eran altos y esbeltos, de rasgados ojos almendrados y orejas que casi terminaban en punta. Mientras que los ojos de algunos eran como los de los hombres normales, otros tenían ojos purpúreos y amarillos, y los de otros consistían en puntos azules y plateados que centelleaban sin cesar. Parecía una gente altiva e inteligente, y procuraban relacionarse lo mínimo posible con sus compinches. Sin embargo, Ilian sabía que tal vez eran los más crueles de los invasores.

—Llámales eldren, llámales vadhagh, llámales melniboneanos —había dicho Jhary-a-Conel—, pero recuerda que todos son renegados, de lo contrario no se habrían aliado con Ymryl. Y sirven al Caos con el mismo entusiasmo que Ymryl, no os quepa duda. Hagáis lo que hagáis, no tengáis remordimientos.

Ilian cogió la llama flamígera y se deslizó hacia el extremo más alejado del enclave no humano. En aquel punto habitaba un grupo de guerreros nacidos al final, o poco después, del Milenio Trágico. Era uno de los grupo mejor armados. Cada hombre tenía, como mínimo, una lanza flamígera.

Faltaba una hora para el anochecer. Ilian consideró que había llegado el momento. Eligió al azar un guerrero no humano, apuntó la lanza flamígera con una destreza que no tenía derecho a poseer y tocó el botón enjoyado. Un rayo de luz roja surgió al instante del extremo rubí y practicó un limpio agujero en el peto del guerrero, en su torso y en el peto de la espalda. Ilian soltó el botón y se escondió entre las ramas más provistas de hojas para ver qué pasaba.

Una multitud se había congregado alrededor del cadáver. Muchos de los hombres con aspecto de eldren señalaron a la vez hacia el campamento vecino. Las espadas surgieron de sus vainas. Ilian oyó juramentos, aullidos de rabia. Hasta el momento, su plan funcionaba. Los no humanos habían llegado a la conclusión de que su camarada había sido asesinado por el grupo cuya arma fundamental era la lanza flamígera.

Dejaron el cadáver donde estaba y un grupo de treinta seres, todos vestidos de manera distinta y con rasgos faciales que les diferenciaban, se precipitaron hacia el campamento vecino.

Ilian sonrió. Estaba recuperando su antigua afición por la guerra y las tácticas de combate.

Vio que los no humanos gesticulaban cuando llegaron al otro campamento. Salieron guerreros de las casas, con las espadas desenvainadas. Sabía que Ymryl había prohibido el uso de armas energéticas en los confines del campamento, con lo cual el crimen resultaba doblemente traicionero. De todos modos, no esperaba que el conflicto degenerara en batalla campal, de momento. Había observado que en el campamento reinaba una disciplina somera pero eficaz, cuyo objetivo era impedir enfrentamientos entre ambas facciones.

Las espadas del Milenio Trágico centelleaban a la luz del sol, pero no fueron utilizadas. Un hombre que debía ser el líder de los no humanos discutía acaloradamente con el jefe de los humanos. Después, los dos grupos se dirigieron en tropel al campamento de los no humanos para inspeccionar el cadáver. El líder del Milenio Trágico negó con energía la implicación de sus hombres en el crimen. Indicó que sólo iban armados con espadas y cuchillos. El jefe de los no humanos no quedó convencido. Tenía muy claro de donde había partido el rayo mortífero. Entonces, el jefe humano indicó su campamento y los guerreros cruzaron de nuevo al espacio que separaba los dos campamentos. El humano señaló una casa de gruesas paredes cuyas puertas y ventanas estaban aseguradas con candados. A una orden suya, un hombre se alejó y volvió con un manojo de llaves. El jefe abrió una de las puertas.
Ilian forzó la vista y consiguió escudriñar su interior. Como esperaba, en aquella casa se guardaban las lanzas flamígeras. Era un dato que necesitaba saber antes de continuar. Ahora, mientras las dos facciones se separaban, no sin intercambiar numerosas miradas ceñudas, Ilian y su banda se dispusieron a esperar la noche.

Estaban tendidos sobre las ramas que dominaban el campamento del Milenio Trágico, casi encima del almacén de lanzas flamígeras.

Ilian hizo una señal al joven más proximo, que asintió y extrajo de su camisa una daga de exquisita factura. Era una daga capturada a los no humanos. El joven descendió por los árboles en silencio, hasta posar los pies en la calle. Esperó casi media hora, hasta que apareció un guerrero. Entonces, saltó desde las tinieblas. Rodeó con un brazo la garganta del guerrero. La daga subió y bajó. El guerrero chilló. La daga se hundió de nuevo. El guerrero volvió a gritar. El joven no pretendía matarle, sino hacerle daño para que gritara.

La tercera puñalada fue la mortal. La daga segó la garganta del guerrero y su cuerpo cayó al suelo. El joven trepó por el costado de la casa, saltó a las ramas bajas de un árbol y se reunió con sus compañeros.

Esta vez, la escena tuvo lugar desde el punto de vista de los soldados procedentes del Milenio Trágico, que descubrieron el cadáver con la daga no humana clavada en el cuello.

Ocurrió lo previsto. A pesar de sus protestas de inocencia, los no humanos se habían vengado cobardemente de un crimen que no habían cometido.

Los soldados del Milenio Trágico se precipitaron como un solo hombre hacia el campamento de los no humanos.

Y fue entonces cuando Ilian saltó desde su rama al tejado de la armería. Cogió su lanza flamígera y practicó un agujero en el techo, lo bastante grande para que pasara su cuerpo. Entretanto, los demás también habían bajado al tejado. Uno de ellos aguantó la lanza flamígera de Ilian, mientras ésta se introducía en el edificio.

Se encontró en una especie de desván. Las lanzas estaban guardadas en las habitaciones de abajo. Descubrió una tranpilla, la abrió y cayó en una oscuridad total. Poco a poco, sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Entraba un poco de luz por las grietas de las contraventanas. Al menos, había encontrado unas cuantas lanzas. Volvió por el mismo camino e indicó a los demás, salvo a uno, que la siguieran. Mientras se apoderaban de las lanzas y se formaba una cadena humana hasta el agujero del tejado, exploró las habitaciones inferiores. Encontró más lanzas, así como otras armas, incluyendo excelentes hachas arrojadizas. Había que desecharlas, y sólo podían llevarse unas sesenta lanzas en el tiempo que tenían, pues quedaba el problema de transportarlas hasta su campamento. Cuando iban a marcharse, una idea acudió a su mente. ¿Cómo sabía que los extremos de las lanzas se desenroscaban de las astas? No se paró en barras, sino que se encaminó hacia las lanzas y procedió a desenroscar los extremos rubíes. Mientras los desenroscaba cogió un hacha bien equilibrada, colocó el extremo sobre el suelo y descargó el hacha, no sobre el rubí, que era irrompible, sino sobre el tubo que se enroscaba en el asta, abollándolo para que les costara mucho reparar las lanzas. Era lo mejor que podía hacer.

Oyó voces fuera. Se acercó en silencio a la ventana más próxima y miro.

Habían aparecido más soldados en la calle. Se parecían a los que componían la guardia personal de Ymryl. Les habría enviado a poner orden. Ilian admiró la eficiencia de Ymryl. Daba la impresión de que nunca se preocupaba por esos detalles, pero siempre actuaba con celeridad cuando existía el peligro de alborotos en su campamento. Los soldados increparon a los contendientes y les obligaron a deponer las armas.

Ilian se reunió con su grupo, que ya estaba sacando la última lanza por el agujero.

—Vamos —susurró—. El peligro aumenta. Larguémonos.

—¿Y vos, reina Ilian? —preguntó el joven que había matado al soldado

—Os seguiré, pero antes quiero terminar una cosa.

Esperó a que el último de sus compañeros hubiera desaparecido y procedió a desenroscar los extremos de las restantes lanzas flamígeras. Cuando estaba rompiendo con el hacha la última, escuchó un grito y un gran alboroto. Miró por la grieta de la contraventana.

Algunos hombres estaban señalando el tejado del edificio. Ilian buscó con la mirada su lanza flamígera y comprendió que sus compañeros se la habían llevado. Sólo le quedaba la espada. Corrió escaleras arriba, llegó al desván y salió por el agujero.

La habían visto.

Entonces, un flecha rozó su hombro. Se agachó involuntariamente, perdió pie y resbaló hacia el suelo, al otro lado de la casa. Los hombres se precipitaron hacia ella. Consiguió aferrarse a un gablete antes de caer por el borde, con tal fuerza que estuvo a punto de descoyuntarse los brazos. Dos o tres flechas golpearon su yelmo y la cota de mallas, pero no la penetraron. Trepó de nuevo al tejado y se agachó tras el gablete mientras corría, en busca de una rama baja a la que poder saltar, pero no había tal rama. Nuevas siluetas aparecieron sobre ella. Habían descubierto la ausencia de sus armas y por donde había entrado. Oyó sus gritos encolerizados y se alegró de haber destruido todas las lanzas. Si las hubieran empleado, ya estaría muerta. Llegó al extremo del tejado y se preparó para saltar al siguiente. Era su única vía de escape.

Se lanzó al vacío y se agarró al gablete de la casa. La madera tallada cedió algo bajo su peso. Pensó que iba a caer, pero el gablete resistió y pudo izarse. Sus perseguidores la habían seguido y más flechas silbaron a su alrededor. Saltó de aquel tejado a otro más cercano, y comprendió con desesperación que se estaba adentrando cada vez más en la ciudad. Rezó para encontrar una rama que rozara los tejados. En los árboles le resultaría mucho más fácil escapar. Su único consuelo era que sus compañeros habían escapado en dirección contraria.

Tres tejados más y les distanció momentáneamente. Lanzó un suspiro de alivio, pero era cuestión de minutos que la capturaran.

Si podía introducirse en una de las casas y ocultarse, darían por sentado que había huido. Cuando la persecución terminara, no sería tan difícil abandonar la ciudad.

Vio bajo sus pies una casa a oscuras.

Ideal.

Cruzó la distancia que separaba ambos tejados, aterrizó, saltó por encima del tejado y apoyó los pies sobre el saliente de una ventana. Se acurrucó en el saliente, forzó las contraventanas y se deslizó en el interior de la estancia, cerrando los postigos a continuación.

Estaba cansada. Le pesaba la cota de mallas. Ojalá tuviera tiempo de quitársela. Sin ella podría saltar más alto y correr con mayor rapidez, pero era demasiado tarde para preocuparse por esas cosas.

La habitación olía a moho, como si hiciera mucho tiempo que no se abrían las ventanas. Avanzó y se golpeó la rodilla con algo. ¿Una cómoda? ¿Una cama?

Y entonces oyó un quejido ahogado.

Ilian escudriñó la oscuridad.

Una figura yacía sobre una cama revuelta. Era una figura de mujer.

Y estaba atada.

¿Se trataba de un ciudadana a la que algún invasor mantenía prisionera? Ilian se inclinó para quitar la mordaza que tapaba la boca de la muchacha.

—¿Quién eres? —susurró Ilian—. No tengas miedo. Te salvaré si es posible, aunque yo también corro un gran peligro.

Y entonces, Ilian jadeó cuando quitó la mordaza.

Había reconocido la cara.

Era la cara de un fantasma.

Ilian sintió que un escalofrío de terror recorría todo su cuerpo. Era un terror indecible. Un terror que jamás había experimentado, porque si bien reconocía el rostro, no podía adjudicarle un nombre.

Ni tampoco podía recordar dónde lo había visto antes.

Trató de reprimir el impulso de salir huyendo.

—¿Quién sois? —preguntó la mujer.


6. El otro Campeón

Ilian se controló. Encontró una lámpara, pedernal y yesca, y encendió la lámpara mientras respiraba hondo e intentaba analizar lo que le estaba ocurriendo. El sobresalto había sido mayúsculo, aunque podía jurar que nunca había visto a la mujer.

Ilian se volvió. La mujer vestía una sucia bata blanca. Era obvio que llevaba prisionera bastante tiempo. Trató de incorporarse en la cama. Tenía las manos atadas delante de ella, con un complicado arnés de cuero que sujetaba asimismo su garganta, piernas y pies.

Ilian se preguntó si sería una loca. Quizá había sido una imprudencia sacarle la mordaza sin pensar. Los ojos de la mujer poseían un brillo salvaje, pero podía deberse a su largo cautiverio.

—¿Sois de Garathorm? —preguntó Ilian, sosteniendo la lámpara en alto para examinar las pálidas facciones de la mujer.

—¿De Garathorm? ¿De este lugar? No.

—Me resultáis familiar...

—Sí, lo sé, nunca me habíais visto.

—Me llamo Yisselda de Brass. Soy la prisionera del barón Kalan desde que llegué aquí.

—¿Por qué sois su prisionera?

—Teme que escape y me vean. Me quiere para él sólo. Por lo visto, me considera una especie de talismán. No me ha hecho mucho daño. ¿Creéis que podéis cortar este arnés?

Tranquilizada por el tono sereno de Yisselda de Brass, Ilian se inclinó y cortó las correas. Yisselda lanzó un suspiro cuando sintió correr de nuevo la sangre por sus miembros.

—Gracias.

—Soy Ilian de Garathorm. La reina Ilian.

—¡La hija del rey Pyran! —se asombró Yisselda—. Pero Kalan os robó el alma, ¿no es cierto?

—Eso creo, pero ahora tengo un nueva.

—¿De veras?

Ilian sonrió.

—No me pidáis que os lo explique. Así que no todos los que han llegado a nuestro mundo de repente son malvados.

—La mayoría lo son. La mayoría sirven al Caos, según me ha contado Kalan, y creen que nadie les puede matar, pero él no asume esta teoría, al parecer.

Ilian temblaba y se preguntaba por qué experimentaba el impulso de abrazar a esta mujer, con algo más que camaradería. Jamás había sentido impulsos semejantes. Sus rodillas flaquearon. Se sentó en la cama.

—El sino —murmuró—. Dicen que sirvo a un sino. ¿Sabéis algo de eso, Yisselda de Brass? Conozco bien vuestro nombre... y el del barón Kalan. Tengo la impresión de que os he estado buscando, toda la vida, pero no era yo quien os buscaba. O... —Estaba a punto de desmayarse. Se llevó la mano a la frente—. Esto es horroroso.

—Os comprendo. Kalan opina que sus experimentos en la distorsión del tiempo han creado esta situación. Nuestras vidas se entremezclan. Una posibilidad colisiona con otra. En esta situación, hasta es posible encontrarse con uno mismo.

—¿Kalan fue el responsable de que Ymryl y los demás entraran?

—Eso cree. Pasa todo el tiempo tratando de rehacer el equilibrio que estropeó. Y yo soy muy importante para sus experimentos. No tiene el menor deseo de encontrarse mañana con Ymryl.

—¿Mañana? ¿Adónde irá Ymryl?

—Hacia el oeste, para atacar a alguien llamado Arnald de Grovent, según tengo entendido.

—¡De modo que por fin van a enfrentarse!

Ilian olvidó todo lo demás. Bullía de alegría. Su oportunidad se presentaba antes de lo esperado.

—El barón Kalan es la mascota de Ymryl —dijo Yisselda. Había encontrado un peine y trataba de arreglar su cabello enredado—. Al igual que yo soy la de Kalan. ¡Estoy viva gracias a una cadena de supersticiones!

—¿Dónde está Kalan ahora?

—Sin duda en el palacio de Ymryl... El palacio de vuestro padre, ¿verdad?

—En efecto. ¿Qué hace allí?

—Algunos experimentos. Ymryl le ha proporcionado un laboratorio aunque Kalan prefiere trabajar aquí. Me obliga a acompañarle cuando trabaja. Me siento y habla conmigo como si fuera un perro faldero. Es la máxima atención que me presta. No entiendo casi nada de lo que dice, por supuesto. Sin embargo, estaba presente cuando os robó el alma. Fue horrible. ¿Cómo os recobrasteis?

Ilian no contestó.

—¿Cómo...? ¿Cómo robó mi alma?

—Con una joya, parecida a la que amenazaba con devorar el cerebro de Hawkmoon cuando la injertó en su cráneo. Una joya de propiedades similares, en cualquier caso...

—¿Hawkmoon? Ese nombre...

—¿Conocéis a Hawkmoon? ¿Cómo le va? No estará en este mundo...

—No... No. No le conozco. No tengo por qué. Con todo, me ha resultado familiar.

—¿Os encontráis indispuesta, Ilian de Garathorm?

—Sí, sí, es posible.

Ilian creyó que iba a desmayarse. Los esfuerzos que había realizado para huir de los soldados de Ymryl la habían agotado más de lo que pensaba, sin duda. Hizo lo posible para recuperarse.

—¿Esa joya se encuentra en poder de Kalan? —preguntó—. ¿Cree que encierra mi alma?

—Sí, pero está muy equivocado. De alguna manera, vuestra alma quedó libre de la joya.

—Claro. —Ilian dibujó una triste sonrisa—. Bien, hemos de pensar en una forma de escapar. No parece que estéis en condiciones de trepar a tejados y saltar de árbol en árbol conmigo.

—Puedo probarlo. Estoy más fuerte de lo que aparento.

—Pues lo intentaremos. ¿Cuándo pensáis que Kalan regresará?

—Acaba de marcharse.

—Aún nos queda algo de tiempo. Lo aprovecharé para descansar. —Ilian se tendió en la cama—. Me duele mucho la cabeza.

Yisselda hizo además de acariciar la frente de Ilian, pero ésta se apartó con un gemido.

—¡No! —Se humedeció los labios resecos—. No. Os agradezco el detalle.

Yisselda se acercó a la ventana y la entreabrió. Aspiró el aire fresco de la noche.

—Kalan está empeñado en que Ymryl se ponga en contacto con esa oscura deidad suya, Arioco.

—¿A la que Ymryl considera responsable de mi presencia aquí?

—Sí. Ymryl soplará su Cuerno Amarillo y Kalan intentará pergeñar algún hechizo. Kalan contempla con cinismo sus posibilidades de invocar al demonio.

—Ymryl tiene en gran aprecio a su cuerno. ¿Nunca se lo quita?

—Kalan dice que nunca. El único que podría obligar a Ymryl a desprenderse de su cuerno es el mismísimo Arioco.


El tiempo transcurrió con dolorosa lentitud. Mientras Ilian intentaba descansar, Yisselda apagó la lámpara y contempló las calles, advirtiendo que patrullas de soldados iban en busca de Ilian. Algunas registraban incluso los tejados. Por fin, dio la impresión de que abandonaban la búsqueda. Yisselda se dispuso a despertar a Ilian, que se había dormido por completo.

Yisselda agitó el hombro de Ilian y ésta se estremeció. Despertó sobresaltada.

—Se han ido —dijo Yisselda—. Creo que ha llegado el momento de marcharnos. ¿Nos iremos por la calle?

—No. Necesitamos un rollo de cuerda. ¿Hay alguno en la casa?

—Lo buscaré.

Yisselda regresó a los pocos minutos con un rollo de cuerda.

—Es el más largo que he podido encontrar. ¿Os parece lo bastante resistente?

—Tendrá que serlo.

Ilian sonrió. Abrió la ventana de par en par y levantó la vista. La rama más cercana se encontraba a unos tres metros sobre sus cabezas. Ilian cogió la cuerda, practicó un lazo en un extremo y enrolló la cuerda para que adoptara la misma circunferencia que el lazo. Después, empezó a balancear la cuerda y la lanzó de repente.

El lazo pasó por una rama. Ilian afianzó el nudo.

—Tendréis que subiros en mi espalda —explicó a Yisselda—, rodear mi cintura con vuestras piernas y sujetaros con todas vuestras fuerzas. ¿Creéis que podréis hacerlo?

—Debo hacerlo —replicó Yisselda.

Siguió las instrucciones. Ilian subió al antepecho de la ventana, sujetó con firmeza la cuerda, le dio una o dos vueltas alrededor de la mano y se lanzó sobre los tejados, esquivando por poco la aguja de un antiguo mercado. Sus pies golpearon contra una rama y clavó en ella los tacones, procurando agarrarse a la rama superior. Estaba a punto de soltar su presa cuando Yisselda se izó a la rama. Se inclinó para ayudar a Ilian. Se tendieron jadeantes sobre la enorme rama.

Ilian se incorporó de un brinco.

—Seguidme —dijo—. Extended los brazos para mantener el equilibrio, y no dejéis de avanzar.

Se puso a correr sobre el tronco.

Y Yisselda, algo vacilante, la siguió.

Llegaron al campamento por la mañana y todos expresaron alegría. Katinka van Bak salió de la cabaña que había improvisado con tablones y se alegró al ver a Ilian.

—Temíamos por vos —dijo—. Incluso aquellos que afirmaban odiaros. Los demás volvieron con las lanzas flamígeras. Buen botín.

—Excelente. Y traigo más información.

—Bien, bien. Querréis desayunar... y también descansar, supongo. ¿Quién es ésta?

Katinka van Bak pareció fijarse por primera vez en la mujer ataviada con la sucia bata blanca.

—Se llama Yisselda de Brass. Al igual que vos, no es de Garanthorm...

Ilian observó la expresión de asombro que apareció en el rostro de Katinka van Bak.

—¿Yisselda? ¿La hija del conde Brass?

—Sí —contestó Yisselda, complacida—, aunque el conde Brass murió... Le mataron en la batalla de Londra.

—¡No es cierto! ¡No es cierto! ¡Vive todavía en el castillo de Brass! Así que Hawkmoon tenía razón... ¡Aún estáis viva! Es la experiencia más extraña de mi vida..., y la más agradable, sin duda alguna.

—¿Habéis visto a Dorian? ¿Cómo está?

—Ah... —Katinka van Bak se refugió en evasivas—. Está bien, está bien. Ha padecido una grave enfermedad, pero todas las posibilidades apuntan a una completa recuperación.

—Ojalá pudiera verle de nuevo. ¿Está en este plano?

—Es imposible, por desgracia.

—¿Cómo llegasteis aquí? ¿De la misma forma que yo?

—Más o menos, sí.

Katinka van Bak se volvió y observó que Jhary-a-Conel había salido de una de las casas negras que aún se tenían en pie. Se estaba frotando los ojos, como si aún estuviera medio dormido.

—Jhary, te presento a Yisselda de Brass. Hawkmoon estaba en lo cierto.

—¡Está viva!

Jhary dio una palmada sobre su muslo y paseó una mirada irónica de Ilian a Yisselda, y viceversa.

—¡Ja! ¡Es lo mejor que he visto en mi vida! ¡Oh, querida.

Y estalló en carcajadas, cosa que tanto Ilian como Yisselda juzgaron inexplicable.

Una oleada de cólera invadió a Ilian.

—¡Estoy harta de vuestros misterios e insinuaciones, sir Jhary! ¡Estoy hasta la coronilla de ellos!

—¡Sí! —Jhary continuó desternillándose—. ¡Creo que es la reaccion más normal, señora!



Libro tercero

Una despedida

1. Dulce batalla, triunfal venganza

Eran casi cien y la mayoría contaba con lanzas flamígeras. Katinka van Bak les había adiestrado a marchas forzadas y algunas de las lanzas solían fallar, porque eran muy antiguas, pero las armas proporcionaban confianza a quienes las empuñaban.

Ilian se volvió en la silla de montar y examinó a su ejército. Cada hombre y mujer tenía su montura, entre las cuales predominaban las vayna. Todos saludaron a la bandera flamígera cuando la alzó. El estandarte que ardía sin consumir la tela ondeó sobre su cabeza. Era su orgullo. Y se fingían hacia Virinthorm.

Cabalgaban todos bajo los gigantescos árboles verdes de Garathorm Ilian, Katinka van Bak, Jhary-a-Conel, Yisselda de Brass, Lyfeth de Ghant, Mysenal de Hinn y lo demás. Todos, salvo Katinka van Bak, Ilian tenía la impresión de que, si bien aquellos a quienes lideraba no habían olvidado su crimen, su pueblo y ella estaban unidos de nuevo. Todo dependía de cómo terminaran las batallas que les aguardaban.

Cabalgaron toda la mañana y, por la tarde, avistaron Virinthorm.

Los espías ya les habían informado de que Ymryl había partido con el grueso de su ejército. Apenas había dejado un cuarto de sus fuerzas para defender Vinnthorm, pues no sospechaba un ataque a gran escala. Con todo, los defensores eran quinientos hombres fuertes, más que suficientes para repeler el ataque de Ilian y sus fuerzas.

En cualquier caso, las lanzas flamígeras sólo mejoraban las posibilidades de los garathormianos. No era seguro que pudieran derrotar a los ombres de Ymryl. De todos modos, era su única esperanza. Cantaban mientras cabalgaban. Cantaban antiguas tonadas de su país. Canciones alegres, henchidas de amor hacia su boscoso y exuberante mundo. Sólo cesaron en sus cánticos cuando llegaron a los suburbios de Virinthorm y se dispersaron.

Los hombres de Ymryl se habían atrincherado cerca del centro de la ciudad, junto a la mansión que en otros tiempos había sido la residencia de la familia de Ilian y que, hasta hacía poco, era el palacio de Ymryl

Ilian lamentó que Ymryl estuviera ausente. Ardía en deseos de vengarse de él, si sus planes se saldaban con la victoria.

Los cien jinetes desmontaron y se situaron en círculo alrededor del centro de la ciudad. Algunos se apostaron tras barncadas improvisadas, otros en los tejados, y los demás se guarecieron en los portales. Un centenar de lanzas flamígeras apuntaron a la ciudad cuando Ilian se internó por la amplia avenida principal y gritó:

—¡Rendíos en nombre de la reina Ilian!

Su voz era alta y orgullosa.

—¡Rendíos, hombres de Ymryl! Hemos vuelto a reclamar nuestra ciudad.

Los pocos mercenarios que había en las calles se volvieron consternados y sus manos volaron en busca de las armas. Hombres ataviados de mil maneras diferentes, con toda clase de armaduras, de mil formas diferentes, hombres con todo el cuerpo cubierto de vello, hombres sin un solo pelo, hombres con cuatro brazos o cuatro piernas, hombres con cabeza de animal, hombres con cola, cuernos u orejas peludas, hombres con pezuñas en lugar de pies, hombres de piel verde, azul, roja y negra, hombres provistos de armas extravagantes, cuyo propósito era misterioso, hombres deformes, hombres enanos, hombres gigantescos, hombres hermafroditas, hombres con alas o de piel transparente, se lanzaron a la calle, vieron a la reina Ilian de Garathorm y estallaron en carcajadas.

Un guerrero de barba anaranjada que le llegaba a la cintura gritó:

—Ilian está muerta. Como lo estarás tú, antes de que haya pasado un minuto.

En respuesta, Ilian levantó su lanza flamígera, apretó el botón enjoyado y perforó la frente del hombre con un rayo rojo. Al mismo tiempo, un soldado con cara de perro lanzó un disco que aullaba. Ilian apenas tuvo tiempo de levantar un escudo que llevaba en el brazo derecho y detener el pequeño objeto. Hizo girar grupas a su caballo y busco refugio. Los defensores también procuraron ponerse a cubierto cuando rayos de luz roja brotaron de todas partes.

El combate se prolongó una hora. Cada bando utilizaba armas energéticas para protegerse, mientras Katinka van Bak se desplazaba de guerrero en guerrero y daba instrucciones para estrechar el cerco y acorralar a los defensores lo máximo posible. Lo consiguieron con grandes dificultades, porque si bien el enemigo contaba con menos armas energéticas, las maneJaban con mayor destreza. Ilian trepó a un tejado para observar el desarrollo de la batalla. Había eran considerables contó cuaPreeqnUteñø de su ejército, pero las bajas de Ym

Los soldados enemigos se estaban reagrupando para contraatacar. Muchos iban montados sobre animales de lo más variados, incluidas varias vaynas. Ilian bajó al suelo y buscó a Katinka van Bak.

—¡Piensan cargar sobre nosotros, Katinka!

—Habrá que detenerles —respondió la mujer con firmeza

Ilian montó en su vayna. El ave de largas patas graznó cuando Ilian la obligó a dar media vuelta. Cabalgó hacia Jhary-a-Conel, que había tomado la delantera.

—¡Jhary!¡Van a atacar¡

En aquel momento, una apretada masa de jinetes avanzó por las avenidas lanzando alaridos. Ilian tuvo la momentánea impresión de

Alzó la lanza flamígera y tocó el botón. Una luz rubí surgió del extremo y dlbujó una línea errática sobre los cuerpos de los primeros jinetes. Al caer, estorbaron a los que venían detrás y la fuerza de la carga.

Pero la lanza estaba casi inutilizada. La luz osciló, se difuminó y quemó la piel de los soldados, que continuaron avanzando, con la débil

Ilian tiró la lanza, desenvainó la espada, cogió su largo puñal con la mano que sujetaba las riendas y espoleó al vayna La bandera de fuego que iba sujeta a la silla detrás de

—¡Por Garathorm!

Se sintió invadida por una gran alegría. Una alegría negra. Una ale—

—¡Por Pyran y Bradne!

Su espada se hundió en la carne transparente de un ser fantasmal que sonrió y trató de desgarrarla con sus zarpas de acero

—¡Por la venganza!

Y cuán dulce era aquella venganza. Cuán satisfactorio el derramamiento de sangre. Se encontraba muy cerca de la muerte, pero se sentía más viva que nunca. Su destino era éste: empuñar una batalla, guerrear. Tuvo la impresión de que estaba luchando en mil batallas a la vez en cada batalla tenía otro nombre y experimentaba el mismo júbilo.

El enemigo rugía y maldecía a su alrededor, todas las espadas parecían querer matarla, pero se rió de todo.

Y su risa era un arma. Helaba la sangre en las venas de los guerreros. Les sumía en un pavor indescriptible.

—¡Por el soldado del destino! —se oyó gritar—. ¡Por el Campeón Eterno! ¡Por la lucha sin fin!

No conocía el significado de las palabras, aunque sabía que las había gritado antes y las volvería a gritar, tanto si sobrevivía a esta batalla como si no.

Y ya no estaba sola. Vio que el caballo amarillo de Jhary-a-Conel se encabritaba, relinchaba y golpeaba con sus cascos a todos los guerreros que se le ponían por delante. Parecía dotado de una inteligencia sobrenatural. Su comportamiento no implicaba pánico ni confusión. Luchaba con agresividad, ayudando a su amo. Y sonreía, exhibía sus torcidos dientes amarillos, contemplaba la escena con sus fríos ojos amarillos, mientras su jinete repartía mandobles a diestro y siniestro, también sonriente.

Y vio a Katinka van Bak, que mataba inflexible, metódica y fríamente. Sujetaba un hacha de doble filo en una mano y una maza de púas en la otra, pues no consideraba la situación apta para emplear a espada. Se abrió paso entre el enemigo a lomos de su fuerte e impasible caballo, mutiló miembros y aplastó cráneos con la misma destreza que un ama de casa atareada en preparar carne y verduras para su mando. Y Katinka van Bak no sonreía. Se tomaba su trabajo muy en seno, haciendo lo que era preciso, sin desagrado ni placer.

Ilian estaba intrigada por el placer que experimentaba. Todo su cuerpo bullía de alegría. Tendría que estar cansada, pero se sentía mas fesca que nunca.

—¡Por Garathorm! ¡Por Pyran! ¡Por Bradne!

—¡Por Bradne! —repitió una voz detrás de ella—. ¡Y por Ilian!

Era Lyfeth de Ghant, que manejaba su espada con una mezcla de delicadeza y ferocidad comparables a las de Ilian. Y cerca estaba Yisselda de Brass, demostrando que era una guerrera experimentada, y utilizaba la púa de su escudo con tanta eficacia como su espada.

—¡Qué estupendas mujeres somos! —gritó Ilian—. ¡Qué guerreras!

El enemigo se hallaba desconcertado por el número de mujeres que les atacaban. Por lo visto, existían pocos mundos en donde las mujeres luchaban como los hombres. Nunca había ocurrido en Garathorm, antes de que llegara Katinka van Bak.

Ilian vio que Mysenal de Hinn le dedicaba una fugaz sonrisa. Sus ojos brillaban cuando pasó junto a ella en persecución de un grupo de guerreros, cuya huida fue cortada por tres o cuatro lanzas flamígeras disparadas desde los tejados de unas casas próximas.

Las armas energéticas habían incendiado dos o tres edificios y el humo empezaba a invadir las calles. Por un momento, la visión de Ilian se nubló, y tosió cuando el acre humo arañó su garganta. Luego, dejó atrás la nube y apoyó a Mysenal en su ataque contra el enemigo

Ilian no estaba cansada, pese a que sangraba por una docena de cortes y heridas sm importancia. Tiró a un jinete de su caballo con un golpe de escudo y con el mismo movimiento giró su espada en redondo hundiéndola en la boca de un enano de vello verde, hasta que la punta alcanzo su cerebro. Mientras el enano se derrumbaba, Ilian extrajo la espada del cadáver justo a tiempo de parar un hacha que le había arrojado un guerrero de armadura púrpura, cuyos dientes con punta de acero entrechocaron cuando intentó echar hacia atrás el brazo y ensartarla con la lanza que sujetaba en la otra mano. Ilian se inclinó hacia adelante y le corto la mano por la muñeca; el puño y la espada cayeron al suelo. El muñon, chorreante de sangre, continuó el movimiento de arrojar la lanza, y sólo entonces comprendió lo ocurrido el guerrero de los dientes de acero y lanzó un gemido. Ilian continuó adelante y se dirigió hacia una de sus muchachas que, de pie sobre el cuerpo de su vayna muerta, intentaba con desesperación parar los golpes de tres hombres de piel reptiliana (Si bien iban vestidos de manera diferente), decididos a acabar con ella. Ilian partió el cráneo de uno, dejó a otro inconsciente, que cayó del caballo, y atravesó el corazón del último. La muchacha le dedicó una mirada de gratitud, cogió su lanza flamígera y corrió hacia una puerta abierta.

Ilian entró en la plaza seguida por un grupo de sus guerreros

—¡Hemos pasado! —gritó, exultante.

Hombres a pie surgieron de todas las casas (los que no habían participado en la carga de caballería). Ilian se vio rodeada de nuevo.

Y no tardó en reír otra vez, a medida que iba segando vidas con su espada centelleante.

El sol declinaba.

—¡Deprisa! —gritó Ilian a los suyos—. Acabemos antes de que anochezca y se nos complique el trabajo.

El resto de la caballería enemiga había sido empujada hacia la plaza. Lo que quedaba de la infantería retrocedía hacia la mansión, la casa a la que Ymryl llamaba su “palacio” y donde había nacido Ilian. También era la casa donde había temblado, chillado y revelado el escondite de su hermano.

Por un momento, una sensación de insufrible desesperación sustituyo la alegna de Ilian, y se detuvo. El fragor de la batalla pareció disiparse. La escena se nubló. Y recordó el rostro de Ymryl, de una seriedad casi infantil, cuando se inclinó sobre ella y dijo: “¿Dónde está? ¿Dónde?”.

Ilian se estremeció. Bajó la espada, indiferente al peligro que acechaba por todas partes. Cinco seres deformes, cuyos cuerpos y rostros estaban cubiertos de enormes verrugas, se abalanzaron hacia las manos engarfiadas. Ilian notó que uñas afiladas se abrían paso entre los eslabones de su malla. Les contempló con aire ausente.

—Bradne... —murmuró.

—¡Te han herido, muchacha!

neo y aplastó una espada con la maza. Los seres deformes chillaron.

—¿Estás mareada?

Ilian salió del trance y utilizó su espada para partir en dos un cuerpo cubierto de verrugas.

—Sólo por un momento —respondió.

—Quedan unos cien —informó Katinka van Bak—. Se han atrincherado en la mansión de vuestro padre. Dudo que podamos desaloJarles an

—Prenderemos fuego al edificio —dijo con frialdad Ilian—. Les quemaremos.

Katinka frunció el ceño.

—No me gusta eso. Deberíamos darles la oportunidad de rendirse...

—Les quemaremos a ellos y al edificio ¡Quemadles!

Ilian paseó la vista por la plaza. Estaba sembrada de cadáveres. Cincuenta de los suyos continuaban con vida.

—Se acabará la batalla, ¿no es clerto, ~allnK~ V~l~ J,~.

—Sí, pero...

—Y salvará las vidas de nuestros supervivientes.

—Sí... —Katinka intentó mirar a los ojos de Ilian, pero ésta volvio la cara—. Sí, pero piensa también en el edificio. Tus antepasados habitaron en él durante generaciones. Es el edificio más bello de Virithorm. No hay uno más hermoso en todo Garathorm. Las maderas con que fue construido son excepcionales. Muchas variedades de árbol empleadas en la construcción ya se han extinguido...

—Que arda. No podría vivir ahí de nuevo.

Katinka suspiró.

—Daré la orden, aunque no sea de mi agrado. ¿Puedo ofrecer la rendición a nuestros enemigos?

—A nosotros no nos dieron esa posibilidad.

—Pero nosotros no somos ellos. Moralmente...

No me apetecen sermones de momento, gracias.

Katinka van Bak se dispuso a obedecer la orden de la reina Ilian.


2. Una muerte imposible

Hombres y mujeres de expresión sombría, con las manos apoyadas sobre sus armas y la cara teñida de rojo por las llamas, veían arder la mansión de Pyran en la negrura de la noche, percibían el olor procedente de la pira y escuchaban los débiles y horribles sonidos que todavía brotaban del humo negro y espeso.

—Justo es —dijo Ilian de Garathorm.

—Hay tres formas de justicia —replicó Katinka van Bak en voz baja— El fuego no purificará vuestro sentimiento de culpa, Ilian.

—¿Por qué no? —Ilian lanzó una áspera carcajada—. Entonces, ¿cómo explicáis la satisfacción que siento?

—No estoy acostumbrada a estas cosas —dijo Katinka van Bak. Hablaba en voz baja para que sólo la oyera Ilian, y lo hacía de mala gana— He sido testigo de actos de venganza similares, pero me desagrada la incomodidad que experimento ahora. Os habéis convertido en un ser cruel, Ilian.

—Es el sino del Campeón —dijo la voz de Jhary—. Siempre. No os inquietéis, Katinka van Bak. El Campeón siempre procura librarse, o librar a los demás, de cierto peso ambiguo. Uno de los medios que el Campeón emplea es la crueldad deliberada, actos contrarios a los dictados de su conciencia. Ilian piensa que sólo la agobia el peso de haber traicionado a su hermano. No es así. La culpa que la aflige es tal que vos y yo, Katinka van Bak, jamás podremos experimentarla. ¡Y demos gracias a los dioses por ello!

Ilian se estremeció. Apenas había escuchado las palabras de Jhary pero su significado la había turbado.

Katinka van Bak se encogió de hombros y dio media vuelta.

—Muy bien, Jhary. Vos sabéis más de estos asuntos que yo. Y de no ser por vuestros conocimientos, Ilian no estaría aquí ahora para luchar contra Ymryl.

Se adentró en las sombras invadidas por el humo.

Jhary se quedó un rato al lado de Ilian. Después, la dejó sola, mirando las ruinas carbonizadas de su antiguo hogar.

Los gritos se extinguieron y el hedor de la carne quemada dio paso al olor más suave de la madera. Ilian tenía la sensación de que le habían arrancado la vida. Cuando el incendio remitió, se acercó más a los restos, como si quisiera calentarse, porque un frío helado paralizaba sus huesos, aunque la temperatura era agradable.

Seguía viendo las facciones severas de Ymryl cuando formuló su pregunta. Seguía escuchando su voz cuando contestó.

Jhary la encontró cuando faltaba poco para el amanecer. Ilian deambulaba entre los huesos ennegrecidos, las cenizas y las ascuas humeantes. De vez en cuando, propinaba una patada a un cráneo carbonizado o a una caja torácica destrozada.

—Noticias —dijo Jhary.

Ella le miró con ojos inexpresivos.

—Noticias de Ymryl. Ha ganado la batalla. Ha matado a Arnald y se ha enterado de lo ocurrido aquí. Se apresta a regresar.

Ilian respiró una profunda bocanada de aire acre.

—En ese caso, debemos prepararnos —dijo.

—Nos queda la mitad de nuestras fuerzas y será difícil resistir al ejército de Ymryl. Ahora, cuenta también con los efectivos de Arnald, mejor dicho, los que han sobrevivido. ¡Dos mil guerreros, como mínimo, vienen hacia aquí! Tal vez sería mejor volver a los árboles, emboscarles de vez en cuando...

—Continuaremos con el plan original.

Jhary-a-Conel se encogió de hombros.

—Muy bien.

—¿Han encontrado el cañón flamígero de Ymryl?

—Sí, escondido en las bodegas de un lagar, al oeste de la ciudad. Katinka van Bak se ha encargado durante la noche de que se montara un anillo defensivo. Se han montado otros para cubrir las principales arterias que conducen al centro de la ciudad. Hemos actuado con rapidez, por suerte. No esperaba que Ymryl regresara tan pronto.

Ilian paseó entre las cenizas.

—Katinka van Bak es un general experimentado.

—Una suerte para nosotros —dijo Jhary.

Poco después de mediodía, los espías volvieron con la noticia de que Ymryl estaba empleando la misma táctica que Ilian para acercarse a la ciudad: rodearla por todos lados. Ilian rezó para que los espías de Ymryl no hubieran visto el cañón flamígero, apresuradamente ocultado. Había ordenado a la mitad de sus fuerzas que se encargara de las armas energéticas. Los otros se habían escondido en diversos lugares.

Una hora más tarde, la primera fuerza de caballería, con sus brillantes armaduras y las banderas al viento, entró como una tromba por las cuatro amplias avenidas que conducían a la plaza de la ciudad.

La plaza estaba desierta en apariencia, a excepción de los cadáveres abandonados en ella.

La velocidad de la cabalgada disminuyó cuando los primeros Jinetes vieron el espectáculo y se quedaron confusos.

Sobre sus cabezas sonó la nota suave de un cuerno.

Y un cañón flamígero rugió.

Y de la caballería sólo quedó polvo calcinado y cenizas que flotaron
en el aire hasta posarse sobre las calles.

Ilian, escondida en los árboles, sonrió cuando recordó que su gente había perecido por obra de aquella misma arma.

Las probabilidades en su contra habían aumentado en gran número pero no podía utilizarse de nuevo el cañón flamígero, pues debía llenarse otra vez con la sustancia que le servía de combustible, y esta sustancia tenía que manipularse con mucho cuidado. Además, se tardaba mucho tiempo en introducirla, gota a gota, en los depósitos. Los encargados del cañón volvieron a toda prisa a la plaza y desaparecieron en los edificios.

Un espeso silencio descendió sobre Virithorm

Luego, hacia el oeste, se escuchó el batir de unos cascos. El sol que se filtraba entre las hojas se reflejó en máscaras enjoyadas y en brillantes armaduras.

—Es Kalan y un destacamento del Imperio Oscuro —gritó Katinka van Bak desde un árbol situado a unos cien metros—. También tienen cañones flamígeros.

La máscara de serpiente del barón Kalan centelléo cuando se internó a gran velocidad por la amplia avenida. De las casas surgieron rayos de luz roJa, disparados por las lanzas flamígeras que aún quedaban. Dio la impresión de que varios rayos atravesaban el cuerpo de Kalan sin hacerle el menor daño. Ilian pensó que sus ojos la engañaban. Ni siquiera un hechicero podía ser inmune a los rayos mortíferos.

No obstante, otros cayeron antes de que sus compañeros tuvieran tiempo de responder al fuego. Dispararon al azar sus armas contra las casas y una red de rayos rubí se dibujó en el aire.

Kalan continuó avanzando sin vacilación hacia la plaza. Espoleó a su caballo hasta que brotó sangre de sus flancos.

Kalan reía. Era una risa que Ilian conocía muy bien. Al principio, no consiguió localizarla, pero luego recordó que no se diferenciaba en mucho de las carcajadas que ella había lanzado durante la batalla del día anterior.

Kalan entró en la plaza. Sus carcajadas se convirtieron en un aullido de rabia cuando vio los restos de la gran mansión.

—¡Mis laboratorios!

Desmontó del caballo y se acercó a las ruinas. Miró a su alrededor indiferente a los peligros que pudieran acecharle, mientras detrás de él sus hombres libraban una encanizada batalla contra los guerreros de Ilian, que habían salido de las casas y luchaban cuerpo a cuerpo.

Ilian le miró. Estaba fascinada. ¿Qué buscaba?

Dos guerreros de Ilian se separaron del grueso del grupo y cargaron contra Kalan. Este se volvió al oírles, volvió a reír y desenvainó la espada. Las risas despertaban ecos ominosos en el yelmo de serpiente.

—Dejadme en paz —conminó a los guerreros—. No podéis hacerme
daño.

Ilian contuvo la respiración. Vio que un guerrero atravesaba a Kalan con la espada. Vio que la punta salía por la espalda del hechicero. Vio que Kalan retrocedía y respondía a su atacante con una profunda herida en el hombro. Kalan estaba ileso. El guerrero gimió. Kalan, impaciente, hundió la espada en el cuello de su enemigo, que se derrumbó sobre las cenizas de la mansión. El otro guerrero vaciló antes de lanzar un mandoble contra el antebrazo del hechicero, que la armadura no protegía. Fue un golpe suficiente para cortar el brazo de cuajo, pero Kalan ni se inmutó. El guerrero dio un paso atrás. Kalan sin hacerle caso, continuó su frenética búsqueda entre las cenizas y los cuerpos carbonizados.

—No puedes matarme —gritó el guerrero—. No me hagas perder el tiempo y yo no te haré perder el tuyo. Estoy buscando algo. ¿Qué imbécil habrá ordenado esta destrucción innecesaria? —Como el guerrero continuara inmóvil, el yelmo de serpiente se alzó y Kalan habló como si estuviera dando explicaciones a un niño estúpido—. No puedes matarme. Sólo hay un hombre que puede matarme en todo el infinito cosmos. Y aquí no está. ¡Lárgate!

Ilian sintió compasión por el guerrero cuando le vio alejarse, dando tumbos.

Entonces, Kalan lanzó una risita.

—¡Ya lo tengo!

Se agachó y cogió algo del suelo.

Ilian bajó de los árboles, saltó a la plaza y se plantó frente a Kalan. Un mar de cadáveres les separaba.

—¿Barón Kalan?

El hechicero levantó la vista.

—Lo tengo... —Hizo ademán de enseñarle el objeto, pero luego vaciló—. ¿Qué? ¡No puede ser! ¿Acaso me han abandonado todos mis poderes?

—¿Pensasteis que me habíais matado?

Ilian avanzó hacia él. Había visto que era invulnerable, pero pensaba que debía enfrentarse con el hechicero, movida por uno de aquellos extraños impulsos que no podía explicar.

—¿Matado? Bobadas. Fue mucho más sutil. La joya devoró tu alma. Fue mi mejor creación en ese estilo, más sofisticada que cualquier otro invento mío. Iba destinada a alguien mucho más importante que vos, pero la situación exigía su uso, si no quería morir a manos de Ymryl.

A lo lejos se escuchaban ruidos de batalla. Ilian comprendió que su gente había atacado al ejército de Ymryl. Caminó sin vacilar hacia Kalan.

—Debo vengarme de vos por muchos motivos, barón Kalan —dijo —No podéis matarme, señora, si os referís a eso. No podéis hacerlo —Pero debo intentarlo.

El Señor de la Serpiente se encogió de hombros.

—Cómo queráis, pero me gustaría saber cómo escapó vuestra alma de la joya. Tenía la absoluta certeza de que quedaría atrapada en ella durante toda la eternidad, y con esa joya podría haber realizado experimentos más complicados, si cabe. ¿Cómo escapó?

Alguien gritó desde el rincón más alejado de la plaza.

—¡No lo hizo! ¡No escapó!

Era la voz de Jhary-a-Conel.

La máscara de serpiente se volvió.

—¿Qué queréis decir?

—¿No comprendisteis la naturaleza del alma que pretendías aprisionar en esa joya?

—¿Naturaleza? ¿A qué...?

—¿Conocéis la leyenda del Campeón Eterno?

—He leído algo sobre ella, sí...

La máscara de serpiente se desvió de Jhary a Ilian, y de Ilian a Jhary otra vez. Ilian seguía avanzando hacia el barón Kalan.

—Entonces, recordad lo que leísteis.

Ilian se plantó ante el barón Kalan de Vitall y con un sólo movimiento de su espada arrancó el yelmo de serpiente. Apareció un rostro pálido, de edad avanzada, rala barba blanca y cabello escaso. Kalan parpadeó y trató de cubrirse la cara, pero dejó caer las manos a los costados; la espada colgaba de la muñequera y su puño aferraba el objeto que había buscado entre las ruinas.

—Aun así, no podéis matarme, Ilian de Garathorm —dijo en voz baja Kalan—. Y aunque pudierais, las consecuencias serían terroríficas. Dejadme en paz, o hacedme prisionero, como prefiráis. He de reflexionar sobre ciertos asuntos...

—Empuñad la espada, barón Kalan, y defendeos.

—Me resisto a mataros —dijo Kalan, con voz más irritada—, porque constituís un intrigante misterio para un hombre de ciencia, pero os mataré, Ilian, si continuáis fastidiándome.

—Y yo os mataré, si puedo.

—Ya os he dicho que sólo un ser del multiverso puede matarme —explicó pacientemente el hechicero—. Y ese ser no sois vos. Además, de que yo siga con vida dependen más cosas de las que creéis...

—¡Denfendeos!

Kalan se encogió de hombros y empuñó su espada.

Ilian lanzó un mandoble, Kalan lo paró como sin darle importancia. La espada, apenas desviada, siguió su trayectoria y penetró en la carne de Kalan, que abrió los ojos de par en par.

—¡Dolor! —siseó, estupefacto—. ¡Es dolor!

Ilian se quedó casi tan sorprendida como Kalan cuando vio que brotaba sangre. Kalan retrocedió tambaleante y contempló su herida.

—No es posible —dijo con firmeza—. No lo es.

Ilian atravesó esta vez el corazón.

—Sólo Hawkmoon puede matarme —musitó Kalan—. Sólo él. Es imposible...

Y se derrumbó sobre las cenizas; una pequeña nube de polvillo negro se levantó a su alrededor. La mirada de asombro quedó impresa en sus muertas facciones.

—Ahora, los dos estamos vengados, baron Kalan —dijo Ilian, con una voz que no reconoció como suya.

Se agachó para ver qué sujetaba el barón en su puño cerrado, aprisionado entre los dedos.

Era algo que brillaba como carbón pulido. Una joya de forma irregular. Ilian comprendió lo que era.

Cuando se incorporó, observó que la luz se había alterado sutilmente a su alrededor. Era como si pasaran nuben frente al sol, pero no había lluvias previstas hasta dentro de dos meses.

Jhary-a-Conel se acercó corriendo.

—¡Le habéis matado! Temo que este acto nos traerá más problemas. —Echó un vistazo a la joya que sostenía—. Guardadla bien. Si salimos de ésta, os enseñaré lo que debéis hacer con ella.

Oyeron un ruido sobre sus cabezas, en el cielo oscurecido, a través de las ramas superiores de los impresionantes árboles de Garathorm. Era como el batir de las alas de una gigantesca ave. Y también percibieron un hedor, comparado con el cual los cadáveres olían a perfume.

—¿Qué es eso, Jhary?

Ilian sintió que el miedo nublaba su mente. Quería huir de la cosa que se acercaba a Virinthorm.

—Kalan os advirtió que tendría consecuencias matarle aquí. Sus experimentos crearon desajustes en el equilibrio de todo el multiverso. Al matarle, habeís permitido que el multiverso empiece a curar sus heridas, aunque eso dará como resultado otros desajustes de, lo que podríamos llamar, menor importancia.

—¿Cuál es la causa de ese ruido, de ese olor?

—Escuchad—dijo Jhary-a-Conel—. ¿No oís otra cosa?

Ilian escuchó con suma atención. A lo lejos oyó el bocinazo de un cuerno de guerra. El cuerno de Ymryl.

—Ha convocado a Arioco, Señor del Caos —explicó Jhary-a-Conel— y la muerte de Kalan ha permitido que Arioco pueda entrar por fin. Ymryl cuenta con un nuevo aliado, Ilian.


3. Equilibrio oscilante

Una alegría salvaje y desesperada embargaba a Jhary mientras montaba en su caballo amarillo y lanzaba repetidas miradas al cielo. Seguía oscuro, pero tanto el ruido como el hedor habían desaparecido.

—Sólo vos, Jhary, sabéis a qué hemos de enfrentarnos ahora —dijo Katinka van Bak.

Se secó el sudor de la cara con la manga, sin soltar la espada.

Yisselda de Brass se acercó al trote. Tenía una herida larga, pero poco profunda, en el brazo. La sangre ya se había secado.

—Ymryl ha detenido el ataque —anunció—. No sé qué tiene en mente... —Calló al ver el cadáver de Kalan, caído sobre las cenizas—. Así que ha muerto. Bien. Abrigaba la superstición de que sólo podía matarle mi marido, Hawkmoon.

Katinka van Bak casi sonrió.

—Sí, lo sé—dijo.

—¿Tenéis idea de lo que planea Ymryl? —preguntó Yisselda a Katinka van Bak.

—A tenor de lo que nos ha contado Jhary, no necesita grandes estrategias —replicó la mujer, preocupada—. ¡Los demonios han venido en su ayuda!

—Elegís una teminología acorde con vuestros prejuicios —dijo Jhary-a-Conel—. Si yo definiera a Arioco como un ser provisto de poderes físicos y psíquicos muy avanzados, aceptaríais su existencia por completo.

—¡De todas formas, acepto su existencia! —bufó Katinka van Bak— Le he oído. Le he olido.

—Bien —dijo Ilian en tono conciliador—, debemos continuar nuestra lucha contra Ymryl, aunque esté perdida de antemano. ¿Mantenemos nuestra estrategia defensiva o, por el contrario, atacamos?

—Ya da igual —dijo Jhary-a-Conel—, pero sería más noble morir atacando, ¿no? —sonrió para sí—. A pesar de que he asumido mi destino, la muerte nunca es bienvenida.

Desmontaron y avanzaron entre los árboles. Se movían con sigilo y empuñaban las lanzas flamígeras que habían cogido a los guerreros muertos del Imperio Oscuro.

Jhary, que les guiaba, se detuvo, levantó la mano mientras observaba entre las hojas y arrugó la nariz.

Vieron el campamento de Ymryl. Lo había instalado junto al mismo límite de la ciudad. Vieron a Ymryl y a su cuerno amarillo, que colgaba sobre su pecho desnudo. Sólo llevaba pantalones de seda e iba descalzo. Tenía los brazos cargados de brazaletes de cuero incrustados de joyas y un ancho cinturón de cuero ceñía su cintura. De él colgaban su pesada espada, el puñal de hoja ancha y un arma capaz de disparar diminutos dardos a gran distancia. Su mata desordenada de cabello amarillo caía sobre su cara, y sus dientes desiguales centellearon cuando dirigió una sonrisa nerviosa a su nuevo aliado.

Su aliado medía casi tres metros de alto y dos de ancho. Su piel era oscura y escamosa. Iba desnudo, era hermafrodita y tenía un par de alas correosas dobladas sobre la espalda. Daba la impresión de que le costaba desplazarse. Devoró con avidez los restos de un soldado de Ymryl.

Pero lo peor era su cara. Una cara que cambiaba sin cesar. En un momento dado era repulsiva y bestial, y al siguiente se convertía en la de un hermoso mancebo. Sólo los ojos, henchidos de dolor, no cambiaban. De vez en cuando, sin embargo, pasaba por ellos un destello de inteligencia, pero casi todo el tiempo eran crueles, feroces, primitivos.

La voz de Ymryl tembló, pero su tono era triunfal.

—Me ayudaréis, ¿verdad, lord Arioco? Ése fue el trato que hicimos...

—Sí, el trato —gruñó el demonio—. He hecho tantos. Y tantos se han arrepentido después...

—Yo os sigo siendo leal, mi señor.

—Yo mismo sufro las consecuencias de un ataque. Poderosas fuerzas me asedian en muchos planos, en muchas épocas. Los hombres desestructuran el multiverso. ¡El equilibrio ya no existe! ¡El equilibrio ya no existe! El caos se derrumba y la Ley ya no...

Arioco parecía hablar para sí, no para Ymryl.

—¿Y vuestro poder? —preguntó Ymryl, vacilante—. Aún lo conserváis, ¿no?

—Sí, casi todo. Oh, sí, puedo echaros una mano, Ymryl, hasta cuando sea necesario.

—¿Qué queréis decir, mi señor?

Arioco masticó la carne del último hueso y lo arrojó lejos. Se echó a tierra y dirigió la mirada hacia el centro de la ciudad.

Ilian sintió un escalofrío cuando adoptó un rostro gordo, carnoso, mofletudo, de dientes podridos. Los labios se movieron cuando Arioco murmuró para sí.

—Es una cuestión de perspectiva, Corum... Obedeceremos a nuestros caprichos... —Arioco frunció el ceño—. Ah, Elric, el más adorado de mis esclavos... Todo da vueltas... Todo da vueltas... ¿Qué significa? —Y las facciones se convirtieron en las de un apuesto joven—. Los planos se cruzan, la balanza se inclina, las viejas batallas se perdieron en la noche de los tiempos, las buenas costumbres se pierden. ¿Es verdad que los dioses mueren? ¿Pueden morir los dioses?

A pesar de que detestaba al monstruo, Ilian experimentó una extraña punzada de conmiseración por Arioco cuando escuchó sus palabras.

—¿Cómo atacaremos, gran Arioco? —Imryl se acercó a su amo sobrenatural—. ¿Nos guiaréis?

—¿Guiaros? Mi trabajo no es guiar mortales a la batalla. ¡Ay! —Arioco lanzó un aullido agónico—. ¡No puedo quedarme aquí!

—¡Debes hacerlo, Arioco! ¡Recuerda nuestro trato!

—Sí, Ymryl, nuestro trato. Te di el cuerno, hermano del cuerno del Destino. Y hay tan pocos leales a los Señores del Caos, tan pocos mundos en que aún sobrevivamos...

—¿No daréis el poder?

El rostro de Arioco adoptó su primitiva forma demoníaca. Arioco gruñó, toda inteligencia desapareció de sus rasgos. Respiró hondo con gran estruendo, su cuerpo cambió de color, aumentó de tamaño, lanzó llamaradas rojas y amarillas, como si un horno rugiera en su interior.

—Reúne fuerzas —susurró Jhary-a-Conel, acercando los labios a los oídos de Ilian—. Debemos atacar ahora. Ahora, Ilian.

Saltó hacia adelante y su lanza flamígera vomitó un chorro de luz rubí. Se abalanzó sobre las filas del poderoso ejército y cuatro guerreros cayeron antes de que nadie advirtiera la presencia de un enemigo entre ellos. Otros guerreros de Ilian cayeron de los árboles y siguieron el ejemplo de Jhary-a-Conel. Katinka van Bak, Yisselda de Brass, Lyfeth de Ghant, Mysenal de Hinn, todos se precipitaron hacia una muerte cierta. Ilian se preguntó por qué se rezagaba.

Vio que Ymryl lanzaba un grito de advertencia a Arioco, vio que Arioco extendía el brazo y tocaba a Ymryl. El cuerpo de Ymryl se iluminó, como si ardiera en el mismo fuego sepultado en el interior de Arioco.

Ymryl chilló, sacó su espada y se lanzó hacia los guerreros de Ilian.

Fue entonces cuando Ilian saltó, interponiéndose entre su gente e Ymryl.

Ymryl estaba poseído. Su forma irradiaba una monstruosa energía como si Arioco hubiera tomado posesión de aquel cuerpo mortal. Incluso los ojos de Ymryl eran los ojos bestiales de Arioco. Rugió. Avanzó hacia Ilian y su gran espada remolinéo en el aire.

—Por fin, Ilian. Esta vez morirás. ¡Esta vez sí!

Ilian trató de parar el golpe, pero Ymryl había adquirido tal fuerza que la espada rebotó contra su propio cuerpo. Se tambaleó hacia atrás y esquivó por poco el siguiente mandoble. Ymryl luchaba con ferocidad demencial. Ilian sabía que debía matarla.

Y detrás de Ymryl, Arioco había crecido hasta alcanzar inmensas proporciones. Su cuerpo no paraba de retorcerse y aumentar de tamaño, pero cada vez contenía menos sustancia. El rostro se alteraba constantemente, a cada segundo que pasaba, y la mujer oyó una débil voz:

—¡La balanza! ¡La balanza! ¡Oscila! ¡Se dobla! ¡Se funde! ¡Es la condena de los dioses! Oh, estos seres insignificantes... Estos hombres...

Arioco desapapreció y sólo quedó Ymryl, pero poseído por el terrible poder de Arioco.

La lluvia de golpes obligó a Ilian a retroceder. Le dolían los brazos, las piernas y la espalda. Tenía miedo. No quería que Ymryl le matara.

Oyó otro sonido. ¿Era un aullido de triunfo? ¿Significaba que todos sus camaradas ya habían muerto, que los soldados de Ymryl habían acabado con ellos?

¿Era ella la última superviviente de Garathorm?

Cayó al suelo cuando un terrorífico golpe de Ymryl le arrebató la espada de la mano. Otro golpe partió su casco. Ymryl echó atrás el brazo para asestar el mandoble definitivo.


4. La piedra-alma

Ilian intentó mirar a los ojos de Ymryl mientras moría, aquellos ojos que ya no eran los suyos, sino los de Arioco.

Pero de repente su luz se desvaneció. Ymryl miró a su alrededor, asombrado.

—¿Todo ha terminado, pues? —le oyó decir Ilian—. ¿Volvemos a casa?

Daba la impresión de que veía un paisaje muy distinto al de Garathorm. Y sonreía.

Ilian extendió la mano y aferró el pomo de su espada. La clavó con todas sus fuerzas en Ymryl y vio que brotaba un chorro de sangre, que una expresión de estupor aparecía en su cara, que iba desapareciendo poco a poco, al igual que Arioco había desaparecido ante él.

Ilian, aturdida, se incorporó, sin saber si había matado a Ymryl. Ahora, ya nunca lo sabría.

Katinka van Bak yacía muy cerca. Tenía una gran herida roja en el cuerpo. Estaba blanca, como si se hubiera quedado sin sangre. Jadeaba. Ilian se acercó a ella.

—Me contaron la historia de la espada de Hawkmoon —dijo Katinka—. La llamaban la Espada del Amanecer. Tenía la facultad de convocar a guerreros de otros planos, de otras épocas. ¿Pudo convocar otra espada a Ymryl?

Apenas sabía lo que estaba diciendo.

Jhary-a-Conel, sostenido por Yisselda de Brass, surgió cojeante del polvo levantado por la batalla. Tenía un corte poco profundo en la pierna.

—De modo que, a fin de cuentas, nos habéis salvado, Ilian —dijo—. ¡Como lo habría hecho el Campeón Eterno! —Sonrió—. Aunque no lo hace siempre, debo admitirlo...

—¡Os he salvado? No, soy incapaz de explicarlo. ¡Ymryl se evaporó!

—Matasteis a Kalan. Fue Kalan quien moldeó las circunstancias que permitieron a Ymryl y los demás acceder a Garathorm. Muerto Kalan la brecha del multiverso ha empezado a cerrarse. Al mismo tiempo, devuelve a Ymryl y los suyos a sus respectivas épocas. Estoy seguro que ésa es la explicación. Vivimos tiempos extraños, Ilian de Garathorm. Casi tan extraños para mí como para ti. Estoy acostumbrado a que los dioses hagan su voluntad..., pero Arioco está corldenado. Me pregunto si los dioses mueren en todos los planos.

—Nunca han existido dioses en Garathorm— contestó Ilian.

Se inclinó para examinar la herida de Katinka van Bak, confiando en que no fuera tan grave como aparentaba, pero aún era peor. Katinka van Bak estaba agonizando.

—¿Todos han desaparecido, pues? —preguntó Yisselda, sin darse cuenta todavía de que su amiga estaba mortalmente herida.

—Todos..., incluidos los cadáveres —dijo Jhary. Rebuscó en la bolsa de su cinturón—. Esto la ayudará —explicó—. Una poción que calma el dolor.

Ilian acercó el frasco a los labios de Katinta, pero la mujer meneó la cabeza.

—No —dijo—, me dormirá. Quiero permanecer despierta el poco tiempo que me queda. Además, he de volver a casa.

—¿A casa? ¿A Virinthorm? —preguntó Ilian en voz baja.

—No, a mi verdadero hogar. Al otro lado de las Montañas Búlgaras. —Katinka buscó con la vista a Jhary-a-Conel—. ¿Queréis llevarme allí Jhary?

—Hemos de improvisar una camilla. —Llamó a Lyfeth, que acababa de llegar—. ¿Podéis pedir a vuestra gente que prepare una camilla?

—¿Seguís todos con vida? —preguntó Ilian con aire ausente—. ¿Cómo es posible? Pensaba que habíais ido a reuniros con vuestros muertos...

—¡El pueblo marino! —exclamó Lyfeth, mientras se marchaba para preparar la camilla—. ¿No les habéis visto?

—¿El pueblo marino? Tenía toda la atención puesta en aquel demonio...

—Cuando Jhary se precipitó hacia el campamento, vimos sus banderas. Por eso decidimos atacar en aquel momento. ¡Mirad!

Lyfeth señaló hacia los árboles.

Ilian sonrió complacida cuando vio a los guerreros, armados con grandes arpones submarinos y montados sobre enormes animales parecidos a focas. Había visto en muy pocas ocasiones al pueblo marino, pero sabía que eran seres orgullosos y fuertes, que cazaban ballenas a lomos de sus animales anfibios.

Mientras Yisselda vendaba las heridas de Katinka van Bak, Ilian se acercó al rey Treshon, su caudillo.

El rey desmontó y ejecutó una elegante reverencia.

—Mi señora —dijo—. Mi reina. —Aunque de avanzada edad, aún se mantenía en forma, y los músculos destacaban en su cuerpo bronceado. Vestía una cota de mallas sin mangas y una falda de piel, como todos sus guerreros—. Ahora, Garathorm vivirá de nuevo.

—¿Sabíais que íbamos a librar la batalla?

—No. Nuestros espías vigilaban a Arnald de Grovent, el que se convirtió en caudillo de los que conquistaron nuestras ciudades. Cuando nos pusimos en marcha, decidimos que era el momento propicio para atacar a Ymryl, pues estaban divididos y peleaban entre sí.

—¡Igual que nosotros! dijo Ilian—. Ha sido una suerte para todos que nos decidiéramos por la misma estrategia.

—Alguien nos aconsejó bien.

—¿Quién?

—Aquel joven. —El rey Treshon señaló a Jhary-a-Conel, que estaba sentado al lado de Katinka van Bak y conversaba con ella en voz baja—. Vino a vernos hace un mes y diseñó el plan que seguimos.

Ilian sonrió.

—Sabe mucho, ese joven.

—Sí, mi señora.

Ilian hundió la mano en la bolsa del cinturón y palpó los duros rebordes de la joya negra. Después de despedirse del rey Treshon, volvió junto a Jhary-a-Conel con aire pensativo.

—Me dijisteis que pusiera la joya a buen recaudo. —La sacó de la bolsa y la sostuvo en alto—. Aquí está.

—Me alegro de que continúe con nosotros —dijo Jhary—. Temía que regresara al lugar donde yace el cuerpo de Kalan.

—Jhary-a-Conel, planeasteis casi todo cuanto acaba de ocurrir, ¿verdad?

—¿Planearlo? No, soy un simple servidor. Hago lo que es debido.

Jhary estaba pálido. Ilian observó que temblaba.

—¿Qué ocurre? ¿Sufrís una herida más grave de lo que pensábamos?

—No, pero las fuerzas que se llevaron a Ymryl y Arioco de vuestro mundo también exigen que yo parta, al parecer. Hemos de regresar a la cueva enseguida.

—¿Qué cueva?

Donde nos encontramos por primera vez. —Jhary se levantó y corrió hacia su caballo amarillo—. Montad en lo primero que encontréis. Que dos de vuestros guerreros carguen con la litera de Katinka. Que Yissel—da de Brass os acompañe. ¡Rápido, a la cueva!

Salió al galope.

Ilian comprobó que la camilla estaba casi preparada. Contó a Yisselda lo que Jhary había dicho y fueron a buscar monturas.

—¿Por qué sigo en este mundo? —Yisselda frunció el ceño—. ¿No tendría que haber regresado al mundo en que Kalan me retenía prisionera?

—¿No sentís nada, como si algo tirara de vos?

—Nada.

Ilian, guiada por un impulso, besó a Yisselda en la mejilla.

—Adiós —dijo.

Yisselda se quedó sorprendida.

—¿No vendréis con nosotros a la cueva?

—Os acompaño, pero tenía ganas de despedirme. Ignoro por qué.

Una gran paz descendió sobre ella. Tocó una vez más la piedra negra y sonrió.

Cuando llegaron, Jhary se encontraba de pie frente a la entrada de la cueva. Parecía más débil que antes. Apretaba contra su pecho al gatito blanco y negro.

—Pensé que no ibais a llegar nunca. Estupendo.

Lyfeth de Ghant y Mysenal de Hinn habían insistido en cargar con la litera de Katinka. Se dispusieron a entrarla en la cueva, pero Jhary se lo impidió.

—Lo siento, pero debéis esperar aquí. Si Ilian no regresa, deberéis elegir a otro gobernante en su lugar.

—¿Un nuevo gobernante? ¿Qué pretendéis hacerle? —Mysenal saltó hacia adelante y se llevó la mano a la espada—. ¿Qué daños puede sufrir en esa cueva?

—Ninguno, pero la joya de Kalan aún retiene su alma... —Jhary estaba sudando. Resolló y meneó la cabeza—. Ahora no os lo puedo explicar. Os aseguro que protegeré a vuestra reina...

Siguió a Yisselda e Ilian, que habían entrado en la cueva la litera de Katinka van Bak.

La profundidad de la cueva asombró a Ilian. Se hundía kilómetros y kilómetros en la ladera de la montaña. Cuanto más se internaban, más frío hacía. Guardó silencio, porque confiaba en Jhary.

Sólo se volvió una vez, cuando oyó la voz nerviosa de Mysenal a lo lejos.

—¡Ya no os culpamos de nada, Ilian! Os absolvemos...

El tono de Mysenal y la urgencia con que aparentaba expresar aquellos sentimientos la intrigaron. Tampoco le importaba demasiado. Conocía su culpa, dijeran lo que dijeran los demás.

—¿No es éste el lugar? —preguntó con voz débil Katinka van Bak desde su litera.

Jhary asintió. Como la luz había disminuido, llevaba en la mano un globo extraño, un globo luminoso. Lo depositó sobre el suelo de la caverna. Ilian bajó la vista y dio un respingo. Vio el cadáver de un hombre alto y apuesto, cubierto de pieles. No se veía ninguna herida en su cuerpo, nada que indicara la causa de su muerte. Su cara le recordó a alguien. Cerró los ojos.

—Hawkmoon... —murmuró—. Mi nombre...

Yisselda estalló en llanto y se arrodilló junto al cadáver.

—¡Dorian! ¡Mi amor! ¡Mi amor! —Se volvió hacia Jhary-a-Conel—. ¿Por qué no me lo dijistes?

Jhary, sin hacerle caso, se volvió hacia Ilian, que estaba apoyada como mareada contra la pared de la cueva.

—Dadme la joya —dijo—. La joya negra, Ilian. Dádmela.

Y cuando Ilian introdujo la mano en la bolsa, palpó algo cálido, algo que vibraba.

—¡Está viva! —exclamó—. ¡Viva!

—Sí —contestó Jhary, con voz perentoria y débil—. Deprisa, arrodillaos a su lado...

—¿Al lado del cadáver?

Ilian retrocedió.

—¡Haced lo que digo! —Jhary apartó a Yisselda del cadáver de Hawkmoon y obligó a Ilian a arrodillarse—. Ahora, colocad la piedra sobre su frente, sobre la cicatriz.

Ilian, temblorosa, obedeció.

—Apoyad vuestra frente sobre la joya.

Se inclinó, su frente tocó la joya y de repente cayó dentro y a través de la joya, y mientras caía, otra persona cayó hacia ella. Fue como si se precipitara hacia su propia imagen, reflejada en un espejo. Lanzó un grito...

Oyó el débil “¡Adiós!” de Jhary y trató de responder, pero no pudo.

Siguió cayendo por pasillos sucesivos de sensaciones, recuerdos, culpa y redención...

Y fue Asquiol y Arflane y Alaric. Fue John Daker, Erekose y Urlik. Fue Corum y Elric y Hawkmoon...

—¡Hawkmoon!

El nombre pronunciado por sus labios fue como un grito de batalla. Combatió contra el barón Meliadus y Asrovak Mikosevaar en la batalla de la Kamarg. Volvió a combatir contra Meliadus en Londra y Yisselda estaba a su lado. Yisselda y él contemplaron el campo de batalla cuando todo hubo terminado y vieron que de sus camaradas sólo habían sobrevivido...

—¡Yisselda!

—Estoy aquí, Dorian. ¡Estoy aquí!

Abrió los ojos y dijo:

—¡Así que Katinka van Bak no me traicionó! Sin embargo, con qué argucia tan complicada me ha llevado hasta ti. ¿Por qué urdió una estratagema tan complicada?

—Quizá lo averiguaréis un día —susurró Katinka desde su litera—, pero no de mis labios, porque debo ahorrar aliento. Necesito que los dos me saquéis de estas montañas y me acompañéis a Ukrainia, donde deseo morir.

Hawkmoon se levantó. Estaba horriblemente entumecido, como si hubiera yacido durante meses en aquel lugar. Observó sangre en los vendajes.

—¡Estáis herida! No me había dado cuenta. Al menos, no recuerdo...

Apoyó la mano en la frente. Notó algo caliente, como sangre, pero cuando apartó los dedos sólo distinguió una leve radiación oscura, que se extinguió al cabo de un segundo.

—¿Cómo...? ¿Jaherek? Es imposible...

Katinka van Bak sonrió.

—No. Yisselda os contará cómo me la hice.

Una mujer habló con voz suave y vibrante junto a Hawkmoon.

—Recibió la herida ayudando a salvar un país que no es el suyo.

—No es la primera vez que la hieren en tales circunstancias —dijo Hawkmoon, y se volvió. Contempló un rostro extraordinariamente hermoso, pero herido por la tristeza—. ¿Nos conocemos?

—Os conocéis —dijo Katinka—, pero debéis separaros ahora mismo pues si ocupáis el mismo plano durante mucho rato se producirán nuevas desestructuraciones. Creed en mis palabras, Ilian de Garathorm. Regresad ahora. Volved con Mysenal y Lyfeth. Os ayudarán a reconstruir vuestro país.

—Pero... —Ilian vaciló—. Me gustaría hablar un poco más con Yisselda y este tal Hawkmoon.

—No tenéis derecho. Sois dos aspectos de lo mismo. Sólo podéis encontraros en determinadas ocasiones. Jhary me lo dijo. Regresad. ¡Deprisa!

La hermosa muchacha se volvió, vacilante. Su cabello dorado osciló y su cota de mallas tintineó. Se encaminó hacia las tinieblas y no tardó en perderse de vista.

—¿A dónde conduce el túnel, Katinka van Bak? —preguntó Hawkmoon—. ¿A Ukrainia?

—No, y pronto dejará de conducir a ningún sitio. Espero que le vaya bien a esa moza. Tiene muchas cosas que hacer. Además, presiento que volverá a toparse con Ymryl.

—¿Ymryl?

Katinka van Bak suspiró.

—Ya os he dicho que no quiero desperdiciar mi aliento. Necesito seguir viva hasta que lleguemos a Ukrainia. Confiemos en que el trineo nos siga esperando.

Hawkmoon se encogió de hombros. Se volvió y contempló con ternura a Yisselda.

—Sabía que vivías —dijo—. Dijeron que estaba loco, pero yo sabía que vivías.

Se abrazaron.

—Oh, Dorian, he pasado tantas aventuras —dijo Yisselda.

Contádselas más tarde —imploró la agonizante Katinka van Bak desde la litera—. ¡Coged estas angarillas y conducidme a ese trineo!

—¿Cómo están los niños, Dorian? —preguntó Yisselda, mientras se agachaba para coger un extremo de la camilla.

Después, se preguntó por qué Hawkmoon se mantuvo en silencio durante todo el rato que duró el trayecto por el túnel.

Así concluye la segunda Crónica del castillo de Brass.


EN BUSCA DE TANELORN

Libro primero

El mundo enloquecido: un campeón de sueños

1. Un viejo amigo en el castillo de Brass

—¿Perdidos?

—Sí.

—Sólo son sueños, Hawkmoon. ¿Sueños perdidos?

El tono era casi patético.

—Creo que no.

El conde de Brass apartó su voluminoso cuerpo de la ventana, y la luz bañó de repente el rostro demacrado de Hawkmoon.

—Ojalá tuviera dos nietos. Ojalá. Quizá algún día...

La conversación se había repetido tantas veces que ya constituía un ritual. Al conde Brass le disgustaban los misterios; de hecho, los detestaba.

—Eran un chico y una chica. —Hawkmoon estaba cansado, pero la locura le había abandonado—. Manfred y Yamila. El chico se parecía mucho a vos.

—Ya te lo hemos contado, padre.

Yisselda, con los brazos cruzados bajo los pechos, se apartó de la chimenea. Llevaba un vestido verde con los puños y el cuello ribeteados de armiño. Tenía el cabello estirado hacia atrás. Estaba pálida. Lo había estado desde su regreso con Hawkmoon al castillo de Brass, más de un mes antes.

—Ya te lo dijimos... y hemos de encontrarles.

El conde de Brass pasó sus gruesos dedos sobre el cabello rojo veteado de gris y frunció el ceño.

—No creía a Hawkmoon..., pero ahora os creo a los dos, aunque no me guste.

—Por eso discutes tanto, padre.

Yisselda apoyó una mano sobre su brazo.

—Tal vez Bowgentle pudiera explicar estas paradojas —continuó el conde Brass—, pero nadie más podría encontrar las palabras adecuadas para iluminar la mente de un sencillo soldado como yo. Vosotros creéis que he vuelto de entre los muertos, pero no recuerdo mi muerte. Y Yisselda ha sido rescatada del limbo, cuando yo la creía muerta en la batalla de Londra. Ahora, habláis de hijos, también perdidos en algún lugar del limbo. Una idea aterradora. ¡Niños sometidos a tales horrores! ¡Ah no! No quiero ni pensarlo.

—Nosotros sí, conde Brass. —Hawkmoon habló con la autoridad de un hombre que ha pasado muchas horas a solas con sus más oscuros pensamientos—. Por eso estamos decididos a hacer lo imposible por encontrarles. Por eso, hoy partimos hacia Londra, con la esperanza de que la reina Flana y sus científicos nos ayuden.

El conde Brass acarició su poblado bigote rojo. La mención de Londra le había sugerido otros pensamientos. Una leve expresión de embarazo apareció en su cara. Carraspeó.

—¿Algún mensaje especial para la reina Flana? —preguntó Yisselda, con mirada traviesa.

Su padre se encogió de hombros.

—Las cortesías habituales, por supuesto. Tengo la intención de escribir. Quizá os dé una carta antes de que marchéis.

—Estaría encantada de volver a verte en persona. —Yisselda dirigió una mirada significativa a Hawkmoon, que se frotó la nuca—. En su última carta me contó cuánto le había complacido tu visita, padre. Subrayó la sabiduría de tus consejos, el práctico sentido común que aplicas a los asuntos de estado. Insinuaba que estaba dispuesta a ofrecerte un puesto oficial en la corte de Londra.

Dio la impresión de que las coloradas facciones del conde Brass adquirían un tono aún más pronunciado.

—Mencionó algo por el estilo, pero en Londra no me necesitan.

—Por tus consejos no, desde luego —dijo Yisselda—. ¿Pero tu apoyo? En otros tiempos era muy aficionada a los hombres, pero desde la terrible muerte de D'Averc... Me han dicho que no abriga la menor intención de casarse. Me han dicho que ha pensado en la posibilidad de dar un heredero al trono, pero sólo existe un hombre que, en su opinión, sea comparable a D'Averc. Creo que no me expreso con claridad...

—Tienes toda la razón, hija mía. Muy comprensible, porque tu mente está absorta en otros pensamientos. Sin embargo, me conmueve tu preocupación por mis asuntos más nimios. —Al subirse, la manga de brocado dejó al descubierto un antebrazo bronceado y musculoso—. Soy demasiado viejo para casarme. Si pensara en ello, no encontraría una mujer mejor que Flana, pero mantengo la decisión que tomé hace muchos anos, vivir prácticamente retirado en la Kamarg. Además, soy responsable de los habitantes de este país. ¿Darías al traste con todo esto?

—Nosotros nos encargaríamos de esa tarea, como hicimos cuando estuviste...

Yisselda calló.

—¿Muerto? —El conde Brass frunció el ceño—. Me alegra no recordarte de esa forma, Yisselda. Cuando volví de Londra y te encontré aquí, mi corazón se llenó de alegría. No pedí la menor explicación. Me bastaba con que vivieras. De todos modos, recuerdo que te vi morir en Londra hace unos años. Un recuerdo del que me alegraba dudar. Pero el recuerdo de los niños... Vivir bajo el agobio de esos fantasmas, de saber que viven aterrados en algún sitio... ¡Es horroroso!

—Es un horror familiar—dijo Hawkmoon—. Con un poco de suerte, les encontraremos. Con un poco de suerte, no sabrán nada de todo esto. Con un poco de suerte, habiten en el plano que habiten, son felices.

Alguien llamó a la puerta del estudio. El conde Brass respondió con voz malhumorada.

—Entrad.

El capitán Josef Vedla abrió la puerta, la cerró tras de sí y permaneció en silencio unos instantes. El viejo soldado iba vestido de paisano (camisa de ante, justillo y pantalones también de ante y botas de piel ennegrecida). De su cinturón colgaba un largo cuchillo, cuya única utilidad parecía ser un apoyo para su mano izquierda.

—El ornitóptero está casi dispuesto —anunció—. Os conducirá a KarIye. El Puente de Plata ha sido terminado, restaurado en toda su antigua belleza, y gracias a él podréis trasladaros hasta Deauvere, tal como era vuestra intención, duque Dorian.

—Gracias, capitán Vedla. Me complacerá realizar este trayecto por la ruta que utilicé cuando llegué por primera vez al castillo de Brass.

Yisselda, sin soltar la mano de su padre, extendió la otra mano y cogió la de Hawkmoon. Escrutó su rostro unos instantes y sus dedos aumentaron la presión. Hawkmoon respiró hondo.

—Es hora de partir —dijo.

—Hay más noticias...

Josef Vedla titubeó.

—¿Cuáles?

—Un jinete, señor. Nuestros guardias le vieron. Hemos recibido un mensaje heliográfico hace unos minutos. Se aproxima a la ciudad...

—¿Anunció su llegada en nuestras fronteras? —preguntó el conde Brass.

—Eso es lo extraño, conde Brass. En las fronteras no le vieron. Había atravesado la mitad de la Kamarg antes de ser avistado.

—Qué raro. Nuestros guardias no suelen descuidar la vigilancia...

—Y hoy no es una excepción. No ha entrado por ninguna de las rutas conocidas.

—Bien, sin duda tendremos la oportunidad de preguntarle cómo ha burlado a nuestros vigías —dijo Yisselda con calma—. Al fin y al cabo, se trata de un jinete, no de un ejército.

Hawkmoon lanzó una carcajada. Por un momento, todos se habían mostrado preocupados en exceso.

—Que salgan a su encuentro, capitán Vedla, y se le invite a visitar el castillo.

Vedla saludó y se marchó.

Hawkmoon se acercó a la ventana y miró por encima de los tejados de Aigues-Mortes a los campos y lagunas que se extendían más allá de la antigua ciudad. El cielo, de un color azul pálido, estaba despejado y se reflejaba en las aguas lejanas. Un leve viento invernal agitaba los cañaverales. Observó un movimiento en la amplia carretera blanca que atravesaba los marjales en dirección a la ciudad. Vio al jinete. Cabalgaba a buen paso, erguido sobre la silla, y Hawkmoon creyó percibir orgullo en su actitud. La silueta del jinete le resultó familiar. Hawkmoon, en lugar de seguir observando a la figura, se apartó de la ventana, dispuesto a esperar hasta que pudiera identificarla con mayor facilidad.

—Un viejo amigo..., o un viejo enemigo —dijo—. Su porte me recuerda a alguien.

—No ha sido anunciado. —El conde Brass se encogió de hombros—. Ya nada es como antes. Vivimos tiempos más serenos.

—Para algunos —dijo Hawkmoon, pero lamentó la autocompasión de su tono.

Tales sentimientos le habían abrumado en otra época. Ahora que se había desembarazado de ellos, era muy sensible al menor síntoma de que intentaran reproducirse. De un excesivo regodearse en ellos había pasado a un pronunciado estoicismo, lo cual había tranquilizado a todo el mundo, excepto a aquellos que le conocían y apreciaban. Yisselda, que adivinó sus pensamientos, le acarició los labios y las mejillas. Hawkmoon sonrió, la atrajo hacia sí y depositó un casto beso en su frente.

—Hemos de prepararnos para partir —dijo ella.

Hawkmoon ya iba vestido para el viaje.

—¿Padre y tú recibiréis aquí a nuestro visitante?

Hawkmoon asintió.

—Creo que sí. Siempre existe la esperanza de que...

—Desengáñate, querido. Hay pocas probabilidades de que traiga noticias de Mandred y Yarmila.

—Es verdad.

Yisselda dirigió una sonrisa a su padre y salió del estudio.

El conde Brass se acercó a una mesa de roble pulido, sobre la cual descansaba una bandeja. Levantó una jarra de peltre.

—¿Os apetece que tomemos una copa de vino antes de marcharos, Hawkmoon?

—Gracias.

Hawkmoon aceptó la copa de madera tallada que el anciano le tendió. Bebió un poco de vino y reprimió la tentación de volver a la ventana y ver si reconocía al forastero.

—Lamento más que nunca que Bowgentle no esté aquí para aconsejarnos —dijo el conde Brass—. Tanto hablar de otros planos de existencia, de otras posibilidades, de amigos muertos que aún viven... Me huele a ocultismo. Toda mi vida he contemplado con desdén las supersticiones, así como las especulaciones seudofilosóficas. Por desgracia, mi mente es incapaz de distinguir entre las supercherías y lo auténticamente metafísico.

—No interpretéis lo que digo como meditaciones morbosas contestó Hawkmoon—, pero tengo motivos para creer que tal vez algún día recuperemos a Bowgentle.

—Supongo que la diferencia entre nosotros consiste en que vos, a pesar de vuestra tozudez, continuáis abrigando muchas esperanzas. Hace largo tiempo renuncié a la fe, al menos conscientemente. Vos, Hawkmoon, sin embargo, la descubrís una y otra vez.

—Sí..., a lo largo de muchas vidas.

—¿Cómo?

—Me refiero a mis sueños, a esos extraños sueños de mis diferentes reencarnaciones. Identifiqué aquellos sueños con mi locura, pero ya no estoy seguro. Aún tengo.

—No los habíais mencionado desde que regresasteis con Yisselda.

—No me atormentan como antes, pero se repiten.

—¿Cada noche?

—Sí, cada noche. Los nombres más insistentes son Elric, Erekose, Corum. Y hay más. A veces veo el Bastón Rúnico, y otras una espada negra. Y en ocasiones, cuando estoy solo, sobre todo cuando cabalgo por los pantanos, acuden a mí despierto. Caras, conocidas y desconocidas, flotan ante mí. Oigo fragmentos de palabras. Y se repite con frecuencia esta aterradora frase, “Campeón Eterno”... Antes, creía que sólo un loco podía pensar en sí mismo como en un semidiós...

—Yo también —dijo el conde Brass, y sirvió más vino a Hawkmoon—. Son los demás quienes convierten a los héroes en semidioses. Ojalá que el mundo no necesitara héroes.

—Puede que un mundo cuerdo no les necesite.

—Y tal vez un mundo cuerdo sea un mundo sin hombres —sonrió con tristeza el conde Brass—. Quizá sea así por culpa de nosotros.

—Si un individuo puede ser íntegro, también nuestra raza. Si tengo fe, conde Brass, por ese motivo la conservo.

—Ojalá compartiera tu fe. Creo que el hombre, a la larga, está condenado a la autodestrucción. Sólo confío en que ese destino se retrase lo máximo posible, para evitar los actos más desquiciados del hombre, que pueda lograrse un cierto equilibrio.

—Equilibrio. La idea simbolizada por la Balanza Cósmica, por el Bastón Rúnico. ¿Os he dicho que empiezo a dudar de esa filosofía? ¿Os he dicho que he llegado a la conclusión de que el equilibrio no es suficiente, en el sentido a que os referíais? El equilibrio en un individuo es algo estupendo; un equilibrio entre las necesidades de la mente y las necesidades del cuerpo, mantenido de forma inconsciente. Ésa debe ser nuestra meta, desde luego. Y el mundo, ¿qué? ¿Es posible domarlo?

—Me he perdido, amigo mío —rió el conde Brass—. Nunca fui un hombre cauteloso, en el sentido habitual de la palabra, pero he llegado a ser un hombre cansado. Tal vez sea cansancio lo que ahora dirige tus pensamientos.

—Es ira. Servimos al Bastón Rúnico. El precio fue alto. Muchos murieron. Muchos sufrieron tormentos. Aún está impresa en nuestras almas una terrible desesperación. Se nos dijo que pidiéramos su ayuda cuando la necesitáramos. ¿Acaso no la necesitamos ahora?

—Quizá no tanto como nos parece.

Hawkmoon lanzó una áspera carcajada.

—Si estáis en lo cierto, el futuro en que la necesitemos de verdad puede ser horroroso.

Entonces, una revelación floreció en su mente y se precipitó hacia la ventana, pero la figura ya había entrado en la ciudad y no pudo verla.

—¡Conozco a ese jinete!

Alguien llamó a la puerta. Hawkmoon fue a abrirla.

Y allí estaba, alto, engreído y orgulloso, con una mano en la cadera y la otra apoyada sobre el pomo de su espada, una capa doblada sobre el hombro derecho, la gorra ladeada levemente y una sonrisa torcida en su rostro rubicundo. Era el hombre de las Orcadas, el hermano del Caballero Negro y Amarillo. Era Orland Fank, servidor del Bastón Rúnico.

—Buenos días, duque de Colonia—saludó.

Hawkmoon frunció el ceño y sonrió apenas.

—Buenos días, maese Fank. ¿Venís a solicitar algún favor?

—La gente de las Orcadas nunca pide nada, duque Dorian.

—Y el Bastón Rúnico..., ¿qué pide?

Orland Fank avanzó unos pasos. El capitán Josef Vedla le pisaba los talones. Se detuvo en la chimenea y se calentó las manos. Paseó la mirada a su alrededor. Había un brillo sardónico en sus ojos, como si disfrutara del desconcierto que había causado.

—Os agradezco que enviarais a este emisario con la invitación de alojarme en el castillo de Brass —dijo Fank, guiñando un ojo a Vedla, que aún no salía de su asombro—. No estaba seguro de cual iba a ser vuestro recibimiento.

—Vuestras dudas eran muy comprensibles, maese Fank. —La expresión de Hawkmoon era tan socarrona como la de Fank—. Creo recordar que jurasteis algo cuando nos despedimos. Desde entonces, hemos arrostrado peligros tan espantosos como cuando servimos al Bastón Rúnico, que no ha dado el menor paso para ayudarnos.

Fank frunció el ceño.

—Sí, es verdad, pero no nos culpéis ni a mí ni al bastón. Las fuerzas que os afectaban a vos y a los vuestros también afectaban al Bastón Rúnico. Ha desaparecido de este mundo, Hawkmoon de Colonia. Lo he buscado en Amarehk, en Asiacomunista, en todos los países de esta Tierra. Luego, me llegaron rumores acerca de vuestra locura, de sucesos peculiares que tenían lugar en la Kamarg, y vine desde las Cortes de Muskovia, casi sin detenerme, para visitaros y preguntaros si se os ocurre alguna explicación para los acontecimientos del año pasado.

—Vos, oráculo del Bastón Rúnico, ¿venís a pedirnos esa información? —El conde Brass dio una fuerte palmada sobre su muslo y estalló en carcajadas—. ¡Hay que ver las vueltas que da el mundo!

—¡Traigo información para intercambiar!

Fank plantó cara al conde Brass, con la espalda vuelta hacia el fuego y la mano sobre el pomo. Su máscara de ironía había desaparecido y Hawkmoon observó la tensión de su rostro, el cansancio de sus ojos.

Hawkmoon llenó una copa de vino y la tendió a Fank, que la aceptó y dirigió a Hawkmoon una fugaz mirada de gratitud.

El conde Bass lamentó su exabrupto y adoptó una expresión grave.

—Lo siento, maese Fank. Soy un anfitrión desastroso.

—Y yo un invitado desastroso, conde. A juzgar por la actividad de vuestro patio, deduzco que alguien parte hoy del castillo de Brass.

—Yisselda y yo nos vamos a Londra —explicó Hawkmoon.

—¿Yisselda? Así que es verdad. He oído diferentes historias... Que Yisselda estaba muerta, que el conde Brass estaba muerto, y yo no podía negar a confirmar los rumores, porque descubrí que mi memoria me jugaba malas pasadas. Perdí la confianza en mis propios recuerdos.

—Todos hemos padecido esa experiencia —dijo Hawkmoon.

Refirió a Fank todo cuanto pudo recordar (fue una selección incompleta, pues había cosas que sólo recordaba a medias, y otras que apenas intuía) sobre sus recientes aventuras, que se le antojaban irreales, y sobre sus sueños recientes, que le parecían mucho más tangibles. Fank continuaba de pie ante el fuego, las manos enlazadas a la espalda, la cabeza erguida, escuchando cada palabra con absoluta concentración. A veces asentía, en otras gruñía, y en muy raras ocasiones pedía explicaciones sobre una frase. Mientras tanto, Yisselda entró, ataviada con un grueso justillo y pantalones para el viaje, y se sentó en silencio junto a la ventana, y sólo habló cuando, hacia el final del relato de Hawkmoon, pudo añadir información de su cosecha.

—Es cierto —dijo, cuando Hawkmoon terminó—. Los sueños parecen la realidad y la realidad parece un sueño. ¿Podéis explicar eso, maese Fank?

Fank se frotó la nariz.

—Existen muchas versiones de la realidad, mi señora. Algunos dicen que nuestros sueños reflejan acontecimientos de otros planos. Se está produciendo un gran desajuste, pero no creo que haya sido causado por los experimentos de Kalan y Taragorm. En cuanto a eso, los daños han sido reparados en gran parte. Pienso que se aprovecharon de este desajuste durante un tiempo. Es posible, incluso, que lo aumentaran, pero nada más. Sus esfuerzos fueron insignificantes. No pudieron causar todo esto. Sospecho que están actuando fuerzas tan enormes y aterradoras que el Bastón Rúnico ha sido llamado desde este plano en concreto para participar en una guerra de la que apenas poseemos referencias. Una gran guerra, tras la cual quedarán fijados los planos durante un período de tiempo que muchos definirían como la eternidad. Hablo de algo que casi desconozco, amigos míos. Sólo he escuchado la frase “La conjunción del Millón de Esferas”, pronunciada por un filósofo agonizante en las montañas de Asiacomunista. ¿Os dice algo esa frase?

La frase resultó familiar a Hawkmoon, aunque estaba seguro de que no la había oído antes, ni siquiera en sus sueños más extraños. Así lo expresó a Fank.

—Confiaba en que sabríais más, duque Dorian, pero considero que esa frase entraña un profundo significado para todos nosotros. Acabo de enterarme de que vais en busca de vuestros hijos perdidos, mientras yo voy en busca del Bastón Rúnico. ¿Os dice algo la palabra “Tanelorn”?

—Una ciudad —contestó~Hawkmoon—. El nombre de una ciudad.

—Sí, eso me han dicho, pero no he encontrado en este mundo ninguna ciudad que se llame así. Existirá en otro. ¿Encontraremos en ella el Bastón Rúnico, o a vuestros hijos?

—¿En Tanelorn?

—En Tanelorn.


2. En el Puente de Plata

Fank decidió quedarse en el castillo de Brass. Hawkmoon y Ylsselda subieron a la cabina almohadillada del gran ornitóptero. En la pequeña cabina abierta, el piloto empezó a manipular los controles.

El conde Brass y Fank observaron desde la puerta del castillo como las pesadas alas metálicas empezaban a batir y los extraños motores del viejo vehículo murmuraban, susurraban y canturreaban. Las plumas de plata esmaltada produjeron un viento que echó hacia atrás el cabello rojo del conde Brass; Orland Fank tuvo que sujetar su gorra. Después, el ornitóptero comenzó a elevarse.

El conde Brass levantó una mano a modo de despedida. El aparato se ladeó un poco mientras sobrevolaba los tejados rojos y amarillos de la ciudad, giró en redondo, se desvió para evitar una nube de gigantescos flamencos salvajes que surgieron repentinamente de una laguna situada al oeste, ganó altura y velocidad a cada movimiento de las alas, y pronto dio la impresión a Hawkmoon y Yisselda de que estaban rodeados por el frío y hermoso azul del cielo invernal.

Desde su conversación con Orland Fank, Hawkmoon estaba taciturno, y Yisselda no trató de hablar con él. Dorian se volvió hacia su amada y sonrió con ternura.

—Aún hay hombres sabios en Londra —dijo—. La corte de la reina Flana ha atraído a muchos eruditos y filósofos. Quizá algunos podrán ayudarnos.

—¿Sabes algo de Tanelorn, la ciudad que Fank mencionó?

—Sólo el nombre. Tengo la sensación de que debería saber muchas cosas y de haber estado en ella al menos una vez, tal vez muchas, aunque los dos sabemos que no.

—¿En tus sueños? ¿Has ido en tus sueños, Dorian?

Hawkmoon se encogió de hombros.

—A veces tengo la sensación de que, en mis sueños, he estado en todas partes, en todas las eras de la Tierra, incluso más allá de la Tierra y los demás planetas. Estoy convencido de una cosa: hay un millar de otras Tierras, incluso un millar de otras galaxias, y lo que ocurre en nuestro mundo se refleja en los demás; los mismos destinos se desarrollan de maneras sutilmente diferentes. Si estos destinos son controlados por nosotros, o por otras fuerzas sobrenaturales, no lo sé ¿Existen los dioses, Yisselda?

—El hombre crea a los dioses. Bowgentle expresó en cierta ocasión la opinión de que la mente del hombre es tan poderosa que puede convertir en “real” cualquier cosa, si necesita con desesperación que sea real.

—Y tal vez esos otros mundos son reales porque, en alguna época de nuestra historia, los necesitó mucha gente. ¿Puede explicarse así la creación de los mundo alternativos?

Yisselda se encogió de hombros.

—Por más información que nos den, dudo mucho de que tú y yo podamos probarlo.

Abandonaron el tema de mutuo acuerdo y se recrearon en la magnificencia de los paisajes que pasaban bajo ellos. El ornitóptero se dirigía hacia el norte, hacia las costas, y sobrevoló las torres campanilleantes de Parye, la Ciudad de Cristal, restaurada en todo su esplendor. Los prismas y las agujas de Payre, creados gracias a la antiquísima y críptica tecnología de la ciudad, se reflejaban y transformaban en los colores del arcoiris. Observaron edificios enteros, nuevos y viejos, encerrados dentro de inmensas estructuras de cristal, en apariencia sólidas, de ocho, diez y doce lados.

Se apartaron de las portillas, deslumbrados, pero aún capaces de ver el cielo que les rodeaba, henchido de colores suaves y pulsátiles, aún capaces de oír el dulce timbre musical de los adornos de vidrio que los ciudadanos de Parye utilizaban para embellecer sus calles pavimentadas de cuarzo. Incluso los señores del Imperio Oscuro habían respetado a Parye; incluso aquellos enloquecidos y sanguinarios destructores habían contemplado a Parye con admiración. Ahora, ya restaurada en toda su increíble belleza, se decía que los niños de Parye nacían ciegos, que sus ojos, muy a menudo, tardaban tres años en aceptar las visiones diarias que disfrutaban sus habitantes.

Dejaron atrás Parye, penetraron en una nube gris, y el piloto, que se protegía del frío gracias a la calefacción de la cabina y a sus gruesas prendas, buscó cielo despejado por encima de la nube, no lo encontró y descendió hasta que apenas les separaron sesenta metros de los campos monótonos y llanos del país situado tierra adentro de Karlye. Lloviznaba y, mientras la lluvia arreciaba, el sol se puso y llegaron a Karlye al anochecer. Las cálidas luces que brotaban por las ventanas de los edificios de piedra les dieron la bienvenida. Volaron en círculos alrededor de los tejados de pizarra rojo oscuro y gris claro de Karlye, y descendieron por fin en la pista de aterrizaje circular, cubierta de hierba, alrededor de la cual se había construido la ciudad. Para ser un ornitóptero (una máquina voladora muy poco cómoda), el aparato aterrizó con suavidad. Hawkmoon y Yisselda se agarraron con firmeza a las correas hasta que cesaron las sacudidas y el piloto, con el visor transparente chorreante, se volvió para indicar que podían salir. La lluvia repiqueteba con insistencia sobre la capota de la cabina. Hawkmoon y Yisselda se protegieron con gruesas capas que les cubrían hasta los pies. Unos hombres se acercaron corriendo por la pista, agachados para resistir la embestida del viento y seguidos por un carruaje tirado a mano. Hawkmoon esperó a que el carruaje se acercara lo máximo posible al ornitóptero, abrió la peculiar puerta y ayudó a Yisselda a subir al vehículo. El carruaje, que se bamboleaba de una forma exagerada, avanzó hacia los edificios situados en el extremo de la pista.

—Esta noche nos alojaremos en Karlyle —dijo Hawkmoon—, y por la mañana partiremos hacia el Puente de Plata.

Los agentes del conde Brass en Karlyle ya habían reservado habitación para el duque de Colonia y Yisselda de Brass, en una pequeña pero confortable posada no lejos de la pista de aterrizaje, uno de los pocos edificios que habían sobrevivido a los desmanes del Imperio Oscuro. Yisselda recordó que se había alojado en ella con su padre cuando era pequeña. Al principio, sólo experimentó alegría, hasta que el recuerdo de su infancia le trajo a la mente a la perdida de Yamila, y su semblante se ensombreció. Hawkmoon, al comprender lo que ocurría, la rodeó con un brazo para consolarla cuando, después de un buena cena, subieron a acostarse.

El día había sido agotador y ninguno tenía ganas de quedarse a hablar, y se durmieron.

El sueño de Hawkmoon no tardó en verse importunado por sueños demasiado familiares; rostros e imágenes que pugnaban por llamar su atención, ojos que imploraban, manos extendidas hacia él, como si todo un mundo, tal vez todo un universo, solicitara su ayuda.

Y fue Corum, el extraño Corum de los Vadhagh, que se disponía a luchar contra el repugnante Fhoi Myore, el Pueblo Frío del Limbo... Y fue Elric, último príncipe de Melniboné, con una espada vociferante en la mano derecha, la izquierda apoyada sobre la perilla de una extraña silla, la silla dispuesta sobre el lomo de un enorme monstruo reptiliano, cuya saliva incendiaba todo aquello que tocaba...

Y fue Erekose, el desdichado Erekose, que condujo a los Eldren a la victoria sobre su propio pueblo... Y fue Urlik Skarsol, príncipe del Hielo Austral, que clamaba contra su destino, portar la Espada Negra...

TANELORN...

Oh, ¿dónde estaba Tanelorn?

¿No había estado allí, siquiera una vez? ¿Acaso no recordaba una sensación de absoluta paz mental, de entereza espiritual, de aquella felicidad que sólo pueden experimentar los que han sufrido mucho?

TANELORN...

“Demasiado tiempo he llevado esta carga; demasiado tiempo he pagado el precio del monstruoso crimen de Erekose...” Era su voz la que hablaba, pero no sus labios los que formaban las palabras... Eran otros labios, labios inhumanos... “He de descansar. He de descansar”.

Apareció un rostro, un rostro de indecible maldad, pero no expresaba confianza, sino pesadumbre. ¿Tal vez desesperación? ¿Era su rostro? ¿También éste era su rostro?

¡AY, COMO SUFRO!

Los familiares ejércitos avanzaban. Las familiares espadas subían y bajaban. Los familiares rostros chillaban y perecían, y la sangre brotaba de cuerpo tras cuerpo... Un familiar río...

TANELORN... ¿No me he ganado la paz de Tanelorn? Aún no, Campeón aún no...

¡Es injusto que sólo yo sufra tanto!

No sufres solo. La humanidad sufre contigo.

¡Es injusto!

¡Pues impón justicia!

No puedo. Sólo soy un hombre.

Eres el Campeón. Eres el Campeón Eterno.

¡Soy un hombre!

Eres un hombre. Eres el Campeón Eterno.

¡Sólo soy un hombre!

Sólo eres el Campeón.

¡Soy Elric! ¡Soy Urlik! ¡Soy Erekose! ¡Soy Corum! Soy demasiados. ¡Soy demasiados!

Eres uno.

Y ahora, en sus sueños (si sueños eran), Hawkmoon experimentó un breve instante de paz, y comprendió demasiado bien las palabras. Era uno. Era uno...

Pero volvió a ser muchos de repente. Chilló en la cama y suplicó paz.

Yisselda se aferró a su cuerpo estremecido. Yisselda lloró. La luz que entraba por la ventana bañó su cara. Había amanecido.

—Dorian. Dorian. Dorian.

—Yisselda.

Respiró hondo.

—Oh, Yisselda.

Y agradeció que no se la hubieran quitado, porque era su único consuelo en el mundo, en todos los mundos que había recorrido mientras dormía. La atrajo hacia sí con su potente brazo de guerrero y lloró unos instantes, y ella lloró con él. Después, se levantaron, vistieron, salieron en silencio de la posada sin desayunar y montaron en los excelentes caballos que les aguardaban. Se alejaron de Karlye y siguieron la carretera de la costa, calados por las finas gotas que proyectaba el mar gris y turbulento, hasta llegar al Puente de Plata, que salvaba los cuarenta y cinco kilómetros de distancia entre el continente y la isla de Granbretán.

El Puente de Plata ya no era como Hawkmoon lo había visto años antes. Sus altos pilares, oscurecidos por la niebla, la lluvia y, en su extremo superior, por las nubes, ya no exhibían motivos sobre las glorias y gestas militares del Imperio Oscuro, sino que estaban decorados con imágenes proporcionadas por todas las ciudades del continente que los señores del Imperio Oscuro habían conquistado; una gran variedad de ilustraciones, que cantaban la armonía de la naturaleza. La gran carretera todavía medía cuatrocientos metros de ancho, pero cuando Hawkmoon la había recorrido por primera vez estaba transitada por máquinas de guerra, el botín de cien grandes campañas y los guerreros del Imperio Oscuro. Ahora, caravanas de comerciantes recorrían en ambos sentidos los dos carriles principales; viajeros de Normandía, Italia, Slavia, Rolance, Scandia, de las Montañas Búlgaras, de las grandes ciudades-estado de Alemania, de Pesht y Ulm, de Viena, de Krahkov e incluso de la lejana y misteriosa Muskovia. Pasaban carretas tiradas por caballos, bueyes, incluso elefantes; reatas de camellos, mulos y asnos. Se veían carruajes impulsados por artilugios mecánicos, a menudo defectuosos, a menudo vacilantes, cuyos principios sólo comprendía un puñado de hombres y mujeres inteligentes (si bien la mayoría sólo los comprendían en abstracto), pero que habían funcionado durante más de mil años; había hombres a caballo y hombres que habían caminado cientos de kilómetros para cruzar la maravilla conocida como el Puente de Plata. Las indumentarias solían ser extravagantes, algunas deslustradas, remendadas, cubiertas de polvo, algunas vulgares en su magnificencia. Pieles, cuero, sedas, pieles de animales extraños, plumas de aves exóticas, adornaban las cabezas y espaldas de los viajeros, y algunos ataviados con suma elegancia sufrían los efectos de la lluvia helada, que se filtraba por las sutiles telas teñidas y mojaba la piel. Hawkmoon y Yisselda viajaban con prendas gruesas y calientes, desprovistas de todo adorno, pero sus caballos eran robustos y no se cansaban. Pronto se unieron al grueso de aquellos que se dirigían al oeste, hacia un país temido en otro tiempo por todo el mundo y ahora transformado bajo el mandato de la reina Flana en un centro de las artes, el comercio y la cultura, y gobernado con justicia. Había métodos más rápidos de ir a Londra, pero Hawkmoon tenía muchas ganas de ver a la ciudad por el mismo sitio que la había dejado.

Su estado de ánimo mejoró cuando contempló los cables que sostenían la carretera principal, el complicado trabajo de los orfebres que habían ejecutado adornos de muchos centímetros de espesor para cubrir el fuerte acero de los pilares, construidos no sólo para soportar millones de toneladas de peso, sino también para resistir el constante choque de las olas y la presión de las corrientes submarinas. Era un monumento al genio del hombre, útil y hermoso a la vez, sin que lo sobrenatural hubiera intervenido para nada. Hawkmoon había despreciado toda su vida aquella deplorable e insegura filosofía de que el hombre solo no era lo bastante para realizar prodigios, que debía ser controlado por alguna fuerza sobrenatural (dioses, inteligencias más sofisticadas procedentes del más allá del Sistema Solar) para alcanzar lo que había alcanzado. Sólo gente aterrorizada por el poder de su mente podía necesitar tales supercherías, pensó Hawkmoon, mientras observaba que el cielo se estaba despejando y un débil sol acariciaba los cables plateados, que brillaban más que antes. Aspiró una profunda bocanada de aire rico en ozono, sonrió al ver las gaviotas que volaban alrededor de la parte superior de los pilares, señaló las velas de un barco antes de que pasara bajo el puente y lo perdieran de vista, comentó la belleza de un bajorrelieve, la originalidad de un adorno. Yisselda y él se fueron calmando a medida que concentraban su interés en lo que veían, y hablaron del placer que experimentarían si Londra fuera la mitad de hermosa que este puente renacido.

De pronto, Hawkmoon tuvo la impresión de que un gran silencio caía sobre el Puente de Plata, que se desvanecía el traqueteo de las carretas y los cascos de las bestias, que cesaban los gritos de las gaviotas, que se apagaba el sonido de las olas. Se volvió para comentarlo con Yisselda y ya no estaba. Paseó la vista en torno suyo y comprobó, aterrorizado, que se había quedado solo en el puente.

Oyó un débil grito muy a lo lejos (tal vez era Yisselda que le llamaba), pero también se desvaneció.

Hawkmoon volvió grupas con la esperanza de que, si actuaba con rapidez, se reunía con Yisselda.

Pero el caballo de Hawkmoon se rebeló. Relinchó. Golpeó con los cascos el metal del punte. Relinchó de nuevo.

Y Hawkmoon, traicionado, gritó una sola y agónica palabra.

—¡NO!


3. En la niebla

—¡No!

Era otra voz; una voz tonante, preñada de miedo, mucho más fuerte que la de Hawkmoon, mucho más fuerte que un trueno.

El puente osciló, el caballo se encabritó y Hawkmoon salió lanzado hacia la carretera de metal. Intentó levantarse, intentó gatear hasta donde creía que encontraría a Yisselda.

—¡Yisselda! —gritó.

—¡Yisselda!

Brutales carcajadas resonaron a su espalda.

Volvió la cabeza, tendido sobre el oscilante puente. Vio que su caballo, con los ojos enloquecidos, caía, resbalaba hasta el borde y chocaba contra la barandilla. Agitó las patas en el aire.

Hawkmoon intentó sacar la espada que llevaba debajo de la capa, pero no pudo. Su cuerpo la aprisionaba.

Sonaron risas otra vez, pero el tono había cambiado, era menos confiado. La voz chilló.

—¡No!

Hawkmoon sentía un miedo terrible, más miedo que nunca en su vida. Su impulso fue huir de la causa de aquel miedo, pero se obligó a volver la cabeza de nuevo y mirar el rostro.

El rostro llenaba todo su horizonte y surgía de la niebla que remolineaba alrededor del puente bamboleante. El rostro oscuro de sus sueños, de ojos amenazadores y terroríficos, y los gruesos labios formaron la palabra que era un desafío, una orden, una súplica:

—¡No!

Entonces, Hawkmoon se levantó, abrió las piernas para mantener el equilibrio, y miró al rostro gracias a un esfuerzo de voluntad que le dejó atonito.

—¿Quién eres —preguntó Hawkmoon. Su voz era débil y la niebla parecía absorber sus palabras—. ¿Quién eres? ¿Quién eres?

—¡No!

En apariencia, el rostro carecía de cuerpo. Era hermoso, siniestro y de un color oscuro, indefinido. Los labios eran de un rojo brillante enfermizo; los ojos tal vez eran negros, o quizá azules, acaso pardos, con un toque dorado en las pupilas.

Hawkmoon intuyó que el ser sufría un espantoso tormento, pero al mismo tiempo sabía que era una amenaza para él, que le destruiría si podía. Se llevó la mano a la espada, pero la apartó cuando comprendió lo inútil e irrisorio que sería su gesto si la desenvainaba.

—LA ESPADA... —dijo el ser—. LA ESPADA... —La palabra poseía un significado considerable—. LA ESPADA...

Adoptó el tono de un amante rechazado, que suplica el retorno de su amor y se odiaba por su bajeza, odiando al mismo tiempo aquello que amaba. La voz era amenazadora, como un preludio a la muerte. ¿ELRIC? ¿URLIK? YO... FUI LEGION... ¿ELRIC? ¿YO...?

¿Se trataba de alguna temible manifestación del Campeón Eterno.... del propio Hawkmoon? ¿Estaba contemplando su propia alma?

—YO... EL TIEMPO... LA CONJUNCION... PUEDO AYUDAR...

Hawkmoon desechó la idea. Cabía la posibilidad de que el ser representara una parte de su ser, pero no toda. Sabía que poseía una identidad separada y también sabía que necesitaba carne, necesitaba forma, y eso era todo cuando podía darle. No su carne, pero sí algo suyo.

—¿Quién eres?

Hawkmoon percibió un tono más firme en su voz, mientras se obligaba a mirar al oscuro rostro luminoso.
—YO...

Los ojos enfocaron a Hawkmoon y brillaron de odio. Hawkmoon estuvo a punto de retroceder, pero permaneció inmóvil y devolvió la mirada a aquellos ojos gigantescos y malvados. Los labios se entreabieron y revelaron unos dientes rotos y fulgurantes. Hawkmoon tembló.

Acudieron palabras a la mente de Hawkmoon y las pronunció sin vacilar, aunque ignoraba de dónde procedían o su significado; sólo sabía que eran las palabras correctas.

—Debes irte —dijo—. Aquí no hay sitio para ti.

—DEBO SOBREVIVIR... LA CONJUNCION... TU SOBREVIVIRAS CONMIGO, ELRIC...

—No soy Elric.

—¡ERES ELRIC!

—Soy Hawkmoon.

—¿Y QUÉ? UN SIMPLE NOMBRE. ME GUSTAS MAS COMO ELRIC. TE HE AYUDADO MUCHO...

—A destruirme, querrás decir, lo sé. No aceptaré la menor ayuda de ti. Gracias a tu ayuda, no he cesado de cambiar durante milenios. ¡La última acción del Campeón Eterno será participar en tu destrucción!

—¿ME CONOCES?

—Aún no. Temo el momento en que te conozca.

—YO...

—Debes irte. Empiezo a reconocerte.

—¡NO!

—Debes irte.

Hawkmoon notó que su voz desfallecía y dudó que pudiera contemplar aquella cara horrible ni un momento más.

—Yo...

La voz era más débil, menos amenazadora, más suplicante.

—Debes irte.

—Yo...

Entonces, Hawkmoon hizo acopio de voluntad y lanzó una carcajada.

—¡Vete!

Hawkmoon abrió los brazos cuando cayó, porque puente y cara habían desaparecido al mismo tiempo.



—El mar —contestó—. ¿Por qué salisteis a navegar?

—Un impulso.

Jhary aparentó fijarse por primera vez en el gatito blanco y negro y expresó sorpresa.

—¡Hola! De modo que soy Jhary-a-Conel ~,verdad?

—¿No estáis seguro?

—Creo que tenía otro nombre cuando empecé a remar. Luego, apareció la niebla. —Jhary se encogió de hombros—. Da igual. Para mí, es de lo más normal. Bien, bien. Hawkmoon, ¿por qué estabais nadando en el mar?

—Me caí de un puente —respondió Hawkmoon, sin querer dar más explicaciones de momento.

No se molestó en preguntar a Jhary-a-Conel si estaban cerca de Francia o de Granbretán, sobre todo porque le había asaltado la idea de que era absurdo recordar el nombre de Jhary o tratarle con tanta familiaridad.

—Os conocí en las Montañas Búlgaras, ¿no es cierto? En compañía de Katinka van Bak.

—Creo recordar algo por el estilo. Fuisteis Ilian de Garathorm un tiempo, y luego Hawkmoon de nuevo. ¡Con qué rapidez cambian los nombres últimamente! ¡Me vais a confundir, duque Dorian!

—Decís que mis nombres cambian. ¿Me habéis conocido en diferentes personalidades?

—Desde luego. Esta conversación empieza a sonarme —sonrió Jhary.

—Decidme algunos de esos nombres.

Jhary frunció el ceño.

—Mi memoria es flaca para tales asuntos. En ocasiones, tengo la impresión de que puedo recordar gran cantidad de reencarnaciones pasadas (y futuras). Otras veces, como ésta, mi mente se niega a considerar lo que no sean problemas inmediatos.

—Me parece una característica muy poco conveniente —replicó Hawkmoon.

Levantó la vista, como si quisiera buscar el puente, pero sólo vio niebla. Rezó para que Yisselda estuviera a salvo, para que aún continuara su viaje a Londra.

—Y yo también, duque Dorian. Me pregunto si mi presencia aquí tiene algún sentido.

Jhary-a-Conel movió con vigor los remos.

—¿Qué me decís de la “Conjunción del Millón de Esferas”? ¿Vuestra débil memoria os proporciona alguna información sobre esa frase?

Jhary-a-Conel frunció el ceño.

—Despierta leves ecos. Un acontecimiento de cierta importancia, diría yo. Contadme más.

—No puedo deciros nada más. Confiaba...

—Si recuerdo algo, os lo diré.

El gato maulló y Jhary rascó su cabeza.

—¡Ajá! Tierra a la vista. Esperemos que sea amistosa.

—¿No tenéis ni idea de en dónde estamos?

—En absoluto, duque Dorian. —El fondo de la barca rozó guijarros—. En uno de los Quince Planos, supongo.


4. El consejo de los sabios

Cabalgaron durante unos ocho kilómetros a través de colinas cretosas sin ver la menor señal de que el país estuviera habitado. Hawkmoon contó a Jhary-a-Conel todo lo ocurrido, todo lo que le desconcertaba. Recordaba poco de la aventura en Garathorm, pero Jhary recordaba más, y habló de los Señores del Caos, del Limbo y de la perpetua lucha entre los dioses; y la conversación, como sucede a menudo, provocó aún más confusión y ambos acordaron poner fin a sus respectivas especulaciones.

—Solo sé una cosa, y la sé a ciencia cierta —dijo Jhary-a-Conel—. No debéis temer por Yisselda. Debo admitir que soy optimista por naturaleza, muchas veces a pesar de las pruebas en contra, y sé que en esta nueva empresa podemos ganar mucho o perderlo todo. Ese ser que os encontrasteis en el puente ha de poseer un enorme poder si pudo arrebataros de vuestro mundo, y no cabe duda de que abriga malas intenciones hacia vos, pero no tengo la menor pista de su identidad o de cuando nos volveremos a topar con él. Creo que vuestra ambición de encontrar Tanelorn es muy pertinente.

—Sí.

Hawkmoon paseó la vista a su alrededor. Estaban sobre la cima de una de las numerosas lomas. El cielo se estaba despejando y la niebla se había disipado por completo. Un silencio ominoso reinaba en aquella tierra, cuya única vida parecía reducirse a la hierba. No se veían aves ni animales salvajes, pese a la ausencia de seres humanos.

—Nuestras posibilidades de encontrar Tanelorn se me antojan singularmente reducidas en este momento, Jhary-a-Conel.

Jhary acarició el lomo del gato blanco y negro, que se había acomodado sobre su hombro desde que iniciaran el viaje.

—Me inclino a daros la razón, pero pienso que nuestra llegada a esta silenciosa tierra no ha sido fortuita. Tendremos amigos, tantos como enemigos.

—A veces dudo que exista diferencia entre ellos —dijo Hawkmoon con amargura, recordando a Orland Fank y al Bastón Rúnico—. Amigos o enemigos, seguimos siendo sus peones.

—Bueno —sonrió Jhary-a-Conel—, tanto como peones... No debéis menospreciaros así. Al menos, yo suelo ir a caballo.

—De entrada, ya me opongo a que me coloquen en el tablero —replicó Hawkmoon.

—En ese caso, lo que debéis hacer es salir de él —fue la misteriosa observación de Jhary—, aunque ello suponga la destrucción del tablero.

Se negó a clarificar su comentario, arguyendo que era producto de la intuición, no de la lógica. Sin embargo, la frase impresionó a Hawkmoon y, por extraño que fuera, mejoró su estado de ánimo. Reemprendió la marcha con considerable energía, caminando a grandes zancadas hasta que Jhary se quejó y Hawkmoon aminoró algo el paso.

—Al fin y al cabo, no sabemos muy bien adonde vamos —observó Jhary.

Hawkmoon lanzó una risotada.

—Muy cierto, pero en este momento, Jhary-a-Conel, me daría igual que camináramos hacia el infierno.

Las colinas se alzaban en todas direcciones. Al anochecer, tenían las piernas doloridas y el estómago notablemente vacío. Seguían sin advertir señales de que este mundo estuviera poblado.

—Deberíamos alegrarnos de que el tiempo sea clemente—dijo Hawkmoon.

—Aunque aburrido —añadió Jhary—. Ni frío ni calor. Me pregunto si será algún rincón agradable del limbo.

Hawkmoon ya no prestaba atención a su amigo. Escudriñaba las tinieblas.

—Mirad allí, Jhary. ¿Veis algo?

Jhary siguió el dedo extendido de Hawkmoon. Forzó la vista.

—¿En la cumbre de la colina?

—Sí. ¿Es un hombre?

—Creo que sí. —Jhary, sin pensarlo dos veces, hizo bocina con las manos y gritó—. ¡Hola! ¿Nos veis? ¿Sois nativo de este lugar, señor?

De repente, la figura se encontró mucho más cerca. Un aura de fuego negro temblaba alrededor de su cuerpo. Iba cubierta con un material negro y brillante que no era metal. Un cuello alto ocultaba su rostro oscuro, pero Hawkmoon pudo reconocerlo.

—Espada... —dijo la figura—. Yo. Elric.

—¿Quién sois?

Fue Jhary quien habló. Hawkmoon no podía hablar, tenía un nudo en la garganta y los labios resecos.

—¿Es éste vuestro mundo?

Odio y dolor se reflejaban en los ojos de la figura. Avanzó hacia Jhary con aire beligerante, como si se propusiera partir en dos al hombrecillo, pero algo la detuvo. Retrocedió. Miró de nuevo a Hawkmoon. Gruñó.

—Amor —dijo—. Amor.

Pronunció la palabra como si lo hiciera por primera vez, como si intentara aprenderla. La llama negra que rodeaba su cuerpo fulguró, tembló y se apagó, como una vela agitada por la brisa. Jadeó. Señaló a Hawkmoon. Levantó la otra mano, como para impedir el paso a Hawkmoon.

—No sigáis. Hemos pasado demasiado tiempo juntos. No podemos separarnos. Una vez exigí, pero ahora suplico. ¿Qué he hecho por vos, sino ayudaros en todas vuestras diferentes manifestaciones? Ahora, me han robado la forma. Debéis encontrarla, Elric. Por eso vivís de nuevo.

—No soy Elric. Soy Hawkmoon.

—Ah, sí, ahora me acuerdo. La joya. La joya lo conseguirá. Pero la espada es mejor.

Las hermosas facciones se desfiguraron de dolor. Los terribles ojos centellearon, tan llenos de angustia que no podían ver a Hawkmoon. Los dedos se engarfiaron como garras de halcón. El cuerpo se estremeció. La llama perdió fuerza.

—¿Quién eres? —preguntó Hawkmoon.

—No tengo nombre, a menos que me deis uno. No tengo forma, a menos que la encontréis. Sólo tengo poder, y dolor, ¡ay! —Las facciones de la figura se retorcieron de nuevo . Necesito... Necesito...

Jhary movió la mano con impaciencia hacia su espada, pero Hawkmoon le detuvo.

—No. No la desenvainéis.

—La espada —dijo con ansiedad la figura.

—No —indicó Hawkmoon en voz baja, sin saber qué estaba negando al ser. Había oscurecido, pero el aura de la figura se destacaba en la negrura de la noche.

—¡Una espada! —Era una exigencia. Un grito—. ¡Una espada!

Por primera vez, Hawkmoon comprendió que el ser no iba armado.

—Búscate armas, si quieres. No te daremos las nuestras.

Surgieron rayos de la tierra que rodeaba los pies del ser. Jadeó. Siseó. Chilló.

—¡Vendréis a mí! ¡Me necesitaréis! ¡Desdichado Elric! ¡Estúpido Hawkmoon! ¡Desgraciado Erekose! ¡Patético Corum! ¡Me necesitaréis!

A pesar de que la figura había desaparecido, el grito pareció perdurar unos segundos en el aire.

—Conoce todos vuestros nombres —dijo Jhary-a-Conel—. ¿Sabéis cómo se llama?

Hawkmoon meneó la cabeza.

—Ni siquiera en mis sueños.

—Es nuevo para mí. Creo que no me había encontrado con eso en ninguna de mis numerosas vidas. Mi memoria es mala, en el mejor de los casos, pero me acordaría si le hubiera visto antes. Esta aventura es muy extraña, una aventura de significado inusual.

Hawkmoon interrumpió el monólogo de su amigo. Señaló el fondo del valle.

—¿Os parece aquello un fuego, Jhary? Un fuego de campamento. Tal vez vayamos a conocer por fin a los habitantes de este mundo.

Sin pararse a discutir sobre la conveniencia de dirigirse hacia el fuego directamente, bajaron la colina y llegaron al fondo del valle. El fuego se encontraba a poca distancia.

Cuando se aproximaron, Hawkmoon vio que un grupo de hombres estaba reunido alrededor del fuego, pero lo más peculiar de la escena era que cada hombre estaba montado a caballo y cada caballo miraba hacia el centro, de manera que el grupo componía un silencioso círculo perfecto. Tan inmóviles estaban los caballos y los jinetes sobre sus sillas, que de no ser por el aliento que escapaba de sus labios Hawkmoon habría jurado que eran estatuas.

—Buenas noches —dijo con osadía, pero nadie contestó—. Somos viajeros extraviados y os agradeceríamos que nos ayudarais a orientarnos.

El jinete más cercano a Hawkmoon volvió su larga cabeza.

—Para eso estamos aquí, señor Campeón. Para eso nos hemos reunido. Bienvenido. Os estábamos esperando.

Ahora que Hawkmoon podía verlo más de cerca, comprobó que el fuego no era un fuego normal, sino una radiación, que emanaba de una esfera del tamaño de su puño. La esfera flotaba a unos treinta centímetros del suelo. Hawkmoon creyó distinguir en su interior otras esferas que giraban. Devolvió su atención a los hombres montados. No reconoció al que había hablado, un negro alto, que iba medio desnudo y se cubría los hombros con una capa de piel de zorro blanco. Ejecutó una elegante reverencia.

—Me lleváis ventaja—dijo.

—Me conocéis —respondió el negro—, al menos en una de vuestras existencias paralelas. Soy Sepiriz, el Ultimo de los Diez.

—¿Y éste es vuestro mundo?

Sepiriz negó con la cabeza.

—Este mundo no es de nadie. Este mundo todavía aguarda a ser poblado —Miró a Jhary-a-Conel—. Yo os saludo, maese Moonglum.

—Ahora me llaman Jhary-a-Conel.

—Sí. Vuestro rostro es diferente. Y también vuestro cuerpo, pensándolo bien. En cualquier caso, habéis hecho bien trayéndonos al Campeón.

Hawkmoon lanzó una mirada a Jhary.

—¿Sabíais adónde íbamos?

Jhary extendió las manos.

—Sólo en el fondo de mi mente. Aunque lo hubierais preguntado, nos os lo habría podido decir. —Contempló el círculo de jinetes—. Habéis acudido todos.

—¿Les conocéis a todos? —preguntó Hawkmoon.

—Creo que sí. Mi señor Sepiriz... de la Sima de Nihrain, ¿no es cierto? Y Abaris, el Mago. —Era un anciano ataviado con una espléndido traje, bordado con curiosos símbolos. Dibujó una sonrisa plácida cuando escuchó su nombre—. Y vos sois Lamsar el Ermitaño dijo Jhary-a-Conel al siguiente hombre, más viejo aún que Abaris, vestido de cuero engrasado al que habían adherido parches de arena; también su barba tenía arena.

—Yo os saludo —murmuró.

Hawkmoon, estupefacto, reconoció a otro de los jinetes.

—Vos estáis muerto —afirmó—. Moristeis en Dnark, defendiendo el Bastón Rúnico.

Surgieron carcajadas del misterioso yelmo cuando el Caballero Negro y Amarillo, hermano de Orland Fank, echó hacia atrás la cabeza.

—Algunas muertes son más permanentes que otras, duque de Colonia.

—Y vos sois Aleryon del Templo de la Ley dijo Jhary a otro anciano, un hombre pálido sin barba—. El servidor de lord Arkyn. Y vos sois Amergin el Archidruida. También os conozco.

Amergin, apuesto, el cabello dorado, de blancas prendas que caían sueltas sobre su esbelto cuerpo, inclinó la cabeza con gravedad.

El último jinete era una mujer, cuyo rostro cubría por completo un velo dorado y que vestía ropas diáfanas de color plata.

—Vuestro nombre se me escapa, señora —dijo Jhary—, aunque me parece reconoceros de otro mundo.

—Fuisteis asesinada en el Hielo Austral —se oyó decir Hawkmoon—. La Señora del Cáliz. La Reina de Plata. Asesinada por...

—¿La Espada Negra? Conde Urlik, no os he reconocido.

Su voz era triste y dulce, y Hawkmoon se vio de repente en una llanura de hielo, cubierto de pieles, con una gigantesca y horrible espada en la mano. Cerró los ojos y gimió.

—No...

—Todo terminó —dijo ella—. Todo terminó. Os presté un flaco servicio, señor Campeón. Ahora, procuraré ayudaros más.

Los siete jinetes desmontaron al unísono y se aproximaron a la esfera.

—¿Qué es este globo? —preguntó Jhary-a-Conel, nervioso—. Es mágico, ¿verdad?

—Es lo que nos permite a los siete permanecer en este plano —explicó Sepiriz—. Como sabéis, se nos considera sabios en nuestros mundos respectivos. Convocamos esta reunión para debatir ciertos acontecimientos, porque todos habíamos pasado por la misma experiencia. Nuestra sabiduría procedía de seres más grandes que nosotros. Nos concedían sus conocimientos cuando se los solicitábamos, pero últimamente ha sido imposible. Están enfrascados en asuntos de tal importancia que no les queda tiempo para nosotros. Algunos de nosotros conocemos a esos seres como los Señores de la Ley y les servimos de mensajeros; a cambio, iluminan nuestras mentes, pero hace tiempo que no recibimos noticias de ellos y tememos que hayan sido atacados por una fuerza más poderosa que las otras a que se enfrentaron.

—¿Del Caos? —preguntó Jhary.

—Es posible, pero nos hemos enterado de que el Caos también está siendo atacado, y no por la Ley. Por lo visto, incluso la mismísima Balanza Cósmica está amenazada.

—Y por eso el Bastón Rúnico ha sido llamado desde mi mundo —dijo Hawkmoon.

—Exacto —corroboró el Caballero Negro y Amarillo.

—¿Poseéis alguna pista sobre la naturaleza de esa amenaza? —preguntó Jhary.

—Ninguna, salvo que, según parece, tiene relación con la Conjunción del Millón de Esferas, pero ya sabéis eso, señor Campeón.

Sepiriz se disponía a continuar, pero Jhary alzó una mano para detenerle.

—Conozco la frase, pero nada más. Mi mala memoria, que me salva de muchas penas, me ha vuelto a jugar una mala pasada...

—Ah. —Sepiriz frunció el ceño—. En tal caso, quizá no deberíamos hablar de ello...

—Hablad, os lo suplico —dijo Hawkmoon—, porque la frase significa mucho para mí.

—La Ley y el Caos están enzarzados en una gran guerra, disputada en todos los planos de la Tierra, una guerra en que la humanidad está mezclada sin querer. Vos, como Campeón de la humanidad, lucháis en cada una de vuestras manifestaciones al lado de la Ley, aunque existen opiniones encontradas a ese respecto. —Sepiriz suspiró—. Sin embargo, la Ley y el Caos se están agotando. Algunos piensan que están perdiendo la capacidad de mantener el Equilibrio Cósmico, y cuando el Equilibrio desaparezca, toda existencia perecerá. Otros creen que el Equilibrio y los dioses están condenados, que el momento de la Conjunción del Millón de Esferas ha llegado. No he contado nada de esto a Elric, en mi mundo natal, porque su confusión es grande. No sé hasta qué punto puedo contaros algo, Hawkmoon. La moralidad de realizar conjeturas sobre problemas tan monumentales me preocupa. De todos modos, si Elric destruye el Cuerno del Destino...

—Y Corum libera a Kwll... —añadió Aleryon.

—Y Erekose va a Tanelorn... —dijo la Señora del Cáliz.

—... el resultado será un desajuste cósmico de incalculables proporciones. Nuestra sabiduría es insuficiente. Casi tenemos miedo de actuar; nada nos indica el camino a seguir. Nadie nos dice cuál sería el mejor camino a seguir...

—Nadie, salvo el capitán —dijo Abaris de los Magos.

—¿Y cómo saber si trabaja en beneficio propio? ¿Cómo saber si es tan altruista como aparenta? —preguntó Lamsar el Ermitaño, en tono de perplejidad—. No sabemos nada de él. Acaba de aparecer en los Quince Planos.

—¿El capitán? —preguntó Hawkmoon—. ¿Es un ser que irradia oscuridad?

Describió al ser que había visto en el puente y, después, en este mundo.

Sepiriz meneó la cabeza.

—Algunos de nosotros hemos vislumbrado a este ser, pero también es misterioso. Por eso estamos tan inseguros... Tantos seres diferentes que vienen al multiverso y no sabemos nada de ellos. Nuestra sabiduría es insuficiente...

—Sólo el capitán posee confianza—indicó Amergin—. Debéis ir a su encuentro. Nosotros no podemos ayudarle. —Dirigió una mirada penetrante al globo brillante—. ¿Se está apagando la luz de la esfera pequeña?

Hawkmoon examinó la esfera y comprobó que Amergin tenía razón.

—¿Es eso importante? —preguntó.

—Significa que nuestro tiempo se acaba —contestó Sepiriz—. Seremos llamados de vuelta a nuestros mundos, a nuestras épocas. Nunca más podremos reunirnos de esta forma.

—Explicadme más cosas sobre la Conjunción del Millón de Esferas —pidió Hawkmoon.

—Buscad Tanelorn —dijo la Señora del Cáliz.

—Alejaos de la Espada Negra —previno Lamsar el Ermitaño.

—Regresad hacia el océano —aconsejó el Caballero Negro y Amarillo—. Tomad pasaje en el Bajel Negro.

—¿Y el Bastón Rúnico? —preguntó Hawkmoon—. ¿He de continuar a su servicio?

—Sólo si os sirve a vos —dijo el Caballero Negro y Amarillo.

La luz de la esfera casi se había pagado y los siete montaron sobre sus caballos; se habían transformado en sombras.

—¡Mis hijos! —gritó Hawkmoon—. ¿Dónde están?

—En Tanelorn —respondió la Señora del Cáliz—. Esperan volver a nacer.

—¡Explicaos ! —suplicó Hawkmoon—. ¡Explicaos, señora!

Pero su sombra fue la primera en desaparecer con el último rayo de luz de la esfera. Al poco, sólo quedó el gigante negro Sepiriz, y su voz era casi inaudible.

—Envidio vuestra grandeza, Campeón Eterno, pero no envidio vuestra lucha.

—¡No es suficiente! —gritó Hawkmoon a las tinieblas—. ¡No es suficiente! ¡Necesito saber más !

Jhary apoyó una mano en su hombro.

—Venid, duque Dorian. Sólo averiguaremos más cosas si obedecemos las instrucciones. Volvamos al océano

Jhary desapareció de repente y Hawkmoon se quedó solo.

—¿Jhary-a-Conel? ¿Jhary?

Hawkmoon se lanzó a correr, en medio de la noche, en medio del silencio. Su boca se movía para emitir un grito que no surgía, sus ojos ardían de lágrimas que no brotaban, y sus oídos sólo captaban los latidos de su corazón, que batía como un tambor funerario.


5. En la orilla

Había amanecido y la niebla colgaba sobre el mar, se derramaba sobre la tierra rocosa; luces grisáceas parpadeaban en la niebla, y los acantilados que se alzaban detrás de Hawkmoon eran siniestros. No había dormido. Se sentía como un fantasma en un mundo de fantasmas. Le habían abandonado, y no había llorado. Tenía los ojos clavados en la niebla, sus manos heladas se aferraban al pomo de la espada, aliento blanquecino escapaba de su nariz y labios, y aguardaba como un cazador aguarda a su presa, sin hacer el menor ruido para captar cualquier nimio sonido que traicionara la llegada de su objetivo. Como la único posibilidad que le quedaba era seguir el consejo de los siete sabios con quienes había hablado la noche anterior, esperó al barco que, según dijeron, iba a venir. Esperó, indiferente a que viniera o no, pero seguro de que lo haría.

Un punto rojo brilló sobre su cabeza. Al principio pensó que era el sol, pero el tono rubí le desengañó. Alguna estrella que brillaba en un firmamento extraño, pensó. La luz roja tiñó la niebla de rosa. Al mismo tiempo, oyó un chapoteo rítmico que procedía del agua y supo que un barco se aproximaba. Oyó que caía un ancla, el murmullo de voces, el sonido de una polea y el ruido de un bote al ser bajado. Devolvió su atención a la estrella roja, pero sólo quedaba su luz. La niebla se abrió. Divisó a lo lejos un barco de altos palos; las cubiertas de proa y popa estaban mucho más altas que la principal. Brillaban faroles a babor y a estribor; subían y bajaban al compás de las olas. Las velas estaban recogidas, el mástil y las barandillas ricamente tallados, y el estilo le resultó por completo extraño.

—Por favor...

Hawkmoon miró a su izquierda y vio al ser. El aura negra bailaba a su alrededor, sus ojos llameantes le amenazaban.

—Ya me estáis irritando —dijo Hawkmoon—. No tengo tiempo para ti.

—La espada...

—Ve a buscar una espada, y después me sentiré muy complacido de luchar contigo, si eso es lo que deseas.

Hablaba en un tono confiado que no estaba a la altura del miedo que le embargaba. Rehusó mirar a la figura.

—El barco... —dijo el ser—. Yo...

—¿Cómo?

—Dejadme ir con vos —dijo el ser—. Puedo ayudaros. Necesitaréis ayuda.

—Pero no la tuya —replicó Hawkmoon, que desvió la vista hacia el agua y distinguió el bote que le enviaban.

Un hombre con armadura se erguía en el bote. Su armadura, en lugar de servir para el propósito práctico de protegerle de armas enemigas, seguía ciertas reglas geométricas. Su enorme casco picudo ocultaba casi toda su cara, pero dejaba al descubierto sus ojos azules y una rizada barba dorada.

—¿Sir Hawkmoon? —La voz del hombre era alegre, cordial—. Soy Brut, un caballero de Lashmar. Creo que nos hemos empeñado en una búsqueda común.

—¿Una búsqueda?

Hawkmoon reparó en que la figura oscura había desaparecido.

—Tanelorn.

—Sí. Voy en busca de Tanelorn.

—En ese caso, encontraréis aliados a bordo de la nave.

—¿Qué es esa nave? ¿Adónde se dirige?

—Sólo lo saben quienes navegan en ella.

—¿Hay alguien a bordo llamado “Capitán”?

—Sí, nuestro capitán. Está a bordo.

Brut bajó del bote y lo sujetó para prevenir los movimientos bruscos de las olas. Los remeros se volvieron y miraron a Hawkmoon. Sus rostros eran curtidos, los rostros de hombres que habían luchado en más de una batalla. El guerrero Hawkmoon reconocía a un guerrero en cuanto le veía.

—¿Quiénes son ésos?

—Nuestros camaradas.

—¿Qué les convierte en camaradas?

—¿Cómo? —Brut sonrió de buena gana, pese a la trascendencia de sus palabras—. Todos estamos condenados, señor.

Por alguna razón, esta afirmación tranquilizó a Hawkmoon en lugar de preocuparle. Rió, dio un paso adelante y saltó al bote con la ayuda de Brut.

—¿AIguno de estos condenados busca Tanelorn?

—Nunca he oído hablar de otros.

Brut palmeó la espalda de Hawkmoon. Las olas sacudían el bote y los guerreros volvieron a doblar la espalda, dieron la vuelta y remaron hacia el barco; su pulida madera captó algo de la luz rubí que brillaba en lo alto. Hawkmoon admiró sus líneas, su alta y curva proa.

—Este barco no pertenece a ninguna flota que yo haya visto —comentó.

—Es que no pertenece a ninguna flota, sir Hawkmoon.

Hawkmoon miró hacia atrás, pero la tierra había desaparecido. Sólo perduraba la niebla habitual.

—¿Cómo llegasteis a esa orilla? —preguntó Brut.

—¿No lo sabéis? Pensaba que sí. Esperaba respuestas a mis preguntas. Me dijeron que esperara a un barco. Me perdí... Me arrebataron de mi mundo y de mis seres queridos mediante un ser que me odia y afirma amarme.

—¿Un dios?

—Un dios sin los atributos de costumbre, en tal caso —replicó con sequedad Hawkmoon.

—Corren rumores de que los dioses están perdiendo sus atributos más impresionantes dijo Brut de Lashmar—. Sus poderes se están debilitando.

—¿En este mundo?

—Esto no es un “mundo” —dijo Brut, casi sorprendido.

El bote llegó al barco y Hawkmoon vio que habían dispuesto una escalerilla para ellos. Brut aferró la parte inferior y le indicó por señas que subiera. Sin hacer caso de la cautela, que le azuzaba a reflexionar antes de subir a bordo, Hawkmoon empezó a trepar. Se oyó un grito desde arriba. Se lanzaron pescantes para izar el bote.

Una ola se estrelló contra el barco y lo sacudió con estruendo. Hawkmoon subió poco a poco. Oyó el ruido de una vela al rasgarse, el crujido de un cabestrante al girar. Levantó los ojos, pero un repentino destello de la estrella roja, que una brecha en las nubes había dejado al descubierto, le cegó.

—Maldita estrella —gritó—. ¿Cuál es, Brut de Lashmar? ¿La seguís?

—No —respondió el soldado rubio. Su voz adquirió de súbito un tono menos afable—. Ella nos sigue.



Libro segundo

Navegando entre los mundos:
navegando hacia Tanelorn...

1. Guerreros a la espera

Hawkmoon miró en derredor suyo mientras Brut de Lashmar se reunía con él en la cubierta. Se había levantado viento y la enorme vela negra empezaba a hincharse. Era un viento conocido, Hawkmoon lo recordaba de una ocasión anterior, como mínimo, cuando el conde Brass y él habían luchado contra Kalan, Taragorm y sus esbirros en las cavernas subterráneas de Londra, cuando la mismísima esencia del Tiempo y el Espacio se había desestructurado, gracias a los esfuerzos combinados de los dos hechiceros más poderosos del Imperio Oscuro. Sin embargo, pese a que el viento no le resultaba extraño, a Hawkmoon le desagradó sentirlo sobre su piel y se quedó más tranquilo cuando Brut le guió hacia el camarote de popa y abrió la puerta. Un agradable calor le dio la bienvenida. Un gran farol que colgaba de cuatro cadenas de plata se balanceaba en el centro de la estancia, y su luz, difuminada por un cristal gris rojizo, bañaba el espacio relativamente grande del camarote. Bajo el farol había una pesada mesa, cuyas patas estaban fijas a las tablas. Varias sillas labradas de gran tamaño estaban clavadas alrededor de la mesa y algunas se veían ocupadas, mientras otros hombres permanecían de pie. Todos miraron con curiosidad a Hawkmoon cuando entró

—Éste es Dorian Hawkmoon, duque de Colonia —dijo Brut—. Me reuniré con mis compañeros en mi camarote. Pronto os llamare, Hawkmoon, porque debemos presentar nuestros respetos al capitán.

—¿Sabe quién soy? ¿Sabe que he subido a bordo?

—Por supuesto. El capitán elige sus tripulaciones con mucho cuidado.

Brut rió y sus carcajadas encontraron eco en los demás hombres, duros y hoscos, que ocupaban la cabina.

Hawkmoon dirigió su atención a uno de los hombres que estaban de pie, un guerrero de facciones inusuales, que llevaba una armadura de confección tan delicada que casi parecía etérea. Llevaba sobre el ojo derecho un parche de brocado y en la mano izquierda una guante de acero plateado, en opinión de Hawkmoon, aunque en el fondo sabía que estaba equivocado. La cara puntiaguda, las cejas finas y rasgadas, el ojo púrpura de pupila amarilla, y el cabello transparente del guerrero delataban bien a las claras su pertenencia a una raza que apenas guardaba relación con la de Hawkmoon. No obstante, Hawkmoon experimentó hacia él una afinidad fuerte, magnética y también aterradora.

—Soy el príncipe Corum de la Túnica Escarlata— dijo el guerrero, dando un paso adelante—. Vos sois Hawkmoon del Bastón Rúnico, ¿verdad?

—¿Me conocéis?

—Os he visto a menudo. En visiones, señor... En sueños. ¿No me conocéis?

—No... —Pero Hawkmoon sí conocía al príncipe Corum. Y también le había visto en sueños—. Debo admitir que... sí, os conozco.

El príncipe Corum sonrió con tristeza.

—¿Cuánto tiempo lleváis a bordo de esta nave? —preguntó Hawkmoon.

Tomó asiento en una silla y aceptó un vaso de vino que le tendió un guerrero.

—¿Quién sabe? —dijo Corum—. Un día, un siglo. Es un barco onírico. Subí a bordo con la idea de que me conduciría al pasado. Lo único que recuerdo antes de abordar el barco fue que me mataron, traicionado por alguien a quien amaba. Después, me encontré en una orilla brumosa, convencido de que mi alma había ido al limbo, y este barco me llamó. Como no tenía otra cosa que hacer, acepté la invitación. Desde entonces, otros han subido. Me han dicho que falta una persona para completar el pasaje. Supongo que nos dirigimos en busca de ese último pasajero.

—¿Y nuestro destino?

Corum bebió de su copa.

—He oído hablar de Tanelorn, pero el capitán no me ha dicho nada de eso. Quizá el nombre se pronuncia con esperanza. No tengo pruebas tangibles de que nos dirijamos a un destino concreto.

—En tal caso, Brut de Lashmar me está engañando.

—Engañándose a sí mismo, para ser más exactos —dijo Corum—, pero tal vez Tanelorn sea nuestro punto de destino. Creo recordar que he estado allí una vez.

—¿Y encontrasteis la paz?

—Brevemente, creo.

—¿Vuestra memoria flaquea?

—No es peor que la memoria de todos aquellos que navegamos en el Bajel Negro.

—¿Habéis oído hablar de la Conjunción del Millón de Esferas?

—Sí, me suena. Una época de grandes cambios en todos los planos, ¿verdad? Cuando los planos se cruzan en puntos específicos de sus historias. Cuando nuestra percepción normal del Tiempo y el Espacio carece de significado, y cuando es posible efectuar alteraciones radicales en la naturaleza de la realidad. Cuando los viejos dioses mueren...

—¿Y nacen nuevos?

—Tal vez. Si son necesarios.

—¿Podéis explicaros, señor?

—Si refrescara mi memoria, Dorian Hawkmoon, estoy seguro de que podría. Hay muchas cosas en mi cabeza que ya no emergen como antes. Encierra el conocimiento, pero también el dolor, y tal vez el dolor y el conocimiento se encuentren estrechamente unidos, uno sepultado en el otro. Creo que he estado loco.

—Y yo —dijo Hawkmoon—, pero también cuerdo. Ahora, ni una cosa ni otra. Es una sensación extraña.

—La conozco bien, señor. —Corum se volvió y señaló a los demás ocupantes de la cabina con su copa—. Debéis conocer a vuestros camaradas. Éste es Emshon de Ariso...

Un hombrecillo de rostro feroz, enorme bigote y modales rudos levantó la vista de la mesa y dedicó un gruñido a Hawkmoon. Tenía un delgado tubo en la mano, que se llevaba a los labios con frecuencia. El tubo contenía unas hierbas que ardían lentamente, y el guerrero inhalaba su humo.

—Saludos, Hawkmoon dijo—. Espero que seáis mejor marino que yo, porque este maldito barco tiene cierta propensión a menearse como una virgen.

—Emshon es de temperamento melancólico —sonrió Corum— y bastante mal hablado, pero suele ser un compañero agradable. Y éste es Keeth el Apenado, quien abriga la convicción de descargar la condenación sobre todos aquellos que cabalgan con él...

Keeth desvió la vista y murmuró algo inaudible. Sacó una enorme mano por debajo de su capa de piel de oso y la agitó a modo de saludo.

—Es verdad, es verdad —fueron las únicas palabras que Hawkmoon distinguió.

Era un soldado de gran corpulencia, vestido con prendas de cuero remendado y lana, y se tocaba con un gorro de piel.

—John ap-Rhyss.

Se trataba de un hombre alto y delgado, cuyo cabello resbalaba sobre sus hombros. Un bigote caído contribuía a acentuar su aspecto melancólico. Iba ataviado de negro, a excepción de una brillante insignia, prendida en la camisa sobre el corazón. Llevaba un sombrero oscuro de ala ancha y sonrió con aire sardónico.

—Yo os saludo, duque Dorian. En el país de los yel hemos oído hablar de vuestras gestas. Luchasteis contra el Imperio Oscuro, ¿verdad?

—En efecto, pero esa guerra ya ha terminado.

—¿He estado ausente tanto tiempo?

John ap-Rhyss enarcó las cejas.

—Es inútil medir el Tiempo con los métodos habituales —advirtió Corum—. Limitaos a aceptar que en el pasado inmediato de Hawkmoon el Imperio Oscuro fue derrotado. En el vuestro, aún mantiene su poderío.

—Me llaman Nikhe el Tránsfuga —dijo el hombre que estaba al lado de John ap-Rhyss.

Era barbudo, pelirrojo y de modales irónicos. En contraste con ap-Rhyss, iba cubierto de pies a cabeza con talismanes tintineantes, cuentas, adornos, bordados y amuletos de oro, plata y latón. El cinto de la espada estaba incrustado de piedras semipreciosas, además de pequeños halcones de bronce, arcos y flechas.

—Me llaman así porque en una ocasión cambié de bando durante una batalla, y en ciertas partes de mi mundo se me considera un traidor, aunque tuve mis motivos para obrar de esa forma. Quedáis advertido, no obstante. No soy un soldado de infantería, como la mayoría de vosotros, sino de marina. Mi barco fue atacado por la marina del rey
Fesfatón. Este navío me rescató cuando estaba a punto de morir ahogado. Pensé que necesitaban un tripulante más, pero me vi convertido en un pasajero.

—¿Quiénes son los tripulantes, pues? —preguntó Hawkmoon, porque no había visto a nadie, aparte de estos guerreros.

Nikhe el Tránsfuga soltó una carcajada y su barba rojiza se agitó.

—Perdonad dijo—, pero no hay marineros a bordo, a menos que contéis al capitán.

—El barco navega por sí solo —explicó Corum en voz baja—. Nos hemos preguntado si el capitán gobierna el barco o el barco le gobierna a él.

—Es un barco embrujado. Ojalá no estuviera aquí —dijo un hombre que aún no había hablado.

Era gordo y vestía un peto de acero grabado con mujeres desnudas, en toda clase de posiciones. Debajo llevaba una camisa de seda roja, y un pañuelo negro adornaba su cuello. Aros de oro colgaban de sus grandes orejas y su cabello negro se derramaba en bucles sobre los hombros. Exhibía una barba negra impecable, acabada en punta, y el bigote se curvaba sobre sus atezadas mejillas, casi hasta sus duros ojos pardos.

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—Soy el barón Gotterin de Nimplaset—in—Khorg y sé adónde se dirige este barco.

—¿Adónde, señor?

—Al infierno, señor. Estoy muerto, como todos los demás, aunque algunos sean demasiado cobardes para admitirlo. Pequé en la tierra con ahínco e imaginación y no me cabe la menor duda de mi destino.

—Vuestra imaginación os traiciona ahora, barón Gotterin —replicó Corum con sequedad—. Adoptáis un punto de vista en exceso convencional.

El barón Gotterin encogió sus grandes hombros y se concentró en el contenido de su copa.

Un anciano surgió de las sombras. Era delgado, pero fuerte, y vestía prendas de cuero manchado y amarillento que acentuaba su palidez. Se tocaba con un gorro de batalla mellado, hecho de hierro y madera; la madera estaba sujeta con clavos de latón. Tenía los ojos inyectados en sangre y su expresión era hosca. Se rascó la nuca.

—Preferiría estar en el infierno que prisionero aquí —dijo—. Soy un soldado, como los demás, y diestro en mi oficio. Me aburro mortalmente. —Cabeceó en dirección a Hawkmoon—. Me llamo Chaz de Elaquol y poseo la característica de no haber servido jamás en un ejército victorioso. Huía derrotado como de costumbre, y mis perseguidores me empujaron hacia el mar. Mi suerte no me sirve de nada en los combates, pero nunca he sido capturado. Sin embargo, éste ha sido el rescate más extraño de todos.

—Thereod de las Cavernas —dijo un hombre todavía más pálido que Chaz—. Bienvenido, Hawkmoon. Se trata de mi primer viaje, y todo me resulta interesante.

Era el más joven del grupo y se movía con cierta torpeza. Vestía pieles, algo centelleantes, de alguna clase de reptil, y llevaba un gorro del mismo material en la cabeza. Su espada, que llevaba colgada a la espalda, era tan larga que sobresalía unos treinta centímetros por encima de los hombros y casi tocaba el suelo.

Corum tuvo que despertar al último que faltaba. Estaba sentado al extremo de la mesa, con un vaso vacío en su mano enguantada, la cara oculta por el rubio cabello que caía sobre ella. Eructó, se disculpó con una sonrisa, miró a Hawkmoon con ojos desorbitados y cordiales, se sirvió más vino, se bebió todo el vaso, trató de hablar, fracasó y volvió a cerrar los ojos. Empezó a roncar.

—Ese es Reingir—explicó Corum—, apodado “La Roca”, pero nunca ha permanecido sobrio el tiempo suficiente para decirnos por qué. Estaba borracho cuando llegó a bordo y ha continuado en tal estado desde entonces, aunque es amable y canta a veces para nosotros.

—¿Y no sabéis por qué se nos ha reunido? —preguntó Hawkmoon—.

Todos somos soldados, pero no parece que tengamos muchas cosas más en común.

—Hemos sido—elegidos para luchar contra algún enemigo del capitán —dijo Emshon—. Sólo sé que no es mi guerra y que preferiría haber sido consultado antes de que seleccionaran. Tenía la idea de irrumpir en el camarote del capitán y apoderarme del barco, en busca de climas más plácidos que éste (¿habéis notado que siempre hay niebla?), pero estos “héroes” no quisieron saber nada. Por vuestras venas corre agua en lugar de sangre. ¡El capitán se tira un pedo y todos salís corriendo!

Los demás se lo tomaron a broma. Era evidente que estaban acostumbrados al braggadocio de Emshon.

—¿Sabéis por qué estamos aquí, príncipe Corum? —preguntó Hawkmoon—. ¿Habéis hablado con el capitán?

—Sí, bastante, pero no diré nada hasta que le veáis.

—¿Cuándo será eso?

—Muy pronto, me parece. Todos fuimos convocados poco después de subir a bordo.

—¡Y no nos dijeron nada! —se quejó Chaz de Elaquol—. Lo único que me interesa saber es cuándo empieza la lucha. Y rezo para que ganemos. ¡Me gustaría luchar en un bando victorioso antes de morir!

John ap-Rhyss sonrió y enseñó los dientes.

—Vuestros numerosos relatos de derrotas, sir Chaz, no nos instilan confianza.

—Me da igual si sobrevivo o no a la siguiente batalla —dijo Chaz con seriedad—, pero tengo la sensación de que será victoriosa para algunos de nosotros.

—¿Sólo para algunos? —Emshon de Ariso bufó y expresó su malhumor con un gesto—. Quizá para el capitán.

—Me inclino a pensar que somos seres privilegiados —dijo Nikhe el Tránsfuga—. Todos estuvimos a las puertas de la muerte antes de que el Bajel Negro nos recogiera. Si hemos de morir, será por una gran causa.

—Sois un romántico, señor —contestó el barón Gotterin—. Yo soy realista. No creo nada de lo que el capitán nos dijo. Sé con toda certeza que nos dirigimos hacia nuestro castigo.

—Todo cuanto decís, señor, sólo demuestra una cosa: ¡que poseéis una conciencia obtusa y primitiva!

Emshon, complacido con su comentario, dibujó una sonrisa burlona.

El barón Gotterin volvió la cara y se encontró mirando el rostro melancólico de Keeth el Apenado, que emitió un gruñido y clavó la vista en el suelo.

—Estas disputas me enojan —dijo Thereod de las Cavernas—. ¿Alguien quiere jugar conmigo al ajedrez?

Indicó un enorme tablero sujeto mediante correas de cuero a una pared.

—Yo jugaré —dijo Emshon—, aunque estoy cansado de apalizaros.

—El juego es nuevo para mí —contestó Thereod—, pero debéis admitir, Emshon, que he aprendido.

Emshon se levantó de la mesa y ayudó a Thereod a soltar el tablero. Lo transportaron a la mesa y lo volvieron a sujetar. Thereod sacó una caja de piezas de un armario y empezó a colocarlas. Algunos de los presentes se congregaron a su alrededor para presenciar la partida.

Hawkmoon se acercó a Corum.

—¿Son todos duplicados de nosotros?

—¿Duplicados o reencarnaciones, queréis decir?

—Otras manifestaciones del llamado Campeón Eterno. Ya sabéis la teoría. Explica por qué nos reconocemos mutuamente, por qué nos vemos en nuestras respectivas alucinaciones.

—Conozco bien la teoría, pero no creo que estos guerreros sean nuestros duplicados, como voz les llamáis. Algunos, como John ap-Rhyss, son del mismo mundo. No, de este grupo creo que sólo vos y yo compartimos... la misma alma.

Hawkmoon dirigió una mirada penetrante a Corum. Y después se estremeció.


2. El capitán ciego

Hawkmoon no supo cuánto tiempo había transcurrido hasta que Brut volvió a la cabina, pero Emshon y Thereod habían jugado dos partidas de ajedrez y estaban a mitad de la tercera.

—El capitán está preparado para recibiros, Hawkmoon.

Brut parecía cansado. La niebla se coló por la puerta antes de que la
cerrara.

—No os apresuréis dijo Emshon, levantando los ojos del tablero—. El capitán nos necesita para su misión, sea cual sea.

Hawkmoon sonrió.

—Debo satisfacer mi curiosidad, Emshon de Ariso.

Siguió a Brut por la cubierta. Cuando subió a bordo creyó distinguir un gran timón en la proa, y ahora vio otro en la popa. Lo comentó a Brut.

Brut asintió.

—Hay dos, pero un solo timonel. Aparte del capitán, no parece que haya otro ser a bordo.

Brut indicó la espesa muralla de niebla, donde se dibujaba la silueta de un hombre que sujetaba el timón con las dos manos. Se mantenía extraordinariamente erguido y vestía justillo y calzas gruesas. Parecía pegado al timón y a la cubierta, y Hawkmoon dudó por un momento que estuviera vivo... A juzgar por el movimiento del barco, dedujo que navegaba a una velocidad normal. Vio que la vela estaba hinchada, pero no soplaba ni una pizca de viento, ni siquiera aquel viento sobrenatural al que ya se había acostumbrado. Pasaron frente a un camarote idéntico al que habían dejado y llegaron a la cubierta de proa. Debajo había una puerta cuyo material no era la madera oscura del resto del barco. Era de metal, pero de un metal que poseía una calidad orgánica y vibrante, de un color rojizo que recordó a Hawmoon la piel de un zorro.

—Éste es el camarote del capitán—dijo Brut—. Aquí os dejo, Hawkmoon. Espero que recibáis respuesta a algunas de vuestras preguntas, como mínimo.

Brut regresó a su camarote. Hawkmoon contempló la extraña puerta. Extendió una mano para tocar el metal. Estaba caliente. Le produjo una descarga.

—Entrad, Hawkmoon —dijo una voz desde dentro.

Era una voz bien timbrada, pero parecía venir de lejos.

Hawkmoon buscó una manija, pero no había ninguna. Empujó la puerta, pero ya se estaba abriendo. Una brillante luz rubí hirió sus ojos, acostumbrados a la penumbra del camarote de popa. Hawkmoon parpadeó, pero avanzó hacia la luz, mientras la puerta se cerraba a su espalda. El aire era caliente y estaba levemente perfumado. Lámparas de latón, oro y plata lanzaban destellos, el cristal brillaba. Hawkmoon vio ricas colgaduras, una gruesa alfombra de muchos tonos, lámparas rojas fijadas a mamparas, tallas sutiles; predominaban los púrpuras, rojos oscuros, verdes oscuros y amarillos. Vio un reluciente escritorio, cuyos bordes eran de oro, y sobre el escritorio había instrumentos, planos, un libro. Había armarios, un catre oculto tras una cortina. Junto al escritorio se erguía un hombre alto que, en facciones y figura, recordaba mucho a Corum. Tenía la misma cabeza ahusada, el fino cabello rojo dorado los rasgados ojos almendrados. Sus prendas sueltas eran del mismo color del ante y las sandalias se anudaban a sus tobillos con cordones plateados. Una corona de azul jade rodeaba su cabeza. Sin embargo, fueron sus ojos lo que atrajeron la atención de Hawkmoon. Eran de un blanco lechoso, moteado de azul, y ciegos. El capitán sonrió.

—Bienvenido, Hawkmoon. ¿Os han dado a probar nuestro vino?

—Lo he probado, sí.

El hombre se desplazó sin vacilaciones hacia un arcón, del cual sacó una jarra y dos copas de plata.

—¿Os apetece un poco más?

—Sí, gracias, señor.

El capitán sirvió el vino y Hawkmoon levantó la copa. Bebió y el vino le proporcionó un gran bienestar.

—No conocía esta variedad —dijo.

—Os devolverá las energías —dijo el capitán, sirviéndose también una copa—. Y no os sentará mal, os lo aseguro.

—Corren rumores a bordo, señor, de que el barco se dirige a Tanelorn.

—Muchos de los que navegan con nosotros ansían ver Tanelorn —dijo el capitán, volviéndose a Hawkmoon.

Por un momento, éste pensó que no le miraba a los ojos, sino que escrutaba su alma. Cruzó el camarote en dirección a una portilla y contempló la blanca neblina remolineante. Daba la impresión de que las subidas y bajadas del barco se habían hecho más pronunciadas.

—Vuestra respuesta es críptica —dijo Hawkmoon—. Esperaba de vos un mayor grado de sinceridad.

—Soy lo más sincero posible, Hawkmoon, podéis estar seguro.

—Seguro de... —empezó Hawkmoon, pero luego calló.

—Lo sé —dijo el capitán—. Mis aseveraciones son de poca utilidad a una mente atormentada como la vuestra, pero creo que mi barco os acercará a Tanelorn y a vuestros hijos.

—¿Sabéis que estoy buscando a mis hijos?

—Sí. Sé que sois víctima de los desajustes producidos por la Conjunción del Millón de Esferas.

—¿Podéis aclararme ese problema, señor?

—Ya sabéis que existen muchos mundos relacionados con el vuestro, pero separados por barreras que escapan a vuestra percepción. Sabéis que sus historias suelen ser similares, que los seres denominados, a veces, Señores del Caos y Señores de la Ley luchan sin tregua por la conquista de esos mundos, y que ciertos hombres y mujeres están marcados por un destino que les implican en esas guerras.

—¿Estáis hablando del Campeón Eterno?

—De él y de aquellos que comparten su destino.

—¿Jhary-a-Conel?

—Es uno de sus nombres. Y Yisselda es otro nombre. También tienen muchos duplicados.

—¿Y la Balanza Cósmica?

—Poco se sabe de la Balanza Cósmica y del Bastón Rúnico.

—¿Servís a alguno de los dos?

—No creo.

—Eso me consuela, al menos —dijo Hawkmoon, devolviendo la copa vacía al arcón—. Estoy cansado de hablar sobre grandes destinos.

—Sólo pienso hablar del muy práctico tema de la supervivencia. Mi barco siempre ha navegado entre los mundos, acaso patrullando las fronteras más débiles. Mi piloto y yo desconocemos otra vida. En eso os envidio, señor Campeón; envidio vuestras numerosas experiencias.

—Estoy dispuesto a intercambiar nuestros destinos, capitán, si os apetece.

El anciano lanzó una silenciosa carcajada.

—Creo que es imposible.

—¿Mi estancia en vuestro barco está relacionada con la Conjunción de Millón de Esferas?

—Por completo. Como ya sabéis, se trata de una acontecimiento muy poco frecuente. Esta vez, los Señores de la Ley y del Caos, así como sus diversos secuaces, luchan con especial ferocidad para asegurarse el control de los mundos, una vez concluya la conjunción. Os han involucrado en todas vuestras manifestaciones, porque sois importante para ellos, no lo dudéis. Como Corum, les habéis creado un problema muy especial.

—¿Corum y yo somos el mismo, pues?

—Diferentes manifestaciones del mismo héroe, arrebatado de diferentes mundos en épocas diferentes. Un asunto peligroso; por lo general, dos aspectos del Campeón que coexisten en el mismo mundo al mismo tiempo constituyen una experiencia alarmante..., y debemos tener en cuenta cuatro aspectos del problema. ¿Aún no os habéis encontrado con Erekose?

—No.

—Se aloja en el camarote de proa, junto con otros ocho guerreros. Sólo esperan a Elric. Nos dirigimos en su busca. Tendremos que sustraerle de lo que sería vuestro pasado, del mismo modo que Corum ha sido sustraído de vuestro futuro, si vivierais en el mismo mundo. ¡Tales son las fuerzas que intervienen, y que nos colocan en peligros monumentales! Rezo para que el resultado valga la pena.

—¿Cuáles son las fuerzas que intervienen?

—Os diré de lo que he contado a los otros dos y lo que diré a Elric. No os puedo decir nada más, así que no me hagáis más preguntas cuando haya terminado. ¿De acuerdo?

—No tengo otro remedio.

—Cuando llegue el momento, os contaré el resto.

—Continuad, señor.

—Nuestro destino es una isla, circunstancia extraña, porque la isla pertenece a estas aguas. Se halla en lo que vos llamáis limbo y, al mismo tiempo, en todos los mundos donde la humanidad lucha. Esa isla, o la ciudad que se alza sobre la isla, ha sido atacada muchas veces, y es codiciada por la Ley y el Caos al mismo tiempo, aunque ninguno ha logrado su control. En otros tiempos, estuvo bajo la protección de unos seres llamados los Señores Grises, pero hace tiempo que desaparecieron. Nadie sabe adónde fueron. Su lugar fue ocupado por enemigos de inmenso poder, seres capaces de destruir todos los mundos para siempre. La conjunción les ha permitido penetrar en nuestro “multiverso”. Y, por haber puesto el pie en nuestros dominios, no se irán hasta que hayan matado a todo bicho viviente.

—Deben de ser muy poderosos, y este barco tendrá como misión reunir una banda de guerreros que se alíen con aquellos que combaten al enemigo.

—El barco se dirige a combatir al enemigo, en efecto.

—Todos pereceremos, supongo.

—No. Vos, en ninguna de vuestras encarnaciones, poseéis el poder necesario para destruir al enemigo. Por eso han sido llamados los demás. Más tarde, os daré más detalles. —El capitán hizo una pausa, como si escuchara algo en las olas que rodeaban a la nave—. ¡Ya! Creo que estamos preparados para recibir a nuestro último pasajero. Salid, Hawkmoon. Perdonad mis modales, pero debéis marcharos.

—¿Cuándo sabré más cosas, señor?

—Pronto. —El capitán indicó la puerta, que se había abierto—. Pronto.

Con la mente saturada de la información que el capitán le había proporcionado, Hawkmoon volvió tambaleante hacia la niebla.

Oyó a lo lejos el rugir de las olas, y adivinó que el barco se acercaba a tierra. Por un momento, pensó que iba a quedarse en la cubierta para divisar la tierra, pero algo le impulsó a cambiar de idea y encaminó sus pasos hacia el camarote de popa. Echó un último vistazo a la rígida y misteriosa figura del timonel, que seguía inmóvil ante el timón.


3. La isla de las sombras

—¿Ha esclarecido vuestras dudas el capitán, sir Hawkmoon?

Emshon acarició su reina cuando Hawkmoon entró en la cabina.

—Un poco, aunque también me ha desconcertado más. ¿Por qué se me antoja significativo nuestro número, diez hombres en un camarote.

—¿Acaso no es el máximo de personas que caben en un camarote con comodidad? —preguntó Thereod, que al parecer ganaba la partida.

—Abajo tiene que haber mucho espacio —indicó Corum—. Ése no puede ser el motivo.

—¿Y los dormitorios? —dijo Hawkmoon—. Lleváis en el barco mucho más tiempo que yo. ¿Dónde dormís?

—No dormimos —contestó el barón Gotterin. El gordo señaló con el pulgar al dormido Reingir—. Excepto ése. Y no para de dormir. —Se acarició la grasienta barba—. ¿Quién duerme en el infierno?

—Siempre la misma cantinela desde que subisteis a bordo —protestó John ap-Rhyss—. Un hombre más educado guardaría silencio, o cantaría otra canción.

Gotterin resopló y dio la espalda a su crítico.

El hombre de Yel suspiró y continuó bebiendo.

Creo que nuestro último compañero subirá a bordo dentro de poco —dijo Hawkmoon—. Un tal Elric. ¿Reconocéis el nombre?

—Sí. ¿Vos no?

—Si.

—Elric, Erekose y yo luchamos juntos una vez, en un momento de crisis excepcional. El Bastón Rúnico nos salvó, cuando luchamos en la Torre de Voilodion Chagnasdiak.

—¿Qué sabéis del Bastón Rúnico? ¿Guarda relación con la Balanza Cósmica, de la que tanto he oído hablar últimamente?

—Es posible —dijo Corum—, pero no contéis conmigo para resolver tales misterios, amigo Hawkmoon. Estoy tan desconcertado como vos.

—Ambos parecen tender al equilibrio.

—Muy cierto.

—Sin embargo, aprendí que el equilibrio conserva el poder de los dioses. ¿Por qué luchamos para conservar su poder?

Corum sonrió.

—¿Eso hacemos? —preguntó.

—¿No es verdad?

—Con frecuencia, supongo.

—Sois tan irritante como el capitán —dijo Hawkmoon—. ¿Qué queréis decir?

Corum meneó la cabeza.

—No estoy seguro.

Hawkmoon se dio cuenta de que su estado de ánimo había mejorado ostensiblemente, y así lo expresó.

—Habéis tomado el vino del capitán —indicó Corum—. Creo que es nuestro sostén. Aquí hay más. Os ofrecí el normal, pero si deseáis...

—Ahora no, pero agudiza la mente... Agudiza la mente.

—¿En serio? —dijo Keeth el Apenado desde las sombras—. Temo que enturbia la mía. Estoy confuso.

—Todos estamos confusos —dijo con desdén Chaz de Elaquol—. ¿Quién no lo estaría? —Hizo ademán de sacar su espada, pero volvió a envainarla—. Sólo tengo la cabeza despejada cuando peleo.

—Sospecho que no tardaremos en pelear—dijo Hawkmoon.

Su frase captó el interés de los demás y Hawkmoon repitió lo poco que había dicho el capitán. Los guerreros se sumieron de nuevo en las especulaciones, y hasta el barón Gotterin se animó; no volvió a hablar del infierno ni del castigo.

Hawkmoon se sentía inclinado a evitar la compañía del príncipe Corum, no porque le desagradara el hombre (le caía muy bien), sino porque le inquietaba la idea de compartir el camarote con otra reencarnación de él. Daba la impresión de que el sentimiento era mutuo.

Y así transcurrió el tiempo.

Más tarde, la puerta del camarote se abrió y aparecieron dos hombres altos. Uno era de expresión sombría, ancho de pecho, con muchas cicatrices en la cara que, pese a todo, resultaba extraordinariamente bella. Era difícil calcular su edad, si bien parecía próximo a los cuarenta, y apenas crecían canas en su cabello negro. Sus ojos hundidos delataban inteligencia, así como un pesar secreto. Vestía prendas de cuero grueso, reforzadas en los hombros, codos y muñecas con placas de acero, melladas y arañadas. Reconoció a Corum y le saludó con un movimiento de cabeza, como si ya se conocieran. Su compañero era delgado y guardaba un gran parecido físico con Corum y el capitán. Sus ojos eran escarlatas, ardientes como las brasas de una hoguera sobrenatural y miraban desde un rostro blanco como la cera, exangüe, el rostro de un cadáver. Su largo cabello también era blanco. Iba ataviado con una pesada capa de cuero, y llevaba la capucha echada hacia atrás. Bajo la capa se veía el contorno de una enorme espada. Hawkmoon se preguntó por qué le producía escalofríos ese contorno.

Corum reconoció al albino.

—¡Elric de Melniboné! ¡Mis teorías se confirman cada vez más! —Miró con ansiedad a Hawkmoon, pero éste optó por disimular, sin saber a qué atenerse respecto al espadachín recién llegado—. Mirad Hawkmoon, ésta es la persona de la cual os hablé.

El albino se quedó estupefacto.

—¿Me conocéis, señor?

Corum sonrió.

—Me habéis reconocido, Elric. ¡Es preciso! En la Torre de Voilodion Ghagnasdiak... Con Erekose, aunque era un Erekose diferente.

—No tengo ni idea de semejante torre, no recuerdo ningún nombre parecido a ése, y ésta es la primera vez que veo a Erekose. —Elric miró a su acompañante, Erekose, como si suplicara su ayuda—. Me conocéis y conocéis mi nombre, pero yo no os conozco. Todo esto me resulta desconcertante, señor.

El otro habló por primera vez. Su voz era profunda, vibrante y melancólica.

—Yo tampoco conocía al príncipe Corum —dijo Erekose—, aunque insista en que luchamos juntos. En cualquier caso, me siento inclinado a creerle. El tiempo no transcurre de la misma forma en los diferentes planos. Es posible que el príncipe Corum exista en lo que nosotros denominamos futuro.

Hawkmoon descubrió que su cerebro se negaba a escuchar más. Anhelaba la relativa sencillez de su mundo.

—Pensaba que aquí encontraría cierto alivio a estas paradojas —dijo. Se frotó los ojos y la frente, y acarició un momento la cicatriz que le había dejado la Joya Negra—. Por lo visto, no hay escapatoria en el momento actual de la historia de los planos. Todo fluye, y hasta nuestras identidades pueden alterarse en cualquier momento.

Corum insistió en dirigirse a Elric.

—Éramos Tres. ¿No lo recordáis, Elric? Los Tres Que Son Uno.

Elric no sabía de qué hablaba Corum.

—Bien. —Corum se encogió de hombros—. Ahora somos Cuatro. ¿Dijo algo el capitán acerca de una isla que vamos a invadir?

—En efecto. —El recién llegado miró sus rostros uno a uno—. ¿Sabéis cuáles son nuestros enemigos?

Hawkmoon ya tenía en gran aprecio al albino.

—Sabemos lo mismo que vos, Elric. Yo busco un lugar llamado Tanelorn y a dos niños. Tal vez busque también el Bastón Rúnico. No estoy muy seguro.

—Una vez lo encontramos —dijo Corum, ansioso de despertar los recuerdos de Elric—. Nosotros tres. En la Torre de Voilodion Ghagnasdiak. Nos fue de considerable ayuda.

Hawkmoon se preguntó si Corum estaba loco.

—A mí tampoco me iría mal —dijo—. Le serví en una ocasión. Le dediqué un gran esfuerzo.

Miró a Elric, porque el rostro blanco le resultaba más familiar a cada momento. Comprendió que no temía a Elric. Era la espada que el albino llevaba; eso era lo que Hawkmoon temía.

—Como ya os he dicho, Elric, tenemos mucho en común. —Erekose intentó aliviar la tensión que flotaba en el ambiente—. Quizá compartimos los mismos amos, por ejemplo.

Elric se encogió de hombros con arrogancia.

—Yo no sirvo a otro amo que a mí.

Hawkmoon sonrió. Los otros dos también sonrieron.

—Uno es proclive a olvidar avatares como éstos, al igual que se olvida un sueño —murmuró Erekose.

—Esto es un sueño —respondió Hawkmoon con gran convicción—. Últimamente, he tenido muchos sueños parecidos.

—Toda la existencia es como un sueño —intervino Corum, actuando de mediador.

Elric hizo un ademán de desdén que Hawkmoon consideró algo irritante.

—Sueño o realidad, la experiencia es la misma, ¿no?

—Muy cierto —sonrió Erekose.

—En mi mundo —terció Hawkmoon—, sabíamos diferenciar muy bien sueño de realidad. ¿No es cierto que estas vaguedades inducen en nosotros una forma peculiar de letargia mental?

—¿Nos podemos permitir pensar? —preguntó Erekose, casi con violencia—. ¿Podemos permitirnos esos análisis tan minuciosos? ¿Podéis vos, sir Hawkmoon?

Hawkmoon comprendió de repente cuál era el sino de Erekose. Comprendió que también era el suyo. Se sumió en el silencio, avergonzado.

—Recuerdo que fui, soy o seré Dorian Hawkmoon —dijo Erekose, en un tono más conciliador—. Me acuerdo.

—Y ése es vuestro grotesco y terrorífico sino —dijo Corum—. Todos compartimos la misma identidad, pero sólo vos, Erekose, las recordáis todas.

—Ojalá mi memoria no fuera tan precisa —suspiró el hombre—. Durante mucho tiempo he buscado Tanelorn y a mi Ermizhad. Y ahora se acerca la Conjunción del Millón de Esferas, cuando todos los mundos se cruzan y se abren senderos entre ellos. Si encuentro el camino correcto, veré a Ermizhad de nuevo. Veré a todos mis seres queridos. Y el Campeón Eterno descansará. Todos descansaremos, porque nuestros destinos están íntimamente entrelazados. Mi hora ha llegado otra vez. Ahora sé que ésta es la segunda conjunción de la que soy testigo. La primera me arrancó de mi mundo y me lanzó a guerrear sin tregua. Si desaprovecho la segunda, nunca conoceré la paz. Ésta es mi única oportunidad. Rezo para que naveguemos hacia Tanelorn.

—Yo rezo con vos dijo Hawkmoon.

—Debéis hacerlo —dijo Erekose—. Debéis hacerlo, señor.

Cuando los otros dos se marcharon, Hawkmoon accedió a jugar una partida de ajedrez con Corum, aunque seguía reacio a pasar mucho tiempo en su compañía. La partida fue extraña; cada uno anticipaba con toda exactitud la jugada de su oponente. Corum aceptó la experiencia con aparente buen humor. Rió y se reclinó en la silla.

—Es un poco absurdo continuar, ¿no?

Hawkmoon asintió, tranquilizado, y aún se tranquilizó más cuando Brut de Lashmar entró con una jarra de vino caliente en su mano enguantada.

—Con los saludos del capitán —dijo, y depositó la jarra en un hueco situado en el centro de la mesa—. ¿Habéis dormido bien?

—¿Dormir? —se sorprendió Hawkmoon—. ¿Vos habéis dormido? ¿Dónde dormís?

Brut frunció el ceño.

—¿Nadie os ha informado de las literas que hay abajo? ¿Cómo habéis podido pasar tanto tiempo despierto?

—Dejémoslo correr —se apresuró a intervenir Corum.

—Bebed el vino —dijo Brut en voz baja—. Os revivificará.

—¿Nos revivificará, o nos inducirá el mismo sueño?

Rabia y amargura se estaban apoderando de Hawkmoon.

Corum sirvió vino a los dos y casi empujó la copa hacia la mano de Hawkmoon. Parecía alarmado.

Hawkmoon hizo ademán de tirar el vino, pero Corum apoyó su mano plateada sobre el brazo de Hawkmoon.

—No, Hawkmoon. Bebed. Si el vino consigue que el sueño sea coherente para todos nosotros, tanto mejor.

Hawkmoon titubéo un momento, disgustado por los pensamientos que cruzaban por su mente, y bebió. El vino estaba bueno. Ejerció la misma influencia que el vino del capitán. Su estado de ánimo mejoró.

—Tenéis razón —dijo Corum.

—El capitán desea que los Cuatro se reúnan con él, ahora —anunció Brut.

—¿Tiene más información que proporcionarnos? —preguntó Hawkmoon, consciente de que los otros guerreros presentes escuchaban con atención. Uno a uno se acercaron a la jarra de vino y se sirvieron. Bebieron como él había bebido, con rapidez.

Hawkmoon y Corum se levantaron y siguieron a Brut. Mientras caminaban por la cubierta, rodeados de niebla, Hawkmoon intentó ver algo más allá de la barandilla, pero no pudo. Entonces, observó a un hombre apoyado en la barandilla, en actitud pensativa. Reconoció a Elric y le llamó en un tono más cordial que antes.

—El capitán solicita que los Cuatro nos reunamos con él en su camarote.

Hawkmoon vio que Erekose salía de su camarote y les saludaba con un movimiento de cabeza. Elric se apartó de la barandilla y les precedió hasta la cubierta de proa y la puerta rojiza. Entraron en el calor y el lujo del camarote.

El rostro ciego del capitán les dio la bienvenida. Indicó con un gesto el cofre donde guardaba la jarra y las copas de plata.

—Servíos, amigos míos.

Hawkmoon descubrió que tenía muchas ganas de beber, al igual que sus compañeros.

—Estamos cerca de nuestro destino —informó el capitán—. No tardaremos en desembarcar. No creo que nuestros enemigos nos esperen, aunque la batalla contra esos dos será muy dura.

Hawkmoon había tenido la impresión de que iban a luchar contra mucha gente.

—¿Dos? ¿Sólo dos?

—Sólo dos.

Hawkmoon miró a los otros, pero tenían la vista fija en el capitán.

—Hermano y hermana—dijo el ciego—. Hechiceros de otro universo. Debido a los recientes desajustes en el tejido de nuestros mundos, de los cuales tanto Hawkmoon como Corum saben algo, han quedado en libertad ciertos seres que carecerían del poder que ahora poseen. Y como poseen un gran poder, anhelan más, todo el poder que existe en nuestro universo. Estos seres son amorales de una forma diferente a los Señores de la Ley y del Caos. No luchan por apoderarse de la Tierra, como los otros dioses. Su única ambición es utilizar para sus fines la energía esencial de nuestro universo. Creo que, en su universo, acarician un proyecto que experimentaría un gran salto hacia adelante si lograran sus propósitos. En el momento actual, pese a que las condiciones son muy favorables para ellos, aún no han alcanzado toda su plenitud, pero ya falta poco. En idioma humano se llaman Agak y Gagak, y escapan al poder de nuestros dioses, de modo que ha sido necesario reunir un grupo más poderoso: vosotros.

Hawkmoon quiso preguntar cómo podrían ser más poderosos que dioses, pero logró controlarse.

—El Campeón Eterno —continuó el capitán—, en cuatro de sus encarnaciones (cuatro es el número máximo al que podemos arriesgarnos, sin precipitar más desajustes indeseables entre los planos de la Tierra), Erekose, Elric, Corum y Hawkmoon. Cada uno estará al mando de cuatro seres más, cuyos destinos están vinculados al vuestro, grandes guerreros también, aunque no compartan vuestros destinos en todos los sentidos. Podéis elegir a vuestros cuatro acompañantes. Creo que no os costará tomar la decisión. Recalaremos dentro de poco.

Hawkmoon se preguntó si el capitán le desagradaba.

—¿Nos acaudillaréis? —preguntó, con la sensación de desafiarle.

El capitán aparentó un auténtico pesar.

—No puedo. Sólo me está permitido llevaros a la isla y esperar a los supervivientes..., si queda alguno.

Elric frunció el ceño y verbalizó las reservas de Hawkmoon.

—Creo que ésta no es mi guerra.

El capitán respondió con convicción y autoridad.

—Lo es, y también mía. Iría a tierra con vosotros, pero no me está permitido.

—¿Por qué? —preguntó Corum.

—Lo sabréis algún día. —Las facciones del capitán se ensombrecieron—. No tengo valor para decíroslo. Sólo os deseo lo mejor, creedme.

Hawkmoon pensó de nuevo con ironía en el valor de ciertas afirmaciones.

—Bien —dijo Erekose—, como mi destino es luchar, y como busco Tanelorn, al igual que Hawkmoon, deduzco que tendré alguna posibilidad de lograr mi propósito si vencemos. Acepto ir a luchar contra ese par, Agak y Gagak.

Hawkmoon se encogió de hombros y asintió.

—Estoy de acuerdo con Erekose, por motivos similares.

Corum suspiró.

—Y yo.

Elric miró a los otros tres.

—No hace mucho, me creía sin camaradas. Ahora tengo muchos. Sólo por este motivo combatiré con ellos.

Sus palabras complacieron a Erekose.

—Puede que sea la mejor de las razones.

El capitán tomó la palabra de nuevo, los ciegos ojos perdidos en la lejanía.

—Esta misión carece de recompensa, excepto la certidumbre de que vuestro éxito ahorrará al mundo muchos sufrimientos. Vos, Elric, aún obtendréis una recompensa inferior a la de los demás.

Elric aparentó disentir, pero Hawkmoon no pudo leer la expresión del albino cuando contestó.

—Tal vez no.

—Como digáis. —El capitán adoptó un tono más relajado—. ¿Más vino, amigos míos?

Bebieron y esperaron a que continuara. Levantó la cabeza, como si se dirigiera al cielo, y habló con voz distante.

—En esa isla hay unas ruinas, acaso de una ciudad llamada en otro tiempo Tanelorn, y en el centro de estas ruinas se alza un solo edificio. Es el que utilizan Agak y su hermana. Debéis atacarlo. Supongo que lo reconoceréis enseguida.

—¿Y hemos de matar a ese par?

Erekose habló como si la tarea fuera ínfima.

—Si podéis. Tienen servidores que les ayudan. También habéis de matarlos. Después, el edificio ha de ser pasto de las llamas. Esto es muy importante. —El capitán hizo una pausa—. Incendiado. No debe ser destruido de otra forma.

Hawkmoon observó que Elric sonreía.

—Existen pocos métodos más para destruir un edificio, señor capitán.

Hawkmoon consideró la observación absurda, y muy educada la respuesta del capitán.

—Sí, cierto. No obstante, es mejor que recordéis mis palabras.

—¿Conocéis el aspecto de esos dos, Agak y Gagak?

El capitán meneó la cabeza.

—No. Es posible que parezcan seres de nuestros mundos, y es posible que no. Pocos les han visto. No ha mucho que han podido materializarse.

—¿Cuál es la mejor manera de vencerles? —preguntó Hawkmoon, casi en son de broma.

—Con valentía e ingenio —respondió el capitán.

—No sois muy explícito, señor dijo Hawkmoon, en un tono similar al de Hawkmoon.

—Soy lo más explícito posible. Ahora, amigos míos, sugiero que descanséis y preparéis vuestras armas.

Salieron a la sempiterna niebla. Se aferraba al barco como un animal desesperado, que se agitaba y les amenzaba.

El estado de ánimo de Erekose había cambiado.

—Tenemos escaso libre albedrío, por más que queramos engañarnos. Tanto si morimos como si no en esta empresa, poco influirá en el esquema general de las cosas.

—Creo que sois pesimista, amigo —dijo Hawkmoon con sarcasmo.

Habría continuado, pero Corum le interrumpió.

—Realista.

Llegaron al camarote que compartían Erekose y Elric. Corum y Hawkmoon les dejaron y se dirigieron a su camarote, para elegir a los cuatro que les seguirían.

—Somos los Cuatro Que Son Uno —dijo Corum—. Tenemos un gran poder. Lo sé.

Hawkmoon estaba cansado de conversaciones que consideraba demasiado místicas para su mente práctica.

Levantó la espada que estaba afilando.

—Este es el poder en el que deposito mayor confianza —dijo—. Acero afilado.

Muchos guerreros asintieron.

—Ya veremos —dijo Corum.

Mientras pulía la hoja, Hawkmoon recordó el contorno de la espada que asomaba bajo la capa de Elric. Sabía que la reconocería en cuanto la viera. Sin embargo, ignoraba por qué le daba tanto miedo, y esta ignorancia le inquietaba. Pensó en Yisselda, en Yarmila y en Manfred, en el conde Brass y en los Héroes de la Kamarg. En parte, esta aventura había empezado por su esperanza de encontrar a sus seres queridos y viejos camaradas. Ahora, acechaba la amenaza de no volver a verles jamás. Aún así, valía la pena luchar por la causa del capitán si cabía la posibilidad de encontrar Tanelorn y, en consecuencia, a sus hijos. ¿Dónde estaría Yisselda? ¿También la encontraría en Tanelorn?

No tardaron en estar preparados. Hawkmoon había elegido a John ap-Rhyss, Emshon de Ariso, Keeth el Apenado y Nikhe el Tránfuga, en tanto que el barón Gotterin, Thereod de las Cavernas, Chaz de Elaquol y Reingir la Roca, despertado por fin de su borrachera, forrnaban el grupo de Corum. Hawkmoon opinaba en secreto que había elegido a los mejores hombres.

Avanzaron entre la niebla hasta un costado del barco. El ancla ya estaba dispuesta. Divisaron una tierra rocosa, una isla de aspecto inhospitalario. ¿Era posible que albergara a Tanelorn, la mítica ciudad de la paz?

John ap-Rhyss sorbió el aire con suspicacia, secó la humedad de su bigote y apoyó la otra mano sobre el pomo de la espada.

—Nunca había visto un lugar más inhóspito dijo.

El capitán salió de su camarote, acompañado del timonel. Ambos iban cargados con tizones.

Hawkmoon observó estremecido que la cara del timonel era idéntica a la del capitán, pero no era ciego. Sus ojos eran penetrantes, llenos de conocimiento. Hawkmoon casi no pudo mirarle a la cara cuando cogió su tizón y lo metió en el cinto.

—Sólo el fuego destruirá a este enemigo para siempre.

El capitán tendió a Hawkmoon una caja de madera que le serviría para encender el tizón cuando llegara el momento.

—Os deseo éxito, guerreros.

Ahora, cada hombre tenía en su poder una caja de madera y un tizón. Erekose fue el primero en bajar por la escalerilla. Alzó la espada para que no tocara el agua y se zambulló en el lechoso mar hasta la cintura. Los demás le siguieron y vadearon las aguas hasta llegar a la orilla. Entonces, lanzaron una última mirada al barco.

Hawkmoon observó que la niebla no llegaba hasta la isla, cuya tierra había adquirido cierto color. En circunstancias normales, habría pensado que el paisaje era monótono, pero en contraste con el barco resultaba luminoso: rocas rojas engalanadas con líquenes de diversos tonos amarillentos. Sobre su cabeza flotaba un gran disco, inmóvil y de un rojo sangre, que era el sol. Arrojaba enormes sombras, pensó Hawkmoon.

Tardó bastante en darse cuenta de que arrojaba muchas sombras, sombras que no podían pertenecer tan sólo a las rocas, sombras de todos los tamaños y todas las formas.

Algunas, advirtió, eran sombras de hombres.


4. La ciudad encantada

El cielo semejaba una herida infectada, un caos de azules enfermizos, pardos, rojos oscuros y amarillos, poblado de sombras que, al contrario de las vistas en tierra, se movían.

Un tal Hown Encantaserpientes, miembro del grupo de Elric, cuya armadura era de color verde mar y centelleaba, dijo:

—He estado pocas veces en tierra, lo reconozco, pero éste es el paisaje más extraño que he visto en mi vida. Tiembla. Se distorsiona.

—Sí —contestó Hawkmoon.

Había observado el haz de luz parpadeante que pasaba de vez en cuando sobre la isla y que distorsionaba los contornos de los alrededores.

Un guerrero bárbaro llamado Ashnar el Lince, con trenzas y de ojos brillantes, estaba mucho más inquieto que los demás.

—¿De dónde salen estas sombras? —gruñó—. ¿Por qué no vemos lo que las arroja?

Se internaron en la isla, si bien todos se resistían a abandonar la orilla y la visión tranquilizadora del barco. Corum parecía el menos turbado. Habló en un tono de curiosidad filosófica.

—Es posible que estas sombras sean arrojadas por objetos que existen en otra dimensión de la Tierra dijo el príncipe de la Túnica Escarlata—. Si todas las dimensiones se encuentran aquí, como alguien ha sugerido, ésa podría ser una explicación verosímil. No es el ejemplo más extraño que he presenciado de una conjunción semejante.

Un negro llamado Otto Blendker, que tenía en la cara una cicatriz en forma de V, acarició el cinto de la espada que cruzaba su pecho y rezongó.

—¿Verosímil? ¡Ojalá no me dé nadie una explicación improbable!

—He presenciado peculiaridades similares en las cavernas más profundas de mi país dijo Thereod de las Cavernas—, pero nada tan inmenso. Según me dijeron, las dimensiones se encuentran allí. Por lo tanto, Corum tiene razón.

Pasó la larga y esbelta espada sobre su espalda. No volvió a dirigir la palabra al grupo, pero trabó conversación con el diminuto Emshon de Ariso que, como de costumbre, protestaba por algo.

Hawkmoon aún sopesaba la posibilidad de que el capitán les hubiera engañado. No tenían ninguna prueba de que el ciego albergara buenas intenciones hacia ellos. Por lo que Hawkmoon sabía, el capitán tenía proyectos para los mundos y los estaba utilizando contra sus compañeros. No dijo nada a los demás, que parecían dispuestos a obedecer la voluntad del capitán sin hacer preguntas.

Una vez más, Hawkmoon echó un vistazo a la espada que sobresalía bajo la capa de Eric y se preguntó por qué le inquietaba tanto. Se sumió en sus pensamientos, procurando mirar lo menos posible el paisaje que le rodeaba, y revivió los acontecimientos que le habían traído hasta aquí. La voz de Corum le sacó de sus meditaciones.

—Tal vez esto sea Tanelorn, o mejor dicho, todas las versiones que han existido de Tanelorn. Porque Tanelorn adopta muchas formas, y cada forma depende de los deseos de aquellos que más anhelan encontrarla.

Hawkmoon contempló la ciudad. Era un conglomerado caótico de ruinas, que desplegaba todos los estilos arquitectónicos posibles, como si un dios hubiera recogido muestras de edificios de todos los mundos del multiverso y los hubiera dejado allí a su capricho. Todos estaban en ruinas. Se extendían hasta el horizonte, torres inclinadas, minaretes destrozados, castillos derrumbados, y todos arrojaban sombras. Además, había otras sombras de origen ignoto. Sombras de edificios que sus ojos no veían.

Hawkmoon se quedó sobrecogido.

—Ésta no es la Tanelorn que esperaba encontrar —dijo.

—Ni yo.

Erekose habló en un tono similar al de Hawkmoon.

—Quizá no sea Tanelorn.

Elric se detuvo en seco y sus ojos escarlatas escrutaron las ruinas.

—Quizá no lo sea.

—O tal vez se trate de un cementerio —Corum frunció el ceño—. Un cementerio que contenga todas las versiones olvidadas de esta extraña ciudad.

Hawkmoon siguió caminando hasta llegar a las ruinas y los demás le siguieron. Deambularon entre las piedras rotas, inspeccionando las tallas y las estatuas caídas. Hawkmoon oyó que Erekose hablaba en voz baja con Elric.

—¿Habéis observado que ahora las sombras representan algo? —preguntó Erekose.

Hawkmoon escuchó la respuesta de Elric.

—Examinando las ruinas es posible deducir el aspecto que tenían los edificios cuando estaban en pie. Las sombras son las sombras de aquellos edificios, antes de que se desmoronaran.

Hawkmoon comprobó que Elric tenía razón. Era un ciudad encantada por sí misma.

—Eso es —dijo Erekose.

Hawkmoon se volvió.

—Se nos prometió Tanelorn, no un cadáver.

—Es posible —respondió Corum con aire pensativo—, pero no nos apresuremos a extraer conclusiones, Hawkmoon.

—Yo diría que el centro está allí, delante de nosotros —indicó John ap-Rhyss—. ¿Creéis que será el mejor lugar para buscar a nuestros enemigos?

Los otros convinieron en ello y se desviaron un poco de su ruta para encaminarse a una zona despejada, donde se veía un edificio de contorno nítido, mientras los demás eran poco definidos. Sus colores eran más brillantes. Planos de metal curvado surgían en todos los ángulos, conectados mediante tubos que podían ser de cristal, y que brillaban y vibraban.

—Más que un edificio parece una máquina.

La curiosidad de Hawkmoon había aumentado.

—Y un instrumento musical más que una máquina.

El único ojo de Corum contemplaba el edificio con cierta admiración.

Los cuatro héroes se detuvieron y sus hombres les imitaron.

—Ha de ser la morada de los hechiceros —dijo Emshon de Ariso—. No tienen mal gusto, ¿verdad? Fijaos bien: en realidad son dos edificios idénticos, conectados por tubos.

—Una casa para el hermano y otra para la hermana —comentó Reingir la Roca.

Eructó y compuso una expresión contrita.

—Dos edificios —repitió Erekose—. No estábamos preparados para esto. ¿Nos dividimos y atacamos a los dos?

Elric meneó la cabeza.

—Creo que deberíamos entrar juntos en uno, para no disminuir nuestro potencial ofensivo.

—Estoy de acuerdo —dijo Hawkmoon, sin saber por qué era tan reacio a seguir a Elric al interior del edificio.

—Bien, pongámonos en marcha dijo el barón Gotterin—. Entremos en el infierno, si es que no hemos entrado ya.

Corum lanzó al barón una mirada irónica.

—¡Os veo muy decidido a demostrar vuestra teoría!

Hawkmoon volvió a tomar la iniciativa y se encaminó hacia lo que supuso la puerta de entrada al edificio más próximo, un hendidura oscura y simétrica. Mientras los veinte guerreros se acercaban, dispuestos a repeler cualquier ataque, dio la impresión de que el resplandor del edificio aumentaba, de que latía rítmicamente, de que emitía unos peculiares susurros casi inaudibles. Acostumbrado a las hechicerías del Imperio Oscuro, Hawkmoon no perdió su miedo al edificio y se rezagó, dejando que Elric pasara adelante, seguido de sus cuatro acompañantes. Hawkmoon y sus hombres fueron los siguientes en atravesar el negro portal. Se encontraron en un pasillo que se curvaba bruscamente casi desde la entrada, un pasillo húmedo que hizo brotar sudor de sus rostros. Se detuvieron e intercambiaron miradas. Reanudaron su avance, decididos a enfrentarse con quien fuera.

Habían recorrido un tramo del pasillo, cuando de repente las paredes y el suelo se pusieron a temblar con tal violencia que Hown Encantaserpientes cayó al suelo y blasfemó, mientras los demás apenas conseguían mantener el equilibrio. Al mismo tiempo, una poderosa y lejana voz retumbó, en tono quejumbroso y ofendido.

—¿Quién? ¿Quién? ¿Quién?

Hawkmoon, con inusitado humor, pensó que era la voz de un gigantesco búho enloquecido.

—¿Quién? ¿Quién? ¿Quién me invade?

Hown, ayudado por los demás, se puso en pie. Continuaron cuando los movimientos del pasillo remitieron, mientras la voz continuaba murmurando, distraída, como para sí.

—¿Qué me ataca? ¿Qué?

No había explicación para el fenómeno. Todos estaban desconcertados. No dijeron nada, y permitieron que Elric les guiara hasta una sala bastante grande.

El aire de la sala era todavía más caliente y dificultaba la respiración. Un fluido viscoso caía del techo y resbalaba por las paredes. Hawkmoon experimentó náuseas y un fuerte deseo de dar media vuelta. Entonces, Ashnar el Lince chilló y señaló a los animales que surgían de las paredes y se arrastraban hacia ellos con las fauces abiertas. Eran cosas semejantes a serpientes. Hawkmoon sintió un nudo en la garganta.

—¡Atacad! —gritó la voz—. ¡Destruid eso! ¡Destruidlo!

El tono de la orden era terrible, irracional.

Los guerreros se dividieron instintivamente en cuatro grupos y se aprestaron a defenderse.

Las bestias, en lugar de dientes auténticos, tenían afilados salientes óseos en la boca, como cuchillos gemelos, y producían un horroroso sonido metálico mientras arrastraban sus cuerpos deformes y repugnantes sobre el suelo viscoso.

Elric fue el primero en desenvainar la espada y Hawkmoon se distrajo un momento cuando vio alzarse sobre la cabeza del albino su enorme espada negra. Habría jurado que la espada gemía, que poseía vida propia. Olvidó eso y hundió la espada en las bestias que reptaban a su alrededor. Su carne se abría con nauseabunda facilidad y desprendía un hedor insoportable. La atmósfera se enardeció más y el fluido de las paredes adquirió una textura más viscosa.

—¡Abríos camino entre ellas! —gritó Elric—. ¡Dirigíos hacia aquella abertura!

Hawkmoon vio la puerta y comprendió que el plan de Elric era el mejor, dadas las circunstancias. Avanzó, seguido de sus hombres, destruyendo de paso a numerosas bestias. Como resultado, el hedor aumentó y Hawkmoon experimentó náuseas.

—¡Es fácil dar buena cuenta de estos bichos, pero cada uno que matamos disminuye nuestra posibilidad de sobrevivir! —exclamó Hown Encantaserpientes.

—Nuestros enemigos han sido astutos, sin duda—respondió Elric.

Elric fue el primero en llegar a la puerta e indicó con un gesto que le siguieran.

Los demás le alcanzaron. Las bestias se mostraron reacias a seguirles. El aire era más respirable. Hawkmoon se apoyó contra la pared del pasillo y escuchó la conversación que sostenían los demás, pero carecía de fuerzas para intervenir.

—¡Atacad! ¡Atacad! —ordenó la voz, pero no fue obedecida

—Este castillo no me gusta nada. —Brut de Lashmar señaló un desgarrón de su capa—. Lo controla una poderosa brujería.

—Ya lo sabíamos —dijo Ashnar el Lince.

Sus ojos de bárbaro escudriñaban el terreno.

Otto Blendker, otro hombre de Elric, se secó el sudor que cubría su negra frente.

—Estos hechicheros son unos cobardes. No dan la cara. —Casi gritaba—. ¿Acaso es su aspecto tan detestable que temen nuestras miradas?

Hawkmoon comprendió que Blendker estaba hablando por si los dos hechiceros, Agak y Gagak, le escuchaban, con el fin de avergonzarles y obligarles a salir. Sin embargo, no obtuvo respuesta. Se internaron por una serie de pasillos, que cambiaban de dimensiones con frecuencia y, en ocasiones, eran casi infranqueables. La luz también era inconstante y avanzaban a menudo en una oscuridad total. Tuvieron que cogerse de la mano para no separarse.

—El pasillo no para de ascender —murmuró Hawkmoon a John ap-Rhyss, que caminaba a su lado—. Debemos estar cerca de la azotea del edificio.

Ap-Rhyss no contestó. Apretaba los dientes como si intentara disimular su miedo.

—El capitán dijo que los hechiceros tal vez cambiarían de forma —explicó Emshon de Ariso—. Deben de cambiar con frecuencia, porque estos pasillos no están destinados a seres de ningún tamaño en concreto.

—Me muero de ganas por enfrentarme a esos ladinos —dijo Elric desde la vanguardia.

—Decían que aquí había tesoros —rezongó Ashnar el Lince—. Pensé que valía la pena jugarse el pellejo por un buen botín, pero no hay nada de valor. —Tocó la pared—. Ni piedra, ni ladrillo. ¿De qué están hechas estas paredes, Elric?

Hawkmoon se había preguntado lo mismo y aguardó la contestación del albino, pero éste meneó la cabeza.

—Eso también me tiene perplejo, Ashnar.

Hawkmoon notó que Elric contenía el aliento, vio que alzaba su extraña y pesada espada, y aparecieron nuevos enemigos. Eran bestias de boca roja y pelaje anaranjado. Resbalaba saliva por sus colmillos amarillos. Elric clavó su espada en el estómago de un animal cuando sus garras se abatieron sobre él. Semejaba un gigantesco mandril, y el mandoble no lo había matado.

Otros de los simios se abalanzó sobre Hawkmoon y esquivó con hábiles saltos todos sus golpes. Hawkmoon comprendió que, solo, no tenía ninguna posibilidad de salir bien librado. Vio que Keeth el Apenado, indiferente a su propia seguridad, acudía en su ayuda, con la gran espada en alto y una expresión resignada en su rostro melancólico. El
mono desvió su atención hacia el Apenado y se lanzó sobre él con todo el peso de su cuerpo. La espada de Keeth se hundió en su pecho, pero el simio logró clavarle los colmillos y ya surgía sangre de la yugular seccionada.

Hawkmoon clavó la espada bajo las costillas del animal, sabiendo que era demasiado tarde para salvar a Keeth el Apenado, cuyo cuerpo había caído al suelo viscoso. Corum apareció y atacó al ser por el otro lado. La bestia gruñó, se revolvió contra ellos y sus zarpas les buscaron. Sus ojos adquirieron un tinte vidrioso. Se derrumbó sobre el cadáver de Keeth.

Hawkmoon no esperó a que le atacaran, sino que saltó sobre los cadáveres hacia el barón Gotterin, a quien otro simio anaranjado había acorralado. Los colmillos arrancaron su gorda cara del cráneo. Gotterin chilló una vez, casi en son de triunfo, como si hubiera demostrado su teoría. Después, murió. Ashnar el Lince utilizó su espada como un hacha y decapitó al asesino de Gotterin. Estaba de pie sobre el cuerpo de otro mono muerto. Había acabado con dos de los atacantes sin ayuda. Rugía una canción de combate. Estaba loco de alegría.

Hawkmoon sonrió al bárbaro y corrió en ayuda de Corum. Infligió un profundo corte en el cuello del mandril. Un chorro de sangre cegó sus ojos un momento y pensó que estaba perdido, pero el animal había muerto. Corum lo apartó con el pomo de la espada.

Hawkmoon observó que Chaz de Elaquol también estaba muerto, pero que Nikhe el Tránsfuga continuaba con vida, pese a una profunda herida en la cara. Reingir la Roca estaba caído de espaldas con la garganta destrozada, en tanto John ap-Rhyss, Emshon de Ariso y Thereod de las Cavernas habían logrado sobrevivir al combate con heridas de escasa importancia. Los hombres de Erekose habían salido peor librados. El brazo de uno de ellos colgaba de jirones de piel, otro había perdido un ojo y a un tercero le habían cortado una mano. Los demás les atendían lo mejor posible. Brut de Lashmar, Hown Encantaserpientes, Ashnar el Lince y Otto Blendker estaban ilesos.

Ashnar contempló con aire triunfal los cadáveres de dos simios.

—Empiezo a sospechar que vamos a pagar cara esta empresa —dijo. Jadeaba como un sabueso después de rematar una buena cacería—. Cuanto menos tardemos, mejor. ¿Qué opináis, Elric?

—Estoy de acuerdo. —Elric agitó su temible espada y cayeron gotas de sangre—. Vamos.

Sin esperar a los demás, se encaminó hacia la cámara de enfrente, que despedía una peculiar luz rosa. Hawkmoon y los otros le siguieron.

Elric miró al suelo, horrorizado. Se agachó y cogió algo. Hawkmoon notó que algo aferraba sus piernas. El suelo de la cámara estaba cubierto de serpientes (largos y delgados reptiles, del color de la carne y sin ojos) que se enroscaron alrededor de sus tobillos. Hawkmoon utilizó su espada y cortó dos o tres cabezas, pero no sirvió de nada. Sus camaradas supervivientes gritaban de miedo, mientras trataban de liberarse.

Y entonces, el llamado Hown Encantaserpientes, el guerrero de la armadura verde mar, se puso a cantar.

Cantó con una voz que recordaba el sonido de una cascada en la montaña. Cantaba con tranquilidad, pese a la expresión preocupada de su rostro, y poco a poco las serpientes fueron soltando a los hombres, y poco a poco resbalaron hacia el suelo, como dormidas.

—Ahora comprendo vuestro mote —dijo Elric.

—No estaba seguro de que la canción surtiera efecto sobre éstas —dijo el encantador de serpientes—, porque no se parecen a ninguna serpiente que haya visto en mi vida, ni siquiera en los mares de mi mundo.

Dejaron atrás las serpientes y continuaron ascendiendo. Cada vez era más difícil caminar sobre el suelo resbaladizo. El calor no cesaba de aumentar y Hawkmoon pensó que se desmayaría si no respiraba pronto aire más fresco. Poco a poco se acostumbró a reptar sobre su estómago para pasar por estrechas aberturas del pasillo, a extender los brazos en ocasiones para mantener el equilibrio cuando altas cavernas se agitaban y derramaban un líquido pegajoso sobre su cabeza, a manotear para defenderse de pequeños seres, similares a insectos, que atacaban de vez en cuando, y a escuchar los gritos de la voz misteriosa.

—¿Dónde? ¿Dónde? ¡Oh, este dolor!

Nubes de insectos, apenas visibles pero siempre presentes, picoteaban sus rostros y manos.

—¿Dónde?

Hawkmoon, casi ciego, se obligó a continuar, reprimió las ansias de vomitar, anhelando respirar aire puro. Veía que los guerreros caían y apenas tenía fuerzas para ayudarles a levantarse. El pasillo ascendía cada vez más, torcía en todas direcciones y Hown Encantaserpientes no cesaba de cantar, porque el suelo estaba sembrado de serpientes.

Ashnar el Lince había perdido su fugaz júbilo.

—No sobreviviremos mucho tiempo más. No estaremos en condiciones de enfrentarnos a los hechiceros, si alguna vez les encontramos.

—Yo opino lo mismo convino Elric—, pero ¿qué otra cosa podemos hacer, Ashnar?

—Nada —oyó que Ashnar murmuraba—. Nada.

Y la misma palabra se repitió, a veces en voz alta, a veces en voz más baja.

—¿Dónde? —decía.

—¿Dónde? —preguntaba.

—¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde?

Y la voz no tardó en convertirse en un grito. Retumbó en los oídos de Hawkmoon. Arañó sus nervios.

—Aquí —murmuró—. Aquí estamos, hechicero.

Llegaron por fin al extremo del pasillo y vieron una arcada de regulares proporciones, y al otro lado una estancia bien iluminada.

—Los aposentos de Agak, sin duda dijo Ashnar el Lince.

Entraron en una cámara octogonal.


5. Agak y Gagak

Los lados en pendiente de la cámara eran cada uno de un color lechoso diferente; cada color cambiaba al mismo tiempo que los otros. De vez en cuando, un lado se hacía casi transparente y era posible ver las ruinas de la ciudad que se extendía más abajo y el otro edificio, todavía conectado por una red de tubos y cables.

Se escuchaban ruidos en la cámara. Suspiros, susurros, burbujeos. Procedían de un gran estanque situado en el centro de la estancia.

Los guerreros fueron entrando de mala gana en la cámara, y de mala gana miraron al interior del estanque y vieron la sustancia que contenía, tal vez la materia de la propia vida, que se movía sin cesar, adoptaba formas (rostros, cuerpos, miembros de toda clase de animales y hombres), estructuras que rivalizaban con las de la ciudad por su variedad
arquitectónica, paisajes en miniatura, firmamentos, soles y planetas desconocidos, seres de increíble belleza o absoluta fealdald, escenas de batallas, de familias compartiendo la paz de sus hogares, de cosechas, ceremonias, festejos, vehículos conocidos y extraños a la vez, que surcaban los cielos, la oscuridad del espacio, o navegaban bajo las aguas, de materiales desconocidos, maderas inusuales, metales peculiares.

Hawkmoon tenía la vista clavada en el estanque, fascinado, hasta que una voz rugió desde su interior, revelando por fin su origen.

—¿QUE? ¿QUÉ? ¿QUIÉN ME INVADE?

Hawkmoon vio en el estanque la cara de Elric. Vio la cara de Corum, y también la de Erekose. Cuando reconoció la suya, reculó.

—¿QUIEN ME INVADE? ¡AY, ESTOY DEMASIADO DÉBIL!

Elric fue el primero en reaccionar.

—Somos aquellos que van a destruirte. Somos aquellos de los que deseas alimentarte.

—¡AY! ¡AGAK! ¡AGAK! ¡ESTOY ENFERMA! ¿DONDE ESTAS?

Hawkmoon, Corum y Erekose intercambiaron miradas de perplejidad. Ninguno supo explicar la reacción del hechicero.

Hawkmoon vio a Yisselda en el estanque, y a otras mujeres que le recordaron a Yisselda, aunque no se le parecían. Gritó y se precipitó hacia adelante. Erekose le contuvo. Las figuras de las mujeres se evaporaron y fueron sustituidas por las torres retorcidas de una ciudad extraña.

—ME DEBILITO... NECESITO ABASTECERME DE ENERGIA... HEMOS DE PROCEDER AHORA, AGAK... NOS COSTO TANTO LLEGAR A ESTE LUGAR. PENSÉ QUE POR FIN IBA A DESCANSAR, PERO LA ENFERMEDAD REINA AQUI. SE HA APODERADO DE MI CUERPO. AGAK. DESPIERTA, AGAK. ¡DESPIERTA !

Hawkmoon controló los estremecimientos que sacudían su cuerpo.

Elric miraba con suma atención al estanque. Su rostro pálido expresó una repentina comprensión.

—¿Algún sirviente de Agak, encargado de defender la cámara? —sugirió Hown Encantaserpientes.

—¿Despertará Agak? —Brut paseó la mirada por la cámara octogonal—. ¿Vendrá?

—¡Agak! —Ashnar el Lince levantó la cabeza en un gesto de desafío—. ¡Cobarde!

—¡Agak! —gritó John ap-Rhyss, mientras desenvainaba la espada.

—¡Agak! —aulló Emshon de Ariso.

Los demás, salvo los cuatro héroes, se unieron al griterío.

Hawkmoon empezaba a intuir el significado de las palabras. Y una idea empezó a forjarse en su mente; empezó a comprender cómo debían morir los hechiceros. Sus labios formaron la palabra “no”, pero no pudo pronunciarla. Escrutó los rostros de los otros tres aspectos del Campeón Eterno. Comprobó que también tenían miedo.

—Somos los Cuatro Que Son Uno.

La voz de Erekose era temblorosa.

—No...

Fue Elric quien habló ahora. Intentaba envainar la espada negra, pero el arma parecía resistirse a entrar en la funda. Había pánico y terror en los ojos del albino.

Hawkmoon retrocedió un paso, henchido de odio hacia las imágenes que pasaban por su mente y hacia el impulso que se había apoderado de su voluntad.

—¡AGAK! ¡DEPRISA!

El estanque se puso en ebullición.

—Si no lo hacemos —dijo Erekose—, devorarán todos nuestros mundos. No quedará nada.

Hawkmoon permaneció indiferente.

Elric, el más cercano al estanque, se aferraba su cabeza albina, a punto de caer. Hawkmoon hizo ademán de acercarse a él. Oyó los gruñidos de Elric, oyó la voz imperiosa de Corum detrás de él, se sintió hermanado por una desesperada y sincera camaradería con sus tres duplicados.

—Hemos de hacerlo —dijo Corum.

Elric jadeaba.

—Yo no —dijo—. Yo soy yo.

—¡Y yo!

Hawkmoon extendió una mano, pero Elric no la vio.

—Es el único modo posible para la unidad que formamos —dijo Corum—. ¿No lo comprendéis? Somos los únicos seres de nuestros mundos que poseemos los medios de matar a los hechiceros..., ¡de la única manera posible!

Los ojos de Hawkmoon se encontraron con los de Elric, con los de Corum, con los de Erekose. Los Hawkmoon sabían y el Hawkmoon individual rechazó aquel conocimiento.

—Somos los Cuatro Que Son Uno —dijo con firmeza Erekose—. Nuestras fuerzas unidas son superiores a la suma. Hemos de actuar juntos, hermanos. Hemos de vencer aquí antes de soñar en vencer a Agak.

—No... —musitó Elric, expresando los sentimientos de Hawkmoon.

Pero algo más fuerte que Hawkmoon le impulsaba desde dentro. Se dirigió a un lado del estanque y permaneció inmóvil. Observó que los demás habían tomado posiciones a cada uno de los lados.

—¡AGAK! —exclamó la voz—. ¡AGAK!

Y la actividad del estanque adquirió mayor violencia.

Hawkmoon no podía hablar. Vio que los rostros de sus duplicados estaban tan petrificados como el suyo. Apenas era consciente de la presencia de los demás guerreros. Se habían apartado del estanque para montar guardia en la entrada, y acechaban cualquier señal de peligro que amenazara a los Cuatro, pero con ojos aterrorizados.

Hawkmoon vio que la gran espada negra se alzaba, pero ya no sintió temor hacia ella cuando su espada subió a su encuentro. Las cuatro espadas se tocaron, y las cuatro puntas se encontraron sobre el centro exacto del estanque.

Cuando las espadas se encontraron, Hawkmoon notó que un gran poder henchía su alma. Oyó el grito de Elric y adivinó que el albino experimentaba la misma sensación. Hawkmoon odió aquel poder. Le esclavizaba. Deseó huir de él, incluso ahora.

—Comprendo. —Era la voz de Corum, pero surgía de los labios de Hawkmoon—. Es la única manera.

—¡Oh no, no!

Y la voz de Hawkmoon brotó de la garganta de Elric.

Hawkmoon sintió que su nombre se desvanecía.

—¡AGAK! ¡AGAK! —La sustancia del estanque se retorció, bulló y saltó—. ¡DEPRISA! ¡DESPIERTA!

Hawkmoon sabía que su personalidad se estaba disolviendo. Era Elric. Era Erekose. Era Corum. Y también era Hawkmoon. Algo de él seguía siendo Hawkmoon. Y era miles más... Urlik, Jherek, Asquiol... Formaba parte de una gigantesca y noble bestia...

Su cuerpo había cambiado. Flotaba sobre el estanque. Los vestigios de Hawkmoon lo vieron un segundo antes de que se integraran en el ser principal.

A cada lado de su cabeza había una cara, y cada cara era la de un compañero. Serenas y terribles, sus ojos no parpadeaban. Tenía ocho brazos y los brazos estaban inmóviles; se había arrodillado ante el estanque sobre ocho piernas, y los colores de su armadura e indumentaria se mezclaban y diferenciaban al mismo tiempo.

El ser aferró una gigantesca espada con sus ocho manos y la espada despidió una siniestra luz dorada.

—Ay, ahora estoy completo —pensó.

Los Cuatro Que Eran Uno bajaron la monstruosa espada hasta apuntar directamente a la frenética materia que hervía en el estanque. La materia temía a la espada. Gimoteó.

—Agak, Agak...

El ser de quien Hawkmoon formaba parte reunió todas sus energías y clavó la espada en la materia.

Olas sin forma aparecieron en la superficie del estanque. Su color viró de un amarillo enfermizo a un verde malsano

—Agak, me muero...

La espada siguió bajando, inexorablemente. Tocó la superficie.

El estanque se agitó de un lado a otro. Trató de salirse por los bordes y derramarse sobre el suelo. La espada se hundió más y los Cuatro Que Eran Uno notaron que la espada extraía nuevas energías. Se oyó un quejido; poco a poco, el estanque se serenó. Quedó en silencio, quieto, gris.

Entonces, los Cuatro Que Eran Uno descendieron al estanque para que les absorbiera.

Hawkmoon cabalgaba hacia Londra, acompañado de Huillam D'Averc, Yisselda de Brass, Oladahn de las Montañas Búlgaras. Bowgentle el filósofo y el conde Brass. Todos llevaban un yelmo espejeante que reflejaba los rayos del sol.

Hawkmoon sostenía en sus manos el Cuerno del Destino. Se lo llevó a los labios. Sopló para anunciar en la noche al advenimiento de la nueva tierra, en la noche que precedía al nuevo amanecer. Y aunque la nota del cuerno fue triunfante, los sentimientos de Hawkmoon eran muy diferentes. Estaba poseído de una infinita tristeza y una infinita soledad, y ladeó la cabeza mientras el sonido se propagaba.

Hawkmoon revivió el tormento que había padecido en el bosque, cuando Glandyth le había cortado la mano. Chilló cuando el dolor acudió de nuevo a su muñeca y sintió fuego en la cara y supo que Kwll le había arrancado del cráneo el ojo enjoyado de su hermano, ahora que había recuperado sus poderes. Una neblina roja remolineó en su cerebro. Un fuego rojo le robó sus fuerzas. Un dolor rojo consumió su carne.

Y Hawkmoon habló en un tono de indecible tormento.

—¿Qué nombre llevaré la próxima vez que me llames?

—Ahora, la Tierra está en paz. El aire silencioso sólo transporta carcajadas, murmullo de conversaciones, los pequeños ruidos emitidos por pequeños animales. Nosotros y la Tierra estamos en paz.

—¿Cuánto tiempo durará?

—Oh, ¿cuánto tiempo durará?

La bestia que era el Campeón Eterno veía ahora con suma claridad.

Analizaba su cuerpo. Controlaba cada extremidad, cada función. Había triunfado; había revitalizado el estanque.

Gracias a su único ojo octogonal miraba en todas direcciones al mismo tiempo sobre las ruinas de la ciudad. Luego, dedicó toda la atención a su gemelo.

Agak se había despertado demasiado tarde, pero lo había hecho por fin, alarmado por los gritos agonizantes de su hermana Gagak, cuyo cuerpo habían invadido los mortales, cuya inteligencia habían sometido, cuyo ojo utilizaban ahora y cuyos poderes no tardarían en intentar emplear.

Agak no necesitó volver la cabeza para mirar al ser que aún consideraba su hermana. Al igual que ella, su enorme ojo octogonal albergaba su inteligencia.

—¿Me has llamado, hermana?

—Me limité a pronunciar tu nombre, hermano.

Aún quedaban suficientes vestigios de la fuerza vital de Gagak en los Cuatro Que Eran Uno para imitar su forma de hablar.

—¿Has gritado?

—Un sueño. —Los Cuatro hicieron una pausa y siguieron hablando—. Soñé que había algo amenazador en la isla.

—¿Es posible? No sabemos gran cosa sobre estas dimensiones, o sobre los seres que habitan en ella. Sin embargo, no hay ninguno tan poderoso como Agak y Gagak. No temas nada, hermana. Pronto empezaremos a trabajar.

—No es nada. Ya me he despertado.

Agak se quedó perplejo.

—Hablas de una forma extraña.

—El sueño... —respondió el ser que había penetrado en el cuerpo de Gagak, destruyéndola.

—Hemos de empezar —dijo Agak—. Las dimensiones giran y el momento ha llegado. Ah, lo presiento. Tanta y tan rica energía. ¡Cuán glorioso será nuestro regreso al hogar!

—Lo presiento —replicaron los Cuatro, y era cierto.

Eran conscientes de que todo su universo, dimensión tras dimensión, giraba a su alrededor. Estrellas, planetas y lunas, plano tras plano, llenos de la energía con que Agak y Gagak deseaban alimentarse. Y aún quedaba lo suficiente de Gagak dentro de los Cuatro para que experimentaran una voracidad anticipada que, ahora que las dimensiones se acercaban a la conjunción precisa, sería satisfecha sin dilación.

Los Cuatro estuvieron tentados de unirse a Agak y satisfacer su gula aunque si lo hacían despojarían a su universo de toda la energía. Las estrellas se apagarían, los planetas perecerían. Hasta los Señores de la Ley y del Caos morirían, porque pertenecían a ese mismo universo. Sin embargo, valía la pena cometer un crimen tan horrendo por poseer semejante poder...

Los Cuatro controlaron su deseo y se aprestaron a atacar, antes de que Agak sospechara algo.

—¿Comemos, hermana?

Los Cuatro comprendieron que el barco había llegado a la isla en el momento preciso. Un poco más y habría sido demasiado tarde.

—¿Hermana? —Agak se quedó perplejo de nuevo—. ¿Qué...?

Los Cuatro sabían que era preciso desconectarse de Agak. Los tubos y cables salieron de su cuerpo y fueron absorbidos por el de Gagak.

—¿Qué es esto? —El extraño cuerpo de Agak tembló unos momentos—. ¿Hermana?

Los Cuatro se prepararon. A pesar de que habían asimilado los recuerdos e instintos de Gagak, no confiaban en poder atacar a Agak bajo la forma elegida por su hermana. Y como la hechicera había poseído la facultad de cambiar de forma, los Cuatro empezaron a cambiar. Lanzaron terribles quejidos, experimentaron dolores horrísonos y juntaron todos los materiales del ser que habían usurpado. Lo que parecía un edificio se transformó en carne informe y pulposa. Agak, estupefacto, siguió mirando.

—¿Hermana? Tu aspecto...

El edificio, el ser que era Gagak, se revolvió, fundió e hizo erupción.

Chilló de dolor.

Tomó forma.

Rió.


6. Batalla total

Cuatro rostros rieron sobre una gigantesca cabeza. Ocho brazos se agitaron en señal de triunfo, ocho piernas se movieron. Y sobre aquella cabeza se alzaba una inmensa espada.

Y corría.

Se precipitó sobre Agak mientras el brujo extraterrestre conservaba todavía su forma estática. Su espada daba vueltas y desprendía chispas de una siniestra luz dorada mientras se movía, que desgarraban el paisaje envuelto en sombras. Los cuatro formaban un todo tan grande como Agak e igual de fuerte.

Agak, al comprender que estaba en peligro, empezó a absorber. Nunca más compartiría este agradable ritual con su hermana. Debía absorber la energía de este universo si quería reunir las fuerzas que necesitaba para defenderse, para destruir a su atacante, el asesino de su hermana.

A medida que Agak absorbía, los mundos iban muriendo.

Pero no era suficiente.

Agak probó una treta.

—Éste es el centro del universo. Todas sus dimensiones se cruzan aquí. Ven, compartiremos el poder. Mi hermana ha muerto. Acepto su muerte. Ahora, serás mi pareja. ¡Con este poder conquistaremos un universo mucho más rico que éste!

—¡No! —respondieron los Cuatro, sin dejar de avanzar.

—Muy bien, pero no dudes de tu derrota.
Los Cuatro descargaron la espada, que cayó sobre el ojo facetado dentro del cual burbujeaba el estanque de inteligencia de Agak, pero éste había adquirido más fuerza y la herida se cicatrizó de inmediato.

Los zarcillos de Agak surgieron y se lanzaron hacia los Cuatro, pero éstos cortaron los zarcillos. Y Agak absorbió más energía. Su cuerpo que los mortales habían confundido con un edificio, comenzó a emitir un resplandor escarlata y a irradiar un calor imposible.

La espada rugió y fulguró. La luz negra se fundió con la dorada y atacó a la escarlata.

Entretanto, los Cuatro eran conscientes de que su universo se encogía y moría.

—¡Devuelve lo que has robado, Agak! —dijeron los Cuatro.

Planos, ángulos y curvas, tubos y cables brillaban al rojo vivo y Agak suspiró. El universo sollozó.

—¡Soy más fuerte que tú! —dijo Agak—. ¡Ahora!

Los Cuatro sabían que Agak no prestaba toda su atención mientras se alimentaba. Y los Cuatro también sabían que debían extraer energía de su universo si querían derrotar a Agak. Por lo tanto, la espada se alzó.

La espada atravesó decenas de miles de dimensiones y absorbió su energía. Después, empezó a oscilar.

Osciló y surgió luz negra de la hoja.

Osciló y Agak se dio cuenta. Su cuerpo comenzó a alterarse.

La espada descendió hacia el gran ojo del hechicero, hacia el estanque de inteligencia de Agak.

Los numerosos zarcillos de Agak salieron en defensa del hechicero, pero la espada los cercenó como si no existieran y golpeó la cámara octogonal que era el ojo de Agak y se hundió en el estanque de inteligencia de Agak, en la materia que contenía la sensibilidad del hechicero, se apoderó de la energía de Agak y la inoculó en su amo, los Cuatro Que Eran Uno.

Y un chillido resonó a lo largo y ancho del universo.

Y algo envió un temblor que se propagó por todo el universo.

Y el universo murió, antes de que Agak muriera.

Los Cuatro no esperaron a comprobar que Agak hubiera sido derrotado por completo.

La espada, al girar, atravesaba las dimensiones y devolvía la energía a todo aquello que tocaba.

La espada giró y giró.

Giró y giró. Diseminó la energía.

Y la espada cantó, triunfante y jubilosa.

Y pequeños retazos de luz negra y dorada susurraron y fueron reabsorbidos.

Hawkmoon conocía la naturaleza del Campeón. Conocía la naturaleza de la Espada Negra. Conocía la naturaleza de Tanelorn. Porque en este momento, la parte de él que era Hawkmoon experimentaba todo el multiverso. Habitaba en su interior. El lo contenía. No existían misterios en ese momento.

Y recordó que había leído algo sobre uno de sus aspectos en la “Crónica de la Espada Negra”, aquel recuento de las hazañas del Campeón: “Pues sólo la Mente del Hombre es libre de explorar la inmensidad de la infinitud cósmica, de trascender la conciencia ordinaria, o errar por los pasillos subterráneos del cerebro humano, cuyas dimensiones carecen de límites. Y el universo y el individuo se hallan vinculados, uno refleja al otro, y cada uno contiene al otro...”.

“¡Ja!”, gritó el individuo que era Hawkmoon. Y celebró su triunfo y proclamó su alegría: así terminaba la condena del Campeón.

El universo había estado muerto un instante. Ahora, volvía a vivir, enriquecido con la energía de Agak.

Agak también vivía, pero estaba petrificado. Había intentado cambiar de forma. Ahora, aún se parecía en parte al edificio que Hawkmoon había visto al llegar a la isla, y en parte a los Cuatro Que Eran Uno. Aquí, parte de la cara de Corum, allí, una pierna, más allá, un fragmento de espada..., como si Agak hubiera creído, al final, que la única forma de derrotar a los Cuatro era asumir su forma, al igual que los cuatro habían adoptado la forma de Gagak.

—Habíamos esperado tanto tiempo...

Agak suspiró y murió.

Y los Cuatro envainaron su espada.

Hawkmoon pensó...

Un aullido recorrió las ruinas de las infinitas ciudades y un fuerte viento azotó el cuerpo de los Cuatro, que se vio obligado a arrodillarse sobre sus ocho piernas e inclinar su cabeza de cuatro caras.

Hawkmoon sintió...

Después, poco a poco, adoptó de nuevo la forma de Gagak, la hechicera, y se zambulló en el estanque de inteligencia de Gagak...

Hawkmoon supo...

... y luego se alzó por encima del estanque, flotó un momento, extrajo su espada del estanque.

Hawkmoon era Hawkmoon. Hawkmoon era el Campeón Eterno, en su última aventura...

Entonces, aparecieron cuatro seres. Elric, Hawkmoon, Erekose y Corum se irguieron y alzaron sus espadas, hasta que las puntas se tocaron sobre el centro del cerebro muerto. Hawkmoon suspiró. Estaba maravillado. Estaba aterrorizado. Después, un agotamiento teñido de contento reemplazó al terror.

—Vuelvo a tener carne. Vuelvo a tener carne —dijo una voz patética.

Era el bárbaro Ashnar, con el rostro desfigurado, los ojos enloquecidos. Había dejado caer la espada sin darse cuenta. Se clavaba las uñas en la cara. Y reía.

John ap-Rhyss levantó la cabeza desde el suelo. Miró a Hawkmoon con odio, y después apartó la vista. Emshon de Ariso, olvidada su espada, se arrastró para ayudar a John ap-Rhyss a ponerse en pie. Los dos hombres actuaban en un frío silencio.

Otros estaban locos o muertos. Elric estaba ayudando a Brut de Lashmar a incorporarse.

—¿Qué has visto? —preguntó el albino.

—Más de lo que merecía, a pesar de mis pecados. Estábamos atrapados..., atrapados en aquel cráneo...

El caballero de Lashmar sollozó como un niño pequeño. Elric abrazó a Brut, acarició su cabello rubio, incapaz de decir algo que pudiera suavizar su brutal experiencia.

—Hemos de partir —murmuró Erekose, casi para sí.

Al dirigirse hacia la puerta, estuvo a punto de resbalar varias veces.

—No ha sido justo —dijo Hawkmoon a John ap-Rhyss y a Emshon de Ariso—. No ha sido justo que compartiéramos nuestro sufrimiento.

John ap-Rhyss escupió en el suelo.


7. Los héroes se separan

Hawkmoon contempló cómo se quemaban los cuerpos de los hechiceros, de pie entre las sombras de edificios que no existían, o sólo en parte; de pie bajo un sol rojo que no se había movido ni un ápice desde que habían pisado la isla.

El voraz fuego chillaba y aullaba mientras consumía a Agak y Gagak, y su humo era más blanco que la cara de Elric, más rojo que el sol. El humo ocultaba el cielo.

Hawkmoon recordaba poco de lo ocurrido en el interior del cráneo de Gagak, pero una inmensa amargura le invadía.

—Me pregunto si el capitán sabía para qué nos enviaba aquí —murmuró Corum.

—O si sospechaba lo que iba a pasar.

Hawkmoon se secó la boca.

—Sólo nosotros, sólo aquel ser, podía luchar contra Agak y Gagak de igual a igual. —Los ojos de Erekose encerraban un secreto conocimiento—. Otros medios habrían sido estériles. Ningún otro ser habría poseído las cualidades especiales, el enorme poder necesarios para poder acabar con tan extraños hechiceros.

—Eso parece —dijo Elric.

El albino se había sumido en un estado taciturno e introspectivo.

—Por fortuna —le animó Corum—, olvidaréis esta experiencia del mismo modo que olvidasteis u olvidaréis la otra.

Sus palabras no consolaron a Elric.

—Con suerte, hermano.

Erekose intentó distender el ambiente y rió por lo bajo.

—¿Quién podría acordarse de eso?

Hawkmoon se sintió inclinado a darle la razón. Las sensaciones ya empezaban a desvanecerse; la experiencia ya empezaba a parecer un sueño extraordinariamente vívido. Contempló a los soldados que habían luchado con él; ninguno quiso mirarle. Estaba claro que le culpaban a él y a sus demás manifestaciones de los inmerecidos horrores experimentados. Ashnar el Lince, el bárbaro obstinado, era testigo de las penosas emociones que debían reprimir, controlar. Ashnar lanzó un chillido espantoso y se precipitó hacia lo hoguera. Corrió casi hasta llegar a ella, y Hawkmoon pensó por un momento que iba a arrojarse a la pira, pero cambió de dirección en el último segundo y se desvió hacia las ruinas, ocultas por las sombras.

—¿Para qué seguirle? —dijo Elric—. No podemos hacer nada por él.

El dolor asomó a sus ojos escarlatas cuando contempló el cuerpo de Hown Encantaserpientes, que les había salvado la vida a todos. Elric se encogió de hombros, pero no era un gesto de indiferencia. Se encogió de hombros como un hombre que se ajusta sobre la espalda una carga particularmente pesada.

John ap-Rhyss y Emshon de Ariso ayudaron al perplejo Brut de Lashmar a caminar, mientras se alejaban del fuego y regresaban hacia la orilla.

—Esa espada vuestra me resulta familiar —dijo Hawkmoon a Elric, mientras andaban—. No es un espada normal, ¿verdad?

—No —reconoció el albino—. No es una espada normal, duque Dorian. Es vieja, eterna, podríamos decir. Otros piensan que fue forjada por mis antepasados en una batalla contra los dioses. Tiene una gemela, pero se ha perdido.

—Me da miedo —confesó Hawkmoon—. No entiendo por qué.

—Hacéis bien en temerla. Es algo más que una espada.

—¿Un demonio, tal vez?

—Por ejemplo.

Elric no añadió nada más.

—El sino del Campeón es empuñar esa espada en las crisis más cruciales de la Tierra —dijo Erekose—. La he empuñado y, si pudiera elegir no volvería a empuñarla.

—El Campeón raras veces puede elegir—suspiró Corum.

Llegaron a la playa y contemplaron la blanca neblina que surgía del agua. La oscura silueta del barco se veía con toda claridad.

Corum, Elric y algunos de los otros se internaron en la niebla, pero Hawkmoon, Erekose y Brut de Lashmar vacilaron al unísono. Hawkmoon había tomado una decisión.

—No volveré al barco —anunció—. Creo que ya he pagado mi pasaje. Si quiero encontrar Tanelorn, creo que debo buscarla aquí.

—Lo mismo pienso yo.

Erekose se volvió hacia las ruinas.

Elric dirigió una mirada interrogativa a Corum, y éste sonrió a modo de respuesta.

—Yo ya he encontrado Tanelorn. Regresaré a la nave, con la esperanza de que dentro de poco me deposite en alguna orilla conocida.

—Esa es mi esperanza.

Elric lanzó a Brut, que se apoyaba en él, la misma mirada inquisitiva.

Brut habló en susurros. Hawkmoon captó algunas de sus palabras.

—¿Qué pasa? ¿Qué nos ha sucedido?

—Nada.

Elric apretó el hombro de Brut.

Brut se soltó.

—Voy a quedarme. Lo siento.

—¿Brut?

Elric frunció el ceño.

—Lo siento. Os temo. Temo a ese barco.

Brut retrocedió, tambaleante.

—¿Brut?

Elric extendió una mano.

—Camarada—dijo Corum, apoyando su mano plateada sobre el hombro de Elric—, vayámonos de este lugar. Lo que nos aguarda ahí me aterra más que el barco.

—Estoy de acuerdo —dijo Elric, lanzando una última mirada a las ruinas.

—Si esto es Tanelorn, no es el lugar que iba buscando —murmuró Otto Blendker.

Hawkmoon suponía que John ap-Rhyss y Emshon de Ariso irían con Blendker, pero permanecieron inmóviles.

—¿Os quedáis conmigo?—preguntó Hawkmoon, sorprendido.

El alto y melenudo hombre de Yel y el belicoso guerrero de Ariso asintieron al mismo tiempo.

—Nos quedamos —dijo John ap-Rhyss.

—Creo que no me tenéis en gran aprecio.

—Dijisteis que habíamos sufrido una injusticia —dijo John ap-Rhyss—. Bien, eso es cierto. No es a vos a quien odiamos, Hawkmoon, sino a esas fuerzas que nos controlan. Me alegro de no ser Hawkmoon, aunque en cierto sentido os envidio.

—¿Me envidiáis?

—Y yo también —habló Emshon—. Hay quien daría mucho por desempeñar ese papel.

—¿La propia alma? —preguntó Erekose.

—¿Qué es eso? —preguntó a su vez John ap-Rhyss, evitando la mirada del corpulento hombre—. Tal vez una carga que abandonamos demasiado pronto en nuestro viaje. Después, nos pasamos el resto de la vida intentando descubrir dónde la perdimos.

—¿Es eso lo que buscáis? —inquirió Emshon.

John ap-Rhyss le dirigió una sonrisa lobuna.

—Digamos que sí.

—Entonces, adiós —dijo Corum—. Continuaremos con el barco.

—Y yo. —Elric se cubrió el rostro con la capa—. Os deseo mucha suerte en vuestra búsqueda, hermanos.

—Y yo en la vuestra —respondió Erekose—. Hay que soplar el Cuerno.

—No os comprendo.

El tono de Elric era frío. Se volvió y se adentró en el agua, sin esperar la explicación.

Corum sonrió.

—Desterrados de nuestra época, abrumados de paradojas, manipulados por seres que se niegan a esclarecer nuestras dudas... Es agotador, ¿verdad?

—Agotador—dijo Erekose, lacónico—. Sí.

—Creo que mi lucha ha terminado —dijo Corum—. Creo que pronto se me permitirá morir. Ya he cumplido mi turno de Campeón Eterno. Voy a reunirme con Rhalina, mi amada mortal.

—Yo debo proseguir la búsqueda de mi inmortal Ermizhad —dijo Erekose.

—Me han dicho que mi Yisselda vive —añadió Hawkmoon—, pero busco a mis hijos.

—Todas las partes del todo conocido como Campeón Eterno se acoplan —dijo Corum—. quizá ésta sea nuestra última búsqueda.

—¿Y alcanzaremos la paz? —preguntó Erekose.

—El hombre sólo alcanza la paz después de luchar consigo mismo —contestó Corum—. ¿No es ésa, acaso, vuestra experiencia?

—La lucha es muy dura—sentenció Hawkmoon.

Corum calló. Siguió a Elric y a Otto Blendker hacia el mar. No tardaron en desaparecer en la niebla. No tardaron en escucharse débiles gritos. No tardaron en oír el ruido del ancla al ser izada. El barco se marchaba.

Hawkmoon se sintió aliviado, aunque no le agradaba la perspectiva que se abría ante él. Se volvió.

La figura negra había vuelto. Sonreía. Era una sonrisa malvada, cómplice.

—Espada—dijo, y señaló al barco—. Espada. Me necesitarás, Campeón. Y pronto.

Erekose demostró horror por primera vez. Al igual que Hawkmoon, su primer impulso fue desenvainar la espada, pero algo lo impidió. John ap-Rhyss y Emshon de Ariso lanzaron una exclamación de asombro, y Hawkmoon detuvo sus manos.

—No desenvainéis —ordenó.

Brut de Lashmar se quedó mirando a la visión con sus ojos vidriosos y cansados.

—Espada—dijo el ser.

Daba la impresión de que bailaba una frenética jiga, por culpa del aura negra, pero su cuerpo estaba completamente inmóvil.

—¿Elric? ¿Corum? ¿Hawkmoon? ¿Erekose? ¿Urlik?

—¡Ay! —gritó Erekose—. Ahora te he reconocido. ¡Vete! ¡Vete!

La figura negra rió.

—Nunca me iré, mientras el Campeón me necesite.

—El Campeón ya no te necesita —replicó Hawkmoon, sin saber lo que quería decir.

—¡Sí! ¡Sí!

—¡Vete!

La sonrisa continuó fija en el malvado rostro.

—Ahora somos dos —dijo Erekose—. Dos tienen más fuerza.

—Pero no está permitido —protestó la figura—. Nunca ha sido permitido.

—Ésta es una época diferente, el Tiempo de la Conjunción.

—¡No! —gritó la aparición.

Erekose lanzó una carcajada desdeñosa.

La figura negra se precipitó hacia adelante y aumentó de tamaño; retrocedió como una flecha, se encogió, recuperó su tamaño normal, corrió entre las ruinas, seguida de su sombra, no siempre en consonancia con sus movimientos. Daba la impresión de que las enormes y pesadas sombras de aquella colección de ciudades iban a caer sobre la figura, porque se apartaba de muchas.

—¡No! —le oyeron gritar—. ¡No!

—¿Es eso lo que queda del hechicero? —preguntó John ap-Rhyss.

—No —contestó Erekose—. Es lo que queda de nuestra némesis.

—¿Lo sabéis, pues? —pregunto Hawkmoon.

—Creo que sí.

—Contadme. Me ha martirizado desde que comenzó mi aventura. Creo que fue eso lo que me apartó de Yisselda, de mi propio mundo.

—Estoy seguro de que no posee tanto poder—dijo Erekose—. Sin embargo, es indudable que aprovechar su ventaja le complajo. Sólo lo había visto una vez en esta manifestación.

—¿Cómo se llama?

—De muchas formas —contestó Erekose, con aire pensativo.

Retrocedieron hacia las ruinas. La aparición se había desvanecido otra vez. Vieron enfrente dos nuevas sombras, dos enormes sombras. Eran las sombras de Agak y Gagak, las sombras del aspecto que tenían cuando los héroes llegaron. Los cadáveres se habían quemado por completo, pero las sombras perduraban.

—¿Me decís uno? —preguntó Hawkmoon.

Erekose se humedeció los labios antes de contestar, y después le miró a los ojos.

—Me parece comprender por qué al capitán le repugnaba especular, divulgar cualquier información de la que no estuviera seguro. Es peligroso, en estas circunstancias, llegar a conclusiones precipitadas. Tal vez, a fin de cuentas, esté equivocado.

—¡Oh! exclamó Hawkmoon—. Decidme lo que sospecháis, aunque sólo sean simples sospechas.

—Creo que uno de los nombres es Portadora de Tormentas.

—Ahora ya sé por qué me daba miedo la espada de Elric.

No volvieron a abordar el tema.



Libro tercero

En el cual se descubre que muchas cosas son una sola

1. Prisioneros en las sombras

—Somos como fantasmas, ¿verdad?

Erekose yacía sobre un montón de piedras destrozadas y levantó la vista hacia el rojo sol inmóvil.

—Una conversación entre fantasmas...

Sonrió para expresar que sólo hablaba para pasar el rato.

—Tengo hambre —dijo Hawkmoon—. Eso me demuestra dos cosas: que estoy hecho de carne normal y que ha pasado bastante tiempo desde que nuestros camaradas volvieron al barco...

Erekose olfateó el frío aire.

—Sí. Me pregunto por qué me he quedado. Tal vez nuestro destino consista en quedarnos varados aquí... Qué ironía, ¿no? Por buscar Tanelorn, tenemos derecho a existir en todas las Tanelorns. ¿Es posible que sólo queden estos restos?

—Sospecho que no. En algún lugar encontraremos puertas de acceso a los mundos que nos interesan.

Hawkmoon se acomodó sobre la espalda de una estatua caída y trató de distinguir una sombra reconocible entre las muchas que había.

A unos metros de distancia, John ap-Rhyss y Emshon de Ariso buscaban entre los escombros una caja que Emshon estaba seguro de haber visto cuando se dirigían a luchar contra Agak y Gagak, y que contenía algo de valor, en su opinión. Brut de Lashmar, algo más recuperado, se encontraba cerca, pero no participaba en la búsqueda.

Sin embargo, fue Brut quien reparó en unas sombras móviles, cuando antes estaban inmóviles.

—Fijaos, Hawkmoon —dijo—. ¿Acaso está cobrando vida la ciudad?

El resto de la ciudad seguía como antes, pero en un discreto rincón, donde la silueta de una casa muy decorada y hermosa se recortaba contra la manchada pared blanca de un templo en ruinas, tres o cuatro sombras humanas se movían, aunque seguían siendo sombras; los hombres a quienes pertenecían no eran visibles. Era como una representación a la que Hawkmoon había asistido tiempo atrás, como marionetas manipuladas detrás de una pantalla.

Erekose se levantó y avanzó hacia la escena, seguido de cerca por Hawkmoon. Los demás le imitaron, pero sin darse excesiva prisa.

Escucharon ruidos apagados— entrechocar de espadas, gritos, pasos sobre las piedras.

Erekose se detuvo cuando su altura casi igualó a la de las sombras. Dio un paso adelante y extendió la mano, cauteloso, para tocar una.

¡Y Erekose desapareció!

Sólo quedó de él una sombra. Se había unido a las demás. Hawkmoon vio que la sombra desenvainaba la espada y se colocaba detrás de otra, que le resultó familiar. Era la sombra de un hombre no más alto que Emshon de Ariso, el cual contemplaba la escena boquiabierto, con los ojos vidriosos.

Los movimientos de los combatientes se hicieron más lentos. Hawkmoon se estaba preguntando cómo podía rescatar a Erekose, cuando el héroe reapareció, arrastrando a alguien consigo. Las otras sombras se habían quedado inmóviles de nuevo.

Erekose jadeaba. El hombre que le acompañaba estaba cubierto de rasguños, pero no parecía sufrir ninguna herida grave. Sonrió aliviado, cepilló el polvo blancuzco de la piel anaranjada que cubría su cuerpo, envainó su espada y se limpió el bigote con el dorso de su mano, similar a una garra. Era Oladahn. Oladahn de las Montañas Búlgaras, pariente de los Gigantes de la Montaña, el mejor amigo de Hawkmoon y compañero en sus más trepidantes aventuras. Oladahn, que había muerto en Londra, a quien Hawkmoon había visto posteriormente, como un fantasma de ojos vidriosos, en los pantanos de la Kamarg, y luego en la cubierta de “La Reina de Rumanía”, cuando había atacado con gran valentía a la pirámide de cristal del barón Kalan y, como resultado, desaparecido.

—¡Hawkmoon!

La alegría de Oladahn al ver a su viejo camarada consiguió que olvidara todo lo demás. Se precipitó a los brazos del duque de Colonia.

Hawkmoon rió de placer. Miró a Erekose.

—No sé cómo le habéis salvado, pero os lo agradezco.

Erekose, contagiado por su alegría, también rió.

—¡Yo tampoco sé cómo le he salvado! —Echó un vistazo a las inmóviles estatuas—. Me encontré de repente en un mundo apenas más sustancial que éste. Repelí a los que atacaban a vuestro amigo. Me desesperé al advertir que nuestros movimientos se hacían más y más lentos caí hacia atrás... ¡y aquí estamos otra vez!

—¿Cómo llegasteis a este lugar, Oladahn? —preguntó Hawkmoon.

—Mi vida ha sido confusa y mis aventuras peculiares desde la última vez que nos vimos, a bordo de aquel barco —respondió Oladahn—. Durante un tiempo fui prisionero del barón Kalan, incapaz de mover mis miembros, si bien mi mente continuaba funcionando con toda normalidad. Una situación muy desagradable. De repente, recobré la libertad.
Me encontré en un mundo donde se libraba una guerra entre cuatro o cinco facciones diferentes y serví en dos ejércitos, aunque nunca comprendí cuál era el problema. Luego, regresé a las Montañas Búlgaras, me enfrenté a un oso y llevé las de perder. Después, arribé a un mundo metálico, donde era el único ser de carne y hueso entre una variada colección de máquinas. A punto de ser despedazado por una de dichas máquinas, que no carecía de cierta inteligencia filosófica, fui salvado por Orland Fank, a quien sin duda recordaréis, y transportado al mundo del que acabo de escapar. Fank y yo hemos buscado el Bastón Rúnico en ese mundo, plagado de ciudades y conflictos. Mientras paseaba con Fank por un barrio particularmente violento de una ciudad, fui asaltado por una gran partida de hombres. Cuando se disponían a asesinarme me quedé petrificado de nuevo. Este estado ha durado horas o años, cuestión que nunca aclararé, hasta que fui rescatado por vuestro camarada. Decidme, Hawkmoon, ¿qué ha sido de nuestros demás amigos?

—Es una historia larga y, para colmo, apenas sé explicar lo que ha ocurrido.

Hawkmoon resumió algunas de sus aventuras. Habló del conde Brass de Yisselda y de sus hijos desaparecidos, de la derrota de Taragorm y el barón Kalan, y del desajuste producido en el multiverso por obra de sus insensatos planes.

—De D'Averc y Bowgentle no puedo deciros nada —concluyó—. Se desvanecieron al igual que vos. Yo diría que sus aventuras habrán sido comparables a las vuestras. ¿No consideráis significativo que hayáis sido salvado tantas veces de una muerte cierta?

—Sí. Pensé que gozaba de alguna protección sobrenatural, aunque acabé cansado de saltar de la olla a la sartén. ¿Qué tenemos aquí?

Se acarició el bigote, miró a su alrededor y saludó con un cabeceo a Brut, John y Emshon, que le miraban con asombro reprimido.

—Considero significativo que nos hayamos reunido de nuevo. ¿Dónde está Fank?

—Le dejé en el castillo de Brass, aunque no me comentó nada de vuestro encuentro. Debió reemprender su búsqueda del Bastón Rúnico y os encontró durante sus andanzas.

Hawkmoon intentó describir la isla en donde se hallaban.

En respuesta a la descripción, Oladahan se rascó la pelambrera roja de su cabeza y encogió los hombros. Antes de que Hawkmoon terminara, examinó los diversos desgarrones de su justillo y la falda, así como la sangre seca de sus numerosas heridas.

—Bien, amigo Hawkmoon —dijo, confuso—, me alegro de estar otra vez a vuestro lado ¿Tenéis algo de comer?

—Nada—se lamentó John ap-Rhyss—. Moriremos de hambre si no hay caza en la isla. Y da la impresión de que, aparte de nosotros, no hay más seres vivos.

Como en respuesta, se escuchó un aullido desde el otro lado de la ciudad. Todos se volvieron en aquella dirección.

—¿Un lobo? —preguntó Oladahn.

—Yo diría que un hombre —contestó Erekose.

No había envainado la espada y la utilizó para señalar.

Ashnar el Lince corría hacia ellos. Saltaba sobre las piedras, esquivaba las torres caídas, con la espada alzada sobre la cabeza, los ojos casi salidos de las órbitas. Los huesecillos de sus trenzas bailaban alrededor de su cráneo. Hawkmoon creyó que les atacaba, pero luego vio que Ashnar era perseguido por un hombre alto y delgado, de rostro colorado, ataviado con gorra, falda y una capa a cuadros que ondeaba sobre sus hombros. La espada envainada rebotaba contra su muslo.

—¡Orland Fank! —gritó Oladahn—. ¿Por qué persigue a ese hombre?

Hawkmoon oyó los gritos de Fank.

—¡Venid aquí! ¡Venid aquí, hombre! ¡No quiero haceros daño!

Ashnar tropezó y cayó entre las piedras polvorientas, sollozando. Fank llegó a su lado, le quitó de un golpe la espada de la mano, cogió unas cuantas trenzas y levantó la cabeza del bárbaro.

—Está loco, Fank —gritó Hawkmoon—. Tratadle bien.

Fank alzó la vista.

—Sois sir Hawkmoon, ¿no? Y Oladahn. Me preguntaba qué había sido de vos. Me abandonasteis, ¿eh?

—Casi, por la Hermana Muerte —respondió el pariente de los Gigantes de la Montaña—, a cuyos brazos me enviasteis, maese Fank.

Fank sonrió y soltó el cabello de Ashnar.

El bárbaro continuó tirado en el suelo, sin dejar de lloriquear.

—¿Qué daño os ha hecho ese hombre? —preguntó Erekose a Fank con gravedad.

—Ninguno. Como no encontré a ningún ser humano en esta siniestra confusión, quise interrogarle. Cuando me acerqué a él, lanzó un aullido horrísono y trató de escapar.

—¿Cómo descubristeis este lugar? —preguntó Erekose.

—Por accidente. Mi búsqueda de cierto artilugio me ha conducido por varios planos de la Tierra. Oí decir que podría encontrar el Bastón Rúnico en cierta ciudad, a la que algunos llaman Tanelorn. Busqué Tanelorn. Mis investigaciones me llevaron hasta un hechicero que habita una ciudad del mundo en la cual me topé con el joven Oladahn. El hechicero era un hombre metálico y me orientó hacia el siguiente plano, donde Oladahn y yo nos perdimos. Pasé por una puerta y aquí estoy...

—Dirijámonos cuanto antes a ese portal —le apremió Hawkmoon.

Orland Fank meneó la cabeza.

—No, se cerró detrás de mí. Además, no me apetece regresar a aquel mundo tan bélico. ¿Así que esto no es Tanelorn?

—Es todas las Tanelorns —explicó Erekose—. Tal es nuestra opinión, al menos, maese Fank. Lo que queda de ellas. ¿No estuvisteis en una ciudad llamada Tanelorn?

—Una vez, al menos eso dice la leyenda, pero los hombres hicieron un uso egoísta de sus atributos y Tanelorn murió, siendo sustituida por su opuesta.

—¿Tanelorn puede morir? —preguntó Brut de Lashnar, apesadumbrado—. No es vulnerable...

—Sólo si los hombres que moran en ella han perdido esa clase de orgullo que destruye el amor... Eso dicen los rumores, en cualquier caso. —Orland Fank parecía algo turbado—. Y ellos mismos son invulnerables.

—Cualquier ciudad sería preferible a este amasijo de ideales perdidos —dijo Emshon de Ariso, demostrando que, si bien había comprendido las palabras de Orland Fank, no le habían impresionado.

El diminuto guerrero se tiró el bigote y gruñó para sí durante un rato.

—De modo que esto serían todos los “fracasos” —dijo Erekose—. Nos hallamos entre las ruinas de la Esperanza. Un vertedero de fes truncadas.

—Tal es mi suposición contestó Fank—, pero tiene que existir un modo de acceder a alguna Tanelorn que no haya sucumbido, donde la frontera sea ínfima. Eso es lo que debemos buscar.

—¿Cómo reconoceremos lo que buscamos? —preguntó John ap-Rhyss.

—La respuesta está en nuestro interior—dijo Brut con una voz que no era la suya—. Así me lo dijeron en una ocasión. Buscad Tanelorn en vuestro interior, me dijo una anciana cuando le pregunté dónde podía encontrar aquella fabulosa ciudad y vivir en paz. El comentario se me antojó desprovisto del menor significado, pura especulación filosófica, pero empiezo a comprender que me dio un consejo práctico. Lo que hemos perdido, caballeros, es la esperanza, y Tanelorn sólo abre sus puertas a aquellos que confían. La fe nos rehúye, pero es imprescindible la fe para ver la Tanelorn que necesitamos.

—Creo que vuestras palabras son sensatas, Brut de Lashmar —dijo Erekose—. Pese a que en los últimos tiempos he adoptado la armadura del cinismo, os comprendo. ¿Cómo pueden los mortales albergar esperanza en una esfera dominada por dioses pendencieros, por las disputas que sostienen aquellos a los que tanto desean respetar?, os pregunto.

—Cuando los dioses mueren, la dignidad nace —murmuró Orland Fank—. Los dioses y sus ejemplos no son necesarios para aquellos que se respetan y, por tanto, respetan a los demás. Los dioses son para los niños, para la gente temerosa e insignificante, para los que no se responsabilizan de sí mismos ni del prójimo.

—¡Sí!

Los melancólicos rasgos de John ap-Rhyss compusieron una expresión casi jubilosa.

El estado de ánimo general había cambiado. Se miraron entre sí y rieron.

Y entonces, Hawkmoon desenvainó su espada, apuntó con ella al sol estático y gritó:

—¡Muerte a los dioses y vida para los hombres! Que los Señores del Caos y de la Ley se destruyan gracias a su absurdo conflicto. Que la Balanza Cósmica oscile a su gusto, porque no influirá en nuestros destinos.

—¡No influirá! —gritó Erekose, que también había levantado su espada—. ¡No influirá!

John ap-Rhyss, Emshon de Ariso y Brut de Lashmar sacaron sus espadas y corearon el grito.

Sólo Orland Fank parecía reacio. Pellizcó su ropa. Se pasó la mano por la cara.

Y cuando hubo finalizado la impetuosa ceremonia, el hombre de las Orcadas habló.

—¿Ninguno de vosotros me ayudará a buscar el Bastón Rúnico?

—Padre, ya no necesitas continuar la búsqueda —dijo una voz a su espalda.

Y allí estaba sentado el niño que Hawkmoon había visto en Dnark, que se había transformado en energía pura para habitar en el Bastón Rúnico cuando Shenegar Trott, conde de Sussex, había pretendido robarlo. Aquel que había sido denominado el Espíritu del Bastón Rúnico, Jehamiah Cohnahlias. La sonrisa del muchacho era radiante, sus gestos cordiales.

—Os doy la bienvenida a todos —dijo—. Habéis convocado al Bastón Rúnico.

—Nosotros no hemos sido —dijo Hawkmoon.

—Vuestros corazones lo han convocado. Y ahora, aquí está vuestra Tanelorn.

El muchacho extendió las manos y dio la impresión de que, al mismo tiempo, la ciudad se transformaba. La luz del arcoiris llenó el cielo. El sol tembló y se tiñó de un tono dorado. Se alzaron pináculos, delgados como agujas, hacia el cielo resplandeciente, colores puros y translúcidos centellearon, y un gran silencio se abatió sobre la ciudad, el silencio de la tranquilidad.

—Aquí tenéis vuestra Tanelorn.


2. En Tanelorn

—Venid, os enseñaré un poco de historia dijo el niño.

Y guió a los hombres por calles silenciosas, donde la gente les saludaba con cordial gravedad.

Si la ciudad brillaba, lo hacía con una luz tan sutil que resultaba imposible buscar el origen. Si poseía un color, era un tono blanco que sólo se observaba en ciertos tipos de jade, pero como el blanco contiene todos los colores, la ciudad era de todos los colores. Prosperaba; era feliz; gozaba de paz. Vivían familias, artistas y artesanos, escritores; era vital. No se trataba de una pálida armonía, la falsa paz de aquellos que niegan al cuerpo los placeres y a la mente sus estímulos. Esto era Tanelorn.

Ésta era, por fin, Tanelorn, quizá el modelo de tantas otras Tanelorns.

—Estamos en el centro —dijo el niño, el centro fijo, inalterable, del universo.

—¿A qué dioses se rinde culto aquí? —preguntó Brut de Lashmar, cuya voz y rostro se habían relajado.

—No hay dioses —contestó el niño—. No son necesarios.

—¿Y por eso se dice que odian a Tanelorn?

Hawkmoon se apartó para dejar pasar a una mujer muy anciana.

—Tal vez —contestó el niño—, porque el orgulloso no puede soportar que le ignoren. En Tanelorn existe un tipo de orgullo diferente, un orgullo que prefiere pasar desapercibido.

Pasearon ante altas torres y hermosas almenas, atravesaron parques donde jugaban animadamente los niños.

—¡Juegan a la guerra, incluso aquí! —exclamó John ap-Rhyss—. ¡Incluso aquí !

—Los niños aprenden así —dijo Jehamiah Cohnahlias—. Y si aprenden bien, aprenderán a abjurar de la guerra cuando sean mayores.

—Pero los dioses juegan a la guerra —observó Oladahn.

—Son como niños —dijo el muchacho.

Hawkmoon reparó en que Orland Fank lloraba, aunque no aparentaba tristeza.

Llegaron a una amplia zona despejada de la ciudad, una especie de anfiteatro, pero sus lados consistían en tres hileras de estatuas, algo más grandes que un hombre. Todas las estatuas eran del mismo color de la ciudad; todas parecían fulgurar con algo parecido a la vida. La primera fila era de guerreros, la segunda también de guerreros, y la tercera de mujeres. Daba la impresión de que había miles de estatuas, formando un gran círculo, bajo un sol que colgaba sobre el centro, rojo e inmóvil, como en la isla, sólo que el rojo era suave y el cielo de un azul cálido y apagado. Parecía que siempre reinaba en la ciudad un perpetuo atardecer.

—Fijaos —dijo el niño—. Fijaos, Hawkmoon, Erekose. Sois vosotros.

Levantó un brazo y señaló la primera fila de estatuas. En su mano empuñaba un bastón negro, que Hawkmoon reconoció como el Bastón Rúnico. Y reparó, por primera vez, en que la caligrafía de las runas grabadas en él era similar a la que había visto en la espada de Elric, la Espada Negra, Portadora de Tormentas.

—Fijaos en sus caras —dijo el muchacho—. Fijaos, Erekose, fijaos, Hawkmoon, fijaos, Campeón Eterno.

Hawkmoon reconoció algunos rostros. Vio a Corum, vio a Elric.

—John Daker —oyó que murmuraba Erekose—, Urlik, Skarsol, Asquiol, Aubec, Arflane, Valadek... Están todos... Todos, salvo Erekose...

—Y Hawkmoon —añadió éste.

—Hay huecos en las filas —dijo Orland Fank—. ¿Por qué?

—Esperan a ser llenados —dijo el niño.

Hawkmoon se estremeció.

—Son todas las manifestaciones del Campeón Eterno —prosiguió Orland Fank—. Sus camaradas, sus consortes. En un mismo lugar. ¿Por qué estamos aquí, Jehamiah?

—Porque el Bastón Rúnico nos ha convocado.

—¡No le serviré nunca más! —grito Hawkmoon—. Me ha causado muchos sufrimientos.

—No es necesario que le sirvas, excepto de una forma —dijo el niño. Él te sirve a ti. Lo has convocado.

—Ya te he dicho que no lo hicimos.

—Y yo te dije que vuestros corazones lo convocaron. Encontrasteis la puerta de Tanelorn, la abristeis, permitiendo que yo os encontrara.

—¡Todo esto son paparruchas místicas de la peor especie! —se enfureció Emshon de Ariso.

Hizo ademán de alejarse.

—Sin embargo, es la verdad —respondió el niño—. La fe floreció en vuestro interior cuando estabais en las ruinas. No fe en un ideal, en los dioses, o en el destino del mundo, sino fe en vosotros. Es la fuerza que derrota a todos los enemigos. Fue la única fuerza capaz de convocar al amigo que yo soy.

—Este asunto sólo concierne a los héroes —protestó Brut de Lash— mar—. Yo no soy un héroe de la misma talla que estos dos, muchacho.

—Eso lo has de decidir tú, por supuesto.

—Yo soy un soldado raso, un hombre con muchos defectos —empezó John ap-Rhyss. Suspiró—. Sólo buscaba un descanso.

—Y lo has encontrado. Has encontrado Tanelorn. ¿No deseas contemplar el resultado de la odisea que sufristeis en la isla?

John ap-Rhyss dirigió una mirada de perplejidad al muchacho. Se tiró de la nariz.

—Bueno...

—Es lo menos que mereces. No te pasará nada, guerrero.

John ap-Rhyss se encogió de hombros. Su gesto fue imitado por Emshon y Brut.

—¿Quieres decir que aquella odisea estaba relacionada con nuestra búsqueda? —preguntó Hawkmoon, ansioso . ¿Tenía algún otro objetivo?

—Fue la última gran obra que el Campeón Eterno hizo por la humanidad. El círculo se ha cerrado, Erekose. ¿Comprendéis lo que quiero decir?

Erekose inclinó la cabeza.

—Sí.

—Y ha llegado el momento de la última obra dijo el niño—, la obra que os liberará de vuestra maldición.

—¿Nos liberará?

—Libertad, Erekose, para el Campeón Eterno y para todos aquellos a los que ha servido durante tan largo tiempo.

La esperanza apareció poco a poco en el rostro de Erekose.

—Pero todavía hay que ganarla —advirtió el Espíritu del Bastón Rúnico—. Todavía.

—¿Cómo he de ganarla?

—Ya lo descubrirás. Ahora, observa.

El chico señaló con su bastón la estatua de Elric.

Y todos miraron.


3. La muerte de los inmortales

Vieron que una estatua bajaba de su peana, el rostro inexpresivo, los miembros rígidos, y poco a poco sus facciones adoptaban el aspecto de la carne (si bien blanca como la cera) y su armadura adquiría color negro y se encarnaba en una persona auténtica. Y aunque la vida animaba sus rasgos, no les vio.

La escena que le rodeaba se había alterado mucho. Hawkmoon notó que algo en su interior le arrastraba cada vez más hacia el ser que había sido una estatua. Sus rostros casi se tocaban, pero el otro no era consciente de la presencia de Hawkmoon.

Entonces, Hawkmoon miró por los ojos de Elric. Hawkmoon era Elric. Erekose era Elric.

Estaba extrayendo la espada negra del cadáver de su mejor amigo. Sollozaba mientras la sacaba. Por fin, la espada surgió del todo y cayó a un lado, con un extraño sonido apagado. Vio que la espada se movía, se acercaba a él. Se detuvo y le contempló.

Se llevó un enorme cuerno a los labios y tomó aliento. Ahora contaba con la fuerza necesaria para soplar en el cuerno, mientras antes se encontraba débil. Poseía la fuerza de otro ser.

Sopló una nota con toda la energía de sus pulmones. El silencio cayó sobre la llanura rocosa. El silencio aguardó en las altas y lejanas montañas.

Una sombra empezó a materializarse en el cielo. Era una sombra inmensa y no era una sombra, sino un contorno, que pronto se consolidó. Era una mano gigantesca que sostenía una balanza, cuyos platillos oscilaban de forma errática. Los platillos se fueron estabilizando y la balanza, por fin, quedó equilibrada. La imagen alivió un tanto el dolor que experimentaba. Soltó el cuerno.

Por fin un indicio —se oyó decir—, y aunque sea una ilusión, al menos es tranquilizadora.

Pero cuando se volvió, vio que la espada se había elevado en el aire por voluntad propia. Le amenazaba.

—¡PORTADORA DE TORMENTAS!

La espada se hundió en su cuerpo, traspasó su corazón. La hoja absorbió su alma. Las lágrimas resbalaron de sus ojos mientras la espada absorbía; sabía que una parte de él jamás conocería la paz.

Murió.

Se alejó de su cuerpo caído y volvió a ser Hawkmoon. Volvió a ser Erekose...

Los dos aspectos de lo mismo vieron que la espada salía del cadáver del último Emperador Brillante. Vieron que la espada empezaba a cambiar de forma (si bien un fragmento de la espada no se alteraba, adquiría proporciones humanas y se erguía sobre el hombre al que había vencido).

Era el mismo ser que Hawkmoon había visto en el Puente de Plata, el mismo que había visto en la isla. Sonrió.

—Adiós, amigo —dijo el ser—. ¡He sido mil veces más malvado que tú!

Se lanzó hacia el cielo, risueño, perverso, sin compasión. Se burló de la Balanza Cósmica, su viejo enemigo.

Desapareció, la escena se desvaneció y la estatua del príncipe de Melniboné volvió a erguirse sobre su peana.

Hawkmoon jadeaba como si hubiera estado a punto de ahogarse. Su corazón latía desacompasadamente.

Vio que el rostro de Oladahn se retorcía y sus ojos reflejaban aún el sobresalto; vio que Erekose fruncía el ceño y que Orland Fank se acariciaba el mentón. Vio el rostro sereno del niño. Vio a John ap-Rhyss,Emshon de Ariso y Brut de Lashmar, y comprendió que no habían visto nada de la escena que tanto había turbado a los otros tres.

—Se confirma dijo Erekose con voz profunda—. Esa cosa y la espada son lo mismo.

—A menudo —dijo el niño—. En ocasiones, no todo su espíritu reside en la espada. Kanajana no era toda la espada.

El chico hizo un movimiento.

—Mirad de nuevo.

—No—dijo Hawkmoon.

—Mirad otra vez —repitió el niño.

Otra estatua bajó al suelo.

El hombre era apuesto y tenía un sólo ojo, y una sola mano. Había conocido el amor, había conocido el dolor, y el amor le había ayudado a soportar el dolor. Sus rasgos eran serenos. En algún lugar, el mar rompió contra una orilla. Había vuelto a casa.

Hawkmoon se sintió de nuevo absorbido, al igual que Erekose. Corum Jhaelen Irsei, príncipe de la Túnica Escarlata, Ultimo de los Vadhagh, que se había negado a temer la belleza y había caído en sus manos, que se había negado a temer a su hermano y había sido traicionado, que se había negado a temer a un arpa y había sido asesinado por ella, que había sido expulsado de un lugar que no era el suyo, había vuelto a casa.

Salió de un bosque y se detuvo en la orilla del mar. La marea no tardaría en bajar y dejaría libre la calzada que conducía al monte de Moidel, donde había sido feliz con una mujer de la raza mabden, de vida tan corta, que había muerto dejándole desconsolado (no era frecuente que nacieran hijos de tales uniones).

El recuerdo de Medhbh ya se desvanecía, pero no así el recuerdo de Rhalina, margravina del Este.

La calzada apareció y empezó a caminar. El castillo del monte Moidel estaba desierto, sin duda. Se véía abandonado. El viento susurraba entre las torres, pero era un viento amigable.

Al otro lado de la calzada, de pie en la entrada al patio del castillo, vio a alguien que reconoció; un ser de pesadilla, de color azul verdoso, provisto de cuatro piernas rechonchas, cuatro brazos nervudos, bárbara cabeza sin nariz, con las fosas nasales abiertas en plena cara, una amplia sonrisa en la boca, repleta de dientes afilados, ojos facetados como los de una mosca. Llevaba espadas de extraño diseño al cinto. Era el Dios Perdido: Kwll.

—Saludos, Corum.

—Saludos, Kwll, asesino de dioses. ¿Dónde está vuestro hermano?

Le complacía ver a su antiguo y reticente aliado.

—Enfrascado en sus cosas. Nos aburríamos y decidimos marcharnos del multiverso. No hay lugar en él para nosotros, como tampoco para vos.

—Eso me han dicho.

—Estamos realizando uno de nuestros viajes, al menos hasta la próxima conjunción. —Kwll señaló al cielo—. Hemos de apresurarnos.

—¿Adónde vais?

—Existe otro lugar, un lugar evitado por aquellos que destruisteis aquí, un lugar donde los dioses aún tienen alguna utilidad. ¿Desea Corum acompañarnos? El Campeón debe quedarse, pero Corum puede venir.

—¿No son lo mismo?

—Son lo mismo, pero lo que no es lo mismo, lo que sólo es Corum puede venir con nosotros. Es una aventura.

—Estoy harto de aventuras, Kwll.

El Dios Perdido sonrió.

—Pensadlo bien. Necesitamos una mascota. Necesitamos vuestra fuerza.

—¿Qué fuerza es ésa?

—La fuerza del Hombre.

—Todos los dioses la necesitan, ¿no?

—Sí —reconoció Kwll, a regañadientes—, pero algunos la necesitan más que otros. Rhym y Kwll tienen a Kwll y Rhym, pero nos gustaría que vinierais.

Corum negó con la cabeza.

—¿No comprendéis que no podréis seguir viviendo después de la conjunción?

—Lo comprendo, Kwll.

—¿Y ya sabéis, supongo, que no fui yo quien destruyó en realidad a los Señores de la Ley y del Caos?

—Eso creo.

—Me limité a terminar el trabajo que habíais empezado, Corum.

—Sois muy amable.

—Digo la verdad. Soy un dios jactancioso, carezco de lealtades, salvo hacia Rhym, pero soy un dios sincero. Me voy y os dejo con la verdad.

—Gracias, Kwll.

—Adiós.

La bárhara figura desapareció.

Corum recorrió el patio, los polvorientos salones y pasillos del castillo, y subió a la torre del homenaje, desde donde podía ver el mar. Y supo que Lwym-an-Esh, aquel país adorable, estaba cubierto por las aguas, que tan solo algunos fragmentos se alzaban sobre las olas. Y suspiró, aunque no era desdichado.

Vio que una figura negra se acercaba hacia él, caminando sobre las olas, una figura sonriente de mirada insinuante.

—¿Corum? ¿Corum?

—Te conozco—dijo Corum.

—¿Me acogéis en vuestro castillo, Corum? Puedo seros de gran utilidad. Seré vuestro criado, Corum.

—Yo no necesito criados.

La figura se irguió sobre el mar y se balanceó al compás del oleaje.

—Dejadme entrar en vuestro castillo, Corum.

—No quiero invitados.

—Puedo devolveros a vuestros seres queridos.

—Ya están conmigo.

Corum se alzó sobre las almenas y se rió de la figura negra, que bufó y frunció el ceño. Y Corum saltó para que su cuerpo se estrellara contra las rocas situadas al pie del monte Moidel, para que su espíritu quedara libre.

Y la figura negra rugió de ira, frustración y, por fin, de temor..

—Ese era el último ser del Caos, ¿no? —preguntó Erekose cuando la escena se difuminó y la estatua de Corum volvió a su sitio.

—En ese aspecto, sí, pobre desgraciado —dijo el niño.

—Me lo había encontrado muchas veces —dijo Erekose—. A veces, obraba el bien...

—El Caos no es del todo maligno —dijo el niño—, ni la Ley del todo buena. Son divisiones primitivas, a lo sumo; sólo representan preferencias temperamentales de hombres y mujeres. Existen otros elementos...

—¿Hablas de la Balanza Cósmica? —preguntó Hawkmoon—. ¿Del Bastón Rúnico?

—¿Le llamas Conciencia? —dijo Orland Fank—. ¿Puedes llamarlo Tolerancia?

—Todos son primitivos —insistió el niño.

—¿Admites eso? —se sorprendió Oladahn—. ¿Qué cosa mejor podría reemplazarlos?

El niño sonrió, pero no contestó.

—¿Se os ocurre algo más? —preguntó a Hawkmoon y Erekose. Ambos sacudieron la cabeza.

—Esa figura negra nos intimida siempre —dijo Hawkmoon—. Planea nuestra destrucción...

—Necesita vuestras almas —dijo el niño.

—En los pueblos de Yel —intervinó John ap-Rhyss—, corre una leyenda sobre un ser semejante. ¿No se llama Say-tunn?

El niño se encogió de hombros.

—Basta con darle un nombre para que su poder aumente. Negadle el nombre y su poder se debilitará. Yo le llamo Miedo. El peor enemigo de la humanidad.

—Pero es un buen amigo de aquellos que le utilizan —señaló Emshon de Ariso.

—Durante un tiempo —añadió Oladahn.

—Un amigo traicionero, incluso para aquellos a los que presta mayor ayuda —dijo el niño—. Arde en deseos de ser admitido en Tanelorn.

—¿No puede entrar?

—Sólo en esta época, porque viene a traficar.

—¿En qué comercia? —quiso saber Hawkmoon.

—En almas, como ya he dicho. En almas. Fijaos, le dejaré pasar.

Dio la impresión de que el niño experimentaba cierta agitación mientras movía el bastón.

—Viene desde el limbo.


4. Cautivos de la Espada

—Yo soy la Espada —dijo la figura negra. Abarcó con un ademán las estatuas que les rodeaban—. Una vez fueron míos. Era dueño del multiverso.

—Has sido desposeído —dijo el niño.

—¿Por ti? —sonrió la figura negra.

—No. Compartimos un destino, como bien sabes.

—No puedes devolverme lo que es mío. ¿Dónde está? —Miró a su alrededor—. ¿Dónde?

—Aún no la he convocado. ¿Dónde tienes...?

—¿Mis artículos? Los convocaré cuando sepa que tienes lo que necesito.

Dirigió una sonrisa de saludo a Hawkmoon y Erekose, y habló sin dirigirse a nadie en particular.

—Deduzco que todos los dioses han muerto.

—Dos han huido —puntualizó el niño—. Los demás han muerto.

—Sólo quedamos nosotros.

—Sí. La espada y el bastón.

—Creados en el principio —dijo Orland Fank—, después de la última conjunción.

—Pocos mortales lo saben —dijo la figura negra—. Mi cuerpo fue creado para servir al Caos, el suyo para servir a la Balanza, otros para servir a la Ley, pero todos han desaparecido.

—¿Qué les ha sustituido? —preguntó Erekose.

—Aún hay que decidirlo —replicó la figura negra—. Vengo a cambiar mi cuerpo; cualquier manifestación me valdrá, o las dos.

—¿Eres la Espada Negra?

El muchacho realizó otro movimiento con el bastón. Jhary-a-Conel apareció, con el sombrero ladeado y el gato sobre el hombro. Miró a Oladahn con aire meditabundo.

—¿Podemos estar los dos aquí?

—No lo sé, señor—contestó Oladahn.

—Entonces, no os conocéis bien, señor. —Jhary saludó a Hawkmoon con una reverencia—. Saludos. Creo que esto es vuestro, duque Dorian.

Sostenía algo en las manos y avanzó hacia Hawkmoon para dárselo pero el niño le detuvo.

—¡Quieto! Enséñaselo.

Jhary-a-Conel se paró con gesto teatral y miró a la figura negra.

—¿Enseñárselo al gimoteante? ¿Debo hacerlo?

—Enseñádmelo —lloriqueó la figura negra—. Por favor, Jhary-a-Connel.

Jhary-a-Conel acarició la cabeza del niño, como un tío cuando recibe a su sobrino favorito.

—¿Cómo te ha ido, primo?

—Enséñaselo —repitió el niño.

Jhary-a-Conel apoyó una mano sobre el pomo de la espada, extendió una pierna, extendió un codo, miró con aire pensativo a la figura negra y, con un veloz gesto de mago, mostró lo que encerraba en su palma.

La figura negra siseó. Sus ojos echaron chispas.

—¡La Joya Negra! —jadeó Hawkmoon—. Tenéis la Joya Negra.

—La Joya lo logrará —dijo la figura negra, ansiosa—. Aquí...

Dos hombres, dos mujeres y dos niños aparecieron. Cadenas de oro les sujetaban, eslabones de seda dorada.

—Les trato bien —dijo el que se hacía llamar Espada.

Uno de los hombres, alto y delgado, de ademanes lánguidos y elegante indumentaria, levantó sus muñecas esposadas.

—¡Oh, qué lujo de cadenas! —exclamó.

Hawkmoon reconoció a todos, excepto a uno. Y una fría cólera se apoderó de él.

—¡Yisselda! ¡Yamila y Manfred! ¡D'Averc! ¡Bowgentle! ¿Cómo es posible que seáis prisioneros de este ser?

—Es una larga historia... —empezó Huillam D'Averc, pero los gritos alegres de Erekose apagaron su voz.

—¡Ermizhad! ¡Mi Ermizhad!

La mujer, a la que Hawkmoon no había reconocido, era de una raza parecida a la Corum y Elric. A su modo, era tan hermosa como Yisselda. Muchos detalles de los rostros tan diferentes de ambas mujeres inducían un cierto parecido.

Bowgentle volvió su cara apacible de un lado a otro.

—De modo que por fin estamos en Tanelorn.

La mujer llamada Ermizhad tiraba de sus cadenas para acercarse a Erekose.

—Pensaba que estabais en poder de Kalan —dijo Hawkmoon, en medio de la confusión, a D'Averc.

—Yo también, pero diría que este caballero más bien chiflado interrumpió nuestro viaje a través del limbo...

D'Averc fingió pesar, mientras Erekose traspasaba con la mirada a la figura negra.

—¡Has de liberarla!

El ser sonrió.

—Primero, quiero la joya. Ella y los demás a cambio de la joya. Fue el trato que hicimos.

Jhary-a-Conel cerró sus dedos alrededor de la joya.

—¿Por qué no me la quitas? ¿No eres tan poderoso?

—Sólo un Héroe puede dársela—dijo el niño—. Y él lo sabe.

—En ese caso, yo se la daré —se ofreció Erekose.

—No —dijo Hawkmoon—. Si alguien tiene derecho, soy yo. La Joya Negra me convirtió en un esclavo. Ahora, al menos, podré utilizarla para proporcionar la libertad a mis seres queridos.

Una expresión ansiosa apareció en el rostro de la figura negra.

—Aún no —dijo el niño.

Hawkmoon no le hizo caso.

—Dadme la Joya Negra, Jhary.

Jhary-a-Conel miró primero a su supuesto “primo”, y después a Hawkmoon. Vaciló.

—Es joya —dijo el niño en voz baja —es un aspecto de una de las dos cosas más poderosas que existen actualmente en el multiverso.

—¿Y la otra? —preguntó Erekose, mirando con anhelo a la mujer que había buscado durante toda la eternidad.

—La otra es esto, el Bastón Rúnico.

—Si la Joya Negra es el miedo, ¿qué es el Bastón Rúnico? —preguntó Hawkmoon.

—La justicia, el enemigo del miedo.

—Si ambos poseéis tanto poder —razonó Oladahn—, ¿por que nos habéis metido a nosotros en medio?

—Porque ninguno puede existir sin el Hombre —respondió Orland Fank—. Acompañan al Hombre a todas partes.

—Por eso estáis aquí —dijo el niño—. Nosotros somos vuestras creaciones.

—Sin embargo, controláis nuestros destinos. —Los ojos de Erekose no se habían apartado ni un segundo de Emirzhad—. ¿Cómo?

—Porque nos dejáis.

—Bien, “Justicia”, demuéstrame que eres fiel a tu palabra —dijo el ser llamado Espada.

—Di mi palabra de que serías admitido en Tanelorn —respondió el niño—. No puedo hacer más. Debes discutir el trato con Hawkmoon y Erekose.

—La Joya Negra a cambio de tus cautivos. ¿No es ése el trato? —dijo Hawkmoon—. ¿Qué te proporcionará la joya?

—Le devolverá parte del poder que perdió durante la guerra entre los dioses —explicó el niño—, y ese poder le permitirá procurarse más poder y entrar con facilidad en el nuevo multiverso que existirá después de la conjunción.

—Un poder que estará a vuestro servicio —dijo la figura negra a Hawkmoon.

—Un poder que jamás hemos deseado —replicó Erekose.

—¿Qué perdemos si accedemos? —preguntó Hawkmoon.

—Mi ayuda, casi con certeza.

—¿Por qué?

—No pienso decirlo.

—¡Misterios! —exclamó Hawkmoon—. En mi opinión, una discreción equivocada, Jehamiah Cohnahlias.

—No diré nada porque te respeto —dijo el niño—, pero si se presenta la ocasión, utiliza el bastón para destrozar la joya.

Hawkmoon cogió la Joya Negra de la mano de Jhary. Carecía de vida, sin el pulso familiar, y supo que estaba muerta porque la cosa que la habitaba se encontraba en este momento ante él, en otra forma.

—Bien —dijo Hawkmoon—, he ahí tu hogar.

Extendió la mano hacia el ser, con la Joya Negra sobre la palma.

Las cadenas de seda dorada se desprendieron de los miembros de los seis cautivos.

El ser, sonriente, confiado, un brillo de triunfo en sus ojos malvados, cogió la Joya Negra de la mano de Hawkmoon.

Hawkmoon abrazó a sus hijos. Besó a su hija. Besó a su hijo.

Erekose estrechó entre sus brazos a Ermizhad, sin poder hablar.

Y el Espíritu de la Joya Negra se llevó su trofeo a los labios.

Y se tragó la joya.

—Coge esto, deprisa —apremió el niño a Hawkmoon, y le tendió el Bastón Rúnico.

El ser negro chilló de alegría.

—¡Vuelvo a ser yo! ¡Vuelvo a ser más que yo!

Hawkmoon besó a Yisselda de Brass.

—¡Vuelvo a ser yo!

Cuando Hawkmoon levantó la vista, el Espíritu de la Joya Negra había desaparecido.

Hawkmoon se volvió con una sonrisa hacia el niño, Jehamiah Cohnahlias. El niño le daba la espalda en aquel momento, pero estaba volviendo la cabeza.

—He ganado —dijo el niño.

Su cabeza se volvió por completo. Hawkmoon creyó que su corazón iba a paralizarse. Sintió que la cabeza le daba vueltas.

El rostro del niño, aunque seguía siendo el mismo, había cambiado. Un aura oscura brillaba a su alrededor. Su sonrisa expresaba una impía alegría. Era el rostro del ser que había engullido la Joya Negra. Era el rostro de la Espada.

—¡He ganado!

Y el niño se puso a reír.

Y empezó a crecer.

Creció hasta adquirir el tamaño de una de las estatuas que rodeaban al grupo. Sus ropas cayeron al suelo y apareció un hombre desnudo, de piel oscura, boca roja erizada de colmillos, un ojo amarillo y brillante. Su presencia emanaba un inmenso y terrorífico poder.

—¡HE GANADO!

Miró a su alrededor, sin hacer caso del grupo.

—Espada —dijo—. Bien, ¿dónde está la espada?

—Aquí —dijo una voz nueva—. La tengo aquí. ¿Me ves?


5. El capitán y el timonel

—Fue encontrada en el Hielo Austral, al amanecer, poco después de que abandonarais aquel mundo, Erekose. Había llevado a cabo una acción por la humanidad que no la beneficiaba directamente, y su espíritu fue desalojado de ella.

El capitán miraba con sus ojos ciegos a la lejanía. A su lado estaba su gemelo, el timonel, con los brazos extendidos. Sostenía la gran espada negra sobre las palmas de las manos.

—Buscábamos esa manifestación de la espada —siguió el capitán—. Fue una larga búsqueda y perdimos nuestro barco.

—Pero ha pasado poco tiempo desde que nos separamos —dijo Erekose.

El capitán sonrió con ironía.

—El tiempo no existe —dijo—, sobre todo en Tanelorn, sobre todo durante la Conjunción del Millón de Esferas. Si el tiempo existiera, tal como lo conciben los hombres, ¿crees que Hawkmoon y tú podríais existir aquí a la vez?

Erekose no contestó. Apretó a su princesa eldren contra sí.

—¡DADME LA ESPADA! —rugió el ser.

—No puedo —respondió el capitán—, como bien sabes. Y tú no puedes cogerla. Sólo puedes residir (o estar contenido) en una de las dos manifestaciones, espada o joya. Nunca en ambas.

El ser rugió, pero no intentó avanzar hacia la Espada Negra.

Hawkmoon contempló el bastón que el niño le había entregado y comprobó que no se había equivocado: las runas del bastón correspondían en cierta manera a las de la espada. Habló al capitán.

—¿Quién fabricó estos artilugios?

—Los herreros que forjaron la espada hace mucho tiempo, cerca del principio del Gran Ciclo, necesitaban que un espíritu la habitara para darle poder sobre todas las demás armas. Hicieron un trato con este espíritu, cuyo nombre callaré. —El capitán se volvió hacia el ser negro—Lo aceptaste complacido. Se forjaron dos espadas y una parte de ti se acomodó en cada una, pero una de las espadas fue destruida, de manera que habitaste la segunda. Los herreros que forjaron las espadas no eran humanos, pero trabajaban en bien de la humanidad. Su propósito, en aquel tiempo, era luchar contra los Señores del Caos, porque eran leales a los Señores de la Ley. Pensaron en utilizar al Caos para vencer al Caos. Descubrieron su equivocación...

—¡Sí! —sonrió el ser—. ¡Ya lo creo!

—Así que fabricaron el Bastón Rúnico y solicitaron ayuda de tu hermano, que servía a la Ley, sin darse cuenta de que no erais en realidad hermanos, sino aspectos diferentes del mismo ser, ahora reunidos de nuevo, pero dotados con el poder de la Joya Negra, el cual aumenta vuestro propio poder. Una aparente paradoja...

—Una paradoja que considero muy útil —dijo el ser negro.

El capitán prosiguió, sin hacer caso del comentario.

—Fabricaron la joya con la intención de capturarte y encarcelarte. La joya poseía un gran poder, retenía las almas de otros al mismo tiempo que la tuya, al igual que la espada, pero podías ser liberado de la joya en ocasiones, del mismo modo que podías ser liberado de la espada...

—Prefiero la palabra “exiliado” —dijo el ser—, porque amo mi cuerpo, la espada. Siempre habrá hombres que me utilicen como espada.

—No siempre —rectificó el capitán—. La Balanza Cósmica fue el último gran ingenio creado por aquellos herreros antes de regresar a sus mundos, un símbolo del equilibrio entre la Ley y el Caos. Poseía poder propio, incorporado en el Bastón Rúnico, para inducir orden entre la Ley y el Caos. Y eso es lo que te frena, incluso en este momento.

—¡Cuando tenga la Espada Negra, no!

—Durante mucho tiempo has intentado lograr un dominio completo sobre la humanidad, y a veces, durante cortos períodos, casi lo has conseguido. La Conjunción tiene lugar en muchos mundos diferentes, en muchas eras diferentes, las manifestaciones del Campeón Eterno realizan sus grandes hazañas con el propósito de librar el multiverso de los dioses que sus anteriores deseos crearon. En un mundo libre de dioses, puedes retener el poder que con tanto ahínco pretendiste durante eones. Mataste a Elric en un mundo; mataste a la Reina de Plata en otro, intentaste matar a Corum, has matado a otros seres por creer que estaban a su servicio. Sin embargo, la muerte de Elric te liberó y la muerte de la Reina de Plata dio vida a la Tierra cuando agonizaba. Fueron eventos que te beneficiaron, pero todavía beneficiaron más a la humanidad. No podías recuperar tu “cuerpo”. Tu poder menguó. Los experimentos de dos hechiceros dementes en el mundo de Hawkmoon provocaron una situación que podías explotar. Tu sino es necesitar al Campeón Eterno, pero él ya no te necesita, por eso tuviste que hacer prisioneros y proponer un trueque al Campeón. Ahora, posees el poder de la joya y te has apoderado del cuerpo de tu hermano, que en un tiempo fue el hijo de Orland Fank. Quieres destruir la Balanza, pero sabes que al destruirla te destruirás a ti mismo. A menos que consigas un refugio, un nuevo cuerpo al que tu espíritu pueda escapar.

El capitán volvió la cabeza. Dio la impresión de que sus ojos ciegos se clavaban en Hawkmoon y Erekose.

—Además, la espada ha de ser empuñada por una manifestación del Campeón, y aquí tenemos dos. ¿Cómo lograrás que una sirva a tus propósitos?

Hawkmoon miró a Erekose.

—Siempre he sido fiel al Bastón Rúnico —dijo, aunque a veces me arrepentí.

—Y yo entregué mi lealtad a la Espada Negra —dijo Erekose.

—¿Cuál de vosotros empuñará la Espada Negra, pues? —preguntó el ser, ansioso.

—Ninguno debe hacerlo —se apresuró a advertir el capitán.

—Pero ahora poseo el poder necesario para destruiros a todos —bufó el ser.

—A todos, salvo a las dos manifestaciones del Campeón Eterno, a mi hermano y a mí —corrigió el capitán.

—Destruiré a Ermizhad, a Yisselda, a los niños, a esos otros. Los devoraré. Me apoderaré de sus almas.

El ser negro abrió su roja boca y extendió una mano hacia Yamila. La niña le miró desafiante, pero se encogió.

—¿Y qué será de nosotros cuando hayas destruido la Balanza? —preguntó Hawkmoon.

—Nada. Podéis quedaros a vivir en Tanelorn. Aunque no pueda destruir Tanelorn, el resto del universo será mío.

—Lo que dice es verdad —admitió el capitán—, y cumplirá su palabra.

—Pero toda la humanidad sufrirá, excepto quienes vivan en Tanelorn —dijo Hawkmoon.

—Sí —corroboró el capitán—. Todos sufriremos, excepto vosotros.

—En ese caso, no debemos darle la espada —afirmó Hawkmoon, sin mirar a los que amaba.

—La humanidad siempre sufre dijo Erekose—. He buscado a Ermizhad durante toda la eternidad. Me lo merezco. He servido a la humanidad durante toda la eternidad, salvo una vez. He sufrido durante demasiado tiempo.

—¿Queréis repetir un crimen? —preguntó el capitán en voz baja.

Erekose hizo caso omiso de la observación y dirigió una mirada significativa a Hawkmoon.

—Decís, capitán, que el poder de la Espada Negra y el poder de la Balanza son iguales en este momento.

—En efecto.

—Y que este ser puede residir en la espada o en el bastón, pero no en ambos.

Hawkmoon comprendió lo que implicaban las preguntas de Erekose y mantuvo inexpresivo su rostro.

—¡Deprisa! —dijo el ser negro desde detrás—. ¡Deprisa! ¡La Balanza se materializa!

Por un instante, Hawkmoon experimentó algo similar a lo que había sentido cuando habían luchado juntos contra Agak y Gagak, una unidad con Erekose, como si compartieran las mismas emociones y pensamientos.

—Deprisa, Erekose dijo el ser—. ¡Coge la espada!

Erekose dio la espalda a Hawkmoon y levantó los ojos al cielo.

La Balanza Cósmica colgaba en el cielo, resplandeciente, con los platillos en perfecto equilibrio. Colgaba sobre la enorme agrupación de estatuas, sobre todas las manifestaciones del Campeón Eterno que habían existido, sobre todas las mujeres que habían amado, sobre todos los compañeros que había tenido. Y, en aquel momento, dio la impresión de que significaba una amenaza para todos.

Erekose avanzó tres pasos y se plantó frente al timonel. Ninguna expresión apareció en el rostro de ambos hombres.

—Dadme la Espada Negra —ordenó el Campeón Eterno.


6. El Bastón y la Espada

Erekose apoyó una enorme mano sobre el pomo de la Espada Negra y deslizó la otra bajo la hoja, levantándola.

—¡Ay! —gritó el ser—. ¡Estamos unidos!

Y fluyó hacia la Espada Negra y rió cuando penetró en ella, y la espada empezó a latir, a cantar, a irradiar fuego negro, y el ser desapareció.

Hawkmoon observó que la Joya Negra había regresado. Vio que Jhary-a-Conel la cogía.

El rostro de Erekose brilló con luz propia, una luz violenta, salvaje. Su voz era un rugido vibrante, un gruñido triunfal. Un ansia de sangre asomó a sus ojos cuando levantó la espada sobre su cabeza con las dos manos y contempló la larga hoja.

—¡Por fin! —chilló—. ¡Erekose se vengará de aquello que ha manipulado su sino durante tanto tiempo! Destruiré la Balanza Cósmica. Gracias a la Espada Negra compensaré los horribles sufrimientos padecidos durante las largas eras del multiverso! Ya no sirvo a la humanidad. Ahora, sólo sirvo a la espada. ¡Así me liberaré de la esclavitud de los eones!

Y la espada gimió y se retorció y su resplandor negro bañó el rostro de guerrero de Erekose y se reflejó en sus ojos enloquecidos.

—¡Ahora destruiré la Balanza!

Y la espada pareció levantar a Erekose del suelo y lanzarle hacia el cielo, hacia donde flotaba la Balanza, serena, en apariencia invulnerable, y Erekose, el Campeón Eterno, había adquirido proporciones gigantescas y la espada robaba luz a la tierra.

Hawkmoon, sin dejar de mirar, habló con Jhary-a-Conel.

—Jhary, colocad la joya en el suelo, frente a mí.

Y Erekose levantó los dos brazos para descargar un terrible golpe. Y golpeó una vez.

Dio la impresión de que diez mil campanas enormes sonaran a la vez, el sonido del cosmos al ser partido en dos, y la Espada Negra cortó los eslabones que sujetaban un platillo y éste cayó. El otro platillo se alzó y el astil osciló velozmente sobre su eje.

Y el mundo se estremeció.

El inmenso círculo de estatuas tembló y amenazó con caer al suelo, y todos los espectadores contuvieron la respiración.

En algún lugar, algo cayó y se rompió en fragmentos invisibles.

Escucharon carcajadas procedentes del cielo, pero era imposible saber si las lanzaba la espada o el hombre.

Erekose, gigantesco y aterrador, levantó los dos brazos para descargar un segundo golpe.

La espada barrió los cielos, provocando una sucesión de rayos y truenos. Cortó las cadenas que sujetaban el otro platillo, que también cayó.

Y el mundo volvió a estremecerse.

—Habéis liberado al mundo de los dioses —susurró el capitán—, pero también de orden.

—Sólo de Autoridad —replicó Hawkmoon.

El timonel le dirigió una mirada de inteligencia, llena de interés.

Hawkmoon contempló la Joya Negra, apagada, sin vida. Luego, miró al cielo, cuando Erekose descargaba su tercer y último golpe.

Y brotó luz de los restos destrozados y un aullido extraño, casi humano, atronó el mundo. Todos quedaron cegados y ensordecidos.

Pero Hawkmoon oyó la única palabra que aguardaba. Oyó que la voz potente de Erekose gritaba:

—¡AHORA!

Y de repente, el Bastón Rúnico cobró vida en la mano derecha de Hawkmoon, y la Joya Negra empezó a latir, y Hawkmoon levantó los brazos para descargar un poderoso golpe, el único golpe que le estaba permitido.

Y descargó el Bastón Rúnico con todas sus fuerzas sobre la joya.

Y la joya se partió y gritó y gimió, y el bastón también se partió, y la luz oscura surgida de una se encontró con la luz dorada que brotaba del otro. Se oyó un chillido, un aullido, un sollozo, y el sollozo enmudeció por fin, y una bola de materia roja colgó entre los objetos, emitiendo un tenue brillo, porque el poder del Bastón Rúnico había aniquilado el poder de la Espada Negra. Después, el globo rojo se elevó hacia el cielo, cada vez más alto, hasta que colgo sobre sus cabezas.

Y Hawkmoon se acordó de la estrella que había seguido al Bajel Negro durante su viaje por los mares del limbo.

Y el rojo más encendido del sol absorbió al globo rojo.

La Joya Negra había desaparecido. El Bastón Rúnico había desaparecido. La Espada Negra y la Balanza Cósmica habían sido destruidas. Por un momento, sus sustancias habían buscado refugio en la joya y en el bastón, respectivamente, y fue en aquel momento, al destruirse mutuamente, cuando Hawkmoon pudo utilizar uno para destruir al otro. Erekose y él habían llegado a este acuerdo antes de que el primero aceptara la Espada Negra.

Algo cayó a los pies de Hawkmoon.

Ermizhad, sollozando, se arrodilló junto al cuerpo.

—¡Erekose! ¡Erekose!

—Ha pagado por fin —dijo Orland Fank—. Y por fin descansa. Encontró Tanelorn y os encontró a vos, Ermizhad..., y murió por ambos.

Pero Ermizhad no escuchaba a Orland Fank, porque estaba llorando, sumida en su dolor.


7. Regreso al castillo de Brass

—El momento de la conjunción casi ha pasado —anunció el capitán—, y el multiverso comienza otro ciclo. Libre de dioses, libre de lo que vos, Hawkmoon, denomináis “autoridad cósmica”. Es posible que nunca más se necesiten héroes.

—Sólo ejemplos —dijo Jhary-a-Conel. Caminó hacia las estatuas, hacia un hueco abierto en sus filas—. Adiós a todos. Adiós, Campeón Que Ya No Eres Campeón, y adiós a vos en particular, Oladahn.

—¿Adónde vais, amigo? —preguntó el descendiente de los Gigantes de la Montaña, rascándose la mata de cabello rojo.

Jhary se detuvo y bajó al gatito blanco y negro de su hombro. Señaló el hueco entre las estatuas.

—Voy a ocupar mi lugar. Vos vivís. Yo vivo. Adiós, por última vez.

Se internó entre las estatuas y se transformó al instante en una más, petulante, sonriente, complacida consigo mismo.

—¿Hay un lugar para mí, también? —preguntó Hawkmoon a Orland Fank.

—Ahora no contestó el hombre de las Orcadas. Cogió el gato de Jhary-a-Conel y acarició su lomo.

El minimo ronroneó.

Ermizhad se levantó. Ya no lloraba. Sin decir nada a los demás, avanzó hacia las estatuas y también encontró otro espacio. Alzó la mano en un gesto de despedida, su piel adoptó el mismo color pálido de las estatuas circundantes y quedó petrificada. Hawkmoon observó que a su lado se erguía otra estatua, la estatua de Erekose, que había sacrificado su vida al aceptar la Espada Negra.

—Ahora—dijo el capitán—, ¿deseáis vos y los vuestros quedaros en Tanelorn? Os habéis ganado el derecho.

Hawkmoon rodeó con el brazo a sus hijos. Comprendió que eran felices y él también experimentó felicidad. Yisselda le acarició la mejilla y sonrió.

—No —contestó Hawkmoon—, creo que volveremos al castillo de Brass. No basta con saber que Tanelorn existe. ¿Y vosotros, D'Averc, Oladahn, Bowgentle?

—Tengo muchas cosas que contaros, Hawkmoon, junto a un buen fuego, con una copa de excelente vino de la Kamarg en mi mano, y buenos amigos a mi alrededor dijo Huillam D'Averc—. Mis relatos interesarán en el castillo de Brass, pero sólo conseguirán aburrir a los habitantes de Tanelorn. Os acompañaré.

—Y yo —dijo Oladahn.

Bowgentle parecía un poco indeciso. Contempló con aire pensativo las estatuas y las torres de Tanelorn.

—Un lugar interesante comentó—. Me pregunto qué lo creó.

—Nosotros lo creamos —dijo el capitán—. Mi hermano y yo.

—¡Vos! —Bowgentle sonrió—. Entiendo.

—¿Cómo os llamáis, señor? —preguntó Hawkmoon—. ¿Cómo os llamáis, vos y vuestro hermano?

—Sólo tenemos un nombre —dijo el capitán.

—Nos llamamos Hombre —respondió el timonel.

Cogió a su hermano del brazo y le guió de vuelta a la ciudad, lejos del círculo de estatuas.

En silencio, Hawkmoon, su familia y sus amigos les vieron alejarse. Fue Orland Fank quien rompió el silencio, con un carraspeo.

—Yo me quedaré. Mi misión ha terminado, así como mi búsqueda. He visto que mi hermano alcanzaba una cierta paz. Me quedaré en Tanelorn.

—¿Ya no tenéis dioses a los que servir? —preguntó Brut de Lashmar.

—Los dioses no son más que metáforas —contestó Orland Fank—. Como metáforas, podrían ser aceptables, pero jamás se les debió permitir la existencia. —Carraspeó de nuevo, como turbado por su siguiente comentario . El vino de la poesía se transforma en veneno cuando deviene política, ¿verdad?

—Nos agradaría que vinierais con nosotros al castillo de Brass —dijo Hawkmoon a los guerreros.

Emshon de Ariso jugueteó con su bigote y lanzó una mirada inquisitiva a John ap-Rhyss quien, a su vez, miró a Brut de Lashmar.

—Nuestro viaje ha terminado —dijo Brut.

—Sólo somos vulgares soldados —declaró John ap-Rhyss—. Ninguna historia nos considerará héroes. Me quedaré en Tanelorn.

—Empecé mi vida como maestro de escuela —dijo Emshon de Ariso—. Jamás se me ocurrió ir a guerrear, pero vi desigualdades, indignidades e injusticias, y creí que sólo una espada podía corregir tales desaguisados. Hice lo que pude. Me he ganado la paz. Yo también me quedaré en Tanelorn. Me gustaría escribir un libro.

Hawkmoon inclinó la cabeza, en señal de que respetaba su decisión.

—Os agradezco vuestra ayuda, amigos.

—¿No queréis quedaros con nosotros? —preguntó John ap-Rhyss—. ¿Acaso no os habéis ganado el derecho a permanecer aquí?

—Tal vez, pero aprecio en mucho el viejo castillo de Brass, y un amigo me aguarda en él. Quizá podamos hablar de lo que sabernos y enseñar a la gente cómo puede encontrar Tanelorn por sus propios medios.

—Si se les concede la oportunidad dijo Orland Fank—, la mayoría la encuentran. Sólo los dioses y la reverencia a la falacia, temerosa de su humanidad, impiden que accedan a Tanelorn.

—¡Ay, temo por mi personalidad, tan cuidadosamente moldeada! —rió Huillam D'Averc—. ¿Hay algo más aburrido que un cínico reformado?

—Que la reina Flana lo decida —sonrió Hawkmoon—. Bien, Orland Fank, sólo hablamos de despedidas, pero ¿cómo vamos a irnos ahora, que ya no hay entes sobrenaturales que dirijan nuestros destinos, ahora que el Campeón Eterno descansa por fin?

—Aún me queda algo de mi antiguo poder—replicó el hombre de las Orcadas, casi ofendido—. Y resulta fácil de usar mientras las Esferas sigan en conjunción. Y como fue en parte culpa mía, y en parte de aquellos siete que conocisteis en el mundo informe del limbo, me complacerá devolveros al viaje que, en un principio, habíais emprendido. —Una sonrisa casi alegre iluminó su rostro colorado—. Adiós a todos, héroes de la Kamarg. Volvéis a un mundo carente de toda autoridad. Tened la seguridad de que la única autoridad que buscaréis en el futuro es la serena autoridad que se deriva de la dignidad.

—Siempre fuisteis un moralista, Orland Fank. —Bowgentle palmeó el hombro del hombre de las Orcadas—. Aún así, reconozco que es un arte conseguir que una moral tan simple funcione en un mundo tan complicado.

—La culpable de las complicaciones es la oscuridad de nuestras mentes —respondió Orland Fank—. ¡Buena suerte! —Lanzó una carcajada y su gorra osciló sobre su cabeza—. Confiemos en que éste sea el final de la tragedia.

—Y el principio de una comedia, tal vez —dijo Huillam D'Averc, que sonrió y meneó la cabeza—. Vamos... ¡El conde Brass nos espera!

De repente, se encontraron en el Puente de Plata, entre los demás viajeros que se desplazaban en ambas direcciones, bajo el brillante sol invernal que arrancaba destellos plateados del mar.

—¡El mundo! —gritó Huillam D'Averc, muy tranquilizado—. ¡Por fin el mundo, por fin!

La alegría de D'Averc se contagió a Hawkmoon.

—¿Adónde vamos? ¿A Londra o a la Kamarg?

—¡A Londra, por supuesto, y ahora mismo! —exclamó D'Averc—. Al fin y al cabo, me espera un reino.

—Nunca fuisteis un cínico, Huillam D'Averc— dijo Yisselda de Brass—, y ahora no nos convenceréis de que lo sois. Dadle recuerdos de nuestra parte a la reina Flana. Decidle que no tardaremos en ir a verla.

Huillam D'Averc ejecutó una complicada reverencia.

—Y saludad de mi parte a vuestro padre, el conde Brass. Comunicadle que no transcurrirá mucho tiempo antes de que me siente junto a su fuego y beba su vino. ¿Sigue habiendo tantas corrientes de aire en el castillo?

—Os prepararemos una habitación conveniente a vuestra precaria salud—contestó Yisselda.

Cogió la mano de Manfred y la mano de Yamila. Por primera vez, se dio cuenta de que su hija sostenía algo. Era el gatito blanco y negro de Jhary-a-Conel.

—Maese Fank me lo dio, madre —dijo la niña.

—Trátalo bien —dijo su padre—, porque es un animal único en su género.

—Hasta la vista, Huillam D'Averc —se despidió Bowgentle—. Considero interesantísima la temporada que pasamos en el limbo.

—Yo también, maese Bowgentle, aunque sigo deseando que hubiéramos tenido aquella baraja. —El caballero ejecutó otra reverencia—. Hasta la vista, Oladahn, el más pequeño de los gigantes. Ojalá pueda escuchar vuestras fanfarronerías, cuando regreséis a la Kamarg.

—No tienen comparación con las vuestras, señor. —Oladahn se acarició los bigotes, satisfecho con su réplica—. Aguardaremos con ansia vuestra visita.

Hawkmoon avanzó por la reluciente carretera, ansioso de iniciar el viaje de vuelta al castillo de Brass, donde sus hijos se reunirían con su noble abuelo.

—Compraremos caballos en Karlye —dijo—. Allí tenemos crédito. —Se volvió hacia su hijo—. Dime, Manfred, ¿qué recuerdas de vuestras aventuras? —Intentó disimular la angustia que sentía por su hijo—. ¿Recuerdas muchas cosas?

—No, padre —respondió Manfred—. Me acuerdo de muy poco.

Cogió la mano de su padre y se puso a correr hacia la lejana orilla.

Así concluye la tercera y última Crónica del castillo de Brass.

Así concluye la larga historia del Campeón Eterno.