lunes, 25 de mayo de 2009

EL DESCENSO Jeff Long (ebook) Decima parte y ultima

RIEDRICH
IETZSCHE
Centro de Ciencias de la Salud,
Universidad de Colorado, Denver
—La encontramos en un asilo cerca de Bartlesville, Oklahoma —les explicó la
doctora Yamamoto.
Thomas, Vera y Eoley, el industrial, la siguieron desde su despacho. Branch fue
el último en salir, con los ojos protegidos por oscuras gafas de esquí y las mangas
abotonadas en las muñecas para ocultar las cicatrices de las quemaduras.
—Era uno de esos asilos que causan pesadillas a los niños —siguió diciendo la
doctora Yamamoto.
No debía de tener más de veintisiete años y llevaba desabrochada la bata de
laboratorio. En la camiseta que llevaba debajo se leía «Bolder-Boulder, la maratón del
pueblo». Exudaba vitalidad y felicidad, pensó Branch. El anillo de casada que lucía
en el dedo sólo parecía tener unas pocas semanas.
Tomaron un ascensor para subir. Una tarjeta identificadita, complementada con
Braille, indicaba los pisos por especialidad. Los primates ocupaban el sótano. En los
pisos superiores estaban los departamentos de psiquiatría y neurofisiología. Salieron
del ascensor en el último piso, donde no había indicación alguna, y echaron a andar
por otro pasillo.
—Resulta que el administrador de aquel asilo de Bartlesville había sufrido
condena por diversos fraudes y falsificaciones —informó la doctora Yamamoto—.
Supongo que habrán vuelto a encerrarle. Eso espero. Un verdadero regalo. Sus mal
llamados servicios se anunciaban como especializados en pacientes de Alzheimer.
Subrepticiamente, mantenía a los pacientes apenas con vida, lo suficiente para recibir
los cheques de las mutuas de seguros. Les confinaba en la cama, en condiciones
El Descenso
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espantosas. Tampoco había personal médico. Por lo visto, nuestra pequeña intrusa
pudo ocultarse allí durante un mes, antes de que un conserje se diera cuenta.
La joven doctora se detuvo ante una puerta con una cerradura electrónica.
—Ya hemos llegado.
Introdujo el código con suavidad. Tenía los dedos largos. Un tacto seguro y
blando.
—Toca usted el violín —aventuró Thomas.
Ella lo miró, encantada.
—La guitarra —confesó—. El bajo eléctrico. He organizado una banda, la «Girl
Talk». Todos chicos, excepto yo.
Les abrió la puerta para que pasaran. Thomas percibió inmediatamente el
cambio de luz y sonido. No había ventanas. No llegaba ningún rayo de sol y tampoco
podía penetrar ningún sonido desde el exterior. Los muros eran gruesos. A derecha e
izquierda, sendas puertas se abrían a habitaciones rodeadas de pantallas de
ordenador. Una placa decía: «Proyecto Digital Adam, Biblioteca Nacional de
Medicina». Branch no vio un solo libro.
La voz de la doctora Yamamoto se adaptó al nuevo silencio.
—Afortunadamente para nosotros, fue el conserje quien la descubrió —siguió
explicando—. El administrador y su banda de ladrones nunca habrían llamado a la
policía. En resumen, llegó la policía y quedó horrorizada ante lo que vio. Al principio
estaban convencidos de que se trataba de animales. Uno de ellos solía poner trampas
para cazar coyotes y felinos, y había tenido que abrir más de una trampa oxidada
para soltar alguna pierna.
Llegaron a un conjunto de puertas dobles. Otra cerradura electrónica. Thomas
observó que marcaba números diferentes. Entraron por fases: primero una
adormilada sala de vigilancia, luego otra sala de aislamiento, donde Yamamoto les
ayudó a ponerse batines verdes desechables, mascarillas quirúrgicas y un juego
doble de guantes de goma; después una sala principal donde había varios
biotecnólogos trabajando en tubos de ensayo y teclados de ordenador. Los condujo
alrededor de baterías de equipo y rean udó su narración.
—Aquella noche, ella acudió a por más. Una de las trampas le atrapó la pierna.
Los policías entraron en tromba. Su presencia allí fue una completa sorpresa. No
estaban preparados para lo que vieron. A pesar de que medía apenas un metro veinte
de altura y de que tenía la tibia y el peroné rotos por la mitad, casi derrotó a cinco
hombres corpulentos. Estuvo a punto de escapar, pero finalmente pudieron con ella.
Habríamos preferido un ejemplar vivo, claro está.
Llegaron ante una puerta donde una hoja escrita a mano anunciaba: «Atención
con los pezones».
—¿Pezones? —preguntó Vera.
Yamamoto vio la hoja de papel y la arrancó.
—Es una broma —explicó—. Ahí dentro hace frío. La sala está refrigerada. La
llamamos el pozo y los péndulos.
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Branch se sintió gratificado al verla ruborizarse. Ella era una profesional y, aún
más, deseaba parecerlo ante ellos. Los hizo pasar al otro lado de la puerta.
En el interior no hacía tanto frío como había esperado Branch. Un termómetro
de pared indicaba dos grados bajo cero. Bastante soportable durante una o dos horas
de trabajo. Aunque allí dentro no había nadie. Todo el trabajo se hacía
automáticamente.
La maquinaria ronroneaba, produciendo un ritmo constante, como si alguien
tratara de dormir a un niño. Una serie de luces parpadeaban a cada nuevo rumor.
—¿La mataron? —preguntó Vera.
—No, no fue así —contestó Yamamoto—. Estaba con vida cuando trajeron las
redes y la cuerda. Pero la trampa estaba oxidada y se le declaró una septicemia
generalizada y tétanos. Murió antes de que llegáramos nosotros. La traje aquí en un
recipiente estanco lleno de hielo seco.
Había cuatro mesas de autopsia de acero inoxidable. Cada una contenía un
bloque de gelatina azul. Cada bloque se hallaba situado junto a una máquina, y de
cada máquina surgía un destello de luz cada pocos segundos.
—La hemos llamado Amanecer —dijo Yamamoto. Miraron en el interior de la
gelatina azul y allí estaba su cadáver congelado, suspendido en gel y cortado
transversalmente en cuatro secciones.
—Estábamos a medio camino de informatizar a nuestra Eva digital cuando el
abisal salió a nuestro encuentro. —Yamamoto indicó una docena de cajones
frigoríficos situados a lo largo de una pared—. Volvimos a guardar a Eva y nos
pusimos a trabajar de inmediato con Amanecer. Como pueden ver, hemos seccionado
su cuerpo en cuatro partes, sumergiéndolas en gelatina. Estas máquinas son
criomacrótomos, capaces de cortar la carne muy fina. Cada pocos segundos cortan
medio milímetro del fondo de cada bloque de gelatina y una cámara sincronizada se
encarga de fotografiar cada nueva capa.
—¿Desde cuándo está esto aquí? —preguntó Foley.
Branch se dio cuenta de que había dicho «esto» y no «ella». Foley procuraba
mantener las cosas a un nivel impersonal. Branch, por su parte, sentía cierta
conexión. ¿Cómo podría ser de otro modo? Aquella pequeña mano tenía cuatro
dedos y un pulgar.
—Dos semanas. Sólo se trata de una función de las hojas y las cámaras. Dentro
de unos meses ten dremos un banco informatizado con más de doce mil imágen es.
Ella terminará convertida en cuarenta mil millones de bits de información,
almacenados en setenta discos CD-ROM. Luego, utilizando un ratón podrán ustedes
viajar por una imagen tridimensional del interior de Amanecer.
—¿Y cuál es su propósito al hacer esto?
—Fisiología abisal —contestó la doctora Yamamoto—. Queremos saber en qué
difieren de los humanos.
—¿Hay alguna forma de acelerar su investigación? —preguntó Thomas.
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—No sabemos lo que estamos buscando. Ni siquiera sabemos qué preguntas
plantearnos. Tal como están las cosas, no nos atrevemos a perdernos nada. No hay
forma de saber qué podemos encontrar en el más nimio detalle.
Se separaron y se situaron junto a mesas diferentes. A través del gel opaco,
Branch vio la parte inferior de un par de piernas y pies. Allí estaba el lugar donde la
trampa había saltado sobre los huesos. La piel ofrecía el aspecto blancuzco de un pez.
Encontró la sección de la cabeza y los hombros. Era como un busto en alabastro.
Los párpados estaban medio cerrados, dejando al descubierto unos iris azules
blanqueados. La boca aparecía ligeramente abierta. Trabajando a partir del cuello
hacia arriba, el péndulo de la máquina todavía se encontraba al nivel de la garganta.
—Probablemente habrá visto usted a muchas como ella —dijo la doctora
Yamamoto junto a su hombro, con un tono severo.
Branch ladeó la cabeza y miró más de cerca, casi afectuosamente.
—Todos son diferentes —dijo—. Un poco como nosotros. Se dio cuenta de que
ella esperaba alguna maldición o enojo por su parte. La mayoría de la gente le echaba
un vistazo y asumía automáticamente que no debía de cansarse de derramar sangre
de los abisales. La voz de la doctora se suavizó.
—A juzgar por sus dientes y por la inmadurez del arco pélvico, Amanecer
debería de tener unos doce o trece años de edad, aunque podríamos estar muy
equivocados, claro. Al no disponer de nada con lo que compararla, únicamente
podemos suponer. Ha sido muy difícil obtener especimenes. Cabría imaginar que
deberíamos disponer de multitud de cuerpos, después de tantos contactos y tantas
matanzas.
—Eso es extraño —intervino Vera—. ¿Se descomponen con mayor rapidez que
los restos de mamíferos normales?
—Eso depende de la exposición directa a la luz solar. Pero la escasez de buenos
especimenes está más relacionada con la profanación.
Branch observó que, al decirlo, no le miró.
—¿Se refiere a la mutilación?
—Es algo más que eso.
—Profanación es un término fuerte —observó Thomas.
Yamamoto se inclinó sobre los cajones de almacenamiento y tiró de una larga
bandeja colocada sobre unos rodillos.
—No sé. ¿Cómo lo llamaría usted?
Sobre el metal había un animal horrible completamente chamuscado, con los
dientes al descubierto, desmembrado y mutilado. Podría haber tenido ocho mil años
de antigüedad.
—Atrapado y quemado hace una semana —dijo la doctora.
—¿Soldados? —preguntó Vera.
—En realidad no. Éste procede de Orlando, Florida. De una barriada corriente.
La gente está asustada. Quizá sea una forma de catarsis racial. Existe por todas partes
ese asco, o cólera o terror. La gente parece tener la sensación de que tiene que
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deshacerse por completo de estas cosas, incluso después de haberlas matado. Quizá
crean que de ese modo están destruyendo al diablo.
—¿Usted lo cree así? —preguntó Thomas.
Sus ojos almendrados estaban tristes. Luego miraron con disciplina. En
cualquier caso, fuera por compasión o por motivos científicos, no lo creía.
—Ofrecemos recompensas por especimenes intactos —les dijo—. Pero esto es lo
mejor que hemos conseguido. Este tipo, por ejemplo, fue capturado con vida por un
grupo de contables e ingenieros de software de mediana edad que jugaban al fútbol
en un campo de una barriada. Cuando terminaron con él, lo dejaron convertido en
un trozo de carbón.
Branch había visto cosas mucho peores.
—Es algo que ocurre por todo el país, incluso por todo el mundo —siguió
diciendo ella—. Sabemos que están saliendo en medio de nosotros. Se producen
avistamientos y matanzas a cada hora que pasa en alguna parte, en el metro, en las
zonas rurales del país. Pero trate de conseguir un cadáver completo que no haya
sufrido daños y verá qué pasa. Es un verdadero problema. Eso hace que la
investigación sea muy lenta.
—¿Por qué cree que están subiendo, doctora? Parece ser que todo el mundo
tiene una u otra teoría.
—Aquí no tenemos ni la menor idea —contestó Yamamoto—. Francamente, no
estoy convencida de que los abisales estén subiendo en mayores cantidades de lo que
lo han hecho a lo largo de la historia. Pero podemos decir que, en estos últimos
tiempos, como sociedad, como raza, los seres humanos estamos más sensibilizados
respecto a la presencia de los abisales, y por eso los vemos con mayor claridad. La
mayoría de avistamientos son falsos, como los de ovnis. Un gran número han sido
avistamientos de animales en tránsito y hasta de ramas de árboles que rozan en las
ventanas, no de abisales.
—Ah —exclamó Vera—. ¿Quiere eso decir que está todo en nuestra
imaginación?
—No, en absoluto. Están definitivamente aquí, ocultos en nuestros terraplenes,
en los sótanos suburbanos, en los zoológicos, los almacenes y los parques nacionales.
Por debajo de nosotros. Pero en ningún caso alcanzan las cifras que los políticos y
periodistas quieren hacernos creer. Algunos han llegado a decir que nos están
invadien do. Vamos, ¿quién está invadiendo a quién? Somos nosotros los que
perforamos pozos y colonizamos grutas.
—Esa forma de hablar es peligrosa —comentó Foley.
—Llega un punto en el que nuestro odio y nuestro temor nos cambian —dijo la
joven en tono desafiante—. ¿En qué clase de mundo queremos educar a nuestros
hijos? Eso también es importante.
—Pero, aunque no aparezcan en mayor número que antes, ¿descarta eso todas
las teorías catastrofistas que oímos continuamente? —argumentó Thomas—. Que van
a causar entre nosotros una gran hambruna, o una plaga o un desastre ambiental.
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—Eso es otra cosa más que nuestra investigación puede ayudar a resolver. La
historia de un pueblo se refleja en sus huesos y tejidos —dijo Yamamoto—. Pero
mientras no logremos más especimenes y aumentemos nuestra base de datos, no
puedo decirles más de lo que nos han contado los cuerpos de Amanecer y unos pocos
más de sus hermanos y hermanas.
—¿Quiere decir eso que no sabemos nada sobre sus motivaciones?
—Desde un punto de vista científico, todavía no. Pero a veces, el personal y yo
nos sentamos y les inventamos historias vitales. —La joven doctora indicó su
mausoleo de acero inoxidable—. Les damos nombres y un pasado. Tratamos de
comprender lo que debieron de sentir siendo ellos mismos.
Tocó un lado de la mesa de autopsia, donde estaba la cabeza de la hembra
abisal.
—Amanecer se ha convertido en la favorita de nuestro grupo.
—¿Y eso? —preguntó Vera, a pesar de que, evidentemente, se sentía encantada
con la humanidad del personal.
—Supongo que debido a su juventud, y a la vida dura que llevó.
—Cuéntenos su historia, si no le importa —le pidió Thomas.
Branch miró al jesuita. Lo mismo que le sucedía a él, ofrecía un aspecto exterior
duro que la gente solía malinterpretar. Pero Thomas sentía por aquellas criaturas una
afinidad que estaba pasada de moda. Branch pensó que eso cuadraba a la perfección
con su carácter. ¿Acaso no eran todos los jesuitas unos teólogos de la liberación?
La joven doctora pareció sentirse incómoda.
—No es realmente asunto mío —dijo—. Los especialistas no han revisado
todavía toda la información y cualquier otra cosa es pura conjetura.
—Da lo mismo —le aseguró Vera—. De todos modos nos gustaría escucharla.
—Está bien. Ella llegó desde algún lugar muy profundo, de una atmósfera rica
en oxígeno a juzgar por la caja torácica, relativamente pequeña. Su ADN muestra una
diferencia relevante con respecto a las muestras que nos han sido enviadas de otras
regiones de todo el mundo. Se ha alcanzado el consenso de que estos abisales
evolucionaron a partir del
Homo erectus,
nuestro propio antecesor. Todo el mundo
parece estar de acuerdo en que hubo un tiempo en que compartimos un padre y una
madre comunes. Pero eso mismo puede decirse también de nosotros y los
orangutanes, o los lémures o incluso de las ranas. Hubo algún punto en el que todos
compartimos la génesis.
»Algo que nos sorprende es lo mucho que los abisales se parecen a nosotros.
Otra cuestión es lo mucho que difieren entre ellos mismos. ¿Ha oído hablar alguna
vez de Donald Spurrier?
—¿El primatólogo? —preguntó Thomas—. ¿Estuvo aquí?
—Ahora sí que me siento en una situación realmente embarazosa —dijo
Yamamoto—. Nunca había oído hablar de él, pero la gente me dijo más tarde que era
mundialmente famoso. El caso es que una tarde pasó por aquí para ver a nuestra
pequeña y, esencialmente, celebró un seminario improvisado para todos nosotros.
Nos dijo que el
Homo erectus
experimentó más variaciones que ningún otro grupo de
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homínidos. Nosotros somos una de esas variaciones. Los abisales pueden ser otra.
Aparentemente, el
Homo erectus
emigró desde África a Asia hace cientos de miles de
años y los grupos que se separaron evolucionaron posiblemente para adquirir formas
diferentes en todo el mundo, antes de descender al interior. Pero vuelvo a decir que
no soy una experta en esos temas.
Para Branch, la modestia de Yamamoto resultaba simpática, pero era también
una distracción. Estaban allí para tratar de averiguar cualquier pista posible que ella
y sus colegas hubieran podido encontrar a partir de aquel cadáver abisal.
—En cierto modo no ha hecho usted sino afirmar nuestro propósito —dijo
Thomas—, que no es otro que comprender por qué nos hicimos como somos. ¿Qué
más puede decirnos?
—Hay en sus tejidos una elevada concentración de radioisótopos, pero eso es
algo que cabe esperar, al proceder del subplaneta, una cavidad de piedra
bombardeada por la radiación mineral procedente de todas las direcciones. Tengo el
presentimiento de que la radiación puede ayudar a explicar las mutaciones ocurridas
en sus poblaciones. Pero, por favor, no me citen si exponen esa teoría. ¿Quién sabe
por qué cada uno de nosotros es como es?
Yamamoto pasó una mano sobre el bloque de gel azulado, como si acariciara el
monstruoso rostro.
—Para nosotros, Amanecer ofrece un aspecto muy primitivo. Algunos de los
que nos han visitado no han dejado de comentar la reversión que ella representa.
Están convencidos de que se halla más cerca del
erectus
y del
australopithecenes
que
nosotros mismos. De hecho, ella está tan evolucionada como nosotros, sólo que en
una dirección diferente. Eso constituyó toda una sorpresa para Branch. Cabía esperar
encontrarse con estereotipos, racismo y prejuicios entre la gente corriente. Pero ahora
resultaba que las ciencias parecían aceptarlo con madurez. De hecho,.los prejuicios
intelectuales, como la arrogancia académica, ayudaban a explicar por qué el infierno
había permanecido sin descubrir durante tanto tiempo.
—La fórmula dental de Amanecer es idéntica a la nuestra... y a los fósiles
homínidos de hace tres millones de años: dos incisivos, un canino, dos premolares,
tres molares. —Yamamoto se volvió hacia otra mesa—. Las extremidades inferiores
son similares a las nuestras, aunque las articulaciones abisales tienen el hueso más
esponjoso, lo que sugiere que Amanecer pudo haber sido más eficiente que el
Homo
sapiens sapiens
a la hora de caminar. Y caminar, caminó mucho, desde luego. Resulta
difícil ver con claridad a través del gel, pero si se fijan con atención, verán que ha
recorrido muchos kilómetros con eso. Los callos son más gruesos que mi uña del
dedo gordo. Los arcos de los pies se muestran caídos. Alguien efectuó una medición;
tienen una talla once y son de ancho cuádruple.
Se dirigió hacia la mesa siguiente, donde estaban el tórax y la parte superior de
los brazos.
—Aquí tampoco encontramos grandes sorpresas. El sistema cardiovascular es
vigoroso, aunque no perf ectamente sano. El corazón está agrandado, lo que
probablemente significa que ascendió rápidamente desde una profundidad de al
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menos seis u ocho kilómetros. Sus pulmones muestran cicatrización química, debido
probablemente a que ha respirado los gases emitidos desde la profundidad de la
Tierra. Eso constituye un viejo detalle animal.
Yamamoto se volvió hacia la última mesa, donde estaban el abdomen y la parte
inferior de los brazos. Tenía una mano cerrada y la otra abierta.
—Una vez más, resulta difícil obtener una vista clara, pero los huesos de los
dedos muestran un encorvamiento significativo, a medio camino entre dígitos de
mono y humanos. Eso ayuda a explicar las historias que hemos oído contar acerca de
abisales capaces de escalar muros y auparse apoyándose en rincones y grietas
subterráneas.
Yamamoto señaló con un gesto el fragmento abdominal. La hoja había
empezado por la parte superior y el corte avanzaba en dirección a la zona pélvica. El
pubis mostraba un escaso vello negro, el inicio de la edad adulta.
—Hemos podido imaginar parte de su corta y salvaje historia. Antes de
montarla aquí, en el gel, e iniciar los cortes, revisamos las imágenes obtenidas por
resonancia magnética y por tomografía asistida por ordenador. Había algo en su
cintura pelviana que no parecía totalmente correcto, y le pedí al jefe de nuestro
departamento de ginecología que viniera a echarle un vistazo. Reconoció
inmediatamente el trauma. Violación. Violación en grupo.
—¿Qué es lo que está diciendo? —preguntó Foley.
—Sólo tenía doce años —dijo Vera—. ¿Se lo imagina? Eso, sin embargo, explica
por qué subió.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Yamamoto.
—La pobre tuvo que haber huido de las criaturas que le hicieron eso.—No
pretendía sugerir que fueron los abisales quienes se lo hicieron. Analizamos el
esperma. Era humano. Las heridas fueron muy recientes. Nos pusimos en contacto
con el departamento del sheriff en Bartlesville y allí nos dijeron que hablásemos con
los auxiliares masculinos de la clínica. Ellos lo negaron todo. Podíamos obligarles a
que nos permitieran obtener muestras, pero eso no cambiaría nada. Esta clase de
cosas no constituyen un delito. El caso es que uno u otro grupo se sirvió de ella.
Posiblemente incluso después de que hubiera muerto. La mantuvieron encerrada en
un frigorífico de carne durante varios días.
Una vez más, Branch había visto cosas peores.
—Qué notable engreimiento supone la civilización —comentó Thomas, cuyo
rostro no parecía colérico ni triste, sino curtido—. El sufrimiento de esta niña ha
terminado. Y, sin embargo, mientras hablamos, un mal similar se despliega en cientos
de lugares dif erentes, el nuestro sobre el de ellos, el de ellos sobre nosotros. Mientras
no podamos aportar un poco de orden que sea soportable, el mal seguirá teniendo un
lugar donde ocultarse.
Parecía hablarle al cuerpo de la niña, pensando quizá en sí mismo.
—¿Qué más? —se preguntó Yamamoto en voz alta, como si se hubiera
distraído. Observó las partes del cuerpo. Estaban ante el cuadrante abdominal—. Su
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deposición —añadió, reanudando sus exposiciones—. Dura, oscura y de un fuerte
olor. La deposición típica de un carnívoro.
—¿Cuál era entonces su dieta?
—¿En el último mes antes de su muerte? —preguntó Yamamoto.
—Imaginaría bollos de salvado de avena, zumos de fruta y lo que pudiera
recoger de la basura de una cocina geriátrica. Alimentos con fibra, fáciles de digerir
—sugirió Vera.
—No esta chica. Ella comía carne, de eso no cabe la menor duda. El informe de
la policía estaba claro. La muestra de la deposición no hizo sino confirmarlo. Se
alimentaba exclusivamente de carne.
—Pero ¿de dónde...?
—En su mayor parte de los pies y las pantorrillas —dijo Yamamoto—. Por eso
tardaron tanto tiempo en detectar su presencia. El personal creía que se trataba de
ratas o de algún felino feroz y se limitaba a aplicar ungüentos y vendajes. De ese
modo, Amanecer podía regresar a la noche siguiente y alimentarse de unos cuantos
más.
Vera guardó silencio. La pequeña «chica» de Yamamoto no impulsaba
precisamente a abrazarla.
—No es muy agradable, lo sé —siguió diciendo Yamamoto—. Pero ella tampoco
tuvo una vida agradable. —La hoja siseó y el bloque se movió imperceptiblemente—.
No me malinterprete. No justifico con ello la actitud depredadora, pero tampoco la
condeno. Algunas personas lo consideran canibalismo. Pero si insistimos tanto en
que ellos no son
sapiens,
lo que hacen no es técnicamente muy diferente de lo que nos
pueda hacer un puma. Estos incidentes, sin embargo, contribuyen a explicar por qué
tiene miedo la gente, lo que dificulta a su vez que podamos conseguir especimen es
intactos y en buen estado. Eso hace que no podamos cumplir los plazos. Andamos
retrasados.
—¿Retrasados? ¿Con respecto a qué? —preguntó Vera.
—Con respecto a nosotros mismos —contestó Yamamoto—. Se nos han
impuesto plazos y todavía no hemos cumplido con ninguno de ellos.
—¿Quién les ha impuesto esos plazos?
—Ése es el gran misterio. Al principio pensamos que eran los militares. No
dejábamos de recibir toscos modelos informatizados para desarrollar nuevas armas.
Se suponía que debíamos rellenar los huecos que faltaban por determinar, como
densidades histiológicas, posiciones de los órganos, etcétera. En términos generales,
se trataba de establecer distinciones entre nuestras especies y las suyas. Luego
empezamos a recibir informes de grandes empresas. Pero las empresas fueron
cambiando y ahora ni siquiera estamos seguros de que existieran. Por lo que a
nosotros se refiere, nada de todo eso importa en realidad. Alguien se encarga de
pagar la luz y el teléfono.
—Tengo una pregunta que hacerle —dijo Thomas—. Parece no estar muy
segura acerca de si Amanecer y los de su clase son realmente una especie separada.
¿Qué dijo Spurrier al respecto?
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—Afirmó con firmeza que los abisales son una especie diferente, alguna clase
de primates. La taxonomía es un tema muy sensible. En estos momentos, Amanecer
ha quedado clasificada como
Homo erectus abisalis.
El se enojó cuando le comenté la
corriente favorable a rebautizarla como
Homo sapiens abisalis.
En otras palabras, como
una rama evolutiva de nosotros mismos. Dijo que con la taxonomía
erectus
no había
forma de equivocarse. Como ya he dicho, hay mucho temor en relación con este
asunto.
—¿Temor a qué?
—Va en contra de la ortodoxia actual. Podría pensarse en un posible recorte de
la financiación, en una pérdida de sinecuras, contratos o publicaciones. Es algo muy
sutil. Por el momento, todo el mundo quiere jugar sobre seguro.
—¿Qué me dice de usted? —preguntó Thomas—. Ha estudiado a esta
muchacha, ha seguido su disección. ¿Qué piensa?
—Eso no es justo —dijo Vera, reprendiendo a Thomas—. Acaba de decir lo
peligrosos que son los tiempos actuales.
—No importa —le dijo Yamamoto a Vera y, mirando a Thomas, añadió—: ¿Si es
erectus
o
sapiens?
Permítame contestarle de la siguiente forma. Si se tratara de un
sujeto vivo, si esto fuera una vivisección, no lo haría.
—¿Quiere decir entonces que es humana? —preguntó Foley.
—No. Quiero decir que es lo bastante similar, quizá, como para no ser
simplemente
erectus.
—Considéreme si quiere como un abogado del diablo y, desde luego, como un
neófito en la materia —dijo Foley—. Pero a mí no me parece que tenga un aspecto
similar.
Por toda respuesta, Yamamoto se dirigió hacia los cajones de la pared y abrió
una bandeja inferior. Contenía un cadáver todavía más grotesco que el que habían
visto. La piel se veía salvajemente escarificada. El vello del cuerpo estaba muy
desarrollado. La cara aparecía encapirotada por una cúpula similar a una col de
depósitos carnosos de calcio. Algo parecido al cuerno de un carnero le crecía en
medio de la frente. La doctora Yamamoto apoyó una mano enguantada en la caja
torácica de la criatura.
—Como ya les he dicho, la idea consistía en encontrar diferencias entre nuestras
dos especies —dijo—. Sabemos que hay diferencias. Son evidentes a simple vista. O
parecen serlo. Pero, por el momento, lo único que hemos encontrado son similitudes
fisiológicas.
—¿Cómo puede decir que es similar? —preguntó Foley.
—Ésa es la cuestión. Nuestro jefe de laboratorio nos envió este espécimen, a
modo de prueba para ver a qué conclusiones llegábamos. Diez de nosotros
trabajamos en su autopsia durante una semana. Compilamos casi cuarenta
distinciones con respecto al
Homo sapiens sapiens
medio. Encontramos toda clase de
diferencias, desde gases en la sangre hasta alteraciones en la estructura ósea,
deformidades oftálmicas o diferencias en la dieta. Encontramos restos de minerales
El Descenso
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raros en su estómago. Había estado comiendo arcilla y productos fluorescentes. Sus
intestinos relucían en la oscuridad. Sólo entonces nos lo dijo el jefe de laboratorio.
—¿Qué les dijo?
—Que éste era un soldado alemán perteneciente a las fuerzas de la OTAN.
Branch se había dado cuenta desde el principio de que el cuerpo era humano,
pero dejó que Yamamoto presentara su conclusión.
—Eso no puede ser —dijo Vera, que empezó a levantar y abrir cavidades
quirúrgicas y a presionar sobre el casco óseo—. ¿Qué me dice de esto? —preguntó—.
¿Y de esto?
—Todo son restos de su cumplimiento del deber. Efectos secundarios de los
fármacos que se le dijo que tomara, o del ambiente geoquímico en el que tuvo que
actuar.
Foley quedó impresionado.
—He oído hablar de que se han producido algunas modificaciones, pero nunca
imaginé que pudiera llegarse a semejante desfiguración.
De repente, al recordar al propio Branch, se detuvo en seco.
—Parece demoníaco —comentó Branch con naturalidad.
—En conjunto, fue una instructiva lección de anatomía —dijo Yamamoto—.
Hizo que nos sintiéramos muy humildes. Yo saqué de todo ello una conclusión
perdurable. No importa que Amanecer proceda del
erectus
o del
sapiens.
Si nos
remontamos lo suficiente, el
sapiens
termina por ser
erectus.
—¿Quiere eso decir que no hay diferencias? —preguntó Thomas.
—Muchas. Muchas. Pero ya hemos visto las muchas incongruencias que hay
entre un humano y otro. Esto se está convirtiendo en un tema epistemológico. Cómo
saber lo que creemos saber —dijo, cerrando el cajón.
—Parece sentirse desmoralizada.
—No. Quizá distraída, descarrilada, fuera de mi camino. Pero estoy convencida
de que empezaremos a encontrar verdaderas discrepancias en un período de tres a
cinco meses.
—¿De veras? —preguntó Thomas.
Ella regresó a la mesa en la que el busto de Amanecer alimentaba el péndulo,
lenta, muy lentamente.
—Eso se producirá cuando empecemos a entrar en el cerebro.
El Descenso
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11
P
ERDER
LA
LUZ
Empezar por el principio... y continuar hasta
llegar al final para, entonces, detenerse.
L
C
, Sopa de tortuga
EWIS
ARROLL
Entre las zonas de fractura de Clípperton y de las Galápagos
Los bajaron con cabrestante, en grupos de cuatro, hacia las profundidades de
los acantilados de Esperanza. Como grandes cañones navales, una batería de cinco
cabrestantes situados a lo largo del borde del abismo, con los motores rugiendo, fue
desenrollando sus grandes carretes de cable de acero. Las redes y plataformas fueron
bajando carga y personas por igual. El abismo tenía más de mil trescientos metros de
profundidad. No había cinturones ni instrucciones de seguridad, sólo desgastadas
correas improvisadas, cadenas engrasadas y cerrojos de pie para asegurar las jaulas y
la maquinaria. El cargamento humano tenía que arreglárselas por sí solo.
Los macizos brazos del cabrestante crujían y gemían. Ali colocó la mochila
detrás de ella y se amarró a la barandilla inferior con carabinas y un nudo. Shoat se
acercó con una tablilla de notas en la mano.
—Buenos días —gritó en medio del rugido de los motores y los gases de escape.
Tal y como había predicho, algunos de ellos habían abandonado el juego
durante la noche. Por el momento, sólo cinco o seis, aunque Ali esperaba que
renunciasen más, dada la actitud de Shoat y de Helios. A juzgar por la complacida
mueca de Shoat, él también lo esperaba. No había hablado en ningún momento con
él y, ahora, un repentino temor surgió entre sus otros temores: que pudiera apartarla
repentinamente de la expedición.
—Es usted la monja —le dijo.
No podría decirse que aquel rostro enjuto y aquellos ojos hambrientos fuesen
precisamente encantadores, pero era bastante atractivo. Le ofreció la mano, que a ella
le pareció sorprendentemente delgada para unos bíceps y muslos tan abultados.
—Estoy aquí en calidad de epigrafista y lingüista.
—¿Necesitamos a alguien así? Por lo visto, surgió usted de ninguna parte.
—No me enteré de la oportunidad hasta bastante tarde.
—Una última oportunidad —dijo él, estudiándola.
El Descenso
Jeff Long
Ali miró hacia la plataforma y vio a algunos de los que se quedaban. Parecían
enfurecidos, pero también entristecidos. Había sido una noche de lágrimas y rabia,
de promesas de denuncias legales contra Helios. Se produjo incluso una pelea a
puñetazos. Ali se daba cuenta de que parte de ese resentimiento se debía a que
aquellas personas ya habían tomado una decisión en otro momento y Shoat les había
obligado a tomarla de nuevo.
—Me siento en paz conmigo misma —le aseguró ella.
Los cables se tensaron por encima de su cabeza. La plataforma se elevó un poco.
Shoat la empujó y se alejó mientras ellos quedaban allí, suspendidos sobre el abismo.
Uno de los compañeros de Ali se despidió a gritos del grupo de científicos que
quedaban atrás.
El sonido del motor del cabrestante se desvaneció sobre sus cabezas. Era como
si de pronto se hubieran apagado las luces de Esperanza. Suspendidos del cable, se
hundieron en la negrura, girando lentamente. El extraplomo era magnífico. A veces,
la pared del acantilado se hallaba tan alejada que las luces de las linternas apenas
llegaban hasta ella.
—Como un gusano colgado de un anzuelo —comentó uno de sus vecinos
después de la primera hora—. Ahora ya sé lo que se siente.
Eso fue todo. Nadie dijo una sola palabra más durante todo el trayecto de
descenso.
Ali nunca había experimentado tanto vacío.
Horas más tarde se acercaron al suelo. Los desechos químicos y los residuos
humanos se habían acumulado para formar una hedionda marisma que se extendía a
lo largo de la base, sobre el suelo, hasta más allá de donde alcanzaba la luz. El hedor
atravesó incluso la mascarilla antipolvo que llevaba puesta Ali. Tuvo que abrir la
boca y se tragó el hedor con asco. Se le puso la piel de gallina a causa de la acidez.
El cabrestante los depositó con un golpe al borde del depósito de venenos. Una
mano algo carnosa, pero nudosa y a la que le faltaban dos dedos, sujetó la barandilla
por delante de ella.
—Bájense, rápido —gritó el hombre.
Llevaba andrajos sobre la cabeza, quizá para empapar el sudor o para
protegerse de sus luces.
Ali se desató y bajó de la plataforma. El tipo le lanzó la mochila. Casi enseguida,
la plataforma empezó a elevarse. El último de sus vecinos tuvo que saltar al suelo.
Miró a su alrededor y examinó a la primera oleada de exploradores. Había
quince o veinte, agrupados y moviendo las linternas encendidas. Un hombre había
desenfundado un gran revólver, con el que apuntaba vagamente hacia la oscura
lejanía.
—Mal sitio para quedarse. Será mejor que se muevan antes de que les caiga algo
sobre la cabeza —dijo una voz. Todos se volvieron hacia un nicho en la roca. En el
interior había un hombre sentado, con el rifle de asalto apoyado a un lado. Llevaba
gafas oscuras—. Sigan ese sendero —indicó—. Continúen adelante durante una hora.
El Descenso
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Los demás les alcanzarán dentro de muy poco. Y tú, atontado, el del revólver.
Guárdate eso en los pantalones, antes de que se te dispare y hieras a alguien.
Hicieron lo que se les dijo. Moviendo las luces de un lado a otro, siguieron un
sendero que serpenteaba alrededor de la base del acantilado. No había posibilidad de
perderse. Era el único sendero que había.
Una cruda neblina se mantenía suspendida sobre el suelo. Jirones de gas
ascendían hasta sus rodillas. Pequeñas nubes tóxicas giraban al nivel de la cabeza,
haciéndose blancas a la luz de los focos de los cascos. De vez en cuando surgían
pequeñas llamaradas, como fuegos de San Telmo, que luego se apagaban.
Estaba todo mortalmente silencioso, como en un pantano. Los animales habían
acudido hasta allí a decenas de miles. Atraídos por los desperdicios, los nutrientes
insólitos o, al cabo de un tiempo, por la carne de los primeros animales que llegaron,
habían comido y bebido allí. Ahora, sus huesos y su carne en proceso de putrefacción
se extendían sobre las rocas, kilómetro tras kilómetro.
Ali se detuvo al lado de dos biólogos que conversaban junto a un montón de
carne en proceso de putrefacción y huesos espinosos.
—Sabemos que las espinas y la armadura protectora encontradas en un
ambiente demuestran la existencia de una población de depredadores en expansión
—le explicó uno de ellos—. Cuando los depredadores empiezan a devorar a los
depredadores, la evolución empieza a desarrollar defensas físicas. La proteína no es
una máquina de movimiento perpetuo. Tiene que iniciarse en alguna parte. Pero
nadie ha descubierto aún dónde se inicia la cadena alimenticia de los abisales.
Al menos hasta la fecha, nadie había descubierto tampoco la existencia de
plantas allí abajo. Sin plantas, por lo tanto, no había herbívoros. Se terminaba por
tener todo un sistema ecológico basado en la carne.
Su amigo observó las quijadas abiertas para examinar los dientes. Algo
escamoso y con garras salió a rastras, otra especie invasora procedente de la
superficie.
—Las cosas son tal como esperaba —dijo el amigo—. Aquí abajo todo pasa
hambre. Se mueren de hambre.
Ali continuó y vio por fin una docena de crán eos y costillares de tamaños y
formas diferentes, un conjunto completamente nuevo cuya clasificación no era del
todo desconocida para su imaginación. Un conjunto de huesos tenía las dimensiones
de una serpiente corta con una cabeza grande. Alguna otra cosa se había movido en
vida sobre dos patas. Otro animal podría haber sido una pequeña rana con alas.
Ninguno de ellos se movió.
Ali no tardó en sudar y jadear. Sabía que habría un período de adaptación al
sendero, que iba a tener que aclimatarse a las profundidades, desarrollar sus
cuadriceps y ajustarse a nuevos ritmos circadianos. Pero, evidentemente, a ello no
contribuía en nada el hedor de los restos animales y la red de residuos de los
mineros. Además, una batería de obstáculos a base de cables oxidados, barandillas
retorcidas, escalas de mano y escaleras dificultaba el progreso.
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Ali llegó a una zona despejada. Un grupo de científicos descansaba sobre un
banco natural de piedra. Se quitó la mochila y se unió a ellos. Más adelante, el
sendero descendía hacia las profundidades por una escalera tortuosa. La obra parecía
antigua, fusionada con las acrecencias. Ali miró a su alrededor, en busca de
inscripciones talladas o de cualquier otra señal de la cultura abisal, pero no encontró
nada.
—Ésos deben de ser los últimos de nuestro grupo que descienden —dijo uno de
los expedicionarios.
Ali siguió con la vista la dirección del dedo. Como diminutos cometas, tres
puntos de luz descendían lentamente en la oscuridad, dejando tras de sí filamentos
plateados. Se sorprendió. A pesar de todo lo que habían caminado, las plataformas
no estaban tan lejos, quizá a sólo un par de kilómetros. Más arriba, en el límite del
borde superior, la ciudad de Esperanza se encontraba envuelta en la negrura de la
noche, como una bombilla mortecina. Por un momento, vio los acantilados pintados
de la ciudad en expansión. El brillante color azulado titilaba en medio de la neblina
tóxica como una estrella fugaz, así que pidió un deseo.
Después de su descanso, el sendero cambió. La marisma se fue quedando atrás
y disminuyó, hasta desaparecer, el hedor nauseabundo de la muerte. El sendero se
elevaba en una pendiente agradable. Llegaron hasta una plataforma de roca desde
donde se dominaba una meseta plana.
—Más animales —dijo alguien.
—No son animales.
Hubo una época, en Palestina, en que la gente realizaba sacrificios humanos en
el valle de Hinnon; más tarde utilizó ese mismo valle como vertedero de animales
muertos y de los ejecutados. Allí podían verse hogueras de cremación, tanto de día
como de noche. Con el paso del tiempo, el nombre de Hinnon se transformó en
Gehenna, que se convirtió a su vez en la palabra hebrea para designar el país de los
muertos. Ali había estudiado algo la literatura sobre el infierno, y no pudo dejar de
preguntarse si acaso no se habrían encontrado con algún equivalente moderno de
Hinnon.
La imagen se aclaró por sí misma mientras avanzaban por la meseta. Los
cuerpos eran simplemente hombres tumbados en un campamento al aire libre.
—Tienen que ser nuestros porteadores —sugirió Ali. Calculó que debía de
haber reunidos allí cien hombres o más. El humo del tabaco se mezclaba con su
intenso olor corporal. Encontró la pista al ver docenas de tambores azules de plástico,
curvados por uno de sus lados para adaptarse a la espina dorsal humana.
Habían llegado al punto de reunión. Este era el lugar desde donde se iniciaría
realmente la expedición. Como si fueran invitados indeseables, los científicos
esperaron en el límite del campamento, sin saber muy bien qué hacer a continuación.
Los porteadores, por su parte, no hicieron nada por instruirles. Siguieron allí
tumbados, compartiendo cigarrillos y tazas de bebidas calientes o, simplemente,
dormitando sobre el suelo.
—Parecen... ¡no me digas que han contratado a abisales! —dijo una mujer.
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—¿Cómo podrían contratar a abisales? —replicó alguien—. Ni siquiera sabemos
todavía si existen.
Los incipientes cuernos de los porteadores, sus frentes de escarabajo y la forma
de sus cuerpos, casi deformada en su vileza de prisión, no dejaba de imbuirlos de un
cierto patetismo. Nadie, sin embargo, se atrevería a demostrar piedad ante ellos.
Poseían las miradas fijas y las cicatrices de una banda callejera. Su vestimenta era una
combinación de gueto de Los Ángeles y de la jungla. Algunos llevaban pantalones
cortos Patagonia y gorras de los Raiders, y otros taparrabos con chaquetas hasta las
caderas. La mayoría portaban cuchillo. Ali vio machetes... a pesar de que allí no había
lianas. Las armas servían como protección contra los animales, cuyos restos habían
observado durante la última hora de marcha, y posiblemente contra cualquier señal
de hostilidad, pero sobre todo para protegerse unos de otros. Alrededor del cuello
llevaban collares nuevos de plástico blanco. Había oído hablar de la existencia de
trabajos forzados y grupos encadenados en el subplaneta, y quizá aquellos collares
fuesen alguna especie de argolla electrónica. Pero aquellos hombres ofrecían un
aspecto físico demasiado similar y familiar como para ser un grupo de prisioneros.
Debían de proceder de la misma tribu, formar parte de la vanguardia de una
emigración. Eran indios, aunque Ali no supo decir de qué región. Posiblemente de
origen andino. Sus pómulos eran anchos y prominentes y sus ojos negros casi
orientales.
A su lado apareció un corpulento y joven soldado negro.
—Si quieren venir por aquí —les dijo—, el coronel ha hecho preparar café
caliente. Acabamos de recibir un informe actualizado por radio. El resto de su grupo
ya ha descendido. Pronto estarán aquí.
Sujeta a la cadena de su chapa de identificación había una pequeña cruz de
Malta hecha de acero, el emblema oficial de los caballeros hospitalarios.
Recientemente revitalizada gracias a la generosidad de un fabricante de calzado
deportivo, la orden religiosa militar se había hecho famosa por emplear a antiguos
atletas universitarios y de instituto con muy poco futuro por delante. El
reclutamiento se inició en las manifestaciones de los Mantenedores de Promesas y en
la Marcha del Millón de Hombres, y adquirió ímpetu y fama como un ejército
mercenario bien entrenado y muy disciplinado, que ofrecía sus servicios a grandes
empresas y gobiernos.
Al pasar junto a una cordada de indios, observó que una cabeza se levantaba;
era Ike. La mirada que él le dirigió duró apenas un segun do. Todavía deseaba darle
las gracias por aquella naranja que le había regalado en el ascensor de Nazca. Pero
Ike concentró su atención en el grupo de porteadores, moviéndose entre ellos como
Marco Polo.
En medio de ellos, Ali vio líneas y arcos trazados en la piedra; Ike movía
guijarros y trozos de hueso de un lado a otro. Pensó que debían de estar participando
en algún juego, hasta que se dio cuenta de que él interrogaba a los indios, en busca
de direcciones o información. También observó otra cosa. Cerca de un pie, Ike tenía
un pequeño montón de hojas cuidadosamente dispuestas que, sin lugar a dudas,
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había comprado en el último momento. Las reconoció. Él tenía costumbre de
masticar hojas de coca.
Se dirigió hacia la parte del campamento ocupada por los soldados. Allí todo
estaba en movimiento y los hombres con uniformes de camuflaje iban de un lado a
otro, comprobando las armas. Eran por lo menos treinta, todavía más silenciosos que
los indios, y decidió que debía ser cierta la leyenda que hablaba de los votos de
silencio de los mercenarios. Hablar se consideraba entre ellos como una
extravagancia, a excepción de la oración o de la comunicación esencial.
Atraídos por el olor del café recién hecho, los científicos se acercaron a una
estufa montada sobre las rocas y se sirvieron. Luego empezaron a husmear por entre
las cajas y tambores de plástico, ordenadamente dispuestos, en busca de su equipo.
—Ustedes no pueden estar aquí —les dijo el soldado negro—. Desalojen la base,
por favor.
Avanzó para bloquearles el paso. Ellos lo rodearon y continuaron la búsqueda.
—Estaría bueno —le dijo alguien—. Es nuestro material.
La búsqueda se tornó inquieta.
—¡Mi ciclotrón! —exclamó alguien con tono triunfal.
—Damas y caballeros —dijo entonces una voz.
Ali apenas la escuchó entre los gritos y el jaleo producidos al encontrar y sacar
el equipo.
Un solo disparo desgarró el aire. La bala había sido disparada desde el
campamento, dirigida hacia el suelo. Del lugar donde golpeó el desnudo lecho de
roca, a unos quince metros de distancia, arrancó una rociada de chispas de luz. Todo
el mundo se detuvo.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó un científico.
—Eso ha sido el disparo de una Remington Lucifer —anunció el que había
disparado.
Era un hombre alto, recién afeitado, delgado, a la manera de los oficiales de
campaña. Llevaba un correaje de cuero que le cruzaba el pecho, con una funda
sobaquera para su pistola, de tamaño modesto. Vestía unos pantalones negros y gris
carbón, al estilo de los del SWAT, introducidos en unas botas ligeras. Su camiseta
negra parecía limpia. Del cuello le colgaban unas gafas oscuras.
—Es una munición especialmente desarrollada para utilizarla en el subplaneta.
Es del calibre 25, hecha de plástico endurecido, con una punta de uranio. Según los
niveles de calor y vibración sónica tiene distintas capacidades funcionales. Es capaz
de producir una herida gigantesca con múltiples estrías o, simplemente, ceguera
temporal. Esta expedición supone el estreno oficial para la Lucifer y otras
tecnologías.
El acento de su voz era aristocrático, de Tennessee. Spurrier se acercó al soldado
con las patillas hinchadas y la mano extendida. Se había nombrado a sí mismo
portavoz de los científicos.
—Usted tiene que ser el coronel Walker.
Walker no hizo el menor caso de la mano que le tendía Spurrier.
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—Tenemos dos problemas. Primero, esas cargas que han sacado de su sitio
estaban distribuidas por peso y equilibradas para su transporte. Su contenido ha sido
cuidadosamente inventariado. Tengo una lista de cada objeto en cada carga. Cada
carga está debidamente numerada. Ahora han retrasado ustedes nuestra partida en
media hora porque habrá que volver a guardar lo que han saqueado.
«Problema número dos. Uno de mis hombres les ha pedido que hicieran algo y
ustedes no han hecho caso. —Los miró a todos—. En el futuro tendrán la amabilidad
de aceptar esa clase de peticiones como una orden directa. Una orden mía.
Enfundó el arma y cerró la funda con un chasquido.
—¿Saqueado? —protestó un científico—. Se trata de nuestro equipo. ¿Cómo
podemos saquearnos a nosotros mismos? ¿Quién está al mando aquí?
En ese momento llegó Shoat, que todavía llevaba su mochila.
—Ya veo que se han conocido —dijo y se volvió hacia el grupo—. Como saben,
el coronel Walker será nuestro jef e de seguridad. A partir de ahora él estará a cargo
de nuestra defensa y de la logística.
—¿Tenemos que pedirle permiso para investigar? —objetó un hombre.
—Esto es una expedición, no su despacho personal —dijo Shoat—. La respuesta
es afirmativa. A partir de ahora tendrán que coordinar sus peticiones con el hombre
que designe el coronel, que los dirigirá hacia los paquetes pertinentes.
—Formamos un grupo —dijo Walker. Ofrecía una innegable imagen de
autoridad, con el uniforme, los correajes y su constitución delgada. Llevaba en una
mano una Biblia encuadernada a juego con su vestimenta—. El grupo tiene
prioridad. Sólo tienen que comunicar sus necesidades individuales y mi oficial de
intendencia les ayudará. Por una cuestión de orden, tendrán que hablar con él al final
de cada jornada. No por la mañana, mientras estemos recogiendo, ni en plena
jornada, cuando estemos en marcha.
—¿Tengo que pedirle permiso para acceder a mi propio equipo?
—Ya lo arreglaremos —dijo Shoat con un suspiro—. Coronel, ¿hay alguna cosa
más que quiera añadir?
Walker se sentó en el borde de la roca, con un pie firmemente plantado en el
suelo.
—Mi trabajo es de mercenario —dijo—. Helios me ha traído aquí para proteger
esta empresa. —Desplegó un manojo de hojas de papel y lo mantuvo en alto—. Mi
contrato —dijo, hojeando las cláusulas—. Contiene algunos rasgos bastante
singulares.
—Coronel —le advirtió Shoat. Walker le hizo caso omiso.
—Aquí, por ejemplo, hay una lista de bonificaciones que recibiré por cada uno
de ustedes que sobreviva al viaje. —El coronel contaba ahora con la atención de
todos. Shoat no se atrevió a interrumpir—. Me recuerda mucho una recompensa por
el botín —siguió diciendo Walker—. Según esto, recibiré una cantidad determinada
por cada mano, pie, extremidad, oreja u ojo que entregue intactos y sanos. Eso se
refiere a sus manos, sus pies y sus ojos. —Encontró la parte donde así se especificaba
—. Veamos, a trescientos dólares por ojo, eso supone seiscientos dólares por pareja.
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Pero sólo ofrecen quinientos por mente. Ya pueden imaginárselo. Las protestas
fueron ruidosas.
—¡Esto es inaudito! —exclamó alguien. Walker movió el contrato en el aire
como una bandera blanca.
—Tienen que saber algo más —bramó, acallándolos un poco—. Ya he servido
bastante tiempo aquí abajo y va siendo hora de oler las rosas, si se puede decir así.
Meterme en política, quizá. Realizar algún trabajo de asesoría. Pasar algún tiempo
con la mujer y los hijos. Y aquí es donde entran ustedes en juego. —Todos se
quedaron muy quietos—. Como pueden ver, mi objetivo es hacerme muy rico con
ustedes. Tengo la firme intención de cobrar hasta el último centavo de todo este
programa de bonificaciones. Voy a cobrar por cada ojo, por cada testículo, por cada
dedo. ¿Se han preguntado alguna vez en quién pueden confiar realmente? —Walker
se guardó el contrato y lo cerró en su diario—. Permítanme decirles que lo único en
este mundo en lo que pueden confiar siempre es en el interés de cada uno.
Ahora, ustedes ya saben cuál es mí interés.
Shoat prestaba una dolorida atención. El coronel acababa de amenazar la unión
de la expedición... para luego salvarla. Pero ¿por qué?, se preguntó Ali. ¿Cuál era el
juego de Walker?
Se golpeó el muslo con la Biblia.
—Vamos a iniciar un gran viaje hacia lo desconocido. A partir de ahora, esta
expedición funcionará dentro de las normas y la guía de mi buen juicio. Nuestra
mejor protección será un conjunto común de ideas, una ley si quieren llamarlo así. Y
esa ley, señores, es la mía. A partir de ahora observaremos principios de
jurisprudencia militar. A cambio, me comprometo a devolverlos sanos y salvos junto
a sus familias.
Shoat alargó lentamente el cuello, como una tortuga. Su soldado de fortuna
acababa de presentarse a sí mismo como la autoridad inapelable sobre la expedición
Helios durante el siguiente año. Fue el acto más audaz que Ali hubiera visto jamás.
Esperó a que los científicos expresaran airadamente sus protestas.
Pero se produjo un gran silencio. Nadie opuso la menor objeción. Entonces, Ali
comprendió.
El mercenario acababa de prometerles la conservación de sus vidas.
Como sucede con toda expedición, iban separados sólo por unos pocos
centímetros. Se empezaron a desarrollar ciertos hábitos. El campamento se levantaba
a las ocho. Walker rezaba una oración a sus tropas, habitualmente algo tenebroso del
Apocalipsis, de Job o de su pasaje favorito la carta de Pablo a los Corintios: «La noche
ya ha pasado, empieza el día; librémonos por tanto de las obras de la oscuridad y
pongámonos la armadura de la luz». Luego, enviaba por delante a media docena de
hombres como exploradores. Les seguían los científicos. Los porteadores iban detrás,
protegidos, aunque más bien se diría que conducidos, por los silenciosos soldados.
La división del trabajo era estricta y no se podían traspasar los límites.
Los porteadores hablaban quechua, la lengua de los incas. Ninguno de los
estadounidenses lo hablaba, y sus intentos por utilizar el español eran rechazados.
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Ali intentó el lenguaje de los signos, pero los indios no estaban dispuestos a
confraternizar. Por la noche, los mercenarios patrullaban en tres turnos el perímetro
del campamento, que protegían no tanto contra los adversarios abisales como contra
la huida de sus propios porteadores.
Durante las primeras semanas vieron raras veces a su guía. Ike se había
hundido en la noche de los túneles y solía mantenerse a uno o dos días por delante
de ellos. Su ausencia creó una extraña desazón entre los científicos. Cuando
preguntaban cómo se encontraba, Walker se mostraba despectivo. El hombre ha de
saber cuál es su deber, venía a decir.
Ali imaginó que el guía formaba parte del grupo paramilitar de Walker, pero
finalmente se enteró de que no era así. Tampoco era exactamente un colaborador
independiente, si ése era el término. Por lo visto, Shoat se lo había adquirido al
ejército de Estados Unidos. Era esencialmente una propiedad, muy poco diferente a
lo que había sido en sus tiempos abisales. Ali sospechaba que el misterio de Ike se
intensificaba porque la gente podía proyectar sobre él sus propias fantasías. Ella
limitaba sus propios deseos a preguntarle algún día sobre etnografía abisal, y
posiblemente a reunir un glosario de palabras originales, a pesar de que no podía
apartar de su mente aquella naranja.
Por el momento, Ike se limitaba a cumplir con lo que Walker consideraba que
era su deber. Les encontraba el camino. Los conducía hacia la oscuridad. Todos
conocían su brillante marca, una cruz de unos treinta centímetros pintada en las
paredes con spray azul brillante.
Shoat les informó de que la pintura empezaría a degradarse al cabo de una
semana. Aquello volvía a estar relacionado con sus secretos comerciales. Por lo visto,
Helios estaba decidida a ahuyentar a cualquier competidor haciéndole perder la
pista. Según señaló uno de los científicos, la desaparición de la pintura también les
haría perder a ellos su propia pista. Así no habría forma de volver sobre sus pasos.
Shoat procuraba tranquilizarlos mostrándoles una pequeña cápsula, que describió
como un radiotransmisor en miniatura. Era uno de los muchos que iría dejando a lo
largo del camino, y que permanecerían dormidos hasta que él decidiera ponerlos en
marcha con su control remoto. Lo comparó al rastro de migas de pan que dejaron
Hansel y Gretel, y cuando alguien comentó que todas las migas se las habían comido
los pájaros, los miró con desprecio.
—Siempre negativos —dijo.
El equipo se movía, descansaba y volvía a emprender la marcha en ciclos de
doce horas. Los hombres se dejaron crecer la barba. Entre las mujeres empezó a
surgir el vello, y el pintalabios y el lápiz para los ojos dejaron de usarse a diario. Las
tiras adhesivas acolchadas del doctor Scholl para evitar las ampollas se convirtieron
en la principal moneda de cambio, más valiosas incluso que los cigarrillos.
Ali nunca había formado parte de una expedición, pero tenía un conocimiento,
si bien novelesco, de ellas: eran balleneros en plena travesía, o una caravana de
carretas en marcha hacia el Oeste. Tenía la sensación de conocerlo todo
profundamente.
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Durante los diez primeros días sufrieron las articulaciones y los músculos de
todos los expedicionarios. Incluso los más endurecidos atletas gemían en sueños y
sufrían calambres en las piernas. Se desarrolló una pequeña adoración del Ibuprofén,
la pastilla antiinflamatoria contra el dolor. Pero sus fardos se fueron haciendo un
poco más ligeros cada día que pasaba, a medida que comían o que descartaban libros
que ahora ya no les parecían tan esenciales. Una mañana, Ali se despertó con la
cabeza apoyada sobre una roca y se sintió realmente refrescada.
Sus bronceados de la despedida desaparecieron. Sus pies se endurecieron.
Ahora ya eran capaces de ver con un cuarto de intensidad de luz, e incluso menos. A
Ali le agradaba olerse a sí misma, por la noche, a verdadero sudor.
Los químicos de Helios habían introducido vitamina D extra en sus barras
proteínicas, en sustitución de la perdida luz solar. Las barras también contenían otros
aditivos, estimulantes de los que Ali nunca había oído hablar. Su visión nocturna, por
ejemplo, se intensificó con rapidez. Se sentía más fuerte. Alguien se preguntó si las
barras de alimentos no contendrían esteroides, lo que puso en marcha toda una serie
de elucubraciones científicas que dieron alas a la imaginación.
Le gustaban los científicos. Los comprendía de una forma que Shoat y Walker
no podían hacer. Estaban allí porque habían contestado a la llamada de sus
corazones. Se sentían impulsados por razones ajenas a ellos mismos, por su sed de
conocimientos, por reduccionismo, por sencillez e incluso, en cierto sentido, por
Dios.
Inevitablemente, a alguien se le ocurrió que había que poner un nombre al
conjunto de los participantes en la expedición. Resultó que Julio Verne era el autor
que más atraía a aquel puñado de científicos, así que decidieron de nominarse
Sociedad Julio Verne, acortado enseguida a JV. El nombre se mantuvo. Ayudó el
hecho de que, para su viaje al centro de la tierra, Verne había elegido a dos científicos
como héroes, en lugar de guerreros o poetas. Pero a los JV les atraía sobre todo que el
pequeño grupo de científicos hubiera salido a la luz milagrosamente intacto.
Los tún eles eran amplios. El camino que seguían parecía muy cuidado. Alguien,
aparentemente hacía mucho tiempo, lo había despejado de piedras sueltas, y había
cincelado las esquinas para formar paredes y bancos a lo largo de la ruta. Surgió la
hipótesis de que la talla de la piedra podría haberse realizado varios siglos antes por
esclavos andinos, pues las juntas y las enormes dimensiones de los sillares eran
idénticas a las obras de manipostería del Macchu Pichu y de Cuzco. En cualquier
caso, los porteadores parecían saber exactamente para qué servían los bancos cuando
dejaban sus pesadas cargas en ellos.
Ali no se cansaba de verlo todo. Recorrieron kilómetros y kilómetros llanos
como una acera, serpenteando a derecha e izquierda por cómodos recodos; una
verdadera delicia para los peatones. Los geólogos eran los que más atónitos estaban.
Se suponía que, a aquellas profundidades, la litosfera debía estar compuesta de
basalto sólido, que debía ser insoportablemente caliente, una zona muerta. Pero aquí
se encontraban en un túnel que parecía el del metro. Casi se podían vender billetes
para recorrerlo, comentó alguien.
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—No te preocupes —le aseguró su compañero—. Helios lo hará.
Una noche acamparon junto a un bosque de cuarzo translúcido. Ali escuchó el
susurro producido por el movimiento de diminutas criaturas del inframundo y el
sonido del agua filtrándose por profundas grietas. Ése fue su primer encuentro serio
con animales indígenas. Las luces de la expedición mantenían a los animales ocultos.
Pero uno de los biólogos sacó un aparato de grabación y, a la mañana siguiente, les
hizo escuchar el ritmo de corazones de dos y tres ventrículos: peces subterráneos,
anfibios y reptiles.
Los sonidos nocturnos resultaron perturbadores para algunos, entre los que
surgió el miedo a los depredadores abisales, a bichos o serpientes con venenos
mortales. Para Ali, en cambio, la cercanía de la vida constituyó un verdadero
bálsamo. Era vida lo que iba a buscar allí; vida abisal. Tumbada de espaldas, en la
oscuridad, se sentía impaciente por ver a los animales.
En general, los campos del saber de los expedicionarios eran lo suficientemente
variados como para evitar la competencia profesional. Eso significaba que
compartían mucho más de lo que ocultaban. Escuchaban las hipótesis de los demás
con paciencia de santos. Formaban corros por las noches. Alguien que tocaba la
armónica interpretaba a John Mayall. Tres geólogos pusieron en marcha la barbería;
se llamaban los Tectónicos. El infierno estaba resultando muy entretenido.
Ali calculó que recorrían 11,5 kilómetros diarios. Cuando llegaron al kilómetro
100 organizaron una pequeña fiesta, con Kool-Aid y un baile. Ali se atrevió con
algunos pasos. Un paleobiólogo la hizo bailar un complicado tango, que fue para ella
como haber tomado unas copas de más bajo la luna llena.
Ali era un misterio para todos ellos. Era una erudita como ellos y, no obstante,
también era otra cosa: una monja. A pesar de haber bailado, algunas de las mujeres le
dijeron que temían que se sintiera privada de algo. Nunca participaba en los cotilleos
ni en las quejas de las mujeres cuando la marcha se ponía difícil. No sabían nada
sobre sus pasados amantes, pero le adscribían por lo menos alguno. Declararon
incluso su intención de descubrirlo, a lo que Ali les dijo, entre risas, que la hacían
parecer una anomalía social.
—No te preocupes —le aseguraron—, aún queda tiempo para que podamos
repararte.
Las inhibiciones fueron desapareciendo poco a poco. Las vestiduras se abrieron.
Los anillos de matrimonio empezaron a desvanecerse.
Las relaciones sentimentales se desplegaron a la vista de todo el grupo y, a
veces, incluso también las sexuales. Hubo algunos intentos iniciales de intimidad.
Hombres y mujeres maduros se pasaban notas de un lado a otro, se tomaban de las
manos en secreto o fingían hablar de asuntos importantes. Durante los descansos,
cuando casi todo el mundo dormía, Ali escuchaba los jadeos de la gente, como niños
del amor, entre las piedras y los fardos amontonados.
A principios de julio encontraron arte rupestre como el que se hubiera podido
hallar en las cuevas paleolíticas de Altamira. Las paredes mostraban animales,
figuras y formas geométricas hermosamente representados, algunos de ellos tan
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pequeños como sellos de correos. Sus colores eran intensos. ¡Color! ¡En un mundo
sumido en la oscuridad!
—¡Fijaos en ese detalle! —exclamó Ali con la respiración entrecortada por la
emoción.
Había grillos, orquídeas, reptiles e invenciones de pesadilla como las que
hubieran podido dibujar los surrealistas o El Bosco, bestias que eran en parte peces o
salamandras, en parte aves y humanos y en parte cabras. Algunas de las
representaciones utilizaban los abultamientos naturales de la roca como tallos
oculares o gónadas, o desportillaban fragmentos para representar un agujero en el
estómago, o vetas minerales para representar cuernos o antenas.
—Apagad las luces —les dijo Ali a sus compañeros—. Así es como debió de
parecer todo esto a la llama de una antorcha. Movió la mano a uno y otro lado del
foco de su casco; bajo la parpadeante luz, los animales parecían moverse sobre las
paredes.
—Es posible que algunas de estas especies se hayan extinguido hace decenas de
miles de años —comento un paleobiólogo—. Algunas ni siquiera sabía que
existieran.
—¿Quiénes creéis que fueron los artistas? —preguntó alguien.
—Desde luego, no los abisales —contestó Gitner, especializado en petrología, la
historia y clasificación de las rocas. Varios años antes había perdido a un hermano,
miembro de la guardia nacional, y odiaba a los abisales—. Son sabandijas que se han
enterrado bajo la tierra. Ésa es su naturaleza, como serpientes o insectos.
Una de las vulcanólogas habló. Con su cabeza rapada y sus largos muslos,
Molly era una figura que infundía respeto entre porteadores y mercenarios.
—Es posible que haya otra explicación —dijo—. Fijaos en esto.
Todos se reunieron bajo una amplia sección del techo que ella había estudiado.
—Muy bien —dijo Gitner—, no es más que un puñado de figuras con forma de
palo y de muñecas abultadas. ¿Y qué?
A primera vista, eso era lo que parecían ser. Blandiendo lanzas y arcos, los
guerreros componían salvajes ataques, unos contra otros. Algunos tenían los troncos
y las cabezas en forma de triángulos simétricos. Otros sólo aparecían esbozados con
líneas. Amontonadas en un rincón había varias docenas de Venus con grandes senos
y nalgas obesas.
—Estos parecen los prisioneros —dijo Molly, que señaló una hilera de figuras
de palo encordadas unas a otras.
Ali señaló una figura que tenía una mano posada sobre el pecho de otra.
—¿Es éste un chamán que cura a los demás?
—Es un sacrificio humano —murmuró Molly—. Fíjate en su otra mano.
La figura sostenía algo rojo en la mano extendida. En realidad, la mano no se
posaba sobre el pecho de la otra figura, sino en su interior. Estaba mostrando su
corazón.
Esa noche, Ali copió algunas de las escenas rupestres en su diario. Había ido
realizando mapas a modo de diario íntimo, pero, una vez descubiertos, sus mapas se
El Descenso
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convirtieron rápidamente en propiedad de la expedición, como un punto de
ref erencia para todos ellos.
A raíz de su trabajo en las excavaciones cerca de Haifay en Islandia, Ali conocía
las trampas de su oficio. Se había disciplinado en el uso de rejillas, contornos y
escalas y no iba a ninguna parte sin llevar el tubo de cuero donde guardaba los rollos
de papel. Manejaba con facilidad el transportador, y su trabajo a partir de la nada se
hizo legendario. Lo que hacía no eran tanto mapas como una especie de horario con
lugares de paso, como una cronografía. Allí abajo, muy lejos del alcance de los
satélites de ayuda a la navegación, desaparecían los conceptos de longitud, latitud y
dirección. Sus brújulas eran inútiles debido a la distorsión electromagnética. Así
pues, convirtió los días del mes en su verdadero norte. Estaban penetrando en
territorio sin nombres humanos, encontrando lugares cuya existencia nadie conocía.
A medida que avanzaban, empezó a describir lo indescriptible y a darle nombre a lo
que no lo tenía.
Durante el día, tomaba notas. Por la noche, mientras se instalaba el
campamento, abría el tubo de cuero donde guardaba el papel y extendía ante ella los
lápices y acuarelas. Realizaba dos tipos de mapas, uno con una vista general o
croquis del infierno, que se correspondía con la proyección de su ruta hecha por
ordenador por Helios. Incluía fechas, con las correspondientes alturas y lugares
aproximados, que relacionaba con alguna característica del lecho del océano que se
encontraba sobre ellos.
Pero lo que la enorgullecía eran los mapas diurnos, los del segundo tipo,
verdaderos gráficos del avance concreto realizado cada día. Las fotografías de la
expedición se revelarían algún día en la superficie, pero, por el momento, eran sus
pequeñas acuarelas, bocetos a lápiz y notas marginales lo que constituía la memoria
de la expedición. Dibujaba y pintaba todo aquello que le llamaba la atención, como
las muestras de arte rupestre o los grupos de calcitas verdes veteadas de minerales
rojo
cereza
que flotaban en estanques de agua, o las perlas rupestres que se
arremolinaban como nidos de huevos de colibríes. Intentó reflejar algo similar a
viajar por el interior de un cuerpo vivo, representando las articulaciones y pliegues
de la tierra, la viva piedra fluida, las estalagmitas enroscándose hacia lo alto, como
sinapsis en busca de una conexión. Todo aquello le parecía hermoso. Seguramente,
Dios no había creado un lugar semejante como una especie de gulag espiritual.
Incluso a los mercenarios y porteadores les agradaba mirar sus mapas. La gente
disfrutaba viendo cómo su viaje adquiría vida bajo sus lápices y pinceles. Sus mapas
los reconfortaban a todos. Se veían a sí mismos en los detalles minuciosos. Al
observar su trabajo, tenían la sensación de ejercer un control sobre aquel mundo
inexplorado.
El 9 de julio, su mapa del día incluía una anotación que produjo mucha alegría:
«9.55, 8.870 m. Señales de radio», decía.
Aquella mañana, cuando todavía no habían levantado el campamento, el
especialista en comunicaciones de Walker captó las señales. Toda la expedición se
mantuvo a la espera mientras se colocaban más sensores y se registraba
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pacientemente la transmisión de onda larga. Tardaron cuatro horas en captar un
mensaje que sólo duraba 45 segundos reproducido a velocidad normal. Todos lo
escucharon. Para su decepción, no iba dirigido a ellos.
Afortunadamente, una de las mujeres conocía bien el mandarín. Se trataba de
una señal de socorro emitida por un submarino de la República Popular de China.
—Fíjense en esto —dijo la mujer—. Ese mensaje se emitió hace nueve años.
Eso extrañó a todos.
«15 de julio —registró Ali más adelante—, 18.40, 9.090 m. Más señales de
radio.»
Esta vez, tras esperar a que las ondas largas latieran a través del basalto y de las
zonas minerales, lo que recibieron fue una transmisión de sí mismos. Estaba
codificada digitalmente en un código característico y propio de la expedición. Una
vez traducido, el mensaje les habló de una desesperada situación de hambruna. Lo
más extraño de todo era que, una vez digitalizado, se pudo comprobar que el
despacho se había enviado cinco meses más tarde, en el futuro. Gitner se adelantó e
identificó la voz de la cinta como la suya. Era un hombre al que no le gustaban las
bromas, y exigió indignado una explicación. Un aficionado a la ciencia ficción sugirió
que los cambios geomagnéticos podrían haber causado una deformación del tiempo,
y supuso que el mensaje era una especie de profecía de lo que les aguardaba. Gitner
dijo que aquello eran tonterías. No obstante, allí estaba, y la gente estuvo de acuerdo
en que se trataba de una buena historia de fantasmas. La anotación del mapa de Ali
de aquel día incluía un diminuto fantasma Casper, con la descripción de la voz
fantasma.
En sus mapas se incluyó también la detección de la primera vida genuinamente
abisal. Dos planetólogos la detectaron en una grieta y, tras apoderarse de ella,
regresaron corriendo al campamento con su prisionera. Se trataba de una pelusa
bacteriana de poco más de un centímetro, que formaba un ecosistema microbiano
litoautotrófico de subsuperficie, SLIME en la jerga de los especialistas. Para los no
entendidos, era un devorador de roca.
—¿De veras? —se limitó a preguntar Shoat. El descubrimiento de una bacteria
capaz de comerse el basalto eliminaba la necesidad de la luz solar. Significaba que el
abismo era capaz de mantenerse a sí mismo. El infierno era perfectamente capaz de
autoabastecerse.
El 17 de julio encontraron un guerrero fosilizado. Era humano y probablemente
databa del siglo XVI. Su carne se había transformado en piedra caliza. Su armadura
estaba intacta. Imaginaron que había llegado hasta allí desde el Perú, como un
Pizarro o un Don Quijote que hubiera penetrado en aquella oscuridad eterna por la
fe, la gloria o el oro. Quienes tenían cámaras y grabadoras documentaron el
descubrimiento del caballero perdido. Uno de los geólogos intentó tomar una
muestra de la vaina de roca que le rodeaba el cuerpo y sólo consiguió arrancarle una
pierna.
El vandalismo accidental del geólogo pronto se vio superado por las
consecuencias de la presencia misma del grupo. En el espacio de apenas tres horas,
El Descenso
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las sustancias bioquímicas de la respiración generaron de forma espontánea una
especie de musgo verdoso. Lo que sucedió después fue como contemplar impotentes
un incendio. La vegetación, estimulada por el aire del interior de sus cuerpos,
colonizó rápidamente las paredes e impregnó al conquistador. Mientras estaban allí,
ante sus propios ojos, la figura se vio consumida por ella. Huyeron como si huyeran
de sí mismos.
Ali se preguntó si, al pasar ante aquel caballero perdido, Ike lo había visto.
Incidente en la provincia de Guangdong
República Popular de China
Oscurecía; esta denominada «ciudad milagro» ni siquiera existía en los mapas.
Holly Ann hubiera deseado que el señor Li condujera un poco más deprisa. El
guía de la agencia de adopción no era un buen conductor, aunque, en realidad,
tampoco era un verdadero guía. Ocho ciudades recorridas, quince orfanatos
visitados, veintidós mil dólares gastados y seguían sin bebé.
Wade, su esposo, miraba, con la nariz enyesada, por la ventanilla opuesta.
Durante los diez últimos días habían cruzado las provincias meridionales, soportado
inundaciones, enfermedades y pestilencias; incluso habían estado al borde del
hambre. Su paciencia estaba hecha añicos.
Era extraño, pero en todas partes encontraban lo mismo. Cada vez que iban de
visita, los orfanatos aparecían vacíos de niños. De vez en cuando encontraban
marchitas y pequeñas deformidades, hidrocefálicos, mongoloides o niños
genéticamente condenados, a los que sólo les quedaban unos pocos alientos para
morir. Por lo demás, China parecía haberse quedado repentina e inexplicablemente
sin huérfanos que adoptar.
Se suponía que las cosas no debían ser de este modo. La agencia de adopción
anunciaba que en China había multitud de expósitos, sobre todo niñas, cientos de
miles de ellas, diminutas y rechazadas por familias que sólo podían tener un hijo y
querían que fuese varón. Holly Ann había leído en alguna parte que aún seguía
vendiéndose a las huérfanas como sirvientas, como
tongyangxi
o novias infantiles. Si
lo que se quería era adoptar a una niña pequeña, nadie regresaba a casa con las
manos vacías. «Hasta que llegamos nosotros», pensó Holly Ann. Era como si alguien
hubiese pasado con una gran aspiradora y hubiese limpiado el lugar. Faltaban
incluso algo más que huérfanos. Faltaban niños. Podían verse pruebas de su
existencia, como juguetes, cometas, pizarras de tiza. Pero en las calles no se veía un
solo niño menor de diez años.
—¿Dónde han podido meterse? —preguntaba Holly Ann todas las noches.
A Wade se le había ocurrido una teoría.
—Creen que hemos venido a robarles a sus niños. Seguramente nos los ocultan.
A partir de aquella observación habían emprendido la incursión guerrillera del
día de hoy. Sorprendentemente, el señor Li se mostró de acuerdo con la idea.
Visitarían un orfanato apartado de las rutas convencionales, sin advertir previamente
de su visita.
A medida que se acercaba la noche, el señor Lí se introdujo cada vez más
profundamente en el dédalo de callejones. Holly Ann no esperaba encontrarse con
El Descenso
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una selva virgen llena de pandas y templos a lo
kung fu
bajo la Gran Muralla, pero
esto parecía obra de un planificador urbano loco, con desviaciones y callejones sin
salida unidos por hilos eléctricos, oxidado hormigón armado y andamiajes de
bambú. El sur de China debía de ser el lugar más feo de la Tierra. Se estaban
nivelando las montañas para rellenar charcas y lagos. Se construían presas en los
ríos. Extrañamente, al mismo tiempo que estas gentes nivelaban la tierra, atestaban
también el cielo. Lo que hacían era como robar el sol para alimentar la noche.
La lluvia acida empezó a golpear el parabrisas con besos pegajosos,
amarillentos y nauseabundos como escupitajos. Las profundas minas de carbón
abrían agujeros como panales en las colinas de aquel distrito donde todo el mundo
quemaba carbón. El aire hedía.
El asfalto se convirtió en un camino de tierra. El sol se puso. Era la hora de las
brujas. No habían visto nada igual en otras ciudades. Los policías, con sus uniformes
verdes, desaparecieron de la vista. Desde los umbrales de las puertas y las ventanas y
los nichos de los callejones de habitáculos altos, las miradas seguían a los
gweilo,
los
diablos blancos, antes de transferirlos a otras miradas.
La oscuridad pareció petrificarse. El señor Li aminoró la marcha, evidentemente
perdido. Bajó la ventanilla y llamó por señas a un hombre que estaba en la acera, al
que ofreció un cigarrillo. Hablaron. Al cabo de un rato, el hombre sacó una bicicleta y
el señor Li reinició la marcha, con su guía sujetándose a la puerta del vehículo. De
vez en cuando, el ciclista emitía una orden y el señor Li giraba para entrar por otra
calle. La lluvia entraba por la ventanilla abierta y salpicaba los asientos de atrás.
Uno al lado del otro, el coche y el ciclista efectuaron giros y más giros durante
otros cinco minutos. Luego, el hombre gruñó algo y golpeó el techo del coche. Se
apartó de ellos y se alejó pedaleando.
—Aquí —anunció el señor Li.
—Debe de estar bromeando —dijo Wade.
Holly Ann alargó el cuello para ver mejor a través del parabrisas. Ante ellos,
rodeado de alambre de espino, se levantaban las paredes grises de un complejo
fabril. Parecía achaparrado bajo la luz de sus duros focos. Algunos trozos de ominosa
tela negra se habían atado a la alambrada, y en las paredes se veían grandes y feos
caracteres en intensa pintura roja. Hacia el fondo, los rascacielos a medio terminar
bloqueaban la vista. Habían llegado a una especie de epicentro muerto. Mirase
donde mirase, una quietud de piedra irradiaba a partir de allí.
—Acabemos de una vez con esto —dijo Wade, que se bajó del coche. Empujó la
puerta de entrada. La alambrada se onduló como el azogue. Holly Ann cambió su
primera impresión. Aquello no parecía una fábrica, sino una prisión.
—¿Qué clase de orfanato es este? —le preguntó al señor Li.
—Buen lugar, no problema —dijo el hombre, aunque parecía un tanto nervioso.
Wade golpeó la puerta de estilo industrial. La decoración, a base de ladrillo y
cemento armado, lo empequeñecía. Al ver que nadie contestaba, se limitó a hacer
girar la manija y la puerta metálica se abrió. No se volvió para preguntar si era
conveniente entrar o no. Simplemente, entró.
El Descenso
Jeff Long
—Estupendo, Wade —murmuró Holly Ann.
Holly Ann bajó del coche. La puerta del señor Li permaneció cerrada. Ella lo
miró por el parabrisas y le dio unos golpecitos en el cristal para llamarlo. El hombre
la miró a través de su pequeña nube de humo de tabaco, como si quisiera privarla de
vida, y luego se inclinó para apagar el motor. Los limpiaparabrisas dejaron de
moverse de un lado a otro. La imagen del hombre quedó difuminada por la lluvia.
Finalmente, se apeó.
Dejándose llevar por un impulso, Holly Ann se inclinó sobre los asientos de
atrás y tomó un paquete de pañales desechables. El señor Li dejó los faros
encendidos, pero cerró con llave todas las puertas.
—Bandidos —explicó.
Holly Ann abrió la marcha. Las palabras pintadas con trazos malignos los
dominaban desde ambos lados. Observó entonces los lugares chamuscados, allí
donde las llamas habían lamido el ladrillo. Al pie de la pared había gran cantidad de
cristales rotos de los cócteles molotov. ¿Quién habría asaltado un orfanato?
La puerta de metal estaba fría. El señor Li se le adelantó y entró en la oscuridad.
—Espere —le dijo ella.
Pero los pasos del hombre ya se perdían por el pasillo.
Recordando el propósito que los había llevado hasta allí, Holly Ann entró.
Respiró profundamente y olió la evidencia. Bebés. Buscó figuras de cartón, rayas de
tiza o manchas de pequeñas manos en la parte inferior de las paredes. En lugar de
eso sólo observó el
stacatto
de los agujeros y las desportilladuras que invadían el
enyesado. Termitas, pensó asqueada.
—¿Wade? —llamó. Ante el silencio, probó de nuevo—. ¿Señor Li?
Continuó pasillo abajo. El musgo florecía en las grietas. Todas las puertas
habían desaparecido. Cada estancia la miraba desde la negrura. Si alguna vez había
habido ventanas, tenían que haberlas tapiado. Aquel lugar era completamente
estanco y aislado. Llegó entonces a un rimero de luces de Navidad.
Fue la visión más extraña de todas. Alguien había colgado cientos de luces de
Navidad, rojas, verdes y blancas, que parpadeaban, y hasta luces de color chile rojo,
y rana verde y trucha turquesa, como las que se encuentran en los restaurantes
mexicanos allá, en casa. Quizá eso les gustara a los huérfanos.
El aire cambió. Un olor se infiltró hasta llegar a ella. El amoniaco de los orines.
El olor a deposición de bebé. No había error posible. Allí había bebés. Holly Ann
sonrió por primera vez en varias semanas. Casi se abrazó a sí misma.
—¿Oiga? —llamó.
Una voz infantil balbuceó algo en la oscuridad. Holly Ann levantó la cabeza.
Por un momento hasta pensó que aquella alma diminuta la había llamado por su
nombre.
Siguió el sonido hacia una estancia lateral que olía a residuos humanos y a
basuras. El parpadeo de las luces de Navidad no llegaba hasta allí. Holly Ann se
preparó, se agachó y, apoyada sobre sus pies y sus manos, avanzó a través del
montón, guiándose por el tacto. La basura estaba fría. Necesitó echar mano de todo
El Descenso
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su control para no pensar en lo que estaba sintiendo. Era materia vegetal, arroz
cocido, carne desechada. Pero, por encima de todo, intentó no pensar en alguien
capaz de arrojar a la basura a un niño vivo.
El suelo descendía suavemente hacia el fondo. Quizá se hubiera producido un
terremoto. Notó una ligera corriente de aire que le daba en la cara. Parecía proceder
de algún lugar más profundo. Recordó la gran cantidad de minas de carbón que
había por allí. Cabía la posibilidad de que hubiesen construido la ciudad sobre
antiguos túneles que ahora se derrumbaban bajo su peso. Encontró al bebé por el
calor que despedía. Lo levantó como si hubiera sido siempre suyo, como si lo tomara
directamente de la cuna. La pequeña criatura estaba desnuda y grasienta y despedía
un olor agrio. Era diminuta. Holly Ann le pasó las yemas de los dedos por la frente y
vio que el cordón umbilical estaba recortado y blando, como si lo hubieran mordido
hacía poco. Era una niña, y no debería de tener más que unos pocos días. Holly Ann
sostuvo el pequeño cuerpo contra su hombro y escuchó. El alma se le cayó a los pies.
Lo supo instantáneamente. El bebé estaba enfermo. Se estaba muriendo.
—Oh, cariño —susurró. Le fallaba el corazón. Se le encharcaban los pulmones.
Podía escucharlo. No debía de faltar mucho para el final. Holly Ann envolvió a la
niña en su suéter y se arrodilló entre el montón de pútrida basura, acunándola.
Quizá fuera eso lo que estaba destinada a tener, una maternidad que únicamente
durase unos pocos minutos. Mejor eso que nada, pensó. Se levantó y miró hacia el
pasillo y las luces de Navidad.
Un pequeño ruido la detuvo. El sonido tenía varias partes, como si se tratara de
un escorpión metálico que levantara la cola, preparándose para atacar. Lentamente,
Holly Ann se volvió.
Al principio no se dio cuenta del fusil y del uniforme militar. Lo único que vio
fue a una mujer muy alta y fornida que no había sonreído desde hacía muchos años.
La nariz debió de habérsele roto hacia un lado mucho tiempo atrás. El pelo se lo
tenían que haber cortado con un cuchillo. Ofrecía el aspecto de alguien que ha estado
luchando, y perdiendo, durante toda su vida.
La mujer le siseó algo a Holly Ann en un batiburrillo de chino. Le hizo un gesto
colérico, señalando el bulto arropado en el suéter. Su exigencia no dejaba lugar a
dudas. Quería que devolviera a la niña y la dejara en el montón de basura de aquella
horrible habitación.
Holly Ann retrocedió y aferró con más fuerza al bebé. Lentamente, levantó el
paquete de pañales desechables.
—Está bien —le aseguró a la mujer alta.
Las mujeres se estudiaron una a otra, como si pertenecieran a dos especies
diferentes. Holly Ann se preguntó si acaso sería aquella la madre de la niña. Decidió
que no podía serlo.
De repente, la mujer china frunció el ceño y apartó los pañales con el cañón de
su fusil. Extendió una mano hacia la niña. Era una mano campesina, gruesa, callosa y
varonil.
El Descenso
Jeff Long
Holly Ann nunca había peleado a puñetazos en toda su vida, y mucho menos le
había propinado un puñetazo a alguien. Así, el primero que lanzó conectó con la
delgada boca de la mujer. No fue muy potente, pero hizo brotar sangre.
Retrocedió, asustada ante su propia violencia, y rodeó al bebé con los dos
brazos.
La mujer china se limpió el hilillo de sangre que le corría por la comisura de la
boca y adelantó el cañón del fusil. Holly Ann estaba aterrorizada. Pero, por la razón
que fuese, la mujer se limitó a susurrar lo que pareció una imprecación y le hizo un
gesto con el arma.
Holly Ann se encaminó hacia donde le indicaba. Seguramente, Wade aparecería
en cualquier momento. El dinero cambiaría de manos y podrían marcharse de aquel
terrible lugar.
Con la boca del cañón apretada contra su espalda, Holly Ann subió sobre un
montón de ladrillos y sacos terreros desgarrados. Llegaron ante un tramo de
escalones y empezaron a subir. Algo crujió bajo sus pies, como escarabajos metálicos.
Holly Ann observó una profunda capa de cientos de vainas de balas, todas ellas
impregnadas de una húmeda coloración verde gris.
Siguieron subiendo, primero tres pisos, luego cinco. Holly Ann se las arregló
para mantener el paso, sin soltar a la niña. No le quedaba otra alternativa. De
repente, la mujer sujetó a Holly Ann por el brazo. Se detuvieron. Esta vez el fusil
apuntó hacia el hueco de la escalera.
Allá abajo se movía algo. Parecían anguilas agitándose enroscadas en el barro.
Las dos mujeres compartieron una temerosa mirada. Por un instante, tuvieron algo
en común: su miedo. Holly Ann protegió suavemente a la niña con el brazo. Al cabo
de un momento, la mujer china la hizo ponerse de nuevo en movimiento, esta vez
con mayor rapidez.
Llegaron al piso superior. El tejado se abría en huecos violentos y Holly Ann
pudo ver los retazos de un cielo estrellado. Olió a aire fresco. Pasaron sobre una
pequeña pasarela de madera chamuscada y bloques de ceniza y se acercaron a una
puerta brillantemente iluminada.
Habían apilado sacos de cemento a modo de sacos terreros, formando una
barricada. Las partes delanteras estaban rajadas y abiertas y la lluvia había
empapado el material derramado, convirtiéndolo en duros nudos de cemento.
Aquello era como escalar pliegues de lava.
Holly Ann se esforzó, aferrando con un brazo a la niña. Cerca de lo alto, se
golpeó la cabeza contra el frío tubo de un cañón que apuntaba hacia el lugar por
donde ellas habían llegado. Unas manos con las uñas rotas se tendieron hacia abajo,
desde el resplandor eléctrico, para ayudarla a subir.
El paisaje cambió de repente. Aquello fue como entrar en un campamento
asediado, con soldados por todas partes, cañones, arquitectura con huellas de
explosiones y la lluvia cayendo a través de las grandes heridas abiertas en el techo.
Para el enorme alivio de Holly Ann, Wade estaba allí, sentado en un rincón, con la
cabeza entre las manos.
El Descenso
Jeff Long
En otro tiempo la estancia donde se encontraban debía de haber sido un
pequeño auditorio o una cafetería. Ahora, el espacio estaba iluminado por potentes
focos de gulag estalinista, y ofrecía el aspecto del último bastión del general Custer.
Varios soldados del Ejército Popular de Liberación, la mayoría enfundados en
uniformes verde guisante o de camuflaje negro a rayas, se hallaban entregados a sus
tareas, entre las armas. Le indicaron una amplia litera a Holly Ann. Algunos mandos
vestidos con camuflaje negro a rayas señalaron al bebé que ella llevaba envuelto en el
suéter.
En la distancia, el señor Li hablaba con un oficial que llevaba la espina de hierro
de héroe del pueblo. Su cabello corto era gris, y parecía cansado.
Holly Ann se acercó a Wade. Tenía los ojos cubiertos de sangre, a causa de una
herida en la línea del cráneo.
—Wade —le dijo.
—¿Holly Ann? —preguntó él—. Gracias a Dios. El señor Li les dijo que todavía
estabas ahí abajo. Enviaron a alguien a buscarte.
Ella evitó su fuerte abrazo.
—Tengo algo que mostrarte —le anunció en voz baja.
—Este lugar es peligroso —le dijo Wade—. Está ocurriendo algo. Una
revolución o algo así. Le entregué a Li todo nuestro dinero. Le dije que le pagaría lo
que fuese con tal de que nos sacara de aquí.
—Wade —le espetó ella.
Pero él no la escuchaba. De repente, una voz atronó desde donde estaba el señor
Li. Era el oficial. Le gritaba a la rescatadora de Holly Ann, a la mujer alta. A su
alrededor, los soldados parecían enojados o avergonzados por ella. Evidentemente,
había cometido algún grave acto de trasgresión, y Holly Ann sabía que tenía que ver
con el bebé.
El oficial se abrió la pistolera de cuero y la miró. Desenfundó la pistola.
—Santo Dios —murmuró Holly Ann.
—¿Qué? —dijo Wade.
Se quedó allí de pie, como un monstruo desconcertado. Inútil.
Había llegado su momento. Holly Ann se asombró a sí misma con su
determinación. A medida que el oficial se le acercaba, ella salió a su encuentro. Se
encontraron en el centro de la estancia cubierta de cascotes.
—Señor Li —ordenó Holly Ann.
El señor Li la miró furiosamente, pero se acercó.
—Dígale a este hombre que ya he seleccionado a mi hija —dijo—. Tengo
medicamentos en el coche. Y ahora quiero marcharme a casa.
El señor Li empezó a traducir, pero el oficial, bruscamente, introdujo una bala
en la recámara. El señor Li parpadeó rápidamente. Estaba muy pálido. El oficial le
dijo algo.
—Déjelo en el suelo —le dijo el señor Li a Holly Ann.
El Descenso
Jeff Long
—Tenemos todos los permisos necesarios —explicó ella con tono sereno. Luego,
volviéndose directamente hacia el oficial, añadió—: En el coche, permisos,
¿comprende? Pasaportes. Documentos.
—Por favor, déjelo en el suelo —repitió el señor Li, esta vez muy suavemente,
señalándole al bebé—. Eso —añadió, como si se tratara de algo sucio.
Holly Ann lo despreció. Despreciaba a China. Despreciaba al Dios que permitía
que sucedieran aquellas cosas.
—Es una niña —dijo Holly Ann—. Y viene conmigo.
—No bueno —dijo el señor Li suavemente complacido.
—Si no me la llevo morirá.
—Sí.
—¿Holly Ann?
Wade se acercó por detrás de ella, como un ciego en Gaza.
—Es un bebé, Wade. Nuestro bebé. Yo la encontré. En un montón de basura. Y
ahora quieren matarla. —Notó cómo el bebé se movía. Los diminutos dedos le
tiraban de su blusa.
—¿Un bebé?
—No —dijo el señor Li.
—Me la llevo a casa con nosotros.
El señor Li negó enfáticamente con un gesto de la cabeza.
—Entrégueles el dinero —ordenó ella.
—Somos ciudadanos estadounidenses —fanfarroneó Wade estúpidamente—.
Se lo ha dicho, ¿verdad?
—Esto no es para usted —dijo el señor Li—. Es un trato, ¿comprende? Esto a
cambio de aquello.
Ella percibió el hambre de la niña, los diminutos labios que tanteaban en busca
de un pezón.
—¿Un trato? —preguntó—. ¿Con quién está haciendo tratos? —El señor Li miró
nerviosamente a los soldados—. ¿Con quién? —insistió ella.
—Con ellos —contestó finalmente el señor Li señalando hacia el suelo.
—¿Qué? —exclamó ella mareada.
—Nuestros bebés. Sus bebés. Intercambio.
El bebé emitió un ligero sonido.
Por encima del hombro del señor Li, Holly Ann vio al oficial que apuntaba con
su arma. Vio una llamarada de color brotar del cañón.
Holly Ann apenas sintió la bala. Su caída al suelo fue más bien como si flotara.
Y durante toda la caída no soltó en ningún momento a la niña.
Por encima de ella atronaron unas sombras violentas. Sonaron más disparos.
Alguien rugió su nombre.
Sonrió y, muy suavemente, descansó la cabeza contra el bulto que sostenía junto
a su hombro. La pequeña sin nombre, sin suerte. «Te pertenezco.» Antes de que
pudieran llegar a su lado, Holly Ann hizo lo único que le quedaba por hacer. Destapó
a la hija que China había rechazado. Había llegado el momento de decirle adiós.
El Descenso
Jeff Long
En su búsqueda de un niño por todo el mundo, Holly Ann había visto bebés de
todas las razas y colores. Estaba convencida de que aquella búsqueda la había
cambiado para siempre. Ojos negros o azules, cabello ensortijado o recto, piel
achocolatada, amarilla, amarronada o blanca. Ojos bizcos, ciegos o de mirar recto.
Nada de todo eso importaba.
Al abrir el suéter que contenía al bebé Holly Ann esperaba reconocer su
humanidad común en aquel diminuto ser. Cada niño era como un cáliz. Ésa era su
convicción. Hasta entonces.
Incluso a punto de morir, Holly Ann pudo apartar aquella cosa de un
manotazo.
«¡Oh, Dios mío!», maldijo y cerró los ojos.
La despertó un sonido, como de gigantes caminando. Miró. No eran pasos, sino
el viejo oficial que apuntaba cuidadosamente y disparaba, persiguiendo al recién
nacido.
Finalmente, acabó su tarea.
Y ella se alegró.
El Descenso
Jeff Long
12
A
NIMALES
La naturaleza había adaptado los ojos de los liliputienses
para que pudieran ver adecuadamente todos los objetos.
JONATHAN S
, Los viajes de Gulliver
WIFT
Los túneles de June
Los mortales se alimentaron en las ensortijadas entrañas de granito. La carne
todavía estaba caliente por la vida. Aquello fue algo más que alimento y algo menos
que sacramento. La carne es un hito, una vez que se ha probado su sabor. El truco
consiste en poner el reloj en hora, por así decirlo, y luego marcar categóricamente los
cambios de tono u olor, o las diferencias en la piel, la musculatura y la sangre, a
medida que te mueves por el territorio. Hay que memorizar los detalles que, a partir
de entonces, pueden empezar a orientarte, en una cartografía basada en la carne
cruda. En términos de sabor, el hígado era a menudo lo más inconfundible, aunque a
veces lo era el corazón.
Se acurrucó en la bolsa de oscuridad, con aquella criatura apretada entre los
muslos, abierta la cavidad del pecho. Lo revolvió todo. Como un marino que tratara
de encontrar el norte, guardó en la memoria los órganos, su posición y tamaño
relativos, su olor. Probó diferentes piezas, sólo para comprobar su sabor. Palmeó el
cráneo, levantó las extremidades y pasó las manos a lo largo de ellas.
Nunca había encontrado una bestia como aquélla. Su singularidad no se le
antojaba un nuevo filo o especie. Apenas registró el asesinato al nivel del lenguaje. Y,
sin embargo, formaría permanentemente parte de él. Recordaría a aquella criatura
con todo detalle.
Con la cabeza en alto para escuchar a los intrusos, introdujo las manos dentro
del pellejo del animal y dejó que le invadiera su sensación de maravilla. Fue
escrupulosamente respetuoso. Era un estudiante, nada más. El animal era su
maestro. No se trataba únicamente de situarse al este o al sur. Las profundidades
eran a veces mucho más coherentes y la consistencia de la carne serviría como una
especie de altímetro. En los mares, profundos monstruos batipelágicos como el pez
pescador se movían con lentitud, con un índice metabólico tan bajo que apenas
alcanzaba el uno por ciento de los peces que vivían cerca de la superficie. Los tejidos
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de su cuerpo eran acuosos, con poco músculo y sin grasa. Lo mismo sucedía a ciertas
profundidades en el subplaneta. Allá abajo, en algunos de aquellos canales, se
encontraban reptiles o peces que eran poco más que verduras con dientes. No valía la
pena comer ni siquiera los que no eran venenosos. Su valor en ergético apenas
superaba el del aire. Pero incluso esos se los había comido.
Una vez más, había más razones para cazarlos que el simple hecho de llenarse
el estómago. Actuando con cuidado, se podía trazar un curso, encontrar un destino,
localizar agua, evitar... o seguir la pista de los enemigos. Eso convertía la simple
supervivencia en algo más, en un viaje, en un destino. El cuerpo le hablaba. Lo palpó
en busca de los ojos y encontró pedúnculos; intentó separar los párpados y los halló
sellados. Ciego. Las garras eran las de un animal de presa, con pulgar oponible. Lo
había encontrado dejándose llevar por la brisa del túnel, pero las alas eran
demasiado pequeñas para efectuar un verdadero vuelo. Empezó a palpar de nuevo
por la parte de arriba. El hocico. Dientes de leche, pero tan afilados como agujas. La
forma en que se movían las articulaciones. Los genitales; sí, éste era macho. Los
huesos de la cadera, con abrasiones causadas por los roces contra la piedra. Apretó la
vejiga y el líquido que contenía despidió un fuerte olor. Tomó un pie, lo apretó contra
la suciedad del suelo y palpó la huella.
Y todo eso lo hizo sumido en la más completa oscuridad:
Finalmente, Ike terminó su inspección. Volvió a dejar las partes en el interior de
la cavidad, le dobló los brazos e introdujo el cuerpo, a presión, en una grieta de la
pared.
Penetraron en una serie de profundas trincheras que parecían cañones
terrestres, pero que no habían sido cortadas por el fluir del agua. En este caso, se
trataba de restos diseminados por un lecho marino y fosilizados. Habían encontrado,
pues, un fondo oceánico, completamente seco, 1.280 metros por debajo del fondo del
océano Pacífico.
Por la noche establecieron el campamento cerca de un enorme lecho de coral
que se extendía a derecha e izquierda, perdiéndose en la oscuridad. Era como un
bosque de Sherwood de pólipos calcificados. Grandes ramas, como de roble, se
elevaban hacia lo alto y lo ancho, mostrando sus colores verdes, azules, rosados
pastel e intensos rojos, secretados, según comentó el geobotánico, por un antecesor
de la gorgonia
Corallium nobile.
Allí había abanicos marinos disecados con sus
extremidades extendidas, tan antiguos que sus colores se habían degradado hasta
adquirir un tono blanquecino cercano a la transparencia. A sus pies yacían antiguos
animales marinos, convertidos en piedra.
La expedición llevaba ya más de cuatro semanas de marcha y Shoat y Walker
aceptaron la petición de los científicos de quedarse allí dos días. Durante su estancia
en el yacimiento de coral, los científicos apenas pudieron dormir. Ya nunca más
volverían a pasar por aquel lugar. Quizá no volviera a pasar ningún otro ser humano.
Recogieron frenéticamente muestras de esta evolución alternativa. En lugar de
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llevarlas consigo, dispusieron el material para su conservación digital en sus discos
duros, y las videocámaras estuvieron funcionando día y noche.
Walker les llevó dos animales alados, todavía vivos.
—Ángeles caídos —anunció.
Estaban boca abajo, atados con cuerda, todavía envenenados por el sedante. Un
soldado había sido mordido por uno de ellos y sufría vómitos secos. Se podía ver qué
animal lo había mordido porque tenía el ala izquierda aplastada por una bota.
En realidad, claro está, no eran ángeles caídos. Eran demonios. Gárgolas.
—¡Abisales! —exclamó alguien—. ¡Por fin!
Los científicos se acercaron, mirando con ojos desorbitados a las débiles bestias,
torpes en su pavor y respeto. Los animales se retorcían. Uno arrojó un angelical arco
de orina.
—¿Cómo te las has arreglado para conseguirlos, Walker? ¿Dónde los has
encontrado?
—Ordené a mis hombres que narcotizaran a sus presas. Ya se estaban comiendo
a otro de estos. Lo único que tuvimos que hacer fue esperar tranquilamente a que
regresaran a comer unos cuantos más, y entonces atraparlos.
—¿Hay más?
—Dos o tres docenas. Quizá cientos, toda una bandada o una pollada. Son
como murciélagos, o como monos.
—Una nidada —dijo uno de los biólogos.
—Les he ordenado a mis hombres que se mantengan a distancia. Hemos
establecido una zona de caza en la boca del túnel. No corremos ningún peligro.
Por lo visto, Shoat también había estado allí.
—Tendríais que oler su estiércol —comentó.
Cuando algunos de los porteadores vieron a los animales, murmuraron entre sí
y se persignaron. Los soldados de i Walker los apartaron bruscamente.
No es habitual que en el campamento de un naturalista aparezcan ejemplares
vivos de especies desconocidas, especialmente de vertebrados superiores de sangre
caliente. Los científicos no tardaron en tomar sus cintas métricas, bolígrafos y una
buena iluminación.
El más largo de ellos medía cincuenta y seis centímetros y mostraba
maravillosos colores, desde ricas tonalidades color orquídea, hasta moteados
púrpura, turquesa y beige. Aquella era una más de las paradojas de la naturaleza: ¿de
qué servía tanta coloración en aquella oscuridad?
El grande tenía tetillas de lactancia, que alguien apretó obteniendo un goteo de
leche, y unos abultados labios carmesí. A primera vista, el otro parecía tener
genitales, pero la punta de un bolígrafo abrió los pliegues para dejar al descubierto
una sorpresa.
—¿Qué es lo que veo aquí?
—Es un pene, de acuerdo.
—No es que sea demasiado grande.
—Me recuerda a un tipo con el que salí —dijo una de las mujeres.
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Pero, a pesar de fanfarronear y gastar chanzas, no dejaban de obtener
información de aquellos cuerpos. El animal más alto era una hembra criando y en
celo. El otro era un macho con erosionados molares triangulares y zarpas
encallecidas y acolchadas, garras astilladas y zonas ulceradas allí donde los huesos
de codos, rodillas y hombros habían rozado la roca. Eso, unido a otras muestras de
envejecimiento, lo eliminaban como «hijo» de la hembra. Quizá fueran pareja. En
cualquier caso, la hembra tenía probablemente a uno o más pequeños esperando su
regreso.
Con accesos de temblor, los dos animales se recuperaron de los sedantes de
Walker. Volvieron a la plena conciencia para sufrir la conmoción de las luces de los
humanos y hundirse de nuevo en un estado de estupor.
—Mantened esas cuerdas bien apretadas, porque muerden —dijo Walker
mientras las criaturas se estremecían, forcejeaban y volvían a caer en la
semiinconsciencia.
Eran diminutas y no parecía posible que pudieran ser los abisales que habían
aniquilado a ejércitos enteros, dejado huellas de arte rupestre y acobardado a los
humanos durante eones.
—No son King Kong —dijo Ali—. Fijaos en ellos, apenas pesan quince kilos
cada uno. Los mataréis con esas cuerdas tan apretadas.
—No puedo creer que le hayáis destrozado el ala —le reprochó un biólogo a
Walker—. Probablemente sólo defendía su nido.
—¿Qué es esto? —replicó Shoat con sorna—. ¿El día de los derechos de los
animales?
—Se me ocurre una pregunta —dijo Ali—. Se supone que debemos partir por la
mañana. ¿Qué hacemos entonces? No son precisamente animales de compañía. ¿Los
llevamos con nosotros? ¿Deberíamos retenerlos más tiempo aquí?
La expresión de Walker, complacida al principio, se puso seria. Evidentemente,
pensaba que ella era una desagradecida. Shoat observó el cambio y le dirigió a Ali un
gesto de asentimiento, como felicitándola por un trabajo bien hecho.
—Bueno, el caso es que ahora los tenemos —dijo un geólogo encogiéndose de
hombros—. No podemos desperdiciar una oportunidad como ésta.
No tenían redes, jaulas o medios para limitar sus movimientos. Mientras los
animales se mantenían relativamente inmóviles, los biólogos los amordazaron con
alambre, y ataron a cada uno de ellos a la estructura de una mochila, con las alas y
los brazos extendidos y los pies sujetos con alambre por debajo. La envergadura de
sus alas era modesta, inferior a la de su altura.
—¿Pueden volar realmente? —preguntó alguien—. ¿O son simplemente
oportunistas aéreos que planean lanzándose desde lugares altos?
Durante la hora siguiente debatieron apasionadamente esos y otra clase de
detalles. De una u otra forma, todos estuvieron de acuerdo en que eran prosimios
que, de algún modo, se habían caído del árbol genealógico de los primates.
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—Fijaos en esa cara casi humana, como una de esas cabezas reducidas de los
jíbaros que se ven en las exposiciones antropológicas. ¿Cuál es la medición craneal de
este tipo?
—En relación con el tamaño del cuerpo corresponde, en el mejor de los casos, a
la de un mono del Mioceno.
—Son radicalmente nocturnos, como imaginaba —dijo Spurrier—. Y fijaos en el
rhinarium,
esta mancha húmeda de piel. Es como la punta de la nariz de un perro.
Creo que son
lemuriformes.
Un colonizador accidental. El econicho subterráneo tuvo
que haber sido muy adecuado para ellos. Proliferaron. Su adaptación les permitió
extenderse rápidamente. Las especies se diversificaron. Para eso sólo se necesita una
hembra preñada que se aleje.
—Pero eso de desarrollar alas...
Las gárgolas empezaron a forcejear de nuevo. Era un lento forcejeo ciego. Una
de ellas produjo un sonido, a medio camino entre un ladrido y el piar de un pájaro.
—¿Qué suponéis que pueden comer?
—Insectos —aventuró alguien.
—Podrían ser carnívoros. Fijaos en esos incisivos.
—¿Vais a estar hablando todo el día o vais a investigar? —intervino Shoat.
Antes de que nadie pudiera detenerle, sacó su machete de combate con estrías y
doble filo y, de un solo movimiento, le cortó la cabeza al macho.
Se quedaron todos atónitos.
Ali fue la primera en reaccionar. Empujó a Shoat. No tenía el tamaño de los
atletas-guerreros de Walker, pero era bastante macizo. Puso más energía en su
segundo empujón, y esta vez consiguió hacerle retroceder un paso. Él le devolvió el
empujón, con la mano abierta contra su hombro. Ali trastabilló. Rápidamente, Shoat
hizo ademán de apartar el machete, como si ella pudiera hacerse daño con la hoja.
Quedaron uno frente al otro.
—Cálmate —dijo él.
Más tarde, Ali cumpliría con su penitencia. Pero, por el momento, se sentía
demasiado furiosa con él y únicamente deseaba golpearlo. Necesitó hacer un gran
esfuerzo para apartarse. Se dirigió hacia el animal decapitado. Sorprendentemente,
brotó poca sangre del tajo del cuello. Junto a él, el otro ejemplar empezó a forcejear
salvajemente, con las garras curvadas arañando el aire. Las protestas del grupo
fueron suaves.
—Eres un verraco, Montgomery —dijo uno de ellos.
—Adelante con lo que tengáis que hacer —dijo Shoat—. Abridle las tripas.
Tomad vuestras fotos. Investigad el cráneo. Conseguid vuestras respuestas y luego
liemos el petate y preparémonos para reanudar la marcha.
Y, tras decir esto, canturreó «Volvemos a la carretera», de Willie Nelson.
—Bárbaro —murmuró alguien.
—Ahórrate los comentarios —dijo Shoat y, señalando a Ali con el machete,
añadió—: Nuestra buena samaritana lo dejó bien claro. No son animales de
compañía y no podemos llevarlos con nosotros.
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—Sabías perfectamente lo que quería decir —replicó Ali—. Tenemos que
soltarlos, al menos al que queda con vida. La criatura que quedaba había dejado de
forcejear. Levantó la cabeza y olisqueó atentamente, escuchando sus voces. Aquella
concentración resultaba perturbadora.
Ali esperó a que el grupo la apoyara. Nadie lo hizo. Aquello sólo le concernía a
ella.
De repente, se sintió tremendamente aislada de toda aquella gente marginada y
peculiar. No se trataba de una sensación nueva. Siempre había sido un poco
diferente, con respecto a sus compañeras de niña, con respecto a las novicias en St.
Mary's, y hasta en relación con el mundo. Por alguna razón, sin embargo, no
esperaba serlo aquí también.
Se sintió estúpida. Entonces se le ocurrió. Se habían separado de ella porque
creían que aquello sólo era asunto suyo, algo que únicamente afectaba a una monja.
Naturalmente, ella defendería la misericordia. Eso la hizo sentirse ridícula.
¿Y ahora qué?, se preguntó. ¿Disculparse? ¿Alejarse? Miró a Shoat, que estaba
de pie junto a Walker, con una mueca burlona. Que la condenaran si iba a dejarse
vencer por él.
Ali sacó la navaja suiza y trató de abrir una de las hojas.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó un biólogo.
—Lo voy a soltar —contestó tras un carraspeo.
—Ah, Ali, no creo que eso sea lo mejor ahora. Recuerda que el animal tiene un
ala rota.
—No deberíamos haberlo aprisionado —dijo y trató de abrir de nuevo la hoja.
Pero ésta se había quedado encallada y con el esfuerzo se le rompió la uña al
tirar de la pequeña ranura. Todo le salía mal. Notó que las lágrimas se le agolpaban
en los ojos y bajó la cabeza para que al menos el cabello actuara a modo de cortina
ante ellos.
—Déjeme pasar —dijo una voz desde atrás del grupo.
Hubo un momento general de sorpresa y luego el círculo se abrió. Ali se quedó
todavía más sorprendida que los demás. Fue Ike el que avanzó y se situó a su lado.
No lo veían desde hacía más de tres semanas. Había cambiado. Tenía el pelo
enmarañado y sucio y la camisa blanca y limpia había desaparecido, sustituida por
un sucio pellejo gris. Tenía una herida a medio curar en un brazo y llevaba el feo
desgarrón cubierto con algo de color rojo ocre. Ali le miró los brazos, cubiertos de
cicatrices y marcas y, a lo largo de la parte interna de uno de los antebrazos, vio un
texto grabado, como chuletas para un examen.
Había perdido u ocultado su mochila, pero la escopeta y el mach ete estaban en
su lugar, junto con una pistola con silenciador. Llevaba puestas las abultadas gafas de
alpinista y olía como un cazador. Su hombro rozó el de ella, su piel estaba fría. En su
alivio, aunque ligero, Ali se apoyó contra él, por la seguridad que le transmitía.
—Empezábamos a preguntarnos si habrías regresado a casa —dijo el coronel
Walker.
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Ike no le dijo nada. Tomó la navaja de bolsillo de la mano de Ali y le abrió la
hoja.
—Ella tiene razón —fue lo único que dijo.
Se inclinó sobre el animal que quedaba y, con un murmullo que sólo Ali pudo
escuchar, dijo algo tranquilizador, pero también formal, como una especie de saludo,
casi como una oración. El animal se quedó quieto y Ali tomó una parte de la cuerda
para que Ike la cortara.
—Ahora veremos si estas cosas son realmente capaces de volar —comentó
alguien.
Pero Ike no cortó la cuerda. Efectuó un corte rápido en la vena yugular del
animal. A pesar de estar sujeta con alambre, la pequeña boca trató de absorber aire.
Un instante después estaba muerto. Ike se incorporó y miró al grupo.
—No se deben hacer presas vivas.
Sin pensárselo dos veces, Ali le golpeó con el puño en el hombro, sin causarle el
menor daño. Fue como acariciar a un caballo, de tan duro como era. Las lágrimas
descendieron por sus mejillas.
—¿Por qué? —exigió saber.
Él cerró la navaja y se la devolvió con gesto solemne.
—Lo siento —le oyó susurrar, pero no a ella. Ante el asombro de Ali le hablaba
al ser al que acababa de matar. Luego se volvió a mirar al grupo—. Eso ha sido un
despilfarro de vida —les recriminó.
—Ahórrate los sermones —dijo Walker.
—Creía que ya sabías algunas cosas —dijo Ike mirándolo directamente.
Walker se ruborizó e Ike se volvió para mirar a los demás.
—No podéis quedaros más tiempo aquí. Los otros vendrán a ver lo que ha
pasado. Tenemos que ponernos en marcha.
—Ike —dijo ella cuando el grupo ya empezaba a dispersarse.
Él se volvió para mirarla y Ali lo abofeteó.
El Descenso
Jeff Long
13
E
S
L
UDARIO
Así, el diablo siempre es el mono de Dios.
M
L
, Charlas de sobremesa (1569)
ARTÍN
UTERO
Venecia, Italia
—Ali ha descendido más profundamente —informó January con gesto serio,
mientras el grupo esperaba en la bóveda.
Ella había perdido bastante peso y tenía tensas las venas del cuello, como
cuerdas de violín que le mantuvieran la cabeza sujeta a los huesos. Se sentó en una
silla, con un vaso de agua mineral. Branch se acurrucaba junto a ella, hojeando
tranquilamente una guía Baedecker de Venecia.
Era la primera vez que los miembros del Proyecto Beowulf se reunían desde
hacía varios meses. Algunos habían estado muy ocupados en bibliotecas o museos;
otros trabajando duramente, entrevistando a periodistas, soldados, misioneros, a
todo aquel que tuviera experiencia en las profundidades. Todos habían participado
en la búsqueda.
Se sentían encantados de hallarse en esta ciudad. Los tortuosos canales de
Venecia conducían a mil y un lugares secretos. El espíritu renacentista se ocultaba
agradablemente en sus plazas soleadas. La ironía era que en un domingo lleno de luz
y de campanas de iglesia, se hubiesen reunido en la cámara de seguridad de un
banco.
La mayoría de ellos parecían más jóvenes, bronceados y ágiles. Volvía a verse
cierta chispa en sus ojos. Se sentían ávidos por compartir sus descubrimientos con los
demás. January fue la primera en hacerlo.
Sólo el día anterior había recibido la carta de Ali, entregada por uno de los siete
científicos que habían abandonado la expedición y que finalmente lograron salir del
Punto Z -3. La historia contada por el científico y el informe de Ali resultaban
bastante perturbadores. Tras la partida de Shoat y de su expedición, los disidentes
tuvieron que esperar durante semanas, malhumorados y abandonados entre
desplazados violentos. Hombres y mujeres por igual que fueron golpeados, violados
y robados. Finalmente, un tren los condujo de regreso a la ciudad de Nazca. Una vez
que lograron salir a la superficie tuvieron que someterse a tratamiento para combatir
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un exótico hongo litosférico y diversas enfermedades venéreas, además de los
habituales problemas de compresión. Pero sus desgracias palidecieron ante las
noticias que trajeron consigo.
January sintetizó la estratagema de Helios. Tras leer extractos de la carta de Ali,
escrita hasta una hora antes de su descenso desde el Punto Z-3, perfiló el plan para
efectuar la travesía por debajo del lecho del Pacífico y salir en alguna parte cerca de
Asia.
—Y Ali se ha marchado con ellos —gimió—. Lo ha hecho por mí. ¿A qué la he
inducido?
—Tú no eres responsable de nada. —Desmond Lynch golpeó el suelo con su
bastón de madera de espino—. Ella decidió meterse en esto. Todos lo hicimos.
—Gracias por el consuelo, Desmond.
—¿Cuál puede ser el significado de todo esto? —preguntó alguien—. El coste
tiene que ser tremendo, incluso para Helios.
—Conozco a C. C. Cooper —dijo January—, así que me temo lo peor. Parece
estar creando un estado propio. —Tras una pausa, añadió—: Le he pedido a mi
personal que investigue y está claro que Helios se prepara para una ocupación a gran
escala de toda la zona.
—Pero ¿y su propio país? —preguntó Thomas.
—No olvidéis que está convencido de que le robaron la presidencia mediante
una conspiración. Por lo visto, ha decidido que empezar de nuevo es lo mejor, y en
un lugar donde sea él mismo quien pueda imponer todas las reglas.
—Una tiranía. Una plutocracia —dijo uno de los eruditos.
—Él no lo llamaría así, desde luego.
—Pero no puede hacer eso. Viola las leyes internacionales. Seguramente...
—La posesión lo es todo —dijo January—. Sólo hay que recordar a los
conquistadores del Nuevo Mundo. Una vez que pusieron de por medio un océano
entre ellos y su rey, decidieron establecerse en sus propios dominios. Eso amenazó
por un tiempo el equilibrio de poder.
—Mayor Branch —dijo Thomas muy serio—, seguramente podrá usted
interceptar la expedición. Póngase al frente de sus soldados. Obligue a esos invasores
a regresar antes de que estallen más guerras.
—No tengo autoridad para hacer eso, padre —dijo Branch cerrando el libro.
—Él es su soldado —insistió Thomas, apelando a January—. Ordéneselo. Déle
la autoridad.
—Las cosas no funcionan de ese modo, Thomas. Elias no es mi soldado. Es un
amigo. En cuanto a la autoridad, ya he hablado con el jefe de asuntos operativos, el
general Sandwell. Pero la expedición ha cruzado más allá de las fronteras militares.
Y, como tú mismo has señalado, no desea provocar una nueva guerra.
—¿Para qué sirven entonces todos sus comandos y especialistas? ¿Quieres decir
que Helios puede introducir a algunos mercenarios en territorio inexplorado, pero el
ejército de Estados Unidos no puede hacerlo?
Branch asintió.
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—Habla usted como algunos de los oficiales que conozco. Las grandes
empresas hacen lo que quieren allá abajo. Tenemos que jugar de acuerdo con las
reglas. Ellos no. Lo llamamos «Jopoc», jodidos por completo.
—Tenemos que detenerlos —dijo Thomas—. Las consecuencias podrían ser
devastadoras.
—Aunque nos dieran luz verde, probablemente ya sería demasiado tarde —dijo
January—. Nos llevan una ventaja de dos meses. Y desde su partida no hemos vuelto
a saber nada de ellos. No tenemos ni idea de dónde están exactamente. Helios no
proporciona ninguna información. Me siento agobiada por la preocupación. Ali
podría correr un grave peligro. Podrían estar dirigiéndose hacia una nación de
abisales.
Eso les condujo a una discusión acerca de dónde podrían esconderse los
abisales, cuántos podrían quedar con vida y cuál sería realmente su amenaza. En
opinión de Desmond Lynch, la población abisal era escasa, se hallaba diseminada y
probablemente se extinguiría al cabo de tres o cuatro generaciones. Calculaba que su
cifra global no debía de ser superior a cien mil.
—Constituyen una especie en peligro de extinción —declaró.
—Quizá la población se haya retirado —aventuró Mustafah, el egipcio.
—¿Retirado? ¿A dónde? ¿A dónde pueden ir?
—No lo sé. Quizá a algún lugar más profundo. ¿Es eso posible? ¿Qué
profundidad alcanza el inframundo?
—He estado pensando —dijo Thomas—. ¿Qué ocurriría si su objetivo fuera salir
del inframun do? Hacerse un lugar en la luz.
—¿Crees que Satán está buscando una invitación? —preguntó Mustafah—. No
se me ocurren muchas barriadas en las que estén dispuestos a recibir a una familia
así con los brazos abiertos.
—Tendría que ser un lugar donde nadie más quisiera estar, o al que nadie se
atreviera a ir. Un desierto, quizá. Una selva. Territorios con un valor negativo.
—Thomas y yo hemos estado hablando del tema —dijo Lynch—. Pasado cierto
punto, ¿dónde puede ocultarse mejor un fugitivo que a la vista de todos? Y es posible
que dispongamos de pruebas de que tratan de hacer precisamente eso.
Branch escuchaba con atención.
—Hemos sabido de la existencia de un señor Karen de la guerra en el sur de
Birmania, cerca del territorio de los jemeres rojos —dijo Lynch—. Se dice que fue
visitado por el diablo. Es posible que haya sido visitado por nuestro elusivo Satán.
—Quizá los rumores no sean más que una leyenda —dijo Thomas—, pero
también existe la posibilidad de que Satán intente encontrar un nuevo santuario.
—Si eso fuera cierto, sería casi maravilloso —observó Mustafah—. Satán
sacando a sus tribus de las profundidades, como Moisés conduciendo a su pueblo
hacia Israel.
—Pero ¿cómo podemos saber más? —preguntó January.
—Como cabe imaginar, el señor de la guerra nunca saldrá de su selva para que
lo entrevistemos —dijo Thomas—. Y no hay enlaces por cable ni líneas telefónicas. La
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región ha sido arrasada por las atrocidades y la hambruna. Es una de esas zonas
apocalípticas donde se practica el genocidio. Supuestamente, ese señor de la guerra
ha hecho retroceder el reloj hasta el año cero.
—Entonces, su información está perdida para nosotros.
—En realidad —dijo Lynch entonces—, he tomado la decisión de ir a esa jungla.
January, Mustafah y Rau, el intocable, reaccionaron al unísono.
—No debes hacerlo, Desmond. Es demasiado peligroso.
Si el descubrimiento constituía uno de los objetivos de Lynch, la aventura era el
otro.
—Ya lo he decidido —aseguró, disfrutando con su preocupación.
Se encontraban en una jaula virtual con una maciza puerta de acero y
relucientes barrotes. Mirando hacia el interior, Thomas pudo ver paredes de cajas de
seguridad y más puertas con complejos mecanismos de cierre. Continuaron la
discusión mientras esperaban. Los eruditos empezaron a plantear hipótesis.
—Debe de ser como un Kublai Jan o un Atila —afirmó Mustafah—. O un rey
guerrero como Ricardo I, que convocó a toda la cristiandad para marchar contra el
infiel. Un personaje de inmensa ambición. Un Alejandro, Mao o César.
—No estoy de acuerdo —dijo Lynch—. ¿Por qué un gran emperador guerrero?
Lo que estamos viendo es casi exclusivamente defensivo, con operaciones de
guerrilla. Yo diría que, en el mejor de los casos, nuestro Satán se parece más a
Gerónimo que a Mao.
—Yo diría que más bien se parece a Lon Chaney antes que a Gerónimo —dijo
una voz—. Un personaje capaz de adoptar numerosos disfraces.
El que había hablado no era otro que De l'Orme. A diferencia de los demás, De
l'Orme no se había sentido mejor con aquellos meses de trabajo de investigación. El
cáncer era en él como una llama que le lamía la carne y el hueso. La parte izquierda
de su rostro se había fundido prácticamente, y la órbita de su ojo se hundía tras las
gafas oscuras. Debería estar en la cama de un hospital. Sin embargo, entre aquellos
pilares de mármol y barras de metal parecía mucho más fuerte de lo que daban a
entender el pulmón artificial y el riñón Samson que lo acompañaban.
A su lado estaba Bud Parsifal y dos frailes dominicos, junto con cinco
carabinieri
que portaban fusiles y metralletas.
—Por aquí, por favor —dijo Parsifal—. Disponemos de poco tiempo. Nuestra
oportunidad con la imagen sólo dura una hora.
Los dos dominicos empezaron a susurrar algo entre ellos, con gran
preocupación, hablando evidentemente de Branch, al que no dejaban de mirar. Uno
de los
carabinieri
dejó el fusil a un lado y abrió una puerta de barrotes. Al pasar el
grupo, un dominico le dijo algo a los
carabinieri,
que bloquearon el paso,
impidiéndole la entrada a Branch, el cual se quedó ante ellos, como un ogro virtual,
vestido con una gastada chaqueta deportiva.
—Este hombre viene con nosotros —le dijo January al dominico.
—Discúlpeme, pero somos los custodios de una santa reliquia —dijo el fraile—.
Y él no parece un hombre.
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—Tiene mi palabra de que es un hombre justo —intervino Thomas.
—Le ruego que me comprenda —dijo el fraile—. Corren tiempos de inquietud y
debemos recelar de todos.
—Tiene usted mi juramento —insistió Thomas.
El dominico miró al jesuita, dos órdenes enfrentadas. El primero sonrió. Su
poder era ahora explícito. Efectuó un leve gesto con la barbilla y los
carabinieri
se
hicieron a un lado, dejando pasar a Branch.
El grupo se introdujo más profundamente en la bóveda, siguiendo a Parsifal y a
los dos frailes hacia una sala más grande. La sala se mantuvo a oscuras hasta que
todos hubieron entrado en ella. Luego, las luces se encendieron.
El Sudario de casi cinco metros de altura colgaba ante ellos. Al pasar de la
oscuridad a la exposición a plena luz, causaba una primera impresión espectacular.
Aun así, y a pesar de conocer su importancia, la reliquia parecía ser poco más que un
mantel alargado y sin lavar, utilizado en demasiadas fiestas.
Estaba chamuscado y quemado, remendado y amarillento. Ocupando el centro,
formando manchas alargadas, como si se tratara de alimento derramado, se
observaba la débil imagen de un cuerpo. La imagen estaba doblada por el centro, a
partir de la punta de la cabeza del hombre, para mostrar tanto la parte delantera
como la espalda. Era una figura desnuda y tenía barba.
Uno de los
carabinieri
no pudo contenerse. Entregó el arma a sus comprensivos
compañeros y se arrodilló ante el paño. Otro no dejaba de golpearse el pecho y
murmurar
mea culpas.
—Como saben —dijo el dominico de edad más avanzada—, la catedral de Turín
sufrió graves daños causados por un incendio en 1997. Sólo gracias al mayor de los
heroísmos pudo rescatarse el sagrado objeto de una segura destrucción. El santo
sindone
se conservará en este lugar mientras duren las obras de reconstrucción de la
catedral.
—Pero ¿por qué aquí, si no le importa decirlo? —preguntó Thomas con
naturalidad, para luego añadir maliciosamente—: ¿Pasar de un templo a un banco?
¿A un lugar de mercaderes?
El dominico de mayor edad no mordió el anzuelo.
—Desgraciadamente, los mañosos y terroristas no se detienen ante nada, y no
vacilarían en secuestrar las reliquias de la Iglesia si de ese modo pudieran cobrar un
rescate. El incendio de la catedral de Turín fue, esencialmente, un intento de destruir
este mismo objeto. En consecuencia, se decidió que la cámara de seguridad de un
banco sería lo más conveniente para guardarlo.
—¿Y por qué no en el Vaticano mismo? —insistió Thomas.
El dominico se limitó a dejar traslucir su impaciencia con un tamborileo de sus
dedos sobre la mano. No respondió.
Pero Parsifal miró a los dominicos y luego a Thomas. Se consideraba una
especie de maestro de ceremonias y deseaba que todo se desarrollara bien.
—¿Adonde quieres ir a parar, Thomas? —preguntó Vera, igualmente
desconcertada.
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Fue De l'Orme quien contestó.
—La Iglesia se negó a recogerlo —explicó—. Y por una razón. El sudario es un
objeto interesante, pero ya ha dejado de ser creíble.
Parsifal se mostró escandalizado. Como presidente del Proyecto de
Investigación del Santo Sudario de Turín, de carácter semicientífico, había utilizado
su influencia para que todos ellos pudieran verlo.
—¿Qué estás diciendo, De l'Orme?
—Esto es un engaño.
Parsifal parecía un hombre al que hubieran descubierto desnudo en la ópera.
—Pero si no crees en
él,
¿por qué me pediste que dispusiera todo esto? ¿Qué
estamos haciendo aquí? Creía...
—Oh, claro que creo en él —lo tranquilizó De l'Orme—, pero por lo que es, no
por lo que tú quisieras que fuese.
—Pero si se trata de un verdadero milagro —exclamó el dominico más joven sin
poderse contener, persignándose, incrédulo ante la blasfemia.
—Un milagro, sí —asintió De l'Orme—. Un verdadero milagro de la ciencia y el
arte del siglo XIV.
—La historia nos dice que la imagen es
achieropoietos,
es decir, que no está hecha
por manos humanas. Éste es el Santo Sudario. «Y José tomó el cuerpo, lo envolvió en
un sudario limpio y lo colocó en su propia tumba nueva» —citó el dominico.
—¿Es la prueba de que dispone, una cita del evangelio?
—¿Prueba? —intervino Parsifal. A pesar de sus setenta años, todavía quedaba
en él mucho de su juventud. Casi se le pudo ver arremeter a través de un agujero en
el lino—. ¿Qué prueba necesitas? Vengo aquí desde hace muchos años. El Proyecto
de Investigación del Sudario de Turín ha sometido este objeto a docenas de pruebas,
y en su estudio se han empleado cientos de miles de horas de trabajo y millones de
dólares. Los científicos, incluido yo mismo, lo hemos estudiado con el mayor
escepticismo.
—Pues yo creía que vuestra datación del carbono 14 situaba la fabricación del
lino entre los siglos XIII y XV.
—¿Por qué me pones a prueba? Ya te he hablado de mi teoría del destello —dijo
Parsifal.
—Sí, que un destello de energía nuclear transfiguró el cuerpo de Cristo, dejando
esta imagen. Sin quemar la tela hasta hacerla cenizas, claro.
—Fue un destello moderado —dijo Parsifal—, lo que, de paso, explica la
datación alterada del carbono 14.
—¿Un destello moderado de radiación que creó una imagen negativa con
detalles de la cara y el cuerpo? ¿Cómo puede ser eso? En el mejor de los casos, eso
mostraría una silueta, o simplemente una gran mancha oscura.
Se trataba de viejos argumentos. Parsifal ofreció las respuestas habituales. De
l'Orme planteó otras dificultades a las que Parsifal dio respuestas complicadas.
—Lo único que digo —sugirió De l'Orme— es que, antes de arrodillarte, harías
mejor en saber ante qué te arrodillas. —Se colocó junto al Sudario—. Una cosa es
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saber quién no es el hombre del sudario. Hoy, sin embargo, tenemos la oportunidad
de saber quién es. Y esa es la razón por la que he pedido que se muestre.
—El Hijo de Dios en forma humana —dijo el dominico más joven.
El dominico de mayor edad dirigió una mirada de soslayo hacia la reliquia. De
repente, toda su expresión se amplió. Sus delgados labios formaron una O.
—Como Dios es mi Padre —dijo el más joven.
Ahora, Parsifal también lo vio. Y los demás. Thomas no podía dar crédito a lo
que veían sus ojos.
—¿Qué has hecho? —preguntó Parsifal casi gritando.
El hombre del Sudario no era otro que el propio De l'Orme.
—¡Eres tú! —exclamó Mustafah, que se echó a reír encantado.
La imagen de De l'Orme aparecía desnuda, con las manos modestamente
cruzadas sobre los genitales y los ojos cruzados. Llevaba una peluca y una barba
postiza. Uno al lado de la otra, el hombre y su imagen sobre la tela eran del mismo
tamaño, tenían la misma nariz corta, los mismos hombros de duende.
—¡Santo Cristo en el cielo! —gimió el dominico más joven.
—Es un truco jesuítico —siseó el anciano.
—Es un engaño —aulló el más joven.
—De l'Orme, ¿qué demonios es esto? —preguntó Foley.
Los
carabinieri
se habían puesto nerviosos ante la repentina alarma. Luego,
compararon al hombre con la imagen y sumaron dos y dos por sí mismos. Cuatro de
ellos no tardaron en caer de rodillas ante De l'Orme. Uno llegó a colocar la frente
sobre uno de los zapatos del ciego. El quinto, sin embargo, retrocedió hasta apoyarse
contra la pared.
—Sí, soy yo el que está en la tela —dijo De l'Orme—. Sí, es un truco. Pero no de
los jesuitas, sino de la ciencia, o más bien de la alquimia.
—Detengan a este hombre —gritó el dominico más anciano.
Pero los
carabinieri
andaban demasiado ocupados adorando al hombre-dios.
—No se preocupen —les dijo De l'Orme a los asustados dominicos—. Su
original está en la sala de al lado, a buen recaudo y perfectamente a salvo. Lo cambié
por éste exclusivamente para hacer mi demostración. Su reacción me indica que la
semejanza es tal como había esperado.
El dominico de mayor edad recorrió la sala con su iracunda mirada y la fijó,
como un Torquemada, sobre el quinto
carabinieri,
que se apoyaba desventuradamente
contra la pared.
—Usted —dijo el dominico.
El
carabinieri
se amedrentó. De modo, pensó Thomas, que De l'Orme le había
pagado para que le ayudara a perpetrar aquella tomadura de pelo. El hombre tenía
buenas razones para sentirse asustado. Había dejado en ridículo a toda una orden
religiosa.
—No le eche la culpa a él, sino a sí mismo —dijo De l'Orme—. Fue usted
engañado. Lo engañé del mismo modo que el otro sudario ha engañado a tanta
gente.
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—¿Dónde está? —exigió saber el dominico.
—Por aquí, por favor —contestó De l'Orme.
Entraron en la siguiente cámara, donde ya les esperaba Vera, en su silla de
ruedas. Detrás de ella, el Sudario; era idéntico al falso de De l'Orme, a excepción de la
imagen. Aquí, el hombre era más alto y joven. La nariz más alargada. Los pómulos
más completos. Los dominicos se precipitaron hacia su reliquia y se alternaron entre
examinar atentamente el lino en busca de posibles daños, y protegerlo de aquel
impostor ciego.
De l'Orme adoptó una actitud profesional.
—Creo que estarán de acuerdo conmigo en que ambas imágenes fueron
producidas por el mismo proceso —les dijo.
—¿Has solucionado el misterio de su producción? —exclamó alguien—. ¿Qué
utilizaste entonces, pintura?
—Ácido —sugirió otro—. Siempre lo he sospechado. Una débil solución,
suficiente para morder las fibras.
De l'Orme contaba con toda su atención.
—Examiné los informes realizados por el Proyecto de Investigación del Sudario
de Turín, emitidos por Bud. Llegué así a la convicción de que el engaño no se había
creado con pintura. Sólo hay un rastro de pigmento, probablemente de imágenes
pintadas que se aplicaron contra el paño para obtener su bendición. Tampoco fue
ácido, pues en tal caso la coloración habría sido diferente. No, fue algo
completamente diferente.
Efectuó una pausa para aumentar el efecto dramático.
—Fotografía.
—Tonterías —declaró Parsifal de inmediato—. Ya hemos examinado esa teoría.
¿Es que no te das cuenta de lo elaborado que es ese proceso? ¿No sabes los productos
químicos que hay que utilizar? ¿Los pasos que hay que dar para preparar una
superficie, enfocar una imagen, determinar un período de exposición y fijar el
producto final? De haber existido una fórmula medieval, ¿qué mente habría podido
captar los principios de la fotografía tanto tiempo atrás?
—Ninguna mente corriente, eso os lo puedo garantizar.
—No eres el primero en plantear esa teoría —dijo Parsifal—. Hace años hubo
un par de locos que ofrecieron la idea de que todo esto no era más que un engaño
perpetrado por Leonardo da Vinci. Los barrimos con nuestras argumentaciones. No
eran más que unos aficionados.
—Mi enfoque es diferente —dijo De l'Orme—. En realidad, deberías sentirte
complacido, Bud, porque lo que voy a decir no es sino una confirmación de tu propia
teoría.
—¿De qué estás hablando?
—De tu teoría del destello —contestó De l'Orme—. Sólo que para eso no se
necesita un flash, sino más bien un baño lento de radiación.
—¿Radiación? —repitió Parsifal—. ¿Vas a decirnos ahora que Leonardo se
adelantó a Madame Curie?
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—Esto no lo hizo Leonardo —dijo De l'Orme.
—¿No? ¿Quién entonces, Miguel Ángel? ¿Picasso?
—Sé amable, Bud —le interrumpió Vera con suavidad—. Todos los demás
también queremos saberlo, aunque tú ya lo sepas.
Parsifal echaba humo. Pero ya era demasiado tarde para enrollar la imagen y
echarlos a todos de allí.
—Tenemos aquí la imagen de un hombre real —dijo De l'Orme—. Un hombre
crucificado. Es anatómicamente demasiado correcto como para haber sido creado por
un artista. Observad el escorzo de sus piernas y la exactitud de esos hilillos de
sangre, cómo se doblan allí donde hay arrugas en la frente. Y el agujero producido
por el clavo en la muñeca. Esa herida es muy interesante. Según los estudios hechos
en cadáveres, no se puede crucificar a un hombre clavándole las palmas de las manos
a una cruz. El peso del cuerpo desgarra la carne de la mano.
Vera, la doctora, asintió. Rau, el vegetariano, se estremeció con un gesto de asco.
Estos cultos a los muertos lo confundían.
—El. único lugar en el que se puede introducir un clavo en el brazo humano y
colgar de él todo el peso del cuerpo es éste —dijo y sostuvo un dedo en el centro de
su propia muñeca—. El espacio de Destot, el hueco natural que existe entre todos los
huesos de la muñeca. Recientemente, los antropólogos forenses han confirmado la
presencia de señales de clavo precisamente en ese lugar, en víctimas conocidas de
una crucifixión.
»Se trata de un detalle crucial. Si se examinan las pinturas medievales
realizadas aproximadamente en la época en que se creó este paño, se puede
comprobar que los europeos se habían olvidado por completo del espacio de Destot.
Sus representaciones artísticas muestran a Cristo clavado a través de las palmas de
las manos. La exactitud histórica de esta herida se ha ofrecido como prueba de que
un falsificador medieval no pudo haber falsificado el Sudario.
—¡Bien por eso! —asintió Parsifal.
—Hay dos explicaciones —siguió diciendo De l'Orme—. El padre de la
antropología forense y de la anatomía fue, en efecto, Da Vinci. Dispuso de bastante
tiempo y de diferentes partes del cuerpo para experimentar con las técnicas de la
crucifixión.
—Ridículo —rechazó Parsifal.
—La otra explicación —continuó De l'Orme— es que esto representa a la
víctima de una verdadera crucifixión. —Hizo una pausa, antes de añadir—: Pero
todavía estaba viva en el momento en que se hizo el Sudario.
—¿Qué? exclamó Mustafah.
—Sí —asintió De l'Orme—. Gracias a la experiencia médica de Vera me las he
arreglado para determinar ese hecho tan curioso. Aquí no aparece la menor señal de
descomposición necrótica. Antes al contrario, Vera me ha mostrado cómo se hallan
difuminados los detalles de la caja torácica, debido a la respiración.
—Herejía —siseó el dominico más joven.
—No sería ninguna herejía sí éste no fuera Jesucristo —replicó De l'Orme.
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—Pero lo es.
—En tal caso, es usted el herético, buen padre. Pues no ha hecho sino adorar a
un gigante.
Muy probablemente, el dominico nunca había golpeado a un ciego en toda su
vida. Pero a juzgar por lo apretados que tenía los dientes, todos se dieron cuenta de
que estaba a punto de hacerlo.
—Vera lo midió. Dos veces. El hombre del sudario mide dos metros y tres
centímetros —siguió diciendo De l'Orme.
—Fijaos en eso. Ahora resulta que es un bruto alto —comentó alguien—. ¿Cómo
puede ser?
—En efecto —dijo De l'Orme—. Seguramente, los evangelios no habrían dejado
de mencionar la enorme altura de Cristo. —El dominico de mayor edad lo miró
furibundo—. Creo que ha llegado el momento de mostrarles nuestro secreto —
añadió De l'Orme dirigiéndose a Vera.
Apoyó una mano sobre la silla de ruedas y ella lo condujo hasta una mesa
cercana. La mujer sostuvo una caja de cartón mientras él levantaba una pequeña
estatua de plástico de la Venus de Milo, que estuvo a punto de caérsele de entre los
dedos.
—¿Puedo ayudar? —se ofreció Branch.
—Gracias, pero no. Será mejor que todos se hagan un poco hacia atrás.
Fue como ver a dos niños abrir una caja de experimentos de ciencia. De l'Orme
sacó un tarro de cristal y un pincel de pintura. Vera alisó un paño sobre la mesa y se
puso un par de guantes de látex.
—¿Qué están haciendo? —preguntó el dominico de mayor edad.
—Nada que pueda dañar a su sudario —contestó De l'Orme.
Vera desenroscó la tapa del tarro e introdujo el pincel en su interior.
—Esto es nuestra «pintura» —explicó.
El tarro contenía un polvo, finamente molido, de un gris deslucido. Mientras De
l'Orme sostenía la estatuilla de Venus por la cabeza, ella agitó suavemente el polvo.
—Y ahora, di treinta y tres —dijo De l'Orme dirigiéndose a la Venus.
Vera tomó la estatuilla por la cintura y la sostuvo horizontalmente sobre el
paño.
—Tarda un minuto —dijo ella.
—Avísame cuando empiece —dijo De l'Orme.
—Vaya —exclamó Mustafah.
La imagen de la Venus empezaba a materializarse sobre el paño. Era un
negativo. Cada detalle se iba clarificando.
—Eso debería convencer a cualquiera —comentó Foley.
Parsifal se negaba a creerlo. Se quedó allí de pie, sacudiendo la cabeza con
incredulidad.
—La radiación calienta y debilita la tela por un lado, creando una imagen sobre
ella. Si sostengo la estatuilla aquí durante el tiempo suficiente, la tela se oscurecerá. Si
la coloco más alta, la imagen será más grande. Si la sitúo a una altura suficiente, mi
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estatuilla de Venus adquirirá proporciones gigantescas. Eso explica nuestro Cristo
gigante.
—La pintura que empleamos es newtonio con un isótopo de grado bajo —
explicó Vera—. Un material que se encuentra en estado natural.
—¿Y tú mismo te has pintado con ella, sobre tu cuerpo desnudo, para crear la
falsificación que hemos visto antes? —preguntó Foley.
—En efecto —asintió De l'Orme—. Con la ayuda de Vera. Y debo decir que
conoce muy bien la anatomía masculina.
El dominico más anciano parecía correr peligro de absorber el esmalte mismo
de sus dientes.
—¡Pero eso es radiactivo! —exclamó Mustafah.
—Todo sea por el bien de la verdad. En realidad, los isótopos me permitieron
sentirme mejor de la artritis durante unos días, hasta el punto de que creí haber
encontrado una cura.
—Tonterías —exclamó entonces Parsifal, volviendo a regresar a la discusión
como quien regresa a casa a recoger el sombrero olvidado—. Si esa fuera la
respuesta, habríamos detectado radiación en nuestras pruebas.
—Se puede detectar en nuestro paño —admitió Vera—, pero sólo porque hemos
derramado polvo sobre él. Si hubiera tenido cuidado para no tocar el paño, lo único
que detectarías sería la propia imagen visual.
—Esto es como si hubiese ido y regresado de la Luna —dijo Parsifal, y cuando
él echaba mano de su autoridad lunar, era porque estaba a punto de quedarse sin
argumentos—. Y yo que nunca me he encontrado con un fenómeno mineral como
éste...
—El problema es que tú nunca has estado debajo de la superficie de la tierra —
le dijo De l'Orme—. Desearía apropiarme del mérito de esto, pero lo cierto es que los
mineros habían hablado desde hace años de imágenes fantasmas grabadas como a
fuego en cajas o en las partes laterales de sus vehículos. Ésta es la explicación.
—Entonces admites que sólo hay trazas en la superficie —dijo Parsifal—. Dices
que sólo recientemente ha descubierto el hombre lo suficiente de tus polvos como
para causar un efecto. Si eso es así, ¿cómo pudo un artista medieval obtener
suficiente polvo para impregnar todo un cuerpo humano y crear esta imagen?
De l'Orme frunció el ceño ante la pregunta.
—Pero si ya te dije que esto no lo había hecho Leonardo.
—Lo que no acabo de comprender es el porqué —dijo Desmond Lynch
entusiasmado, golpeando el suelo con el bastón—. ¿Por qué tomarse tantas
molestias? ¿No es más que una travesura?
—Ya os lo dije. Todo se reduce a una cuestión de poder —contestó De l'Orme—.
¿Disponer de una reliquia como esta, en tiempos tan supersticiosos? Pero si se
construyeron iglesias enteras alrededor del poder de convocatoria de una sola astilla
de la cruz. En 1350 toda Europa quedó maravillada ante la exposición del supuesto
rostro de Jesús impreso por la Verónica. ¿Sabéis la cantidad de reliquias que existían
en el cristianismo de aquellos tiempos? Los cruzados regresaban a casa con toda clase
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de santos botines de guerra. Además de huesos y biblias de mártires y santos, se
trajeron los dientes de leche del niño Jesús, la piel de su prepucio, nada menos que
siete para ser exactos, y suficientes fragmentos de la santa cruz como para crear todo
un bosque de cruces. Evidentemente, ésta no fue la única falsificación que circuló,
pero sí fue la más audaz y llamativa.
«Imaginaos qué podría ocurrir si alguien decidiera aprovecharse de esta
ignorante credulidad cristiana. Podría haber sido un papa, un rey o, simplemente, un
artista ingenioso. ¿Qué otra cosa podría existir más poderosa que una imagen de
tamaño natural de todo el cuerpo de Cristo, representándolo justo después de la gran
prueba a la que fue sometido en la cruz, y justo antes de su desaparición en el reino
de Dios? Un objeto así, hecho artísticamente y expuesto cínicamente, ten dría
capacidad incluso para cambiar la historia, para crear una fortuna y gobernar los
corazones y las mentes de la gente.
—Oh, vamos —se quejó Parsifal.
—¿Y si ése hubiera sido el juego? —postuló De l'Orme—. ¿Y si él hubiera
tratado de infiltrarse en la cultura cristiana a través de su propia imagen?
—¿Él? —preguntó Desmond Lynch—. ¿De quién estás hablando?
—De la figura que se ve en el sudario, desde luego.
—Muy bien, ¿y quién fue ese bribón? —gruñó Lynch.
—Míralo —dijo De l'Orme.
—Sí, ya lo miramos.
—Es un autorretrato.
—El retrato de un embaucador —dijo Vera—. Se cubrió a sí mismo con
newtonio y se colocó delante de una sábana de lino. Perpetró deliberadamente ese
ingenioso truco. Una xerocopia primitiva del Hijo de Dios.
—Renuncio. ¿Se supone que tenemos que reconocerlo?
—Se parece un poco a ti, Thomas —bromeó alguien.
Thomas lanzó un bufido.
—Pelo largo, barbilla de chivo. Se parece más a su amigo Santos —bromeó
alguien con De l'Orme.
—Pues ahora que lo mencionáis —musitó De l'Orme—. Bien podría ser
cualquiera de nosotros.
Aquello se estaba convirtiendo en un juego.
—Nos rendimos —dijo Vera.
—Pues habéis estado muy cerca —dijo De l'Orme.
—¡Ya basta! —gritó Gault.
—Kublai Jan —dijo De l'Orme.
—¿Qué?
—Vosotros mismos lo habéis dicho.
—¿Dicho? ¿Qué?
—Gerónimo, Atila, Mao, un rey guerrero, o un profeta. O simplemente un
errante, muy poco diferente a nosotros mismos.
—No estarás hablando en serio, ¿verdad?
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—¿Por qué no? ¿Por qué no el autor de las cartas del apóstol Juan? El autor de
un Cristo ficticio. ¿Por qué no el autor de las leyendas de Cristo, Buda y Mahoma?
—¿Te estás refiriendo a...?
—En efecto —asintió De l'Orme—. Os presento a Satán.
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14
E
L
AGUJERO
Esas nuevas regiones que descubrimos y exploramos...
podemos llamarlas correctamente un Nuevo Mundo...
un continente más densamente poblado y con mayor
abundancia de animales que nuestra Europa, o Asia o África.
A
V
, Mundus Novus
MERICO
ESPUCIO
Zona de la sierra de Colón
«4 de agosto —anotó Ali—. Campamento 39, a 9.866 m y 26,2 °C. Llegamos hoy
al Avituallamiento I.»
Levantó la mirada para captar la escena. ¿Cómo describir aquello?
Mozart inundaba la cámara a través de los altavoces Dolby. Las luces
resplandecían con el brillo de la electricidad alimentada por cable. Botellas de vino y
huesos de pollo aparecían desparramados por el suelo. Una hilera sinuosa de recios
científicos, endurecidos por la marcha, bailaba la conga sobre el suelo ligeramente
inclinado. Al compás de
La flauta mágica.
«¡Alegría!», escribió en letras mayúsculas.
La fiesta bullía a su alrededor.
Hasta aquella misma tarde todo el mundo había dudado, sin expresarlo, de que
los víveres estuvieran allí. Los geólogos murmuraron que el festín sería imposible,
sugiriendo que los túneles cambiaban aquí abajo, tan sinuosos como serpientes. Pero,
tal como les había prometido Shoat, las cápsulas de penetración les estaban
esperando.
Los equipos de superficie habían perforado un agujero a través del lecho del
océano y lanzado el cargamento al objetivo, en la elevación y lugar exactos en los
túneles. Unos pocos metros a la derecha o a la izquierda, algo más alto o más bajo, y
habría quedado encajado en un lecho rocoso sólido, siendo por tanto irrecuperable.
En tal caso se habría visto afectado su regreso a la civilización, pues empezaban a
andar escasos de alimentos.
Pero ahora contaban con todas las provisiones, equipo e indumentaria
necesarios para las ocho semanas siguientes, además del vino de aquella noche, los
altavoces para la ópera y un discurso holográfico de «aliento» del propio C. C.
El Descenso
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Cooper. «Estáis empezando a hacer historia», les dijo el pequeño fantasma de láser,
brindando por ellos.
Por primera vez en varias semanas, Ali pudo anotar en su mapa diario las
coordenadas exactas: «107 grados, 20 minutos oeste, 3 grados, 50 minutos norte».
Sobre un mapa tradicional de la superficie, estaban en alguna parte al suroeste de
México, en el océano sin islas. Un mapa del lecho oceánico los situaba por debajo de
un accidente geográfico llamado sierra Colón, cerca del borde occidental de la placa
de Nazca.
Ali tomó un sorbo del chardonnay que Helios les había enviado. Cerró los ojos
mientras la reina de la noche cantaba su conmovedora aria. Por lo visto, alguien allá
arriba tenía cierto sentido del humor. ¿El inframundo mágico de Mozart? Menos mal
que no les habían puesto
La condena de Fausto.
Los cilindros, de algo más de trece
metros, estaban de costado entre los restos de la perforación, como barcos varados.
Las puertas abiertas tipo escotilla aparecían entre cables enmarañados, en medio de
una estructura de acero, con agua salada que goteaba desde casi dos kilómetros por
encima. Varias líneas colgaban del agujero de un metro de ancho practicado en el
techo, una para comunicaciones, dos para suministrarles corriente desde la superficie
y otra dedicada a descargar videocorrespondencia comprimida enviada desde casa.
Uno de los porteadores estaba sentado junto al segundo cable eléctrico, recargando
una pequeña montaña de pilas para los focos de sus cascos, las linternas, el equipo de
laboratorio y los ordenadores portátiles.
El oficial de intendencia de Walker y varios ayudantes tenían mucho trabajo en
clasificar el envío, amontonar cajas y numerarlas. Helios también les había enviado
correspondencia escrita, hasta 680 gramos por persona.
Como parte de su voto de pobreza, Ali se había acostumbrado a recibir sólo
unas pocas noticias de casa. Ahora, sin embargo, se sintió decepcionada al ver la poca
correspondencia que le había enviado January. Como siempre, la nota estaba escrita a
mano sobre papel impreso del Senado. Llevaba fecha de dos semanas antes y el sobre
había sido abierto, lo que posiblemente explicara la poca información que contenía.
January se había enterado de su partida secreta de Esperanza y le angustiaba saber
que Ali había decidido descender más profundamente.
Perteneces... ¿a dónde? No ahí abajo, invisible, fuera de mi alcance. Ali, tengo la
sensación de que me has arrebatado algo. El mundo ya me resultaba demasiado
grande como para que tú desaparecieras como una sombra en la noche. Por favor,
llámame o escríbeme en cuanto se te presente la oportunidad. Y, por favor, regresa. Si
hay otros que regresan, ve con ellos.
Había una mención sesgada a los progresos de los eruditos de Beowulf:
«Continúa el trabajo en el maldito proyecto». Ese era su código para identificar a
Satán. «Por el momento no hay localización, sólo unos pocos elementos específicos y
quizá un nuevo terreno.» Por alguna razón, January le había incluido unas cuantas
fotografías ampliadas del Sudario de Turín, acompañadas por unas imágenes
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tridimensionales de la cabeza hecha por ordenador. Ali no supo qué sentido darle a
aquello.
Observó el campamento y vio que la mayoría ya habían abierto sus paquetes
personales, comido los manjares enviados desde sus casas y compartido con los
demás las fotos de sus familias y seres queridos. Todo el mundo había recibido algo,
incluidos los porteadores y soldados. Únicamente Ike no parecía tener nada. Estaba
ocupado con un nuevo montón de cuerda trenzada de escalada que medía por
vueltas, a las que luego cortaba y quemaba las puntas.
No todas las noticias eran buenas. En un alejado rincón, un hombre intentaba
convencer a Shoat para que lo hiciera volver por el agujero de perforación. Ali pudo
captar algunas de sus palabras, por encima del sonido de la música.
—Pero se trata de mi esposa... —decía— cáncer de mama.
Shoat se mostraba inflexible.
—En ese caso no deberías haber venido —le dijo—. Las salidas sólo se
practicarán en casos de vida o muerte.
—Éste es un caso de vida o muerte.
—De tu vida o muerte —decidió Shoat, que volvió a establecer contacto con la
superficie.
Transmitió sus informes y recibió instrucciones. Luego transmitió los datos
reunidos por la expedición a través de un cable de comunicaciones colgante y
húmedo. Les habían prometido que dispondrían de una línea de videoteléfono en
cada recepción de víveres, para que pudieran llamar a sus casas, pero por el
momento Shoat y Walker habían monopolizado la única línea existente. Shoat les dijo
queen la superficie se había desatado un huracán y que la perforación corría riesgos.
—Tendréis vuestra oportunidad si queda tiempo aún —dijo.
A pesar de los problemas de comunicación y de la nostalgia, los miembros de la
expedición se sentían muy animados. La tecnología de reavituallamiento funcionaba.
Ahora disponían de alimentos y suministros para la siguiente fase, que duraría dos
meses. Aún quedaban die2 meses para terminar.
Ali observó por entre el alegre movimiento de sus luces. Esta noche, los
científicos parecían jubilosos; bailaban, se abrazaban y trasegaban vinos de California
enviados por deferencia de C. C. Cooper, y hasta le aullaban a la invisible luna.
También ofrecían un aspecto muy diferente al que tenían dos meses antes: sucios, con
los cabellos enmarañados, parecían seres antediluvianos.
Nunca los había visto de aquel modo. Ali se dio cuenta de que ello se debía a
que, desde hacía más de un mes, no los había visto realmente. Desde que
abandonaron Esperanza, habían estado viviendo con una fracción de la luz normal.
Esta noche ya no existía penumbra. Ahora podía verlos bajo una luz brillante, con sus
pecas, verrugas y el resto de sus defectos. Se habían dejado crecer la barba, las
patillas y el bigote, olían a barro y aceite y estaban más pálidos que gusanos. Los
hombres llevaban restos de comida en la barba y las mujeres vestían casi andrajos.
Habían iniciado un baile vaquero en fila con el aria «La dulce emoción del amor»,
que canta Papageno en la ópera de Mozart.
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Justo en ese momento, alguien quitó la ópera y puso música vaquera. El ritmo
se hizo más lento. Los amantes se levantaron, se entrelazaron y bailaron sobre el
suelo rocoso.
La mirada de Ali se detuvo en Ike, que estaba en el extremo más alejado de la
cámara.
El pelo le estaba creciendo. Con su letal escopeta de cañones recortados, a Ali le
recordaba a un muchacho campesino dedicado a cazar conejos. Las gafas de alpinista
eran un detalle desconcertante; siempre estaba protegiéndose lo que él llamaba sus
«activos». A veces pensaba que aquellas gafas oscuras no hacían sino proteger sus
pensamientos, darle un margen de intimidad. Ali se sintió contenta de que estuviera
allí, aunque no sabía por qué.
En cuanto lo miró, Ike giró la cabeza hacia el otro lado y ella se dio cuenta
entonces de que la había estado mirando. Molly y unas pocas de sus otras
compañeras bromeaban diciéndole que se había fijado en ella, y rechazó sus
comentarios como maliciosos. Pero allí estaba la prueba de que era así.
Lo justo era lo justo, pensó, e hizo un esfuerzo por dirigirse hacia él. No había
forma de saber cuándo desaparecería de nuevo para hundirse en la oscuridad.
El vino le dio ánimos adicionales, o quizá las profundidades disminuían sus
inhibiciones. Fuera lo que fuese, se sintió atrevida. Se dirigió directamente a él y le
preguntó:
—¿Te apetece un baile?
Ike fingió no haberse dado cuenta de su presencia hasta ese momento.
—Probablemente, no es una buena idea —dijo sin moverse—. Ando un poco
oxidado.
¿Qué pretendía, hacérselo sudar?
—No te preocupes, ya me han puesto la antitetánica.
—En serio. He perdido práctica.
«¿Qué quieres decir? ¿Que yo tengo mucha?», pensó, aunque sin decirlo.
—Vamos —le insistió.
Él intentó una última defensa.
—Creo que no lo comprendes. Ése es el canto de Margo Timmons.
—¿Y qué?
—Margo —repitió él—. Su voz es capaz de afectar a una persona. Hace que uno
se olvide de sí mismo. Ali se relajó. No la estaba rechazando a ella. Estaba flirteando.
—¿De veras? —preguntó ella, quedándose directamente delante de él.
A la pálida luz de los túneles, las cicatrices y señales de Ike tenían una forma
curiosa de mezclarse con la roca. Aquí, brillantemente iluminadas, volvían a parecer
terribles.
—Quizá lo puedas comprender —dijo él cambiando de opinión.
Se levantó y la escopeta se alzó con él. La correa estaba formada por cincha
gruesa de escalador, de color rosado. Se la echó a la espalda, con el cañón hacia abajo,
y la tomó de la mano. Era una mano grande.
El Descenso
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Se dirigieron hacia donde los demás habían despejado una zona de rocas para
formar una improvisada pista de baile. Ali notó que las miradas los seguían.
Mientras bailaban con sus propias parejas, Molly y algunas de las demás mujeres le
sonrieron como maníacas. Por extraño que pudiera parecer, Ike había sido incluido
en su lista de los diez hombres más deseados. Tenía cierta aura. Algo que afloraba
entre la superficie mutilada. La gente se hacía preguntas sobre él y allí estaba Ali,
provocando la primera fisura en su coraza. Ali se comportaba como si fuera el baile
de final de curso, haciéndoles señas con los dedos.
Ike actuó con bastante naturalidad, pero hubo en él cierta vacilación de joven
inexperto cuando se situó frente a ella y abrió los brazos. Ali también vaciló. Se
entrelazaron y él se sintió tan tímido como ella ante el contacto establecido entre
ambos. Mantuvo una valerosa sonrisa, pero Ali le oyó carraspear varias veces
mientras sus cuerpos se unían y se movían.
—Tenía intención de hablar contigo —dijo Ali—. Me debes una explicación.
—¿Por lo del animal? —imaginó.
Su decepción fue evidente y dejó de bailar.
—No —dijo ella, volviendo a ponerlo en movimiento—. Una vez me regalaste
una naranja, ¿lo recuerdas? En el trayecto de descenso desde las Galápagos.
Ike retrocedió un paso para mirarla.
—¿Eras tú?
—¿No lo sabías? —preguntó, contenta por eso. Evidentemente, él se burlaba—.
¿Tenía yo un aspecto tan deplorable?
—¿Qué quieres decir? ¿Que aquello fue como un trabajo de rescate?
—Si quieres decirlo de ese modo...
—Yo era escalador. Y esa era siempre la mayor pesadilla de todas, ser rescatado.
Uno hace siempre todo lo que puede por mantener el control. Pero, a veces, las cosas
se te escapan y caes.
—En aquellos momentos, yo me sentía angustiada.
—No me lo creo.
Estaba claro que le mentía.
—¿Cómo se te ocurrió darme la naranja?
No había ninguna respuesta en particular que ella deseara escuchar. Y, sin
embargo, tenía necesidad de completar el círculo. Había algo en aquella naranja que
necesitaba explicación. Quizá fuera lo poético del acto, la intuición de Ike de que ella
necesitaba precisamente esa clase de gesto en aquel preciso momento. Aquel regalo
por parte de un hombre tan tosco y embrutecido se había convertido para ella en un
enigma. ¿Una naranja? ¿De dónde había salido? Quizá hubiera leído a Flaubert en su
vida anterior, antes de su cautividad. O a Durrell, pensó Ali, o incluso a Anais Nin.
Pero eso no eran más que pensamientos sobre lo que a ella le gustaría que fuese. Se
estaba inventando cómo era él.
—Porque estaba allí —contestó con sencillez, y ella percibió lo contento que se
sentía con su confusión—. Tenía tu nombre escrito en ella.
El Descenso
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—Mira, no pretendo obsesionarme con esto —dijo. Pero, inmediatamente,
recordó sus palabras sobre el mantenimiento del control. Vaciló. Él había detectado
su problema: frialdad, control—. Sólo que fue tan adecuado... —murmuró—. Ha sido
un misterio para mí y nunca había tenido la oportunidad de...
—Pelirrojas —interrumpió él.
—¿Qué?
—Debo confesar que sois una vieja debilidad mía.
No expresó, sin embargo, ninguna predilección entre el universo de pelirrojas y
la singularidad de ella en particular.
Ali se quedó sin aliento. A veces, cuando los hombres descubrían que era
monja, se atrevían de algún modo a hacerle insinuaciones. Con el transcurso de los
años, Ali había hablado con lesbianas, especialmente con aquellas que eran atractivas
para los hombres, y todas le habían comentado que habían tenido que soportar una u
otra forma de festiva seducción, de piropos atrevidos, de palabras sucias que sólo
pretendían ser sucias, de invitaciones destinadas a ser rechazadas. Había llegado a la
conclusión de que se trataba de una especie de burla insultante, de una forma que
tenían los hombres de dominar sus temores de castración o algo así. No parecía
importarles el resultado final. Lo que hacía que Ike fuera diferente era su abandono.
Su actitud era tan descuidada que no es que fuese temeraria, sino que estaba llena de
riesgos. Se había lanzado a volar. La perseguía, pero no con mayor rapidez de lo que
ella le perseguía a él. Eso hacía que fuesen como dos fantasmas girando uno
alrededor del otro.
—Entonces, ¿se trata de eso? —dijo ella—. Fin del misterio.
—¿Por qué? —preguntó él.
Estaba resultando ser un baile muy agradable.
—Me gusta cómo canta —dijo ella.
Ike observó su estilizado cuerpo. Fue una mirada rápida, que ella percibió, y le
hizo recordar el escrutinio de los vincapervincas de su vestido de colores.
—Vives peligrosamente —dijo él.
—¿Y tú no?
—Hay una diferencia. Yo no estoy tan entregado como... —su voz vaciló antes
de terminar.
—¿Una virgen? —preguntó ella atrevidamente, dejándose arrastrar por el vino.
Los músculos de la espalda de Ike se tensaron.
—Iba a decir como un recluso.
Ali se ruborizó ante su error. Empezó a disculparse. Ike la apretó con más
fuerza y le acarició la frente con la suya, de una forma tan lánguida que los senos se
le movieron y jadeó ligeramente.
—Capitán Crockett —le reprendió al tiempo que se apartaba.
Instantáneamente, él la soltó y su actitud la asombró todavía más. No había
tiempo para tomar decisiones complicadas. Echándole la culpa al vino, se apretó de
nuevo contra él y le colocó la mano en el hueco de la espina dorsal.
El Descenso
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Bailaron en silencio durante otro rato. Ali trató de dejarse arrastrar por la
música. Pero las canciones terminarían; tendrían que abandonar la seguridad de este
lugar brillantemente iluminado y reanudar su investigación de los lugares oscuros.
—Ahora eres tú quien tiene que darme una explicación —dijo él—. ¿Cómo es
que terminaste por encontrarte aquí?
Sin saber muy bien cuánto deseaba saber él, se fue explicando. Ike siguió
haciéndole preguntas y ella no tardó en definir el protolenguaje y la lengua madre.
—Agua —explicó— es
wassar
en alemán antiguo y
aqua
en latín. Si se ahonda
más en las lenguas derivadas empieza a aparecer la raíz. En indoeuropeo y
amerindio, agua es
hakw
y en denocaucasiano
kwa.
Lo más lejos que se ha llegado es a
haku,
una protopalabra simulada por ordenador. Ya no la utiliza nadie. Es una
palabra enterrada, una raíz. Pero puede verse cómo una palabra renace a lo largo del
tiempo.
—Haku
—dijo Ike, aunque de forma diferente a como lo había dicho ella, con un
acento glotal en la primera sílaba—. Conozco esa palabra.
—¿De ellos? —preguntó Ali mirándole.
De sus captores abisales. Tal como había imaginado, en él tenía un glosario
vivo.
Ike parpadeó, como si experimentara un dolor fantasma, y ella contuvo la
respiración. El recuerdo pasó, si es que se trataba de eso. Ali decidió no seguir con el
tema por el momento y regresó a su propia historia, explicándole que había llegado
hasta allí para recoger y descifrar los glifos abisales y los restos de textos.
—Lo único que necesitamos es un traductor capaz de leer sus escritos —dijo ella
—. Eso podría abrirnos el camino hacia su civilización.
—¿Me estás pidiendo que te enseñe? —le preguntó Ike, malinterpretándola.
—¿Sabes cómo hacerlo, Ike? —le preguntó ella sin inflexión en su voz.
Él hizo chasquear la lengua con un gesto negativo. Ali reconoció
inmediatamente aquel sonido a partir de su estancia entre los bosquimanos san del
sur de África. ¿Eso también?, se preguntó. ¿Lenguaje de chasqueo? Su expectación
iba en aumento.
—Ni siquiera los abisales saben leer abisal —dijo él.
—Eso quiere decir únicamente que nunca has visto leer a un abisal —le aclaró
—. Los que conociste eran analfabetos.
—No saben leer los escritos abisales —repitió Ike—. Han perdido el
conocimiento de su significado. Conocí una vez a uno capaz de leer inglés y japonés.
Pero la vieja escritura abisal le era desconocida. Eso suponía una gran frustración
para él.
—Espera un momento —le interrumpió Ali, atónita. Nadie le había sugerido
nunca una cosa así—. ¿Quieres decir que los abisales leen los lenguajes humanos
modernos? ¿Hablan también nuestras lenguas?
—Éste las hablaba —contestó Ike—. Era un genio. Los demás son.... mucho
menos que él.
—¿Le conociste? —preguntó ella, con el pulso acelerado.
El Descenso
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¿De quién podían estar hablando sino del histórico Satán? Ike se detuvo. La
miró, traspasándola con aquellas impenetrables gafas de alpinista. Ella ni siquiera
podía adivinar qué pensaba.
—¿Ike?
—¿Por qué estás haciendo esto?
—Tengo un secreto.
—Deseaba confiar en él. Todavía estaban físicamente en contacto y eso parecía
un buen principio—. ¿Y si te dijera que mi propósito consiste en efectuar una
identificación cierta de ese hombre, sea quien fuere? Obtener más información sobre
él, una descripción de su rostro, pistas sobre su comportamiento e incluso, ¿por qué
no?, conocerle.
—No podrás —dijo Ike con voz fríamente mortal.
—Cualquier cosa es posible.
—No, quiero decir que tú no podrás. Cuando hayas conseguido acercarte a él,
ya no serás tú misma.
Ali meditó un momento. Era evidente que él sabía algo que no quería decir.
—Lo estás protegiendo —declaró.
Fue un comentario malhumorado, como un último recurso.
Los bailarines flotaban a su alrededor.
Ike levantó un brazo. Lo hizo girar de tal modo en la luz que Ali pudo ver las
abultadas cicatrices allí donde se había marcado un glifo en la carne. A simple vista,
las cicatrices aparecían ocultas debajo de marcas más superficiales. Las tocó con las
yemas de los dedos... tal como haría un abisal en la más completa oscuridad.
—¿Qué significa? —preguntó.
—Es una marca de propiedad —explicó él—. El nombre que me dieron. Aparte
de eso, no tengo ninguna otra pista. Y la cuestión es que los abisales tampoco la
tienen. Simplemente, imitan los dibujos que sus antepasados les dejaron hace mucho
tiempo.
Ali siguió recorriendo la sinuosa cicatriz con los dedos.
—¿Qué quieres decir al hablar de una marca de propiedad?
Él se encogió de hombros y observó el brazo como si perteneciera a otro.
—Probablemente exista un término mejor para describirlo, pero así es como yo
las llamo. Cada clan tiene la suya y cada miembro de ellos también. —La miró, antes
de añadir—: Puedo mostrarte otras.
Ali mantuvo la expresión imperturbable. Interiormente, sin embargo, estaba a
punto de ponerse a gritar. Durante todo el tiempo que llevaba de búsqueda, Ike había
tenido la respuesta. ¿Cómo es que nadie le había hecho esas preguntas a este
hombre? Quizá se las habían hecho y él no estaba preparado para contestarlas.
—¿Qué sería lo mejor? —preguntó ella—. Tengo papel ahí.
Apenas podía contener su impaciencia. Allí estaba el principio de su glosario. El
inicio de su piedra de Rosetta. Al descifrar el código abisal, abriría un lenguaje
completamente nuevo a la comprensión humana.
—¿Papel? —preguntó él sin comprender.
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—Para dibujar las marcas.
—Pero si las llevo conmigo.
—¿Que llevas qué?
Ike empezó a desabrocharse la camisa, pero entonces se detuvo.
—¿Estás segura de que lo quieres así?
Ella miró con impaciencia el bolsillo, desean do que se abriera.
Ike sacó un pequeño paquete de trozos de cuero, cada uno del tamaño
aproximado de una entrada de estadio deportivo, y se los entregó. Cada uno había
sido cortado en rectángulos bien proporcionados y curtido para que se mantuviera
blando. Al principio, Ali pensó que el cuero era alguna clase de vitela que Ike había
utilizado para trazar signos o escribir. Había, en efecto, dibujos débilmente
coloreados a un lado. Se dio cuenta entonces de que los colores procedían de tatuajes,
de que las protuberancias como verrugas eran cicatrices queloides y de que había
pequeños pelos pálidos. Aquello era piel, no había duda. Piel humana. Piel abisal. Lo
que fuese.
Ike no se dio cuenta de los recelos de Ali, ocupado como estaba en disponer las
tiras sobre las manos de ella, juntas y extendidas. Hizo un comentario natural con el
ánimo de informar.
—Sólo tiene dos semanas —dijo de una—. Observa la serpiente enroscada.
Nunca me había encontrado con ese motivo. Casi puedes sentir cómo el que efectuó
la incisión debió de ensortijarla, muy hábilmente.
Dejó a un lado un par de fragmentos.
—Estos dos los obtuve de alguien muerto hacía poco. Se nota por los círculos
entrelazados. Debieron de ser viajeros procedentes de muy lejos, pertenecientes a la
misma región. Es un dibujo que solía ver entre los afganos y los pakis. Capturados,
ya sabes, por debajo del Karakorum.
Ali miraba fijamente, tanto a él como a los pellejos. Nunca había sido una
persona remilgada, pero se quedó muy quieta ante la colección que él había reunido.
—Aquí se observa la forma de un escarabajo, ¿la distingues? ¿Te das cuenta de
cómo está abriendo las alas? Es un clan diferente a otros que he conocido, con las alas
cerradas o con las alas abiertas. Y este otro me ha dejado atónito. Fíjate, no son más
que puntos. ¿Serán quizá huellas? ¿Una forma de contar el tiempo o las estaciones?
No lo sé.
«Evidentemente, este es un dibujo de un pez rupestre. Fíjate en los tallos de luz
que le cuelgan de la boca. He comido un pescado como ese. Son fáciles de atrapar, a
mano, en los estanques no muy profundos. Sólo hay que esperar a que se encienda la
luz y luego lo coges por los tallos. Es como arrancar zanahorias o cebollas.
Dejó el último de los pellejos.
—Aquí se ven algunas de las formas geométricas que puedes observar en los
bordes de sus mandalas. Son bastante comunes aquí abajo y es una forma de cerrar
ritualmente el círculo exterior y contener dentro la información del mándala. Los
habrás visto en las paredes. Confío en que alguien de nuestro grupo pueda
descifrarlos. Aquí contamos con gente muy lista.
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—Ike —le interrumpió Ali—, ¿qué quieres decir con eso de «muerto hacía
poco»?
Ike tomó los dos pellejos a los que ella se refería.
—Sólo tiene un día, quizá dos.
—Quiero decir a qué te refieres. ¿Quién murió? ¿Un abisal?
—Uno de los porteadores. No conozco su nombre.
—¿Hemos perdido a un porteador?
—Más bien a diez o doce —dijo Ike—. ¿No te habías dado cuenta? En grupos de
dos y tres. Durante la pasada semana. Están hartos de las amenazas de Walker.
—¿Lo sabe alguien más?
Nadie le había comentado nada. Aquello suponía otro nivel completamente
distinto de la expedición, un nivel mucho más oscuro y violento de lo que ella o
cualquier otro científico hubiera conocido.
—Naturalmente, eso supone que han perdido mucha mano de obra —dijo Ike
como si hablara de animales de una recua—. Walker dedica más hombres a vigilar la
retaguardia que la vanguardia. No deja de enviarlos a buscar a estos desertores, para
dar ejemplo a los demás.
—¿Para castigarlos? ¿Por abandonar el trabajo?
Ike la miró con extrañeza.
—Cuando diriges un grupo de hombres, un desertor puede echarlo todo a
perder. Todo el grupo se te puede echar encima. Walker lo sabe. Lo que no parece
entrar en su mollera es que cuando se escapan ya es demasiado tarde para sujetarlos.
Si fueran míos, las cosas serían muy diferentes —añadió con franqueza.
Así pues, las historias que se contaban sobre su esclavización eran ciertas. De
una forma u otra, él había dirigido a sus compañeros cautivos. Hubiera deseado
saber más detalles, pero se controló. Ya probaría a husmear en sus recovecos más
profundos en otro momento.
—¿Quieres decir que atraparon a uno de los fugitivos? —preguntó Ali.
—¿Los hombres de Walker? —Ike hizo una pausa—. Son mercenarios. Siguen
las reglas con mentalidad de rebaño. No están dispuestos a alejarse demasiado, a
buscar en profundidad. Tienen miedo. Se despliegan hacia atrás durante una hora,
permanecen allí un tiempo y luego regresan.
Por lo que a ella se refería, eso solo dejaba una opción, que la entristeció.
—Entonces, lo hiciste tú —dijo.
Ike frunció el ceño, sin comprender.
—Mataste al porteador.
—¿Por qué iba a hacer una cosa así?
—Tú mismo acabas de decirlo: para dar ejemplo. Para el coronel Walker.
—Walker —bufó Ike—. Si quiere ver muerto a alguien, tendrá que hacerlo él
mismo.
Ali se sintió aliviada.
—¿Qué ocurrió entonces? —preguntó.
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Se había producido un homicidio, no un accidente. Alguien había muerto,
según Ike. Eso exigiría una investigación, pensó Ali. No habían llegado hasta allí para
perder su sentido de la humanidad.
—Ese pobre hombre no llegó muy lejos —dijo Ike—. Dudo mucho que ninguno
de ellos llegara muy lejos. Lo encontré casi completamente marcado.¿Marcado? ¿No
era eso algo que se hacía con el ganado? Ike volvía a hablar con naturalidad.
—¿Quién haría una cosa así? —preguntó ella.
Quizá uno de los porteadores huidos se hubiera vuelto psicópata.
—Son estos dos, no me cabe la menor duda —dijo Ike. Levantó la pareja de
pellejos con los círculos entrelazados de tejido cicatricial—. Les seguí la pista y lo
encontré. Lo pillaron por sorpresa, uno por delante y el otro por detrás.
—Y tú los encontraste.
—Sí.
—¿Y no pudiste traerlos hasta nosotros?
Lo absurdo de la pregunta le asombró.
—¿A unos abisales? —preguntó.
Por fin, ella comprendió. No había sido un asesinato. Ya se lo había dicho desde
el principio. Un muerto reciente.
—¿Abisales? ¿Había abisales? ¿Aquí?
—Ya no.
—No trates de tranquilizarme. Quiero saberlo.
—Ahora estamos en su casa. ¿Qué otra cosa se puede esperar?
—Pero Shoat nos dijo que este túnel no estaba habitado.
—Demostró tener una fe ciega.
—¿Y tú no se lo has dicho a nadie?
—Me ocupé del problema. Ahora, todo vuelve a estar despejado.
Una parte de ella se alegró y otra se enf ureció. ¡Abisales vivos! Y ahora muertos.
—¿Qué hiciste? —le preguntó con serenidad, sin estar muy segura de querer
conocer los detalles.
—Los dejé de tal forma que puedan hablar al que los encuentre —contestó él sin
dar mayores detalles—. No tendremos problemas.
—Entonces, ¿qué son estos otros? —preguntó Ali, señalando su colección de
pellejos.
—Proceden de otros lugares y de otros momentos.
—Pero tú crees que puede haber más.
—Nada organizado, ni en gran número.
—¿Y llevas esto contigo a todas partes? —preguntó conmocionada, indicándole
los pellejos.
—Los considero como si se tratara de sus permisos de conducir o sus tarjetas de
identificación. Eso me ayuda a hacerme una idea más completa de sus movimientos,
de las migraciones. Aprendo de ellos, casi como si me estuvieran hablando. —Se
llevó uno de los pellejos a la nariz y lo olisqueó. Luego lo lamió—. Éste, por ejemplo,
procede de un lugar muy profundo. Se nota por la limpieza que tiene.
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—¿De qué estás hablando?
Ike se lo ofreció y ella apartó la cabeza.
—¿Has comido alguna vez carne de vaca de montaña? Tiene un sabor muy
diferente al de una vaca que sólo ha comido granos y hormonas. Lo mismo sucede
aquí. Este tipo nunca absorbió la luz del sol. Nunca estuvo en la superficie. Nunca
comió de un animal que hubiera estado arriba. Probablemente, era la primera vez
que se alejaba de su tribu.
—Y tú lo mataste —dijo ella. Ike la miró—. No tien es ni idea de lo brutal que es
todo esto. Santo Dios. ¿Qué te hicieron?
Él se encogió de hombros. En apenas un abrir y cerrar de ojos, se había alejado
mil kilómetros de ella.
—Lo encontraré —dijo Ike.
—¿A quién?
Indicó las cicatrices abultadas de su brazo.
—A él —contestó.
—Dijiste que ése era tu nombre.
—Lo era. Su nombre era mi nombre. Yo no tenía nombre excepto el suyo.
—¿De quién?
—Del que era mi dueño. Cuatro días después descubrieron el río.
Ike iba por delante. Esperaba a la expedición en una cámara llena de estruendo.
Lo escuchaban desde hacía días. En el centro había un gran pozo vertical,
configurado en su parte superior como un embudo. El estruendo surgía de un
agujero de la anchura de una manzana de casas.
Las paredes sudaban. Pequeñas corrientes se precipitaban hacia las fauces
abiertas. Rodearon el borde, tratando de ver el fondo. Sus luces iluminaron una
garganta profunda y pulida. La piedra formaba un serpentín calcáreo con motas
verdes. Ike bajó un foco sujeto por una cuerda. Doscientos metros más abajo, la
diminuta luz se deslizó y fue arrastrada lateralmente por una corriente invisible.
—Que me aspen —exclamó Shoat—. El río.
—¿No esperaba que estuviese ahí? —preguntó alguien.
—Nadie lo sabía con seguridad —contestó Shoat con una mueca burlona—.
Nuestro departamento de cartografía nos indicó que sólo había una posibilidad entre
tres de que fuese real. Por otro lado, ésa era la forma más lógica de explicar el flujo
continuo que daban sus datos.
—¿Quiere decir que hemos llegado hasta aquí dejándonos llevar por una
suposición?
Shoat se encogió de hombros, con una expresión feliz.
—Quitaos los zapatos —dijo—. Ya no habrá más mochilas. Dejaremos de
caminar. A partir de ahora, flotaremos.
—Creo que antes deberíamos estudiar la situación —dijo uno de los hidrólogos
—. No tenemos ni idea de lo que podemos encontrar allí abajo. ¿Cuál es el perfil de
ese río? ¿Con qué rapidez fluye su corriente? ¿Hacia dónde conduce?
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—Estudiadlo desde los botes —dijo Shoat. Los porteadores no llegaron hasta
tres horas más tarde. Desde que habían salido del Avituallamiento I se veían
obligados a transportar cargas dobles por doble paga, y algunos llevaban más de
setenta y cinco kilos de peso. Depositaron su cargamento en una zona seca y se
dirigieron a una cámara aparte, donde Walker había dispuesto que se les preparase
una comida caliente.
Ali se acercó a Ike, que introducía cuerdas por el agujero. En el momento en que
se separaron, después de bailar, ella estaba un poco bebida y llena de curiosidad y, en
último término, de repulsión. Ahora estaba tan sobria como un guijarro, y la
repulsión había disminuido.
—¿Qué ocurrirá con ellos? —le preguntó, señalando con un gesto a los
porteadores—. Todos nos preguntamos lo mismo.
—Fin del trayecto —contestó—. Shoat los jubila.
—¿Pueden regresar a casa? El coronel se ha dedicado a perseguir a los
desertores ¿y ahora los sueltan a todos?
—Eso es cosa de Shoat —dijo Ike.
—¿Estarán bien?
No era lugar para despedir a los hombres, a dos meses de marcha de la
civilización más cercana. Pero a Ike no le pareció conveniente despertar de nuevo su
indignación.
—Claro —contestó—. ¿Por qué no?
—Creía que se les garantizaba empleo durante un año.
Ike tomó un rollo de cuerda y se entretuvo en hacer nudos.
—Nosotros ya tenemos suficientes preocupaciones —dijo—. Esos hombres
están a punto de convertirse en un polvorín. En cuando se den cuenta de que los
dejamos en la estacada, sólo es cuestión de tiempo que se revuelvan contra nosotros.
—¿Contra nosotros? ¿Para vengarse?
—Es algo más básico que eso. Querrán nuestras armas, nuestros alimentos,
todo. Desde un punto de vista estrictamente militar, es decir, el punto de vista de
Walker, lo más conveniente sería dividirlos y acabar con ellos.
—Nunca se atreverá a hacer una cosa semejante —dijo Ali—. Quizá no sea un
cristiano modelo, pero es un hombre de palabra.
—¿Es que no te das cuenta? —preguntó Ike—. Los porteadores están ahora
separados del resto de nosotros. Esa cueva lateral donde los han metido es una jaula
sin puerta. De ahí sólo pueden salir uno a uno, lo que los convierte en objetivos
fáciles si se cansaran de cooperar.
Ali no podía creer que la expedición hubiera descendido a ese nivel.
—No irá a disparar contra ellos, ¿verdad?
—No hay necesidad. Cuando finalmente decidan asomar la cabeza,
probablemente ya nos habremos alejado por el río.
Una vez más, el oficial de intendencia abrió los fardos y extrajo los suministros
del Avituallamiento I. Una de sus primeras tareas consistió en distribuir entre los
soldados y científicos trajes de supervivencia especialmente diseñados por la NASA
El Descenso
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con una tela antidesgarros e impermeable, pero suave al tacto. Tenía trajes desde un
tamaño pequeño hasta el extra grande. Un nervudo mercenario les explicó las
normas básicas.
—Pueden caminar, escalar y dormir con él puesto. Si se cayeran por la borda,
tiren de esta anilla de emergen cia y el traje se autoinflará. Conserva el calor de su
cuerpo, les mantiene secos y está hecho a prueba de tiburones.
Alguien comentó en broma algo sobre una armadura mágica.
Los trajes eran un compuesto de pantalones cortos de goma, chalecos sin
mangas y recubrimiento superior que se apretaba sobre la piel. La tela tenía rayas
gris carbón y azul cobalto. Cuando los científicos se probaron esta vestidura elástica,
tuvieron una sensación de excepcional ligereza. Se produjeron unos cuantos silbidos,
tanto de hombres como de mujeres.
Intentaron bajar una videocámara para examinar los lugares más profundos del
pozo. Al ver que eso no daba resultados, Walker envió a su hombre de choque: Ike.
No hacía muchos años debió de haber un sendero que descendía desde la
cámara al río. Ike había dedicado parte del día a buscarlo. Pero en los túneles en los
que pudo estar únicamente encontró tapones de cantos rodados producidos por
recientes temblores. Había señales abisales por todas partes, como columnas talladas,
pinturas en la pared, caños para dirigir las corrientes de agua o rocas apiladas para
desviarlos, pero nada sugería que el agujero hubiera sido utilizado tal como se
disponían a hacer, para acceder al río directamente desde arriba.
Ike descendió en rappel por la garganta de piedra, con los pies apoyados contra
la venosa roca. Al llegar al final de la primera cuerda, a unos cien metros de
profundidad, miró hacia arriba, entre el agua que caía. Desde arriba lo miraban para
ver qué ocurría.
El pozo daba paso al vacío. Ike no tuvo advertencia previa. Sus pies quedaron
repentinamente colgando sobre la oscuridad. Se detuvo, balanceándose en la vasta y
serena burbuja de la noche.
Al dirigir el rayo de luz a su alrededor, encontró el río, a unos quince metros
por debajo. Había descendido hasta una alargada y tortuosa cúpula geológica, cuyo
techo abovedado se extendía por encima de la superficie del río. Extrañamente, el
ruido atronador se detuvo en el momento en que abandonó el pozo; donde se hallaba
ahora reinaba prácticamente el silencio. Apenas escuchaba el deslizarse del agua y
poco más.
De no ser por la cuerda que pasaba por él, el agujero del pozo podría haber
desaparecido entre el resto de las protuberancias que había encima de él y a su
alrededor. Las paredes y el techo aparecían escamadas con ígneos rompecabezas. Era
un espacio complicado dominado por una lógica, el río.
Descendió por la segunda cuerda y se detuvo a ras del agua. Se deslizaba con
suavidad, como seda negra. Con precaución, Ike introdujo las yemas de los dedos en
el agua. Nada saltó para morderle. La corriente era consistente. El agua se notaba fría
y pesada. No tenía olor. Si procedía del océano Pacífico, ya no era agua de mar. Su
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viaje hacia el interior la había despojado de la sal que pudiera contener en un
principio. Estaba deliciosa.
Comunicó su informe por una radio de onda corta que le había entregado
Walker.
—A mí me parece bien —dijo.
Descendieron como arañas sujetas por hilos de seda. Para algunos, incluidos
varios soldados, se necesitó mucho poder de persuasión para que realizaran el
rappel. Clientes, pensó Ike.
Las lanchas resultaron más complicadas.
Las balsas se bajaron con cuerdas, ya totalmente hinchadas, montados los
asientos y el suelo. A Ike le recordaron botes salvavidas descendiendo por el costado
de un buque condenado a hundirse.
El río se llevó la primera. Afortunadamente, no había nadie en ella.
Siguiendo instrucciones de Ike, la siguiente balsa se dejó suspendida sobre el
nivel del agua, mientras que un equipo de remeros descendía por otras cinco
cuerdas. Parecían marionetas suspendidas en el aire. Al contar tres, el equipo se dejó
caer sobre la balsa en el momento en que tocaba el agua. Dos de los hombres no se
soltaron de las cuerdas con la suficiente rapidez y terminaron nadando de un lado a
otro, mientras la balsa avanzaba con la corriente. Los otros tomaron los remos y
empezaron a dirigir la balsa hacia una enorme rampa pulida situada no muy lejos,
corriente abajo.
La operación fue más fácil en cuanto pudieron bajar un pequeño motor e
instalarlo en una de las balsas. La lancha motorizada les permitió trazar círculos en el
agua e ir recogiendo a los pasajeros y las bolsas de instrumentos y equipo que
colgaban de una docena diferente de cuerdas. Algunos de los científicos demostraron
ser muy competentes en el manejo de las cuerdas y las embarcaciones. En cambio,
varios de los impresionantes vengadores de Walker parecieron marearse. Eso le gustó
a Ike. De ese modo, el juego se nivelaba más.
Tardaron cinco horas en bajar sus toneladas de suministros por el pozo. Una
pequeña flotilla de barcas motorizadas llevó el cargamento hasta la orilla. A
excepción de una sola balsa y del sacrificio de los porteadores, la expedición no había
perdido nada. La facilidad con que se desarrolló todo produjo una gran satisfacción
general. La Sociedad Julio Verne se sentía capaz y probada, como si pudiera soportar
y controlar cualquier cosa que el infierno quisiera echarles encima.
Ali soñó con los porteadores durante toda la noche. Vio sus rostros
desvaneciéndose en la oscuridad.
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15
M
ENSAJE
EN
UNA
BOTELLA
Enviad delante a vuestros mejores hombres. Destinad a vuestros
hijos al exilio para servir las necesidades de vuestros cautivos.
R
K
, La carga del hombre blanco
UDYARD
IPLING
Base Little America, Antártida
January había esperado encontrar un aullante infierno blanco, con huracanes y
cobertizos metálicos. Pero la pista de aterrizaje estaba seca y el viento era lánguido.
Había tenido que tocar muchas teclas para conseguir que pudieran estar aquel día
allí, y no estaba muy segura de saber qué podía esperar. Branch sólo pudo decir que
tenía que ver con la expedición Helios. Se estaban desarrollando una serie de
acontecimientos que podían afectar a todo el interior del planeta.
El avión carreteó y finalmente se detuvo. January y Thomas bajaron por la
rampa de carga del Globemaster, entre toros de carga y soldados abrigados.
—Les están esperando —les dijo un escolta.
Entraron en un ascensor. January confiaba en que fuese una habitación en un
piso alto, con vistas. Deseaba contemplar aquel inmenso territorio y el sol
permanente. En lugar de eso, descendieron. Diez pisos más abajo, las puertas se
abrieron.
El pasillo les condujo a una sala de conferencias, en cuyo interior todo estaba
oscuro y en silencio. Creía que la sala estaba vacía, pero una voz sonó desde el fondo.
—Luces —dijo, como una advertencia.
Cuando se encendieron las luces, resultó que la sala estaba llena... de
monstruos.
Al principio pensó que eran abisales que se tapaban los ojos con las manos
ahuecadas. Pero todos eran oficiales estadounidenses. Delante de ella, el pelo corto
de un capitán revelaba bultos y ondulaciones en un cráneo que tenía la forma y el
tamaño del casco de un jugador de fútbol americano.
Como congresista, había presidido un subcomité dedicado a la investigación de
las estancias prolongadas en el interior. Ahora, rodeada por oficiales de su propio
ejército, comprendió por sí misma lo que significaban realmente expresiones como
«verruga esquelética» y «osteítis deformans»: un exilio entre sus iguales. January
recordó el término preciso: enfermedad de Paget. Hacía que el tejido óseo
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experimentara un ciclo incontrolado de descomposición y crecimiento. La cavidad
craneal no se veía afectada y tampoco corrían peligro el movimiento y la agilidad.
Pero la deformidad predominaba por todas partes. Buscó rápidamente a Branch
pero, por una vez, no pudo distinguirlo entre la multitud.
—Damos la bienvenida a nuestros distinguidos invitados, la senadora January y
el padre Thomas. —En el podio estaba un general llamado Sandwell, conocido por
January como un intrigante de extraordinaria energía. No tenía precisamente buena
reputación como comandante de campo. De hecho, acababa de advertir a sus
hombres que tuvieran cuidado con la política y el sacerdote que ahora se
encontraban entre ellos—. Acabamos de empezar. Las luces se apagaron y se oyó un
suspiro de alivio colectivo cuando los hombres volvieron a relajarse en sus asientos.
Los ojos de January se adaptaron a la oscuridad. Una gran pantalla de vídeo relucía
con una tonalidad azulada sobre una pared. Surgieron mapas, la topografía de un
lecho marino, la vista cuadriculada del Pacífico y luego un primer plano.
—En síntesis —dijo Sandwell—, en nuestro sector del Pacífico occidental se ha
desarrollado una situación complicada en la estación fronteriza número 1492. Los
aquí presentes son comandantes de las bases del subpacífico reunidos para recibir la
última información de los servicios secretos y mis órdenes.
January sabía que eso se decía para ponerla al día. El general declaraba que
había decidido emprender una acción, algo que no perturbó a January lo más
mínimo. Siempre podría influir sobre el resultado en caso necesario. El hecho de que
ella y Thomas estuvieran presentes en aquella sala ponía de manifiesto el poder de
ambos.
—Cuando se informó de la desaparición de una de nuestras patrullas,
supusimos que había sido atacada. Enviamos una unidad de respuesta rápida para
localizar y ayudar a la patrulla perdida. La unidad de respuesta rápida también
desapareció y fue entonces cuando recibimos el despacho final de la patrulla perdida.
January se sintió presa de los remordimientos. Ali estaba allí, más allá de la
patrulla perdida. «Concéntrate», se ordenó a sí misma, fijando la atención en el
general.
—Lo llamamos un mensaje en una botella —explicó Sandwell—. Un miembro
de la patrulla, habitualmente el responsable de la radio, lleva una caja de termopolos
que continuamente acumula y digitaliza imágenes de vídeo. En el caso de que se
produzca una emergencia, se puede disparar para que transmita automáticamente.
La información se lanza al espacio geológico.
»E1 problema estriba en que diferentes fenómenos subterráneos retrasan
nuestras frecuencias a diferentes velocidades. En este caso, la transmisión rebotó
contra el manto superior y regresó arriba a través de plegamientos de basalto. En
resumen, la transmisión quedó perdida en la piedra durante unas cinco semanas.
Finalmente, interceptamos la onda del mensaje en nuestra base situada sobre las
montañas marinas Matemático. La transmisión estaba fuertemente degradada por el
ruido tectónico. Tardamos otras dos semanas en filtrarla e intensificarla con
ordenadores. Como consecuencia de todo ello, han transcurrido 57 días desde que se
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produjo el incidente inicial. Durante ese tiempo, hemos perdido otras tres unidades
de respuesta rápida. Ahora sabemos que no se trató de ningún ataque. Nuestro
enemigo es interno. Es uno de nosotros. Vídeo, por favor.
«Ultimo despacho, Halcón Verde», decía un titular. Pudo verse una línea de
datos en la parte inferior derecha: «ClipGal/MLI492/7-03/2304:34».
En susurros, January le tradujo a Thomas:
—Sea lo que fuere, estamos a punto de ver algo procedente de la estación de
línea MacNamara 1492, en el túnel Clipperton/Galápagos, enviado el 3 de julio a las
doce menos cincuenta y seis minutos.
Unas configuraciones de calor brotaron de la negrura de la pantalla. Eran siete
almas. Parecían desmembrados.
—Aquí están —dijo Sandwell—. Operaciones especiales, en base Tres UDT,
Pacífico occidental. Patrulla rutinaria de búsqueda y destrucción.
Las configuraciones de calor de la patrulla se resolvieron en la pantalla. Las
almas verdes calientes se metamorfosearon en cuerpos humanos característicos. Al
acercarse a las cámaras, los rostros de los miembros de la patrulla de operaciones
especiales adquirieron personalidades individuales. Había unos pocos muchachos
blancos, un par de negros y un chino-estadounidense.
—Estos son clips editados del vídeo que llevaba el operador de radio. Se están
poniendo ahora su equipo ligero. Ahora están muy cerca de la línea.
Por línea sea refería a un perímetro robot, concebido por primera vez durante la
guerra de Vietnam, una especie de línea Maginot automática que serviría como
alambrada improvisada de campaña. En las partes remotas del inframundo, la
tecnología parecía contribuir a mantener la paz. Durante los tres últimos años no se
habían producido transgresiones de esas líneas.
La pantalla destelló y adquirió un azul más claro. Puestas en marcha por
detectores de movimiento, la primera banda de luces, o la última, depen diendo de la
dirección que se siguiera, si hacia dentro o desde fuera, se encendió automáticamente
desde los recovecos de las paredes del túnel. A pesar de llevar puestas las gafas
oscuras, los hombres de operaciones especiales se encogieron y volvieron las caras
hacia otro lado. De haberse tratado de abisales, habrían huido, o muerto. Ésa era la
idea.
—Pasaré rápidamente por los doscientos metros siguientes —dijo Sandwell—.
Nuestro punto de interés se encuentra en la boca.
Mientras Sandwell aceleraba la proyección, la patrulla pareció pasar velozmente
a través de costillares de luz. A cada zona sucesiva en la que entraban, se encendían
más luces, y la zona que dejaban atrás quedaba a oscuras. Eran como rayas de cebra.
La combinación cuidadosamente entretejida de luz y otras longitudes de onda
electromagnética resultaba cegadora y gen eralmente letal para las formas vitales
criadas en la oscuridad. A medida que se había ido pacificando el interior del
planeta, los puntos de convergencia como aquel se habían dotado de un dispositivo
de luces, infrarrojas, ultravioleta y otros transmisores de fotones, además de láseres
guiados por sensores, para «mantener al genio embotellado», como solían decir.
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Empezaron a aparecer evidencias de la presencia de los genios, y Sandwell recuperó
la velocidad normal de proyección.
Huesos y cuerpos se desparramaban sobre el camino mortalmente iluminado,
como si allí se hubiese librado una feroz batalla. A plena vista, iluminados por los
megavatios de electricidad, los restos de los abisales casi no tenían interés alguno.
Pocos mostraban coloración alguna en sus pieles. Hasta a su pelo le faltaba color. Ni
siquiera era blanco, sino de una tonalidad mortalmente amarillenta, similar a la
manteca de cerdo.
Al acercarse la patrulla al extremo más alejado del túnel, lo que Sandwell había
llamado la boca, los intentos de sabotaje eran evidentes. Se habían roto las luces o
bloqueado con herramientas primitivas, o se habían lanzado piedras contra ellas. Los
zapadores abisales habían pagado un alto precio por sus esfuerzos. Los hombres de
la patrulla se detuvieron. Justo por delante, allí donde la boca del túnel se tornaba
blanca, empezaba el verdadero territorio desconocido.
January tragó saliva, angustiada. Algo malo estaba a punto de suceder.
—¿Alguien lo ha visto? —preguntó Sandwell sin dirigirse a nadie en particular.
Nadie contestó—. Pasaron justo por delante, tal como se suponía que debían hacer.
Una vez más, adelantó la proyección. A alta velocidad, los soldados se quitaron
las mochilas e iniciaron sus tareas de mantenimiento, reponiendo componentes y
bombillas en las paredes y el techo, lubricando el equipo y volviendo a calibrar los
láseres. El reloj automático de la pantalla avanzó rápidamente varios minutos.
—Aquí es donde lo descubrieron —dijo Sandwell, volviendo a ralentizar la
proyección.
Un grupo de soldados se había reunido alrededor de un espolón de roca,
discutiendo evidentemente sobre una curiosidad. El operador de radio se les acercó y
su videocámara captó un pequeño cilindro, que era del tamaño de un dedo meñique.
Se hallaba alojado en una grieta de la roca.
—Aquí está —anunció Sandwell.
No había banda de sonido y no sonaron voces. Uno de los soldados extendió
una mano hacia el cilindro. Un segundo intentó prevenirle. Bruscamente, un hombre
cayó hacia atrás. Los demás, simplemente, se derrumbaron sobre el suelo. El
operador de radio se giró alocadamente y se quedó quieto, de costado, sobre una
vista de la bota de alguien. La bota se retorció una sola vez, no más.
—Lo hemos cronometrado —dijo Sandwell—. Sólo se necesitaron menos de dos
segundos, 1,8 para ser exactos, para que murieran siete hombres. Naturalmente, fue
en su forma concentrada. Pero incluso varias semanas más tarde y a cinco kilómetros
de distancia, después de haberse dispersado en la corriente de aire, sólo tardó algo
más de dos segundos, 2,2, en matar a nuestras unidades de respuesta rápida. En
otras palabras, sus efectos son casi instantáneos, y tienen un índice de mortalidad del
cien por cien.
—¿Qué es? —le preguntó Thomas a January en un susurro—. ¿De qué está
hablando este hombre?
—No tengo ni la menor idea —murmuró ella.
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—Veámoslo de nuevo, a cámara lenta, con mayor detalle. Encuadre tras
encuadre, Sandwell les mostró la escena de la muerte a partir del encuadre del
cilindro. Esta vez el tubo de metal, que tenía la longitud de un dedo, reveló sus
partes: un cuerpo principal, una pequeña capucha de cristal, una luz diminuta.
Aumentados de tamaño, los dedos del soldado se extendieron hacía la cápsula. La
diminuta luz cambió de color. El cilindro emitió el más diminuto destello de un
aerosol. Los hombres cayeron al suelo, lentamente, como marineros borrachos. Esta
vez, January pudo observar pruebas de la violencia biológica. Uno de los muchachos
negros retorció su cara ante la cámara, con la boca abierta; sus ojos habían
desaparecido. La mano de un hombre pasó balanceándose ante las lentes, con la
sangre goteándole de las uñas. La bota se retorció una vez más y algo, un líquido
humano, goteó por los agujeros de las cordoneras.
Gas, reconoció January. O gérmen es. Pero ¿con una acción tan
contundentemente rápida?
—Y encima de todo lo demás, ahora esto —gruñó una voz.
Los oficiales eran estudiantes rápidos. Absorbieron la información de un solo
salto. La GQB, la guerra química y biológica, era la parte de su entrenamiento con la
que menos querían tener que ver en campaña. Pero allí estaba.
—Una vez más —dijo Sandwell.
—Imposible, es absolutamente imposible —dijo un oficial—. Los abisales no
disponen en ninguna parte de esas capacidades. Son retrógrados neolíticos. Apenas
tienen conocimientos para encender fuego. Adquieren sus armas, no las inventan.
Lanzas y trampas cazabobos, ese es su límite creativo. No podrán convencerme de
que son capaces de fabricar armas químicas y biológicas.
—Desde entonces —siguió diciendo Sandwell sin hacerle caso—, hemos
descubierto tres cápsulas más como esta. Tienen detonadores diseñados para
dispararse mediante una orden codificada transmitida por radio. Una vez colocadas,
sólo se las puede neutralizar enviándoles la señal adecuada. Si se tocan, ya han visto
lo que sucede. Así pues, las hemos dejado intactas. Veamos ahora un vídeo del
cilindro más reciente. Fue descubierto hace cinco días.
Esta vez los actores iban cubiertos con trajes de protección bioquímica. Se
movían con la lentitud de astronautas en gravedad cero. La información sobre la
fecha era diferente. Decía «ClipGal/Rail/09-01/0732:12». El ángulo de la cámara se
desplazó hacia una fractura en la pared de la cueva. Uno de los soldados enfundado
en el traje insertó en la grieta una tablilla brillante. January se dio cuenta de que
contenía un espejo dental. El siguiente ángulo se centró en una imagen reflejada en el
espejo.
—Ésta es la parte posterior de una de las cápsulas —dijo Sandwell.
Las letras estaban completas esta vez, boca abajo. Había un diminuto código de
barras y una identificación en inglés. Sandwell congeló la imagen.
—Ángulo en vertical —ordenó.
El ángulo de la cámara pivotó. «SP-9», decían las letras, seguidas por «USDoD».
—¿Es una de las nuestras? —dijo una voz.
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—SP designa el Prion sintético, fabricado en laboratorio. El nueve es el número
de generación.
—¿Es eso una buena o una mala noticia? —preguntó alguien—. Ahora resulta
que los abisales no fabrican lo que nos está matando, sino que lo fabricamos nosotros.
—El modelo Prion-9 dispone de un acelerador incorporado. En contacto con la
piel, la coloniza casi instantáneamente. El director de laboratorio la comparó con una
especie de peste negra supersónica. —Sandwell hizo una pausa—. El Prion-9 se
fabricó a la medida de ese teatro de operaciones, para el caso de que las cosas se
descontrolaran allá abajo. Pero, una vez fabricado, se decidió que nada podía quedar
tan descontrolado como para justificar su empleo. Dicho de modo más sencillo: es
demasiado mortal como para ser empleado. Puesto que se reproduce, las pequeñas
cantidades tienen el potencial de expandirse y llenar todo un nicho medioambiental.
En este caso, ese nicho es todo el subplaneta.
Una mano se cerró alrededor del brazo de January con la fuerza de una trampa.
El dolor que le produjo la mano férrea de Thomas le recorrió todo el hueso.
Finalmente, él la soltó.
—Lo siento —le susurró, apartando la mano.
January sabía que no debía interrumpir una sesión militar de información, pero
a pesar de ello lo hizo.
—¿Y qué sucede cuando ese Prion llena su nicho y decide saltar al siguiente
nicho? ¿Qué puede suceder con nuestro mundo?
—Excelente pregunta, senadora. Dentro de lo malo hay alguna buena noticia. El
Prion-9 se desarrolló para ser utilizado exclusivamente en el interior del planeta, de
modo que sólo es capaz de vivir y de matar en la oscuridad. Muere a la luz del sol.
—En otras palabras, no puede saltar de nicho. ¿Es esa la teoría? —preguntó,
permitiendo que se notara el escepticismo en su voz.
—Hay una cosa más —añadió Sandwell—. El Prion sintético se ha probado en
abisales cautivos. Una vez expuestos, ellos mueren el doble de rápido que nosotros.
—En eso, entonces, les llevamos ventaja —se burló alguien—. Duraremos nueve
décimas de segundo más que ellos.
¿Abisales cautivos? ¿Pruebas? January nunca había oído hablar de aquello.
—Finalmente —dijo Sandwell—, cabe añadir que todo el stock que quedaba de
esta generación ha sido destruido.
—¿Hay otras generaciones?
—Eso es materia reservada. El Prion-9 se iba a destruir, de todos modos. La
orden llegó pocos días después de que se produjera el robo. A excepción de los
cilindros de contrabando existentes en el interior del planeta, no hay más.
Una pregunta surgió desde la oscuridad de la sala.
—¿Cómo es posible que los abisales se apoderaran de nuestro material, mi
general?
—No son los abisales los que colocaron el Prion en nuestro corredor ClipGal —
espetó Sandwell—. Ahora tenemos pruebas de ello. Fue uno de nosotros.
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La pantalla de vídeo volvió a encenderse. January estaba segura de que volvía a
pasar la primera grabación. Parecía tratarse del mismo túnel negro vomitando las
mismas configuraciones de calor desencarnado. Las amebas verdes y
calientes
se
hicieron bípedas. Ella comprobó los datos de la
fecha
y vio que las imágenes
procedían de la estación de línea número 1492. Pero la fecha era dif erente. Decía
«6/18». Este vídeo se había tomado dos semanas antes que el de la patrulla de
operaciones especiales.
—¿Quién es esa gente? —preguntó una voz.
Las configuraciones de calor adquirieron rostros característicos. Una docena se
convirtió en dos docenas, todas ellas encordadas. No eran soldados. Pero con las
gafas nocturnas puestas era imposible saber exactamente quiénes o qué eran. El
primer conjunto de luces del túnel se encendió automáticamente. Y, de repente, pudo
verse que las figuras que había en la pantalla se ponían a gritar alegremente, se
quitaban las gafas y, en general, actuaban como civiles de vacaciones.
Sus uniformes de Helios estaban sucios, pero no andrajosos ni muy
desgarrados. January realizó un cálculo rápido. En este punto, la expedición debía
encontrarse en su segundo mes de recorrido.
—Fíjate —le susurró a Thomas.
Era Ali. Llevaba una mochila y parecía en buen estado de salud, aunque un
poco delgada y en mejor forma que algunos de los hombres. Su sonrisa era realmente
hermosa. Pasó ante la cámara de la pared sin darse cuenta de que la estaba grabando.
Sin necesidad de girar la cabeza, January detectó un cambio en los oficiales que
la rodeaban. De algún modo, la sonrisa de Ali manifestaba su nobleza.
—La expedición Helios —dijo Sandwell, para información de quienes no lo
supieran.
Más y más gente apareció en la pantalla. Sandwell dejó que sus comandantes
apreciaran todo el ambiente de fiesta.
—¿Quiere decir que uno de ellos puso allí los cilindros? —preguntó alguien.
Una vez más, Sandwell dejó las cosas en claro.
—Repito que fue uno de nosotros. —Hizo una pausa—. No de ellos, sino de
nosotros. Uno de ustedes.
El pulso se le aceleró a January ante la imagen de Ali. Sobre la pantalla, la joven
se arrodilló ante su mochila, desenrolló un delgado saco de dormir sobre la piedra y
compartió un dulce con un amigo. La pequeña comunión con sus vecinos fue
encantadora en su sencillez.
Ali terminó sus preparativos, se sentó sobre el saco de dormir y abrió un
paquete de papel de aluminio que contenía un paño plegado, con el que empezó a
limpiarse la cara y el cuello. Finalmente, entrecruzó las manos y suspiró. No se podía
pasar por alto la satisfacción que manifestaba. Al final de la jornada, se sentía
satisfecha con lo que le había tocado en suerte. Se sentía feliz.
Ali levantó la mirada y January pensó que rezaba. Pero miraba hacia las luces
del techo del túnel. La mirada rayaba en la adoración. January se sintió conmovida y
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abrumada al mismo tiempo. Aquello indicaba, sencillamente, que Ali amaba la luz. Y,
sin embargo, había renunciado a ella. ¿Y todo por qué? «Por mí», pensó January.
—Conozco a ese hijo de puta —dijo entonces uno de los comandantes de
ClipGal. En el centro de la pantalla, un mercenario delgado impartía órdenes a otros
tres hombres armados—. Se llama Walker —siguió diciendo el comandante—.
Perteneció a la fuerza aérea. Pilotaba F-16. Lo dejó para meterse en negocios propios.
Hizo matar a un puñado de baptistas en aquella aventura colonial que se emprendió
al sur de la península de Baja California. Los supervivientes lo denunciaron por
incumplimiento de contrato. De algún modo, terminó cerca de mi posición. Me
enteré de que Helios estaba contratando hombres. Por lo visto han conseguido un
jodido puñado de ellos.
Sandwell dejó que la grabación siguiera durante otro rato, sin añadir ningún
comentario. Entonces dijo:
—No es Walker quien puso las cápsulas de Prion. —Congeló la imagen—. Fue
este hombre.
Thomas se sobresaltó, aunque casi imperceptiblemente. January experimentó
una conmoción al reconocerlo. Observó con curiosidad el rostro de él, que también la
miró. Negó con la cabeza. Hombre equivocado. Ella volvió a mirar la imagen de la
pantalla, buscando en su memoria. No conocía a aquella figura deteriorada.
—Se equivoca —afirmó con naturalidad una voz desde la audiencia.
January reconoció inmediatamente la voz.
—¿Mayor Branch? —preguntó Sandwell—. ¿Eres tú, Elias?
Branch se levantó, bloqueando en parte la pantalla. Su silueta aparecía gruesa,
deformada y primitiva.
—Su información es incorrecta, señor.
—¿Lo reconoce usted, entonces?
La imagen congelada en la pantalla era de perfil, en tamaño tres cuartos,
tatuada, con el pelo que parecía cortado con un cuchillo. Una vez más, January
intentó comprobar si Thomas recordaba algo, un temblor de dientes, un cambio en el
ritmo de la respiración. Él miraba fijamente la pantalla.
—¿Conocemos a este hombre? —le susurró ella.
Thomas levantó un solo dedo y lo movió de un lado a otro: no.
—Ha cometido un error —repitió Branch.
—Desearía que fuese así —dijo Sandwell—. Se ha vuelto un malvado, Elias. Ésa
es la verdad.
—No, señor —declaró Branch con firmeza.
—Nosotros mismos tenemos la culpa —dijo Sandwell—. Lo aceptamos entre
nosotros. El ejército le ofreció refugio. Imaginamos que había regresado junto a
nosotros. Pero es muy posible que nunca dejara de identificarse con los abisales que
lo capturaron. Todos habrán oído hablar del síndrome de Estocolmo.
Branch lanzó un bufido de burla. A su oficial superior.
—¿Está diciendo que trabaja para el diablo?
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—Estoy diciendo que parece ser un refugiado psicológico, que se encuentra
atrapado entre dos especies y se aprovecha de las dos. Tal como yo lo veo, está
matando a mis hombres. Y ha tomado como objetivo todo el interior del planeta.
—Él —exclamó January con la respiración entrecortada. Ahora fue ella la
conmocionada—. Thomas, es el hombre sobre el que nos escribió Ali justo antes de
salir del Punto Z-3. El guía de Helios.
—¿Quién? —preguntó Thomas.
January encontró finalmente el nombre en su banco mental de datos.
—Ike. Crockett —susurró—. Un rescatado. Escapó de los abisales. Ali dijo que
esperaba entrevistarlo, conseguir que le transmitiera sus recuerdos de la vida abisal,
obtener sus conocimientos. ¿En qué lío la habré metido?
—A juzgar por el trabajo realizado hasta el momento por este hombre —siguió
diciendo Sandwell—, intenta establecer un cinturón de contagio a lo largo de todo el
ecuador subpacífico. A una sola señal puede poner en marcha una reacción en
cadena que exterminará a todo ser vivo del interior, sea humano, abisal o de
cualquier otro tipo.
—Déme una prueba —insistió Branch con tenacidad—. Muéstreme un clip o
una imagen en la que se vea a Ike colocando la cápsula químico-biológica.
January percibió en sus palabras cierto apego, mezclado con una actitud de
desafío. Branch tenía alguna conexión con el personaje que aparecía en la pantalla.
—No tenemos imágenes —dijo Sandwell—. Pero le hemos seguido la pista al
grupo original de cápsulas del Prion-9 robado. Lo robaron de nuestro depósito de
armas químicas de Virginia Occidental. El robo se produjo la misma semana que
Crockett visitó Washington D. C. La misma semana en la que tenía que presentarse
ante un tribunal militar y una posible expulsión deshonrosa del cuerpo. Fue entonces
cuando huyó y desapareció. Ahora, cuatro de esos cilindros se han descubierto en el
mismo corredor por el que está guiando la expedición Helios.
—Si el contagio se dispara, él también muere —dijo Branch. Eso no es propio de
Ike. No se suicidaría. Cualquiera que lo conozca se lo puede asegurar. Es un
superviviente.
—De hecho, esa es precisamente nuestra pista —dijo Sandwell—. Su protegido
se ha inmunizado. —Se produjo un silencio, antes de que siguiera hablando—.
Entrevistamos al médico que le administró la vacuna. Recordaba el incidente y por
una buena razón. Sólo un hombre ha sido inmunizado contra el Prion-9.
Una foto apareció en la pantalla. Mostraba un formulario médico. Sandwell
dejó la imagen quieta durante un rato, para que la leyeran. En la parte superior se
veía el nombre y dirección de un médico. En la parte inferior una sencilla firma que
el propio Sandwell se encargó de leer en voz alta:
—Dwight D. Crockett.
—Mierda —exclamó uno de los comandantes.
Branch, sin embargo, se mostró porfiado en su lealtad.
—No estoy de acuerdo con su prueba.
—Sé que esto es difícil —le dijo Sandwell.
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January observó que los hombres empezaban a removerse, inquietos. Más tarde
se enteraría de que Ike les había enseñado a muchos de ellos y había salvado la vida
de algunos.
—Es imperativo que descubramos a este traidor —les dijo Sandwell—. Ike se ha
convertido en el hombre más buscado de la Tierra.
—Veamos si lo comprendo —intervino January, elevando la voz—. La única
persona inmune a esta plaga ¿es supuestamente el hombre que la colocó?
—Afirmativo, senadora —contestó Sandwell—. Pero no por mucho tiempo. Con
objeto de contener el Prion liberado, hemos cerrado todo el corredor ClipGal con
explosivos. Asimismo, estamos evacuando el interior del planeta dentro de un radio
de trescientos kilómetros, incluida la ciudad de Nazca. Nadie volverá a entrar ahí
hasta que haya sido vacunado. Y empezaremos por ustedes, caballeros. En la
siguiente sala ya hay médicos esperando. Senadora y padre Thomas, ustedes también
serán inyectados.
Fue Thomas el que aceptó, antes de que January pudiera rechazar la oferta.
Luego la miró, antes de decirle:
—Por si acaso.
Un mapa llenó la pantalla. Se centró sobre una especie de vena dentro de la
tierra.
—Ésta es la proyectada trayectoria de la expedición de Helios —siguió diciendo
el general—. Probablemente no hay forma de que podamos alcanzarlos desde atrás,
lo que significa que tampoco podemos interceptarlos desde los lados o desde el
frente. El problema es que sabemos dónde han estado, pero no exactamente hacia
dónde se dirigen.
»E1 cártel Helios se ha mostrado dispuesto a compartir información sobre el
curso previsto de la expedición. Durante el transcurso de los próximos meses
trabajaremos en estrecha colaboración con su departamento de mapas para tratar de
averiguar dónde están los exploradores. Mientras tanto, saldremos de caza.
»Vamos a valorar todas las posibles salidas. Quiero que se envíen escuadrones,
que se cubran todos los puntos de salida. Lo haremos salir. Le pondremos trampas.
Lo esperaremos. Y en cuanto lo localicemos, lo mataremos. En cuanto lo
descubramos. Las órdenes vienen de arriba. Repito, hay que matarlo en cuanto lo
descubramos. Antes de que ese renegado pueda matarnos a nosotros. —Sandwell se
volvió para mirarlos—. Éste es el momento de preguntarse ¿hay entre nosotros algún
hombre que no se sienta capaz de cumplir la misión que acabo de encomendarles? La
pregunta sólo iba dirigida a un hombre, y todos lo sabían. Esperaron en silencio a
que Branch se negara a cumplir la orden. Pero no lo hizo.
Nueva Guinea
La llamada telefónica despertó a Bran ch en su camastro a las tres y media de la
madrugada. Dormía poco. Habían transcurrido dos días desde que los comandantes
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regresaran a sus bases e iniciaran la exploración de las profundidades para encontrar
a Ike. A Branch, sin embargo, se le había encomendado la misión de control en el
cuartel general del Pacífico sur, en Nueva Guinea. Se trataba de un gesto humanitario
pero, sobre todo, de una forma de neutralizarlo. Deseaban disponer de las opiniones
que pudiera tener Branch sobre su presa, pero no confiaban en él para que matara a
Ike llegado el momento. Él, por su parte, no se lo echaba en cara a nadie.
—Mayor Branch —dijo una voz por el teléfono—. Es el padre Thomas.
Desde la conferencia, Branch esperaba la llamada de January. Él estaba
conectado con ella, no con su confidente jesuita. Le sorprendió que la senadora
hubiese acudido acompañada a la conferencia de la Antártica, y ahora no se sintió
complacido al escuchar su voz.
—¿Cómo me ha encontrado? —fue lo primero que le preguntó.
—Por January.
—Probablemente ésta no sea la mejor línea telefónica que podamos utilizar —le
advirtió Branch.
Thomas no le hizo caso.
—Tengo información sobre su soldado Crockett. —Branch esperó—. Alguien
está utilizando a nuestro amigo. —«¿A nuestro amigo?», pensó Branch—. Vengo de
visitar al médico que le administró la vacuna. —Branch escuchó, muy atento—. Le
mostré una foto del señor Crockett. —Branch apretó fuertemente el teléfono contra
su oreja—. Creo que ambos estaremos de acuerdo en que tiene un aspecto muy
característico. Pero resultó que el médico no había visto a Crockett en su vida.
Alguien falsificó su firma. Alguien se hizo pasar por él.
—¿Quién fue, Walker? —preguntó Branch, aflojando la presión sobre el
teléfono, pues esa había sido su primera sospecha.
—No —contestó Thomas—. Le mostré una foto de Walker. Y fotos de cada uno
de sus pistoleros. El médico se mostró concluyente. No era ninguno de ellos.
—Entonces, ¿quién?
—No lo sé. Pero aquí hay algo que anda mal. Estoy tratando de conseguir
fotografías de todos los miembros de la expedición para mostrárselas. La corporación
Helios no muestra muchas ganas de cooperar. De hecho, sus representantes me han
comunicado que oficialmente no existe tal expedición.
Eso hizo que el propio Branch se sentara al borde de su camastro de fibra de
vidrio. Resultaba difícil mantener la calma. ¿Qué pretendía este sacerdote? ¿Por qué
jugaba al detective con un médico del ejército? ¿Y por qué le hacía una llamada en
plena noche para anunciarle la inocencia de Ike?
—Yo tampoco dispongo de esas fotos —dijo Branch.
—Se me ha ocurrido que otra fuente de imágenes podría ser ese vídeo que nos
pasó el general Sandwell. Allí parecían verse multitud de caras.
De modo que se trataba de eso.
—¿Quiere que yo se lo consiga?
—Quizá el médico pueda descubrir a ese hombre entre la multitud.
—En tal caso, pídaselo a Sandwell.
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—Ya lo he hecho. No manifiesta un mayor grado de cooperación que Helios. De
hecho, sospecho que es algo más de lo que finge ser.
—Veré lo que puedo hacer —le dijo Branch.
Sin embargo, no se comprometió con la teoría.
—¿Hay alguna posibilidad de detener la búsqueda de Crockett, o al menos de
dejarla en suspenso?
—Negativo. Ya se han introducido equipos de cazadores. Están bajando a
grandes profundidades y no se puede contactar con ellos.
—Entonces tenemos que movernos con rapidez. Envíe ese vídeo al despacho de
la senadora.
Después de colgar, Branch se quedó sentado en la semioscuridad. Podía olerse a
sí mismo, la carne plastificada, con el hedor de su duda. Su presencia aquí no servía
de nada. Eso era, sin embargo, lo que pretendían. Se suponía que debía quedarse
tranquilamente aparcado en la superficie mientras ellos se ocupaban del asunto.
Ahora, Branch no podía esperar.
Obtener los vídeos de ClipGal para el sacerdote podía tener su valor. Pero
aunque el médico señalara al culpable, ya sería demasiado tarde para dar marcha
atrás en la decisión de Sandwell. La mayoría de las patrullas de largo alcance ya se
hallaban fuera del radio de acción de las comunicaciones. Cada hora que pasaba
descendían más profundamente en el interior del planeta.
Branch se levantó. No más vacilaciones. Tenía un deber que cumplir. Consigo
mismo y con Ike, que no tenía forma de saber lo que le tenían reservado.
Branch se quitó el uniforme. Fue como quitarse su propia piel, sabiendo que,
después de esto, ya nunca podría volvérselo a poner.
La vida era algo muy peculiar. Con casi 52 años, había pasado más de tres
décadas con el ejército. Lo que se disponía a hacer ahora debería haberle parecido
algo mucho más difícil de hacer. Quizá sus compañeros oficiales lo comprendieran y
le perdonaran por este exceso. Quizá pensaran que finalmente se había vuelto
majareta. La libertad era así.
Desnudo, se miró en el espejo, como una mancha negra sobre las gafas oscuras.
Su carne destrozada brillaba como una piedra preciosa del abismo. De repente, sintió
pena por no haber tenido nunca una esposa, o hijos. Habría sido bonito dejarle una
carta a alguien o un último mensaje telefónico. En lugar de eso, no le quedaba más
que aquel terrible compañero, una estatua rota en el espejo.
Se puso unas ropas civiles que apenas le quedaban bien y tomó su fusil.
A la mañana siguiente nadie quiso informar de la deserción de Branch.
El general Sandwell se enteró finalmente de lo sucedido. Se puso furioso y no
vaciló en impartir la orden. Según declaró, el mayor Branch participaba en la
conspiración con Ike.
—Los dos son unos traidores. Matadles.
El Descenso
Jeff Long
16
S
EDA
NEGRA
Allá abajo había un río monstruoso.
M
T
, Aventuras de Huckleberry Finn
ARK
WAIN
El Ecuador, oeste
El paladín siguió los caminos del río, devorando grandes distancias. Sabía que
se habían producido más invasiones, pero esta vez a lo largo del camino antiguo, y
acercándose a su asilo final. Así pues, acudía para investigar esta violación, o para
destruirla, en nombre del pueblo.
Luchó contra todos los recuerdos. Sufrió privaciones. Se desprendió de los
deseos. Arrojó la aflicción lejos de sí. Al servicio del grupo, dejó con satisfacción su
corazón a un lado.
Algunos renuncian al mundo. A otros, el mundo les es arrebatado. En cualquier
caso, la gracia surge en el momento preciso. Así, el paladín corrió, tratando de borrar
todos los pensamientos de su gran amor.
Mientras vivió, la mujer le había dado un hijo, aprendió cuál era su puesto,
cumplió correctamente con sus deberes y se convirtió en maestra. La cautividad le
había roto la mente y el espíritu. Había creado una tablilla negra sobre la que poder
escribir el camino. Lo mismo que él, se había recuperado de las mutilaciones e
iniciaciones. Sobre los méritos de su naturaleza, se había elevado por encima de su
bajo estatus bestial. Él había contribuido a crearla, y finalmente terminó por amar a
su propia creación. Ahora, Kora estaba muerta.
Separado del clan, con su mujer muerta, ahora ya no tenía raíces y el mundo era
vasto. Había tantas nuevas regiones y especies que investigar, tantos destinos hacia
los que sentirse llamado... Podría haber abandonado a las tribus abisales para
descender más profundamente en el planeta, o incluso regresar a la superficie. Pero
ya hacía mucho tiempo que había elegido su propio camino.
Después de muchas horas, el asceta se sintió cansado. Había llegado el
momento de descansar.
Abandonó la carrera por el sendero. Una mano tocó la pared rocosa. Como
dotadas de una inteligencia propia, las yemas de los dedos encontraron apoyos al
azar. Una parte de su cerebro cambió de dirección, dio a la mano la orden de seguir y
El Descenso
Jeff Long
los pies se levantaron con él. Podría haber estado corriendo todavía, pero de repente
escalaba a gran velocidad. Corrió rápidamente, en diagonal, ascen diendo por las
paredes arqueadas hasta una cavidad cercana a la parte central del techo, a lo largo
del río.
Olisqueó la cavidad para saber qué otra cosa se había introducido allí y cuándo.
Satisfecho, se introdujo en la burbuja de piedra. Apretó las extremidades, hasta
encajarlas en el espacio, acopló la columna vertebral y rezó su oración nocturna,
compuesta en parte por súplica y en parte por superstición. Pronunció algunas de las
palabras en un idioma que habían hablado sus padres y los padres de sus padres.
Palabras que Kora había enseñado a su hija: «Santificado sea tu nombre», pensó.
El paladín no cerró los ojos. Pero el ritmo de su corazón se hizo más lento. La
respiración se detuvo casi por completo. Se quedó quieto. «Mantener mi alma.» El río
seguía fluyendo por debajo de donde se encontraba. Se quedó dormido.
Unas voces lo despertaron, arrancando ecos de la piel del río. Humanos.
El reconocimiento se abrió paso lentamente en su interior. En los últimos años,
había realizado esfuerzos por olvidarse de aquel sonido. Tenía una desgarradora
discordancia, incluso en las bocas de los más tranquilos. Era como un sonido
rompehuesos por su calidad agresiva. Irrumpía en todas partes, como la misma luz
del sol. No era nada extraño que animales más poderosos huyeran ante ellos. Le
avergonzaba haber formado parte de su raza, aunque eso hubiese sucedido más de
medio siglo antes.
Aquí, el lenguaje era diferente. Articular era simplemente eso, unir distintas
cosas. Cada precioso espacio, cada tubo, arruga, vacío y hueco dependía de su
conexión con otro espacio. La vida en un laberinto dependía de la vinculación con él.
Escuchar a los humanos ya era como profanar el armazón. El espacio los pudría.
Sin nada por encima de las cabezas, sin ninguna piedra que rematara el mundo, sus
pensamientos echaban a volar hacia un vacío más terrible que cualquier abismo. No
era tan extraño que su invasión se llevara a cabo de grado o por fuerza. El hombre
había perdido su mente a manos del cielo.
Se llenó los pulmones gradualmente, pero el olor del agua era demasiado
intenso. No había posibilidad de oler bien. Eso sólo le dejaba los ecos para calcular su
posición. Podría haberse marchado mucho antes de que llegaran. Pero esperó.
Llegaron en botes. Sin guardias en los puntos estratégicos, sin disciplina ni
precaución, sin protección para sus mujeres. Sus luces eran como un río cuando una
gota habría sido suficiente. Miró a través de un diminuto agujero entre sus dedos,
sintiéndose agredido por la extravagancia de aquellos seres.
Pasaron por debajo de su cavidad sin molestarse siquiera en mirar hacia arriba.
¡Ni uno de ellos! Se sentían muy seguros de sí mismos. Se quedó quieto en el techo, a
la vista, con las extremidades enroscadas, despectivo ante la seguridad que
demostraban.
Sus balsas avanzaban por el túnel en una alargada masa aleatoria. Dejó de
contar cabezas para concentrarse en los débiles y los dispersos.
El Descenso
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Pocas eran las cosas que sobresalieran positivamente en ellos. Eran lentos, con
sentidos apagados y faltos de sincronización. Cada uno se comportaba con muy poca
coordinación con respecto al grupo. Durante la hora siguiente observó a diferentes
individuos poner en peligro la seguridad del grupo al rozar las paredes o arrojar
trozos de comida. Aquello eran más que señales, suponía dejar cosas para los
depredadores. Dejaban tras de sí el sabor de sí mismos. Cada vez que uno pasaba la
mano por la roca, dejaba la grasa humana pintada en ella. Sus orines despedían un
olor acre. Aparte de abrirse las venas y tumbarse a esperar, no podrían haber hecho
más cosas para invitar a su propia aniquilación.
Los que sufrían pequeñas heridas no hacían nada por ocultar su dolor.
Advertían de sus vulnerabilidades, se ofrecían como las presas más fáciles. Sus
cabezas eran demasiado grandes y sus articulaciones estaban torcidas en las caderas
y en las rodillas. Casi no podía creer que hubiese nacido así, como ellos. Una del
grupo se cambió unas pequeñas vendas que le rodeaban los pies y arrojó al agua los
vendajes viejos. Las vendas terminaron en la orilla, arrastradas por la corriente.
Desde allí arriba, él pudo oler distintos detalles de la mujer.
Había muchas mujeres entre ellos. Eso era lo más increíble de todo. Hablaban
entre sí, sin darse cuenta de nada, sin protegerse. Eran mujeres maduras. De ese
mismo modo había llegado Kora hasta él, en la oscuridad, hacía ya tanto tiempo.
Después de que desaparecieran, llevados por la corriente del río, esperó una
hora a que sus ojos se recuperaran de las luces. Luego, músculo a músculo, salió de la
cavidad. Quedó colgado de un brazo del ligero reborde, a la escucha, no tanto de los
extranjeros como de otros depredadores, pues seguramente los habría. Satisfecho, se
soltó y aterrizó sobre el sendero.
Sumido en la oscuridad, se movió entre sus desperdicios, recogiéndolos. Lamió
el metal de una envoltura de dulce, olisqueó la roca que habían rozado, hundió la
nariz en los vendajes de la mujer y luego se los llevó a la boca. Aquel era el sabor de
los humanos. Lo masticó.
Les siguió la pista de nuevo, corriendo por viejos senderos gastados en la piedra
de la orilla, y los alcanzó cuando acampaban. Observó.
Muchos de ellos hablaban o cantaban para sí mismos, y eso fue para él como
escuchar el interior de sus mentes. A veces, su Kora había cantado del mismo modo,
especialmente a su hija.
En repetidas ocasiones, individuos sueltos se alejaban del campamento y se
colocaban en lugares situados a su alcance. Hubo momentos en que incluso se
preguntó si no habrían detectado su presencia y sólo intentaban ofrecérsele como
víctimas propiciatorias. Una noche recorrió el campamento mientras dormían. Sus
cuerpos relucían en la oscuridad. Una mujer solitaria se despertó mientras él pasaba
y lo miró directamente. Su rostro pareció horrorizarla. Él retrocedió, ella perdió su
imagen y volvió a quedarse dormida. No había sido para ella nada más que una
fugaz pesadilla.
Resultó difícil no haber cosechado por lo menos a uno de ellos. Pero el
momento no era el propicio y no serviría de nada asustarlos tan pronto. Descendían
El Descenso
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cada vez más profundamente hacia el santuario, lo hacían por voluntad propia y él
todavía no conocía la razón por la que habían llegado hasta allí. Así pues, comió
escarabajos, poniendo buen cuidado de hacer con ellos una bola en la lengua, en
lugar de aplastarlos con los dientes.
Día tras día, el río se convirtió en su fiebre.
Formaban una flotilla de veintidós balsas unidas por cuerdas, algunas atadas de
costado, otras arrastradas en solitario detrás, por motivos de soledad, de salud
mental, de experimentos científicos o de clandestinos actos amorosos. Las grandes
embarcaciones estancas tenían capacidad para diez hombres, más unos 700 kilos de
carga. Las más pequeñas las utilizaban durante el día como botes para transportar
pasajeros de una isla de poliuretano a otra, como camas flotantes de hospital para los
enfermos o para las tareas de vigilancia de los
rangers,
dotadas con uno de los
motores de baterías y con una ametralladora montada. A Ike se le entregó el único
kayak marino del que disponían.
Se suponía que allí no había fenómenos meteorológicos. No podía haber viento,
lluvia o estaciones; era científicamente inconcebible. Se les había asegurado que el
subsuelo del planeta estaba herméticamente sellado, era casi un vacío, con su
termostato fijado en los 27,4 °C y su atmósfera inmóvil.
Nada de cascadas de trescientos metros de altura. Ningún dinosaurio. Pero lo
principal es que se suponía que allí dentro no había ninguna luz.
Y, no obstante, había todo eso. Pasaron ante un glaciar del que se desprendían
pequeños icebergs que caían al río. De los techos llovía a veces con intensidad
monzónica. Uno de los mercenarios fue mordido por un pez recubierto de una placa
blindada, que probablemente no había cambiado desde la época de los trilobites.
Entraban con creciente frecuencia en cavernas iluminadas por un tipo de liquen que
devoraba la roca. Al parecer y en su fase reproductora, el liquen extendía un tallo
carnoso o ascocarpio, dotado de una carga eléctrica positiva y negativa. El resultado
era la producción de luz, lo que atraía a millones de platelmintos. El liquen era
devorado a su vez por moluscos que se desplazaban a regiones nuevas no
iluminadas. Los moluscos secretaban por sus vientres esporas de liquen, que
maduraban para devorar nueva roca. Así, la luz se difundía centímetro a centímetro
a través de la oscuridad.
A Ali le encantaba. Pero lo que entusiasmó a los botánicos no fue la producción
de energía lumínica, sino la descomposición de la roca, un subproducto del liquen.
La roca descompuesta significaba existencia de tierra, lo que suponía la existencia de
vegetación y de animales. Resultaba, pues, que el país de los muertos estaba muy
vivo.
El entusiasmo de los geólogos era desbordante. La expedición estaba a punto de
abandonar la placa de Nazca para atravesar por debajo la Dorsal Oriental del
Pacífico. Aquí empezaba a nacer la placa del Pacífico, roca recién formada que se
movía permanentemente hacia el oeste, con un movimiento como de cinta
El Descenso
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transportadora. La roca tardaría 180 millones de años en llegar al margen asiático; allí
sería devorada, absorbida de nuevo hacia el manto terrestre. Iban a ver toda la
geología de la placa del Pacífico, desde su nacimiento hasta su muerte.
Durante el cuarto mes atravesaron la Dorsal, entre las raíces de una montaña
marina sin nombre y un volcán en el lecho del océano. La propia boca marina estaba
a más de kilómetro y medio por encima de sus cabezas, alimentada por aquella
especie de ganglios que se hundían profundamente en el manto, de donde tomaban
los suministros de magma vivo. Las paredes del río se pusieron calientes.
Los rostros se encendieron. Los labios se agrietaron. Quienes todavía tenían
protectores labiales, los utilizaron sobre los cutículos agrietados. Treinta horas
después ya sabían lo que era sentirse asado en vida.
Con la cabeza envuelta en una tela de algodón a cuadros rojos y blancos, Ike les
advirtió que mantuvieran cubiertas las cabezas. Se suponía que los trajes de
supervivencia de la NASA debían absorber el sudor para circular por una segunda
capa y ejercer así un efecto de enfriamiento. Pero la humedad que notaban dentro de
los trajes les resultó insoportable. No tardaron en quitarse la mayor parte de la ropa,
hasta quedarse en paños menores, incluido Ike en su kayak. Las cicatrices de las
operaciones, los lunares y las marcas de nacimiento quedaron al descubierto,
revelaciones que alimentarían la imposición de nuevos apodos.
Ali nunca había experimentado tanta sed.
—¿Cuánto tiempo más? —preguntó una voz crujiente desde la línea.
—Bebe —dijo Ike con una mueca burlona.
Siguieron adelante, con las bocas abiertas. Las baterías de sus motores se habían
agotado, y ahora remaban sin escuchar nada.
En un momento determinado, la pared del tún el se puso tan caliente que
relució con un rojo apagado. Pudieron ver el magma en bruto a través de una
abertura en la pared. Se arqueaba y hervía como oro y sangre, irritado en el útero
planetario. Ali sólo se atrevió a mirar una vez, y enseguida tuvo que apartar la cara
hacia otro lado y seguir remando. El silencio era como una gran canción de cuna
geológica.
El río serpenteaba alrededor y entre el desgarrado sistema de raíces del volcán.
Hubo, como siempre, bifurcaciones y falsos caminos. De algún modo, Ike sabía qué
camino había que seguir.
El túnel empezó a cerrarse sobre ellos. Ali se encontraba casi al final de la hilera.
De repente, unos gritos llegaron desde atrás. Pensó que estaban siendo atacados.
Apareció Ike, con su kayak avanzando rápidamente río arriba, como una chinche de
agua. Pasó junto a la balsa de Ali y luego se detuvo. Las paredes se habían
plastificado y abombado en el túnel, confinando a la última balsa en la zona río
arriba.
—¿Quiénes son? —preguntó Ike a los que iban en la balsa en que se encontraba
Ali.
—Hombres de Walker —contestó alguien—. Había dos.
El Descenso
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Los gritos desde el otro lado de la abertura eran anónimos. La piedra
congestionada producía un ruido similar al de las cuadernas de un barco al crujir. La
vaina exterior de la piedra se astilló, lanzando rocas por todas partes.
El bote donde iba Walker llegó apresuradamente desde la vanguardia. El
coronel valoró la situación.
—Dejadlos —dijo.
—Pero son sus hombres —le dijo Ike.
—No se puede hacer nada. El paso ya es demasiado estrecho como para que
quepa su balsa. Saben que tienen que retirarse si se ven separados.
En el bote de Walker, los demás soldados tenían las mandíbulas apretadas por
el temor, con las sinuosas venas marcadas desde las muñecas hasta los hombros.
—Eso no será necesario —dijo Ike, y salió disparado río arriba.
—¡Vuelva! —le gritó Walker desde atrás.
Ike introdujo su kayak por el ahora estrecho canal. Las paredes se deformaban a
ojos vista. Parte de la tela a cuadros que llevaba en la cabeza rozó las paredes y se
incendió. El pelo de la cabeza le humeaba. Atravesó la boca a toda velocidad.
Los costados del túnel se hinchaban tras él. Los tres metros inferiores de la
abertura se cerraron con un beso. Quedaba abierto un hueco, cerca del techo, pero la
temperatura allí debía de alcanzar fácilmente los quinientos grados. Nadie podía
escalar por allí.
—¿Ike? —le llamó Ali.
Fue como si hubiese cambiado para convertirse en roca sólida.
La nueva pared hizo retroceder rápidamente el río. Mientras el bote donde
estaba Ali permanecía allí, el fondo del río fue quedando más y más descubierto,
centímetro a centímetro. El pasillo se estaba llenando de vapor. Iba a ser una carrera a
la desesperada para mantenerse por delante del abombamiento.
—No podemos quedarnos aquí —dijo alguien.
—Espera —ordenó Ali y, tras una pausa, añadió—: Por favor.
Esperaron mientras el río se iba quedando sin agua. En apenas cinco minutos
más la balsa se encontraría posada sobre piedra desnuda.
Los ya agrietados labios de Ali se partieron. «Dios mío —rezó—. No permitas
que le pase nada.»
No era propio de ella. La verdadera devoción no era un toma y dame. Nunca se
hacían tratos con Dios. Una vez, de niña, había rezado para que regresaran sus
padres. Desde entonces, Ali hacía decidido dejar que las cosas sucediesen. Hágase tu
voluntad.
—Déjalo vivir —murmuró.
Entonces, escucharon un sonido diferente. Condenado en el extremo más
alejado, el río había adquirido altura. De repente, un chorro de agua atravesó la
abertura fundida de lo alto.
—¡Mirad!
El Descenso
Jeff Long
Como hombres vomitados por una ballena, uno y luego dos hombres surgieron
disparados por el agujero. Envueltos en agua, se hallaban protegidos de la roca
incandescente, y fueron arrojados hacia la parte inferior del río.
Los dos soldados se tambalearon corriente abajo sobre el agua que les llegaba
hasta los muslos, sin armas, quemados, desnudos, pero vivos. La balsa de los
científicos regresó e hizo subir a los dos hombres ampollados y conmocionados, que
se tendieron sobre el suelo.
—¿Dónde está Ike? —les gritó Ali.
Pero los hombres tenían las gargantas demasiado hinchadas como para
contestar.
Miraron hacia el agujero de agua que brotaba con fuerza y una figura surgió
entonces a través del torrente. Era una forma alargada y negra, el kayak marino de
Ike, vacío. A continuación apareció su remo. Ike surgió después.
Se sujetaba a la regala del kayak, medio cocido. Una vez que logró recuperar un
poco sus fuerzas, vació la embarcación de agua, se volvió a introducir en ella y se les
acercó remando. Estaba quemado, pero entero, incluida su escopeta.
Había estado más cerca que nunca de la muerte, y él lo sabía. Respiró
profundamente, se sacudió el agua del pelo e hizo todo lo que pudo por mostrar una
amplia mueca burlona. Miró a cada uno de ellos a los ojos, en último término a Ali.
Quizá su buena suerte fuera cosa de escaladores.
—¿A qué estamos esperando? —preguntó.
Muchas horas más tarde, la expedición terminó su maratón bajo el lecho del
mar. Llegaron a un banco de basalto verde, rodeados de aire fresco. Había una
pequeña corriente de agua clara.
Los dos afortunados soldados fueron devueltos a Walker, desnudos. Su gratitud
hacia Ike era evidente. La vergüenza del coronel por haberlos abandonado era como
una nube peligrosa.
La gente durmió durante las veinte horas siguientes. Cuando fueron
despertando, Ike había acumulado varias rocas para remansar la corriente y
permitirles beber. Ali nunca lo había visto tan feliz.
—Les hiciste esperarme —le dijo Ike más tarde.
Luego, delante de todos los demás, la besó en los labios. Quizá esa fue la forma
más segura que se le ocurrió de hacerlo. Ella lo consintió, a pesar de ruborizarse.
Pero, a estas alturas, Ali ya empezaba a reconocer el arcángel que había dentro
de la piel cruzada de cicatrices y salvajes tatuajes de Ike. Cuanto más confiaba en él,
más lo veía como tal. Tenía cierto espíritu, un aire de inmortalidad. Se daba cuenta de
que cada situación de gran riesgo servía para alimentar aquel espíritu, y llegó a la
conclusión de que hasta un beso podía destruirlo.
Naturalmente, al río lo llamaron Estigio.
La lenta corriente los fue impulsando. Algunos días apenas tenían que remar, y
se dejaban arrastrar por la corriente. Cientos de kilómetros de orillas fueron pasando
ante ellos, con elástica monotonía. Bautizaron con nombres algunas de las
El Descenso
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características geográficas más destacadas y Ali anotaba los nombres para incluirlos
por la noche en sus mapas.
Después de un mes de aclimatación, sus ritmos circadianos se habían
sincronizado finalmente con una noche sin cambios. El sueño se parecía a la
hibernación, a profundas inmersiones en los sueños, de las que prácticamente salían
sacudidos en la fase REM. Inicialmente dormían tramos de diez horas, luego de doce.
Cada vez que cerraban los ojos, parecían dormir durante más tiempo. Finalmente,
sus cuerpos se adaptaron a una norma común: quince horas. Después de tanto sueño
seguido, habitualmente eran capaces de funcionar durante un «día» de treinta horas.
Ike tuvo que enseñarles a administrar un ciclo de vigilia tan prolongado, ya que
de otro modo se habrían muerto de agotamiento. Se necesitaban músculos más
fuertes, callos más gruesos y una atención constante a la respiración y el alimento
para permanecer móviles durante veinticuatro horas seguidas o más.
De no haber sido por sus relojes, habrían jurado que sus relojes biológicos
seguían siendo los mismos que en la superficie. Este nuevo régimen tenía muchas
ventajas. Eran capaces de recorrer mucho más espacio. Además, sin el sol y la luna
que les dieran una pista, empezaron a vivir, en cierto modo, más tiempo.
El tiempo se dilató. Se podía terminar una novela de quinientas páginas de una
sola sentada. Se despertó en ellos el anhelo por Beethoven, por Pink Floyd y por
James Joyce, por cualquier obra suficientemente larga.
Ike trató de instilar en ellos una nueva conciencia. Las formas de las rocas, el
sabor de los minerales, las zonas de silencio en una caverna: había que memorizarlo
todo, les decía. Ellos se lo tomaban a broma. Le decían que aquello era cosa suya, lo
que les descargaba a ellos. Aquel era trabajo de Ike, no de ellos. Él siguió
intentándolo. «Algún día es posible que no tengáis vuestros instrumentos y mapas —
les decía—. O a mí. Necesitaréis detectar dónde estáis con las yemas de los dedos o
por el eco.» Algunos trataban de imitar su actitud tranquila, otros su indiscutible
autoridad con las cosas «violentas. Les gustaba su forma de infundir respeto entre los
solemnes pistoleros de Walker.
Que había sido alpinista se veía en la economía y el cuidado que ponía en sus
movimientos. Desde las grandes paredes de roca de las Yosemite hasta las montañas
del Himalaya, Ike había aprendido a tomarse el viaje paso a paso. Mucho antes de
que el inframundo apareciera en su vida, Ali se dio cuenta de que fue el alpinismo lo
que configuró las percepciones táctiles de Ike. Le resultaba natural leer el mundo a
través de las yemas de los dedos y a Ali le gustaba pensar que eso le había dado
cierta ventaja, incluso en su primer descenso accidental del Tibet. La ironía consistía
en que su talento para la escalada se hubiese convertido en el vehículo que le
permitía el descenso al abismo.
A menudo, antes de que los demás se despertaran, Ali lo veía chapotear en el
agua negra, sin el fusil en la mano. En esos momentos, imaginaba que ese era el
hombre real que había dentro de él. Verlo perderse en lo desconocido, avanzando
con la agilidad de un mono, la hacía pensar en la sencilla fuerza de la oración.
El Descenso
Jeff Long
Dejó de utilizar pintura, y ahora se limitaba a marcar la pared con un par de
velas químicas, antes de seguir. Ellos pasaban flotando ante sus frías cruces azules,
que brillaban sobre las aguas como un anuncio de neón sobre Jesucristo. Lo seguían a
través de las aberturas y meandros de roca. Él los esperaba sobre un declive de
olivina o unos acantilados de hierro, o simplemente sentado en su kayak amarillo,
sujeto a un afloramiento rocoso. A Ali le gustaba verlo en paz.
Un día doblaron un recodo y escucharon un sonido que no parecía terrenal, en
parte silbido, en parte viento. Ike había descubierto un primitivo instrumento
musical dejado por algún abisal. Hecho de hueso animal, tenía tres agujeros en la
parte superior y uno en la inferior. Una vez que acamparon, algunos de los que
sabían tocar la flauta se turnaron para hacerlo funcionar. Uno consiguió interpretar
algo de Bach, y otro algo de Jethro Tull.
Luego se lo devolvieron a Ike, que tocó aquello para lo que se había hecho la
flauta. Era una canción abisal, con coágulos de melodía y medido ritmo. El extraño
sonido los asombró a todos.
Quedaron hechizados, incluso los soldados. ¿Era eso lo que conmovía a los
abisales? La sincopación, la rima pulmonar, los chirridos, trinos y repentinos
gruñidos, terminados en una especie de grito apagado: era una canción terrenal
completa, con sus sonidos animales y acuáticos, con el retumbar de los terremotos.
Ali quedó hechizada, pero también anonadada. Más que los tatuajes y las
cicatrices, fue la flauta de hueso la que puso más de manifiesto la cautividad a la que
se había visto sometido Ike. No se trataba sólo de la eficiencia y de la buena memoria
con las que recordaba la canción, sino también del evidente placer que sentía al
interpretarla. Aquella música extraña le llegaba al corazón. Cuando Ike terminó,
aplaudieron con no poca incertidumbre.
Ike miró la flauta de hueso como si nunca hubiera visto un instrumento igual y
luego la arrojó al río. Una vez que todos los demás se hubieron marchado, Ali tanteó
a lo largo del fondo y recuperó el instrumento.
Convirtieron en deporte el descubrir senderos abisales. Allí donde las cavernas
se estrechaban y la orilla se desvanecía para convertirse en farallones de roca,
trataban de encontrar agarraderos de pies y manos que atravesaran por encima del
agua, uniendo los dos lados del río. Encontraron rimeros de toscas cadenas fijadas en
las paredes, oxidándose. Una noche en que no pudieron encontrar una orilla donde
acampar, ataron las barcas a las cadenas y durmieron en ellas. Quizá los barqueros
abisales habían utilizado aquellas cadenas para avanzar río arriba, o habían
ascendido descalzos, apoyados en los eslabones. De una u otra forma, era evidente
que el antiguo sendero llevaba a algún sitio.
Allí donde el río se ensanchaba, extendiéndose a veces a lo ancho de varios
centenares de metros, el agua parecía detener su flujo y casi quedaba paralizado.
Otras veces, en cambio, el río descendía aguadamente, aunque esas zonas con las que
se encontraban ocasionalmente no pudieran considerarse como rápidos. El agua
tenía densidad y las cascadas caían con torpor amazónico. Raras veces era necesario
desembarcar y llevar los botes a mano.
El Descenso
Jeff Long
Al final de cada «jornada» los exploradores se relajaban junto a pequeñas
hogueras de campamento, compuestas por una bengala química colocada sobre el
suelo, alrededor de la cual se reunían cinco o seis personas para compartir su luz
coloreada. Se sentaban sobre las rocas y contaban historias o daban vueltas a sus
propios pensamientos.
El pasado volvió con fuerza. Soñaban más vivamente. Enriquecieron las
historias que contaban. Una noche Ali se sintió consumida por un recuerdo. En la
tabla de cortar de la cocina de su madre vio tres limones maduros de cuyos poros
parecía brotar la luz del sol. Escuchó cantar a su madre mientras preparaba la masa
para un pastel, envuelta en una nube de harina. Esas imágenes se le presentaban con
mayor frecuencia y de forma más viva. Quigley, el psiquiatra del grupo, creía que
podía ser una forma de demencia, o un ligero episodio psicótico.
Los túneles y cuevas estaban muy silenciosos. Se podía escuchar el ávido hojear
de las páginas de las novelas de bolsillo que leía la gente, como si fueran rumores. El
tecleo en los ordenadores de bolsillo se mantenía durante horas, mientras ellos
registraban datos o escribían cartas para su transmisión en el siguiente
avituallamiento. Después, poco a poco se iban apagando las velas y el campamento
se quedaba dormido.
Los mapas de Ali se hicieron más soñadores. En lugar de una clara línea este-
oeste, recurrió a lo que los artistas llaman un punto de fuga. De ese modo, todas las
características de su gráfico tenían el mismo punto de referencia, aunque fuera
arbitrario. No es que estuvieran totalmente perdidos. En términos muy amplios,
sabían exactamente dónde estaban, a algo más de un kilómetro y medio por debajo
del lecho oceánico, avanzando hacia el oeste desde el suroeste, entre las zonas de
fractura de Clipperton y de las islas Galápagos. En los mapas que mostraban la
topografía del lecho marino, la región situada por encima era una llanura.
A pie habían recorrido una media de menos de dieciséis kilómetros al día.
Durante las dos primeras semanas en el río, hicieron más de diez veces esa distancia
y recorrieron casi dos mil kilómetros. Si el río continuaba y seguían avanzando a esa
velocidad, llegarían al bajo vientre de Asia al cabo de tres meses. El agua oscura no lo
era del todo. Tenía una débil fosforescencia pastel. Si mantenían las luces apagadas,
el río brotaba entre la oscuridad como una serpiente fantasma de tonalidad
vagamente esmeralda. Uno de los geoquímicos se abrió los pantalones y demostró
cómo, después de beber aquella agua, se orinaban chorros débilmente iluminados.
Ayudadas por la sutil luminiscencia del río, las personas pacientes como Ali
podían ver perfectamente bien con la luminosidad de la superficie, equivalente a la
del crepúsculo. La luz, que en otro tiempo había parecido necesaria, le hacía ahora
daño a los ojos. Aun así, Walker insistió en mantener luces fuertes para proteger sus
flancos, lo que perturbaba los experimentos y observaciones de los científicos.
Estos se acostumbraron a alejarse todo lo posible de los focos de los soldados,
flotando en sus balsas. Nadie dio importancia a su creciente separación de los
mercenarios hasta la noche del campamento de los mandalas.
El Descenso
Jeff Long
Había sido una jornada breve, de dieciocho horas fáciles, sin ninguna
característica notable que comentar. La pequeña armada de balsas dobló un recodo y
un foco permitió distinguir una figura pálida y solitaria en una playa, en la distancia.
Sólo podía ser Ike en el lugar de acampada que les había encontrado y, sin embargo,
no contestó a sus saludos. Al acercarse, se dieron cuenta de que estaba sentado frente
al muro de roca, en la clásica posición del loto. Se encontraba sobre un saledizo, por
encima de lo que era evidentemente el lugar adecuado para acampar.
—¿Qué es esta idiotez? —se quejó Shoat—. ¡Eh, Buda! Permiso para
desembarcar.
Se desplegaron por la orilla como un grupo de invasión, desparramándose
sobre la roca seca desde las balsas, una vez aseguradas. La gente se olvidó de Ike
mientras se dedicaba a apropiarse de lugares llanos donde tender los sacos de
dormir, o ayudaban a descargar las balsas. Sólo después de la actividad inicial
volvieron a fijar en él su atención.
Ali se unió al creciente grupo de observadores. Ike seguía dándoles la espalda.
Estaba desnudo. No se había movido.
—¿Ike? —le preguntó Ali—. ¿Estás bien?
La caja torácica se elevaba y descendía tan débilmente que Ali casi no pudo
detectar movimiento alguno. Los dedos de una mano tocaban el suelo. Estaba más
delgado de lo que Ali había imaginado. Mostraba los omóplatos de un mendigo, no
los de un guerrero, pero su desnudez no fue lo que más le impresionó.
Había sido en otro tiempo torturado, azotado, cosido a puñaladas y hasta
herido por armas de fuego. Las alargadas y tenues líneas de tejido cicatricial le
recorrían la parte superior de la espalda, allí donde los médicos le habían extirpado
su famosa argolla entre las vértebras. Todo este lienzo de dolor había sido decorado,
estropeado con tinta. Bajo las vacilantes luces que ahora lo alumbraban todo, los
dibujos geométricos, las imágenes animales, los glifos y textos parecían animados
sobre su carne.
—Por el amor de Dios —exclamó una mujer con una mueca.
Su trenzado de costillas, piel decorada y cicatrices parecía la historia misma,
como si terribles acontecimientos se hubiesen superpuesto unos a otros. Ali no pudo
apartar de su cabeza la idea de que había sido torturado por los diablos.
—¿Cuánto tiempo lleva sentado así? —preguntó alguien—. ¿Qué está
haciendo?
La gente se sentía subyugada. Había algo tremendamente enérgico en este
marginado. Había sufrido encierro, pobreza y privaciones hasta límites que ninguno
de ellos podía imaginar. Y, sin embargo, su espalda se mantenía tan recta como un
junco, como si pudiera trascenderlo todo. Evidentemente, estaba rezando.
Se dieron cuenta entonces de que la pared de roca frente a la que se encontraba
contenía filas de círculos pintados en la roca. Las luces de los focos apagaban los
círculos, débiles y sin color.
—Materia abisal —exclamó un soldado con desprecio.
El Descenso
Jeff Long
Ali se acercó más. Los círculos estaban completos, con líneas ligeramente
trazadas y garabatos o mandalas de un tipo desconocido. Tuvo la sospecha de que,
en la oscuridad, brillarían. Pero intentar extraer información de ellos con tantas luces
era inútil.
—Crockett —espetó Walker—. Contrólate.
La actitud ausente de Ike empezaba a asustar a la gente, y Ali sospechó que el
coronel se sentía intimidado por la amplitud del mudo sufrimiento de Ike, como si
eso lo alejara aún más de su propia autoridad.
Al ver que Ike no se movía, ordenó:
—Cubrid a ese hombre.
Uno de sus hombres se inclinó y empezó a extender las ropas de Ike sobre sus
hombros.
—Coronel —dijo el soldado—. Creo que puede estar muerto. Está muy frío.
Durante los pocos minutos que siguieron, los médicos establecieron que Ike
había reducido su metabolismo hasta dejarlo casi totalmente inmóvil. Su pulso
registraba menos de veinte pulsaciones por minuto y respiraba menos de tres veces
por minuto.
—He oído hablar de monjes capaces de hacer cosas así —comentó alguien—. Es
como una especie de técnica de meditación.
El grupo se apartó, para comer y dormir. Más tarde, aquella misma noche, Ali
se acercó para comprobar cómo estaba. Sólo se trataba de un gesto de cortesía, se dijo
a sí misma. De encontrarse en la misma situación, habría apreciado que alguien
comprobara su estado. Ascendió hasta el saliente y lo encontró todavía allí, con la
espalda erguida y las yemas de los dedos apretadas contra el suelo. Con la luz
apagada, se le acercó para ponerle la camisa por encima de los hombros, pues se le
había caído. Fue entonces cuando descubrió la sangre que le brillaba en la espalda.
Alguien más había visitado a Ike y le había pasado la hoja de un cuchillo sobre la
horquilla de sus hombros.
—¿Quién ha hecho esto? —preguntó Ali en voz baja, enfurecida.
Podría haber sido un soldado, un grupo de ellos o Shoat. De repente, los
pulmones de Ike se llenaron de aire. Ella escuchó el aire que le salía lentamente por la
nariz.
—Da lo mismo —dijo Ike como en un sueño.
Cuando la mujer se separó del grupo y ascendió por una rampa lateral que se
alejaba del río, él pensó que se apartaba para defecar. Era una perversidad racial que
los humanos siempre se alejaran para estar a solas. En su momento de mayor
vulnerabilidad, con los intestinos abiertos y los tobillos atrapados por la ropa, con las
vaharadas de olor difundiéndose por el túnel, era precisamente cuando más
necesitaban que sus camaradas estuviesen cerca para protegerlos, a pesar de lo cual
cada uno de ellos insistía en hacer sus necesidades en soledad.
Pero, ante su sorpresa, la mujer no vació sus intestinos, sino que más bien se
bañó.
El Descenso
Jeff Long
Empezó por despojarse de sus ropas. A la luz de la lámpara que llevaba, se
produjo espuma en el pubis con la pastilla de jabón y se pasó las palmas de las
manos alrededor de cada muslo, haciéndolas subir y descender a lo largo de las
piernas. No se parecía a las gruesas Venus, tan queridas por ciertas tribus que había
observado, pero tampoco era huesuda. Había músculo en sus nalgas y muslos. El
arco pélvico relucía, como una sólida copa para el parto. Se vació una botella sobre
los hombros y el agua descendió por sus curvas. Justo entonces, decidió hacerla
procrear. Quizá, razonó, Kora había muerto para dejar paso a esta otra mujer. O
quizá fuera un consuelo por la muerte de Kora aportado por su destino. Hasta existía
la posibilidad de que fuese la propia Kora la que hubiese pasado de un barco a otro.
¿Quién podía saberlo? Se decía que las almas que andaban a la búsqueda de un
nuevo hogar habitaban en la piedra, a la caza de caminos a través de las grietas.
Ella tenía la carne incólume de un recién nacido. Su estructura y sus largas
extremidades no dejaban de ser prometedoras. La vida cotidiana podía ser dura,
pero las piernas, especialmente, sugerían capacidad para mantenerse en pie. Imaginó
el cuerpo con argollas, pintura y cicatrices, una vez que siguiera su camino. Si ella
sobrevivía al período de iniciación le daría un nombre abisal que pudiera sentirse y
verse, pero nunca pronunciarse, como se habían dado tantos otros nombres, como a
él mismo se lo habían dado.
La adquisición podría producirse de varias formas. Podía atraerla, o apoderarse
de ella o, simplemente, dislocarle una de las piernas y llevársela. Si todo lo demás
fallaba, su cuerpo sería buena carn e.
Según su experiencia, la tentación era lo preferible. Era diestro y hasta artístico
en eso, como bien lo reflejaba su estatus entre los abisales. En varias ocasiones, cerca
de la superficie, se las había arreglado para atraer a pequeños grupos, que cayeron en
sus manos. Si cogía en una trampa a uno de ellos, podía utilizarlo a veces para atraer
a todos los demás. Si era una esposa, su marido la seguía a veces. En general, un niño
garantizaba al menos apoderarse también de uno de sus progenitores. Los peregrinos
religiosos eran los más fáciles. Eso era un juego para él.
Permaneció inerte en las sombras, atento a todos aquellos que hubieran podido
sentirse atraídos hacia aquel lugar, humanos o no. Satisfecho de su aislamiento,
efectuó finalmente su movimiento, en inglés.
—¿Hola?
Procuró que la palabra ondulara, furtivamente, y no hizo nada para ocultar su
deseo.
Ella se había vuelto para llenar una segunda botella de agua y, al escuchar su
voz, se detuvo. Giró la cabeza a izquierda y derecha. La palabra le había llegado
desde atrás, pero juzgaba algo más que su dirección. A él le gustó la rapidez mental,
la capacidad para calibrar las oportunidades al mismo tiempo que los peligros.
—¿Qué estás haciendo ahí? —preguntó la mujer. Se sentía muy segura de sí
misma. No hizo ningún intento por cubrirse. Miró ladera arriba, desnuda, abierta,
deslumbrantemente blanca. Su desnudez y su belleza eran herramientas para ella.
El Descenso
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—Observando —contestó él—. Te estaba observando. Había algo en su porte, en
la línea de su cuello, en el arco de la espalda que aceptaba el voyeurismo.
—¿Qué quieres?
—¿Que qué quiero?
—¿Qué querría escuchar ella en un lugar tan profundo de la tierra? Eso le
recordó a Kora—. El mundo —contestó—. Una vida. A ti. Ella mordió el anzuelo. —
Eres uno de los soldados.
Él dejó que sus propios deseos hablaran por sí mismos. Se dio cuenta de que
había observado que los soldados la espiaban. Había fantaseado sobre ellos, aunque
probablemente no con ninguno en particular, pues no le preguntó su nombre, sino
sólo su ocupación. El anonimato la atraía. Sería menos complicado. Probablemente,
se había alejado para estar a solas con la esperanza de atraer a uno de ellos hasta
aquí.
—Sí —dijo él y, sin mentirle, añadió—: En otros tiempos fui soldado.
—¿Vas a permitir entonces que te vea? —preguntó ella. Él se dio cuenta de que
no era esa su mayor necesidad. Lo desconocido le resultaba mucho más primitivo.
Buena moza, pensó.
—No —contestó—. Aún no. ¿Y si se lo contaras a alguien?
—¿Qué pasaría si lo contara? —preguntó ella. Pudo oler el cambio
experimentado en ella. El potente olor de su sexo empezaba a llenar la pequeña
cámara.
—Me matarían —contestó él. La mujer apagó la luz.
Alí comprendió que el infierno empezaba a poder con ellos.
Ésta debía de ser la vista que contempló Jonás, el vientre de la bestia, en forma
de tierra hueca. Era el sótano de sus almas. De niños, todos habían aprendido que
estaba prohibido entrar en aquel lugar en el que sólo entraban los condenados, de
Dios. Y, sin embargo, allí estaban, y eso les asustaba.
Quizá no resultara tan antinatural que se volvieran hacia ella. Hombres y
mujeres, científicos y soldados, empezaron a buscarla para hacerle sus confesiones.
Agobiados por los mitos, deseaban desprenderse de su carga de pecados. Era una
forma de mantener la cordura. Extrañamente, ella no se veía preparada para
satisfacer aquella necesidad de los demás.
Siempre era algo que se hacía individualmente. Uno de ellos se rezagaba o la
interceptaba cuando estaba sola en el campamento. Hermana, le murmuraba, cuando
apenas un rato antes la llamaba Ali. Pero en esos momentos le decían hermana, y ella
comprendía de inmediato lo que querían, que se mostrara extraña a ellos, extraña y
comprensiva, sin nombre, toda misericordia.
—No soy sacerdote —les decía Ali—. No puedo absolverte.
—Eres monja.
—No lo comprendes. No he pronunciado mis votos definitivos. No soy lo que
crees que soy.
El Descenso
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—Pues claro que lo eres —le aseguraban.
Y luego empezaban a recitar temores y lamentaciones, debilidades, rencores y
venganzas, apetitos y perversiones.
Las cosas que no se atrevían a decir en voz alta entre ellos, se las decían a ella.
En la jerga ecuménica tan al uso en la superficie, a eso se le llamaba ahora
reconciliación. El apetito que demostraban por alcanzarlo no dejaba de asombrarle. A
veces se sentía atrapada por sus autobiografías. Deseaban que ella les protegiera de
sus propios monstruos.
Ali observó el estado de Molly una tarde, durante una partida de póquer. Ellas
dos estaban solas, en una pequeña barca. Molly mostró un par de ases. Y fue
entonces cuando Ali le vio las manos.
—Estás sangrando —le dijo.
—No es importante —dijo Molly con sonrisa vacilante—. Aparece y desaparece.
—¿Desde cuándo?
—No lo sé. —Se mostraba evasiva—. Hace un mes.
—¿Qué ocurrió? Esto tiene un aspecto terrible.
Había un hueco raspado en la carne de cada palma. Parte de la carne parecía
corrompida. No era una incisión, pero tampoco una úlcera. Parecía más bien comido
por el ácido, sólo que el ácido habría cauterizado la herida.
—Ampollas —dijo Molly.
En sus ojos habían aparecido unos círculos oscuros. Llevaba el pelo corto por
costumbre, pero ahora ya no mostraba una esplendorosa buena salud, como antes.
—Quizá uno de los médicos debería echarle un vistazo —sugirió Ali.
—No me ocurre nada malo —dijo Molly cerrando los puños.
—Sólo estaba preocupada. No tenemos por qué hablar de ello si no quieres.
—Estás dando a entender que ocurre algo malo.
Los ojos de Molly empezaron a sangrar.
Sin querer correr riesgos, el equipo de médicos puso en cuarentena a las dos
mujeres en una barca unida por una cuerda a cien metros por detrás de las demás.
Ali lo comprendió. La posibilidad de que se difundiera alguna enfermedad tenía
aterrorizada a la expedición. Pero no le gustaba que los soldados de Walker las
vigilaran por las mirillas telescópicas de los rifles. No se le permitió quedarse con un
walkie talkie
para comunicarse con el grupo porque, según Shoat, únicamente lo
utilizarían para rogar y lloriquear. Pero a la mañana del cuarto día, Ali estaba
exhausta.
A unos cuatrocientos metros por delante, una barca se separó de la flotilla y
empezó a retroceder hacia ella. Era la hora de la visita diaria. Los médicos llevaban
mascarillas, batas de papel y guantes de goma. El día anterior Ali los había llamado
cobardes, y ahora lo lamentaba. Hacían las cosas lo mejor que podían.
Se acercaron y le hicieron un gesto a Ali. Uno de ellos iluminó a Molly con su
luz. Tenía sus hermosos labios agrietados. Su exuberante cuerpo se marchitaba. Las
ulceraciones se habían extendido por todas partes. Giró la cabeza, apartándola de la
luz.
El Descenso
Jeff Long
Uno de los médicos subió a la barca de Ali, que pasó a la de ellos, mientras el
otro médico la mantenía a cierta distancia para hablar.
—No encontramos ninguna explicación —dijo él, con la voz amortiguada por la
mascarilla—. Realizamos de nuevo un análisis de sangre. Aún podría deberse todo a
un insecto venenoso o a una reacción alérgica. Sea lo que fuere, tú no lo tienes. No
tienes por qué quedarte aquí con ella.
Ali desdeñó la tentación. Nadie más se presentaría voluntario para acompañar a
Molly. Todos estaban demasiado asustados. Y Molly no podía quedarse a solas.
—Otra transfusión —dijo Ali—. Necesita más sangre.
—Ya le estamos poniendo dos litros y medio. Es como un colador. Y parece
como si la tirásemos por el lavabo.
—¿Abandonáis?
—Pues claro que no —dijo el médico—. Todos seguiremos luchando por ella.
El médico la volvió a llevar a la barca de la cuarentena. Ali sintió frío,
entumecimiento. Molly iba a morir.
Cuando ya se alejaban, los médicos se quitaron los protectores. Se arrancaron
las batas de papel y los guantes de goma y los arrojaron a la corriente, donde
quedaron flotando como pellejos.
Las heridas de Molly se hicieron más profundas. Empezó a sudar y a despedir
una grasa rancia por los poros de su cuerpo. Le pusieron antibióticos, pero no sirvió
de nada. Apareció la fiebre. Ali le notaba el calor con tan sólo inclinarse sobre ella.
En otro momento, Ali abrió los ojos y vio a Ike sentado en su kayak gris y negro,
al lado de la barca en cuarentena, con todo el aspecto de un ballenero balanceándose
en las lentas corrientes. No llevaba la obligada mascarilla y la bata de papel y su
despreocupación fue como un pequeño milagro para Ali. Ató el kayak junto a la
barca y subió a ella.
—He venido a verte —le dijo.
Molly estaba acostada, dormida, entre las piernas de Ali.
—Es algo que tiene en los pulmones —le dijo Ali—. Se ahoga debido a los
hongos.
Ike deslizó una mano por debajo del cráneo de Molly, que levantó suavemente,
y se inclinó hacia su cabeza. Por un momento, Ali pensó que pensaba besarla. En
lugar de eso, olisqueó ante su boca abierta. Tenía los dientes manchados de rojo,
como si fuera una especie de plancton.
—No durará mucho —dijo, como si eso fuera un acto de misericordia—.
Deberías rezar por ella.
—Oh, Ike —suspiró Ali. De repente deseó que la abrazara, pero no se decidió a
pedírselo—. Es una mujer tan joven... Y este no es el lugar correcto para morir. Me
pregunto qué sucederá con su cuerpo.
—Yo sé qué hacer —dijo Ike, sin darle más explicaciones—. ¿Te ha contado
cómo le sucedió esto?
—Nadie lo sabe —contestó Ali.
—Ella sí lo sabe —le aseguró él.
El Descenso
Jeff Long
Más tarde, Molly confesó. No podía decírselo más que a ella, a la hermana. Al
principio, pareció como una broma.
—Hola, Al —dijo, abriendo los ojos—. ¿Quieres oír algo surgido de la pared?
Pequeños espasmos agarrotaban y liberaban el alargado cuerpo de la mujer. Se
esforzó por mantener el control, al menos de cuello para arriba.
—Sólo si es bueno —bromeó Ali.
Había que ser así con Molly. Se tomaron de las manos.
—Bueno —dijo Molly, y su pequeña sonrisa apareció y desapareció—. Supongo
que hace un mes que empecé con esta cosa.
—¿Cosa? —preguntó Ali.
—Sí. Ya sabes, ¿cómo lo llaman? Sexo.
—Te escucho.
Ali esperó una revelación. Pero los ojos de Molly la miraban con desesperación.
—Sí —susurró Molly. Y entonces Ali comprendió—. Creí que era un soldado —
añadió Molly—. Al menos la primera vez.
Ali dejó que Molly fuera desgranando la historia. El pecado era el entierro. La
salvación era la excavación. Si Molly necesitaba ayuda con la pala, Ali ayudaría.
—Él estaba agazapado entre las sombras —dijo Molly—. Ya conoces las reglas
del coronel en contra de que los soldados confraternicen con nosotras, las infieles. No
tenía ni idea de quién era. No sé qué se apoderó de mí. Supongo que fue piedad.
Sentí pena por él. Así que me entregué en la oscuridad. Le permití ser anónimo. Le
dejé que me poseyera.
Ali no se sorprendió. Aceptar a un soldado sin nombre parecía muy propio de
Molly. Su valentía era legendaria.
—Hiciste el amor —dijo Ali.
—Follamos —la corrigió Molly—. A lo duro, ¿vale? —Ali esperó. ¿Era aquello el
sentido de la culpabilidad?—. Luego, noche tras noche, salí a la oscuridad y él
siempre estaba allí, esperándome.
—Comprendo.
Pero no, Ali no comprendía. No veía ningún pecado en ello. Nada por lo que
tuviera que reconciliarse.
—Finalmente, la curiosidad mató al gato. ¿Quién es el príncipe encantado? ¿No
es eso? Tenía que saberlo. —Molly hizo una pausa—. Así que, una noche, encendí mi
luz.
—¿Sí?
—No debería haberlo hecho. —Ali frunció el ceño—. No era uno de los
soldados de Walker.
—¿Uno de los científicos, entonces?
—No.
—¿Y bien? ¿Quién era?
La mandíbula de Molly se tensó por la fiebre y empezó a temblar. Al cabo de un
rato, abrió los ojos.
—No lo sé —dijo—. Nunca lo había visto hasta entonces.
El Descenso
Jeff Long
Ali aceptó aquello como una negativa. Si Molly deseaba ocultarle la identidad
secreta de su amante, parecía formar parte de la tarea de Ali, como confesora,
sonsacarle el nombre del íncubo.
—Sabes que eso es imposible —le dijo—. No hay extraños en este grupo. No los
hay desde hace cuatro meses.
—Lo sé. Eso es lo que te estoy diciendo.
Horrorizada, Ali se dio cuenta entonces de lo ocurrido.
—Descríbemelo —le pidió—. Antes de que encendieras la luz.
Juntas fueron construyendo al personaje. Luego, encendieron la luz.
—Olía... diferente. Su piel. Cuando estaba en mi boca, tenía un sabor diferente.
¿Sabes el sabor que tiene un hombre así? Ya sea blanco, negro o moreno, no importa.
Sus jugos, su lengua, el aliento de sus pulmones. Tienen ese... sabor peculiar.
Ali la escuchaba. Clínicamente.
—Él no lo tenía. Mi hombre de medianoche no es que fuera una hoja en blanco,
sino que era diferente. Como si tuviera más tierra en su sangre. Oscuridad. No sé.
Aquellos comentarios no la ayudaron mucho.
—¿Qué me dices de su cuerpo? ¿Había algo que lo distinguiera? Vello en el
cuerpo. El tamaño de sus músculos.
—¿Mientras lo tuve entre mis piernas? —preguntó Molly— Sí. Se le notaban las
cicatrices. Parecía como si hubiese pasado por el escurridor. Viejas heridas, huesos
rotos, y alguien le había grabado dibujos en la espalda y en los brazos.
Entre ellos sólo había uno como el que Molly acababa de describir. Se le ocurrió
pensar que quizá tratara de ocultarle su identidad.
—Y cuando encendiste la luz...
—Lo primero que pensé fue que se trataba de un animal salvaje. Tenía rayas y
manchas, imágenes y signos.
—Tatuajes —dijo Ali.
¿Por qué prolongar la tortura? Pero aquella era la confesión de Molly, que
asintió con un gesto.
—Todo sucedió en un instante. Me arrancó la luz de la mano. Luego
desapareció.
—¿Tenía miedo de tu luz?
—Eso fue lo que pensé. Más tarde recordé algo. En aquel primer segundo,
pronuncié un nombre en voz alta. Ahora creo que fue ese nombre el que le hizo
correr. Pero no tenía miedo.
—¿Qué nombre era ese, Molly?
—Me equivoqué, Ali. Fue el nombre equivocado. Sólo se parecen.
—Ike —afirmó Ali—. Dijiste ese nombre porque era él.
—No.
—Pues claro que era él.
—No lo era, aunque desearía que hubiese sido él. ¿Es que no te das cuenta?
—No. Tú creíste que era él. Deseabas que fuese él.
El Descenso
Jeff Long
—Sí —admitió Molly con un susurro—. Porque ¿qué nos queda si no lo era? —
Ali vaciló—. Eso es lo que estoy diciendo —gimió Molly—. Lo que tuve entre mis
piernas... —Hizo una mueca al recordarlo—. Ahí fuera hay alguien.
Ali levantó la cabeza y miró repentinamente hacia atrás.
—¡Un abisal! Pero ¿por qué no nos lo has dicho antes?
—¿Para que tú se lo dijeras a Ike? —preguntó Molly con una sonrisa—.
Entonces habría salido de caza.
—Pero mira —dijo Ali indicándole la ruina de su cuerpo con un gesto de la
mano—. Fíjate en lo que te ha hecho.
—No acabas de comprenderlo, muchacha.
—No me lo digas. Te has enamorado.
—¿Y por qué no? Lo mismo que te ha pasado a ti. —Molly cerró los ojos—. De
todos modos, se ha marchado. Está a salvo de nosotros. Y ahora no se lo puedes
contar a nadie, ¿verdad, hermana?
Ike estuvo allí para asistir al final.
Molly boqueaba, con alientos de pajarito. La grasa le exudaba por todos sus
poros. Ali le lavaba el cuerpo con agua del río.
—Deberías descansar —dijo Ike—. Ya has hecho todo lo que has podido.
—No quiero descansar.
Él le tomó el vaso.
—Échate —le dijo—. Duerme.
Al despertar, horas más tarde, Molly ya no estaba. Ali se sentía mareada por la
fatiga.
—¿Vinieron a buscarla los médicos? —preguntó esperanzada.
—No.
—¿Qué quieres decir?
—Se ha marchado, Ali. Lo siento.
—¿Dónde está, Ike? ¿Qué has hecho?
—La dejé en el río.
—¿A Molly? No es posible.—Sé muy bien lo que hago.
Por un instante, Ali experimentó una terrible soledad. Las cosas no deberían
haber sucedido de este modo. ¡Pobre Molly! Condenada a flotar para siempre en
aquel mundo. ¿Sin entierro? ¿Sin ceremonia? ¿Sin oportunidad para que los demás se
despidieran?
—¿Quién te dio ese derecho?
—Trataba de facilitarte las cosas.
—Dime una cosa —le preguntó fríamente—. ¿Estaba Molly muerta cuando la
dejaste en el agua?
Quería castigarlo por su distanciamiento, y la pregunta lo conmocionó
realmente.
—¿Asesinato? —preguntó—. ¿Es eso lo que crees?
Ante sus propios ojos, Ike pareció alejarse de ella. Una expresión cruzó por su
rostro, con el horror de un loco reflejado en su propio espejo.
El Descenso
Jeff Long
—No pretendía decirlo así —dijo ella.
—Estás cansada. Has pasado mucho.
Se levantó, se metió en su kayak, tomó el remo y empezó a remar. La oscuridad
se lo tragó y ella se preguntó si era eso lo que se sentía al volverse loca.
—Por favor, no me dejes sola —murmuró.
Al cabo de un rato sintió un tirón. La cuerda se tensó. La barca empezó a
moverse. Ike tiraba de ella para devolverla a la sociedad humana.
Incidente en Nube Roja
Nebraska
La tercera vez que las brujas empezaron a juguetear con él, Evan no luchó.
Acababa de quedarse todo lo quieto que pudo, y no intentó olerías. Una lo
sostuvo alrededor del pecho, desde atrás, mientras las otras se turnaban para
trabajarle. Ella no dejaba de susurrarle algo junto a la oreja. Era como un conjuro, en
círculos. Pensó en la anciana señorita Sands con su rosario de cuentas. Pero con un
aliento que olía a animal muerto en la carretera.
Evan fijó los ojos en las estrellas que se extendían sobre el campo de maíz. Las
luciérnagas revoloteaban entre las constelaciones. Se fijó con todas sus fuerzas en la
estrella Polar. Cuando lo soltaran, ese sería el faro que le conduciría de regreso a casa.
En su mente se imaginó la puerta de atrás, la escalera, la puerta de su habitación, el
edredón sobre su cama. Luego, se despertaría por la mañana. Y lo que le estaba
sucediendo no sería más que una pesadilla.
La noche era tan negra como aceite de motor. No había luna y las luces del patio
parecían hallarse a un kilómetro de distancia, apenas un lejano parpadeo entre los
tallos. Durante la primera media hora, sus secuestradoras fueron simples siluetas,
formas oscuras recortadas contra las estrellas. Estaban desnudas. Podía notar su
carne. Olería. Sus senos eran alargados y tubulares, como los que había visto en
alguna ocasión en un viejo ejemplar del
National Geographic
que estaba guardado en
el sótano. Su pelo negro se movía como serpientes negras contra las estrellas.
Evan estaba convencido de que no eran estadounidenses ni mexicanas. Sabía un
poco de español por los obreros temporeros de la zona y por los cantos de la vieja, y
no hablaban nada de eso. Decidió que eran brujas. Un culto satánico. Uno oía hablar
de esas cosas.
Fue una especie de consuelo. Nunca había pensado mucho en brujas. En
vampiros sí, pero no en brujas. Y también en los monos alados de
El mago de Oz,
y en
los hombres lobo, y en zombies que comían la carne. Y, naturalmente, en los abisales,
aunque aquello era Nebraska, un lugar tan seguro que las milicias habían sido
licenciadas. Pero ¿brujas? ¿Desde cuándo las brujas le hacían daño a uno? Y, sin
embargo, le asustaban. Se sentía muy asustado. En sus diez años de vida, Evan nunca
había imaginado que pudieran existir aquellos sentimientos. Lo que le hacían le
El Descenso
Jeff Long
permitía sentirse bien. Pero era algo prohibido. Si su madre y su padre se enteraban,
se enfurecerían.
Una parte de sí mismo sintió que aquello no era justo. No debería haber
regresado tan tarde a casa en la bicicleta. Sin embargo, él no tenía ninguna culpa de
que las brujas le hubieran asaltado en el sendero. Cuando pedaleaba dejaba atrás a
los zorros, pero incluso a pie le alcanzaron. Tampoco tenía la culpa de que lo
hubieran llevado hasta el medio de este campo para hacerle cosas.
El problema era que lo habían educado para ser responsable. Y esto le producía
placer. Y era sucio. Decir palabrotas sobre tetas y bragas después de la escuela era
una cosa. Pero esto era totalmente diferente. Quedarse hasta tarde después del
partido de béisbol fue culpa suya. Y sentir placer también era culpa suya. Iban a
enfurecerse con él.
En los momentos iniciales, cuando lo desnudaron, las brujas le arrancaron la
camisa y se la hicieron trizas. Evan no podía perdonarles eso. Era una camisa nueva y
su destrucción le asustaba más que la fuerza animal o el apetito con el que se habían
lanzado sobre él. Su madre y sus hermanas siempre andaban remendando y
planchando prendas de ropa. Nunca habrían desgarrado una camisa, ni la habrían
tirado al suelo. Ni le habrían hecho esas otras cosas. Nunca.
No sabía exactamente qué le estaba sucediendo. Se trataba de aquella cosa sucia
de la que se suponía que no debía hablar, eso sí estaba claro. Copulación. Pero, en
qué consistía exactamente el acto, eso seguía siendo un misterio para él. A la luz del
día podría haber visto qué sucedía. Pero esto se parecía más a un forcejeo con los ojos
vendados. Por el momento, la mayor parte de su información procedía del tacto, el
olor y los sonidos. La novedad y el poder de la sensación lo confundían. Le
avergonzaba haber gritado delante de mujeres, mortificado porque aquello afectara a
su identidad.
Ahora ya lo habían hecho dos veces, como ordeñar a una vaca. La primera vez
Evan se sintió alarmado. No hubo forma de contener la emisión física. La percibió
como un gran calor que le recorría la columna vertebral. Después, la suciedad quedó
caliente y espesa como la sangre, sobre su vientre y su pecho.
Temeroso de haberlas disgustado, Evan empezó a disculparse. Pero ellas se
apretaron a su alrededor y hundieron los dedos en el espeso líquido. Era casi como
en la iglesia. Pero en lugar de santiguarse, se untaron con él entre las piernas. «De
modo que así es como se hace», pensó Evan.
Aquello iba mucho más allá de su mundo de conocimientos. Por alguna razón,
Evan recordó el vídeo de ciencias en el que una mantis religiosa se apresura a
devorar a su pareja una vez que ha concluido el acto. Eso era la reproducción. Hasta
ahora se había sentido perplejo ante las terribles consecuencias de hacerlo. Ahora, la
noción de castigo tras el pecado adquiría todo su sentido. No era nada extraño que la
gente lo hiciese en la oscuridad.
Evan deseaba que lo dejaran pero, en el fondo, no lo deseaba. Y estaba claro que
el grupo de mujeres nocturnas quería más. Después de la primera vez, pensando que
todo había terminado, preguntó:
El Descenso
Jeff Long
—¿Puedo marcharme ahora a casa, por favor?
Sus palabras las agitaron. Si los saltamontes o los escarabajos pudieran hablar,
se comportarían así, produciendo chasquidos, murmurando y relamiéndose los
labios. Aquello no tenía ningún sentido para él, pero comprendió lo esencial. Se
quedaba. Volvieron a por él. Y luego otra vez.
La tercera vez ya empezó a resultar problemática. Quizá transcurrió una hora.
Los frotamientos, tirones y escupitajos sobre él no parecían causar el efecto esperado
y él percibió la frustración de las mujeres. La que lo sostenía desde atrás, reanudó sus
canturreos y balanceos.
—Seré un buen chico —le aseguró él en un susurro agotado.
Ella le dio unas palmaditas en la mejilla con la palma llena de callos. Fue como
si lo acariciaran con una vara.
Evan deseaba genuinamente ayudar. Lo que seguramente ellas no sabían era
que tenía un examen de matemáticas a la mañana siguiente. Se suponía que a esta
hora debería estar estudiando.
Poco a poco, sus ojos se fueron adaptando a la noche. La piel pálida de las
brujas fue adquiriendo un débil resplandor. Pudo empezar a verlas. Él y sus amigos
habían visto en la televisión películas con chicas en bikini, y algunos tenían
hermanos mayores con ejemplares del
Playboy.
No es que no supiera qué aspecto
tenía el cuerpo de una mujer. Evan se sintió como el centro de una granja, como una
vaca. O como los cerdos que su padre mataba cada invierno. Como una bestia en
tiempo de cosecha. Llevaban trabajándolo desde hacía varias horas.
Quizá fueran cinco, o incluso una docena. Se marchaban y regresaban. Se
movían con una elegancia acuosa, cerca de la tierra, como si el cielo fuera un peso
para ellas. Los tallos de maíz se agitaban. Orbitaban a su alrededor como lunas
blanqueadas. Su hedor disminuía y luego se intensificaba. Se turnaban, discutiendo
sobre él con sílabas cortas. Cada una parecía tener una idea diferente de cómo
manipularlo mejor. Evan ya se había acostumbrado a la que tenía junto a su cabeza.
Parecía ser la más vieja, y su pecho le producía en la espalda la sensación de una
tabla de lavar. Evan se fue sintiendo cada vez más pasivo contra ella y la presión del
brazo se relajó. No es que fuera brutal, sólo firme. Su escuálido brazo era una
maravilla, formado por unos pocos tendones cubiertos de piel, pero tan fuertes como
alambre de embalar. Cuando algunas de las otras lo abofetearon o le empujaron, ella
les gritó algo, molesta.
Una de ellas, más pequeña que las demás, tomaba lecciones de las otras. Evan
llegó a la conclusión de que era la más joven, y que quizá tuviera su misma edad. La
animaron a montarse sobre él un par de veces, pero era torpe y Evan no sabía lo que
se esperaba de él. Ella parecía tan asustada como él. En sus pensamientos, Evan
gravitó hacia ella.
No podía ver sus rostros con exactitud, y tampoco quería verlos. De ese modo
se podía imaginar rodeado de sus vecinas y maestras y de algunas de las chicas de la
escuela. No se olvidó de añadir a la bonita camarera del Surf-and-Turf, en el centro
del pueblo. Colocó máscaras familiares a estos rostros desconocidos que surgían
El Descenso
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sobre su
cabeza
y eso le consoló. También se permitió dar nombres a cada una de
ellas.
Lo que echaba a perder todas sus fantasías era el olor que despedían. Ni
siquiera la señora Peterson, la medio loca que permanecía sentada todo el día en el
parque, se habría permitido oler tan mal. Aquellas mujeres hedían. Despedían un
olor rancio, sin lavar, peor que el de un corral de ganado. El estiércol adherido en
costras a sus flancos tenía la dulzura grasienta del estiércol de ganado. Cuando le
murmuraban algo, podía oler la pestilencia que despedían sus gargantas.
Estaba grasiento por sus jugos y su saliva. Eso constituyó otra conmoción para
él, comprobar la humedad que tenían entre las piernas. En las conversaciones con sus
amigos, nada le había preparado para eso, ni tampoco para su avidez y apetito.
Periódicamente, una hundía la cabeza y notaba algo caliente y blando allá abajo,
como las cataplasmas calientes que solía prepararle su abuela cuando estaba
enfermo.
Sus manos y dedos estaban tan resecos como la piel de lagarto. No dejaban de
frotarle, pero su dolor estaba atenuado por la fatiga que sentía. Estaba tumbado en el
centro y parecía como si las estrellas girasen en un gran círculo sobre él.
Los grillos cantaban. Una lechuza pasó volando. De repente, Evan se preguntó
si las brujas no serían acaso la razón por la que tantos perros y gatos habían
desaparecido durante el último mes. Quizá los animales habían huido. Se le ocurrió
entonces otra idea. ¿Y si se los habían comido? Una ráfaga de viento agitó las
panochas de maíz. Se estremeció.
Las brujas iniciaron una especie de ritual a su alrededor. Era como una danza,
aunque se arrodillaban o acuclillaban sobre los talones. Él se dejó arrastrar por la
pulsación de sus movimientos, por el canto, por sus manos y bocas. Evan aún
encontró esperanza cuando algunas de ellas susurraron con aprobación. De repente,
se encontró aproximándose a aquella misma pérdida de control que le había ocurrido
antes. Intentó no gruñir, pero fue demasiado.
De repente, el calor sanguinolento del líquido se expan dió sobre su pecho. Evan
parpadeó ante el salado rocío. Lo probó y frunció el ceño.
Esta vez era el calor de la verdadera sangre.
En ese mismo instante, el disparo de un rifle rasgó el silencio. Algo, un cuerpo,
cayó pesadamente sobre los muslos de Evan.
—Evan, muchacho —ordenó una voz a través de las hileras de maíz. ¡Era su
padre!—. ¡Quédate quieto!
El cielo se rasgó, abriéndose. Un ensordecedor traqueteo de rifles, escopetas,
pistolas y viejos revólveres desgarraron las constelaciones. Las balas destrozaron las
hojas del maíz. El fuego repiqueteaba como palomitas de maíz.
Evan se quedó quieto, tumbado sobre la espalda. Aquello era como dejarse
llevar en una balsa, contemplando la Vía Láctea. Lo que más recordaría no serían los
disparos, ni los gritos de los hombres, ni la precipitada huida de las brujas. Tampoco
los focos de luz que recorrían los muros de maíz verde, ni la horca que se levantó
para aquella joven abisal ante el cielo fuertemente iluminado, en el que vio el ligero
El Descenso
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muñón de una cola al final de su espalda y la intensa palidez de su cara, los ojos de
chimpancé, sus dientes amarillentos. Tampoco el seco crujido de las vainas de las
escopetas al penetrar en la recámara. Ni a su padre, de pie sobre él, levantando la
cabeza hacia las estrellas y mugiendo como un toro.
No. Lo que más recordaría fue a la vieja mujer que seguía junto a su cabeza y
que, antes de que le volaran los huesos de la cara, se inclinó y le besó junto a la oreja.
Era la clase de beso que le daba su abuela.
El Descenso
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17
C
ARNE
Los aztecas dijeron que... mientras quedara uno solo de ellos,
seguirían luchando, y que no conseguiríamos nada de ellos
porque lo quemarían todo o lo arrojarían al agua.
H
C
, Tercera relación a Carlos V
ERNÁN
ORTÉS
Al oeste, por debajo de la zona de fractura Clipperton
Tras la muerte de Molly continuaron el descenso por el río, ansiosos por
recuperar su sentido del control científico. Las orillas se estrecharon, la corriente se
hizo más rápida. Como ahora se movían con mayor rapidez, disponían de más
tiempo para llegar a su destino, que era su siguiente punto de avituallamiento, a
principios de septiembre. Empezaron a explorar las riberas del río y a veces se
quedaban durante dos o tres días en un mismo lugar.
En otro tiempo debió de abundar la vida en aquella región. En un solo día
descubrieron treinta plantas nuevas, incluido un tipo de hierba que crecía a partir del
cuarzo, y un árbol que parecía sacado del doctor Seuss, con un tallo que absorbía
gases del suelo y los sintetizaba para formar celulosa metálica. Llamaron
Molly
a una
nueva orquídea rupestre. Descubrieron restos animales fosilizados. Los entomólogos
atraparon a más de un monstruoso grillo, de 68 centímetros de longitud. Los
geólogos localizaron una veta de oro del espesor de un dedo.
Todas las noches, Shoat reunía sus informes en un disco, en nombre de Helios,
que tenía los derechos de patente sobre todos aquellos descubrimientos. Si el
descubrimiento tenía algún valor especial, como el oro, emitía un vale para el pago
de una bonificación. Los geólogos consiguieron tantos de aquellos vales que
empezaron a utilizarlos como moneda entre los demás, para comprar prendas de
ropa, comida o pilas de aquellos otros que tenían de más.
La recompensa más gratificante para Ali era encontrar más pruebas de la
civilización abisal. Descubrieron un intrincado sistema de acequias tallado en la roca,
para transportar agua a varios kilómetros río arriba, sobre el valle colgante. En un
saledizo situado a medio camino de un acantilado encontraron una copa hecha con
un cráneo de neanderthal. En otro lugar, un esqueleto gigantesco, posiblemente un
monstruo humano, apareció sujeto por grilletes oxidados. Ethan Troy, el antropólogo
forense, estaba convencido de que los dibujos geométricos profundamente tallados
El Descenso
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en el cráneo del gigante se habían practicado por lo menos un año antes de la muerte
del prisionero. A juzgar por las marcas observadas en todo el cráneo, daba la
impresión de que se le hubiera quitado el cuero cabelludo al gigante, manteniéndolo
vivo como un escaparate de su trabajo artístico.
Se reunían alrededor de un panel central, adornado con ocre y huellas de las
manos. En el centro aparecía una representación del Sol y de la Luna. Los científicos
quedaron atónitos.
—¿Quieres decir que adoraban al Sol y a la Luna? ¡A once mil metros de
profundidad!
—Tenemos que ser prudentes —dijo Ali.
Y, sin embargo, ¿qué otra cosa podía significar aquello? Qué gloriosa herejía,
que los hijos de la oscuridad adorasen la luz.
Ali hizo únicamente una foto de la iconografía del Sol y la Luna. Al disparar el
flash, todo el muro de pictografías, sus pigmentos y su registro, perdió el color, se
volvió pálido y luego se desvaneció. Diez mil años de trabajo artístico se
transformaron en piedra desnuda.
Sin embargo, una vez quemados los animales, las huellas de las manos y las
imágen es del Sol y de la Luna, descubrieron un conjunto más profundo de escritura
grabada.
Sobre el basalto se había tallado un grupo de letras de unos sesenta centímetros
de longitud. En las sombras abisales, las incisiones eran como líneas negras sobre la
piedra oscura. Se acercaron con precaución a la pared, como si esto también pudiera
desaparecer. Ali pasó los dedos a lo largo de la pared.
—Es posible que esto se haya tallado para leerlo, como el braille.
—¿Es una escritura?
—Una palabra. Una sola palabra. ¿Veis este carácter de aquí? —Ali siguió la
señal de una especie de
Y
y luego retrocedió sobre una
E—.
Y esto. No están
rematadas. Pero fijaos en la forma lineal. Tiene la prestancia y el trazo del antiguo
sánscrito, hebreo, o posiblemente paleohebreo. Es posible incluso que sea más
antiguo. Antiguo hebreo. Fenicio o como se le quiera llamar.
—¿Hebreo? ¿Fenicio? ¿Con qué nos encontramos aquí? ¿Con las antiguas tribus
de Israel?
—¿Nuestros antepasados enseñaron a los abisales a escribir? —preguntó
alguien.
—O los abisales nos enseñaron a nosotros —dijo Ali sin poder apartar los dedos
de la palabra—. ¿Os dais cuenta? —susurró—. El hombre lleva hablando desde hace
por lo menos cien mil años. Pero nuestra escritura sólo se remonta al neolítico
superior, a los jeroglíficos hititas, al arte aborigen australiano. Es decir, a siete u ocho
mil años como máximo.
»Esta escritura debe de tener por lo menos quince o veinte mil años de
antigüedad. Eso supone que es dos o tres veces más antigua que cualquier escritura
humana que se haya descubierto. Esto son fósiles lingüísticos. Podríamos estar
El Descenso
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acercándonos al lenguaje hablado por Adán y Eva. La raíz que está en el origen del
lenguaje humano. A la primera palabra.
Ali se sentía embelesada. Al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que los
demás no comprendían. Esto era algo grande. Humano o no, doblaba o triplicaba la
línea temporal de la mente. Y no tenía a nadie con quien celebrarlo. «Tranquilízate»,
se dijo a sí misma. En todos sus viajes, el mundo de Ali era un mundo de papel, de
lingüistas y obispos, de visitas a bibliotecas y amarillentos legajos legales. Había
ocupado un puesto silencioso donde no se permitía ninguna celebración Y, sin
embargo, aunque sólo fuera por una vez, hubiera deseado descorchar una botella de
champán y rociarse con sus burbujas, tener a alguien que le diera un beso húmedo.
—Mantén el lápiz junto a las letras para dar una idea de la proporción —le dijo
uno de los fotógrafos.
—Me pregunto qué dice —comentó alguien.
—¿Quién sabe? —dijo Ali—. Si Ike tiene razón, si este es un lenguaje perdido,
entonces ni siquiera los primeros abisales lo conocen. Fijaos cómo lo han enterrado
bajo otras imágenes más primitivas. Creo que para ellos ha perdido todo significado.
Al regresar a las barcas, por alguna extraña razón el nombre de su pareja de
baile rondó por su cabeza: Ike.
El 5 de agosto encontraron a los primeros abisales. Al llegar a una orilla
fosilizada, descargaron las barcas, llevaron el equipo a terreno más alto y empezaron
a prepararse para pasar la noche. Entonces, uno de los soldados observó formas
dentro de los pliegues opacos de la piedra.
Al dirigir las luces de las linternas formando cierto ángulo, pudieron ver una
Pompeya virtual de cuerpos inmersos entre varios centímetros y algunos metros de
una materia traslúcida similar al ámbar. Se encontraban en las mismas posiciones en
que habían muerto, algunos enroscados sobre sí mismos, otros tumbados. Los
científicos y soldados se desplegaron por metros y metros cuadrados de ámbar, que
de vez en cuando se deslizaba goteando sobre la pegajosa superficie.
Las piezas de pedernal todavía sobresalían de las heridas. Alguno había sido
estrangulado con sus propias entrañas o aparecía decapitado. Las alimañas se habían
alimentado de ellos. Faltaban extremidades, se observaban hundimientos en pechos
y vientres. No cabía la menor duda de que aquello suponía el final de toda la tribu o
de un pueblo.
Bajo el oscilante foco de Ali, la piel blanca relucía como el cristal de cuarzo. A
pesar de la pesada osamenta de sus cejas y mejillas y de la evidente violencia que
suponía su exterminio, eran notablemente delicados.
El
Homo abisalis,
o en cualquier caso esta variedad, se parecía ligeramente a un
mono, pero con muy poco vello en el cuerpo. Tenían anchas narices negroides y los
labios llenos, algunos como los aborígenes australianos, pero de color albino,
provocado por la noche perpetua. Había unas pocas barbas de chivo, muy tenues,
compuestas por apenas unas pocas cerdas. La mayoría no debían de tener más de
treinta años en el momento de su muerte y muchos eran niños.
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Los cuerpos mostraban cicatrices que no tenían nada que ver con deportes o con
la cirugía: no se detectó ninguna cicatriz de apendicitis en este grupo, ni líneas
límpidas alrededor de las rodillas o los hombros. Las que se veían procedían de
accidentes de campamento, de la caza o de la guerra. Los huesos rotos se curaban
produciendo excrecencias curvadas. Les habían arrancado los dedos a tirones. Los
senos de las mujeres colgaban, resecos y fláccidos. Las armas de aquellos seres
parecían ser las afiladas uñas y los dientes, los aplanados pies anchos o los grandes y
extendidos dedos gordos, adaptados para la escalada.
Ali intentó imaginarlos integrados en la familia del hombre moderno. No
ayudó en nada el hecho de que tuvieran cuernos y pliegues de calcio y bultos
deformes en los cráneos. Se sintió extrañamente intolerante. Sus mutaciones,
enfermedades o giros evolutivos, fueran lo que fuesen, la mantenían a distancia. Le
preocupaba encontrárselos, pero le alegraba tenerlos encapsulados en piedra.
Imaginó que lo mismo que les habían hecho a ellos, serían perfectamente capaces de
hacérselo también a ella.
Aquella noche hablaron sobre los cuerpos situados debajo de su campamento.
Fue Ethan Troy quien solucionó su misterio. Se las había arreglado para obtener
fragmentos sueltos de los cuerpos, la mayoría de ellos niños, y se los ofreció a los
demás para que los vieran.
—Su esmalte dental no se ha desarrollado adecuadamente. Se ha visto
perturbado. Y todos los niños padecen raquitismo y otras malformaciones de las
extremidades. Sólo hay que mirar sus vientres hinchados para darse cuenta de que
murieron fundamentalmente de hambre. Vi esto mismo una vez, en un campamento
de refugiados de Etiopía. Es algo que nunca se olvida.
—¿Estás sugiriendo que son refugiados? —preguntó alguien—. Refugiados, ¿de
quién?
—De nosotros —contestó Troy.
—¿Quieres decir que el hombre los mató?
—Al menos indirectamente. Su cadena alimentaría se vio interrumpida.
Estaban huyendo, de nosotros.
—Tonterías —se burló Gitner, tumbado de espaldas sobre su saco de dormir—.
Por si se te ha pasado por alto, eso que sobresale de ellos son puntas de la edad de
piedra. No tuvimos nada que ver con eso. A estos tipos los mataron otros abisales.
¿Habéis visto al que tenía los genitales cortados y metidos en la boca?
—Eso es aparte —dijo Troy—. Se vieron diezmados y tenían hambre. Fueron
una presa fácil.
—Tienes razón —intervino Ike. No intervenía con frecuencia en las discusiones
del grupo, pero en esta ocasión los había escuchado con atención—. Estaban en
movimiento. Todos ellos. Ésta es su diáspora. Se habían diseminado y descendían a
las profundidades para evitar nuestra llegada.
—¿Acaso importa eso? —dijo Gitner.
—Tenían hambre —dijo Ike—. Estaban desesperados. Claro que importa.
—Eso es historia antigua. Este grupo murió hace mucho tiempo.
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—¿Por qué estás tan seguro?
—La concreción de la piedra ambarina. Están cubiertos por ella. Debe de tener
por lo menos quinientos años, pero probablemente serán más de cinco mil. Todavía
no he hecho mis cálculos.
—Déjame tu martillo para partir rocas —le pidió Ike acercándose hacia él.
Gitner se lo colocó a Ike en la mano. En estos últimos tiempos parecía sentirse
crónicamente harto. Su interminable debate sobre los vínculos abisales con la
humanidad echaba a perder hasta el poco buen humor que le quedaba.
—¿Me lo devolverás? —preguntó con sorna.
—Sólo es un préstamo —dijo Ike—, mientras dormimos.
Se acercó a la pared, lo hundió en la roca y luego se alejó.
A la mañana siguiente Gitner tuvo que pedir prestado otro martillo para liberar
el suyo de la roca. Durante el transcurso de la noche el martillo había quedado
cubierto por varios milímetros de clara piedra ambarina.
Era una simple cuestión aritmética. Pudieron calcular que aquellos refugiados
habían sido aniquilados hacía no mucho más de cinco meses. La expedición seguía el
mismo sendero que siguieron ellos en su huida. Y era algo que aún estaba muy
fresco.
Hasta los mercenarios habían terminado por depender del infalible sentido del
peligro que demostraba Ike. De algún modo, se difundieron los rumores sobre sus
buenos tiempos de escalador y lo apodaron el Cap, por el monolito del Yosemite. Fue
un sobrenombre peligroso, que molestó a Ike incluso más de lo que fastidió a su
comandante. Ike no deseaba su confianza. Los evitaba. Cada vez se quedaba más
tiempo fuera del campamento. Pero Ali pudo darse cuenta de todos modos del efecto
que eso causaba sobre él. Algunos de los muchachos se tatuaron los brazos y la cara
como Ike. Unos pocos empezaron incluso a caminar descalzos y a llevar los rifles en
bandolera, colgados de la espalda. Walker hizo lo que pudo por evitar la evolución.
Cuando uno de sus hombres fue descubierto sentado, con las piernas cruzadas,
concentrado en la oración, Walker lo castigó a hacer guardia durante una semana.
Ike reanudó su costumbre de adelantarse uno o dos días a la expedición y Ali
echaba de menos sus excentricidades. Ella se despertaba temprano, como siempre,
pero ya no veía su kayak navegando hacia el desconocido territorio tubular mientras
el campamento seguía dormido. No tenía prueba alguna de que él se estuviera
alejando de ellos o de ella. Pero sus ausencias la ponían nerviosa, especialmente al
quedarse dormida, por la noche. Ike había abierto un vacío en ella.
El 9 de agosto detectaron la señal para el Avituallamiento II. Habían cruzado la
línea de fecha internacional sin saberlo. Llegaron al lugar, pero no encontraron los
cilindros esperándoles. En lugar de eso hallaron en el suelo una pesada esfera de
metal, del tamaño de una pelota de baloncesto. Estaba sujeta a un cable que colgaba
del techo, que estaba a más de treinta metros sobre sus cabezas.
—Eh, Shoat —preguntó alguien—, ¿dónde está nuestra comida?
—Estoy seguro de que tiene que haber una explicación —dijo Shoat, aunque
estaba claramente desconcertado.
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Desatornillaron la esfera. En el interior, en medio de poliespuma, encontraron
un pequeño teclado numérico, con una nota. «A la Expedición Helios: los cilindros de
suministro están preparados para la penetración en cuanto se pidan. Teclear los cinco
primeros números de pi, a la inversa, seguido por el signo de la libra.» Imaginaron
que se trataba de una medida de precaución, para salvaguardar sus alimentos y
suministros ante cualquier posible acto de piratería abisal.
Shoat necesitó que alguien le anotara el número pi y luego lo tecleó. Pulsó la
tecla del signo de la libra y una pequeña luz roja cambió y se puso verde.
—Supongo que tenemos que esperar —dijo.
Acamparon en la orilla y se turnaron para vigilar la parte inferior del agujero de
perforación. Poco después de medianoche, uno de los centinelas de Walker dio la voz
de alarma. Ali escuchó el roce del metal. Todos se reunieron y dirigieron las luces de
las linternas hacia arriba y allí estaba, una cápsula plateada hundiéndose hacia ellos,
sujeta por un reluciente alambre. Fue como ver el atraque de un barco rápido. El
grupo lanzó vítores.
El cilindro siseó al tocar el río, luego descendió lentamente sobre un costado y
el cable quedó suelto, hecho un ovillo, en el agua. La vaina de metal se veía azulada
por varias marcas de chamuscado. Se acercaron, pero enseguida tuvieron que
retroceder ante el calor que despedía.
Ninguno de los cilindros del Avituallamiento I se había recalentado tanto. Eso
significaba que el cilindro tenía que haber pasado por alguna zona volcánica,
probablemente un ramal de la cordillera Magallanes bajo el mar. Ali percibió el olor
del humo sulfuroso que despedía.
—Nuestros suministros se están cocinando dentro —lamentó alguien.
Formaron rápidamente una brigada contra incendios y se pasaron botellas de
plástico arriba y abajo de la hilera, para rociar el cilindro con agua. El metal despidió
vapor y los colores palpitaron al pasar de una situación termal a otra. Gradualmente,
se enfrió lo suficiente como para desenroscar las tuercas. Introdujeron los cuchillos
en los bordes y soltaron la escotilla, abriendo la puerta.
—Dios mío, ¿qué es ese hedor?
—Carne. ¿Nos han enviado carne?
—El calor tiene que haber producido un incendio ahí dentro.
Las luces se enfocaron hacia el interior. Ali miró por encima de los hombros y le
resultó difícil ver debido al humor, el mal olor y el calor que brotaba de la portilla
abierta.
—Santo Dios, ¿qué nos han enviado?
—¿Son personas? —preguntó ella.
—Parecen abisales.
—¿Cómo puedes decir eso? Están demasiado quemados como para saberlo —
dijo alguien.
Walker se abrió paso hasta el frente, seguido por Ike y Shoat.
—¿Qué es esto, Shoat? —preguntó Walker—. ¿Qué es lo que pretende Helios?
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—No tengo la menor idea —contestó Shoat desconcertado, y Ali, por una vez,
lo creyó.
En el interior había tres cuerpos sujetos por correas, uno encima del otro, en una
improvisada red de nailon. Aunque el cilindro era vertical deberían de haber
permanecido suspendidos de los arneses como saltadores en paracaídas.
—Llevan uniformes —dijo alguien—. Mirad, del ejército de Estados Unidos.
—¿Qué hacemos? Están muertos.
—Desatarlos y sacarlos.
—Los correajes se han fundido. Tendremos que cortarlos. Dejemos antes que se
enfríen un poco más.
—¿Qué estaban haciendo aquí dentro? —le preguntó uno de los médicos a Ali.
Las extremidades muertas se movían fláccidamente. Uno de los hombres se
había mordido la lengua y tenía el trozo cortado sobre la barbilla. Entonces
escucharon un gemido. Procedía de la parte inferior de la escotilla, donde estaba
suspendido el tercer hombre, fuera de su alcance.
Sin decir una sola palabra, Ike se introdujo en el humeante interior de la
cápsula. A horcajadas, arrastró los cuerpos hasta el nivel de la escotilla y cortó las
correas, sacando primero a los muertos. Luego se arrastró más profundamente, llegó
hasta donde estaba el tercer hombre, lo liberó de los correajes y lo arrastró hasta la
escotilla, donde una docena de manos terminaron de extraerlo.
Ali y los demás atendían a los muertos, colocándoles fragmentos de tela
quemada sobre las caras. El hombre situado en la parte superior del cilindro, donde
el calor y el fuego debieron de ser peores, se había pegado un tiro en la boca. El
hombre del centro se había estrangulado con una de las correas, fusionada ahora con
su cuello. Sus ropas se habían incendiado y estaban vestidos sólo con los arneses y
con las cinchas de sus armas. Cada uno llevaba pistola, rifle y cuchillo.
—Fijaos en estas mirillas. —Un geólogo apuntaba hacia el río con uno de los
rifles de los soldados—. Estos trastos están preparados para realizar un trabajo
nocturno. ¿Qué vendrían a cazar?
—Nosotros nos haremos cargo de las armas —dijo Walker, y sus mercenarios se
encargaron de recoger las otras armas.
Ali ayudó a tender al tercer hombre sobre el suelo y luego se apartó. Tenía los
pulmones y la garganta llagados. Expectoraba un claro fluido seroso y su control de
temperatura estaba afectado. Se moría. Ike se arrodilló a su lado, junto con los
médicos, Walker y Shoat. Todos los demás miraban.
Walker apartó un trozo de tela chamuscada. «Primero de Caballería», decía, y se
volvió para mirar a Ike.
—Son gente suya. ¿Para qué envían
rangers
aquí abajo?
—No tengo ni idea.
—¿Conoce a este hombre?
—No.
Los médicos cubrieron al quemado con un saco de dormir y le dieron a beber
agua. El hombre abrió el único ojo sano que le quedaba.
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—¿Crockett? —balbuceó con voz rasposa.
—Supongo que él te conoce —dijo Walker.
Todos se quedaron quietos, a la expectativa.
—¿Por qué te enviaron? —le preguntó Ike.
El hombre intentó formar las palabras. Se removió bajo el saco de dormir. Ike le
dio más agua.
—Más cerca —dijo el soldado.
Ike se acercó más y se inclinó hacia él.
—Judas —susurró el hombre.
El cuchillo surgió cruzando directamente el saco de dormir.
No obstante, la tela o el dolor malograron el impulso asesino. La hoja rozó la
caja torácica de Ike, pero no penetró en ella. El soldado aún tuvo fuerza suficiente
para lanzar una segunda cuchillada a través de la espalda de Ike, antes de que éste le
sujetara la muñeca.
Walker, Shoat y los médicos retrocedieron ante el ataque. Uno de los
mercenarios reaccionó con tres rápidos disparos en el tórax del hombre quemado. El
cuerpo se estremeció con cada bala.
—¡Alto el fuego! —gritó Walker.
Todo sucedió demasiado rápidamente. El único sonido que quedó después fue
el del fluir del agua.
Todos los miembros de la expedición se quedaron mirando fijamente,
incrédulos. Nadie se movió. Acababan de ver un ataque y habían escuchado al
soldado susurrar «Judas».
Ike se arrodilló en medio de ellos, mudo de asombro. Todavía sostenía la
muñeca del asesino con una mano y el roce del cuchillo a lo largo de sus costillas se
tiñó de rojo. Los miró a todos, con una expresión retorcida por la ignorancia.
De repente, un terrible y penetrante sonido surgió de él. Ali no lo esperaba.
—¿Ike? —preguntó desde el anillo que formaban los testigos del hecho. Nadie
se atrevió a acercarse más. Ali se adelantó de entre el círculo y se dirigió hacia él—.
Basta —dijo ella.
Ellos habían dependido tanto de la fortaleza de Ike que la fragilidad que
demostraba ahora suponía un peligro para ellos. Se estaba desmoronando ante sus
propios ojos.
Ike la miró y luego huyó.
—¿A qué viene todo esto? —murmuró alguien.
A falta de palas, arrastraron los cuerpos hasta el río y dejaron que la corriente se
los llevara. Muchas horas más tarde, les llegaron otros dos cilindros, cada uno lleno
de suministros. Comieron. Helios les había enviado un festín para cien personas:
filetes de pavo enlatado, salsa de arándanos, ñame endulzado, pacana y pasteles de
cereza y manzana. Ike debía de estar muerto y aquel banquete era en realidad un
velatorio. A Ali le pareció surrealista.
El atentado contra la vida de Ike ni tenía explicación, ni motivo ni hacía justicia.
Lo más irracional de todo era que Ike se había convertido en el miembro más valioso
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de la expedición. Hasta los mercenarios habrían votado por él. Tenerlo como guía les
había hecho sentirse privilegiados, destinados a salir de aquel territorio desconocido
siguiendo las huellas de su tatuado Moisés. Ahora, sin embargo, alguien de arriba le
había acusado de traidor y había quedado inexplicablemente marcado para la
muerte.
El cable de comunicaciones con la superficie se incendió al pasar por la zona de
magma que tenían por encima, de modo que los miembros de la expedición no
pudieron hacer más que conjeturas y depender únicamente de la superstición. Ike
había sido el mejor de los hombres y, sin embargo, habían intentado castigarlo por
pecados desconocidos para ellos. Todos tuvieron la sensación de que una gran
tormenta se había desatado sobre ellos. La respuesta del grupo consistió en un poco
de preocupación y luego mucha negación y especulación.
—Sólo era una cuestión de tiempo —dijo Bergson—. Ike iba a tener que
destaparse tarde o temprano. Casi podía verse venir. Me sorprende incluso que
resistiera tanto tiempo.
—¿Qué tiene que ver eso con lo sucedido? —espetó Ali.
—No quiero decir que él mismo se lo buscara, pero ese hombre se siente
definitivamente atormentado. Tiene más fantasmas que en un cementerio.
—¿Qué hay que hacer para que el ejército de Estados Unidos te persiga? —se
preguntó Quigley, el psiquiatra—. Ésa fue una misión suicida. No envían a la muerte
a hombres buenos por nada.
—¿Y eso de Judas? Creía que una vez pasado por el tribunal militar, ya habían
terminado con uno. Creo que es un caso de mala suerte. Ese hombre es un
marginado nato.
—Es como si todo el mundo se hubiera vuelto contra él.
—No te preocupes por él, Ali —le dijo Lucinda—: Volverá.
—No estoy tan segura —dijo Ali.
Hubiera querido echarle la culpa a Shoat o a Walker, pero ellos parecían sentirse
genuinamente desorientados ante el incidente. Si Helios tenía la intención de matar a
Ike, ¿por qué no utilizar a sus propios agentes? ¿Por qué hacer participar al ejército
de Estados Unidos? ¿Y por qué implicar al ejército en algo que sólo les atañía a ellos?
No tenía sentido.
Mientras los demás dormían, Ali se alejó de la luz de su campamento. Ike no se
había llevado ni su kayak ni su escopeta, de modo que lo buscó a pie, con la linterna.
Las huellas de Ike se alejaban sobre el barro de la orilla.
Se sentía furiosa por la suficiencia del grupo. Habían dependido de Ike para
todo. Sin él podrían estar muertos o perdidos. Él les había sido fiel, pero ahora que
los necesitaba, no le apoyaban.
«Hemos sido su ruina.» Ahora lo veía claro. Con su dependencia de él, lo
habían condenado. Él podría estar a muchos miles de kilómetros de distancia de no
haber sido por la debilidad, la ignorancia y el orgullo de todos ellos. Eso era lo que lo
había retenido a su lado. Los ángeles guardianes eran así. Condenados por su
destino.
El Descenso
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Pero Ali tuvo que admitir que echarle la culpa de todo al grupo sólo era una
excusa. Pues eran su propia ignorancia, debilidad y orgullo lo que en realidad habían
atado a Ike, no la de los demás, sino la de ella. El bienestar del grupo no era más que
un beneficio secundario. La incómoda verdad era que él se había comprometido con
ella.
Mientras avanzaba a lo largo del río, trató de poner en orden sus pensamientos.
Al principio, la alianza de Ike con ella no había sido deseada e incluso le resultó
molesta. Enterró la evidencia de la devoción de Ike hacia ella bajo un montón de
ficciones, contentándose con decirse que él recorría las profundidades impulsado por
sus propias razones, en busca de una fabulosa amante perdida o por venganza.
Quizá fuera así al principio, pero ya no. Lo sabía. Sabía que Ike continuaba allí por
ella.
Lo encontró en un campo de tinieblas, sin luces, sin armas. Estaba sentado
frente al río, en su posición de loto, de espaldas a cualquier enemigo que se le
pudiera acercar. Se había colocado así, a merced de aquel desierto salvaje.
—Ike —le llamó.
La velluda cabeza permaneció erguida y quieta. La luz de ella arrojó su sombra
sobre el agua negra, donde se perdió enseguida. Qué lugar, pensó. Una oscuridad tan
ávida que hasta devoraba cualquier otra oscuridad.
Se acercó a él y se quitó la mochila.
—Te perdiste tu propio funeral —bromeó—. Han enviado un festín.
No se produjo ningún movimiento. Ni siquiera sus pulmones se movieron. Se
metía más en sí mismo. Escapaba.
—Ike —dijo ella—. Sé que puedes oírme. Una de sus manos descansaba sobre el
regazo. Las yemas de los dedos de la otra mano tocaban el suelo, ejerciendo sobre él
la misma presión que un insecto.
Ali se sintió como una intrusa. Pero no se entrometía en una actitud de
contemplación, sino de inicio de la locura. Él, por sí solo, no podía ganar.
Ali se le acercó desde un lado. Visto desde atrás, Ike parecía estar en paz. Pero
entonces vio la expresión de su rostro.
—No sé lo que está pasando —dijo ella. Él se le resistía con su inmovilidad de
estatua. Tenía la mandíbula apretada.
—Ya es suficiente —dijo Ali. Abrió la mochila y sacó el botiquín—. Voy a
limpiarte esos cortes.
Ali empezó a empapar bruscamente la herida con betadine, pero sus
movimientos se hicieron más lentos. La propia carne la indujo a ello. Le pasó los
dedos por la espalda y los huesos y músculos, la tinta abisal, el tejido cicatricial y los
callos producidos por las correas de la mochila la dejaron asombrada. Aquel era el
cuerpo de un esclavo. Ike había sido degradado y cada marca indicaba la utilización
de que había sido objeto. Eso la desconcertó. Había conocido a los condenados en
muchas de sus encarnaciones, como prisioneros, prostitutas, asesinos y leprosos
proscritos. Pero nunca conoció a un esclavo. Se suponía que esa clase de criaturas ya
no existían en esta época.
El Descenso
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Ali se sorprendió al comprobar lo bien que encajaba el hombro de Ike en su
mano. Entonces se recuperó con una pequeña sacudida.
—Sobrevivirás —le dijo Ali.
Se alejó un poco de él y se sentó. Durante el resto de la noche permaneció
encogida sobre sí misma, con la escopeta de él, protegiéndolo mientras terminaba de
regresar al mundo.
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18
B
UENOS
DÍAS
¿Acaso no soy una mosca como tú?
¿O no eres tú un hombre como yo?
W
B
, La mosca
ILLIAM
LAKE
Centro de Ciencias de la Salud, Universidad de Colorado, Denver
Yamamoto salió del ascensor con una sonrisa.
—¡Buenos días! —saludó alegremente a un conserje que limpiaba el suelo.
—Yo no veo el sol —gruñó el hombre.
Fuera soplaba una fuerte ventisca, con potentes rachas y bajas temperaturas. Se
hallaban bajo asedio. Hoy tendría el laboratorio para ella sola.
Yamamoto encontró dormido al vigilante de noche, que todavía estaba de
guardia. Lo envió al dormitorio para que descansara y comiera algo caliente.
—Y no vuelva hasta esta tarde —le dijo—. Puedo mantener el fuerte yo sola. De
todos modos, no va a venir nadie.
En estos últimos días se sentía así, como la madre del mundo. Se le había
espesado el cabello, tenía las mejillas constantemente arreboladas y le tarareó a la
panza, como la llamaba su marido. Sólo faltaban tres meses más.
El proyecto Satán Digital se acercaba a su culminación. El laboratorio empezaba
a estar sucio, con envolturas de comida rápida, grandes copas de soda recicladas
para contener lápices y restos momificados de cumpleaños. La cartelera estaba llena
de anuncios, extractos de artículos y, últimamente, noticias de puestos de trabajo,
tanto aquí como en el extranjero.
Entró sin ponerse los guantes dobles ni la mascarilla. Se había abandonado ya
cualquier ritual de centro de investigación, otra señal más de que el proyecto se
acercaba a su fin. Había frascos de laboratorio en una caja de Taco Bell. Alguien había
hecho un móvil con los recipientes de patatas fritas consumidos durante los últimos
meses.
La máquina dos realizaba su trabajo rítmicamente. A excepción de la cabeza, la
joven abisal había desaparecido de la existencia, incluidos sus huesos. Ahora, sin
embargo, se la podía hacer renacer con un ratón y un CD-ROM. Estaba a punto de
ser electrónicamente inmortal. Allí donde hubiera un ordenador, podría existir una
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manifestación de Amanecer. En cierto sentido, hasta su alma estaba verdaderamente
en el interior de la máquina.
Yamamoto ya llevaba varias semanas agobiada por terribles sueños sobre
Amanecer. La muchacha abisal caía por un acantilado, o era arrastrada por el mar, y
extendía las manos en petición de ayuda. Otros especialistas del laboratorio contaron
que habían tenido pesadillas similares. Diagnosticaron aquello como ansiedad por la
separación definitiva. Amanecer había formado parte del grupo durante aquel
tiempo. Todos la iban a echar de menos.
Lo único que quedaba por informatizar eran las dos terceras partes superiores
del cráneo de la abisal. El trabajo avanzaba con lentitud. La máquina dos estaba
calibrada para efectuar los cortes más finos que se pudieran. El cerebro ofrecía la
exploración más interesante. Seguían manteniendo grandes esperanzas de llegar a
desvelar realmente el proceso sensorial y cognitivo, logrando, por así decirlo, que la
mente hablara. Lo único que tenían que hacer durante las diez semanas que
quedaban era cuidar de un glorificado rebanador. La paciencia no era más que una
cuestión de Pepsi dietética y chistes obscenos.
Yamamoto se acercó a la mesa metálica. La parte superior del cráneo de la
muchacha mostraba un color blanco pálido dentro del bloque de gel de un color azul
helado. Parecía como una luna suspendida de un cuadrado de espacio exterior. Los
electrodos salían de la parte superior y de los lados del gel. En la base, la hoja cortaba
las finas rebanadas y la cámara funcionaba.
La máquina había ido reduciendo la mandíbula inferior, para luego continuar
de un lado a otro, a través de los dientes superiores, hasta introducirse en la cavidad
nasal. Externamente, ya había desaparecido la mayor parte de la ancha nariz, similar
a la de un murciélago, y los amplios lóbulos de las orejas. En términos de estructuras
internas, habían cortado ya la mayor parte de la médula oblonga, que ascendía desde
la médula espinal, y reducido a impulsos digitales la mayor parte del cerebelo, que
controlaba las capacidades motrices. Por el momento no se habían descubierto
lesiones o anormalidades. Para tratarse de un cerebro necrótico, todos los sistemas
estaban notablemente intactos, prácticamente viables. Todos se maravillaban por ello.
«Sólo confío en tener tanta salud después de mi muerte», bromeó alguien. Las cosas
empezaban a ponerse interesantes. Neurocirujanos y especialistas cerebrales y de la
cognición de todo el país habían empezado a llamar o a enviar correos electrónicos
casi a diario, solicitando información actualizada. Ciertas partes del cerebro, como el
cerebelo que acababan de pasar, formaban parte de una anatomía mamífera bastante
estándar. Explicaban lo que hacía que un animal fuera un animal, pero contribuían
poco a aclarar qué hacía que un abisal fuese un abisal.
Amanecer pronto dejaría de ser aquel cadáver animal subterráneo. Desde el
sistema límbico hacia arriba, volvería a ser ella misma. Surgiría una personalidad, un
proceso racional, aparecerían claves que explicarían su lenguaje, sus emociones,
hábitos e instintos. En resumen, estaban a punto de echar un vistazo a través de la
ventana craneal de Amanecer y contemplar su visión del mundo. Aquello equivalía a
descender con una nave espacial sobre otro planeta. Incluso más que eso, era como
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entrevistar por primera vez a un alienígena y preguntarle cuáles eran sus
pensamientos.
Yamamoto revisó los electrodos, clasificando los hilos del lado derecho, que
estaban ordenadamente colocados sobre la mesa. Seguía siendo un misterio por qué
Amanecer parecía generar una ligera pulsación eléctrica. Su gráfico debería haber
mostrado una línea recta, pero de vez en cuando brotaba un pico irregular, con su
correspondiente y breve pitido. Eso se venía produciendo desde hacía meses. Pero es
un hecho que, si se espera el tiempo preciso, los electrodos terminan por detectar
señales vitales incluso en un cuenco de jalea.
Yamamoto rodeó la mesa por el lado izquierdo y desplegó los cables en su
mano. Era casi como trenzar el cabello de una niña. Se detuvo para mirar lo que
quedaba del rostro abisal, dentro del bloque de gel.
—Buenos días —dijo.
La cabeza abrió los ojos.
Rau y Bud Parsifal encontraron a Vera en un departamento de ropa del Oeste,
en la terminal internacional del aeropuerto de Denver, probándose sombreros
vaqueros. No se podría haber inventado mejor antídoto para la oscuridad de la
mente. Cada cual tenía una opinión, un temor, una solución. Nadie sabía lo que
estaba sucediendo allá abajo, lo que podrían encontrar, en qué clase de mundo iban a
crecer sus hijos. Pero aquí, en esta gigantesca terminal, saturada de luz solar y de
espacios abiertos, podía uno olvidarse de todo eso y dedicarse, simplemente, a comer
helado o a probarse sombreros de vaquero.
—¿Qué aspecto tengo? —preguntó Vera.
Rau dio unas palmaditas sobre su maletín, a modo de aplauso. Parsifal pidió
protección al Señor.
—¿Habéis venido juntos? —preguntó ella.
—Londres vía Cincinnatti —contestó Parsifal.
—Ciudad de México —dijo Rau—. Nos encontramos en la terminal de llegadas.
—Temía que nadie pudiera conseguirlo —dijo Vera—. Tal como están las cosas,
es posible que ya sea demasiado tarde.
—Llamaste y vinimos —dijo Parsifal—. Trabajo de equipo.
Su barriga y las detestadas gafas hicieron que la galantería resultase mucho más
encantadora. Rau comprobó su reloj.
—Thomas llega dentro de una hora. ¿Y los demás?
—En otras partes —contestó Vera—. En tránsito, incomunicados, ocupados.
Supongo que os habréis enterado de lo de Branch.
—¿Ha perdido la cabeza? —preguntó Parsifal—. Huir al interior del planeta de
la forma en que lo hizo, a solas. Precisamente de entre todos era el único que sabía de
qué son capaces los abisales.
—No son ellos quienes me preocupan.
—Oh, por favor, no me vengas con eso de que «el enemigo somos nosotros».
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—¿No sabes nada de la orden de disparar a matar? —preguntó Vera—. La han
recibido todos los ejércitos, y también la Interpol.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Parsifal mirándola de . soslayo—. ¿Matar a
Branch?
—january ha hecho lo que ha podido para suspender esa orden, pero hay un tal
general Sandwell que parece tener una vena vengativa. Es alguien muy peculiar.
January está intentando averiguar más sobre ese general.
—Thomas está furioso —añadió Rau—. Branch era nuestros ojos y oídos entre
los militares. Ahora no nos queda más remedio que imaginar en qué andan metidos
los ejércitos.
—Y quién puede estar colocando las cápsulas con los virus.
—Feo asunto —murmuró Parsifal.
Acudieron a recibir a Thomas a su puerta de llegada, en vuelo directo desde
Hong Kong. Los finos ángulos cúbicos de su rostro formaban una masa de sombras
que profundizaban aún más sus rasgos a lo Abe Lincoln. Por lo demás, y para
tratarse de un hombre recién expulsado de China, parecía notablemente fresco.
Observó a su comité de bienvenida.
—¿Un sombrero de vaquero? —le preguntó a Rau.
—Donde fueres... —dijo Rau encogiéndose de hombros.
Se dirigieron hacia la salida, agrupados alrededor de la silla de ruedas de Vera,
comunicándose las novedades unos a otros.
—¿Y Mustafah y Foley? —preguntó Vera—. ¿Están bien?
—Cansados —contestó Thomas—. Estuvimos detenidos en Kashi, en la
provincia de Xinjiang, durante varios días. Nos confiscaron las cámaras y periódicos
y nos revocaron los visados. Se nos ha declarado oficialmente
personae non gratae.
—¿Y qué demonios estabas hacien do allí, Thomas?
—Quería examinar un conjunto de momias caucasianas y algunos de sus
fragmentos escritos. Tienen cuatro milenios de antigüedad y muestran escritura
germánica. Tocharia, para ser exactos. ¡En Asia!
—Momias en el desierto chino —murmuró Parsifal enojado—. Escritura
críptica. ¿Qué nos podrá decir eso?
—En esta ocasión tengo que estar de acuerdo contigo — admitió Vera—. Parece
algo bastante alejado de nuestra misión. A veces me pregunto qué es lo que estoy
haciendo realmente. Durante los tres últimos meses me habéis hecho revisar
resúmenes sobre el ADN mitocóndrico y la evolución humana. ¿Me quieres explicar
de qué modo los datos sobre las muestras de placentas de Nueva Guinea pueden
acercarnos más a identificar a un tirano primordial?
—En este caso —dijo Thomas—, las momias y su escritura indoeuropea
parecerían demostrar que los nómadas caucasianos influyeron sobre la civilización
china hace cuatro mil años.
—¿Y por eso te expulsaron del país? —preguntó Parsifal, que cubrió el cristal
con su aliento y sacó un crucifijo—. ¿O es que los comunistas te pillaron
administrando la extremaunción a las momias?
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—Imagino que debió de ser algo más peligroso —intervino Rau—. Si no me
equivoco, Thomas, estabas demostrando que la civilización china no se desarrolló de
modo aislado. La probabilidad de que los primeros europeos ayudaran a germinar su
cultura resulta extremadamente amenazadora para los chinos. Son un pueblo muy
orgulloso, estos hijos del Imperio del Centro.
—Pero, una vez más, ¿qué tiene eso que ver con nosotros? —insistió Vera.
—Quizá lo tenga que ver todo —aventuró Rau—. Sería muy relevante la noción
de que una gran civilización pueda ser modificada o incluso inspirada por el
enemigo, por una raza menor, o por bárbaros.
—En lenguaje algo más sencillo hasta lo entendería, Rau —gruñó Parsifal.
Thomas guardó silencio. Parecía disfrutar con las elucubraciones de los demás.
—¿Y si la civilización humana no se desarrolló en aislamiento? ¿Y si tuvo seres
que la impulsaron?
—¿En quién estás pensando, Rau? —preguntó Parsifal—. ¿En los marcianos?
—Un poco más abajo —contestó Rau con una sonrisa—. En los abisales.
—¡Abisales! —exclamó Parsifal—. ¿Ellos nos ayudaron?
—¿Y si resultara que los abisales ayudaron a crear nuestra civilización a lo largo
de los eones? ¿Y si cultivaron a nuestros ignorantes antepasados y expusieron su
propia inteligencia nativa ante la humanidad?
—¿Un abisal convertido en nuestra niñera? ¿Esos salvajes?
—Cuidado —le advirtió Rau—. Empiezas a hablar como los chinos de sus
bárbaros.
—¿Se trata de eso? —le preguntó Vera a Thomas—. ¿Buscabas en China un
paradigma de la civilización humana?
—Algo así —contestó Thomas.
—¿Y viajaste dieciséis mil kilómetros y fuiste a la cárcel sólo para demostrar
una teoría?
—En realidad, también para algo más. Tuve un presentimiento y acerté.
Sospechaba que los textos caucasianos de Xinjiang habían sido escritos en escritura
tocharia y no en otro lenguaje humano. Todos los informes estaban equivocados.
Mustafah, Foley y yo sólo necesitamos echar un vistazo a las momias para saberlo. El
caso es que esas momias estaban tatuadas con símbolos abisales. Aquellos nómadas
caucásicos actuaban como agentes o como mensajeros. Transportaban documentos a
la antigua China. Documentos escritos en alguna forma de escritura abisal. ¡Si
pudiéramos leerlos!
—Pero, una vez más, ¿y qué? —dijo Parsifal—. Todo eso ocurrió hace cuatro mil
años. Y no sabemos leerlo.
—Hace cuatro mil años, alguien envió a esas gentes a una misión a China —dijo
Thomas—. ¿No sientes algo de curiosidad? ¿Quién los envió?
Una camioneta los llevó al centro médico. A la entrada del ala de investigación
se encontraron con un grupo de policías y cámaras de televisión. Una falange de
portavoces universitarios se turnaban para ofrecerse a los lobos. La espuma casi se
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adivinaba en todas las bocas. Aparentemente, lo lógico tras una conferencia de
prensa al aire libre y en pleno invierno debía de ser su brevedad.
—Les pido una vez más que utilicen su sentido común —decía con voz serena
una figura que parecía la de un decano—. No existen cosas como la posesión.
Una bonita reportera, empapada de nieve de muslos para abajo, gritó desde la
multitud:
—Doctor Yaron, ¿niega usted los informes según los cuales el centro médico
universitario está practicando actualmente exorcismos como tratamiento?
Un hombre con barba y una blanca sonrisa burlona se inclinó hacia el
micrófono.
—Estamos esperando —dijo—. Todavía no ha llegado el chico con el pollo y el
agua bendita.
Los policías apostados ante las puertas no estaban dispuestos a permitir la
entrada de cualquiera. La identificación médica de Vera no sirvió de nada.
Finalmente, Parsifal mostró una vieja credencial de la NASA.
—¡Parsifal! —exclamó uno—. Demonios, claro que sí, entren.
Todos querían estrecharle la mano a Parsifal, que estaba radiante.
—Hombres del espacio —le susurró Vera a Rau.
En el interior del laboratorio, la actividad era igualmente frenética. Los
especialistas estudiaban los gráficos, las placas de rayos X, las imágenes de película o
manejaban modelos computerizados. Los teléfonos portátiles permanecían pegados a
los hombros que los sujetaban, mientras la gente leía datos procedentes de las
pantallas y tableros. Los trajes civiles se mezclaban con las sobaqueras y la
indumentaria quirúrgica de diversos colores. El ajetreo le recordó a Vera la situación
que se produce después de un desastre natural, con una sala de emergencia utilizada
incluso más allá de su capacidad.
Se detuvieron junto a un grupo que observaba un vídeo. Sobre la pantalla, una
mujer joven se inclinaba sobre un bloque de gel azul, situado encima de una mesa de
acero.
—Es la doctora Yamamoto —les susurró Vera a Rau y a Parsifal—. Thomas y yo
la conocimos la última vez que estuvimos aquí.
—Ahora va a suceder —dijo un hombre del grupo, que llevaba un cronómetro
en una mano—. Tres, dos, uno y... ¡bum!
Yamamoto se puso repentinamente rígida en la pantalla y luego se hundió hasta
caer de rodillas. Por un momento, se quedó allí, apoyada sobre los talones, mirando
fijamente. Luego se desmoronó hacia un lado y empezó a sufrir violentos espasmos.
Los eruditos del grupo Beowulf siguieron su camino.
En otras salas había otras pantallas e imágen es; el fondo de un cráneo pareció
florecer y abrirse; la flecha de un cursor navegaba subiendo por las arterias y se
desviaba por las ramificaciones nerviosas, una verdadera autopista de sueños e
impulsos.
Vera llamó a una puerta abierta. Una mujer rubia, con bata de laboratorio,
estaba inclinada sobre un microscopio.
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—Busco a la doctora Koenig —dijo Vera.
La mujer levantó la cabeza e inmediatamente se acercó a Vera con los brazos
abiertos.
—Vera, has vuelto. Yammie me dijo que la visitaste hace algunos meses.
Vera hizo las presentaciones.
—Mary Kay fue una de mis mejores alumnas cuando conseguía llamar su
atención. Siempre andaba enfrascada en sus triatlones y escaladas sobre rocas. Nunca
lográbamos mantenernos a su altura.
—Los viejos tiempos —dijo Mary Kay, que probablemente tenía poco más de
treinta años. Por lo visto, la medicina se había convertido en el dominio exclusivo de
los jóvenes y los que se mantenían en buena forma—. Pero has elegido un mal
momento para visitarnos —añadió—. Toda la instalación está patas arriba. Hay
representantes de organismos gubernamentales por todas partes, incluido el FBI.
Los círculos de color púrpura que había bajo los ojos de la joven doctora
demostraban que, en efecto, se había producido una emergencia en la que llevaba
trabajando desde hacía muchas horas.
—En realidad, supimos que estaba ocurriendo algo —dijo Vera—. Hemos
venido para enterarnos de todo lo posible. Si puedes dedicarnos unos minutos...
—Pues claro que puedo. Deja que termine una cosa. Estaba a punto de revisar
parte del material anterior.
—Si quieres que te ayude... —insistió Vera.
Agradecida, Mary Kay le entregó unos gráficos de encefalograma.
—Estos son los gráficos del primer día de preparación de nuestra abisal, hace
casi un año. He sincronizado el vídeo a las 14.34, que fue cuando partieron el cuerpo
en cuatro fragmentos. Si no te importa, revisa el gráfico mientras se llevaron a cabo
los cortes. Debería detectarse alguna actividad cuando la sierra efectuó la partición.
Yo te diré cuándo se produce eso.
Apretó una tecla del teclado del ordenador y la imagen congelada hasta
entonces empezó a moverse.
—Está bien —dijo Mary Kay—. ¿Preparada? Están a punto de cortarle las
piernas. Ahora.
Pareció como si un grupo de carniceros aparecieran en la pantalla. Los obreros
manipularon un alargado rectángulo de gel azul, que dejaron a un lado. Dos de ellos
levantaron una sección después de que pasara por la sierra.
—Nada —dijo Vera—. Ninguna respuesta en el gráfico. Es plano.
—Aquí va la sección de la cabeza. ¿Ves algo?
—Ninguna respuesta. Ni una sola oscilación —contestó Vera.
—¿Qué se supone que estamos buscando? —preguntó Parsifal.
—Actividad. Una respuesta al dolor. Cualquier cosa.
—Mary Kay —preguntó Vera—, ¿por qué buscas señales vitales en un abisal
muerto?
La doctora se volvió para mirar a Vera, impotente.
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—Estamos considerando ciertas posibilidades —dijo, como dando a entender
que no serían precisamente ortodoxas.
Los acompañó por el pasillo mientras hablaba.
—Durante las últimas cincuenta y dos semanas, nuestra división de anatomía
informática se ha dedicado a seccionar lámina a lámina un espécimen abisal para su
estudio general. La directora del proyecto era la doctora Yamamoto, una destacada
patóloga. El domingo por la mañana se encontraba a solas, trabajando en el
laboratorio, cuando sucedió esto.
Entraron en una gran sala que olía a sustancias químicas y a tejido muerto. La
primera impresión de Rau fue la de que había explotado una bomba. Había grandes
máquinas volcadas, cables eléctricos arrancados de los paneles del techo, largas tiras
de moqueta despegadas del suelo. La gente de investigación policial y los científicos
deseaban encontrar respuestas a lo ocurrido.
—Un guarda de seguridad encontró a la doctora Yamamoto acurrucada en el
rincón más lejano. El intentó pedir ayuda y ese fue su último mensaje enviado por
radio. Lo localizamos colgado de las tuberías, por encima del techo. Le habían
cortado la yugular. Tenía el esófago desgarrado. Todo se hizo a mano. Yammie seguía
en el rincón, desnuda, sangrando, sin responder.
—¿Qué ocurrió?
—Al principio pensamos que alguien había entrado a robar o sabotear las
instalaciones y que Lindsey había sido asaltado. Pero como se puede ver no hay
ventanas y únicamente una puerta. La puerta no estaba forzada, lo que planteó la
preocupación de que algunos abisales pudieran haberse introducido a través del
sistema de ventilación, con el propósito de destruir nuestra base de datos. Después
de todo, estamos estudiando la anatomía abisal. El proyecto se había puesto en
marcha con fondos del departamento de Defensa. Los fabricantes de armas llevan
tiempo pidiéndonos información histiológica para mejorar sus armas y municiones.
—¿Dónde está Branch cuando lo necesitamos? —preguntó Rau—. Nunca había
oído decir que los abisales fueran capaces de estas cosas. Un ataque como este
implica una gran complejidad.
—En cualquier caso, eso fue lo que pensamos al principio —siguió diciendo
Mary Kay—. Ya se puede imaginar el alboroto que se armó. Llegó la policía. Nos
disponíamos a transportar a Yammie en una silla de ruedas cuando, de pronto,
recuperó la conciencia y escapó.
—¿Escapó? —preguntó Parsifal—. ¿Seguía asustada por el intruso?
—Fue terrible. Derribó máquinas. Hirió a dos guardas con un escalpelo.
Finalmente, la derribaron con una escopeta de dardos para adormilar a animales
salvajes. Fue entonces cuando perdió al niño.
—¿Niño? —preguntó Vera.
—Yammie estaba embarazada de siete meses. El fuerte sedante, el estrés o la
actividad... El caso es que abortó.
—Qué terrible.
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Llegaron ante la mesa de autopsia, de casi dos metros y medio de longitud.
Vera había visto el cuerpo humano martirizado de cien formas diferentes, destrozado
por el trauma, la enfermedad o el hambre. Pero no estaba preparada para la frágil y
joven mujer de rasgos japoneses que estaba extendida sobre la mesa, cubierta con
mantas, con una cabeza convertida en una maraña de medusa a base de parches de
electrodos y cables. Parecía como una sesión de tortura. Le habían atado las manos y
los pies con un dispositivo improvisado de toallas, tubos de goma y cinta adhesiva.
Habitualmente, los ocupantes de la mesa de autopsia no necesitaban ningún tipo de
sujeción.
—Finalmente, uno de los policías tomó las huellas dactilares e identificó a
nuestro culpable —dijo Mary Kay—. Fue Yammie quien lo hizo.
—¿Que hizo qué? —murmuró Vera.
—¿Quiere decir que fue ella? —preguntó Rau—. ¿La doctora Yamamoto mató al
guarda?
—Sí. Sus uñas aparecieron con el tejido del cuello del hombre.
—¿Esta mujer? —preguntó Parsifal con un bufido—. Pero si las máquinas deben
de pesar una tonelada cada una.
A un lado, Thomas mostraba una expresión sombría, sumido en oscuros
pensamientos.
—¿Por qué haría una cosa así? —preguntó Rau.
—Estamos desconcertados. Es posible que se halle relacionado con un ataque de
epilepsia, aunque su esposo nos ha asegurado que nunca ha sufrido ninguno. Podría
ser un acceso de rabia psicótica que nadie previo. El único video-monitor que no
consiguió derribar nos la muestra cayendo en la inconsciencia, para luego levantarse
y destrozar las máquinas empleadas para el corte de tejido. El objetivo de su cólera
fue muy específico, se limitó únicamente a esas máquinas, como si quisiera vengar
una gran afrenta que le hubiesen hecho.
—¿Y por qué mató al guarda?
—No lo sabemos. El asesinato tuvo lugar fuera del ángulo de visión de la
cámara. Según el informe de radio del guarda de seguridad, la encontró en posición
fetal. Aferraba eso entre sus manos —dijo Mary Kay señalando hacia una mesa.
—Santo Dios —dijo Vera.
Parsifal se acercó a la mesa. Allí estaba la fuente del hedor. Lo que quedaba de
la cabeza de una abisal se había dejado entre una caja de botes de refresco y la guía
de las páginas amarillas de Denver. El gel azul que en otro tiempo lo rodeaba se
había licuado casi por completo. El líquido se filtraba por los cajones de la mesa.
La parte inferior de la cara y el cráneo había sido rebanada por las hojas de la
máquina, con tal limpieza que la criatura parecía materializarse a partir de la
superficie plana de la mesa. Su pelo negro estaba pegado y enmarañado sobre el
cráneo deformado. De una docena de pequeños agujeros brotaban cables de
electrodos. Después de haber pasado tantos meses protegido del aire, se encontraba
ahora en un estado de rápida descomposición.
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Más desconcertante que la putrefacción y la ausencia de mandíbulas eran los
ojos. Los párpados estaban completamente abiertos. Sus ojos estaban abultados, con
las pupilas fijas en una mirada aparentemente furiosa.
—Parece cabreado —dijo Parsifal.
—Cabreada —le corrigió la doctora—. Los ojos protuberantes son un síntoma
de hipertiroidismo. No tomaba suficiente yodo en la dieta. Probablemente procedía
de una región deficiente en minerales básicos, como la sal. Muchos abisales ofrecen
ese mismo aspecto.
—¿Qué impulsaría a alguien a abrazar una cosa así? —preguntó Vera.
—Eso es lo que nos hemos preguntado. ¿Empezó Yammie a identificarse
inconscientemente con su espécimen? ¿Hubo algo que puso en marcha una reacción
de personalidad? ¿Se produjeron procesos de identificación, sublimación y
conversión? Revisamos todas esas posibilidades. Pero Yammie siempre fue una
mujer muy equilibrada. Y nunca se había sentido tan feliz como ahora, embarazada,
autorrealizada y amada.
Mary Kay arropó el cuello de Yamamoto con la manta y le apartó un mechón de
pelo de la frente. Un gran moratón le estaba apareciendo por encima de los ojos. En
su frenesí, la mujer tenía que haberse golpeado contra las máquinas y las paredes.—
Luego debieron de reproducirse los ataques epilépticos. La conectamos con un
electroencefalograma y nunca habíamos visto nada igual. Una verdadera tormenta
neurológica, casi como una tempestad. Le indujimos un coma.
—Bien —asintió Vera.
—Pero ni siquiera eso funcionó. Seguíamos obteniendo actividad. Parece como
si algo se le estuviera abriendo paso en el cerebro, destruyendo los tejidos a medida
que avanza. Es como si observáramos una descarga eléctrica a cámara lenta, o el
funcionamiento de una silla eléctrica a baja corriente. La gran diferencia en este caso
es que la actividad eléctrica no es general. Cabría pensar que una sobrecarga eléctrica
debería afectar a todo el cerebro. Pero todo esto se genera únicamente a partir del
hipocampo y de un modo casi selectivo.
—¿Qué es el hipocampo, por favor? —preguntó Rau.
—El centro de la memoria —contestó Mary Kay.
—La memoria —repitió Rau en voz baja—. ¿Y había sido diseccionado el
hipocampo antes, en su máquina?
Todos se volvieron a mirar a Rau.
—No —contestó Mary Kay—. De hecho, la hoja de corte se estaba aproximando
a él. ¿Por qué?
—Sólo era una pregunta. —Rau se volvió a mirar por la habitación—. ¿Tenían
animales de laboratorio en esta sala?
—Desde luego que no.
—Así lo pensaba.
—¿Qué tienen que ver los animales con esto? —preguntó Parsifal.
Pero Rau aún tenía más preguntas que hacer.
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—En términos clínicos, doctora Koenig, y explicado de la forma más básica
posible, ¿qué es la memoria?
—¿La memoria? —repitió Mary Kay—. ¿En pocas palabras? Veamos. La
memoria son cargas eléctricas que estimulan sustancias bioquímicas a lo largo de las
redes sinápticas.
—Cables eléctricos —sintetizó Rau—. ¿Es a eso a lo que se reduce nuestro
pasado?
—Es bastante más complicado que eso. —Pero ¿es esencialmente cierto lo que
digo?
—Sí.
—Gracias —dijo Rau.
Esperaron a que expusiera su conclusión, pero al cabo de un momento quedó
claro que se había sumido en una profunda reflexión.
—Lo extraño —dijo Mary Kay— es que los escáneres cerebrales de Yammie
muestran casi un doscientos por cien de aumento de los estímulos eléctricos
normales en un cerebro humano.
—Así pues, no es tan raro que haya sufrido una especie de cortocircuito —
comentó Vera.
—Hay algo más —añadió Mary Kay—. Al principio todo parecía una confusa
actividad cerebral. Pero empezamos a clasificarla. Y es como si encontrásemos dos
pautas cognitivas distintas.
—¿Qué? —exclamó Vera—. Eso es imposible.
—No acabo de comprender —dijo Parsifal.
—Yammie no está sola ahí dentro —dijo Mary Kay en voz baja.
—Dígalo una vez más, por favor —pidió Parsifal.
—Deben comprender que nada de todo esto puede salir a la luz pública —dijo
Mary Kay.
—Tiene nuestra palabra —le aseguró Thomas.
Mary Kay acarició el brazo de Yamamoto.
—No pudimos encontrarle ningún sentido a las dos pautas cognitivas. Pero
entonces sucedió algo. Ocurrió hace unas pocas horas. Los ataques epilépticos se
interrumpieron. Por completo. Y Yammie empezó a hablar. Estaba inconsciente, pero
empezó a hablar.
—Excelente —dijo Parsifal.
—Pero no hablaba en inglés, ni en ningún idioma que hubiésemos oído antes.
—¿Qué?—Resultó que teníamos un interno en la sala que había servido como
médico en la marina, en el sub-México. Por lo visto, los militares colocaron
micrófonos en lugares remotos. El interno había escuchado algunas de las
grabaciones y creyó reconocer el sonido.
—No sería abisal, ¿verdad? —preguntó Parsifal, más confundido todavía.
—Sí.
—Tonterías —exclamó Parsifal, cuyo rostro se ruborizó.
El Descenso
Jeff Long
—Conseguimos una cinta de voces abisales en la biblioteca de Denver. Es
máximo secreto. Entonces, la comparamos con la forma de hablar de Yammie. No era
idéntica, pero sí bastante parecida. Al parecer, las cuerdas vocales humanas necesitan
practicar para dominar la pronunciación de consonantes, los trinos y clics. Pero
Yammie hablaba su mismo lenguaje.
—¿Dónde podría haber aprendido a hablarlo?
—Ésa es precisamente la cuestión —asintió Mary Kay—Por lo que se refiere a
los humanos, sólo hay un puñado de recapturados en todo el mundo que lo hablan.
Pero Yammie lo habla. Está todo en la grabación.
—En tal caso, tien e que habérselo oído hablar a algunos recapturados —
propuso Parsifal.
—Esto, sin embargo, es algo más que simple imitación. Fíjense en esa pared.
—¿Es eso barro? —preguntó Vera.
—Heces. Sus propias heces. Yammie las utilizó para pintar esos símbolos con
los dedos.
Todos reconocieron los símbolos como abisales.
—No sabemos qué representan —dijo Mary Kay—. Me han dicho que alguien
que participa en una expedición científica por debajo del Pacífico ha empezado a
descifrar el código. Un arqueólogo llamado Van Scott o algo así. Se supone que esa
expedición es altamente secreta. Pero desde una de las colonias de mineros se han
filtrado fragmentos de la historia. Aunque parece ser que la expedición ha
desaparecido.
—Van Scott. No será una mujer, ¿verdad? —preguntó Vera—. ¿Von Schade?
¿Ali Von Schade?
—Eso es. ¿Conoces entonces su trabajo?
—No lo suficiente —contestó Vera.
—Es una amiga —explicó Thomas—. Estamos muy preocupados por ella.
—Sigo sin comprender —dijo Parsifal—. ¿Cómo es posible que esta joven haya
imitado un alfabeto cuya existencia apenas ha sido descubierta por los humanos?
¿Cómo es posible que imite un lenguaje que los humanos no hablamos?
—El caso es que ella no está imitando nada.
—¿Debemos suponer entonces que las criaturas del infierno están mostrán dose
a través de esta pobre mujer?
—Desde luego que no, señor Parsifal.
—¿De qué se trata, entonces?
—Lo que voy a exponer les parecerá terriblemente improvisado.
—¿Después de todas las tonterías que hemos visto hoy? —replicó Parsifal—.
Posesión, exorcismo. Estoy bastante bien preparado para lo que pueda venir.
—De hecho —dijo Mary Kay—, Yammie parece haberse convertido en su
súbdita o, más bien, la abisal se ha convertido en ella.
Parsifal se quedó con la boca abierta y luego lanzó un gruñido.
—Escucha —le interrumpió Vera—. Escúchala un momento.
El Descenso
Jeff Long
—Bud tiene razón —protestó Thomas—. No hemos venido hasta aquí para
escuchar tonterías.
—Sólo tratamos de llegar hasta donde nos conduce lo que vernos —se justificó
Mary Kay.
—Vamos a ver si lo he entendido bien —dijo Parsifal, señalando el cráneo
húmedo de ojos abultados—. ¿Quiere decir que el alma de esa cosa se ha introducido
en esta joven?
—Créame, ninguno de nosotros quiere dar crédito a esa idea —dijo Mary Kay
—. Pero es evidente que a ella le ha ocurrido algo catastrófico. Los gráficos lo
registraron justo antes de que Yammie cayera inconsciente. Hemos repasado mil
veces ese vídeo. Se ve a Yammie sosteniendo las lecturas del electroencefalograma y
de repente se desmorona y cae al suelo. Quizá recibió una corriente eléctrica a través
de las manos, o la cabeza estableció una conexión con ella. Sé que parece fantástico.
—¿Fantástico? Más bien lunático —exclamó Parsifal—. Ya he oído bastante. —
Antes de abandonar la sala se detuvo ante el cráneo seccionado—. Debería limpiar su
necrópolis —declaró mirando a los presentes—. No es extraño que se les ocurran
tantas tonterías medievales.
Abrió una revista y la dejó caer sobre la cabeza abisal. Luego se marchó. Desde
el hueco formado por las páginas de papel couché, los ojos abisales parecieron
mirarles a todos. Mary Kay temblaba, perturbada por la vehemencia de
Parsifal.
—Discúlpenos —le dijo Thomas—. Estamos acostumbrados a las pasiones y
dramas de nuestros amigos, pero a veces se nos olvida que estamos en público.
—Creo que todos nosotros deberíamos tomar una buena taza de café —declaró
Vera—. ¿Hay algún lugar donde podamos estar tranquilos para hablar?
Mary Kay los condujo a una pequeña sala de conferencias donde había una
cafetera. Un monitor instalado en la pared mostraba el laboratorio. El aroma del café
supuso un alivio frente a las sustancias químicas y el hedor de la putrefacción.
Thomas los hizo sentarse a todos e insistió en servirles. Le entregó la primera taza a
Mary Kay.
—Sé que todo esto parece una locura —dijo ella.
—En realidad —dijo Rau, que había guardado silencio tras la salida de Parsifal
—, no debería sorprendernos tanto.
—¿Por qué no? —preguntó Thomas.
—No estamos sino hablando de la anticuada reencarnación. Si os remontáis en
el tiempo veréis que las versiones de la teoría son casi universales. Durante veinte mil
años los aborígenes australianos han ido trazando una cadena ininterrumpida que
une a sus antepasados con sus hijos. La idea se encuentra por todas partes, desde los
indonesios a los bantúes o los druidas. Podéis encontrar a pensadores que han
tratado de describirla, como Platón, Empédocles, Pitágoras y Plotino. Los misterios
órneos y la cabala judía intentaron probarlo. Hasta la ciencia moderna ha investigado
la cuestión. En el lugar de donde yo procedo se la acepta como un fenómeno
perfectamente natural.
El Descenso
Jeff Long
—Pero no puedo aceptar que, en el ambiente de un laboratorio de investigación,
esa alma abisal pasara a otra persona.
—¿Alma? —dijo Rau—. En el budismo no existe lo que llamamos alma. Ellos
hablan de una corriente indiferenciada del ser que pasa de una existencia a otra. Lo
llaman
samsara.
Animada en parte por el escepticismo de Thomas, Vera también se
opuso a la idea.
—¿Desde cuándo el renacimiento implica ataques epilépticos, homicidio y
canibalismo? ¿Te parece eso perfectamente natural?
—Lo único que puedo decir es que el nacimiento no transcurre siempre sin
problemas —dijo Rau—. ¿Por qué no iba a pasar lo mismo con el renacimiento? En
cuanto a la devastación —añadió, haciendo un gesto para indicar la imagen de
destrucción que aparecía en el monitor de televisión—, quizá tenga que ver con la
limitada capacidad de memoria del hombre. Quizá, tal como nos ha descrito la
doctora Koenig, la memoria sólo sea una cuestión de cableado eléctrico. Pero también
es un laberinto, un abismo. ¿Quién sabe hasta dónde conduce?
—¿Por qué hiciste antes aquella pregunta sobre animales de laboratorio, Rau?
—Sólo trataba de eliminar otras posibilidades —contestó—. Por lo general, la
transferencia ocurre entre un adulto moribundo y un niño o un animal. Pero, en este
caso, el abisal sólo tenía a mano a esta joven. Y encontró una casa ocupada, por así
decirlo. Ahora está desarmando la memoria de la doctora Yamamoto para hacerse
sitio a sí mismo.
—Pero ¿por qué ahora? —preguntó Mary Kay—. ¿Por qué de forma tan
repentina y de este modo?
—Eso es algo sobre lo que sólo puedo conjeturar. Me dijo que su hoja mecánica
estaba a punto de diseccionar el hipocampo. Quizá fuera esa la forma que tenía la
memoria abisal de defenderse a sí misma, mediante la invasión de un nuevo
territorio.
—¿Invadió a Yammie? Es una forma muy extraña de expresarlo.
—Ustedes, los occidentales —dijo Rau—, toman erróneamente la reencarnación
por un acto social, algo así como un apretón de manos o un beso. Pero la
reencarnación es una cuestión de dominio, de ocupación, de colonización si así lo
quieren. Es como un país que arrebata territorio a otro y que sitúa en ese territorio a
su propia gente, su lenguaje y su gobierno. Poco tiempo después de la conquista, los
aztecas ya están hablando español o los mohawks inglés. Y empiezan a olvidar
quiénes fueron en otro tiempo.
—Empiezas a sustituir metáforas por sentido común —dijo Thomas—. Aunque
me temo que eso no nos acerca más a nuestro objetivo.
—Piénsalo por un momento —dijo Rau, que empezaba a animarse—. Un
traspaso continúo de memoria. Un hilo perpetuo de conciencia, de eones. Eso podría
ayudar a explicar su longevidad. Desde la estrecha perspectiva histórica del hombre,
podría hacerle parecer eterno.
—¿De quién está hablando? —preguntó Mary Kay.
—De alguien a quien estamos buscando —contestó Thomas—. De nadie.
El Descenso
Jeff Long
—No pretendía husmear.
Después de todo, ella había compartido su información y ahora se sentía
evidentemente dolida.
—Sólo se trata de un juego en el que participamos, nada más —se apresuró a
explicarle Vera.
El videomonitor de la pared, situado tras ellos, no emitía sonido, pues en tal
caso habrían podido percibir la agitación inicial de la acción que se produjo en el
laboratorio. El busca de Mary Kay sonó y ella lo miró. De pronto, se giró en la silla
para observar la pantalla.
—Yammie —gimió.
La gente entraba precipitadamente en el laboratorio. Alguien gritó hacia el
monitor. Fue un grito sin sonido.
—¿Qué? —preguntó Vera.
—Código azul —dijo Mary Kay, que salió corriendo de la sala.
Medio minuto más tarde reapareció en el monitor.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Rau.
Vera hizo girar la silla de ruedas para situarse frente al monitor.
—Están perdiendo a la pobre joven. Sufre una parada cardiaca. Fijaos, ahí llega
la unidad de urgencia con un fibrilador eléctrico.
Thomas estaba de pie, observando la pantalla con atención. Rau se le unió.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó.
—Le van a aplicar descargas de reanimación —dijo Vera—, para que el corazón
empiece a latir de nuevo.
—¿Quieres decir que está muerta?
—Hay una diferencia entre la muerte biológica y la muerte clínica. Quizá no sea
demasiado tarde.
Bajo la dirección de Mary Kay, varias personas apartaban mesas y maquinaria
destrozada, dejando espacio para la unidad de urgencia. Mary Kay tomó las dos
paletas del fibrilador y las sostuvo en alto; detrás de ella, una mujer agitaba el cable
eléctrico en una mano, buscando frenéticamente un enchufe.
—Pero no tienen que hacer eso —exclamó Rau.
—Tienen que intentarlo —le dijo Vera.
—¿Es que nadie ha entendido lo que yo estaba diciendo?
—¿Qué quieres decir, Rau? —gritó Thomas.
Pero Rau ya había salido.
—Ahí está ahora —dijo Vera al cabo de un momento, señalando la pantalla.
—Pero ¿qué piensa que está haciendo? —preguntó Thomas.
Todavía con el sombrero vaquero puesto, Rau apartó de un empujón a un
fornido policía y saltó ágilmente sobre una silla caída. Ellos observaron mientras la
gente se apartaba de la mesa de acero inoxidable, lo que dejó ante la cámara el
cuerpo de Yamamoto. La frágil figura desnuda seguía inmóvil, atada y sujeta a la
mesa, con los cables conectados a las máquinas. Al ver aproximarse a Rau, Mary Kay
El Descenso
Jeff Long
se mantuvo firme en el extremo más alejado, preparadas las paletas del fibrilador. Él
discutía con ella.
—¡Oh, Rau! —exclamó Vera desesperada—. Thomas, tenemos que sacarlo de
ahí... Se trata de una emergencia médica.
Mary Kay le dijo algo a una enfermera, que trató de apartar a Rau tomándolo
de un brazo. Pero Rau la apartó de un empujón. Un técnico de laboratorio lo sujetó
entonces por la cintura y Rau se sujetó con fuerza al borde de la mesa metálica. Mary
Kay se inclinó en ese momento para aplicar las paletas del fibrilador. Lo último que
Vera vio en el monitor fue su cuerpo que se arqueaba.
Con Thomas empujando la silla de ruedas, se apresuraron a regresar al
laboratorio, apartando a policías, bomberos y personal que encontraron en el pasillo.
Hallaron un carrito cargado con equipo y emplearon para pasarlo un tiempo
precioso. Cuando llegaron al laboratorio, el drama ya había terminado. La gente
abandonaba la estancia. Una mujer estaba de pie junto a la puerta, con una mano
sobre los ojos.
En el interior, Vera y Thomas vieron a un hombre derrumbado sobre la mesa,
con la cabeza junto a la de Yamamoto, sollozando. El esposo, supuso Vera. Mary Kay,
todavía sosteniendo las paletas del fibrilador, estaba de pie a un lado, con la mirada
vacía. Un asistente le dijo algo. Al ver que no respondía, le quitó las paletas de las
manos. Alguien más le dio unas palmaditas en la espalda; ella seguía sin moverse.
—¿Doctora Koenig? —dijo Thomas.
Los cables se amontonaban sobre la reluciente mesa. Ella trató de encontrar la
voz y levantó la mirada hacia él.
—¿Padre? —preguntó mareada.
Vera y Thomas intercambiaron una mirada de preocupación.
—¿Mary Kay? ¿Estás bien? —preguntó Vera.
—¿Padre Thomas? ¿Vera? —dijo Mary Kay—. ¿También se ha ido ahora
Yammie? ¿En qué nos equivocamos?
—Me habías asustado —dijo Vera con un suspiro—. Vamos, ven, hija. Ven aquí.
Mary Kay se arrodilló junto a la silla de ruedas y hundió el rostro en el hombro
de Vera.
—¿Rau? —preguntó Thomas, mirando a su alrededor—. ¿Dónde está?
De repente, Rau se levantó del lugar donde se ocultaba, entre un montón de
gráficos y cables amontonados. Se movió con tal rapidez que apenas se dieron cuenta
de que era él. Al pasar ante la silla de ruedas de Vera, una mano efectuó un
movimiento de gancho y Mary Kay lanzó un gruñido y se inclinó hacia atrás,
transida de dolor. Su bata de laboratorio se desgarró de repente, de un hombro al
otro, y se tiñó de rojo a causa de una alargada cuchillada. Rau tenía un escalpelo en la
mano. Entonces vieron al técnico de laboratorio que había tratado de apartar a Rau
de la mesa. Estaba derrumbado en el suelo, con las entrañas desparramadas sobre las
piernas.
Thomas le gritó algo a Rau. Fue una orden, no una pregunta. Vera no sabía
hindi, si es que fue en eso en lo que habló, y tampoco le importó.
El Descenso
Jeff Long
Rau se detuvo y miró a Thomas, con el rostro desencajado por la angustia y el
desconcierto más absoluto.
—¡Thomas! —gritó Vera, al tiempo que caía de la silla de ruedas, con la doctora
herida entre sus brazos.
En el preciso instante en que Thomas apartó la mirada del hombre Rau
desapareció por la puerta.
El suicidio se anunció aquella misma noche por la televisión nacional. Rau no
podría haberlo programado en mejor momento, con todos los medios nacionales ya
reunidos para la conferencia de prensa en la universidad, abajo, en la calle. Sólo se
trató de cambiar el ángulo de las cámaras para dirigirlo hacia el tejado del edificio,
ocho pisos por encima. Con una feroz puesta de sol de las Montañas Rocosas como
fondo, los policías del SWAT se acercaron más y más a la vacilante figura de Rau, con
las armas preparadas. Los equipos de sonido de tierra apuntaron los discos acústicos
hacia lo alto y recogieron las palabras que dirigió el negociador del equipo al hombre
acorralado. Las lentes de las telecámaras se concentraron en su rostro desencajado.
Varios cámaras utilizaron la misma técnica de rebote, en un rápido giro hacia arriba,
para autoeditar el impacto.
No cabía la menor duda de que el antiguo presidente del parlamento de la India
se había vuelto loco. La cabeza abisal que sostenía entre sus brazos fue la prueba que
todos necesitaron para convencerse. Eso y el sombrero de vaquero.
El Descenso
Jeff Long
19
C
ONTACTO
Hermano, tu cola te cuelga por detrás.
RUDYARD KlPLING, El libro de la selva
176 grados oeste, 8 grados norte por debajo de la cordillera de Magallanes
El campamento se despertó con los temblores que se produjeron el último día
de verano.
Lo mismo que los demás, Ali dormía sobre el suelo. Notó que el terremoto le
agitaba hasta en lo más profundo de su cuerpo. Pareció moverle los huesos.
Durante un minuto, los científicos permanecieron echados en el suelo, algunos
cogidos sobre sí mismos, en posiciones fetales, mientras que otros daban las manos a
sus vecinos o se abrazaban con ellos. Esperaron en un terrible silen cio a que el túnel
se cerrase o que el suelo se abriese bajo ellos.
Finalmente, alguien gritó:
—Ya ha pasado. Ha sido ese maldito Shoat, que ha vuelto a bramar.
Todos se echaron a reír, nerviosos. No hubo más temblores, pero aquello bastó
para recordarles lo minúsculos que eran. Ali se preparó para recibir un cúmulo de
confesiones de su frágil rebaño.
Más tarde, esa misma mañana, varias de entre un grupo de mujeres con las que
iba en la barca pudieron oler lo que quedaba del terremoto en el débil polvillo que
permanecía suspendido sobre el río. Pia, una de las planetólogas, dijo que le
recordaba un taller de tallistas que había cerca de casa de sus padres, donde se
tallaban y pulían las lápidas del cementerio, para grabar en ellas los nombres de los
muertos.
—¿Lápidas? Eso sí que es un pensamiento agradable —bromeó una de las
mujeres.
—¿Veis lo blanco que es el polvo? —preguntó Ali para disipar la sensación de
mal agüero—. ¿Habéis olido alguna vez el mármol inmediatamente después de
cortado?
Recordó para ellas las sensaciones producidas por un estudio de escultor que
había visitado una vez en el norte de Italia. Él trabajaba en un desnudo con poco
El Descenso
Jeff Long
éxito y le pidió a Ali que posara, que le ayudara a trazar el perfil de la mujer en su
bloque de piedra. Durante un tiempo, la estuvo persiguiendo con sus cartas.
—¿Quería que posaras desnuda? —preguntó Pia, encantada—. ¿Es que no sabía
que eras monja?
—Yo fui muy clara.
—¿De veras? ¿Se lo dijiste?
De repente, Ali se sintió triste.
—Claro que no.
La vida en estos tubos y venas oscuros la había cambiado. La habían formado
para eliminar su identidad, de modo que Dios pudiera estampar su firma sobre ella.
Ahora deseaba desesperadamente que la recordaran, aunque sólo fuera en un trozo
de mármol esculpido.
El inframundo también producía efectos sobre los demás. Como antropóloga,
Ali estaba naturalmente atenta a la metamorfosis de toda la tribu. Seguir la pista de
sus transformaciones era como ver crecer lentamente un jardín. Adoptaron matices
peculiares, viejas formas de peinarse el pelo o de enrollarse los trajes de
supervivencia hasta la rodilla o el hombro. Muchos de los hombres habían empezado
a caminar descalzos, con la parte superior de los trajes colgando de la cintura, como
pieles desprendidas. El desodorante era cosa del pasado y ya casi no se percibían los
olores corporales, a excepción de unos pocos infortunados. Shoat, en particular, era
bien conocido por el olor de sus pies. Algunas de las mujeres se hacían unas a otras
las trenzas, que adornaban con abalorios o conchas. Sólo lo hacían por diversión,
decían, pero lo cierto es que las composiciones eran cada vez más elaboradas.
Algunos de los soldados se dedicaban a charlar en grupos cuando Walker no
rondaba entre ellos, y descuidaban sus armas o se dedicaban a pasatiempos como
tallar animales, citas de la Biblia o los nombres de sus novias en las culatas o en los
mangos de sus armas.
Ike ya no parecía tan diferente. Después del incidente en el punto de
Avituallamiento II se le veía cada vez menos. Muchas noches ni siquiera
aparecía,
y
únicamente su pequeño trípode de relucientes bengalas verdes señalaba el lugar
donde les indicaba que acamparan. Cuando aparecía, sólo estaba unas horas entre
ellos. Se mostraba cada vez más retraído y Ali no sabía cómo acercársele o por qué él
le importaba tanto. Quizá fuese porque Ike, el miembro del grupo que parecía más
necesitado de reconciliación, fuera precisamente el que más la rehuía. También había
otra posibilidad, que se hubiese enamorado de él. Pero llegó a la conclusión de que
eso era poco razonable.
Durante uno de los raros períodos que Ike pasó en el campamento, Ali le llevó
la comida y se sentaron a la orilla del agua.
—¿Con qué sueñas? —le preguntó ella, y al ver que fruncía e1 entrecejo, añadió
—: Bueno, no tienes por qué contármelo.
—Debes de haber estado hablando con los psiquiatras. Me preguntaron lo
mismo. Se supone que eso es una medida de cordura, ¿no es así? Si sueño en abisal o
no.
El Descenso
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Ali se sintió desconcertada. Todos parecían querer un fragmento de este
hombre.
—Sí, en cierto modo... Y no he hablado con nadie de eso.
—¿Qué es lo que quieres, entonces?
—Conocer tus sueños. Pero no tienes por qué contármelos.
—Muy bien.
Se quedaron escuchando el agua. Al cabo de un rato, ella cambió de opinión.
—No, tienes que contármelos —dijo en voz baja.
—Ali, no querrás escucharlos.
—Prueba.
—Ali —dijo él y sacudió la cabeza.
—¿Son tan malos? —De repente, él se levantó y se dirigió hacia el kayak—.
¿Adonde vas? —Su actitud era extraña—. Mira, déjalo. Me estaba entrometiendo en
tu vida. Lo siento.
—No es culpa tuya —dijo él y arrastró la embarcación al agua.
Mientras él se alejaba río abajo, se le ocurrió finalmente:
Ike soñaba con ella.
El 28 de septiembre llegaron al Avituallamiento III.
Desde hacía dos días estaban captando señales cada vez más fuertes. Sin estar
muy seguros de qué otras sorpresas podría tenerles reservado Helios, sin saber muy
bien qué pretendían en realidad los asesinos
rangers,
Walker le dijo a Ike que se
quedara atrás, mientras él enviaba a sus soldados por delante. Ike no se opuso y se
limitó a hacer avanzar su kayak entre las barcas de los científicos, silencioso y
mortificado por haberse visto apartado de la vanguardia.
Allí donde se suponía que debía producirse el avituallamiento resultó que caía
una cascada. Walker y sus mercenarios atracaron en su base y registraron las paredes
inferiores con los potentes focos montados en sus embarcaciones. La cascada
descendía entre un escudo de piedra olivácea, desde alturas demasiado grandes
como para ver su principio, levantando una neblina en la que sus luces formaban un
arco iris. Los científicos llevaron las barcas hasta la orilla y desembarcaron. Un
extraño efecto en la acústica de aquel callejón sin salida parecía convertir el rugido en
un estruendo ensordecedor. Walker se les acercó.
—El telémetro da una lectura de cero —informó—. En mi opinión, eso significa
que los cilindros están aquí, en alguna parte, aunque lo único que hemos encontrado
sea esta cascada.
Ali pudo saborear la sal en la neblina y levantó la mirada hacia la gran garganta
del pozo que se abría en la oscuridad. Habían recorrido ya las dos terceras partes del
sistema del océano Pacífico y se encontraban a una profundidad de 5.630 metros.
Sobre ellos no había más que agua, que se filtraba a través del lecho oceánico.
El Descenso
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—Tienen que estar por aquí —dijo Shoat.
—Tú también tienes tu telémetro —dijo Walker—. Veamos funciona mejor.
Shoat retrocedió y se llevó la mano a la bolsa de cuero que siempre llevaba
alrededor del cuello.
—No funciona con este tipo de cosas —dijo—. Es un instrumento casero, hecho
especialmente para los transistores que estoy colocando a lo largo del camino. Sólo
para utilizar en caso de emergencia.
—Quizá los cilindros hayan quedado colgados en algún saliente —sugirió
alguien.
—Los estamos buscando —dijo Walker—, pero estos telémetros están
calibrados con precisión. Los cilindros deberían estar situados en un radio no
superior a los setenta metros. No hemos visto ninguno de ellos, ni cables, ni huellas
de perforación. Nada.
—De una cosa podemos estar seguros —dijo el profesor Spurrier—. No
podemos ir a ninguna parte hasta que no encontremos esos suministros.
Ike llevó su kayak río abajo para investigar en otras orillas más alejadas.
—Si los encuentras, déjalos. No los toques. Regresa y nos lo comunicas —le
ordenó Walker—. Parece que alguien te la tiene jurada y no quiero que te encuentres
cerca del cargamento cuando aprieten el gatillo.
La expedición se dividió en grupos de búsqueda, pero no encontró nada.
Frustrado, Walker puso a algunos de sus mercenarios a trabajar para apartar la tosca
arena, por si los cilindros se hubieran enterrado en ella. Nada. Los nervios
empezaron a Saquear y pocos quisieron escuchar los cálculos que hizo alguien acerca
de cómo racionar la poca comida que les quedaba hasta que llegaran al siguiente
punto de avituallamiento, al cabo de cinco semanas.
Suspendieron la búsqueda para comer y debatir su situación. Ali estaba sentada
con un grupo de gente, de espaldas a las barcas, frente a la cascada. De repente, Troy
dijo:
—¿Y si mirásemos ahí? —preguntó, señalando la cascada.
—¿Dentro del agua? —preguntó Ali.
—Es el único sitio donde no hemos mirado. Dejaron la comida y se acercaron al
borde del anuente que se alimentaba con la cascada, tratando de ver entre la neblina
y el agua que caía. El presentimiento de Troy se dif undió y otros se les unieron.
—Alguien tiene que meterse ahí —decidió el profesor
Spurrier.
—Yo lo haré —dijo Troy.
Pero Walker ya se les había acercado.
—De eso nos encargaremos nosotros —dijo.
Tardaron otro cuarto de hora en preparar al «voluntario» de Walker, un
corpulento y hosco joven del West Side de San Antonio, que últimamente había
empezado a marcarse con glifos abisales. Ali había escuchado las invectivas que le
dirigió el coronel ante aquella irreverencia, y la misión de exploración que se le
El Descenso
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encargaba ahora era evidentemente un castigo. El muchacho se mostraba asustado
mientras se ataba al extremo de una cuerda.
—No me meto en la cascada —dijo—. Que lo haga el Cap.
—Crockett se ha marchado —gritó Walker por encima del estruendo—. Sólo
tienes que mantenerte cerca de la pared.
Protegido por su traje de supervivencia, puestas las gafas de visión nocturna
más como anteojos de buceo que para ver en la oscuridad, el muchacho empezó a
avanzar lentamente, atomizado en medio de la neblina producida por la cascada.
Siguieron soltando cuerda, que se perdía en el interior de la cascada, pero al cabo de
unos minutos ya nadie tiró de la cuerda, que quedó fláccida.
Tiraron suavemente de la cuerda y terminaron por recoger los cincuenta metros
que habían soltado. Walker sostuvo en alto el extremo.
—Se ha desatado —le gritó Walker al segun do «voluntario»—. Eso quiere decir
que dentro hay un hueco. Esta vez no te desates. Da tres tirones cuando llegues a la
cámara y luego átala a una roca o algo así. La idea es prepararla como una cuerda a
la que agarrarse, ¿lo comprendes?
El segundo soldado partió, más seguro de sí mismo.
La cuerda fue desapareciendo, más profundamente esta vez.
—¿Hasta dónde puede haber ido por ahí dentro? —preguntó Walker.
La cuerda se tensó y luego dio un tirón. El que la sostenía empezó a quejarse,
pero, de repente, un fuerte tirón le arrancó la cuerda de entre las manos y su extremo
desapareció entre la neblina.
—Esto no es un tira y afloja —le dijo Walker a su tercer explorador—. Sólo
tienes que sujetar bien tu extremo. Unos pocos tirones suaves bastarán para hacernos
una señal. Al fondo, varios de los mercenarios miraban divertidos. Por lo visto, sus
camaradas se estaban divirtiendo a costa del coronel al otro lado de la cascada. La
tensión se relajó.
El tercer hombre de Walker penetró en la cortina de rocío y empezaron a
perderlo de vista. De repente, regresó hacia ellos. Todavía de pie, surgió tambaleante
entre la neblina y empezó a retroceder de espaldas.
Todo ocurrió muy rápidamente. Movía desesperadamente los brazos, tratan do
de alejarse de algo invisible que tenía delante, como si hubiera sufrido un ataque
mental. El impulso hacia atrás terminó por llevarlo hasta donde estaban todos los
que miraban. La gente se apartó, desparramándose sobre la arena. El hombre cayó en
medio de ellos, entre sus piernas, y arqueó la columna hacia arriba, levantándose del
suelo. Ali no pudo ver lo que sucedió a continuación. El soldado emitió un bramido
bajo, que pareció brotar de su núcleo, como una descarga visceral.
—¡Atrás, atrás! —gritó Walker con la pistola en la mano, vadeando entre la
gente.
El soldado se derrumbó, boca abajo, sin dejar de retorcerse.
—¿Tommy? —le preguntó un compañero.
El Descenso
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Brutalmente, Tommy o lo que quedaba de él se irguió. Una vez en pie, todos
pudieron ver que tenía la cara y el rostro desgarrados y hechos jirones. El cuerpo se
desplomó hacia atrás.
Fue entonces cuando vieron a la abisal.
Estaba acuclillada en la arena hasta donde Tommy la había llevado, con la boca,
las manos y los pechos brillantemente empapados de sangre a la luz de las linternas,
cegada, tan blanca como los peces abisales que habían visto. Ali únicamente la vio
durante una fracción de segundo. Aquella criatura parecía ten er mil años. «¿Cómo es
posible que una criatura tan marchita haya sido capaz de causar esta carnicería?»,
pensó.
Lanzando un grito colectivo, la gente se apartó de la aparición. La estampida
hizo que Ali cayera al suelo y se viera pisoteada. Sobre ella, los soldados preparaban
sus armas. Una bota le golpeó la cabeza. Por encima, Walker se adelantó entre el
rebaño enloquecido, más sombra que hombre entre las luces que se movían
fren éticamente, con su arma lanzando destellos.
Entre el bosque de piernas, Ali vio saltar a la abisal. Fue un salto imposible, de
siete metros, hacia el escudo de piedra olivácea. Bajo el móvil entrecruzado de luces,
fue como una fantasmagórica aparición blanca, ribeteada, al parecer, por escamas o
suciedad. ¿Era un ser como aquel el depositario de la lengua materna original? Ali se
sentía confusa. Durante los últimos meses habían humanizado a los abisales en sus
discusiones, pero en la realidad ésta resultaba ser más un animal salvaje. Su piel era
prácticamente de reptil. Entonces se dio cuenta de que aquello era cáncer de piel y de
que la carne de la abisal estaba ulcerada y cubierta de costras.
Walker se lanzó sin miedo, corriendo a lo largo de la pared y disparando contra
la abisal que huía precipitadamente. Se dirigía hacia la cascada y Ali supuso que se
dejaba guiar por su sonido. Pero o bien la piedra estaba resbaladiza por el rocío, o los
puntos de agarre fueron arrancados por las balas de Walker, o alguna de éstas
alcanzó su objetivo, porque la abisal cayó. Walker y sus hombres la rodearon y lo
único que pudo ver Ali fueron los fogonazos de los cañones de sus armas.
Mareada por la patada, Ali gateó para ponerse en pie y se dirigió hacia el grupo
de exaltados soldados. A juzgar por su júbilo, éste era el primer abisal vivo que veían
y contra el que luchaban. El curtido equipo de mercenarios de Walker no estaba más
familiarizado que ella con el enemigo.
—Regrese a las barcas —le dijo Walker.
—¿Qué van a hacer?—Se han apoderado de nuestros cilindros —dijo.
—¿Van a entrar ahí?
—No hasta que hayamos pacificado la cascada.
Fue algo casi poético para ella. Vio a los soldados preparar las ametralladoras
montadas en sus barcas. Parecían ávidos e inflexibles y ella temía aquel entusiasmo
excesivo. Después de haber pasado por las guerras civiles africanas, sabía de primera
mano que una vez se soltaba el monstruo de la muerte, éste era imparable. Todo
aquello estaba sucediendo con excesiva rapidez. Deseaba que Ike estuviera allí:
El Descenso
Jeff Long
alguien que conocía el territorio y pudiera calibrar las precipitadas decisiones del
coronel.
—Pero esos dos muchachos todavía están ahí dentro.
—Esto es un asunto militar —replicó Walker.
Efectuó un gesto y uno de los mercenarios la acompañó, cogida del brazo, hasta
donde el último de los científicos subía a los botes. Ali también subió a bordo y las
embarcaciones se apartaron de la orilla; iban a observar el espectáculo desde la
distancia.
Walker ordenó enfocar todas las luces hacia la cascada, iluminando la alta
columna de agua, de modo que parecía como un vasto dragón de cristal que
ascendiera por la roca, respirando. Luego, les ordenó disparar hacia el agua.
Ali no pudo sino pensar en el rey que intentó ordenar a las olas del océano que
se detuvieran. El agua se tragó las balas. El ruido ensordecedor devoró el estruendo
de los disparos, convirtiendo las ráfagas en meros estallidos de cohetes de feria.
Continuaron haciendo fuego y el agua apenas se desgarró en agujeros líquidos que
se cerraban al instante. Algunas de las balas especiales Lucifer, con punta de uranio,
dieron en las paredes de los alrededores, arrancando esquirlas de rocas. Un soldado
disparó un cohete hacia las entrañas de la cascada y la vaina rebotó hacia afuera,
revelando un nebuloso hueco interior. Instantes más tarde el hueco se cerró de nuevo
y el agua siguió cayendo.
Después, el agua de la cascada comenzó a sangrar.
Las aguas se tiñeron de rojo bajo los potentes focos de luz. El afluente enrojeció,
aunque el color se fue diluyendo de forma desigual hacia el centro del río, arrastrado
corriente abajo. Ali pensó que si el sonido de los disparos no atraía a Ike, el rastro de
sangre seguramente sí lo haría. Se sentía asustada ante la magnitud de lo que había
hecho Walker. Disparar y matar a la abisal asesina era una cosa. Pero, al parecer,
había abierto las venas de una fuerza de la naturaleza. Tenía la sensación de que, con
sus acciones, Walker había desatado algo.
—¿Qué demonios había ahí adentro? —preguntó alguien jadeante.
Walker desplegó a sus soldados con una sola señal de la mano. Brillantes en sus
trajes de supervivencia, los hombres flanquearon la cascada, corriendo rápidamente,
como insectos. Los rifles que empuñaban permanecieron notablemente mudos y
firmes, y cada soldado era apenas poco más que las partes móviles de su arma. La
mitad del contingente de Walker entró en la neblina desde cada lado de la cascada.
Mientras los científicos observaban la escena desde las barcas que se balanceaban en
el centro del río, la otra mitad de hombres armados apuntaba sus armas hacia la
cascada, preparados para seguir disparando.
Transcurrieron varios minutos. Un hombre reapareció, reluciente por la
humedad en su traje anfibio de neopreno. Gritó que todo estaba despejado.
—¿Qué hay de los cilindros? —le gritó Walker.
—Están aquí —gritó el soldado.
Walker y el resto de sus hombres se levantaron y se dirigieron hacia la cascada
sin decirles nada a quienes protegían.
El Descenso
Jeff Long
Finalmente, los científicos remaron de regreso a la orilla. A algunos les
aterrorizaba que pudieran saltar sobre ellos más abisales, o les asustaba la sangre que
habían visto, y prefirieron quedarse en las barcas. Un puñado de ellos se acercó a la
abisal muerta, incluida Ali. Poco quedaba de ella. Las balas habían destrozado por
completo a la criatura.
—He visto animales muertos en la carretera con mejor aspecto que esto —
comentó uno de los médicos.
Junto con otros cinco, Ali penetró en la cascada. Como el rocío ya le había
empapado el pelo, no se molestó en ponerse la capucha. Allí había un estrecho
sendero a lo largo de las paredes. Mientras avanzaban por él, por encima del
estanque, la cascada se convirtió en un velo iluminado desde dentro por los focos. Al
penetrar más, los focos se convirtieron en órbitas líquidas y, finalmente, la cascada se
hizo tan densa que no permitió el paso de ninguna luz. El ruido ensordecedor
apagaba todos los sonidos del exterior. Ali encendió su foco del casco y siguió
bordeando, entre la cortina de agua y la roca. Al final llegaron a una gruta interior.
Los tres cilindros que faltaban estaban a la entrada, amontonados, junto con
cientos de metros de grueso cable. Completamente cargado, cada cilindro pesaba
más de cuatro toneladas; tuvo que haberse realizado un enorme esfuerzo para
arrastrarlos hasta este escondite. Ali observó que dos de los cables todavía se
extendían hacia lo alto, introduciéndose en la cascada, lo que sugería que sus líneas
de comunicación podían mantenerse intactas.
Bajo el cartel negro fuertemente erosionado que decía «Helios», el nombre de la
NASA sobresalía en letras fantasmagóricas a lo largo de un costado del cilindro. La
envoltura exterior aparecía abollada y perforada por las balas y la metralla, pero no
se había roto. Un soldado tenía que limpiarse continuamente el agua de los ojos
mientras trataba de abrir la escotilla. Los abisales habían tratado de forzar la entrada
con piedras y barras de hierro, pero sólo consiguieron romper muchos de los gruesos
pernos. Todas las escotillas estaban en su lugar. Ali rodeó la masa de cables y vio el
cuerpo del primer voluntario de Walker que había llegado hasta allí, el corpulento
muchacho de San Antonio. Le habían desgarrado la garganta con las manos. Se
preparó para ver más carnicería.
Más al fondo, los hombres de Walker colocaban luces químicas en los salientes
y las fijaban en los nichos de la pared, lo que arrojaba un resplandor verdoso a través
de cada cámara. El humo de las explosiones permanecía aún en el aire, como una
neblina húmeda. Los soldados circulaban entre los muertos. Ali parpadeó
rápidamente ante los densos montones de huesos y carne y levantó la mirada para
contener las náuseas. Allí dentro había muchos cuerpos. Bajo la luz verde, las
paredes parecían exudar humedad, pero el brillo que despedían era de sangre.
Estaba por todas partes.
—Cuidado con los huesos astillados —le advirtió uno de los médicos—. Si te
causas una herida con uno de ellos podrías producirte una fea infección.
El Descenso
Jeff Long
Ali hizo un esfuerzo por bajar la mirada, aunque sólo fuese para ver dónde
ponía los pies. Las extremidades estaban diseminadas por todas partes. Lo peor de
todo eran las manos, que parecían suplicar.
Varios soldados miraron hacia Ali con los ojos hundidos. No quedaba en ellos
ni el menor rastro de su entusiasmo anterior. Se sintió arrastrada hacia su
sentimiento de contrición, pensando que se sentían conmocionados por lo que habían
hecho. Pero era algo más terrible que eso.
—Son todas mujeres —murmuró un soldado.
—Y niños.
Ali tuvo que mirar más atentamente de lo que hubiera querido, más allá de la
carne pintada y las caras de escarabajo. Apenas unos minutos antes había sido un
puñado de gente que esperaba a los humanos. Tuvo que mirar para detectar su sexo
y su fragilidad y se dio cuenta entonces de que era cierto lo que decían los soldados.
—Brujas y bichos —bromeó uno, tratando de ocultar la vergüenza que aquello
le causaba.
Pero no había forma de ocultarlo. No les gustaba esto. Allí no había armas, ni
un solo varón. Aquello había sido una matanza de inocentes.
Por encima de ellos, un soldado apareció en la boca de una cámara secundaria y
empezó a mover los brazos y a gritar algo. Era imposible escucharlo con el estruendo
de la cascada tras ellos, pero Ali pudo escuchar la comunicación por un cercano
walkie talkie.
—Sierra Víctor, aquí Zorro Uno —informó una voz entusiasmada—. Coronel,
tenemos a algunos vivos. ¿Qué quiere que hagamos?
Ali vio cómo Walker se enderezaba entre los muertos y echaba mano de su
propio
walkie talkie.
No le fue difícil imaginar cuál sería la orden. Ya había perdido a
tres de sus hombres. Por simple cuestión de conservación, ordenaría a sus hombres
que terminaran el trabajo. Walker se llevó el
walkie talkie
a la boca.
—Espere —le gritó ella, precipitándose hacia donde estaba. Enseguida se dio
cuenta de que él conocía su intención.
—Hermana —la saludó.
—No lo haga —le pidió.
—Debería usted estar fuera, con los demás —le dijo.
—No.
El momento de tensión podría haber aumentado. Pero, en ese preciso momento,
un hombre aulló algo desde la entrada y todo el mundo se volvió. Era Ike, que estaba
de pie sobre los cilindros, chorreando agua.
—¿Qué habéis hecho?
Con las manos levantadas, en un gesto de incredulidad, descendió de los
cilindros. Lo vieron acercarse a un cuerpo y arrodillarse. Dejó la escopeta a un lado.
Tomó el cuerpo por los hombros y lo levantó del suelo. La cabeza de la figura se
ladeó fláccidamente, con las enmarañadas cerdas blancas alrededor de los cuernos, y
los dientes al descubierto. Unos dientes tan afilados que se convertían en agudas
puntas.
El Descenso
Jeff Long
Ike fue suave. Levantó la cabeza de la abisal, le miró el rostro y olisqueó por
detrás de la oreja. Luego la volvió a dejar en el suelo.
Junto a ella había un pequeño abisal que tomó cuidadosamente en sus brazos,
como si todavía estuviera vivo.
—No tenéis ni la menor idea de lo que habéis hecho —les dijo a los mercenarios
con una voz que fue más bien un gemido.
—Aquí Sierra Víctor, Zorro Uno —murmuró Walker por el
walkie talkie,
con una
mano ahuecada sobre el micrófono, a pesar de lo cual Ali escuchó la orden—: Abrid
fuego.
—¿Qué está haciendo? —gritó ella, le arrebató la radio al coronel y apretó el
botón de transmisión—. Alto el fuego —y tras una breve pausa, añadió—: Maldita
sea.
Soltó el botón de transmisión y oyó una voz confusa que preguntaba.
—Repita, coronel. ¿Coronel?
Walker no hizo ningún esfuerzo por recuperar el radiotransmisor.
—No lo sabíamos —le dijo un muchacho a Ike.
—No estabas aquí, hombre —dijo otro—. No viste lo que le hicieron a Tommy.
Y fíjate en A-Z. Le desgarraron la garganta.
—¿Y qué esperabais? —les rugió Ike.
Ellos se mostraban sumisos. Ali nunca lo había visto tan enfurecido. ¿Y de
dónde procedía aquella voz?
—¿A sus bebés? —tronó Ike.
Los hombres retrocedieron ante él.
—Eran abisales —dijo Walker.
—Sí —asintió Ike.
Sostuvo al destrozado niño en sus brazos y miró su pequeño rostro. Luego
apretó el cuerpo contra su corazón. Se inclinó para recoger la escopeta y se levantó.
—Son bestias, Crockett —dijo Walker en voz alta, para que todos lo escucharan
—. Nos han costado tres hombres. Robaron nuestros cilindros y los habrían abierto.
Si no les hubiésemos atacado habrían saqueado nuestros suministros y eso habría
significado nuestra muerte.
—Esto —dijo Ike, sosteniendo ante él al niño muerto—, esto será vuestra
muerte.
—Estás muy... —empezó a decir Walker.
—Os habéis suicidado —dijo Ike, ahora más sereno.
—Ya basta, Crockett. Únete a la raza humana o regresa al lado de ellos.
El radiotransmisor que sujetaba Ali volvió a sonar, y lo levantó para que Ike
también lo oyera.
—Empiezan a moverse. Dígalo otra vez. ¿Abrimos fuego o no?
Walker le arrebató el
walkie talkie,
pero Ike fue igualmente rápido. Sin vacilación,
apuntó la escopeta de cañones recortados hacia la cara del coronel. La boca de
Walker se retorció en su barba.
El Descenso
Jeff Long
—Dame a ese bebé —le dijo ella a Ike, haciéndose cargo del pequeño cuerpo—.
Tenemos otras cosas que hacer, ¿verdad, coronel? Walker la miró, con unos ojos
agrandados por la rabia.
Rápidamente, tomó una decisión.
—Alto el fuego —espetó por el
walkie talkie—.
Vamos a echar un vistazo.
El suelo de piedra se curvaba y ella tuvo que salvar agujeros profundos.
Ascendieron por una resbaladiza inclinación hasta una cámara más pequeña situada
en lo alto. El halo mortal de los disparos no había llegado hasta allí más que como
rebotes, que no obstante causaron suficiente daño. Pasaron junto a varios cuerpos
más antes de llegar a la parte superior.
Los supervivientes se hallaban acurrucados en una bolsa y parecía como si
sintieran los rayos de luz contra su piel.
Ali contó siete, dos de ellos muy pequeños. Permanecían en silencio y sólo se
movían cuando alguien los iluminaba durante demasiado tiempo.
—¿No hay más? —preguntó Ike a los soldados que los custodiaban.
—Sólo esos otros que trataban de huir. El hombre indicó a otros once o doce
acurrucados cerca de un conducto.
Los abisales procuraban mantener las caras alejadas de la luz y las madres
protegían a sus hijos. Su carne relucía. Las marcas y cicatrices se ondulaban al mover
los músculos.
—¿Son gordas o me lo parecen? —le preguntó un mercenario a Walker.
Varias de las mujeres estaban realmente obesas. Más concretamente, ofrecían un
aspecto esteatopígico, con grandes reservas de grasa en las nalgas y en los pechos.
Para la mirada experta de Ali, eran idénticas a las Venus neolíticas talladas en piedra
o pintadas en las paredes. Se las veía magnificadas en su tamaño y decoración, en sus
pelos grasientos y aplastados. Aquí y allá, Ali detectó las cejas y las frentes bajas de
los simios y, una vez más, le resultó difícil considerarlos humanos.
—Éstas son sagradas —dijo Ike—. Han sido consagradas.
—Hablas como si fueran vírgenes vestales —se burló Walker. —No, en
absoluto. Éstas son sus criadoras. Las embarazadas y las que han sido madres
recientemente. Sus bebés e hijos pequeños. Saben que su especie se está
extinguiendo. Esto es su tesoro racial. Una vez que las mujeres conciben, las traen a
escondites comunales como éste. Es como vivir en un harén o en una guardería
infantil. Se ocupan de ellas, se las vigila y se las honra.
—¿Sirve esto de algo?
—Los abisales son nómadas. Se desplazan estacionalmente. Cuando se ponen
en movimiento, cada tribu mantiene a sus mujeres en el centro de la línea, para
protegerlas mejor.—Pues menuda protección —opinó un soldado—. Acabamos de
convertir a su siguiente generación en hamburguesas.
Ike guardó silencio.
—Espera un momento —dijo Walker—. ¿Quieres decir que nos hemos cruzado
con el centro de su línea? —Ike asintió con un gesto—. ¿Significa eso que los hombres
están distribuidos por ambos extremos?
El Descenso
Jeff Long
—Es una cuestión de suerte —dijo Ike—. De mala suerte. No creo que ninguno
de nosotros quiera estar aquí cuando lleguen ellos.
—Está bien —dijo Walker—. Ya has echado un vistazo. Terminemos con esto de
una vez.
Pero Ike se dirigió hacia los abisales.
Ali no pudo escuchar las palabras de Ike con claridad, pero sí percibió la
elevación y el descenso de su tono y los ocasionales chasquidos de su lengua. Las
hembras respondieron con sorpresa, y también los soldados que las apuntaban con
sus rifles. Walker le dirigió una mirada a Ali y, de repente, ella temió por la vida de
Ike.
—Si alguien intenta huir, abrid fuego contra todo el grupo —les dijo Walker a
sus hombres.
—Pero el Cap está entre ellas —dijo un muchacho.
—Disparad automáticamente —le advirtió Walker hoscamente.
Ali se dirigió hacia donde estaba Ike, situándose en la línea de tiro.
—Retrocede —le susurró Ike.
—No lo hago por ti —mintió ella—, sino por ellas.
Las manos se levantaron para tocarles. Las palmas eran rudas y tenían las uñas
rotas y con costras. Ike se movió entre ellas, mientras Ali dejaba que algunas tomaran
sus manos y las olieran. La marca de posesión de Ike atrajo especialmente su interés.
Una anciana se aferró a su brazo. Le acarició los nódulos escarificados y lo interrogó.
Cuando Ike le contestó, ella se apartó, aparentemente con un gesto de repulsión.
Luego susurró algo a las demás, que se mostraron agitadas y procuraron apartarse
de él. Todavía de pie entre ellas, Ike probó a decir otras pocas frases, pero su temor
no hizo sino aumentar.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Ali—. ¿Qué les has dicho?
—Mi nombre abisal —contestó Ike.
—Pero si dijiste que estaba prohibido pronunciarlo en voz alta.
—Lo estaba. Hasta que abandoné el pueblo. Quería descubrir hasta qué punto
andaban mal las cosas respecto a mí.
—¿Te conocen?
—Saben cosas sobre mí.
A juzgar por la aversión que ahora le demostraban las abisales, estaba claro que
su reputación era odiosa. Hasta los niños parecían temerle.
—Esto no es bueno —dijo Ike mirando a los soldados—. No podemos
quedarnos aquí, y si nos alejamos...
El
walkie talkie
anunció que dos de los cilindros habían sido abiertos y que Shoat
tenía en funcionamiento una línea de comunicación. Ali comprendió por la expresión
de su rostro que Walker quería quitarse de encima este asunto.
—Ya basta —dijo Walker.
—Déjelos —le pidió Ali.
—Soy hombre que hace honor a su palabra —replicó Walker—. Fue su amigo
Crockett el que propuso la línea de actuación. Nada de prisioneros.
El Descenso
Jeff Long
—Coronel —dijo Ike—, matar a un abisal es una cosa. Pero en este grupo hay
una mujer humana. Si dispara contra ella, será un asesinato ¿verdad?
Ali pensó que lanzaba un farol para ganar tiempo ó que hablaba de ella. Pero él
se inclinó entre los abisales y tomó por el brazo a una criatura que se había ocultado
hasta entonces tras las demás. La criatura lanzó un grito y le mordió, pero Ike la
arrastró fuera del grupo, le sujetó los brazos y la liberó. Ali no tuvo la oportunidad
de verla. Las demás se arremolinaron a sus pies e Ike les lanzó patadas, haciéndolas
retroceder.
—Muévete —le ordenó a Ali—. Corre mientras puedas.
Las abisales emitieron un desgarrador gemido común. Ali estaba segura de que
se precipitarían tras Ike y la criatura que acababa de arrebatarles.
—¡Muévete! —le gritó Ike.
Ella echó a correr hacia los soldados, que se apartaron para que pasaran ella, Ike
y su presa. Tropezó y cayó. Ike tropezó con ella.
—En el nombre del padre —entonó Walker—, liquidadlas.
Los soldados abrieron fuego sobre las supervivientes. El ruido que produjeron
los disparos en la pequeña cámara fue ensordecedor, y Ali se llevó las palmas de las
manos a las orejas. La matanza duró menos de doce segundos. Hubo algunos
disparos sueltos más, hasta que cesaron por completo; la sala olía al humo que
despedían los cañones de sus armas. Ali oyó el grito de una mujer y pensó que
habían herido a una o que la estaban torturando.
—Por aquí —le dijo un soldado, tomándola de la mano.
Se ocupaba de ella. Lo conocía por sus «confesiones». Una novia embarazada,
algún robo que otro y poco más.
—Pero Ike...
—El coronel ha dicho que ahora mismo.
Ali observó que se estaba produciendo una pelea junto a la pared del fondo, con
Ike cerca del montón. En el rincón yacía el resultado de su pequeña matanza. Todo
aquello para nada, pensó, y dejó que el soldado la sacara de allí, de regreso a la gruta
y al otro lado de la cascada.
Durante las horas siguientes, Ali esperó junto a la neblina producida por la
cascada. Cada vez que salía un soldado, le preguntaba por Ike. Ellos evitaban su
mirada y no le daban respuesta.
Finalmente, salió Walker. Detrás de él, custodiada por los mercenarios, estaba la
criatura salvada por Ike.
Le habían atado los brazos con cuerdas y tapado la boca con una mordaza.
Llevaba las manos cubiertas con cinta adhesiva y un alambre alrededor del cuello,
como una traílla. También tenía las piernas atadas a corta distancia, con cable de»
una línea de comunicación. Tenía cortes y sangre por todas partes.
A pesar de todo, caminaba como una reina, tan desnuda como el cielo azul.
Ali se dio cuenta de que, efectivamente, no era abisal. Por debajo del cuello, la
mayoría de los
Hornos
de los últimos cien mil años eran todos virtualmente iguales.
Ali lo sabía bien. Centró la mirada en la forma craneal. Era moderna y correspondía a
El Descenso
Jeff Long
una
sapiens. A
excepción de eso, había bien poca cosa más que permitiera catalogarla
como una mujer humana.
Todas las miradas se fijaron en el desnudo. A ella no pareció importarle. Podían
mirar todo lo que quisieran. Podían tocar incluso, o hacerle cualquier cosa. Cada
mirada, cada insulto la hacía más superior a ellos.
Los tatuajes que mostraba podían avergonzar a los de Ike. Cubrían
prácticamente todo, hasta el punto de que apenas podían verse los detalles de su
cuerpo. El pigmento introducido en su piel había eliminado su color moreno natural.
Su vientre era redondeado y los pechos gruesos. Los sacudió ante un soldado, que
balanceó la cabeza arriba y abajo, con su ritmo. Nada indicaba que supiera hablar
inglés o cualquier otro idioma humano.
Había sido adornada, grabada, enjoyada y pintada desde la cabeza a los pies.
Cada dedo de los pies aparecía rodeado por una delgada argolla de hierro. Tenía los
pies planos de tanto caminar descalza. Ali supuso que no debía de tener más de
catorce años.
—Nuestro explorador nos ha dicho que esta joven puede saber lo que nos
espera ahí delante —dijo Walker—. Nos marchamos... inmediatamente. A excepción
de la pérdida de los tres mercenarios de Walker, parecían haber escapado sin
consecuencias del Avituallamiento III. Habían conseguido otras seis semanas de
alimentos y baterías, además de establecer una apresurada conexión con la superficie
para informar a Helios que seguían en movimiento.
No percibieron señales de persecución, a pesar de lo cual Ike los obligó a
avanzar durante treinta horas seguidas, sin acampar. No hacía más que asustarles. —
Nos están persiguiendo —les aseguraba. Varios de los científicos que deseaban
renunciar y regresar por donde habían venido, encabezados por Gitner, acusaron a
Ike de colaborar con Shoat para obligarles a descender más profundamente. Ike se
encogió de hombros y les dijo que hicieran lo que quisieran.
Pero nadie se atrevió a cruzar aquella línea. El 2 de octubre desaparecieron un
par de mercenarios que protegían la retaguardia. Su ausencia pasó inadvertida
durante doce horas. Convencido de que los hombres habían robado una barca y
desertado con la intención de regresar a casa, Walker ordenó que otros cinco hombres
les siguieran la pista y los encontraran. Ike discutió con él. Lo que hizo que el coronel
revocara la orden no fue Ike, sino el mensaje que recibió por el radiotransmisor. El
campamento se tranquilizó, convencido de que la pareja que faltaba estaba tratando
de informar.
—Quizá sólo se hayan perdido —sugirió uno de los científicos.
Las capas de roca dificultaban la transmisión, pero fue claramente una voz que
hablaba en inglés la que sonó por la radio.
—Alguien ha cometido un error —les dijo la voz—. Os habéis llevado a mi hija.
La criatura salvaje emitió un sonido gutural.
—¿Quién es? —preguntó Walker.
Ali lo sabía. Era el amante nocturno de Molly.
El Descenso
Jeff Long
Ike también lo sabía. Era el que los había conducido a la oscuridad en cierta
ocasión. Isaac había regresado.
La radio quedó en silencio.
Continuaron descendiendo por el río y no volvieron a acampar durante una
semana.
El Descenso
Jeff Long
20
A
LMAS
MUERTAS
El gran león sale de su guarida, todas las serpientes
muerden; la oscuridad se cierne, la tierra está silenciosa,
mientras su hacedor descansa en la tierra iluminada.
El gran himno a Atenas, 1350 a.C.
San Francisco, California
Con la cabeza por delante, el abisal avanzó desde el panal que formaban las
aberturas de la gruta. Jadeaba débilmente, muerto de hambre, mareado, en lucha
contra su debilidad. La escarcha cubría las aberturas perfectamente redondas de las
tuberías de cemento. La niebla era muy fría.
Pudo escuchar a los enfermos y a los moribundos en los túneles colocados en
forma piramidal. La enfermedad era tan letal como una plaga, una corriente
envenenada o el avance de un gas raro a través de su hábitat arterial.
De sus ojos brotaba pus. Este aire. Esta horrible luz. El vacío de estas voces. Los
sonidos eran tan lejanos y, no obstante, tan cercanos... Había mucho espacio. Los
propios pensamientos no tenían aquí ninguna resonancia. Uno imaginaba algo y la
idea se desvanecía inmediatamente en la nada.
Se envolvía la
cabeza
con trapos, como un leproso. Agazapado dentro de
aquellas cortinas hechas jirones, se sintió mejor, más capaz de ver. La tribu le
necesitaba. Los otros varones adultos habían muerto. Ahora todo dependía de él.
Armas, alimentos, agua. Su búsqueda del Mesías tendría que esperar. Aunque
hubiera tenido la fortaleza de escapar, no lo habría intentado, al menos mientras las
mujeres y los niños permanecieran con vida. Juntos, sobrevivirían. O sucumbirían
todos juntos. Así eran las cosas. Todo dependía de él. Sólo tenía dieciocho años y
ahora era el mayor de todos. ¿Quién quedaba? Sólo una de sus esposas seguía
respirando. Tres de sus hijos. Se elevó en él una imagen de su hijo pequeño, tan frío
como un guijarro. ¡Ay, ya! Convirtió aquel desgarro en cólera.
Los cuerpos de su gente yacían allí donde se habían lanzado, o desmoronado o
caído. La corrupción de sus cuerpos era extraña. Tenía que ser algo propio de este
aire tenue y estrangulados O de la misma luz, como un ácido. Había visto muchos
cadáveres en sus tiempos, pero ninguno que se descompusiera tan rápidamente y de
El Descenso
Jeff Long
aquel modo. Había transcurrido un solo día aquí y no pudieron salvar ni uno solo
para carne.
Cada pocos pasos descansaba las manos sobre las rodillas, jadeante, en busca de
aire. Era un cazador y un guerrero. El terreno era tan llano como la superficie de un
estanque. Sin embargo, apenas podía sostenerse en pie. Qué terrible lugar era este.
Siguió moviéndose y tropezó con una serie de huesos.
Llegó ante una fantasmagórica línea blanca y levantó la cortina de andrajos,
entrecerrando los ojos para ver en la niebla. La línea era demasiado recta como para
ser un sendero de caza. La posibilidad de que fuera un camino lo animó. Quizá
condujera al agua.
Siguió la línea, deteniéndose para descansar, sin atreverse a sentarse. Si se
sentaba, se tumbaría, y si se tumbaba se quedaría dormido y ya nunca volvería a
despertar. Intentó olisquear las corrientes de aire, pero estaba todo demasiado
corrompido por la hediondez como para detectar animales o agua. Y no podía
confiar tampoco en sus oídos porque había muchas voces. Parecía toda una legión de
voces la que se abalanzaba sobre él. Ni una sola de aquellas palabras tenía sentido
alguno. Eran almas muertas, decidió.
En este extremo, la línea daba con otra línea que se extendía a derecha e
izquierda, perdiéndose en la niebla. Eligió la de la izquierda, el camino sagrado.
Tenía que conducir a alguna parte. Se encontró con más líneas. Efectuó más giros,
algunos a la derecha, otros a la izquierda... violando el camino.
Antes de efectuar cada giro, orinaba para dejar su olor en la tierra. Pero dio lo
mismo, porque se perdió. ¿Cómo podía ser? ¿Un laberinto sin paredes? Se regañó a sí
mismo. Si al menos hubiera girado siempre a la izquierda en cada revuelta, tal como
le habían enseñado, habría trazado inevitablemente un círculo hasta llegar al lugar
del que había partido, o al menos habría podido retroceder sobre sus pasos hasta la
siguiente conexión. Pero ahora había mezclado las direcciones, encima, en su
debilitado estado. Y el bienestar de la tribu sólo dependía de él. Las enseñanzas
servían precisamente para momentos como éste.
Continuó la marcha, todavía confiado en encontrar agua o carne, o sus propios
olores en la extraña vegetación. Le palpitaba la cabeza. Se sentía agobiado por las
náuseas. Trató de lamer la escarcha de la espinosa vegetación, pero el gusto de las
sales y del nitrógeno fue superior a su sed. El terreno vibraba con un movimiento
constante.
Hizo todo lo que pudo para concentrarse, para avanzar con ritmo y conten er los
pensamientos que lo distraían. Pero la luminosa línea blanca se repetía
implacablemente y la altura era tan grande que su atención se distraía de modo
natural, inevitable. Por eso no vio la botella rota hasta que le atravesó la carne de su
pie descalzo.
Contuvo el grito antes de lanzarlo. No había que emitir ningún sonido. Le
habían enseñado bien. Absorbió el dolor. Aceptó su presencia como un gracioso
invitado. El dolor podía ser su amigo o su enemigo, y eso sólo dependía de su
autocontrol.
El Descenso
Jeff Long
¡Cristal! Había rezado por encontrar un arma y aquí la tenía. Se inclinó sobre el
pie, tomó la resbaladiza botella en la mano y la examinó.
Era de un grado inferior, destinada al comercio, no a la guerra. No tenía la
agudeza de la obsidiana negra, que se partía en bordes cortantes, ni la durabilidad
del cristal preparado por los artesanos abisales. Pero le serviría.
Sin poder dar crédito a su buena suerte, el joven abisal se echó hacia atrás el
tocado de jirones y se dispuso a ver en la luz. Se abrió a ella, resistiendo el dolor del
pie, adaptándose a la agonía. De algún modo, tenía que regresar junto a su tribu
mientras aún tuviera tiempo.
Con sus otros sentidos revisó la pestilencia, los temblores y las voces de este
lugar, que hizo esfuerzos por ver.
Sucedió algo, algo profundo. Al quitarse los andrajos que le cubrían la
malformada cabeza fue como si se hubiese desgarrado la niebla. Toda la ilusión se
desvaneció y se quedó en medio de algo. En la línea de las cincuenta yardas del
estadio Candlestick, el abisal se encontró en el oscuro cáliz, en el pozo de un universo
de estrellas.
Lo que vio fue espantoso, incluso para alguien tan valiente como él.
¡Cielo! ¡Estrellas! ¡La legendaria Luna!
Gruñó como un cerdo y giró en círculos. Allí estaban sus cuevas, en la cercana
distancia, y en ellas su gente. Allí estaban los esqueletos de los suyos. Empezó a
cruzar el campo, lisiado, cojeando, con la mirada fija en el suelo, desesperado. La
vastedad de todo lo que le rodeaba le absorbía la imaginación, tenía la impresión de
que en cualquier momento caería hacia arriba y se perdería en la vasta copa
extendida sobre su cabeza.
La situación empeoró. Se vio a sí mismo flotando por encima de su cabeza. Era
gigantesco. Levantó la mano derecha para ahuyentar la colosal imagen y la imagen
también levantó la mano derecha para ahuyentarlo a él.
Un terror mortal se apoderó de él y aulló. La imagen aulló con él.
El vértigo lo hizo derrumbarse.
Se revolvió sobre la hierba como una babosa recubierta de sal.
—Por el amor del cielo —exclamó el general Sandwell apartándose de la
pantalla del estadio—. Ahora se está muriendo. Como sigamos así vamos a terminar
sin machos.
Eran las tres de la madrugada y el aire olía intensamente a mar, incluso allí
dentro. El aullido de la criatura permaneció suspendido en la estancia, extendido por
un conjunto caro de altavoces estéreos.
Thomas, January y Foley, el industrial, miraron por los prismáticos de visión
nocturna, contemplando la escena. Parecían tres capitanes, allí de pie, ante el amplio
ventanal de la alta caseta de observación, al borde del estadio Candlestick. La pobre
criatura continuó moviéndose de un lado a otro en el centro del campo, muy por
debajo de donde ellos estaban. De l'Orme estaba sentado, muy atento, al lado de la
silla de ruedas de Vera, acumulando la información que podía a partir de la
conversación surgida entre los demás.
El Descenso
Jeff Long
Durante los diez últimos minutos habían estado siguiendo la imagen infrarroja
del abisal en la fría niebla, mientras avanzaba a lo largo de las líneas del campo, a
izquierda y derecha, en ángulos de 90 grados, seducido por la linealidad, dejándose
guiar por algún instinto primitivo o, simplemente, por su locura. Luego, la niebla se
levantó y, de repente, había sucedido esto. Sus acciones tenían tan poco sentido
aumentadas desmesuradamente en la gigantesca pantalla de vídeo Sony, en directo,
como en la realidad en miniatura de allá abajo.
—¿Es este su comportamiento normal? —le preguntó January al general.
—No. Está siendo muy atrevido. Los demás se han agazapado cerca de las
tuberías de desagüe. Éste, en cambio, ha forzado el límite. Ha llegado hasta la marca
de las cincuenta yardas.
—Nunca había visto a uno con vida.
—Pues mire con rapidez, porque en cuanto salga el sol pasará a la historia.
Aquella noche el general vestía unos pantalones de pana y una camisa de
franela de varias tonalidades de azul. Sus mocasines acolchados se movían
silenciosamente sobre el cemento. El Bulova era de platino. La jubilación le sentaba
bien, especialmente con Helios para contratar sus servicios.
—¿Y dice que se le rindieron a usted?
—Es la primera vez que hemos visto algo similar. Enviamos una patrulla a unos
800 metros por debajo del Sandia. Simple rutina. Nunca ha subido nada hasta esa
altura. Entonces, como surgidos de la nada, apareció este grupo. Eran varios cientos.
—Nos dijo que aquí sólo había un par de docenas.
—Correcto. Como ya les he dicho, nunca habíamos visto una rendición en
masa. Las tropas reaccionaron ante su presencia.
—¿Disparar primero y preguntar después? —dijo Vera.
El general le dirigió su mejor sonrisa.
—Teníamos cincuenta y dos cuando llegaron. En el último cómputo, realizado
ayer, sólo quedaban veintinueve. Probablemente ahora son menos.
—¿A ochocientos metros? —preguntó January—. Pero eso es prácticamente la
superficie para ellos. ¿Se trataba de una invasión?
—No. Más bien algo similar a un movimiento de rebaño. La mayoría eran
hembras y jóvenes.
—¿Y qué estaban haciendo en lugares tan altos?
—Ni la menor idea. No hay forma de comunicarse con ellos. Tenemos a los
lingüistas y a los superordenadores trabajando a toda velocidad, pero hasta es
posible que no hablen un verdadero lenguaje. Para los fines que nos importan esta
noche, todo es un galimatías al que se da demasiada importancia. Se trata más bien
de señales emocionales que no parecen conten er ninguna información. El jefe de
nuestra patrulla, sin embargo, dijo que el grupo se dirigía claramente hacia la
superficie. Apenas iban armados. Fue más bien como si anduvieran buscando algo...
o a alguien.
Los miembros del grupo Beowulf guardaron silencio. Sus miradas
transmitieron la pregunta entre ellos. ¿Y si el abisal que ahora gateaba sobre la
El Descenso
Jeff Long
escarchada hierba del estadio Candlestick se hubiese embarcado en una búsqueda
idéntica a la suya, para encontrar a Satán? ¿Y si esta tribu perdida hubiera estado
buscando realmente a su jefe perdido... en la superficie?
Durante la semana anterior habían analizado una teoría y esto parecía encajar
en ella. Gault y Mustafah plantearon la posibilidad de que su majestad satánica
pudiera ser en realidad un viajero errante que había hecho incursiones ocasionales
por la superficie, explorando las sociedades humanas durante eones. Las imágenes,
la mayoría talladas en piedra, y la tradición oral de pueblos de todo el mundo daban
un retrato notablemente similar de este personaje. El explorador iba y venía. Surgía
de la nada y desaparecía con la misma facilidad. Podía ser seductor o violento. Vivía
sumido en el disfraz y el engaño. Era inteligente e incansable, estaba lleno de
recursos.
Gault y Mustafah habían dado forma a su teoría mientras estaban en Egipto.
Desde entonces habían llevado a cabo una discreta campaña telefónica para
convencer a sus colegas de que el verdadero Satán no se encontraría probablemente
en algún oscuro agujero del interior del planeta, sino que más bien se dedicaría a
estudiar a su enemigo desde sus propias filas. Argumentaban que el Satán histórico
podía pasar la mitad de su tiempo abajo, entre los abisales, y la otra mitad arriba,
entre los hombres. Eso había planteado a su vez otras cuestiones. ¿Era Satán, por
ejemplo, el mismo hombre a través de las edades, sin morirse? ¿Era una criatura
inmortal? ¿O podía ser una sucesión de exploradores, un linaje de dirigentes? Si
viajaba entre los hombres, parecía probable que se pareciese al hombre. Quizá, tal
como proponía De l'Orme, fuese el personaje del Sudario. En tal caso, ¿qué aspecto
tendría ahora? Si era cierto que Satán vivía entre los hombres, ¿qué disfraz se
pondría? ¿El de un mendigo, un ladrón o un déspota? ¿El de un erudito, un soldado
o un agente de bolsa?
Thomas rechazaba la teoría. Su escepticismo era irónico en momentos como
éste. Después de todo, era él quien los había lanzado a todos a aquel complicado
torbellino de contraintuiciones y explicaciones al revés. Se había unido a ellos para
salir al mundo y localizar nuevas pruebas, pruebas antiguas o cualquier clase de
pruebas que pudieran en contrar. «Necesitamos conocer a ese personaje —les había
dicho—. Necesitamos saber cómo piensa, en qué consisten sus planes, cuáles son sus
deseos y necesidades, sus vulnerabilidades y fortalezas, qué ciclos sigue
inconscientemente, qué caminos es probable que siga. Si no lo hacemos, nunca
tendremos ventaja sobre él.» Así fue como lo dejaron, en tablas, cuando el grupo se
diseminó.
Ahora, la mirada de Foley pasó de Thomas a De l'Orme. El rostro de duende era
un misterio. Era De l'Orme quien había forzado esta reunión con Helios y arrastrado
con él a cada uno de los miembros del grupo Beowulf. Allí estaba sucediendo algo.
Les había prometido que aquello afectaría al resultado de su trabajo, aunque se negó
a decirles cómo. Todo esto pasó por la cabeza de Sandwell. Delante de él no hablaron
una sola palabra del asunto de Beowulf. Seguían tratando de juzgar cuánto daño les
había causado el general desde que se pasara a Helios, cinco meses antes.
El Descenso
Jeff Long
La cabina alta en la que se encontraban servía como despacho temporal de
Sandwell. «El Palo», como él la llamaba afectuosamente, era un proyecto serio. Helios
estaba creando unas instalaciones de investigación biotecnológica por importe de 500
millones de dólares en el espacio del campo. Una biosfera sin luz solar, según decía
burlonamente. Se estaba reclutando a científicos de todo el país. El desvelamiento de
los misterios del
Homo abisalis
no había hecho sino entrar en una fase nueva. El
proyecto se comparaba a la división del átomo o al alunizaje. El abisal que se movía
de un lado a otro sobre la moribunda hierba y las desvaídas marcas del campo de
juego formaba parte del primer grupo que se pretendía investigar.
Aquí, donde jugadores corno Y. A. Tittle y Joe Montana habían conseguido
fama y fortuna, donde habían actuado los Beatles y los Stones, donde el Papa había
hablado sobre las virtudes de la pobreza, los contribuyentes estaban financiando un
avanzado campo de concentración. Una vez terminado, estaba previsto que alcanzara
una capacidad para albergar hasta 500 FAS (Formas Animales Subterráneas). En su
extremo más alejado, el campo de juego propiamente dicho empezaba a parecerse al
sótano de las ruinas del Coliseo romano. Se había iniciado la construcción de los
rediles de contención. Había callejones que serpenteaban entre jaulas de titanio.
Finalmente, la vieja superficie del campo de juego y todas sus jaulas quedarían
cubiertas con más de ocho pisos de espacio para laboratorios. Había incluso una
incineradora sin humo, aprobada por la Agencia de Protección Ambiental, para la
eliminación de los restos.
Abajo, en el campo, el abisal había empezado a gatear hacia el montón de
alcantarillas de cemento donde temporalmente se alojaban sus compañeros. El Palo
no estaría preparado para habitantes no humanos hasta por lo menos un año
después.
—Eso sí que es una señal de los condenados —comentó De l´Orme—. En el
término de apenas una semana, varios cientos de abisales se han convertido en algo
menos de dos docenas. Vergonzoso.
—Los abisales vivos son tan raros como los marcianos —explicó el general—.
Traerlos a la superficie vivos e intactos, antes de que se les agrien las bacterias de sus
intestinos, de que sus tejidos pulmonares sufran hemorragias o de que les ocurran
cientos de otras condenadas cosas, es como intentar hacer crecer pelo sobre una roca.
Se habían dado casos aislados de abisales individuales que vivieron en
cautividad en la superficie. El récord lo ostentaba una captura israelí: ochenta y tres
días. A la velocidad actual, lo que quedaba de este grupo no iba a durar ni una
semana.
—No veo nada de agua, ni de alimento. ¿De qué se supone que se alimentan?
—No lo sabemos. Ése es el problema. Llenamos una bañera galvanizada con
agua limpia y no la han tocado. Pero ¿ven ese recipiente para los obreros de la
construcción? Unos pocos abisales llegaron hasta allí el primer día y se bebieron las
aguas sucias y las sustancias químicas. Tardaron horas en dejar de retorcerse y gritar.
—¿Quiere decir que murieron?
El Descenso
Jeff Long
—Terminarán por adaptarse o morir —dijo el general—. Es el período de
adaptación, lo que nosotros llamamos curtir al soldado.
—¿Y todos esos otros cuerpos que se ven junto á las líneas laterales?
—Es lo que queda de un intento por escapar.
Desde la altura a la que se encontraban, los visitantes pudieron ver las gradas
inferiores llenas de soldados, armados con subfusiles y entrenados en el combate.
Los soldados llevaban abultados trajes con capuchas y tanques de oxígeno. Sobre la
pantalla gigante, el abisal macho dirigió otra mirada hacia el cielo nocturno y pronto
hundió el rostro sobre la hierba. Lo vieron aferrarse a la hierba como si se sujetara a
la pared de un acantilado.
—Después de nuestra reunión, quisiera acercarme más —dijo De l'Orme—.
Quisiera escucharlo, olerlo.
—Eso está completamente descartado —dijo Sandwell—. Es una cuestión
sanitaria. Nadie entra ahí. No queremos que se contaminen con enfermedades
humanas.
El abisal avanzó gateando desde la línea de cuarenta a la de treinta y cinco
yardas. La pirámide de tuberías de alcantarillado estaba situada cerca de la marca de
las diez yardas. Más allá, comenzaba a avanzar entre esqueletos y cuerpos en
descomposición.
—¿Por qué se dejan los restos al aire libre, de ese modo? —preguntó Thomas—.
Yo sí que diría que eso supone un peligro sanitario.
—¿Quiere que los enterremos? Esto no es un cementerio de animales de
compañía, padre.
Vera giró la cabeza al percibir el tono. Definitivamente, Sandwell había cruzado
la línea. Ahora pertenecía a Helios.
—Tampoco es un zoológico, general. ¿Por qué traerlos aquí si sólo se va a
limitar a verlos padecer y morir?
—Ya se lo he dicho, anticuado investigador. Estamos construyendo una
máquina de la verdad. Ahora nos encontramos en la fase de obtención de datos
acerca de qué les impulsa realmente.
—¿Y cuál es el papel que desempeña usted en todo esto? —le preguntó Thomas
—. ¿Por qué está aquí, con ellos, con Helios?
—Configuración operativa —gruñó el general ofendido.
—Ah —exclamó January, como si aquello tuviera algún significado para ella.
—En efecto, he abandonado el ejército, pero sigo haciendo funcionar la línea —
dijo Sandwell—. Todavía estoy a cargo de la lucha contra el enemigo, sólo que ahora
lo hago apoyado por una verdadera musculatura.
—Querrá decir dinero —dijo January—. La tesorería de Helios.
—Lo que se necesite, con tal de detener a los abisales. Después de todos esos
años gobernado por globalizadores y contenido por pacifistas, ahora trato finalmente
con verdaderos patriotas.
—Todo eso es una mierda, general —dijo January—. Es usted un mercenario.
Está simplemente ayudando a Helios a introducirse en el interior del planeta.
El Descenso
Jeff Long
El rostro de Sandwell se enrojeció.
—¿Se refiere a esos rumores sobre la creación de una nación por debajo del
Pacífico? Eso no es más que palabrería de la prensa amarilla.
—Cuando Thomas lo describió por primera vez pensé que era algo paranoico
—dijo January—. Pensé que nadie en su sano juicio se atrevería a desgarrar el mapa
en trozos, pegar las piezas y declarar que eso era un país nuevo. Pero la verdad es
que está ocurriendo y que usted forma parte de ello, general.
—Pero su mapa sigue intacto —dijo entonces una nueva voz. Se volvieron. C. C.
Cooper estaba junto a la puerta—. Lo único que hemos hecho ha sido levantarlo y
dejar al descubierto la superficie de la mesa y trazar un nuevo territorio allí donde
antes no existía nada. Estamos creando un mapa dentro del mapa. Fuera de la vista.
Pueden seguir ustedes con sus asuntos como si no existiera. Mientras tanto, nosotros
podemos seguir con nuestros propios asuntos. Lo único que hacemos es bajarnos del
tiovivo, eso es todo.
Años atrás, la revista
Time
había convertido en mito a C. C. Cooper, como uno
de los brujos de Reagan que consiguió su meteórico ascenso gracias a los chips de
ordenador, las patentes de biotecnología y la programación de televisión. El artículo
no mencionaba sus especulaciones monetarias, ni el acaparamiento de los recursos
preciosos para aplastar a la Unión Soviética, ni el juego de manos realizado con las
turbinas hidroeléctricas para el proyecto de la presa de los Tres Ríos, en China. Su
patrocinio de los grupos medioambientales y en defensa de los derechos humanos se
había aireado constantemente ante el público, como demostración de que el gran
capital también podía tener una gran conciencia.
En persona, el flequillo y las gafas metálicas del empresario le daban un aspecto
demasiado juvenil para un hombre de su edad. El antiguo senador poseía una
vitalidad característica de la costa Oeste, que le podría haber dado buenos resultados
de haberse convertido en presidente. Pero a esta hora tan temprana, parecía excesiva.
Cooper entró, seguido por su hijo. Su semejanza era extraña, sólo que su hijo
tenía mejor pelo, llevaba lentes de contacto y poseía la musculatura de un defensa de
béisbol. Tampoco poseía la facilidad de su padre para moverse entre el enemigo. Le
estaban formando, pero se percibía que el poder en bruto era algo que no se le daba
de modo natural. Que hubiera sido incluido en esta reunión de madrugada y que la
reunión se hubiese celebrado a esta hora, mientras la ciudad dormía, era muy
indicativo tanto para Vera como para los demás. Significaba que Cooper los
consideraba peligrosos y que tenía la intención de que su hijo aprendiera a
deshacerse de los oponentes fuera de la vista del público.
Detrás de los dos Cooper apareció una mujer alta y atractiva de algo menos de
cincuenta años, con el cabello ahuecado y de un negro azabache. Estaba claro que se
había invitado a sí misma.
—Eva Shoat —la presentó Cooper ante el grupo—. Mi esposa. Y éste es mi hijo,
Hamilton. Cooper.
Vera se dio cuenta de que lo había añadido tras una pausa para diferenciarlo de
Montgomery, el hijastro, que era un Shoat.
El Descenso
Jeff Long
Cooper dirigió a quienes le acompañaban hacia una mesa y se unió a los
miembros del grupo Beowulf y a Sandwell. No les preguntó sus nombres. No se
disculpó por llegar tarde.
—Su supuesto país nuevo es un acto ilegal —dijo Foley—. Ninguna nación
puede actuar al margen de la política internacional.
—¿Quién lo dice? —preguntó Cooper con amabilidad—. Discúlpeme la
expresión, pero la política internacional puede irse al diablo. Yo voy al infierno.
—¿Se da cuenta del caos que producirá eso? —preguntó January—. El control
de las líneas marítimas oceánicas, capacidad para actuar sin vigilancia, para violar las
normas internacionales, para traspasar las fronteras nacionales.
—Pero considere el orden que aportaré al ocupar el inframundo. De una sola
tajada, devolveré la humanidad a su inocencia. Este abismo que hay bajo nuestros
pies ya no será terrorífico y desconocido. Ya no se verá dominado por criaturas como
esa.
Señaló hacia el vídeo del estadio. El abisal lamía sus propios vómitos de la
hierba. Eva Shoat se estremeció.
—Una vez que se inicie nuestra estrategia colonial, podemos dejar de temer a
los monstruos. No más supersticiones. No más terrores nocturnos. Nuestros hijos y
sus hijos concebirán el inframundo como una propiedad más. Pasarán las vacaciones
en las maravillas naturales que existen bajo nosotros. Disfrutarán con los frutos de
nuestros inventos. Serán los dueños de la energía no aprovechada del planeta.
Tendrán libertad para trabajar en pos de la utopía.
—No es ese el abismo que teme el hombre —protestó Vera—. Es el que está
aquí —dijo, tocándose las costillas por encima del corazón.
—El abismo es el abismo —dijo Cooper—. Se ilumina uno y se ha iluminado el
otro. Todos seremos mejores gracias a esto, ya lo verá.
—Propaganda —exclamó Vera, que giró la cabeza con un gesto de asco.
—¿Y su expedición? —preguntó Thomas. Esta noche se sentía enojado, y fue
explícito—. ¿Adonde han ido?
—Me temo que las noticias no son buenas —contestó Cooper—. Hemos perdido
el contacto con ella. Ya puede imaginarse nuestra preocupación. Ham, ¿tienes
nuestro mapa?
El hijo de Cooper abrió el maletín y extrajo un mapa batimétrico plegado que
mostraba el lecho oceánico. Estaba manchado y marcado con una docena dif erente
de lápices y bolígrafos. Cooper siguió con el dedo las latitudes y longitudes.
—Su última posición conocida se estableció al oeste-suroeste de Tarawa, en las
islas Gilbert. Eso, naturalmente, puede haber cambiado. De vez en cuando
conseguimos extraer despachos del lecho rocoso.
—¿Todavía siguen recibiendo noticias de ellos? —preguntó January.
—En cierto modo. Desde hace algo más de tres semanas, los despachos no han
sido más que fragmentos de comunicaciones más antiguas, enviadas hace meses. Las
transmisiones llegan fragmentadas, mezcladas y deterioradas por las capas de
piedra. Terminamos por recibir únicamente ecos. Son como acertijos
El Descenso
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electromagnéticos que sólo nos sugieren dónde estuvieron hace semanas. Pero
¿quién sabe dónde pueden estar hoy?
—¿Es eso todo lo que puede decirnos? —preguntó January.
—Los encontraremos —intervino de pronto Eva Shoat.
Lo hizo con ferocidad. Sus ojos estaban inyectados en sangre de tanto llorar.
Cooper le dirigió una mirada de soslayo.
—Debe sentirse usted muy preocupada —dijo Vera, compadeciéndola—.
¿Montgomery es su único hijo?
Cooper entrecerró los ojos, mirando a Vera, que le hizo un gesto de
asentimiento. Había planteado la pregunta deliberadamente.
—Sí —contestó Eva, pero enseguida miró al hijo de su esposo—. Quiero decir,
no. Pero me siento preocupada. También lo estaría si fuese Hamilton quien estuviera
allí abajo. Nunca debería haber permitido a Monty que bajara.
—Él mismo lo decidió —observó Cooper tensamente.
—Sólo porque estaba desesperado —le espetó Eva—. ¿De qué otro modo podía
competir en esta familia?
Vera vio a Thomas al otro lado de la mesa, recompensándola con la más leve de
sus sonrisas. Había hecho bien.
—Él quería formar parte del proyecto —dijo Cooper.
—Sí, parte de todo esto —exclamó Eva, efectuando un amplio gesto con la
mano, hacia la vista que se dominaba.
—Y ya te he dicho, Eva, que forma parte de todo. No tienes ni idea de lo
importante que será su aportación.
—¿Mi hijo ha tenido que arriesgar su vida para que fuese importante para ti?
Cooper ya no le contestó. Evidentemente, se trataba de una vieja discusión.
—¿Qué es exactamente esto, señor Cooper? —preguntó Foley.
—Ya se lo he dicho —contestó Sandwell—. Unas instalaciones de investigación.
—Sí —dijo January—, un lugar donde «curtir» a los cautivos abisales. Y a
propósito, general, ¿sabía que antiguamente se utilizó un término similar con los
esclavos africanos que llegaban a este país?
—Tendrán que disculpar a Sandy —intervino Cooper—. Es una reciente
adquisición que todavía se está adaptando al lenguaje y a la vida de un campus de
investigación. Les aseguro que no estamos creando una población de esclavos.
Sandwell se encendió, pero guardó silencio.
—¿Para qué necesita entonces a los abisales vivos? ¿Qué persigue con su
investigación? —preguntó Vera.
Cooper tamborileó con los dedos sobre la mesa, muy serio.
—Estamos empezando a reunir finalmente datos a largo plazo sobre la
colonización —informó—. Los soldados constituyeron el primer grupo de humanos
que descendió. Seis años más tarde, son los primeros que muestran los verdaderos
efectos secundarios. Alteraciones.
El Descenso
Jeff Long
—¿Se refiere a las excrecencias óseas y las cataratas? —preguntó Vera—. Eso
son cosas que hemos visto desde el principio, y sabemos que los problemas terminan
por desaparecer con el tiempo.
—Eso es diferente. En los últimos diez meses hemos detectado la aparición de
una serie de síntomas. Corazones que aumentan de tamaño, edemas de altitudes
elevadas, displasia esquelética, leucemia aguda, esterilidad, cáncer de piel. Las
excrecencias córneas y los cánceres de hueso han vuelto a la carga. La evolución más
perturbadora es que empezamos a detectar esos mismos síntomas entre los recién
nacidos de los veteranos. Durante cinco años no hemos tenido más que nacimientos
normales. Ahora, de repente, sus recién nacidos muestran defectos mórbidos. Estoy
hablando de mutaciones. Los índices de mortalidad infantil han aumentado
espectacularmente.
—¿Cómo es que no me he enterado de nada de eso? —preguntó January
recelosa.
—Por la misma razón por la que Helios se apresura a encontrar una cura.
Porque, en cuanto lo descubra el público, todos los humanos que están en el interior
del planeta se apresurarán a evacuarlo. Eso quiere decir que el interior se va a quedar
sin fuerzas de seguridad, sin mano de obra, sin colonos. Ya se puede imaginar el
revés que ello supone. Después de tanto esfuerzo e inversión, podríamos perder todo
el subplaneta por la evolución de los acontecimientos. Helios no quiere que eso
suceda.
—¿Qué está ocurriendo?
—¿En pocas palabras? El subplaneta nos está cambiando. —Cooper señaló a la
criatura de la pantalla del estadio—. Nos está convirtiendo en eso.
Eva Shoat se llevó una mano a su alargado cuello.
—¿Sabías eso y dejaste que mi hijo descendiera?
—Los efectos no son universales —dijo Cooper—. Entre las poblaciones de
veteranos afectan aproximadamente a la mitad. La mitad de ellos no muestran efecto
alguno. La otra mitad muestra estas mutaciones tardías. Se trata de fisiologías
abisales: aumento en el tamaño de los corazones, edemas pulmonares y cerebrales,
cáncer de piel; esos son los síntomas que desarrollan los abisales cuando llegan a la
superficie. Hay algo que parece ponerse en marcha o deten erse a nivel del ADN, algo
que altera el código genético. Sus cuerpos empiezan a producir proteínas, proteínas
quiméricas que alteran los tejidos de formas radicalmente diferentes.
—¿No se puede predecir qué mitad de la población sufrirá esos problemas? —
preguntó Vera.
—No tenemos ninguna pista. Pero si es algo que les sucede a veteranos que han
permanecido allí seis años, terminará por afectar a mineros y colonos que sólo hayan
estado cuatro meses.
—Y Helios tiene que encontrar una solución —observó Foley—, ya que, en caso
contrario, su imperio bajo el océano se habrá convertido en una ciudad fantasma
incluso antes de empezar.
—Ésa es exactamente la situación, expresada en términos vulgares.
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—Evidentemente, cree usted que hay una solución en la propia fisiología abisal
—dijo Vera.
—Los ingenieros genéticos lo llaman cortar el nudo gordiano —asintió Cooper
—. Tenemos que resolver las complejidades. Clasificar los virus y retrovirus, los
genes y los fenotipos. Tenemos que examinar los factores ambientales, codificar el
caos. Por eso Helios ha construido aquí unas instalaciones de investigación de varios
cientos de millones de dólares y está importando abisales vivos para investigar sobre
ellos. El propósito consiste, en último término, en lograr que el interior del planeta
sea un lugar seguro para los humanos.
—Pero no acabo de comprender —dijo Vera—. A mí me parece que la
investigación y el desarrollo resultarían mucho menos complicados allá abajo. Entre
otras cosas, ¿por qué someter a sus conejillos de Indias a la tensión que supone
trasladarlos hasta la superficie? Podría haber construido estas mismas instalaciones
en una estación subterránea, a un coste mucho menor. Aquí tendrá que presurizar
todo el laboratorio a niveles subplanetarios. ¿Por qué no estudiar a los abisales allí
abajo? No habría costes de transporte. La tasa de mortalidad sería mucho menor. Y
podría comprobar los resultados con los colonos en su ambiente real.
—Ésa no es una opción —dijo De l'Orme, que habló por primera vez—. O
pronto dejará de serlo. —Todos se volvieron para mirarlo—. Si no hace salir a la
superficie a una muestra de la población abisal, muy pronto no quedarán abisales
con los que formar una muestra. ¿No es ésa la idea, señor Cooper?
—No tengo ni idea de qué me está hablando —contestó Cooper.
—Quizá pueda usted hablarnos del contagio —dijo De l'Orme—. Del Prion-9.
Cooper valoró con la mirada al pequeño arqueólogo.
—Sé lo mismo que usted. Hemos sabido que se han colocado cápsulas de Prion
a lo largo de la ruta seguida por la expedición. Pero Helios no tiene nada que ver con
eso. No les pido que me crean. No importa si me creen o no. Es mi gente la que corre
un riesgo allá abajo. Mi expedición. A excepción de esa espía suya —añadió—, esa tal
Von Schade.
La expresión de January se endureció.
—¿Qué ocurre con un contagio? —preguntó Eva.
—No te quería preocupar más —le dijo Cooper a su esposa—. Parece ser que un
ex soldado psicótico se alistó en la expedición. Está colocando un virus sintético a lo
largo de la ruta.
—Dios mío —susurró su esposa.
—Despreciable —siseó De l'Orme.
—¿Qué ha dicho? —se revolvió Cooper.
De l'Orme sonrió.
—La persona que está colocando las cápsulas con el virus se llama Shoat. Es su
hijo, señora.
—¿Mi hijo?
—Está siendo utilizado para difundir una plaga sintética. Y fue su esposo quien
lo envió.
El Descenso
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Todos los presentes miraron al arqueólogo con la boca abierta. Hasta el propio
Thomas se quedó desconcertado.
—Eso es absurdo —barbotó Cooper.
De l'Orme señaló hacia el hijo de Cooper.
—Él me lo dijo.
—Yo no le he visto en mi vida —protestó Hamilton.
—Eso es cierto, del mismo modo que yo tampoco le he visto a usted —asintió
De l'Orme con una sonrisa—. Pero fue usted quien me lo dijo.
—Lunático —exclamó Hamilton en voz baja.
—Ach
—exclamó De l'Orme en tono de reproche—. Ya hemos hablado antes
acerca de esa lengua demasiado larga. No había que humillar a la mujer en las
fiestas, ni pelearse más con ella. Estuvimos de acuerdo en eso. Tenía que trabajar para
controlar su cólera, ¿no es así? Tenía que contener sus prontos.
El joven se puso grisáceo bajo el bronceado de Aspen. De l'Orme se dirigió
entonces a todos ellos.
—A lo largo de los años, he observado que el nacimiento de un hijo atempera a
menudo a un hombre joven y fogoso. Eso puede señalar incluso su regreso a la fe. Así
que cuando me enteré del bautismo del hijo de Hamilton, se me ocurrió una idea.
Desde luego, parece ser que la paternidad cambió realmente a nuestro joven
malcriado. Ha regresado de nuevo al seno de la Piedra, imbuido de ese fervor
especial recién encontrado por el hombre perdido. Desde hace un año, Hamilton se
ha mantenido alejado de su costumbre de tomar heroína y de divertirse con fulanas
caras, y se ha purificado semanalmente.
—¿De qué está hablando? —preguntó Cooper en tono exigente.
—El joven Cooper ha desarrollado cierto gusto por la oblea sagrada —siguió
diciendo De 1'Orme—. Y ya conocen las reglas. No puede haber eucaristía sin
confesión previa.
Cooper se volvió horrorizado hacia su hijo.
—¿Hablaste con la Iglesia?
Hamilton parecía muy afligido.
—Hablaba con Dios.
De l'Orme ladeó ligeramente la cabeza, con un burlón reconocimiento.
—¿Qué ocurre con el secreto de confesión entre penitente y confesor? —
preguntó Vera maravillada.
—Hace tiempo que dejé los hábitos —explicó De l'Orme—, pero mantuve mis
amistades y conexiones personales. Sólo se trató de anticipar ese venal
mea culpa
de
un hombre, para luego instalarme en un pequeño confesionario, en ciertas ocasiones.
Oh, Hamilton y yo hablamos durante horas. He llegado así a enterarme de muchas
cosas sobre el hogar de los Cooper. Realmente de muchas cosas.
Cooper, el padre, se arrellanó en el asiento. Miró por el ventanal hacia la noche
o hacia su propia imagen reflejada en el espejo. Tras una pausa, De l'Orme continuó.
—La estrategia de Helios consiste en que la enfermedad se extienda por el
interior como un vasto huracán mortífero. La empresa podrá ocupar después un
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mundo convenientemente esterilizado de todas sus nauseabundas formas vitales,
incluidos los abisales. Ésa es la única razón por la que Helios trata de preservar aquí
arriba a una población, porque está a punto de matar a todo lo que respire allá abajo.
—Pero ¿por qué? —preguntó Thomas.
—Historia —contestó De l'Orme por toda respuesta—. El señor Cooper ha leído
la historia. La conquista se produce siempre del mismo modo. Resulta mucho más
fácil ocupar un paraíso vacío.
Cooper le dirigió una mirada encendida a su estúpido hijo. De l'Orme continuó:
—Helios obtuvo el Prion99 de un laboratorio que tenía contrato con el ejército.
Quién se lo consiguió a Helios es evidente: el general Sandwell, y también es usted
quien reclutó al soldado Dwight Crockett. De ese modo, se podía vacunar a
Montgomery Shoat, proporcionándole alguien que pagara el pato.
—¿Monty ha sido vacunado? —preguntó su madre.
—Su hijo está a salvo —contestó Thomas—, al menos de la enfermedad.
—¿Quién controla la vacuna contra ese contagio? —le preguntó Vera a Cooper
—. ¿Usted?
Cooper lanzó un bufido burlón.
—Montgomery Shoat —aventuró Thomas—. Pero ¿cómo? ¿Las cápsulas están
programadas para liberarse automáticamente? ¿Existe un dispositivo de control
remoto? ¿Un código? ¿Cómo se produce?
—¿Se refiere a cómo se detiene?
—Por el amor de Dios, díselo —le rogó Eva a su esposo.
—No se puede detener —dijo Cooper—. Ésa es la verdad. El propio
Montgomery codificó el artilugio de puesta en marcha. Él es el único que sabe cuál es
la secuencia electrónica. Es una cuestión de salvaguardia mutua. De ese modo, su
misión no puede verse comprometida por nadie, ni siquiera por usted —le dijo a
Thomas, antes de añadir amargamente—: y tampoco por un hijo indiscreto. Y
nosotros, en nuestra precipitación, no podremos difundir prematuramente el virus
mientras él no considere llegado el momento oportuno.
—Entonces, tenemos que encontrarle —dijo Vera—. Entréguenos su mapa.
Muéstrenos dónde ha colocado los cilindros.
—¿Se refiere a esto? —preguntó Cooper dándole una palmada al mapa—. Esto
no es más que una proyección. Sólo la gente de la expedición sabe dónde ha estado.
Aunque pudiera encontrarle, dudo mucho que Montgomery recuerde dónde colocó
las cápsulas a lo largo de un camino de dieciséis mil kilómetros.
—¿Cuántas cápsulas hay?
—Varios cientos. Teníamos la intención de ser muy meticulosos.
—¿Y los artilugios para ponerlas en marcha?
—Sólo uno.
Thomas estudió el rostro de Cooper.
—¿Cuál es el calendario que ha preparado para este genocidio? ¿Cuándo debe
desatar Shoat la plaga?
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—Ya se lo he dicho. Cuando él mismo decida que ha llegado el momento.
Naturalmente, necesitará los servicios de la expedición durante tanto tiempo como
sea posible. No es un suicida ni un kamikaze. Insistió en que se le vacunara. Posee un
fuerte sentido de la supervivencia y también de la ambición. Estoy seguro de que,
cuando llegue el momento, no vacilará en terminar el trabajo.
—Aunque eso suponga matar a todos los demás miembros de la expedición, a
su gente y a todos los colonos, mineros y soldados que se encuentren allá abajo.
Cooper guardó silencio.
—¿En qué has convertido a nuestro hijo? —preguntó Eva.
—Es tu hijo —le recordó Cooper, mirándola.
—Monstruo —le susurró ella.
—Miren —exclamó Vera en ese momento.
Miraba la pantalla de vídeo. El abisal había llegado a los amontonados tubos de
alcantarilla. Empezaba a incorporarse ante las oscuras aberturas redondas. La
pantalla de vídeo lo mostró como si tuviera doce metros de altura. Su caja torácica,
puntuada por viejas heridas y marcas rituales, se hundía e hinchaba en rápidas
oleadas jadeantes. La criatura estaba vocalizando algo, eso era evidente.
Sandwell se acercó e hizo girar el botón redondo de la pared. La toma de audio
sonó por los altavoces. Parecían los gruñidos indignados de un mono cautivo.
Un rostro había aparecido en la boca de una de las tuberías de alcantarilla.
Luego, otros rostros surgieron por las otras aberturas. Roñosos y húmedos con su
propia suciedad, salieron de sus covachas de cemento y cayeron al suelo, a los pies
del abisal. Sólo quedaban nueve o diez de ellos.
La voz del abisal cambió. Ahora canturreaba, o rezaba algo. Suplicaba o hacía
una ofrenda. A su propia imagen, a todas las cosas. A la pantalla de vídeo. Los otros,
mujeres y niños, empezaron a ulular.
—¿Qué está haciendo?
Sin dejar de cantar, el abisal tomó a uno de los pequeños de manos de una de
las mujeres y empezó a acunarlo en sus brazos. Realizó un movimiento sacramental,
como si le arrojara cenizas sobre la cabeza y la garganta, pues resultó difícil verlo.
Luego, dejó al pequeño a un lado y tomó a otro que se le tendía, llevando a cabo el
mismo gesto.
—Les está cortando el cuello —se dio cuenta January, espantada.
—¿Qué?
—¿Es eso un cuchillo?
—Cristal —dijo Foley.
—¿Dónde consiguió ese cristal? —rugió Cooper volviéndose para mirar al
general.
Una escuálida hembra estaba delante del abisal carnicero. Echó la cabeza hacia
atrás y abrió los brazos; su asesino tardó un momento en en contrarle la arteria y
abrirle el cuello. Una segunda mujer se adelantó hacia él.
Una voz tras otra, su canto iba muriendo.
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—¡Detenedlo! —le gritó Cooper a Sandwell—. ¡Ese bastardo está matando a
todos mis prisioneros!
Pero ya era demasiado tarde.
Amor es deber. Tomó en el brazo doblado a su propio hijo, tan frío como una
piedra. Gritó el nombre del Mesías. Llorando, efectuó el corte y sostuvo a su último
hijo mientras la sangre le corría por el pecho. Finalmente era libre para unirse con los
de su propia sangre porque
ínter Babiloniam et jerusalem nullapax est, sed guerra
continua...
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Tercera parte
GRACIA
El Descenso
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21
A
BANDONADOS
Entre Babilonia y Jerusalén no hay paz, sino guerra continua...
S
B
, L
sermones.
AN
ERNARDO
OS
El mar, a 11.810 m
Nadie había soñado jamás un lugar como este.
Los geólogos habían hablado de antiguos paleo-océanos enterrados bajo los
continentes, pero sólo como hipotéticas explicaciones que explicaran los errantes
polos de la Tierra y las anomalías de la gravedad. Los paleo-océanos eran fantasías
matemáticas. Esto, en cambio, era real.
Bruscamente, el 22 de octubre, lo encontraron, inmóvil, en calma. Los hombres
y mujeres que habían avanzado precipitadamente río abajo para salvar sus vidas, se
detuvieron de pronto. Desembarcaron y se unieron a sus camaradas, que estaban
boquiabiertos sobre la arena de peltre. El agua se extendía ante ellos como una
enorme media luna plana. La más alta de las olas lamía suavemente la orilla. La
superficie era suave. Sus luces la rozaban. No tenían ni idea de la forma o el tamaño
de aquella extensión de agua. Dirigieron sus rayos láser hacia lo alto, en busca de un
techo que, después de medirlo, comprobaron que estaba a ochocientos metros por
encima. En cuanto a la extensión del mar, la superficie se curvaba. Lo único que
sabían con certidumbre era que el horizonte se hallaba a unos trescientos kilómetros
de distancia, sin obstrucciones intermedias y sin que vislumbraran el final.
El camino que habían seguido hasta entonces se bifurcaba a derecha e
izquierda, rodeando el mar. Nadie sabía qué camino seguir ni adonde conducía.
—Aquí están las huellas de Walker —dijo alguien, y las siguieron.
Más adelante, playa abajo, encontraron su cuarto avituallamiento. Uno junto a
otro, los tres cilindros estaban perfectamente colocados, como una mercancía. Los
hombres de Walker habían llegado varias horas antes y apilado los contenedores,
formando una base defensiva, con arena amontonada formando un parapeto circular,
trincheras y ametralladoras instaladas en campos de fuego cruzados.
Los científicos se aproximaron a pie. Uno de los mercenarios se adelantó y
levantó una mano.
—Ya se han acercado bastante —dijo.
—Pero si somos nosotros —dijo una mujer.
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En ese momento apareció Walker.
—El depósito queda fuera de los límites para ustedes —les informó.
—No puede hacer eso —gritó alguien.
—Estamos en máxima alerta —dijo Walker—. Nuestra principal prioridad es la
protección de los alimentos y los suministros. Si fuésemos atacados y se encontraran
dentro de nuestro perímetro, se produciría un caos. Esto es lo mejor que podemos
hacer. Les hemos localizado un lugar para montar el campamento, en el lado opuesto
de esa roca caída, allí. El oficial de avituallamiento les ha dejado allí sus raciones y la
correspondencia.
—Necesito ver a la muchacha —dijo Ali.
—Me temo que eso queda fuera de los límites —dijo Walker—. Ha quedado
clasificada como patrimonio militar.
La forma en que lo dijo resultó harto extraña, incluso para Walker.
—¿Quién la ha clasificado? —preguntó Ali.
—Está clasificada —dijo Walker con un parpadeo—. Ella posee información
valiosa sobre el terreno.
—Pero si habla un dialecto abisal.
—Tengo la intención de enseñarle inglés.
—En eso se tardará mucho tiempo. Yo e Ike podemos ayudar. Ya he preparado
glosarios con anterioridad.
Aquella era su oportunidad para ahondar en el lenguaje.
—Gracias por su entusiasmo, hermana.
Walker señaló hacia veinte botellas rodeadas con envoltorios de burbujas que
había sobre la arena.
—Helios ha enviado whisky. Pueden beberlo o tirarlo. En cualquier caso, se
quedará aquí. No vamos a llevar con nosotros nada de peso líquido.
Sólo más tarde se darían cuenta los científicos de que el whisky formaba parte
de su plan. Aquella noche se pusieron melancólicos y se emborracharon. Su
distanciamiento respecto de los mercenarios había ido en aumento a lo largo de los
meses. La matanza de los abisales contribuyó a aumentar la división. Ahora vivían en
dos campamentos distintos. Se utilizó generosamente el contenido de las botellas.
—Aquí abajo somos como débiles polluelos —se quejó alguien.
—¿Cuánto más podemos soportar? —preguntó una mujer.
—Por Dios que estoy más que dispuesto a regresar a casa —anunció Gitner.
Ali se dio cuenta del estado de ánimo reinante y decidió alejarse. El grupo se
veía afectado por el temor, el dolor y la confusión. Trató de encontrar a Ike para
compartir pensamientos y lo encontró apoyado contra las rocas, con su propia
botella. Walker lo había vuelto vago, sin agallas. Ella se sentía ligeramente
decepcionada con Ike. Desprovisto de sus armas, parecía impotente, más
dependiente de su habilidad para cometer tropelías.
—¿Por qué te dedicas a beber? —le preguntó con firmeza—. Precisamente esta
noche.
—¿Qué le pasa a esta noche?
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—Nos estamos desmoronando. Observa a tu alrededor y verás.
En la distancia, la milicia de Walker había instalado focos móviles para
defender su posición. Más cerca, como siluetas puntuadas, bailarines medio
borrachos ejecutaban movimientos de baile y se quitaban las ropas. Pero no había
música. Se podían escuchar las discusiones, la desesperación y el forcejeo de los
amantes sobre la arena dura. Aquello ocurría en pleno mes de agosto.
—Para empezar, fuimos demasiados —comentó Ike.
—¿No te sientes preocupado? —le preguntó Ali mirándole fijamente.
Él se llevó la botella a los labios y luego se limpió la boca.
—A veces tiene uno que dejarse llevar —dijo.
—No nos abandones, Ike.
El apartó la mirada. Ali se dirigió hasta un lugar aislado a medio camino entre
los dos campamentos y se tumbó a dormir.
A media noche la despertó una mano apretada contra su boca.
—Hermana —le susurró un hombre. Sintió un bulto pesado que le entregaban
en las manos—. Escóndalo.
El hombre se marchó antes de que ella pudiera decir una sola palabra.
Ali dejó el bulto junto a ella y lo abrió. Palpó su contenido con las manos: un
rifle y una pistola, una escopeta de cañones recortados que sólo podía pertenecer a
Ike y cajas de municiones. Fruta prohibida. Su visitante sólo podía haber sido un
soldado, y estuvo segura de que debía de ser uno de los quemados a los que Ike
había salvado. Pero ¿por qué las armas?
Temerosa de que Walker la estuviera poniendo a prueba, Ali estuvo a punto de
devolver el bulto de armas a la base iluminada. Fue antes a preguntarle su opinión a
Ike, pero lo encontró inconsciente. Finalmente, escondió la prohibida herencia bajo
un farallón.
A primeras horas de la mañana, Ali se despertó ante una neblina de aspecto
fosfórico que cubría la playa. En la quietud sintió, más que oyó, los pasos que
avanzaban sobre la arena. Se levantó y distinguió unas figuras recortadas a través de
la niebla, como espectros que arrastraran un tesoro. Una de ellas se acercó y vio que
era un soldado, que le hizo gestos de que guardara silencio y se sentara. Lo conocía
ligeramente y le había copiado unos cortos versos de santa Teresa de Ávila, su
mística preferida. Esta mañana, sin embargo, el hombre no la miró a los ojos.
Se sentó y guardó silencio, mientras pasaba el último de ellos. Se dirigieron
hacia el agua, pero ni siquiera entonces imaginó lo que ocurría. Sólo después de unos
pocos minutos, al ver que no aparecía nadie, se levantó y se acercó a la orilla, y vio
sus luces que disminuían suavemente en la distancia, a través del mar negro y quieto.
Pensó que Walker debía de haber enviado una especie de patrulla de
reconocimiento. Pero luego se dio cuenta de que sobre la arena no había balsas. Ali
caminó de un lado a otro, buscando sus embarcaciones, convencida de que se había
equivocado de sitio. Sin embargo, las huellas dejadas por las balsas estaban bastante
claras. Se las habían llevado todas.
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—Esperad —gritó tras las luces que se adentraban en el agua—. ¡Eh! Debía de
tratarse de un error absurdo. Seguramente, se habían olvidado de ella al dejarla allí.
Pero si era un error, ¿por qué aquel soldado le había indicado que se sentara de
nuevo? Comprendió que aquello formaba parte de un plan, que tenían la intención
de dejarla allí.
La conmoción que experimentó hizo que se sintiera vacía. La habían dejado
sola. Abandonada.
La sensación de pérdida que experimentó fue inmediata y abrumadora, muy
similar a la sufrida hacía ya mucho tiempo atrás, cuan do un comisario acudió a su
casa para darle la noticia del accidente de coche que habían sufrido sus padres.
El sonido de una tos llegó hasta ella a través de la niebla y entonces comprendió
toda la verdad. No la habían abandonado a ella sola. Walker había prescindido de
todos aquellos que no se encontraran bajo su mando directo.
Trastabillando sobre la arena, se precipitó a través de la playa y encontró a los
científicos diseminados allí donde su juerga los había dejado, todavía dormidos. Se
fueron despertando de mala gana y se negaron a creerla. Cinco minutos más tarde, al
borde del mar, allí donde antes habían dejado sus barcas, fueron comprendiendo el
horrible hecho.
—¿Qué significa esto? —rugió Gitner.
—¿Nos han abandonado? ¿Dónde está Shoat? Será mejor que nos dé una buena
explicación.
Pero Shoat también se había marchado. Y se habían llevado consigo a la
muchacha abisal.
—Esto no puede estar sucediendo.
—¿Sabéis dónde estamos? —preguntó alguien.
Por lo visto, alguien no se había enterado aún. Ali observó sus reacciones como
si fuesen extensiones de sí misma. Se sintió obnubilada, encolerizada, paralizada. Lo
mismo que sus amigos y camaradas, quería ponerse a gritar, patear la arena, dejarse
caer de espaldas. La traición era tan completa que se negaban a aceptarla.
—¿Por qué nos han hecho esto? —preguntó alguien entre lágrimas.
—Tiene que habernos dejado una nota, una explicación.
—Escuchad —exclamó Gitner—, parecéis jovenzuelos a los que acabaran de dar
calabazas. Eso no es más que un asunto de negocios. Una carrera por la
supervivencia. Walker no ha hecho más que librarse de un puñado de estómagos
vacíos. Me sorprende que no lo hiciera antes.
Ike llegó desde el campamento base con un trozo de papel en una mano y Ali
observó en él una fila de números.
—Walker ha dejado una parte de los alimentos y los medicamentos. Pero la
línea de comunicación está destruida. Y se han llevado todas sus armas.
—Nos han dejado atrás como una boya —se lamentó alguien—, como una
ofrenda sacrificial para los abisales.
Ali tomó a Ike por el brazo y la mirada que le dirigió hizo que todos se callaran.
De pronto adquirió todo su sentido la visita que había recibido en plena noche.
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—¿Crees en el karma? —le preguntó a Ike.
La siguieron hasta donde había ocultado la manta con las armas y cuchillos. La
sacaron rápidamente de la arena, pero luego se pasaron una hora discutiendo sobre
quién recibiría qué armas.
—No acabo de entenderlo —dijo Gitner—. Ike salva a ese hombre y luego
resulta que le entrega todas estas armas a una monja.
—¿No es evidente? —preguntó Pia—. Es la monja de Ike.
Ike no le hizo caso.
—Ahora tenemos nuestra oportunidad —se limitó a decir, mientras cargaba su
escopeta de cañones recortados.
En el depósito de avituallamiento revisaron las cajas y latas. Walker les había
dejado más de lo esperado, pero menos de lo que necesitaban. Además, sus hombres
habían saqueado los paquetes enviados a los científicos por familiares y amigos
angustiados. El interior del improvisado fuerte de arena estaba cubierto de pequeños
regalos, tarjetas y fotografías. Aquella intromisión en sus intimidades añadió un
insulto al delito y aumentó la desesperación de los científicos.
Eran en total cuarenta y seis personas. Un cuidadoso cómputo demostró que
disponían de alimentos para 1.124 días-persona, lo que suponía 29 días de raciones
completas. Si lo acordaban, eso se podía ampliar reduciendo las raciones. Si la
reducción era de la mitad por persona, la comida de que disponían podría durarles
dos meses.
Su exploración había terminado. Lo único que quedaba ahora era una carrera
por la supervivencia. La expedición se enfrentaba a dos alternativas. Podían regresar
al punto Z-3, en Esperanza, a pie, o bien podían continuar a la búsqueda del
siguiente punto de avituallamiento, de más suministros y de una forma de salir del
interior del planeta.
Gitner se mostró inexorable: su única salvación estaba en llegar a Esperanza.
—Siguiendo ese camino, al menos, no nos enfrentamos con lo desconocido —
dijo.
Con las raciones de dos meses podrían llegar al Avituallamiento III, reparar la
línea de comunicaciones y pedir más suministros. Llamó estúpidos a todos aquellos
que no estuvieran de acuerdo.
—No tenemos un minuto que perder —aseguraba continuamente.
—¿Qué piensas tú? —le preguntaron a Ike.
—Es cuestión de buena suerte —contestó.
—Pero ¿qué camino seguirías tú?
Ali sabía que Ike ya había tomado su decisión, pero no quería asumir la
responsabilidad de las decisiones de los demás, de modo que guardó silencio.
—Hacia el oeste no hay más que vacío —declaró Gitner—. Todo aquel que
quiera proseguir hacia el este, que venga conmigo.
Ali se sorprendió cuando Ike actuó con astucia y negoció las armas con Gitner.
Finalmente, cambió el rifle y su munición, la radio y un cuchillo por cincuenta
raciones-día extra de comida.
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—Si no os importa, nosotros iremos rodeando esta extensión de agua.
Ahora que contaba con la mayoría de las armas, los alimentos y varios
seguidores, a Gitner no le importó lo más mínimo.
—Estáis locos —le dijo Gitner a Ike—. Y vosotros, ¿qué haréis?
—Prefiero explorar territorios nuevos —contestó Troy, el joven experto forense.
—Ike lo ha hecho bien hasta ahora —dijo Pia.
En cuanto a Ali, no defendió su decisión.
—Entonces, os recordaremos —dijo Gitner.
Rápidamente, reunió a su equipo y se prepararon para emprender el viaje,
acuciados por la posibilidad de que Walker decidiera regresar para reclamar lo que
quedaba. Hubo tiempo para que los dos grupos se despidieran. Las personas de
ambas coaliciones se estrecharon las manos, se desearon buena suerte y prometieron
enviar un grupo de rescate si lograban salir los primeros.
Poco antes de partir, Gitner se acercó a Ali con su nuevo rifle.
—Creo que sería justo que nos entregaras tus mapas —le dijo—. Tú no los
necesitas. Nosotros sí.
—¿Los mapas de mi diario? —preguntó Ali.
Eran suyos. Ella los había creado con su arte y los consideraba como una
extensión de sí misma.
—Los necesitamos para recordar todo lo posible las características del terreno.
Fue la primera vez que Ali deseó que Ike la apoyara activamente, pero no lo hizo. A
la vista de todos, le entregó a Gitner el tubo con los mapas.
—Prométeme cuidarlos —le pidió—. Me gustaría recuperarlos algún día. —
Claro.
Gitner ni siquiera le dio las gracias. Se limitó a introducirlos en su mochila y
poco después iniciaba la marcha sendero arriba, junto al río. Su gente le siguió.
Además de Ali e Ike, sólo siete personas se quedaron con ellos.
—¿Qué camino seguimos?
—A la izquierda —contestó Ike con total seguridad en sí mismo.
—Pero Walker se fue a la derecha con las barcas. Yo misma lo vi —comentó Ali.
—Eso podría funcionar —admitió Ike—, pero supone un retroceso.
—¿Un retroceso?
—¿Es que no lo notas? —preguntó Ike—. Este es un lugar sagrado. Y en los
lugares sagrados se avanza siempre hacia la izquierda. Montañas, templos, lagos, así
es como se hace. Siguiendo el sentido de las agujas del reloj.
—¿No es eso algo budista? —preguntó Pia.
—Dante —dijo Ike—. ¿Has leído alguna vez el Infierno? Cuando llegaban a una
bifurcación, el grupo seguía a la izquierda, siempre a la izquierda. Y Dante no era
budista.
—¿De veras? —se maravilló un corpulento geólogo—. ¿Y durante todos estos
meses no hemos hecho más que seguir un poema y tus supersticiones?
—¿Acaso no lo sabías? —preguntó Ike con una sonrisa.
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Durante los quince primeros días marcharon descalzos, como paseantes por la
playa. La arena estaba fría entre los dedos de los pies. Sudaban bajo las pesadas
mochilas. Por la noche les dolían los muslos. Dejarse llevar por las barcas pasaba
ahora su factura. Ike procuró mantenerlos en movimiento, pero muy lentamente, al
ritmo que siguen los nómadas.
—No tiene sentido echar a correr —dijo—. Lo estamos haciendo bien.
Aprendieron mucho sobre el agua. Ali introdujo la lámpara bajo la superficie y
fue como si hubiese tratado de hacer brillar la luz desde detrás de un espejo. Tomó el
agua entre las palmas de las manos y fue como contener el tiempo. El agua era
antigua.
—Esta agua... lleva aquí desde hace más de medio millón de años —le dijo
Chelsea, la hidróloga.
Conservaba un aroma a profundidad de la tierra. Ike la agitó con la mano y dejó
caer unas pocas gotas sobre su lengua.
—Es dif erente —sentenció.
Después de beber del mar sin vacilación, dejó que los demás tomaran sus
propias decisiones, sabien do que lo observaban con atención para comprobar si
enfermaba o le sangraba la orina. Twiggs, el especialista en orquídeas, estuvo
especialmente atento. Al final del segundo día, todos bebían de aquella agua sin
purificarla.
—Es deliciosa —dijo Ali.
Hubiera querido decir voluptuosa, pero no quiso decirlo en voz alta. De algún
modo, era diferente al agua corriente por la forma en que se deslizaba sobre la
lengua, por su limpieza. Tomó un poco con las manos para enjuagarse la cara y la
dejó resbalar sobre los pómulos. La sensación que le produjo se mantuvo durante
largo rato. Finalmente, decidió que todo aquello estaba sólo en su cabeza.
Seguramente tendría que ver con aquel lugar.
Un día observaron pequeños destellos sulfurosos a lo largo del horizonte negro.
Ike dijo que se trataba de disparos de armas de fuego, a unos ciento cincuenta
kilómetros por el lado opuesto del mar. Walker estaba causando problemas, o los
estaba teniendo.
El agua era su norte. Durante varios meses habían avanzado sin orientación, sin
poder confiar en ninguna brújula, atrapados en aquellas venas ciegas. Ahora tenían el
mar y, por una vez, podían prever su geografía. Podían contemplar el mañana y el
día siguiente. No era un destino recto, pues había recodos y arcos, pero, para variar,
podían ver hasta donde alcanzara su visión, una alternativa muy agradable después
del laberinto de túneles claustrofóbicos.
Aunque todos pasaban hambre, ninguno se moría por ello y siempre disponían
del agua, que los reconfortaba. Dos, tres y hasta cuatro veces al día se bañaban para
quitarse el sudor. Llevaban las tazas de plástico atadas de una cuerda alrededor del
cuello y tomaban un trago siempre que querían, casi sin necesidad de inclinarse o de
interrumpir la marcha. El cabello de Ali estaba largo, y se lo soltó de la trenza que
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llevaba hasta entonces, dejándolo que le cayera sobre los hombros, abundante y
limpio.
Se sentían complacidos con el régimen impuesto por Ike. No les azuzaba. Si
alguien se cansaba, Ike le llevaba parte de la carga durante un rato. Una vez que se
marchó para investigar un cañón lateral, algunos trataron de levantar su mochila y
no pudieron soportarlo.
—¿Qué lleva ahí dentro? —preguntó Chelsea.
Nadie se atrevió a mirar, claro. Eso habría sido como tentar a su buena suerte.
Por la noche, cuando apagaban la última luz, la playa brillaba con una
fosforescencia del Cretácico inicial, que Ali contemplaba durante horas mientras la
arena parecía palpitar contra un mar negro que contenía la oscuridad. Se acostumbró
a permanecer tumbada de espaldas, imaginando las estrellas y rezando sus
oraciones. Cualquier cosa con tal de no dormir.
Desde que Walker perpetrara la matanza, el sueño significaba horribles
pesadillas. Mujeres sin ojos la perseguían. En el nombre del Padre. Una noche, Ike la
despertó de una pesadilla.
—¿Ali?
La arena se le pegaba al sudor. Jadeaba y se aferró a la mano que le tendía Ike.
—Estoy bien —murmuró jadeante.
—Las cosas no te resultan fáciles —dijo Ike.
«Quédate», estuvo a punto de decirle ella. Pero luego ¿qué? ¿Qué se suponía
que debía hacer con él entonces?
—Duerme —le dijo Ike—. Dejas que las cosas te afecten demasiado...
Transcurrió otra semana. Su marcha se hacía más lenta. Los estómagos les
producían retortijones de hambre por las noches.
—¿Cuánto tiempo queda todavía? —le preguntaron a Ike.
—Lo estamos haciendo muy bien —les animó él. —Tenemos mucha hambre.
Ike los miró, como valorándolos. —No tanta —dijo con suavidad en tono misterioso.
Cuánta hambre sufrían, se maravilló Ali. ¿Y cuál sería su alivio?
—¿Dónde puede estar el Avituallamiento IV? Debemos de estar cerca.
—¿A qué fecha estamos? —preguntó Ike.
Sabía que no estaba previsto descender los siguientes cilindros hasta el cabo de
otros seis días. Eso, sin embargo, no les impidió caminar esperanzados, a la
búsqueda de señales del avituallamiento. Cada uno de ellos tenía un pequeño
localizador del avituallamiento, incluido en los relojes de pulsera de Helios. Primero
Pia y luego Chelsea agotaron las pilas de sus relojes tratando de captar alguna señal.
Era como desear que se produjese un acto de magia. Nadie quería hablar sobre lo que
ocurriría si Walker y sus piratas llegaban antes al avituallamiento.
Transcurrieron los seis días y seguían sin encontrar el punto. Sólo recorrían
unos pocos kilómetros al día. Ike se hacía cargo cada vez más del peso de los demás.
Ali observó con sorpresa que ahora tenía que esforzarse para llevar apenas ocho kilos
a la espalda.
Ike recomendó que se racionaran los alimentos.
El Descenso
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—Compartir un paquete de superviven cia con dos o tres personas —sugirió—.
O comer un solo paquete en un período de dos días.
No obstante, él nunca les tomaba la comida para racionarla por sí mismo. Y
ellos nunca lo veían comer.
—¿De qué se mantiene? —le preguntó Chelsea a Ali.
Durante veintitrés días, Gitner pudo conducir a su gente aceleradamente.
Parecía imposible, pero en la segunda semana perdieron de algún modo el río. Un
buen día estaba allí, y al día siguiente desapareció.
Gitner lo achacó a los mapas trazados por Ali. Sacó los rollos de papel del tubo
de cuero y los arrojó al suelo.
—¡Que se pudran! —exclamó—. No son más que ciencia ficción.
Desaparecido el río, les pareció superfluo su equipo para el agua. Abandonaron
los trajes de supervivencia, con los que formaron un montón de neopreno.
Al final de la tercera semana hubo gente que empezó a quedar rezagada hasta
desaparecer.
Un arco de sal que utilizaron como puente se derrumbó a su paso y cinco de
ellos cayeron al vacío. Increíblemente, los dos médicos de la expedición sufrieron
fracturas múltiples en las piernas. Fue Gitner quien tomó la decisión de dejarlos
atrás, argumentando que los médicos se curaran a sí mismos. Transcurrieron dos días
antes de que los ecos de sus lastimosas súplicas se desvanecieran en los túneles que
iban dejando atrás.
A medida que disminuía su número, Gitner contaba con tres ventajas: su rifle,
su pistola y la provisión de anfetaminas de la expedición. El sueño era el enemigo.
Todavía creía posible encontrar el Avituallamiento III y reparar las líneas de
comunicación. La comida empezaba a escasear. Pronto se produjeron dos asesinatos.
En ambos casos se utilizaron dos fragmentos de roca y se saqueó la mochila de las
víctimas.
Al llegar ante una bifurcación del túnel, la opinión de Gitner se impuso a la del
grupo. Sin molestarse en explorar, los condujo a todos directamente a una formación
conocida por unos como laberinto de esponja y por otros como osario. Al principio,
le dieron poca importancia. El laberinto poroso aparecía lleno de bolsas, cavidades
interconectadas y burbujas abiertas en la roca que se extendían en todas direcciones,
adelante, abajo, arriba y atrás. Aquello era como recorrer una enorme esponja
petrificada.
—Ahora sí que avanzamos hacia alguna parte —los animó Gitner—.
Evidentemente, alguna clase de disolución gaseosa se ha abierto paso hacia arriba,
desde el interior. Ahora sí que podemos ganar terreno hacia arriba.
Los que quedaban empezaron a escalar, a avanzar verticalmente a través de los
poros y oviductos. Pero se liaron con las cuerdas al seguir el agujero erróneo. La
fricción hizo más lento su progreso. Los agujeros se estrechaban y finalmente
conducían a callejones sin salida. Había que pasar las mochilas a través de los
intersticios. Todo aquello les hacía emplear mucho tiempo.
—Tenemos que retroceder —le gritó disgustado alguien a Gitner.
El Descenso
Jeff Long
Él, sin embargo, le indicó que se desatara de la cordada y continuó el ascenso.
Algunos se fueron soltando y se perdieron, ante lo que Gitner aseguró que «ahora se
trata de luchar por soportar el peso». Por la noche escuchaban las voces de los que se
habían perdido y trataban de localizar al grupo. Gitner se limitó a imprimir una
mayor velocidad a la marcha y a mantener la luz encendida.
Finalmente, se quedó a solas con un único hombre.
—Nos has jodido a todos, jefe —le dijo el hombre.
Gitner se limitó a meterle una bala en la cabeza. Escuchó cómo el cuerpo
golpeaba y rebotaba, hundiéndose en la profundidad. Luego, se volvió y continuó el
ascenso, convencido de que el laberinto de esponja le permitiría encontrar una salida
del inframundo para ver de nuevo el sol. En alguna parte, a lo largo del camino, dejó
el rifle colgado en un saliente. Un poco más adelante dejó la pistola.
El 15 de noviembre, a las 4.40, el laberinto de esponja se interrumpió. Gitner
había llegado al techo.
Le dio la vuelta a la mochila y montó cuidadosamente la radio. El nivel de
batería estaba cerca del rojo, pero imaginó que sería lo suficiente para lanzar un
fuerte grito de socorro. Con enorme exactitud, procuró enviar la transmisión
siguiendo diversas características ramificadas del laberinto de esponja. Luego se
sentó sobre un saledizo de mármol y se aclaró tanto los pensamientos como la
garganta. Encendió la radio.
—Mayday, mayday —dijo y una vaga sensación de
déjá vu
le recorrió el fondo
de su mente—. Aquí el profesor Wayne Gitner, de la Universidad de Pennsylvania,
miembro de la Expedición Helios por el sub-Pacífico. Todos los miembros de mi
grupo han muerto. Me encuentro ahora solo y necesito ayuda. Repito, suplico ayuda.
La batería se agotó. Dejó el aparato a un lado, tomó el martillo y empezó a
golpear el techo, tratando de abrirse paso como fuese. Un recuerdo que no acababa
de adquirir forma se introdujo en su mente. Pero él se limitó a seguir martilleando
con más fuerza.
En pleno martilleo, se detuvo de pronto y bajó el martillo. Cinco meses antes
había escuchado su propia voz enunciando la misma señal de angustia que ahora
acababa de transmitir. Durante todo ese tiempo había avanzado en círculos hasta su
propio principio.
Para algunos, eso podría haber significado un nuevo inicio.
Para un hombre como Gitner, significó el final.
El Descenso
Jeff Long
22
M
ALOS
VIENTOS
Me siento, apoyado en el acantilado, mientras pasan los años,
hasta que la hierba verde crece entre mis pies y el polvo rojo se
asienta sobre mi cabeza, y los hombres del mundo, creyéndome
muerto, acuden con ofrendas... que dejan junto a mi cadáver.
H
S
, Montaña fría, c. 640 d.C.
AN
HAN
Alpes dolomitas
Los eruditos habían trabajado para llegar a este día desde la primera noche que
pasaron juntos. Durante diecisiete meses, sus viajes, los
cappricios
de Thomas, les
habían llevado a todas las partes del globo, como un dado. Finalmente se reunían de
nuevo, esta vez en el castillo de De l'Orme, que se levantaba en una elevada
formación de piedra caliza sobre un precipicio, donde era suficiente un poco de
ejercicio para jadear.
Por una vez, el enfisema de Mustafah le dio una ventaja, pues llevaba una
botella de oxígeno, y se limitó a elevar el flujo de oxígeno. Foley y Vera compartían
un polvo italiano de aspirinas para combatir sus dolores de cabeza. Parsifal, el
astronauta, pudo fanfarronear demostrando a todos su naturaleza atlética, aunque
tenía un color algo verdoso, sobre todo cuando De l'Orme los llevó a visitar las
curvadas murallas desde las que se dominaban los escarpados peñascos y las lejanas
llanuras.
—¿No te gustan los vecinos? —le preguntó Gault.
Su Parkinson se había estabilizado. Acomodado en una gran silla de ruedas
parecía un Pinocho manipulado por niños traviesos.
—¿Verdad que es maravilloso? —dijo De l'Orme—. Cada mañana me despierto
y agradezco a Dios que me haya librado de la paranoia.
Ya había explicado los orígenes del castillo, construido por un cruzado alemán
que enloqueció ante los muros de Jerusalén y se exilió en lo más alto de aquellas
peñas.
Era un castillo bastante pequeño. Construido formando un círculo pequeño al
borde mismo del precipicio, casi se parecía a un faro. Terminaron de realizar el
recorrido y regresaron adonde habían dejado a January agotada por la malaria,
sentada cara al sur, tomando el sol con Thomas. Allá abajo, aparcados al final del
El Descenso
Jeff Long
camino, estaban sus coches alquilados. Sus chóferes y enfermeras disfrutaban de un
picnic entre las primeras flores.
—Entremos —dijo De l'Orme—. A esta altura, el sol calienta mucho, pero la más
ligera nube es suficiente para hacer descender la temperatura. Y se nos acerca una
tormenta.
Los gruesos leños encendidos en la chimenea con rejilla de hierro apenas
lograban ahuyentar el frío de la sala. El comedor era sobrio, de paredes desnudas, sin
ningún tapiz o cabeza de oso. De l'Orme no tenía necesidad alguna de decoración.
Se sentaron alrededor de una mesa y un sirviente acudió a servirles cuencos de
espesa sopa caliente. No había tenedores, sino sólo cucharas para la sopa y cuchillos
para cortar la fruta, el queso y el
prosciutto.
El sirviente les sirvió vino y luego se
retiró, cerrando las puertas tras él. De l'Orme propuso un brindis por sus generosos
corazones y todavía más generosos apetitos. La mayoría de ellos habían sido
extraños los unos para los otros al principio, y sus caminos sólo se habían cruzado
raras veces desde que Thomas los diseminara a los cuatro vientos, desde la ciudad de
Nueva York. Pero todos compartían un propósito común tan fuerte que bien podrían
haber sido hermanos y hermanas. Se sentían muy animados con las historias que
contaban los demás y contentos por su seguridad.
January volvió a contar la última hora pasada con Desmond Lynch en el
aeropuerto de Phnom Penh. El se dirigía a Rangún, y luego hacia el sur, en busca de
un señor de la guerra de la tribu karen que afirmaba haberse encontrado con Satán.
Desde entonces, nadie había vuelto a saber de él.
Esperaron a que Thomas aportara sus propias impresiones, pero él parecía
distraído y melancólico. Había llegado tarde, llevando consigo una caja cuadrada,
inabordable.
—¿Y dónde está Santos? —le preguntó Mustafah a De 1'Orme—. Empiezo a
pensar que no le caemos bien.
—Está en Johannesburgo —contestó De l'Orme—. Parece ser que se ha rendido
otro grupo de abisales, pero esta vez a un puñado de mineros desarmados.
—Es el tercero en lo que va de mes —observó Parsifal—. Uno en los Urales y
otro por debajo del Yucatán.
—Tan dóciles como corderos —dijo De 1'Orme—, cantando al unísono, como
peregrinos que se dispusieran a entrar en Jerusalén.
—¿Qué idea!
—Cabría imaginar que sería mucho más seguro para ellos seguir el camino
contrario y bajar más profundamente, alejándose de nosotros. Es casi como si
temieran las profundidades que hay bajo ellos, como si le tuvieran tanto miedo como
nosotros a esas profundidades.
—Empecemos —dijo Thomas.
Habían esperado largo tiempo para sintetizar su información. Finalmente
empezaron, con los cuchillos en la mano, comiendo uvas. Al principio lo hicieron con
precaución, con una actitud de «tú me cuentas lo tuyo y yo te cuento lo mío». Pero al
cabo de poco rato el intercambio de información se convirtió en una conversación
El Descenso
Jeff Long
abierta y democrática. Psicoanalizaron a Satán con el vigor de nuevos investigadores.
Las pistas de que disponían les conducían en una docena de direcciones distintas.
Sabían que no les conducía a nada, pero no pudieron evitar el contrarrestar las más
extrañas teorías con otras propias todavía más extrañas.
—Me siento muy aliviado —admitió Mustafah—. Creía ser el único en llegar a
esas conclusiones tan extraordinarias.
—Deberíamos atenernos a lo que sabemos —les recordó Foley remilgadamente.
—Muy bien —asintió Vera.
Y las cosas no hicieron sino desbocarse aún más.
En algo todos estaban de acuerdo: a excepción del relato sumerio, de cuatro mil
años de antigüedad sobre la reina Ereshkigal, Allatu en asirio, el señor del
inframundo era siempre masculino. Incluso si el Satán contemporáneo era más que
una persona una entidad colectiva, lo más probable es que estuviera dominada por
una sensibilidad masculina, por el afán de dominio, el gusto por el derramamiento
de sangre.
A partir de los puntos de vista generales sobre los machos alfa, extrapolaron
puntos de vista sobre el comportamiento animal, sus impulsos territoriales y la
tiranía reproductora. Con un personaje de aquel tipo podía funcionar la diplomacia o
no; un puño apretado, una amenaza vacía probablemente le irritarían. El jefe abisal
no debía ser un estúpido, al contrario: su fama de artero, de ser capaz de disfrazarse,
de inventar y de cerrar acuerdos favorables para él le mostraban como un genio real
y capaz de moverse entre las distintas culturas. Tenía el instinto comercial de un
mercader de sal, el valor de quien se atreve a atravesar el Ártico en solitario. Era un
viajero entre los hombres capaz de conversar en las lenguas humanas, un estudioso
del poder, alguien capaz de mezclarse entre los humanos sin llamar la atención, un
aventurero que explora al azar, para su beneficio, como el grupo Beowulf o la
expedición Helios, sin curiosidad científica.
Su habilidad para el anonimato era un arte; sin embargo, no era infalible. Nunca
había sido atrapado, pero sí se le había visto. Nadie conocía su aspecto, lo que quería
decir que no se mostraba dos veces como la gente esperaba. Probablemente no tenía
cuernos rojos, ni pezuñas ni la cola terminada en un tridente. Podía ser grotesco o
animalesco a veces, seductor, voluptuoso, incluso bello en otras ocasiones. Eso,
simplemente, manifestaba su capacidad para disfrazarse, o la ayuda de
lugartenientes o espías. O la existencia de un linaje de Satán.
En opinión de Mustafah era significativa su habilidad para transferir recuerdos
de una conciencia a otra, demostrada ahora clínicamente. La reencarnación hacía
posible la existencia de una «dinastía» similar a la teocracia del Dalai Lama. La
noción de que Satán pudiera constituir una monarquía religiosa constituyó una
sacudida para todos ellos.
—El budismo dotado del más extremado prejuicio —comentó Parsifal.
—Quizá podamos concebir mejor a Satán como un moribundo que va a
convertirse en una idea, en lugar de esforzarse por ser una realidad —propuso De l
´Orme con irreverencia—. Al deambular por el campamento del hombre durante
El Descenso
Jeff Long
todos estos años, el león ha degenerado hasta convertirse en hiena. La tempestad se
ha convertido en un bufido de malos vientos, en una especie de pedo en la noche.
Aunque la literatura y las pruebas arqueológicas y lingüísticas describieran al
propio Satán o más bien a sus lugartenientes y espías, lo cierto era que el perfil les
parecía que encajaba con una mentalidad inquisitiva. No cabía la menor duda de que
la oscuridad quería aprender de la luz. Pero ¿para saber sobre qué? ¿Sobre la
civilización, la condición humana, la sensación de los rayos del sol?
—Cuanto más aprendo sobre la cultura abisal —dijo Mustafah—, tanto más me
reafirmo en la impresión de hallarnos ante una gran cultura en declive. Es como si el
intelecto colectivo hubiera desarrollado un Alzheimer y empezara a perder
lentamente la razón.
—Yo pienso más bien en el autismo, no en el Alzheimer —comentó Vera—. Un
vasto inicio de presencia centrada en sí misma. Una incapacidad para reconocer el
mundo exterior, unida a la incapacidad para crear. Fijaos en los artefactos que llegan
hasta nosotros desde los lugares abisales. Durante los últimos cinco mil años, esos
artefactos han sido cada vez más de origen humano: monedas, armas, arte rupestre,
herramientas manuales. Eso podría significar que los abisales se alejaron del trabajo
manual y artístico para dedicarse a las artes superiores, o bien que dejaron las
minucias cotidianas en manos de artesanos humanos a los que capturaron, o que
valoran más las posesiones robadas que las hechas por ellos mismos.
»Pero comparemos eso con el declive de la población abisal a lo largo de los
últimos milenios. Algunas proyecciones demográficas sugieren que pudieron haber
alcanzado los cuarenta millones de individuos que vivieron subglobal—mente en
tiempos de Aristóteles y Buda. En el momento actual, esa cifra ha quedado reducida
a menos de 300.000. Ahí abajo hay algo que está saliendo terriblemente mal. Los
abisales se han hecho menos avanzados, no han seguido las artes superiores y, en
todo caso, se han convertido en poco más que ratas dedicadas a acumular sus
cachivaches humanos en nidos tribales, cada vez más inconscientes de lo que tienen,
de dónde están o de lo que son.
—Vera y yo hemos hablado ampliamente de esto —dijo Mustafah—.
Naturalmente, todavía queda mucho trabajo de campo por hacer. Pero si
retrocedemos un millón de años y nos basamos en las pruebas fósiles de que
disponemos, parece que los abisales desarrollaron herramientas manuales y hasta
amalgamaron artefactos metálicos mucho más adelantados de lo que produjeron los
humanos en la superficie. Mientras que el hombre aún andaba tratando de imaginar
cómo aporrear dos piedras juntas, los abisales ya habían inventado instrumentos
musicales hechos de cristal. ¿Quién sabe? Quizá el hombre nunca descubrió el fuego.
¡Quizá nos lo enseñaron ellos! Pero ahora nos encontramos con estas criaturas
grotescas reducidas al salvajismo, con sus tribus desapareciendo en los agujeros más
profundos. Realmente, es muy triste.
—La cuestión —dijo Vera— es si ese declive general se refleja en todos los
abisales.
—Y sobre todo en Satán —dijo January—. ¿Le afecta eso a él?
El Descenso
Jeff Long
—No lo podemos saber con seguridad si no lo conocemos. Pero siempre existe
una dinámica entre un pueblo y su líder. El es como una imagen de ellos reflejada en
el espejo. Una especie de Dios, pero a la inversa. ¿Somos nosotros una imagen de
Dios? ¿Y si él fuese una imagen de nosotros?
—¿Quieres decir que el dirigente no dirige? ¿Que no hace sino seguir a sus
masas ignorantes?
—Desde luego, hasta el déspota más aislado refleja a su pueblo —dijo Mustafah
—. De otro modo, no sería más que un loco. —Hizo un gesto hacia el espacio que les
rodeaba—. No muy diferente al caballero que se construyó este castillo, en lo alto de
una montaña perdida en una soledad rocosa.
—Quizá se trate de eso —dijo Vera—. Aislado, alienado, segregado por su
propio genio. Dedicado a recorrer el mundo, por encima y por debajo, separado de
los de su propia especie, tratando de encontrar una forma de penetrar en la nuestra.
—¿Somos tan atractivos para él? —se preguntó January.
—¿Por qué no? ¿Y si nuestra luz, civilización y salud física e intelectual fuesen
su salvación, por así decirlo? ¿Y si representásemos para él o para ellos el paraíso, del
mismo modo que su oscuridad, salvajismo e ignorancia representan para nosotros el
infierno?
—¿Que Satán se ha cansado de ser Satán? —preguntó Mustafah.
—Pues claro —dijo Parsifal—. ¿Qué otra cosa podría estar más de acuerdo con
su naturaleza? El traidor definitivo, el Judas de todos los tiempos. Una serpiente
ascendente. La rata que salta del barco.
—O, al menos, un intelecto contemplando su propia transformación —dijo Vera
—. Angustiado por la dirección que ha de seguir y tratando de decidir si realmente
puede desprenderse de las profundidades.
—¿Qué hay de malo en eso? —preguntó Foley—. ¿Acaso no fue esa la agonía de
Cristo? ¿No es ese el problema de Buda? El salvador alcanza su límite y se cansa de
ser el salvador, de sufrir. Significa que nuestro Satán es mortal, eso es todo.
January abrió las palmas de las manos ante ellos, como una fruta madura.
—¿Por qué fantasear tanto? —preguntó—. La teoría funciona perfectamente
bien con una explicación mucho más sencilla. ¿Y si Satán vino para hacer un trato? ¿Y
si lo que quiere es encontrar a alguien como nosotros, tanto como nosotros queremos
encontrarle a él?
El lápiz de Foley trazó un nervioso arco amarillo en el aire.
—¡Pero si eso es lo que estaba yo pensando! —exclamó—. De hecho, creo que ya
nos ha encontrado.
—¿Qué? —preguntaron tres de ellos a la vez. Hasta el propio Thomas levantó la
mirada abandonando sus tenebrosos pensamientos.
—Si hay algo que he aprendido como empresario es que las ideas se producen
por oleadas. Las ideas traspasan la inteligencia. En diferentes culturas, diferentes
lenguas y diferentes sueños. ¿Por qué habría de suceder de modo diferente con la
idea de la paz? ¿Y si la idea de un tratado, o una cumbre o un alto el fuego se le
ocurrió a nuestro Satán del mismo modo que se nos ocurrió a nosotros?
El Descenso
Jeff Long
—Pero eso daría a enten der que nos ha encontrado.
—¿Y por qué no? No somos invisibles. El grupo Beowulf lleva recorriendo el
mundo desde hace año y medio. Si Satán cuenta con la mitad de recursos de los que
pensáis, habrá oído hablar de nosotros. Y, desde luego, puede habernos localizado y
quizá también hasta penetrado.
—Eso es absurdo —exclamaron.
Pero parecían ávidos por saber más.
—Hablas desde la evidencia —le dijo Thomas.
—Sí, claro, la evidencia —asintió Foley—. Es tu propia evidencia Thomas. ¿No
fuiste tú quien propuso la idea de que Satán podía querer ponerse en contacto con un
líder tan desesperado, enigmático y vilipendiado como él mismo? Un líder como por
ejemplo ese señor de la guerra que vive en la jungla y al que Desmond Lynch fue a
conocer. Recuerdo que fuiste tú quien sugirió que Satán quizá deseara establecer una
colonia propia en la superficie, a la vista de todos, por así decirlo, en un país como
Birmania o Ruanda, un lugar tan ignorante y salvaje que nadie se atreva a cruzar sus
fronteras.
—¿Quieres decir con ello que yo soy Satán? —preguntó Thomas con expresión
burlona.
—No, en modo alguno.
—Ah, eso hace que me sienta aliviado. ¿Quién es, entonces?
—Desmond —propuso Foley.
—¿Lynch? —vomitó Gault.
—Lo digo en serio.
—¿De qué estás hablando? —protestó January—. El pobre se desvaneció.
Probablemente haya sido devorado por los tigres.
—Quizá, pero ¿y si se introdujo en secreto entre nosotros? ¿Y si escuchó
nuestros pensamientos, esperó a que se le presentara una oportunidad como ésta
para conocer a un déspota y establecer un pacto con él? Dudo que se despidiera
agradablemente de nosotros antes de desaparecer para siempre.
—Es absurdo.
Foley dejó el lápiz amarillo sobre el bloc de notas.
—Mirad, hemos estado de acuerdo en varias cosas. Que Satán es artero, un
maestro del anonimato, que sobrevive gracias a sus disfraces y engaños. Es posible
que intentara cerrar un trato... a cambio de paz o de un lugar donde ocultarse, eso no
importa. Lo único que sé es que la senadora January vio a Desmond vivo por última
vez cuando iba camino de una selva en la que nadie se atreve a entrar.
—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? —preguntó Thomas—. Yo mismo
elegí a ese hombre. Lo conozco desde hace décadas.
—Satán es paciente. Dispone de mucho tiempo.
—¿Estás sugiriendo que Lynch nos siguió la corriente desde el principio, que
nos utilizó?
—Por supuesto.
Thomas parecía triste. Triste y decidido.
El Descenso
Jeff Long
—Acúsalo tú mismo —dijo.
Dejó entonces la caja sobre la mesa, entre la fruta y los quesos. Bajo un
formulario federal de exportación mostraba los sellos diplomáticos en un lacre roto.
—Thomas, ¿es esto necesario? —preguntó Janúary, imaginando lo que vendría a
continuación.
—Esto me fue entregado hace tres días —dijo Thomas—. Me llegó vía Rangún y
Pekín. Aquí está la razón por la que convoqué esta reunión con todos vosotros. La
cabeza de Lynch se había hundido en goma laca. No se habría sentido complacido
con lo que habían hecho con su tupido cabello escocés, normalmente separado a la
altura de la sien derecha. A través de sus párpados ligeramente abiertos, pudieron
ver unos guijarros redondos.
—Le arrancaron los ojos y le colocaron piedras —dijo Thomas—.
Probablemente lo hicieron cuando todavía estaba con vida. Y también en vida le
hicieron probablemente esto. —Sacó del interior de la caja un collar de dientes
humanos—. En varios de ellos aún se ven las huellas dejadas por las tenazas.
—¿Por qué nos muestras esto? —susurró January.
Mustafah mantenía baja la mirada, fija en su plato. Foley había dejado caer los
brazos fláccidamente, a lo largo del respaldo de la silla. Parsifal miraba atónito; él y
Lynch habían discutido a causa del socialismo. Ahora, su sangrante boca estaba
cerrada y sus pobladas cejas plastificadas, y Parsifal se dio cuenta de que se
plantearía hasta su muerte cuál era el valor de sus propias convicciones. ¡Qué
bastardo tan valeroso!, pensó.
—Otra cosa más —siguió diciendo Thomas—. Dentro de la boca se encontró un
par de genitales. Los correspondientes a un mono.
—¿Cómo te atreves? —susurró De l'Orme, que pudo oler la muerte y percibir la
palidez del otro—. ¿Aquí, en mi casa, en nuestra comida?
—Sí, he traído esto a tu casa y lo he presentado en nuestra comida para que no
dudéis de mí. —Thomas se levantó, apoyando sus grandes nudillos planos sobre la
mesa de roble, con su maltratada cabeza caída entre los brazos—. Amigos míos —
añadió tras una pausa—, hemos llegado al final.
Si en ese momento hubiera sacado una segunda cabeza, no los habría dejado
más asombrados a todos.
—¿Al final? —preguntó Mustafah.
—Hemos fracasado.
—¿Cómo te atreves a decir algo así? —objetó Vera—. Después de todo lo que
hemos conseguido.
—¿Es que no veis al pobre Lynch? —preguntó Thomas, sosteniendo la cabeza
en alto—. ¿Es que no escucháis vuestras propias palabras? ¿Éste es Satán? —
Guardaron silencio y Thomas dejó el horrible objeto de nuevo en la caja, antes de
añadir—: Soy tan responsable como vosotros. Sí, es cierto, hablé de la posibilidad de
que Satán visitara a algún déspota oculto en alguna remota selva y eso os confundió
a todos. Pero ¿no es igualmente posible que Satán hubiera deseado conocer y valorar
a una clase de tirano diferente, como por ejemplo al jefe de Helios? Y el hecho de que
El Descenso
Jeff Long
conociéramos a Cooper en su complejo de investigación, ¿quiere eso decir que uno
de nosotros tiene que ser Satán, quizá incluso tú mismo, Brian? No, no lo creo.
—Está bien, me salí de madre —admitió Foley—, pero una deducción
equivocada no debería impedirnos seguir con nuestra investigación.
—Toda esta empresa no es más que un proceso desbocado de deducciones —
dijo Thomas—. Nos hemos dejado seducir por nuestro propio conocimiento. No
estamos más cerca de conocer a Satán que cuando empezamos. Hemos terminado.
—Seguramente, todavía no —dijo Mustafah—. Aún quedan muchas cosas por
saber.
Sus expresiones registraban ese mismo sentimiento.
—Ya no puedo seguir justificando las penalidades y peligros —dijo Thomas.
—No tienes por qué justificar nada —le desafió Vera—. Esto es algo que hemos
elegido nosotros mismos, desde el principio. Míranos.
A pesar de los tormentos sufridos y del asalto del tiempo, no eran las figuras
espectrales que Thomas había reunido por primera vez en el Louvre y a las que había
impulsado a la acción. Sus rostros estaban bronceados por soles exóticos, su piel
curtida por los vientos y el frío, sus ojos brillaban encen didos por la aventura.
Esperaban morir, y su llamada a las armas les había salvado la vida.
—Está claro que el grupo quiere continuar —dijo Mustafah.
—Yo acabo de empezar a estudiar esa nueva prueba olmeca —explicó Gault.
—Y los suecos están ahora mismo desarrollando una nueva prueba del ADN —
dijo Vera—. Me mantengo en contacto diario con ellos. Creen que eso sugiere que
existe una ramificación de una especie nueva. Sólo es cuestión de unos pocos meses
más.
—Y se ha recibido una nueva transmisión fantasma desde el interior —dijo
Parsifal—. De la expedición Helios. El código de la fecha indicaba el 24 de
noviembre, hace ya casi medio año. Pero eso es todavía un mes más reciente que
nada de lo que hayamos logrado recibir. La cadena digital aún se tiene que
intensificar, y sólo se trata de una comunicación parcial, algo en lo que se habla de un
río. No es mucho, pero eso quiere decir que están con vida. O que lo estaban. De eso
hace meses. No podemos abandonarlos, Thomas. Dependen de nosotros.
El comentario de Parsifal no pretendía ser cruel, pero hizo que Thomas
hundiera la barbilla sobre su pecho. Semana tras semana su rostro se había ido
haciendo más cavernoso, evidentemente agobiado por todo lo que había puesto en
movimiento.
—¿Y qué me dices de ti mismo? —le preguntó January con mayor suavidad—.
Ésta ha sido tu búsqueda desde mucho antes de que cualquiera de nosotros te
conociera.
—Mi búsqueda —murmuró Thomas—. ¿Y adonde nos ha llevado eso?
—La caza tiene un valor intrínseco —dijo Mustafah—. Eso ya lo sabías al
principio. Aunque no hayamos logrado ver alguna vez a nuestra presa y mucho
menos traerla a la tierra, el caso es que hemos aprendido sobre nosotros mismos. Al
El Descenso
Jeff Long
seguir las huellas de Satán, hemos conseguido disipar antiguas ilusiones y hemos
podido tocar la realidad de lo que somos.
—¿Ilusión? ¿Realidad? —dijo Thomas—. Hemos perdido a Lynch en la selva. A
Rau a causa de la locura. Y a Branch en esta búsqueda. Hemos enviado a una mujer
joven a la muerte en el centro de la tierra. Os he alejado de vuestras familias y
hogares. Y cada día que transcurre seguimos arrostrando nuevos riesgos.
—Pero Thomas, somos voluntarios —le recordó Vera.
—No —insistió él—, ya no puedo justificar esto.
—En ese caso márchate —dijo la voz de De l'Orme. Al otro lado de la ventana,
por detrás de su cabeza, unos negros nubarrones se acumulaban en preparación de la
tormenta que sin duda se desencadenaría aquella misma tarde. El rostro de De
l'Orme aparecía radiante a causa del reflejo de las llamas de la chimen ea. El tono de
su voz fue firme.
—Puedes seguir manteniendo la antorcha en alto —le dijo a Thomas—, pero no
puedes apagarla.
—Ahora estamos muy cerca, Thomas —le dijo January.
—¿Cerca de qué? —preguntó Thomas—. Entre todos nosotros contamos con
más de quinientos años de erudición y experiencia combinadas. ¿Y adonde hemos
llegado después de un año y medio de investigación? —Dejó el collar de dientes de
Lynch dentro de la caja, como si fuera un rosario de abalorios—. A la conclusión de
que uno de nosotros es Satán. Amigos míos, hemos contemplado el agua negra
durante tanto tiempo, que ésta se ha convertido en un espejo. El fulgor de un
relámpago recorrió el cielo entre dos torres de piedra caliza, a media distancia. El
trueno resonó en la sala. Más abajo, los chóferes y enfermeras contratados echaron a
correr hacia los coches, justo cuando empezó a llover torrencialmente.
—Ahora no puedes detenernos, Thomas —dijo De l'Orme—. Ahora
disponemos de nuestros propios recursos, tenemos nuestros propios imperativos.
Seguiremos el camino que tú nos abriste, conduzca adonde conduzca.
Thomas cerró la caja y posó los dedos sobre la tapa de cartón.
—Seguidlo entonces —dijo—. Me duele mucho decirlo, pero a partir de ahora,
seguiréis vuestro camino sin contar con la bendición y el
imprimatur
del santo padre.
Y lo seguiréis sin mí. Amigos míos, me falta la fortaleza que vosotros demostráis. Me
falta vuestra convicción. Perdonadme por mis dudas y que Dios os bendiga a todos.
Cerró la caja.
—No, no te marches —le susurró January.
—Adiós —les dijo antes de salir hacia la tormenta.
El Descenso
Jeff Long
23
E
L
MAR
Había dejado de ser un espacio en blanco de delicioso misterio...
J
C
, El corazón de las tinieblas.
OSEPH
ONRAD
Por debajo de las fosas de las Marianas y de Yap, a 12.400 m
El mar se extendía ante ellos. Llevaban caminando desde hacía cuarenta y un
días. Ike procuraba tenerlos bien controlados. Marcaba el ritmo, descansaba cada
media hora, circulaba entre ellos como Gunga Din, les llenaba las botellas de agua,
los felicitaba por su resistencia.
—¿Dónde estabais cuando os necesité en el Makalu? —les decía—. Si hubiera
podido contar con gente como vosotros...
El siguiente más fuerte del grupo era Troy el forense, que probablemente se
tomaba sus copas en Barrio Sésamo cuando Ike se enfrentaba a sus picos del
Himalaya. Realizaba un magnífico trabajo tratando de ser como Ike, solícito y útil a
los demás. Pero también él se estaba agotando A veces, Ike lo colocaba al frente, en
un puesto de confianza, que era su forma de hacerle honor. Ali decidió que lo mejor
que podía hacer para ayudar era caminar con Twiggs, cuya desaparición hubieran
deseado todos los demás. Desde el momento en que se despertaba, el hombre no
hacía más que lloriquear, rogar y cometer pequeños hurtos. El microbotánico era un
mendigo nato. Sólo Ali podía tratar con él y lo hacía como si fuese una novicia
adolescente con granos en la cara. Cuando Pía o Chelsea se maravillaban ante su
paciencia, Ali les explicaba que si no fuera Twiggs sería alguna otra persona. Nunca
había visto a una tribu que no contara con su chivo expiatorio.
Sus tiendas de campaña habían pasado a mejor vida. Ahora dormían en
delgadas colchonetas enrollables, como única pretensión de su antigua civilización.
Sólo a tres de ellos les quedaba el saco de dormir, pues el kilo y medio de peso había
demostrado ser excesivo para llevarlo a cuestas. Cuando la temperatura bajaba, se
apretujaban unos a otros, envueltos en los sacos extendidos sobre el montón de
cuerpos. Ike raras veces dormía con ellos. Habitualmente, tomaba la escopeta y se
alejaba, para regresar por la mañana. Una de esas mañanas, antes de que Ike
regresara de su patrulla nocturna, Ali se despertó y descendió hasta el mar para
lavarse la cara. Una neblina propia de los pantanos avanzaba sobre la orilla, aunque
El Descenso
Jeff Long
ella veía lo suficiente como para saber dónde ponía los pies, sobre la arena. Cuando
estaba a punto de rodear una gran roca redonda, oyó ruidos.
Los sonidos eran delicados y tenues. Enseguida se dio cuenta de que no
hablaban en inglés y, probablemente, en ningún idioma humano. Escuchó con mayor
atención y luego avanzó varios pasos más, sin hacer el menor ruido, hasta el borde de
la roca, aunque manteniéndose escondida. Daba la impresión de que allí abajo había
dos figuras. Escuchó en silencio las voces que murmuraban y emitían clics y,
lentamente, se fue introduciendo en un horizonte diferente de la existencia. No cabía
la menor duda de que eran abisales.
Contuvo la respiración. El sonido de una de las figuras no era muy diferente al
agua que chapoteaba ligeramente sobre la arena de la orilla. La otra era menos
articulada en la pronunciación de las vocales, con sonidos más cortantes y secos en su
encadenamiento de palabras. Parecían amables, como dos viejos amigos. Se asomó
desde el otro lado de la roca para verlos.
Resultó que no eran dos, sino tres. Uno era una gárgola similar a las que Shoat e
Ike habían matado. Se encontraba acuclillado al borde mismo del agua, con las
manos planas sobre el líquido, mientras sus alas se movían lánguidamente arriba y
abajo. Las otras dos figuras parecían anfibios, o algo similar, como pescadores que no
tuvieran más recuerdo que el mar, medio hombres medio peces. Uno estaba tumbado
de costado sobre la arena, con los pies en el agua, mientras que el otro se dejaba
mecer en ella, en reposo. Tenían las cabezas en forma de huso y los ojos grandes de
las focas, pero con dientes muy afilados. Su carne era lisa, lustrosa y blanca, con
pequeños pelos negros en el lomo.
Ali tenía miedo de que huyeran si se asomaba. De pronto, temió que no se
marcharan. Uno de los anfibios se agitó y se revolvió para verla, mostrándole su
grueso falo. Estaba erecto. Ali se dio cuenta entonces de que se lo había estado
acariciando. La gárgola flexionó la boca como un babuino y la arcada dental que
mostró fue algo depravado.
—Oh —exclamó Ali estúpidamente.
¿En qué había estado pensando al venir aquí a solas? La observaron con la
compostura de unos filósofos en una encrucijada. Uno de los anfibios siguió adelante
y terminó de expresar su pensamiento en su suave lenguaje, sin dejar de mirarla. Ali
consideró la idea de regresar corriendo adonde estaba el grupo. Retrocedió un paso
para volverse y echar a correr. La gárgola dirigió hacia ella la más breve de las
miradas de soslayo.
—No te muevas —murmuró entonces la voz de Ike.
Estaba acuclillado en lo alto de la roca, a su izquierda, equilibrado sobre los
talones. La pistola que sostenía en una mano parecía colgar de ella relajadamente.
Los abisales no volvieron a hablar. Tenían esa peculiar facilidad que poseen los
orientales para los silencios prolongados. El que se había estado acariciando continuó
haciéndolo con la complacencia de un mono, sin demostrar la menor timidez, pero
tampoco un propósito definido. No se oía nada, excepto el lamer del agua sobre la
arena, y el sonido de la piel del que se rascaba.
El Descenso
Jeff Long
Al cabo de un rato, la gárgola dirigió una última mirada a Ali; luego se impulsó
hacia adelante, sobre la superficie del agua, y se alejó, batiendo lentamente las alas,
sin elevarse más que unos pocos centímetros sobre el mar. Trazó una diagonal hacia
la neblina y desapareció en ella.
Para cuan do Ali volvió a fijar su atención sobre los anfibios, uno de ellos se
había desvanecido. El único que quedaba, el masturbador, alcanzó un estado de
abulia y abandonó su actividad. Se deslizó bajo el agua y fue como si hubiera sido
tragado por una enorme boca. Los labios del mar se cerraron sobre él.
—¿Ha ocurrido esto realmente? —preguntó Ali en voz baja.
El corazón le latía con fuerza. Se adelantó para comprobar las huellas en la
arena, para confirmar la realidad.
—No te acerques al agua —le advirtió Ike—. Te está esperando.
—¿Sigue ahí?
¿Cómo podía ser que sus abisales zen estuvieran allí, al acecho? Pero si estaba
todo muy tranquilo...
—Será mejor que retrocedas, por favor. Empiezas a ponerme nervioso,
hermana.
—Ike, ¿puedes entender lo que dicen? —preguntó ella de pronto.
—Ni una sola palabra. A éstos no.
—¿Hay otros?
—No hago más que decirlo: no estamos solos.
—Pero haberlos visto realmente...
—Ali, hemos estado cruzando entre ellos constantemente.
—¿Como éstos?
—Y como otros de los que pref erirías no saber nada.
—Pero si parecían pacíficos. Casi como tres poetas. —Ike hizo chasquear la
lengua—. Entonces, ¿por qué no nos han atacado?
—No lo sé. Intento imaginarlo. Es casi como si me conocieran. —Vaciló antes de
añadir—: O a ti.
Branch iba retrasado y se sentía débil.
Seguía el camino que habían tomado los expedicionarios de Helios, pero el
rastro serpenteaba, o quizá fuera él. Sabía que era propio de él. Las picaduras de los
insectos le habían puesto enfermo y lo mejor que podía hacer era encontrar una
madriguera y esperar a que se le pasara la fiebre. Pero con tanta presencia humana
por los alrededores, no confiaba en ninguna madriguera.
La parada no haría sino atraer a depredadores de muchos kilómetros a la
redonda. Si lo encontraban convaleciente en un agujero, todo habría terminado. Por
eso, Branch mantuvo la marcha.
Las heridas de toda una vida le dificultaban el ritmo. El delirio le absorbía la
atención. Se sentía muy viejo. Parecía como si hubiese estado viajando desde el
principio de los tiempos.
El Descenso
Jeff Long
Llegó a una estrecha chimenea, por la que se deslizaba un pequeño riachuelo.
Con el fusil en bandolera, Branch descendió por la cuerda hacia el abismo. Al llegar
al fondo, tiró de la cuerda, la enrolló y siguió su camino. Era nuevo en aquella región,
pero no un novato.
Encontró el esqueleto de una mujer. El largo cabello negro le colgaba del cráneo,
lo que era algo insólito, porque, debidamente anudado, aquello habría constituido
una buena cuerda. El hecho de que lo dejaran allí le indicó que debía de haber otros
muchos humanos disponibles en el mismo estado. Eso estaba bien. De ese modo los
depredadores sentirían menos inclinación a cazarlo.
Durante el día, Branch encontró más restos de humanos: esqueletos enteros,
costillas sueltas, una huella o una mancha seca de orina, o el olor característico del
Homo sapiens
entre los excrementos abisales. Alguien había rascado sus nombres en la
pared, junto con una fecha. Una fecha de sólo dos semanas antes le hizo concebir
esperanzas.
Entonces encontró el montón de trajes de supervivencia, algunos de los cuales
estaban rasgados o cortados. Para un abisal, los trajes de neopreno debieron de
parecer como pieles sobrenaturales o incluso como animales vivos. Revisó el montón
y se puso uno que estaba completo y le ajustaba bien.
Poco después, Branch encontró los rollos de papel con los mapas de Ali. Los
revisó apresuradamente, por orden cronológico. Al final, la mano de otra persona
había narrado la traición de Walker al llegar al mar y la dispersión del grupo. Pronto
pudo hacerse una composición de lugar y comprendió por qué este grupo se había
separado, lo cual le había hecho vulnerable, y por qué no encontraba a Ike entre ellos.
También compren dió hacia dónde tenía que moverse para encontrar aquel mar
subterráneo. A partir de allí podía encontrar más señales, y la crónica de Ali tenía
perfecto sentido para él. Tomó los mapas y siguió su camino.
Un día más tarde, Branch se dio cuenta de que le seguían los pasos.
Pudo olerlos en la corriente de aire, y eso lo perturbó. Significaba que debían de
estar muy cerca, porque su olfato no era tan agudo. Ike los habría detectado mucho
antes. Una vez más, se sintió viejo.
Tuvo ante sí las mismas dos alternativas que tiene cualquier animal: luchar o
huir. Branch prefirió echar a correr.
Tres horas más tarde llegó al río. Vio el sendero que se extendía a lo largo de la
orilla, pero ya era demasiado tarde. Se giró en redondo y allí estaban. Eran cuatro,
abiertos en abanico sobre la ladera, por encima, pálidos como larvas.
Una delgada lanza, con la punta de obsidiana sujeta por juncos, se estrelló sobre
la roca, a su lado. Otra se hundió en el agua. Le habría resultado fácil disparar contra
el más joven, que se le acercaba por la izquierda. Pero eso aún habría dejado a tres de
ellos y exactamente la misma necesidad de hacer lo que hizo entonces.
El salto fue torpe, dificultado por el fusil y el tubo de mapas con envoltura
impermeable. Tuvo la intención de caer en aguas abiertas, pero su pie derecho se
golpeó contra una roca. Oyó el limpio chasquido de su rodilla derecha. Se aferró al
El Descenso
Jeff Long
fusil, pero los mapas se le cayeron a la orilla. El impulso, por sí solo, fue suficiente
para introducirlo en la corriente, que se lo tragó.
Durante todo el tiempo que pudo contener la respiración, Branch dejó que el río
lo arrastrara. Finalmente, tiró de la anilla de seguridad del traje de supervivencia y
notó cómo se inflaban las vejigas. Salió a flote a la superficie, como un corcho.
El abisal más rápido todavía intentaba encontrar su pista a lo largo del río. En
cuanto la cabeza de Branch asomó por encima del agua, el abisal se apresuró a lanzar.
La lanza se hundió profundamente en él al tiempo que disparaba desde debajo
del agua; el disparo se abrió hacia arriba en alargadas patas de gallo. El abisal se giró
sobre sí mismo, muerto, y cayó de bruces al agua. El río lo arrastró, alrededor de
recodos y ángulos, alejándolo del peligro.
Durante los cinco días siguientes, Branch tuvo al abisal muerto por compañero,
mientras ambos eran arrastrados hacia el mar. El río, como una madre, se mostraba
imparcial para con las diferencias de sus hijos. Bebió su agua y su fiebre disminuyó.
La lanza terminó por salirse por sí sola.
Unas anguilas parásitas le chuparon suavemente. Se alimentaron de su sangre,
pero la herida se mantuvo limpia. En alguna parte, a lo largo del camino, consiguió
devolver a su sitio la rodilla dislocada.
Con todo aquel dolor no fue nada extraño que soñara tanto, mientras era
arrastrado hacia el mar.
Más atrás, en la orilla del río, una monstruosidad, pintada, tintada y llena de
cicatrices, recogió el tubo de mapas, Les quitó la envoltura impermeable y sujetó las
esquinas con rocas, mientras los abisales se reunían a su alrededor. Ellos no sabían
comprender aquella clase de cosas. Pero Isaac observó el gran cuidado y detalle que
había desplegado el cartógrafo en aquellas páginas.
—Hay esperanza —dijo en abisal.
Durante días habían estado observando un brillo nebuloso del color de la leche,
que ocupaba la grupa de su horizonte. Pensaron que podría tratarse de una nube o
del vapor producido por una cascada, o quizá de un iceberg varado, Ali temió que
estuvieran sufriendo alucinaciones colectivas producidas por el hambre, pues ya
empezaban a tambalearse en el camino y a hablar a solas. Nadie imaginaba encontrar
una fortaleza junto al mar, tallada en acantilados fosforescentes.
Tenía cinco pisos de altura, y sus muros eran tan suaves como el alabastro
egipcio. Había sido cortada gradualmente a partir de la roca sólida. Según les dijo
Twiggs era de caliza no oolítica. Los romanos solían obtenerla de canteras de la
antigua Bretaña. Era la piedra utilizada en la construcción de la abadía de
Westminster. Una calcita blanca y cremosa surgía del suelo y ofrecía un aspecto tan
blando como el jabón que a lo largo de los años se secaba para adquirir la dureza
perfecta para la escultura. La adoraba por los residuos de polen que contenía.
Hacía mucho tiempo, los abisales habían tallado la cara de esta pared,
arrancándole la piedra más blanca para construir un complejo de salas, defensas y
El Descenso
Jeff Long
estatuas, todas hechas de una sola pieza. No se le había añadido un solo bloque o
ladrillo, y aquello formaba un único y enorme monumento.
Con una anchura tres veces superior a su altura, la fortaleza estaba vacía y en
bastante mal estado. Respiraba el mar y estaba claro que había sido el baluarte del
comercio de algún gran imperio desaparecido. Podía verse lo que quedaba en los
muelles de piedra y en las rampas sumergidas un par de centímetros en el agua.
A pesar de estar tan debilitados por el hambre, se sintieron seducidos.
Recorrieron las estancias peladas que daban al mar nocturno y a los farallones por
debajo de la fortaleza, en su parte posterior. Se habían tallado escalones en los lados
del acantilado, aparentemente miles de ellos, que daban a nuevas profundidades.
Fueran quienes fuesen los seres contra los que los abisales habían construido
este monstruo defensivo, no eran humanos. Ali calculó que la fortaleza se remontaba
a 15.000 años atrás, y probablemente más.
—El hombre seguía tallando el pedernal en las cuevas mientras esta civilización
abisal mantenía un comercio ribereño a lo largo de miles de kilómetros de costa.
Dudo mucho que constituyéramos una amenaza para ellos.
—Pero ¿adonde se marcharon? —preguntó Troy—. ¿Qué pudo haberlos
destruido? Mientras recorrían la mole medio derrumbada, encontraron a un pueblo
de otra época. Las salas y parapetos de la fortaleza se habían construido a escala del
Homo,
con techos planificados a una altura notablemente uniforme de dos metros.
Las paredes contenían restos de imágenes grabadas, de escrituras y glifos, y Ali
declaró que aquella escritura era más antigua de la que habían visto antes. Estaba
segura de que ningún epigrafista había visto aquella escritura.
En lo más profundo del cavernoso interior se elevaba una columna aislada.
Alcanzaba los veinte metros de altura, en una gran cámara abovedada, situada en el
corazón mismo del edificio. Una plataforma elevada los separaba de la base del
capitel. Recorrieron una circunferencia completa alrededor de la inmensa sala,
siguiendo los estrechos pasillos, iluminando con las luces la sección superior de la
aguja. No había puertas ni escalones que condujeran hasta la plataforma.
—La aguja podría ser la tumba de un rey —dijo Ali.
—O el torreón de un castillo —dijo Troy.
—O un buen viejo y anticuado símbolo fálico —propuso Pia, que estaba allí
porque su amante, el primatólogo Spurrier, confió en Gitner menos de lo que
confiaba en Ike—. Como una roca de Siva o el obelisco de un faraón.
—Tenemos que descubrirlo —dijo Ali—. Podría ser importante.
Importante para su búsqueda del desaparecido Satán, aunque no lo dijo.
—¿Qué propones? ¿Que esperemos a ver si nos salen alas? —preguntó Spurrier
—. No hay escalera.
Con un delgado rayo de luz de su linterna, Ike siguió el trazado de un conjunto
de manijas de agarre talladas en la parte superior de la pared circular de la
plataforma. Abrió la mochila de cincuenta kilos de peso y vació todo su contenido;
todos aprovecharon para echar un vistazo.
El Descenso
Jeff Long
—¿Sigues llevando cuerda? —preguntó Ruiz, el séptimo de los que habían
decidido acompañar a Ike—. ¿Cuántos rollos llevas ahí?
Ali vio incluso un par de calcetines limpios. ¿Después de todos aquellos meses?
—Fijaos en todas esas raciones de supervivencia —dijo Twiggs—. Nos las has
estado quitando a los demás.
—Cierra el pico, Twiggy —le cortó Pia—. Son sus raciones.
—Tomad, estaba esperando este momento —dijo Ike, que les fue entregando los
paquetes de comida—. Son los últimos que nos quedan. Feliz día de Acción de
Gracias.
En efecto, era el 24 de noviembre.
Fueron voraces. Sin mayores ceremonias, el resto de miembros de la Sociedad
Julio Verne abrió los paquetes, calentó el jamón y las rebanadas de pina y llenó sus
doloridos estómagos. No se tomaron la molestia de racionar la comida.
Ike, mientras tanto, se dedicó a desenrollar una de sus cuerdas. Rechazó la
comida, y aceptó algunas de las latas, aunque sólo de las rojas. De todos modos, ellos
no sabían qué hacer con ellas y sólo se peleaban por las migajas de dulce.
—Pero si no hay diferencia alguna con las amarillas o las rojas —comentó
Chelsea.
—Claro que la hay —replicó Ike—. Son rojas. —Ike se ató un extremo de la
cuerda a la cintura—. Llevaré la cuerda tras de mí. Si encuentro algo allá arriba, la
sujetaré y podréis subir para echar un vistazo.
Armado con el foco del casco y su única pistola, Ike se aupó sobre los hombros
de Spurrier y Troy y luego se lanzó de un salto para alcanzar la manija más baja.
Desde allí sólo tuvo que subir siete metros hasta lo alto. Se afianzó como una araña,
se sujetó al borde de la plataforma y empezó a izarse a pulso. De pronto, se detuvo y,
desde abajo, lo vieron mantenerse inmóvil durante un minuto.
—¿Ocurre algo? —preguntó Ali.
Ike los miró desde arriba.
—Será mejor que subáis a verlo vosotros mismos.
Hizo nudos en la cuerda y les improvisó una escala. Uno tras otro, ascendieron,
débiles, necesitados de ayuda. Iban a necesitar más de una comida para recuperar su
fortaleza.
Entre ellos y la torre les esperaba un ejército de cerámica. Sin vida y, sin
embargo, vivo.
Eran guerreros abisales, hechos de terracota vidriada. De frente hacia los
intrusos, eran varios cientos. Aparecían dispuestos en círculos concéntricos alrededor
de la torre, y cada estatua llevaba un arma y mostraba una expresión feroz. Algunos
todavía conservaban una armadura hecha de delgadas planchas de jade unidas con
eslabones de oro. Como máximo, el tiempo había tensado o roto el oro y las placas se
habían caído a sus pies, dejando desnudos a los maniquíes abisales.
Resultaba difícil no hablar en susurros. Se quedaron impresionados,
intimidados.
—¿Con qué nos hemos topado? —preguntó Pia.
El Descenso
Jeff Long
Algunos blandían garrotes terminados en puntas de obsidiana, preaztecas. Eran
atlatls, lanzadores de lanzas, mazas de piedra con cadenas y mangos de hierro.
Algunas de las armas mostraban signos geométricos de tipo maorí, pero tenían que
ser anteriores a la cultura maorí por lo menos unos catorce mil años. Las lanzas y
flechas hechas de junco abisal se habían dotado no de plumas de animales, sino de
espinas de pescado.
—Esto es como la tumba Qin, en China, aunque más pequeño —comentó Ali.
—Y siete veces más antiguo —senten ció Troy—. Y abisal.
Penetraron con precaución entre los círculos de centinelas, teniendo mucho
cuidado en dónde ponían los pies, como estudiantes de tai-chi para no perturbar la
escena. A los que todavía les quedaba película tomaron fotografías.
Ike enfundó la pistola y fue de uno a otro, reuniendo cosas que sólo tenían
significado para él. Ali se limitó a recorrer la plataforma acompañada por Troy, la
verdadera imagen del asombro.
—Estas pieles del suelo están llenas de mercurio —dijo él, señalando la red
tallada en el lecho de piedra—. Y se mueve como si fuese sangre. ¿Cuál podrá ser el
significado?
Resultaba relativamente fácil imaginar, por los detalles, que las estatuas se
habían construido siguiendo fielmente a los modelos originales. En tal caso, los
guerreros habrían tenido una extraordinaria altura media de un metro setenta y ocho
centímetros... hacía quince mil años. Según señaló Troy, siempre era un error
generalizar demasiado a partir del aspecto de un ejército, pues éstos tenían tendencia
a reclutar a los ejemplares más sanos y físicamente mejor preparados de una
población. Aun así, durante ese mismo período neolítico, el
Homo sapiens
medio sólo
alcanzaba una altura de diez a quince centímetros más baja.
—Frente a estos tipos, Conan el Bárbaro no habría sido más que un enano
mesomórfico al frente de un puñado de insignificantes humanos —dijo Troy—. Eso
hace que uno se pregunte por qué, con su tamaño tísico, su nivel de organización
social y su riqueza, no nos invadieron los abisales.
—¿Y quién dice que no nos invadieron? —preguntó Ali, sin dejar de estudiar las
estatuas—. Lo que me intriga es lo doblada que está la base craneal y lo rectas que
son las mandíbulas. ¿Recordáis aquella cabeza que trajo Ike? El cráneo encajaba de
modo diferente en el cuello. Eso lo recuerdo claramente. Se extendía hacia adelante,
como un chimpancé. Y la mandíbula mostraba un pronunciado adelantamiento.
—Yo también lo observé —asintió Troy—. ¿Estás pensando lo mismo que yo?
—¿Inversión?
—Exactamente. Es una posibilidad. —Troy abrió las manos—. Desde luego, no
puedo estar seguro, Ali. En términos corrientes, la mandíbula recta, lo que
técnicamente se conoce como ortognatismo, constituyó un salto evolutivo respecto
del rasgo más primitivo de la mandíbula adelantada. La antropología, sin embargo,
no se ocupa del avance evolutivo, como tampoco lo hace de su retroceso. Una
mandíbula recta se llama un rasgo «derivado». Lo mismo que todos los rasgos, se
trata de una adaptación a las condiciones medioambientales. Pero las presiones
El Descenso
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evolutivas se hallan en flujo constante y pueden conducir al desarrollo de nuevos
rasgos que, a veces, parecen primitivos. A eso se le llama inversión. La inversión no
supone un retroceso más que en apariencia. No es un regreso a un rasgo primitivo,
sino un nuevo rasgo derivado que imita el rasgo primitivo. En este caso, los abisales
habían evolucionado hacia una mandíbula recta hacía quince o veinte mil años antes,
como podía verse por aquellas estatuas, pero aparentemente habían derivado a una
mandíbula adelantada, que les daba un aspecto muy simiesco y primitivo. Al margen
de cuál fuese la razón, el
Homo abísalís
parecía hallarse en proceso de inversión.
La importancia que aquello tenía para Ali se relacionaba con lo que significaba
para el lenguaje el conocimiento abisal. Una mandíbula recta proporciona capacidad
para pronunciar una gama más amplia de consonantes, mientras que la estructura
erecta de la unión cuello-cráneo, la llamada flexión basicraneal, significa una laringe
o caja de resonancia más baja, lo cual permite una gama de vocales más amplia. El
hecho de que las estatuas abisales de 15.000 años de antigüedad tuvieran mandíbulas
rectas y cabeza erecta, unos rasgos que no mostraba el trofeo de Ike, sugería que
podrían haber tenido problemas con el lenguaje abisal moderno y, posiblemente, con
su conocimiento. Ali también recordó la observación de Troy sobre la simetría en el
cerebro abisal. Parecía como si las condiciones subterráneas hubieran hecho
evolucionar a los abisales, transformándolos de unas criaturas capaces de esculpir
esta fortaleza, cocer estos guerreros de terracota y recorrer el mar y los ríos, en
prácticamente unas bestias. Ike había dicho que los abisales ya no podían leer la
escritura abisal. ¿Y si hubieran perdido también su capacidad para razonar? ¿Y si
resultaba que Satán no era más que un cretino salvaje? ¿Y si los Gitner y Spurrier del
mundo tenían razón y el
Homo abisalis
no merecía mejor tratamiento que un perro
depravado?
—Sin embargo, ¿cómo pudieron experimentar una inversión tan rápida? —se
preguntó Troy—. Digamos que en veinte mil años. No es tiempo suficiente para que
se produjera una evolución tan pronunciada, ¿verdad?
—No me lo puedo explicar —dijo Ali—. Pero no olvides que la evolución es una
respuesta al medio ambiente, y fíjate en el medio ambiente. Rocas radiactivas, gases
químicos, descargas electromagnéticas, anomalías gravitacionales. ¿Quién sabe?
Quizá todo se deba a la genética. '
Ike se había adelantado con Ruiz y Pia y examinaba tres figuras que sostenían
espadas de fuego, mirándoles las caras como si comprobara su propia identidad.
—¿Ocurre algo? —preguntó Ali.
—Ahora ya no son así —contestó Ike—. Son similares, pero han cambiado.
Ali y Troy se miraron.
—¿Qué quieres decir?
Ali pensó que quizá hablaba de algunas de las diferencias físicas que ella y Troy
habían observado. Ike levantó las manos y señaló toda la plataforma.
—Fijaos en esto. Esto es... esto fue... grandeza, magnificencia. En todo el tiempo
que he pasado entre ellos, nunca encontré un solo atisbo de esto. ¿Magnificencia? No,
nunca.
El Descenso
Jeff Long
Pasaron el resto del primer día y el siguiente dedicados a explorar. La humedad
rezumaba en los dinteles de las puertas y derribaba las secciones. Hacia el interior
encontraron una gran cantidad de reliquias, la mayoría de ellas humanas. Había
monedas antiguas de Estigia y Creta, mezcladas con cuartos de dólar americano y
doblones españoles acuñados en México. Encontraron botellas de Coca-Cola, tarjetas
japonesas de béisbol y una llave de arma de fuego de pedernal, un juego de
armadura de samurai, un espejo inca, y debajo de eso, figurillas y tablillas de arcilla y
huesos tallados de civilizaciones olvidadas hacía tiempo. Uno de los descubrimientos
más extraños fue una esfera armilar, un instrumento renacentista de enseñanza
compuesto por varias esferas metálicas, unas dentro de otras, para representar las
revoluciones planetarias.
—¿Qué demonios haría un abisal con algo como esto? —preguntó Spurrier.
Pero lo que más les atrajo fue la plataforma circular, con su ejército rodeando la
aguja de piedra. Por muy valiosos que fuesen los artefactos humanos diseminados
por la fortaleza, eran vulgares en comparación con la exposición de la torre. Durante
la segunda mañana, Ike encontró una serie de pomos ocultos en la propia torre.
Utilizándolos como puntos de apoyo, realizó una osada ascensión, sin protección,
hasta lo alto de la columna.
Luego le vieron mantener el equilibrio sobre lo alto del capitel. Permaneció allí
durante largo rato. Luego, les gritó que apagaran las luces. Permanecieron sumidos
en la oscuridad durante media hora, envueltos por la débil incandescencia que
brotaba del suelo.
Cuando volvió a bajar por la cuerda, Ike parecía increíblemente impresionado.
—Nos encontramos en su mundo —dijo—. Toda esta plataforma es un mapa
gigantesco. La aguja se construyó como una estación de observación.
Miraron a su alrededor, a los pies, y lo único que vieron fueron entalladuras
serpenteantes sobre una superficie plana sin pintar. Pero, durante toda la tarde, Ike
los subió por turno, ayudados por las cuerdas, y pudieron verlo con sus propios ojos.
Cuando le tocó el turno a Ali, Ike ya había realizado seis veces la ascensión y
empezaba a familiarizarse con algunas partes del mapa. Ali se encontró con que la
parte superior era plana y pequeña, de poco menos de tres metros cuadrados. Al
parecer, nadie, excepto Ike, se había sentido cómodo de pie en lo alto, así que había
preparado un par de bucles con la cuerda, para que la gente pudiera sentarse, con las
piernas colgando por fuera. Ali se apretó junto a Ike, a veinte metros de altura,
mientras adaptaba su visión nocturna.
—Es como un gigantesco mándala de arena, pero sin arena —dijo Ike—. Resulta
extraño que me encuentre continuamente aquí abajo con fragmentos de mándala.
Hablo de lugares como los situados por debajo de Irán o de Gibraltar. Pensaba que
los abisales habían secuestrado a un puñado de monjes a los que pusieron a trabajar
en tareas de decoración, pero ahora lo comprendo todo.
El Descenso
Jeff Long
Y también lo comprendía ella. En un círculo gigantesco que la rodeaba, la
plataforma situada por debajo empezó a irradiar colores fantasmagóricos.
—Es alguna especie de pigmento introducido en la piedra —dijo Ike—. Quizá
hubo un tiempo en el que también se pudo ver a ras del suelo. No obstante, me gusta
la idea de un mapa invisible. Probablemente, las personas corrientes como nosotros
nunca debieron de ten er acceso a este conocimiento. Únicamente a la élite se le habría
permitido subir hasta aquí para contemplar la imagen completa.
Cuanto más tiempo esperaba, más se adaptaba su visión. Los detalles
empezaron a aclararse. Las incisiones con mercurio fluido se convirtieron en
diminutos ríos que surcaban la superficie. Las líneas de turquesa, rojo y verde se
entremezclaban y ramificaban siguiendo pautas fantásticas, representando los
túneles.
—Creo que esa gran mancha es nuestro mar —dijo Ike. La forma negra se
hallaba cerca de la base de la torre. Las marcas de los caminos confluían desde
regiones muy alejadas. Si esto era real, significaba que allí abajo existían mundos
enteros. Al margen de que en otro tiempo se les hubiera conocido como provincias,
naciones o fronteras, las abiertas cavidades parecían burbujas de aire dentro de un
gran pulmón redondo.
—¿Qué sucede? —preguntó Ali de pronto—. Parece cobrar vida.
—Tu vista sigue adaptándose —le dijo Ike—. Espera y verás. Es tridimensional.
De repente, lo que parecía plano se hinchó y adquirió contornos y profundidad.
Las líneas de color ya no se superponían, sino que tenían sus propios niveles, se
hundían y se elevaban entre otras líneas.
—Oh —murmuró Ali—. Tengo la impresión de estar cayendo.
—Lo sé. Esto se abre, y se abre más y más. Está todo en el arte. De algún modo,
las culturas himalayas tienen que haberlo copiado hace mucho tiempo. Ahora los
budistas lo utilizan para trazar los planos de los palacios
dharma.
Si meditas el tiempo
suficiente, la geometría se transforma en una ilusión óptica de un edificio. Pero aquí
es donde encuentras la intención original. Un mapa de todo el interior de la Tierra.
Hasta la mancha negra del mar tenía dimensiones. Ali pudo contemplar su
superficie plana y, por debajo de ella, los recortados perfiles de su lecho. Las líneas
del río aparecían suspendidas en el espacio intermedio.
—No estoy muy seguro de saber cómo se interpreta esto, No hay norte-sur, ni
escala —dijo Ike—. Pero no cabe la menor duda de que aquí hay una lógica. Fíjate en
la línea costera de nuestro mar. Puedes ver perfectamente el camino que hemos
seguido para llegar hasta aquí.
Era diferente del camino que ella había dibujado en sus propios mapas. A falta
de brújula, los mapas que seguía haciendo eran proyecciones de su deseo de avanzar
hacia el oeste, y constituían esencialmente una línea recta con recodos. Estas líneas,
en cambio, eran más lánguidas y plenas. Ahora comprendía lo estrechamente que
había disciplinado su temor a este espacio. El mundo subterráneo era prácticamente
infinito y se parecía más al cielo que a la tierra.
El Descenso
Jeff Long
El mar tenía la configuración de una pera alargada. Ali intentó en vano
distinguir alguna característica a lo largo de la ruta de la derecha seguida por Walker.
Aparte de extrapolar los ríos que se cruzaban con esa ruta, no pudo detectar sus
peligros.
—Esta aguja tiene que representar el centro del mapa, su fortaleza —dijo Ali—.
Como una especie de X que marcara el lugar. Pero en realidad no toca el mar. De
hecho, el mar se encuentra a alguna distancia.
—Eso también me intrigó a mí —asintió Ike—. Pero ¿te das cuenta de que todas
las líneas convergen aquí, en la aguja? Todos hemos mirado hacia afuera sin
encontrar esa clase de convergencia. El sendero por el que llegamos continúa
fluyendo a lo largo de la línea de la costa. Y un camino desciende desde atrás, un solo
camino. Ahora creo que sólo somos un punto en uno de numerosos caminos. —
Señaló hacia donde una sola línea verde se separaba del mar—. Ese punto, en ese
camino.
Si Ike tenía razón y si las proporciones del mapa eran ciertas, quería decir que el
grupo apenas había recorrido una quinta parte de la circunvalación del mar.
—Entonces, ¿qué podría representar esta aguja? —preguntó Ali.
—He estado pensando en ello. Ya conoces el dicho de que todos los caminos
conducen a...
—¿Roma? —preguntó ella, con la respiración entrecortada.
¿Podía ser?
—¿Por qué no? —preguntó él.
—¿El centro del infierno antiguo?
—¿Puedes levantarte un momento? —le pidió Ike—. Yo te sujetaré por las
piernas.
Ali se puso de rodillas sobre el vértice de un metro de anchura, y luego se puso
de pie. Desde aquella altura suplementaria observó que todas las líneas trazadas
convergían hacia sus pies. De repente, tuvo la sensación de poseer un gran poder. Era
como si, por un momento, todo el mundo se hubiera fusionado en ella. El centro
estaba allí, y sólo podía ser el único centro, su destino. Ahora comprendió por qué
Ike había descendido tan asombrado la primera vez.
—Mientras estás ahí de pie —dijo Ike, que la sostenía con firmeza por las
piernas—, dime si ves el mapa de modo diferente.
—Las líneas son más claras —dijo ella.
Sin nada a lo que sujetarse, sin nada delante o detrás, el panorama parecía salir
a su encuentro. La gran red de líneas parecía elevarse cada vez más. De repente, fue
como si ya no mirara hacia abajo, sino hacia arriba.
—¡Santo Dios! —exclamó.
La aguja se había transformado en el pozo.
Estaba viendo el mundo desde lo más profundo del mismo,
La cabeza empezó a darle vueltas.
—Déjame bajar, antes de que me caiga —rogó.
El Descenso
Jeff Long
—Tengo algo que enseñarte —le dijo Ike esa misma noche.
¿Más?, pensó ella. Las revelaciones de aquella tarde la habían dejado agotada.
Parecía sentirse feliz.
—¿No puede esperar hasta mañana? —preguntó.
Se sentía cansada. Habían transcurrido varias horas y todavía se tambaleaba
debido a la ilusión óptica del mapa. Y tenía hambre.
—En realidad, no —contestó él.
Habían establecido el campamento dentro de la entrada de columnas, donde
una corriente de agua pura brotaba desde un erosionado caño. El hambre que sentían
todos era muy intensa. Un día más de exploraciones los había agotado. Los que
habían subido hasta lo alto de la aguja eran los que más débiles se sentían. Estaban
tumbados en el suelo, la mayoría de ellos doblados sobre sus vacíos estómagos. Pia
sostenía a Spurrier, que sufría de migraña. Troy estaba sentado, con la pistola de Ike
apuntada hacia el mar y la cabeza caída, medio adormilado. A partir de aquí era
evidente que las cosas no iban a mejorar.
—Está bien —asintió Ali, cambiando de opinión. Tomó la mano de Ike y se
levantó. Él la condujo hacia un pasillo secreto que contenía su propio tramo de
escalones tallados.
—Avanza despacio —dijo él—. Reserva tus fuerzas. Llegaron a una torre que
sobresalía por encima de la fortaleza. Tuvieron que arrastrarse por otro conducto
oculto y subir más escalones. Mientras ascendían por el tramo final de estrechos
escalones, ella observó una intensa luz mantecosa por encima. Ike la dejó ir en primer
lugar.
En una estancia desde la que se dominaba el mar, Ike había encendido varias
lámparas de petróleo. Eran pequeñas hojas de arcilla que contenían el petróleo y
alimentaban la llama por una acanaladura hasta la punta.
—¿Dónde las has encontrado? —preguntó Ali—. ¿Es de ahí de donde procede
el petróleo?
En un rincón había tres grandes ánforas de alfarería que bien podrían haber
sido extraídas de un antiguo barco griego hundido.
—Estaba todo enterrado en bóvedas de almacenamiento, bajo el suelo. Ahí
abajo debe de haber por lo menos cincuenta ánforas más como éstas —dijo Ike—.
Esto tuvo que haber sido algo así como un faro. Quizá hubo otros a lo largo de la
costa, como un sistema de estaciones transmisoras.
Una sola lámpara habría bastado para permitirle ver las huellas de sus dedos. A
cientos, las lámparas transformaban la estancia en una habitación dorada. Se
preguntó qué aspecto habría tenido para los barcos abisales que navegaban por el
mar negro hacía veinte mil años.
Ali se volvió para mirar a Ike. Se dio cuenta de que había hecho aquello por ella.
La luz le causaba un poco de daño en los ojos, pero no se los protegió.
—No podemos quedarnos aquí —dijo Ike limpiándose las lágrimas de los ojos
—. Quiero que vengas conmigo.
El Descenso
Jeff Long
Intentaba no mirar bizqueando. Lo que era hermoso para ella resultaba
doloroso para él. Sintió la tentación de apagar algunas de las lámparas para aliviar la
incomodidad de Ike, pero decidió que quizá él se sintiera insultado por su gesto.
—No podemos salir de aquí —dijo ella—. No podemos continuar.
—Sí podemos —dijo él indicando con un gesto el interminable mar—. No todo
está perdido. Los caminos continúan,
—¿Y los demás?
—Ellos también pueden venir. Pero han perdido la esperanza. Por favor, Ali, no
pierdas la esperanza —le rogó fervorosamente—. Ven conmigo.
Estas palabras iban dirigidas sólo a ella, como la luz.
—Lo siento. Tú eres diferente, pero yo soy como ellos. Estoy cansada. Quiero
quedarme aquí. —Él giró la cabeza, apartando la vista—. Sé que piensas que estoy
tranquila.
—No tienes por qué morir —dijo Ike—. No importa lo que les ocurra a ellos, no
tenemos por qué morir aquí.
Se mostró inflexible y a ella no le pasó por alto el hecho de que había hablado
de ellos, refiriéndose a los dos.
—Ike —empezó a decir, pero se detuvo.
Había ayunado a veces y sabía que aún era demasiado pronto como para que le
afectara la euforia. Pero experimentaba una intensa sensación de satisfacción.
—Podemos salir de aquí —la animó él.
—Nos has llevado todo lo lejos que has podido —dijo Ali—Has hecho todo lo
que hemos querido hacer. Hemos efectuado nuestros descubrimientos. Sabemos que
en otro tiempo existió aquí un gran imperio. Pero ahora, todo ha terminado.
—Ven conmigo, Ali.
—No tenemos comida.
Ike levantó la mirada muy ligeramente, apenas de soslayo y nada más. No dijo
nada, pero hubo algo en su silencio que la sobresaltó. ¿Sabía acaso dónde había
comida? Eso la intrigó.
La astucia aleteó ante ella como la de un animal salvaje. «Yo no soy tú», le decía.
Luego, su mirada se hizo más franca y volvió a ser él mismo.
—Me siento agradecida por todo lo que has conseguido para nosotros —siguió
diciendo ella—. Ahora sólo nos queda reconciliarnos con el lugar adonde hemos
llegado en nuestras vidas. Permite que lo hagamos en paz. No tienes razones para
quedarte aquí. Deberías marcharte.
Allí estaba, pensó Ali. Toda su nobleza en una sola copa. Ahora le tocaba el
turno a él. Se resistiría con galantería. Era propio de Ike.
—Lo haré —dijo él.
Frunció el ceño.
—¿Te marchas? —barbotó, e inmediatamente deseó no haberlo dicho.
Y, sin embargo, ¿se marchaba? ¿La dejaba?
—Pensé en quedarme. Pensé que sería muy romántico. Imagínate cómo podría
encontrarnos la gente dentro de diez años. Estarías tú. Y estaría yo. —Ali parpadeó.
El Descenso
Jeff Long
La verdad era que se había imaginado aquella misma escena—. Y me encontrarían a
mí sosteniéndote a ti. Porque eso, sería lo que haría cuando murieras, Ali. Te
sostendría en mis brazos para siempre.
—Ike —dijo y volvió a detenerse.
De repente, parecía incapaz de pronunciar algo más que monosílabos.
—Creo que eso sería legal. Después de muerta, ya no serías la esposa de Cristo,
¿verdad? Él podría tener tu alma, y yo me conformaría con lo que quedara.
Aquello era un tanto mórbido, pero reflejaba la verdad.
—Si me estás pidiendo permiso, la respuesta es sí —le dijo ella.
Sí, podía abrazarla. En su imaginación las cosas sucedían al revés. Él moría
primero y ella lo sostenía. Pero el concepto era el mismo.
—El problema —siguió diciendo Ike— es que lo pensé un poco mejor y, por
decirlo con toda franqueza, llegué a la conclusión de que sería algo bastante duro
para mí. —Ali dejó que su mirada se perdiera en la iluminada estancia.
—Te conseguiría, es cierto, pero demasiado tarde —terminó diciendo Ike, como
si se contestara a sí mismo.
«Adiós, Ike», pensó ella. Ahora, ya sólo le faltaba decir las palabras.
—Esto no resulta fácil —dijo Ike.
—Lo sé —asintió Ali, pensando: «Vete con Dios».
—No, creo que no lo sabes.
—Está bien.
—No, tampoco está bien. Eso me rompería el corazón. Acabaría conmigo. —Se
humedeció los labios y dio el salto—. Haber esperado contigo hasta que fuese
demasiado tarde,
Ali lo miró de pronto. ¿Qué quería decir? Su sorpresa alarmó a Ike.
—Si me voy a quedar, debería poder decirlo —intentó defenderse—. ¿O es que
ni siquiera puedo decirlo?
—¿Decir? ¿Qué, Ike? —preguntó con una voz que le sonó muy lejana.
—Ya he dicho bastante.
—Es algo mutuo, y lo sabes.
¿Mutuo? ¿Era eso lo mejor que ella podía ofrecer?
—Sí, lo sé —admitió—. Tú también me amas, y a todas las criaturas de Dios.
Se persignó, suavemente burlón.
—Basta —le advirtió Ali.
—Olvídalo —dijo Ike y cerró los ojos en aquel rostro atormentado.
De ella dependía romper el punto muerto al que habían llegado. No más
fantasmas. No más imaginación. No más amantes muertos: ella era su Cristo, su
Kora.
Al extender ella la mano fue como si la observara desde una gran distancia.
Podrían haber sido los dedos de cualquier otra persona. Pero no, eran los de ella. Y le
tocaron la cabeza.
Ike se encogió ante el contacto. Inmediatamente, Ali comprendió lo convencido
que estaba Ike de que ella le tenía lástima. Eso ni siquiera lo habría considerado en
El Descenso
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otro tiempo, con un rostro inmaculado y joven. Pero ahora se sentía cansado y lleno
de su propia repulsión. Naturalmente, desconfiaría de cualquier contacto.
Por lo visto, Ali nunca había hecho una cosa así. Podía haberse sentido torpe,
estúpida o falsa. Si lo hubiera planeado de alguna forma, si lo hubiese pensado por
adelantado, habría fracasado fácilmente. Eso, sin embargo, no quería decir que sus
manos fueran firmes cuando se desabrochó los botones y se dejó los hombros al
descubierto. Dejó caer las ropas. Todas.
Desnuda, sintió el calor de las lámparas sobre su carne. Por el rabillo del ojo, vio
la luz de hacía veinte eones, que la convertían en una figura dorada.
Al moverse el uno hacia el otro, ella pensó que allí había al menos un apetito
por cuya satisfacción ya no necesitaba rezar.
El grito de Chelsea los despertó a todos.
Había adquirido la costumbre de lavarse el pelo al borde del agua a primeras
horas de la mañana.
—Otro pescado en el agua —le murmuró Ali a Ike. Había estado soñando con
zumo de naranja y cantos de pájaros, una paloma matinal y el olor a humo de roble
en el aire campestre de Hill. Los brazos de Ike encajaban a su alrededor del mismo
modo. Era una pena echar a perder el nuevo día con una falsa alarma.
Entonces, más gritos llegaron hasta ellos, en la torre. Ike se levantó del suelo y
se asomó a la ventana, con la espalda dentada, marcada y rayada con textos,
imágen es y antiguas escenas de violencia.
—Ha ocurrido algo —dijo y tomó sus ropas y el cuchillo.
Ali lo siguió escalera abajo y fue la última en llegar junto al grupo, reunido en la
orilla. Estaban estremecidos. No hacía frío, pero habían ido perdiendo sus reservas
de grasa en aquellos últimos días.
—Aquí viene Ike —dijo alguien, y el grupo se abrió.
Un cuerpo flotaba sobre el mar. Permanecía allí, tan quieto como el agua.
—No es abisal —observó Spurrier.
—Pues en todo caso, era un tipo corpulento —comentó Ruiz—. ¿Podría ser uno
de los soldados de Walker?
—¿De Walker? —preguntó Twiggs—. ¿Aquí?
—Quizá se cayó de una de las barcas, se ahogó y ha llegado flotando hasta aquí.
Se había deslizado hacia la orilla como un barco sin tripulación, con la cabeza
por delante, el rostro hacia arriba, mortalmente blanqueado por el mar. Sus brazos
fláccidos se ondulaban en la corriente. Los ojos habían desaparecido.
—Pensé que era madera la deriva y traté de alcanzarla —explicó Chelsea—.
Luego, al acercarse más, lo vi.
Ike se introdujo en el agua y se inclinó sobre el cuerpo, dándoles la espalda. Ali
creyó ver el resplandor de un cuchillo. Al cabo de un rato, regresó hacia ellos, tirando
del cuerpo.
—En efecto, es uno de los hombres de Walker —dijo.
—Una coincidencia —dijo Ruiz—. Estaba destinado a ser arrastrado hasta
alcanzar la costa en alguna parte.
El Descenso
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—¿Precisamente aquí? Cabría imaginar que debería haberse hundido,
corrompido o sencillamente debería haber sido devorado.
—Se ha conservado —dijo Ike.
Ali vio lo que los demás no parecieron ver, una incisión en uno de los muslos
del hombre, allí donde Ike había manejado el cuchillo.
—¿Quieres decir que se trata de algo que hay en el agua? —preguntó Pia.
—No —contestó Ike—. Lo hicieron de algún otro modo.
—¿Los abisales? —preguntó Ruiz.
—Sí.
—Las corrientes, la casualidad...
—Lo han hecho llegar hasta nosotros.
El grupo necesitó de un largo rato para asimilar el hecho.
—Pero ¿por qué? —preguntó Troy.
—Seguramente es una advertencia —dijo Twiggs.
—¿Nos están diciendo que regresemos a casa? —preguntó Ruiz, echándose a
reír.
—No lo comprendéis —les dijo Ike con serenidad—. Se trata de un
ofrecimiento.
—¿Hacen un sacrificio por nosotros?
—Supongo que podría expresarse de ese modo —admitió Ike—, porque se lo
podrían haber comido ellos mismos.
Todos guardaron silencio.
—¿Nos entregan a un hombre muerto a modo de alimento? —preguntó Pia, con
un acento algo quejumbroso—. ¿Para que nos lo comamos?
—Lo que hay que preguntarse es por qué —dijo Ike, que se quedó mirando
fijamente hacia el oscuro mar.
—¿Se creen acaso que somos caníbales? —preguntó Twiggs, que se sintió
insultado.
—Más bien creen que, muy probablemente, deseamos vivir. Ike hizo entonces
algo horrible. No empujó el cuerpo de regreso al mar, sino que esperó.
—¿A qué estás esperando? —le preguntó Twiggs—. Líbrate de eso.
Ike no dijo nada. Se limitó a esperar un poco más. La tentación era abrumadora.
Finalmente, fue Ruiz el que habló.
—Nos has juzgado mal, Ike.
—No nos insultes —dijo Twiggs.
Ike hizo caso omiso y esperó a conocer la decisión del grupo. Transcurrió otro
rato. Todos le miraban ferozmente. Nadie se atrevía a decir que sí, pero tampoco
nadie deseaba decir no, y él no estaba dispuesto a decirlo por ellos. Ni siquiera Ali
rechazó la idea de plano.
Ike fue paciente. El soldado muerto se balanceaba ligeramente a su lado. Sin
duda, él también tenía toda la paciencia del mundo.
El Descenso
Jeff Long
Todos abrigaban pensamientos similares. Ali estaba segura de ello,
preguntán dose qué sabor tendría, cuánto tiempo duraría y quién realizaría la hazaña.
Al final, fue la propia Ali la que dio el paso decisivo y esa fue su respuesta.
—Podemos comerlo —dijo—. Pero ¿qué haremos cuando lo hayamos
terminado?
Ike lanzó un suspiro.
—Exactamente —asintió Pia al cabo de unos segundos.
Ruiz y Spurrier cerraron los ojos. Troy sacudió la cabeza, muy ligeramente.
—Gracias al cielo —dijo Twiggs.
Languidecieron en la fortaleza, demasiado débiles como para hacer otra cosa
que arrastrarse fuera de ella para hacer sus necesidades. Se movían de un lado a otro
sobre las colchonetas. No era nada cómodo tumbarse teniendo los propios huesos
como colchón.
«De modo que esto es el hambre», pensó Ali. Una prolongada espera para la
pobreza definitiva. Siempre se había enorgullecido de su capacidad para trascender
el momento. Una se desprendía de los vínculos mundanos pero, en el fondo, sabía
que siempre podía volver a tenerlos. En el hecho de morirse de hambre no había
nada de eso. La privación resultaba hasta monótona.
Antes de que sus fuerzas disminuyeran todavía más, Ali e Ike compartieron
otras dos noches en la sala de la torre, entre las lámparas encendidas. El 30 de
noviembre descendieron con decisión al improvisado campamento. Después de eso,
ella se sintió demasiado mareada como para volver a subir la escalera.
La inanición los hizo sentirse muy viejos y muy jóvenes. Twiggs, especialmente,
pareció envejecer mucho, con el rostro chupado y la piel de los carrillos colgándole.
Pero también parecían crios, enroscados sobre sí mismos y durmiendo más y más
cada día. A excepción de Ike, que era como un caballo que necesitaba permanecer en
pie, llegaban a dormir hasta veinte horas.
Ali intentó hacer un esfuerzo por trabajar, por mantenerse limpia, por rezar sus
oraciones y seguir trazando sus mapas. Era cuestión de poner orden en el caos
cotidiano de Dios.
En la mañana del 8 de diciembre escucharon ruidos animales procedentes de la
playa. Quienes pudieron sentarse se esforzaron por incorporarse. Sus peores temores
parecían hacerse realidad: los abisales acudían a por ellos.
Parecían lobos tomando posiciones. Se oían retazos de palabras. Troy empezó a
alejarse, en busca de Ike, pero las piernas no le obedecieron y se volvió a sentar.
—¿Es que no podían esperar? —gimió Twiggs débilmente—. Sólo quería morir
durante el sueño.
—Cierra el pico, Twiggs —siseó Ruiz, uno de los geólogos—. Y apaga esas
luces. Quizá no sepan que estamos aquí.
El hombre se levantó. Bajo el resplandor preternatural de la piedra, todos lo
vieron avanzar tambaleándose hasta un hueco cerca de la puerta. Con la precaución
El Descenso
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propia de un intruso, levantó poco a poco la cabeza hasta asomarse por la abertura.
Enseguida volvió a esconderla.
—¿Qué has visto? —le susurró Spurrier. El geólogo guardó silencio—. Eh, Ruiz
—añadió, arrastrándose hacia él—. ¡Santo Dios, le ha desaparecido la nuca!
En ese instante comenzó el asalto.
Unas enormes figuras entraron, como monstruosas siluetas sobre el resplandor
de la piedra.
—¡Oh, Dios mío! —gritó Twiggs.
De no haber sido por aquel desesperado grito en inglés podrían haber acabado
destrozados bajo una lluvia de balas. En lugar de eso, se produjo una pausa.
—Alto el fuego —ordenó una voz—. ¿Quién ha hablado de Dios?
—Yo —suplicó Twiggs—. David Twiggs.
—Eso es imposible —dijo la voz.
—Podría ser una trampa —advirtió una segunda voz.
—Somos nosotros —dijo Spurrier y se iluminó la cara con su propia linterna.
—¡Soldados! —exclamó Pía—. ¡Estadounidenses!
Las luces se encendieron en toda la estancia.
Unos desharrapados mercenarios se desplegaron a derecha e izquierda, todavía
acuclillados, dispuestos a disparar. Fue difícil saber quién se sintió más sorprendido,
si los debilitados científicos o los andrajosos restos del comando de Walker.
—No se muevan, no se muevan —les gritaron los mercenarios.
Tenían los ojos ribeteados de rojo. No confiaban en nada. Los cañones de sus
rifles se movían como colibríes, en busca del enemigo.
—Llamad al coronel —dijo un hombre.
Trajeron a Walker, sentado sobre unas parihuelas formadas por fusiles. A Ali le
pareció que también se moría de hambre, pero entonces vio su sangre. Los andrajos
de las perneras del pantalón, abiertos a cuchilladas, mostraban docenas de
mordeduras de obsidiana incrustadas en la carn e y el hueso. Era el dolor lo que le
chupaba la cara. Sus facultades mentales, sin embargo, no se habían visto afectadas.
Registró la estancia con la mirada de un violador.
—¿Están enfermos? —preguntó Walker.
Ali comprendió lo que él veía: hombres debilitados y mujeres apenas capaces
de mantenerse en pie. Parecían espantapájaros.
—Sólo muy hambrientos —dijo Spurrier—. ¿Tienen comida?
Walker los examinó atentamente.
—¿Dónde están todos los demás? —preguntó—. Recuerdo que eran muchos
más.
—Regresaron a casa —contestó Chelsea, inclinada junto a su tablero de ajedrez.
Miraba el cuerpo de Ruiz. Ahora pudieron ver que el geólogo había sido
ensartado a través del ojo.
—Vuelven por donde vinimos —dijo Spurrier.
—¿También los médicos? —preguntó Walker, por un momento esperanzado.
—Ahora sólo quedamos nosotros —dijo Pia—. Y ustedes.
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—¿Qué es este lugar, una especie de santuario? —preguntó Walker
contemplando la estancia.
—Una especie de estación intermedia —dijo Pia.
Ali confió en que no diera más información. No quería que Walker o Shoat
conocieran la existencia del mapa circular ni los soldados de cerámica.
—La descubrimos hace dos semanas —dijo Twiggs.
—¿Y todavía siguen aquí?
—Nos hemos quedado sin comida.
—Parece defendible —le dijo Walker a un teniente con la ropa quemada—.
Establezca los perímetros, asegure las barcas. Traiga los suministros y a nuestro
invitado. Y eliminen ese cadáver. Dejaron a Walker en el suelo, apoyado contra una
pared. Actuaron con cuidado, pero extender las piernas supuso una agonía para él.
Empezaron a llegar mercenarios procedentes de la playa, con pesadas cargas de
alimentos y suministros de Helios. Ninguno de ellos conservaba el aspecto de
inmaculados cruzados que tanto había cuidado Walker. Sus uniformes estaban
andrajosos. Algunos no tenían botas. Había heridos, sobre todo en las piernas y en la
cabeza. Olían todos a cordita y a sangre seca y vieja. Sus barbas y cabellos grasientos
les hacían parecer una banda de moteros.
Su vena de vocación religiosa había desaparecido por completo, dejando tras de
sí a unos hombres de armas cansados, enojados y asustados. La forma en que
arrojaron las mochilas impermeables y las cajas decía muchas cosas. Su intento de
escapada no iba bien.
Después de unos pocos minutos, Walker volvió su atención hacia los científicos.
—Díganme, ¿a cuánta gente han perdido a lo largo del camino?
—A nadie... hasta ahora —contestó Pia.
Walker ni siquiera se disculpó mientras sus hombres sacaban al geólogo Ruiz
de la estancia, arrastrándolo por los talones.
—Estoy impresionado. Se las han arreglado para recorrer cientos de kilómetros
por territorio desconocido, sin sufrir una sola baja, y desarmados.
—Ike sabe bien lo que hace —dijo Pia.
—¿Crockett está aquí?
—Se ha marchado a explorar —se apresuró a decir Troy—. A veces permanece
fuera durante días enteros. Está buscando el Avituallamiento VI.
—Pues está perdiendo el tiempo. —Walker se volvió hacia el teniente negro—.
Llévese a cinco hombres —le ordenó—. Localice a nuestro amigo. No necesitamos
más sorpresas.
—A ese hombre no se le puede cazar, señor —dijo el soldado—. Nuestros
hombres ya han sufrido bastante durante el último mes.
—No quiero tenerlo por ahí husmeando.
—¿Por qué hace esto? —preguntó Ali—. ¿Qué le ha hecho él?
—El problema es lo que yo le he hecho a él. Crockett no es la clase de hombre
capaz de perdonar y olvidar. Ahora mismo está ahí fuera, vigilándonos.
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—Escapará. De todos modos ya no hay nada más aquí para él. Dijo que nos
dejábamos vencer.
—Entonces, ¿para qué preocuparse tanto?
—No tiene necesidad alguna de hacer esto —le dijo Ali con suavidad.
Walker se sulfuró.
—Nada de prisioneros, teniente. ¿Me ha oído? Ésa fue la primera orden de
Crockett.
—Sí, señor —respondió el teniente con un suspiro.
Eligió a cinco de sus hombres y empezaron a entrar en el edificio.
Una vez que se hubo marchado la patrulla de búsqueda, Walker cerró los ojos.
Un soldado sacó un machete de la vaina de su bota, abrió una caja de supervivencia e
hizo gestos a los científicos. Tuvo que ser Troy el que llevó débilmente los paquetes a
sus compañeros. Twiggs besó el suyo y luego lo abrió con los dientes.
El primer bocado que tomó Ali de los espaguetis militares procesados le supo
delicioso. Procuró que sus bocados le durasen mucho. Y tomó agua a sorbos.
Twiggs vomitó. Luego empezó de nuevo.
La sala empezaba a llenarse. Entraron a más heridos. Dos hombres montaron
una ametralladora en la ventana. En conjunto, Ali contó a poco menos de veinticinco
personas, incluida ella misma y sus compañeros. Eso era todo lo que quedaba de los
ciento cincuenta que habían iniciado el viaje. Walker abrió los ojos, inyectados en
sangre.
—Traedlo todo aquí dentro —ordenó—, incluidas las barcas. Son vulnerables y
denuncian nuestra presencia.
—Pero ahí fuera hay doce barcas.
Quince menos de las que tenían al empezar, calculó Ali. ¿Qué había ocurrido?
—Metedlas —dijo Walker—. Nos haremos fuertes aquí durante unos días. Ésta
es la respuesta a nuestras oraciones. Un baluarte en este maldito lugar.
Los ojos de cerdo del soldado no parecieron estar de acuerdo, pero saludó
acatando la orden. Se veía que Walker estaba perdiendo el control sobre sus hombres.
—¿Cómo nos ha encontrado? —preguntó Pia.
—Vimos su luz —contestó Walker.
—¿Nuestra luz?
Las lámparas de petróleo de Ike, pensó Ali. Había sido su secreto compartido
con él, un faro abierto al mundo.
—Han encontrado el Avituallamiento VI, ¿verdad? —preguntó Spurrier.
—Los abisales se apoderaron de la mitad —dijo Walker.
—Considerémoslo como el diezmo del diablo —dijo una voz, y Montgomery
Shoat entró en la estancia.
—¿Usted? ¿Todavía con vida? —preguntó Ali.
No pudo ocultar su repugnancia. Ser abandonados por los soldados era una
cosa, pero Shoat era un civil, como ellos, y conocía el sucio plan de Walker. Su
traición sentaba peor.
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—Ha sido toda una excursión —dijo Shoat. Tenía un ojo negro y moratones
amarillentos a lo largo de una mejilla, a consecuencia de una evidente paliza—. Los
abisales llevan semanas destrozándonos, y los muchachos han trabajado horas extras
para llevarme. Empiezo a pensar que no lograremos completar nuestra gran gira por
el sub-Pacífico.
Walker no estaba de humor para ponerse a discutir.
—¿Está habitada esta parte de la costa?
—Sólo he visto a tres de ellos —contestó Ali.
—¿Tres pueblos?
—Tres abisales.
—¿Eso es todo? ¿No hay pueblos? —La barba negra de Walker se abrió en una
sonrisa—. En ese caso los hemos perdido, gracias a Dios. Nunca podrán seguirnos la
pista a través del agua. Estamos a salvo. Disponemos de comida para otros dos
meses. Y tenemos el instrumento casero de Shoat.
—Ah, ah —exclamó éste moviendo un dedo ante el coronel—. Todavía no.
Estuvo usted de acuerdo. Tres días más hacia el oeste. Luego hablaremos de retirada.
—¿Dónde está la muchacha? —preguntó Ali.
A medida que fueron entrando más mercenarios, vio las manos con garras, las
orejas abisales, los trozos de genitales masculinos y femeninos que colgaban de los
cintos, las mochilas y los rifles. El poema de Yeats resonó en su mente: el centro no se
puede sostener. La marea teñida de sangre se ha desatado y la ceremonia de la
inocencia se ve ahogada en todas partes.
—La juzgué mal —dijo Walker con voz ronca.
Necesitaba morfina. Ali sospechó lo que probablemente habían hecho los
soldados con ella.
—La mató —dijo Ali.
—Debería haberlo hecho. No me ha sido de ninguna utilidad.
Hizo un gesto y dos soldados arrastraron a la indómita muchacha, que ataron a
la cercana pared.
Lo primero que notó Ali fue su olor. La muchacha despedía un hedor bruto,
fecal y almizcleño, y estaba cubierta de sudor. Su pelo olía a humo y a suciedad. La
sangre y las mucosidades se extendían sobre la mordaza.
—¿Qué le han hecho a esta pobre niña? —Ha sido una tentación irresistible para
mis hombres —dijo Walker.
—¿Ha permitido a sus hombres...?
—¿Me viene ahora con gazmoñerías? —preguntó Walker, mirándola—. Usted,
sin embargo, no es muy diferente. Todo el mundo quiere algo de esta criatura.
Adelante, consiga de ella su maldito glosario, hermana. Pero no salga de esta
habitación sin permiso.
Troy se levantó y cubrió los hombros de la joven con su chaqueta. Ésta rechazó
su caballerosidad, luego abrió las piernas todo lo que le permitieron las cuerdas y
elevó las ingles hacia él. Troy retrocedió.
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—Yo no me enamoraría de ella, muchacho —le dijo Walker, echándose a reír—.
Ferrae naturae.
Es salvaje por naturaleza.
Ali y Troy se acercaron para alimentar a la joven.
—¿Qué hacen? —preguntó un soldado.
—Quitarle la mordaza —contestó Ali—. ¿De qué otro modo podría comer?
El soldado tiró con fuerza de la cinta adhesiva y apartó la mano con rapidez. La
muchacha casi se estranguló a sí misma con el alambre, al tratar de morderlo. Ali
retrocedió. Las risas se extendieron por la estancia.
—Toda suya —dijo el hombre.
Tuvo que proceder con mucha precaución para alimentarla. Ali le habló en voz
baja, pronunciando su nombre y tratando de desarmarla. La comida resultaba
evidentemente asquerosa para la joven, pero la aceptó. En un momento, escupió la
salsa de manzana y pareció pronunciar una complicada queja, que surgió con
extraordinaria suavidad. No fue solamente el volumen, sino el modo formal de
pronunciar los sonidos. A pesar de toda su ferocidad, la muchacha casi parecía
piadosa. Parecía hablarle a la comida, o decir palabras sobre ella. Su temperamento
era civilizado, no salvaje.
Una vez que hubo terminado, la muchacha se tumbó sobre el suelo de roca y
cerró los ojos. No hubo transición alguna entre la alimentación y el sueño. Tomaba
aquello que podía conseguir.
Transcurrieron dos días. Ike seguía sin aparecer. Ali percibió que estaba cerca,
en alguna parte, pero las patrullas de búsqueda regresaban con las manos vacías.
Los soldados golpeaban a Shoat hasta dejarlo sin sentido, tratando de averiguar
el secreto del código de su artilugio. La tenacidad que demostraba los ponía furiosos
y sólo dejaron de pegarle cuando Ali interpuso su cuerpo ante el de Shoat.
—Si lo matan nunca sabrán el código —les dijo.
Atender a Shoat no hizo sino aumentar sus deberes, pues ya cuidaba de Walker
y de alguno de los otros soldados.
Walker languidecía, con accesos de fiebre de los que luego se recuperaba.
Hablaba en lenguas extrañas mientras dormía. Los soldados intercambiaban
sombrías miradas. La estancia se llenó de presagios mortales y Ali se sintió cada vez
más preocupada. La única buena noticia era que a Ike no se le encontraba por
ninguna parte.
En la segunda noche, Troy intentó valerosamente impedir que un mercenario se
llevara a la muchacha fuera, junto a otros que la esperaban. Los soldados lo
golpearon y hubieran seguido haciéndolo de no haber sido por la risa de la
muchacha; su locura les hizo perder interés por Troy. Más tarde la devolvieron al
interior de la estancia, sudorosa y con la mordaza colocada. Todavía sangrando, Troy
ayudó a Ali a bañarla con la ayuda de una botella de agua.
—Ya ha estado embarazada —observó Troy en voz baja—. ¿Lo has visto?
—Te equivocas —le dijo Ali.
El Descenso
Jeff Long
Pero allí, entre las tatuadas líneas de cebra y las, marcas hechas a cuchillo, se
veían los desgarros de la piel causados por el embarazo avanzado. Sus areolas eran
oscuras. Ali no se había dado cuenta de las señales.
La tercera noche, los mercenarios regresaron de nuevo a por la muchacha. La
devolvieron horas más tarde, semiinconsciente. Mientras ella y Troy la lavaban, Ali
tarareó una melodía con suavidad. Ni siquiera se dio cuenta de ello hasta que, de
pronto, Troy exclamó:
—¡Ali, mira!
Ali levantó la mirada de los amarillentos moratones de la pelvis de la
muchacha, y vio que ésta la miraba con lágrimas rodándole por las mejillas. Ali elevó
el tarareo y lo convirtió en palabras.
—A través de muchos peligros, fatigas y engaños, ya he llegado —cantó con
suavidad—. Esta gracia que me ha traído hasta tan lejos, me llevará de regreso a casa.
La muchacha empezó a sollozar. Ali cometió entonces el error de tomarla en sus
brazos. Aquel gesto de amabilidad desencadenó una terrible tormenta de patadas,
empujones y rechazo. Fue un momento horriblemente esclarecedor, pues Ali supo así
que aquella joven había tenido una vez una madre que le había cantado aquella
misma canción.
Se pasó toda la noche con la prisionera, observándola. Con apenas catorce años,
la muchacha había experimentado muchas más cosas que Ali en treinta y cuatro.
Había estado casada o amancebada. Parecía haber dado a luz un niño. Y, hasta el
momento, había logrado mantener su cordura a pesar de las brutales violaciones
masivas. Su fortaleza interna era extraordinaria.
A la mañana siguiente, Twiggs necesitó hacer sus necesidades por primera vez
desde que se inició la inanición. Tratándose de Twiggs, no pidió permiso a los
soldados para abandonar la estancia. Uno de ellos le pegó un tiro en la cabeza.
Eso supuso el fin de la poca libertad de la que habían disfrutado los demás.
Walker ordenó que se atara a los científicos y se les confinara en una estancia más
profunda, algo que no le sorprendió a Ali. Ya sabía, desde hacía algún tiempo, que su
ejecución era inminente.
El Descenso
Jeff Long
24
T
ABULA
RASA
La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo...
G
, 1, 2
ÉNESIS
Nueva York
La suite del hotel estaba a oscuras, a excepción del parpadeo azulado del
aparato de televisión.
Aquello era un enigma: la televisión encendida, con el volumen apagado, en la
habitación de un ciego. De vez en cuando, De l'Orme orquestaba esta clase de
contradicciones, sólo para confundir a sus visitantes. Esta noche, sin embargo, no
tenía visitas. Simplemente, la camarera se había olvidado de apagar el televisor
después de ver el capítulo de la telenovela.
Ahora, la pantalla mostraba la bola de Times Square, que descendía hacia la
multitud, delirantemente feliz.
De l'Orme leía al maestro Eckhart. El místico del siglo XIII había predicado
cosas muy extrañas con palabras muy corrientes y también muy atrevidas, al haber
vivido como vivió en las entrañas de la Edad Oscura. Dios nos espera. Su amor es
como el anzuelo del pescador, que no obtiene ningún pez que no haya sido atrapado
antes por él. Una vez que se le suelta del anzuelo, el pez pertenece al pescador. En
vano se retuerce de uno a otro lado; el pescador puede estar seguro de su presa. Y lo
mismo digo del amor. Aquel que se cuelga de su anzuelo se ve atrapado tan
rápidamente que pies y manos, boca, ojos y corazón le pertenecen a Dios. Y cuanto
más seguramente se vea uno atrapado, más seguramente será liberado.
No era extraño que el teólogo fuera condenado por la Inquisición y
excomulgado. ¡Dios como dominador! Y, lo que era todavía más perturbador, el
hombre liberado de Dios. Dios liberado de Dios. ¿Y luego qué? Nada. Se penetra en
la oscuridad y se sale a la misma luz que se había dejado en un principio. «En tal
caso, ¿para qué salir? —se preguntó De l'Orme—. ¿Sólo por el viaje? ¿Es eso lo mejor
que podemos hacer con nosotros mismos?» Esos eran sus pensamientos cuando sonó
el teléfono.
—¿Conoces mi voz, sí o no? —preguntó el hombre que se encontraba al otro
extremo de la línea.
El Descenso
Jeff Long
—¿Bud? —preguntó De l'Orme.
—Estupendo... mi nombre —murmuró Parsifal.
—¿Dónde estás?
—Ah, ah.
El astronauta hablaba arrastrando las palabras. Había bebido. ¿El muchacho
dorado?
—Algo te preocupa —le dijo De l'Orme.
—Puedes apostar a que sí. ¿Está Santos contigo?
—No.
—¿Dónde está? —exigió saber Parsifal—. Si es que lo sabes.
—En una de las dos Coreas —contestó De l´Orme, sin saber muy bien en cuál—.
Ha salido otro conjunto de abisales. Está inventariando algunos de los artefactos que
han traído consigo. Emblemas de una divinidad acunada en lámina de oro.
—Corea. ¿Te lo dijo él?
—Yo lo envié, Bud.
—¿Y qué te hace estar tan seguro de que se encuentra donde lo enviaste? —
preguntó Parsifal.
De l'Orme se quitó las gafas oscuras. Se frotó los ojos y los abrió. Eran blancos,
sin retina o pupila. Unos distantes fuegos artificiales surcaron su rostro con chispas
de color. Esperó.
—Llevo toda la noche intentando llamar a los demás sin conseguirlo —dijo
Parsifal.
—Es Nochevieja —le recordó De 1'Orme—. Quizá estén con sus familias.
—Nadie te lo ha dicho.
Fue más una acusación que una pregunta.
—Me temo que no, sea lo que fuere.
—Es demasiado tarde. ¿Realmente no lo sabías? ¿Dónde has estado los últimos
días?
—Aquí mismo. Un poco resfriado. Hace una semana que no salgo de mi
habitación.
—¿No te has enterado de lo que publica el
New York Times?
¿Es que no escuchas
las noticias?
—Me entrego a la soledad. Infórmame tú, por favor. No puedo ayudar si no sé
lo que pasa.
—¿Ayudar?
—Por favor.
—Corremos un grave peligro. No deberías estar hablando por ese teléfono.
Fue surgiendo todo poco a poco, como una maraña. Dos semanas antes se había
producido un gran incendio en la sala de mapas que utilizaban para reuniones. Y
antes de eso explotó una bomba en la biblioteca de un templo antiguo sobre un
acantilado, en Yungang, China, de la que se acusaba a los separatistas musulmanes.
Durante el último mes se habían saqueado o destruido archivos y yacimientos
arqueológicos en diez o más países.
El Descenso
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—Me he enterado de lo ocurrido en la sala de reuniones, claro. Eso lo han dicho
en todas partes. Pero en cuanto al resto, ¿qué lo relaciona todo?
—Alguien está intentando borrar nuestra información. Es como si alguien
tratara de cerrar una empresa y borrara sus huellas.
—¿Qué huellas? Quemar museos, volar bibliotecas. ¿Para qué podría servir eso?
—Él está cerrando el tenderete.
—¿Él? ¿De quién hablas? Lo que dices no tiene ningún sentido.
Parsifal mencionó algunos otros acontecimientos, incluido un incendio en la
Biblioteca de Cambridge, donde se encontraban los antiguos fragmentos
genizah
de
El Cairo.
—Desaparecidos —dijo—. Completamente quemados. Han quedado hechos
trocitos.
—Todos esos son lugares que hemos visitado durante el último año.
—Alguien está borrando nuestra información desde hace algún tiempo —dijo
Parsifal—. Hasta hace poco sólo se ha tratado de cosas pequeñas. Ahora, en cambio,
la destrucción parece más completa y espectacular. Es como si alguien tratara de
terminar un negocio antes de largarse de la ciudad.
—Una simple coincidencia —dijo De l'Orme—. Incendiarios de libros. Un
pogrom.
Antiintelectuales. En estos tiempos, el populacho está por todas partes.
—No es ninguna coincidencia. Nos ha utilizado como sabuesos. Nos dejó
sueltos para que husmeásemos su propio rastro, nos indujo a que le cazáramos. Y
ahora retrocede.
—¿A quién te refieres?
—¿A quién crees tú?
—Pero ¿qué consigue con esto? Aunque tuvieras razón, con esto no haría sino
borrar nuestras notas a pie de página, no las conclusiones a las que hemos llegado.
—Está borrando su propia imagen.
—En ese caso, borra su rostro. ¿Y qué cambia eso?
Sin embargo, ya mientras hablaba, De l'Orme se sentía incómodo. ¿Estaban
sonando aquellas sirenas o alarmas distantes sobre su propia cabeza?
—Destruye nuestra memoria —dijo Parsifal—. Borra totalmente su presencia.
—Pero ahora le conocemos. Al menos, sabemos todo aquello que nos han
aportado las pruebas. Nuestra memoria está bien fijada.
—Somos el último testimonio —dijo Parsifal—. Después de nosotros, se regresa
a una situación de
tabula rasa.
De l'Orme se estaba perdiendo piezas del rompecabezas. Apenas llevaba una
semana encerrado y parecía como si el mundo hubiese cambiado de órbita. Eso, o el
que había cambiado era Parsifal. De l'Orme intentó poner en orden la información.
—¿Sugieres que hemos dirigido a nuestro enemigo a visitar sus propias pistas?
¿Que se trata de un trabajo confidencial, que Satán es uno de nosotros, que él o ella
regresa sobre nuestras pruebas para destruirlas? Vuelvo a preguntar: si eso fuera así,
¿por qué? ¿Qué es lo que consigue al destruir todas las imágenes pasadas de sí
El Descenso
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mismo? Si es cierta nuestra teoría de la línea reencarnada de reyes abisales, la
próxima vez reaparecerá con un rostro diferente.
—Pero con sus mismas pautas subconscientes —dijo Parsifal—. ¿Recuerdas?
Hablamos de eso. No puede uno cambiar su naturaleza fundamental. Es como una
huella. Puede intentar alterar su comportamiento, pero cinco mil años de pruebas
humanas lo han hecho identificable, si no para nosotros sí al menos para el siguiente
grupo Beowulf o para el que venga después. Si no hay pruebas, no hay
descubrimiento. Se convierte en el hombre invisible, signifique eso lo que signifique.
—Déjalo que se desboque —dijo De l'Orme. Hablaba tanto para calmar la
agitación de Parsifal como la de su presa abisal—. Para cuando termine con su
vandalismo, le conoceremos mejor de lo que se conoce a sí mismo. Estamos cerca.
Escuchó la dificultosa respiración de Parsifal, al otro lado de la línea. El
astronauta murmuró algo inaudible. De l'Orme pudo escuchar la ráfaga de viento
que agitó la cabina telefónica, cerca de la que pasaba seguramente un camión de
dieciséis ruedas. Imaginó que Parsifal debía de estar en alguna perdida cafetería
situada al lado de una carretera interestatal.
—Vete a casa —le aconsejó.
—¿De qué parte estás? Por eso te he llamado, en realidad. ¿De qué parte estás?
—¿De qué parte estoy?
—A eso es a lo que se reduce todo, ¿no es así?
La voz de Parsifal se perdió. El viento aullaba. Hablaba como un hombre a
punto de perder la razón y el cuerpo ante la tormenta.
—Tu mujer debe de estar preguntándose dónde te encuentras.
—¿Y que ella muera como Mustafah? Ya nos hemos despedido. Ella nunca
volverá a verme. Lo hago por su propio bien.
Se escuchó un golpeteo y luego unos arañazos sobre la ventana de la habitación
de De l´Orme. Se retiró de nuevo a su presunción de oscuridad, apretó la espalda
contra el sofá tapizado de pana. Escuchó. Unas garras arañaron el cristal. Y allí siguió
la pista, un aleteo. Un pájaro. O un ángel. Perdido entre los rascacielos.
—¿Qué ocurre con Mustafah?
—Tienes que saberlo.
—Pues no lo sé.
—Lo encontraron el pasado viernes, en Estambul. Lo que quedaba de él estaba
flotando en la presa subterránea de Yerebatan Sarayi. ¿De veras que no lo sabías? Lo
mataron el mismo día que se encontró una bomba en Hagia Sofía. Nosotros
formamos parte de las pruebas, ¿es que no te das cuenta?
Con una gran y concentrada precisión, De 1'Orme dejó las gafas en la mesita. Se
sentía mareado. Deseaba resistir, desafiar a Parsifal, obligarlo a retractarse de
aquellas terribles noticias.
—Sólo hay una persona que pueda estar haciendo esto —dijo Parsifal—. Lo
sabes tan bien como yo.
Se produjo un minuto de relativo silencio en el que ninguno de los dos dijo
nada. El teléfono se llenó con los sonidos de la ventisca y con el golpeteo de los
El Descenso
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quitanieves que se disponían a iniciar la batalla por mantener abiertas las carreteras.
Luego, Parsifal habló de nuevo.
—Sé lo cerca que estabais el uno del otro.
Su lucidez, su compasión cimentaron la revelación.
—Sí —asintió De l'Orme.
Era la peor falsedad que podía imaginar. La obsesión de aquel hombre les había
guiado. Y ahora los había desheredado, en cuerpo y en espíritu. No, eso era un error,
puesto que, para empezar, nunca habían sido incluidos en su herencia. Desde el
principio no había hecho otra cosa que explotarlos. Habían sido para él como ganado
que se conduce a la muerte.
—Tienes que alejarte de él —le dijo Parsifal.
Pero De l'Orme únicamente pensaba en el traidor. Trató de imaginar los miles
de engaños que había perpetrado con ellos. ¡La audacia de un rey! Casi con
admiración, susurró el nombre.
—Más fuerte —dijo Parsifal—. No puedo oírte con este viento.
—Thomas —repitió De l'Orme.
¡Qué magnífico valor! ¡Qué engaño tan despiadado! Las profundidades de su
conjura eran casi vertiginosas. ¿Qué buscaba entonces? ¿Quién era realmente? ¿Y por
qué adoptar un disfraz para cazarse a sí mismo?
—Entonces te has enterado —gritó Parsifal. La ventisca empeoraba con rapidez.
—¿Lo han encontrado?
—Sí.
De l'Orme se quedó atónito.
—Pero eso significa que hemos ganado.
—¿Es que te has vuelto loco? —preguntó Parsifal.
—¿Te has vuelto tú? ¿Por qué huyes? Lo han atrapado. Ahora podemos
entrevistarlo directamente. Tenemos que ir junto a él de inmediato. Dame los
detalles, hombre.
—¿Atrapado? ¿A Thomas?
De l'Orme percibió la confusión de Parsifal y se sintió igualmente
desconcertado. Incluso después de tantos meses de tratar al abisal como un hombre
corriente, la mortalidad de Satán no le parecía muy natural. ¿Cómo se podía
«atrapar» a Satán? Y, sin embargo, allí estaba. Habían logrado lo imposible. Habían
trascendido el mito.
—¿Dónde está? ¿Qué han hecho con él?
—¿Te refieres a Thomas?
—Sí, a Thomas.
—Pero si Thomas está muerto.
—¿Thomas?
—Creía haberte oído decir que lo sabías.
—No —gimió De l'Orme.
—Lo siento. Fue un gran amigo de todos nosotros. De l'Orme digirió las
consecuencias de aquellas palabras, pero seguía sin comprender.
El Descenso
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—¿Ellos lo mataron?
—¿Ellos? ¿Quiénes? —gritó el astronauta. ¿Es que Parsifal no le escuchaba o
tanto el uno como el otro se equivocaban en el significado que daban a sus palabras?
—A Satán —exclamó De l'Orme.
Sus pensamientos se precipitaron. ¿Habían matado al César abisal? ¿Es que
aquellos estúpidos no conocían el valor de Satán? Mentalmente De l'Orme vio a
algún joven y asustado soldado, con educación de escuela superior, vaciando el
cargador de su rifle sobre las sombras, y Thomas surgiendo a trompicones desde la
oscuridad a la luz, muerto.
A pesar de todo, De l'Orme seguía sin comprender nada.
—Sí, Satán —dijo Parsifal. Cada vez resultaba más difícil distinguir su voz del
ruido de la tormenta—. Ahora lo comprendes. Es la misma conclusión a la que yo he
llegado. Mustafah. Ahora Thomas. Satán. Satán los mató.
De l'Orme frunció el ceño.
—Sin embargo, dijiste que lo encontraron, a Satán.
—No, me refería a Thomas —aclaró Parsifal—. Encontraron a Thomas. Un
pastor beduino de cabras se lo encontró esta tarde. Estaba tumbado entre las rocas,
cerca del monasterio de Santa Catalina. Se había caído, o había sido empujado de uno
de los riscos del monte Sinaí. Es evidente quién lo mató. Satán lo hizo. Nos está
cazando, uno a uno. Conoce nuestras pautas, nuestras vidas cotidianas, los lugares
donde nos ocultamos. Mientras averiguábamos su perfil, el bastardo se enteraba del
nuestro.
Finalmente, De l'Orme comprendió lo que Parsifal le estaba diciendo. Thomas
no era el traidor. Era alguien incluso más cercano a él.
—¿Sigues ahí? —preguntó Parsifal.
—¿Qué han hecho con el cuerpo de Thomas? —preguntó De l'Orme tras
aclararse la garganta.
—Lo que hacen los monjes del desierto con sus muertos. Probablemente no
sirva de mucho para conservarlo. Querían enterrarlo cuanto antes. Lo harán el
miércoles, allí mismo, en el monasterio. —Hizo una pausa antes de preguntar—: No
irás, ¿verdad?
Tantas cosas que planificar y, en realidad, tan pocas. De l'Orme sabía
exactamente qué necesitaba que ocurriera a continuación.
—Se trata de tu cabeza —le dijo Parsifal.
De l'Orme volvió a colgar el teléfono en su horquilla.
Savannah, Georgia
Ella se despertó en su cama con antiguos sueños de que volvía a ser joven y los
hombres elegantes la cortejaban. Los muchos se convirtieron en unos pocos. Los
pocos en uno solo. En sus sueños, estaba sola, como ahora, pero con una soledad
diferente, con un dolor en los corazones de los hombres, con un recuerdo que nunca
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terminaría. Y este único hombre nunca dejaría de buscarla, aunque ella se perdiera en
sí misma, aunque envejeciera.
Abrió los ojos y la estancia se llenó de rayos de luna.
Las bastas cortinas de lino se agitaron con la brisa. Los grillos cantaban en la
hierba de su porche. La ventana se había abierto.
Una luz diminuta efectuó un bucle dentro de la habitación. Una luciérnaga.
—Vera —dijo un hombre desde el rincón más oscuro.
Se sobresaltó y las gafas se le cayeron de entre los dedos. Un ladrón, pensó. Pero
¿un ladrón que conocía su nombre? ¿Quién podía hablar con un tono tan triste?
—¿Quién es? —preguntó.
—Te he estado observando en tu sueño —dijo él—. En esta luz, veo a la niña
pequeña a la que su padre debió de haber querido.
Iba a matarla. Vera percibió la determinación que había en su ternura. Una
forma surgió entre las sombras de la luna. Liberada de su peso, la silla de mimbre
crujió y él se adelantó.
—¿Quién eres? —preguntó ella.
—¿Parsifal no te llamó?
—Sí.
—¿No te lo dijo?
—¿Decirme? ¿El qué?
—Quién soy.
Un frío invernal le recorrió el cuerpo.
Parsifal la había llamado el día anterior y ella le interrumpió en sus malos
augurios desde la carretera. El cielo se desmorona; eso fue todo lo que pudo sacar en
claro de sus tonterías. De hecho, su explosión de consejos paranoicos y malos
presagios consiguieron finalmente lo que Thomas no había conseguido: convencerla
de que el monstruo era ni más ni menos que su propia búsqueda del monstruo.
Le asombraba que su búsqueda del rey de la oscuridad fuese autogenética,
surgida de nada más real que la idea que se hacían de ella. Retrospectivamente,
aquella búsqueda se había alimentado a sí misma durante meses, con sus propias
claves, predicciones y erudición libresca. Ahora empezaba a alimentarse de ellos. Tal
y como había advertido Thomas, la búsqueda se había tornado peligrosa. Sus
enemigos no eran los tiranos y los futuros tiranos, los C. C. Cooper del mundo, ni su
fabuloso Satán del inframundo. El enemigo era más bien su propia imaginación
calenturienta.
Le había colgado el teléfono a Parsifal. Repetidas veces. La había llamado varias
veces más, vociferando y hablando como un loco, como un vendedor yanqui de
alfombras tratando de asustarla para que abandonara su plantación. «Me quedo
donde estoy», le había dicho ella.
Así pues, Parsifal tenía razón.
Tenía la silla de ruedas junto a la mesita de noche. No intentó convencerlo para
que no la asesinara. No; cuestionó sus métodos ni puso a prueba su sadismo. Quizá
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lo hiciera todo con rapidez y profesionalidad. «De modo que, después de todo, vas a
morir en la cama», se dijo a sí misma.
Vera intentaba reunir su valor y sus pensamientos. El corazón le latía con
fuerza. Deseaba mantener la calma.
—¿Parsifal?
—Me refiero a tu padre.
La pregunta la distrajo.
—¿Canciones?
—Antes de que te acostaras a dormir.
Era una invitación y ella la aprovechó. Cerró los ojos y se lanzó a la búsqueda.
Eso significaba pasar por alto los grillos y penetrar en los acelerados latidos de su
corazón, y descender a los recuerdos que creía desaparecidos para siempre. Pero aquí
estaba él y, sí, era de noche y él le cantaba. Volvió a apoyar la cabeza sobre la
almohada y sus palabras hicieron de manta y su voz le prometió cobijo. «Papá»,
pensó.
El suelo de madera emitió un crujido.
Vera lo lamentó. De no haber sido por aquel sonido, se habría quedado con la
canción. Pero la madera le hizo regresar a la habitación. Ascendió a través del
corazón, de vuelta al mundo de los grillos y los rayos de luna.
Abrió los ojos y allí estaba, con las manos desnudas, mientras la luciérnaga
trazaba un enrevesado halo en lo alto, por encima de su cabeza. Se acercaba a ella
como su amante. Su rostro entró entonces en la luz y ella, asombrada, preguntó:
—¿Tú?
Monasterio de Santa Catalina, Yébel Musa (monte Sinaí)
De l'Orme dispuso las copas y colocó la hogaza de pan. El abad le había
proporcionado una sala de meditación, de las ocupadas durante miles de años por
hombres y mujeres que buscan la sabiduría espiritual.
Santos estaría encantado. Le gustaban las cosas toscas y sencillas. La jarra de
vino era de arcilla. Las planchas de la mesa se habían cepillado y claveteado hacía
por lo menos cinco siglos. Ninguna cortina en la ventana. Ni siquiera cristal. El polvo
y los insectos eran sus únicos compañeros de oración. Como palabras de la Biblia, un
atrevido rayo de sol ensartaba la penumbra de la celda. De l'Orme sintió su calor
sobre la cara. Sintió que se desplazaba desde el este hacia el oeste, a través de sus
mejillas. Lo sintió ponerse. Hacía frío a esta altura, especialmente si se comparaba
con el calor del desierto que había recorrido. La carretera ya no era tan buena. De
l'Orme había tenido que sufrir sus baches. Como los turistas ya no acudían aquí en
tan gran número, había menos razones para mantener el asfalto. La Tierra Santa ya
no les atraía como antes. La revelación del infierno como una red corriente de túneles
había logrado, por sí sola, lo que el Infierno mismo no pudo: el final del temor
espiritual. La muerte de Dios a manos del existencialismo y del materialismo ya
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había sido algo suficientemente penoso. Ahora, la muerte del Mal Supremo había
transformado el paisaje de la vida en el más allá en una suerte de pensión barata
llena de fantasmas. Desde Moisés hasta Mahoma y Agustín, los caminos habían sido
buenos para su tiempo, pero últimamente ya no los recorría casi nadie.
Del mismo modo que la carretera que conducía hasta sus altos muros, Santa
Catalina se notaba muy descuidado. De l'Orme oyó de labios del escandalizado abad
cómo una serie de monjes se habían vuelto idiorrítmicos, adquiriendo propiedades
en el ahora abandonado pueblo turístico, dedicándose a comer carne y a colocar
iconos, espejos y alfombras en sus celdas. Aquella clase de corrupción conducía a la
desobediencia, claro está. ¿Y qué era un monasterio sin obediencia? En el patio de
Santa Catalina se moría incluso la zarza que, según se afirmaba, era el arbusto
ardiente de Moisés.
De l'Orme aspiró intensamente la brisa del atardecer, introduciendo el incienso
en sus pulmones como si fuera oxígeno. Olía un cercano almendro, a pesar del
invierno. Alguien cultivaba una pequeña maceta de albahaca. Y todo se veía
dominado por un dulce hedor, muy débil: el de los cuerpos de los santos muertos.
Los antropólogos llamaban segundo enterramiento a esta práctica de
desenterrar a sus muertos después de varios años y añadir los huesos y calaveras de
los monjes a la colección del monasterio. Al osario, algunos lo llamaban jocosamente
la universidad. Según la tradición, los muertos seguían enseñando gracias a su
recuerdo. ¿Y qué les enseñaste tú, Thomas? —se preguntó De l'Orme—. ¿Gracia?
¿Perdón? ¿O les comunicaste una advertencia contra la oscuridad?»
Se iniciaban las vísperas nocturnas. Excepcionalmente, se había permitido que
hubiese un periquito enjaulado en el patio. Su canto se conjuntaba con el
kyrie eleison
de los monjes, como las notas de un ángel diminuto.
En momentos como aquel, De l'Orme anhelaba el regreso a los hábitos o, al
menos, a la celda del ermitaño. Si se dejaban las cosas tal como estaban, el mundo era
una superabundancia de riquezas. Si uno se quedaba quieto, todo el universo era tu
amante. Pero ya era demasiado tarde para eso.
Santos llegó en un todoterreno que traqueteaba sobre la tierra ondulada.
Perturbó a un rebaño de cabras y pudieron escucharse sus esquilas y el apagado
repiqueteo de sus pezuñas. De l´Orme escuchó. Santos venía solo. Su paso era firme
y alargado.
El periquito dejó de cantar. Los
kyrie eleison
no se interrumpieron. De l'Orme
dejó que él mismo encontrara su camino.
Pocos minutos más tarde, Santos asomó la cabeza en la cámara de De l'Orme.
—Ah, estás ahí —dijo.
—Entra —le dijo De l'Orme—. No sabía si conseguirías llegar antes de que
cayera la noche.
—Pues aquí estoy —dijo Santos—. Y tendrás que ocuparte de nuestra cena,
porque no he traído nada.
—Siéntate, debes de estar cansado.
—Ha sido un viaje muy largo —admitió Santos.
El Descenso
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—Has estado muy ocupado.
—He venido en cuanto he podido. ¿Lo han enterrado ya?
—Hoy. En el cementerio.
—¿Estuvo bien?
—Lo trataron como a uno de los suyos. Él se habría sentido complacido.
—No me caía muy bien, pero sé que tú le querías. ¿Te encuentras bien?
—Desde luego —asintió De l'Orme.
Hizo un esfuerzo por incorporarse, abrió los brazos y le dio un abrazo a Santos.
El olor del sudor del joven y el pelado desierto mosaico eran buenos. Por lo visto,
Santos llevaba el sol atrapado en sus poros.
—Llevó una vida plena —dijo Santos con simpatía.
—¿Quién sabe qué más pudo haber descubierto? —dijo De l'Orme.
Dio un ligero golpe con la mano en su ancha espalda y se separaron. De l'Orme
se sentó cuidadosamente en su taburete de madera de tres patas. Santos dejó la bolsa
en el suelo y tomó la silla que De l'Orme había colocado previamente en el extremo
más alejado de la mesa.
—¿Y ahora? ¿Adonde vamos a partir de aquí? ¿Qué hacemos?
—Comamos —dijo De 1'Orme—. Ya hablaremos mañana, durante el almuerzo.
—Olivas, queso de cabra, una naranja, pan, una jarra de vino —dijo Santos—.
Esto tiene todos los visos de una última cena.
—Si quieres burlarte de Cristo, eso es asunto tuyo. Pero no te burles de nuestra
cena —dijo De l'Orme—. No tienes por qué comer si no tienes hambre.
—Sólo era una broma. Estoy hambriento.
—Debería haber también una vela en alguna parte —dijo De l'Orme—.
Seguramente ya ha oscurecido. Pero no tenía cerillas.
—Todavía hay penumbras —dijo Santos—. Hay luz suficiente. Prefiero este
ambiente.
—Entonces, sirve el vino.
—Me pregunto qué pudo haberle traído hasta aquí —dijo Santos—. Me dijiste
que Thomas había abandonado la búsqueda.
—Ahora ya está claro que Thomas no iba a dejar nunca la búsqueda.
—¿Había aquí algo que estuviera buscando?
De l'Orme percibió la extrañeza de Santos. En realidad, le preguntaba por qué le
había dado instrucciones para que viniera aquí.
—Al principio pensé que había venido por el
Codex Sinaiticus
—contestó De
l'Orme. Santos sabría que el
Codex
era uno de los más antiguos manuscritos del
Nuevo Testamento. Abarcaba un total de tres mil volúmenes, de los que sólo se
conservaban unos pocos en esta biblioteca—. Pero ahora pienso de otro modo.
—¿Sí?
—Creo que fue Satán quien lo atrajo hasta aquí —dijo De l'Orme.
—¿Lo atrajo? ¿Cómo?
—Quizá con su presencia. O dejándole un mensaje. No lo sé.
El Descenso
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—Eso quiere decir que tiene cierto sentido de la teatralidad —comentó Santos
entre bocados—. La montaña de Dios.
—Así parece.
—¿No tienes hambre?
—No tengo apetito esta noche.
Los monjes trabajaban en la iglesia. Su profundo canto reverberó a través de la
piedra. Señor ten piedad. Cristo ten piedad. Señor ten piedad.
Domine Deus.
—¿Lloras por la pérdida de Thomas? —preguntó Santos de pronto.
De l'Orme no hizo movimiento alguno para limpiarse las lágrimas que
descendían por sus mejillas.
—No —contestó—. Por la tuya.
—¿Por la mía? Pero ¿por qué? Si yo estoy aquí, contigo.
—Sí.
Santos se quedó inmóvil.
—No te sientes feliz conmigo.
—No, no es eso.
—Entonces, ¿qué es? Dímelo.
—Te estás muriendo —dijo De l'Orme.
—Seguro que te equivocas —dijo Santos, riéndose aliviado—. Me encuentro
perfectamente bien.
—No —le dijo De 1'Orme—. He envenenado tu vino.
—Qué terrible broma de mal gusto.
—No es ninguna broma.
En ese preciso momento, Santos se llevó las manos al estómago. Se levantó de
golpe y la silla de madera cayó sobre las losas.
—¿Qué has hecho? —preguntó boquiabierto.
No hubo ningún drama. No cayó al suelo. Suavemente, se arrodilló sobre la
piedra y se tumbó en ella.
—¿Es cierto? —preguntó.
—Sí —contestó De 1'Orme—. Desde Bordubor que he sospechado de tu malicia.
—¿Qué?
—Fuiste tú quien arrancó la cara de la talla y el que mató al pobre guarda.
—No.
La protesta de Santos fue apenas poco más que un aliento.
—¿No? ¿Quién, entonces? ¿Yo? ¿Thomas? No había nadie más, excepto tú.
Santos gimió. Su bonita camisa blanca se mancharía en el suelo, imaginó De l'Orme.
—Eres tú el que se había propuesto desmantelar tu propia imagen entre los
hombres —siguió diciendo. El aliento se elevaba más tenuemente desde el suelo—.
No puedo explicar cómo pudiste elegirme a mí, hace ya tanto tiempo. Lo único que
sé es que yo fui el instrumento que te condujo hasta Thomas. Yo te conduje hasta él.
Santos aún pudo decir algo:
—... todo equivocado —susurró.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó De l'Orme.
El Descenso
Jeff Long
Pero ya era demasiado tarde.
Santos, o Satán, ya no estaba allí.
Había tenido la intención de mantener la vigilia sobre el cuerpo durante toda la
noche. Santos pesaba demasiado como para levantarlo y tenderlo sobre el camastro,
así que cuando empezó a hacer frío y ya no pudo mantenerse despierto por más
tiempo, De l'Orme se envolvió con la manta y se tumbó en el suelo, junto al cadáver.
Por la mañana explicaría su asesinato a los monjes. Aparte de eso, no le importaba
nada más.
Y así se quedó dormido, hombro con hombro con su víctima.
La incisión a través de su abdomen lo despertó.
El dolor fue tan repentino e intenso que lo registró como una pesadilla, como
algo ante lo que no había que sentir pánico.
Entonces sintió el salto animal dentro de su pared torácica y se dio cuenta de
que no era ningún animal, sino una mano. Navegó hacia arriba, con la destreza de un
cirujano. Intentó apartarse, con las palmas de las manos contra la piedra, pero su
cabeza se arqueó hacia atrás y no pudo retirar su cuerpo, no pudo evitar aquella
horrible intrusión.
—¡Santos! —balbuceó con el único aliento que le quedaba.
—No, no es él —murmuró una voz que conocía.
Los ojos de De l'Orme miraron fijamente en la noche.
Era en Mongolia donde hacían las cosas de aquel modo. El nómada efectúa un
corte en el vientre de su oveja e introduce la mano en el interior, deslizándola hacia
arriba, entre los resbaladizos órganos, hasta llegar donde está el corazón, todavía
palpitante. Si se hace adecuadamente, se consideraba como una muerte indolora.
Se necesitaba una mano fuerte para apretar el órgano hasta dejarlo totalmente
inmóvil. Esta mano era fuerte.
De l'Orme no forcejeó. Ésa era otra de las ventajas del método. Cuando la mano
estaba dentro, ya no había nada que hacer. El propio cuerpo cooperaba,
conmocionado por la inimaginable violación. Ningún instinto podía preparar a un
hombre para ese momento. Sentir cómo los dedos se cerraban alrededor del propio
corazón... Esperó, mientras su matarife sostenía en la mano el cáliz de la vida.
Tardó menos de un minuto.
La cabeza rodó hacia la izquierda y allí estaba Santos, junto a él, tan frío como la
cera, la propia creación de De l'Orme. Su horror fue completo. Había pecado contra sí
mismo. Había asesinado a la bondad personificada, en nombre de la bondad. Año
tras año había recibido la bondadosa atención del joven, la había rechazado y puesto
a prueba y nunca creyó que algo así pudiera ser real. Y, sin embargo, se había
equivocado fatalmente.
Su boca formó el nombre del amor, pero ya no le quedaba aire para pronunciar
la palabra.
Ante cualquier extraño habría podido parecer que De l'Orme se entregaba al
sacrificio. Experimentó un pequeño espasmo y eso no hizo más que hundir más
profundamente el brazo. Como una marioneta, buscó la mano que lo manipulaba,
El Descenso
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que era como un fantasma dentro de los huesos de su pecho. Suavemente, colocó sus
propias manos sobre su corazón. Su corazón indefenso. Señor ten piedad. El puño se
cerró.
En ese último instante, una canción acudió a su mente. Surgió en su oído,
imposible, muy hermosa. ¿La voz pura de un monje niño? ¿La radio de un turista, un
fragmento de ópera? Se dio cuenta de que era el periquito enjaulado en el patio. En
su mente, vio salir la luna llena sobre las montañas. Pero, naturalmente, los animales
despertarían. Naturalmente, ofrecerían su canción matutina a su radiación. De
l'Orme nunca había visto tanta luz, ni siquiera en su imaginación.
Por debajo de la península del Sinaí
A través de la herida, la entrada.
A través de las venas, la retirada.
Su búsqueda había terminado.
En la naturaleza de la verdadera búsqueda, se había encontrado a sí mismo.
Ahora, su pueblo lo necesitaba mientras se reunían en su desolación. Era su destino
el conducirlos a la nueva tierra, pues él era su salvador.
Adquirió velocidad en el descenso.
Descenso desde el ojo de Egipto del Sol, desde el Sinaí, lejos de sus cielos, como
un mar vuelto del revés, con sus estrellas y planetas atravesándole el alma, con sus
ciudades como insectos, todo cáscara y mecanismo, con su ceguera con ojos, sus
vertiginosas llanuras y la mente aplastando las montañas. Descenso de los miles de
millones que habían hecho el mundo a su propia imagen humana. Su firma podía
haber sido una cuestión de belleza. Pero era una cuestión de muerte. Su presencia se
había convertido en la del mundo, era la presencia de los chacales que desgarraban
los músculos de las piernas incluso mientras intentaba ahuyentarlos.
La tierra se cerró sobre él. Con cada giro y cada recodo, se cerraba
herméticamente tras él.
Resurgían sentidos enterrados desde hacía tiempo. ¡Soledad! ¡Silencio! La
oscuridad era luz. Una vez más podía escuchar las articulaciones y la sangre vital del
planeta. Como latidos en la piedra, como acontecimientos antiguos. Aquí, el tiempo
era como el agua. Las criaturas más diminutas eran sus padres y madres. Los fósiles
eran sus hijos. Lo convertían en el recuerdo mismo.
Dejó que las palmas desnudas rebotaran sobre las paredes, atrayendo el calor y
el frío, lo afilado y lo redondeado y suave. Hundiéndose, galopando, dejaba en
prenda la carne de Dios. Esta magnífica roca. Esta fortaleza de su ser. Ésta era la
palabra. La Tierra.
Momento a momento, paso a paso, sintió cómo se convertía en prehistórico. Fue
una bendita liberación de los hábitos humanos. En aquel vasto monasterio lleno de
capilaridades, a través de aquellas aberturas, tortuosos pasajes y abiertas fístulas
tetónicas, bebiendo de charcas de agua más antigua que la vida mamífera, donde el
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recuerdo era simplemente recuerdo. No era algo que hubiera que marcar en
calendarios, guardar en libros, etiquetar en gráficos o trazar en mapas. No se
memorizaba la memoria, del mismo modo que no se memorizaba la existencia.
Recordó su camino hacia las profundidades por el sabor del suelo y por el tirón
de las corrientes de aire que no tenían dirección cardinal. Dejó atrás la cartografía de
la Tierra Santa y de sus cuevas de entrada a través de Yébel el Lawz, en la elusiva
Midia. Olvidó el nombre del océano índico al > pasar por debajo. Palpó el oro, suave
y serpentino, incrustado en las paredes, pero ya no lo reconoció como oro.
Transcurrió el tiempo, pero dejó de contarlo. ¿Días? ¿Semanas? Perdió la memoria
incluso mientras la recuperaba.
Se vio a sí mismo y no supo que era él. Estaba en una hoja de obsidiana negra.
Su imagen se elevó como una silueta negra dentro de la negrura. Se acercó a ella y
colocó las manos sobre el cristal volcánico y contempló fijamente su rostro que se
reflejaba. Hubo algo en los ojos que le pareció familiar.
Siguió adelante, cansado y, sin embargo, refrescado. Las profundidades dieron
carne a su fortaleza. Animales ocasionales le proporcionaron el don de su carne. Más
y más, fue testigo de la vida en la oscuridad, escuchó sus chirridos y roces. Encontró
pruebas de sus refugiados, mucho antes que ellos, de los nómadas abisales y los
viajeros religiosos. Las marcas que dejaban en las paredes lo llenaron con el dolor por
la gloria perdida de su imperio.
Su pueblo había perdido la gracia, había caído precipitada y profundamente y
durante tanto tiempo que ya ni siquiera era consciente de su propio descenso. Ahora,
sin embargo, incluso en su vacío y en su miseria, estaba siendo perseguido en
nombre de Dios, y eso no podía ser. Pues ellos eran los hijos de Dios y habían vivido
durante mucho tiempo en los páramos, el tiempo suficiente como para haber lavado
sus pecados y obtenido la amnistía. Habían pagado por su orgullo, independencia o
lo que ofendiera al orden natural de las cosas, y ahora, después de un exilio de
cientos de eones, habían regresado a su inocencia.
Era un error que Dios continuara castigándoles, un sacrilegio que permitiera su
caza hasta la extinción. Pero es que, desde el principio mismo, su pueblo había
desafiado la idea de que Dios pudiera demostrar misericordia. Ellos eran su mentira.
Ellos eran su pecado. Siempre había sido una falsa esperanza que Dios pudiera
apartarlos de su propia cólera para llevarlos al amor. No, el rescate tenía que
proceder de alguna otra alma.
El Descenso
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25
P
ANDEMÓNIUM
Los muertos no tienen derechos.
T
J
, hacia el final de su vida.
HOMAS
EFFERSON
8 de diciembre
El final empezó con algo pequeño que Ali descubrió en el suelo. Pudo haber
sido un ángel tumbado allí, invisible para todos, excepto para ella, diciéndole que
estuviera preparada. Sin cambiar el paso, colocó el pie sobre el mensaje y lo aplastó,
haciéndolo añicos. Probablemente, no habría sido necesario. ¿Quién más podría
haber leído tanto en un dulce rojo?
No mucho después, mientras se hallaba acuclillada torpemente en el nicho en
penumbras que se había designado como letrina, Ali descubrió otro dulce rojo, esta
vez alojado en una grieta de la pared, por encima de la letrina. Acuclillada sobre el
montón de heces, con las cuerdas fuertemente atadas por los mercenarios, Ali aún
pudo introducir los dedos de una mano por entre la grieta. Esperaba encontrar una
nota y sólo halló un pomo duro y suave. Lo que extrajo de la piedra era un cuchillo
negro para un trabajo clandestino, con estría para que corriera la sangre y con un
peso manejable. Hasta el mango parecía cruel.
—¿Qué estás haciendo ahí dentro? —gritó el guarda.
Ali se guardó el cuchillo entre las ropas y el guarda la devolvió a la pequeña
estancia lateral que se había convertido en la mazmorra de todos ellos. Con el
corazón latiéndole en las orejas, Ali ocupó su lugar junto a la muchacha. Tenía miedo,
pero se sentía gozosa. Allí estaba su oportunidad.
¿Y ahora qué?, se preguntó Ali. ¿Encontraría alguna otra señal? ¿Debía cortar
las cuerdas ahora o esperar? ¿De qué la creería capaz Ike? Él tenía que saber que
había límites a lo que podía hacer. Ella era una mujer de Dios.
Tres mercenarios se encontraban a diez pasos de distancia unos de otros, entre
el ejército de terracota que rodeaba la aguja.
—Esto es una mierda, hermanos —dijo uno de ellos—. Ese tipo se ha largado.
Eso es lo que yo habría hecho en su lugar.
—De todos modos, ¿qué estamos haciendo metidos aquí dentro? ¿El coronel
todavía quiere más lucha?
El Descenso
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—Es un hombre muerto. Sólo quiere que le sostengamos la mano mientras se
pudre. Y mientras tanto damos de comer a los prisioneros. No creo que vayamos a
encontrar ninguna tienda de comestibles en el camino.
—El mejor objetivo es el que se queda quieto. Ofrecemos un blanco precioso,
como patos sentados.
—Lo mismo pienso yo.
Hubo una pausa. Todavía estaban tanteándose mutuamente.
—¿Qué hacemos entonces?
—En momentos desesperados, hay que tomar medidas desesperadas. El coronel
está despilfarrando nuestro tiempo. Los civiles se están comiendo nuestra comida. Y
los moribundos están muertos. A eso se le llama recursos limitados.
—Tiene sentido.
—¿Quemas?
—Con vosotros dos somos doce. Además de ese muermo de Shoat, que no
querrá darnos el código de su artilugio de radioseñal.
—Déjame una hora con Shoat y te daré su código y hasta el número de teléfono
de su mamá.
—Sería una pérdida de tiempo. En cuanto nos dé el código sabe que está
muerto. Sólo tenemos que esperar a que active la combinación. Luego será comida de
los perros.
—¿Cuándo lo hacemos?
—Recoge el cepillo de dientes, amigo. Pronto, muy pronto.
—Oh —gritó uno—. Jodidas estatuas.
—Alégrate de que no sean reales.
—Eh, chicas, ¿qué tenemos aquí?
—¡Monedas! Fíjate en esta.
—Están hechas a mano, ¿ves los bordes cortados? Son antiguas.
—Jodidamente antiguas. Esto es de oro.
—Ya iba siendo hora. Y por aquí hay más.
—Y allí también. Ya era hora de que encontrásemos algún botín.
Los tres hombres se separaron, recogiendo monedas del suelo con la misma
elegancia que los gallos en el corral. Se fueron alejando más y más unos de otros.
Finalmente, el que llevaba la gorra de los Raiders con la visera hacia atrás se
agachó, como un pato, con el fusil cruzado sobre el regazo, lo que le dejaba libres las
dos manos para recoger el tesoro.
—Eh, muchachos —dijo—, tengo los bolsillos llenos. Os alquilo espacio en
vuestras mochilas.
Transcurrió otro minuto.
—Eh —gritó de nuevo y se quedó inmóvil—. ¿Muchachos?
Abrió las manos. Las monedas se le cayeron. Lentamente, levantó las manos
hacia el fusil. Demasiado tarde, escuchó el tintineo del jade.
Los chinos tienen una palabra especial,
Hnglung,
para describir el tintineo
musical producido por las joyas de jade de los aristócratas al caminar. No había
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forma de saber cómo lo llamaban los abisales veinte eones antes. Pero el sonido fue
idéntico cuando la estatua situada junto a él cobró vida.
El mercenario empezó a levantarse. El garrote de guerra protoazteca salió a su
encuentro desde arriba. La cabeza le estalló como un melón, con limpieza quirúrgica.
La obsidiana era realmente más afilada que los escalpelos modernos. La estatua se
desprendió de su armadura de jade y se convirtió en un hombre. Ike volvió a colocar
el garrote en las manos de terracota y levantó el fusil. Era un intercambio justo,
pensó.
Los amotinados llevaron las barcas hasta el mar y las cargaron con los
suministros de la expedición. Eso lo hicieron a la vista de su comandante, al que
habían atado y colgado de la pared, donde se debatía como un loco.
—Ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los príncipes, los poderes, las cosas
presentes o las cosas por venir, ni la altura, ni las profundidades, ni cualquier otra
criatura podrá separarnos de la venganza de Dios —les gritó.
En su estancia lateral, los prisioneros escucharon a Walker. Amor, no venganza,
pensó Ali, tumbada en el suelo. El coronel lo había entendido mal. La cita era de la
epístola a los Romanos y tenía que ver con el amor de Dios, no con su venganza. Una
cuestión discutible.
El guarda que los vigilaba se marchó para ayudar a cargar las embarcaciones.
Sabía que los civiles no iban a ir a ninguna parte.
Había llegado el momento. Ike le había dado toda la ventaja que pudo. A partir
de ahora, tendría que improvisar.
Ali sacó el cuchillo.
Troy levantó la
cabeza.
Ella lo apretó contra los nudos de la muñeca y comprobó
que la hoja estaba afilada. La cuerda casi se desintegró. Rodó sobre sí misma para
quedar frente a Troy. Spurrier los oyó y miró.
—¿Qué estás haciendo? —le susurró—. ¿Te has vuelto loca?
Ella flexionó las muñecas y los hombros y se puso de rodillas para desatar el
alambre que le rodeaba el cuello y lo sujetaba a la pared.
—Si los vuelves locos no nos llevarán con ellos —advirtió Spurrier.
—No nos van a llevar con ellos —dijo Ali mirándole con el ceño fruncido.
—Pues claro que sí —insistió Spurrier, aunque ella ya había hecho añicos su
esperanza—. Sólo tienes que esperar.
—Volverán —dijo Ali—. Y no queremos estar aquí cuando suceda.
Troy tenía ahora el cuchillo y se acercó a Chelsea, Pia y Spurrier.
—Aléjate de mí —le dijo Spurrier.
Pia tomó las manos de Ali y la obligó a acercarse. La miró fijamente, con los ojos
desorbitados. Olía como a algo enterrado. Junto a ella, Spurrier dijo:
—No deberíamos enojarles, Pia.
—Quédate tú entonces —dijo Ali.
El Descenso
Jeff Long
—¿Qué hacemos con ella? —preguntó Troy, arrodillado junto a la muchacha
cautiva que lo miraba imperturbable, vigilante.
La muchacha podía lanzarse hacia la entrada o empezar a gritar o incluso atacar
a sus liberadores. Por otro lado, dejarla allí suponía condenarla a una segura
sentencia de muerte.
—Tráela —dijo Ali—, pero no le quites la mordaza y déjale las manos atadas y
también el alambre alrededor del cuello.
Troy ya tenía la hoja del cuchillo bajo la cuerda, preparado para cortarla. Vaciló.
La mirada de la muchacha se desvió hacia Ali. De color amarillento, sus ojos eran
felinos.
—Mantenla atada, Troy. Eso es todo lo que diré.
—Estúpidos —siseó Spurrier, que se negó a escapar.
Pia empezó a dirigirse hacia la puerta, pero luego se volvió.
—No puedo —le dijo a Ali.
—No puedes quedarte aquí —dijo Ali.
—¿Cómo voy a dejarlo a él solo?
Ali tomó a Pia por el brazo para tirar de ella, pero luego la soltó.
—Lo siento —dijo Pia—. Ten cuidado.
Ali la besó en la frente.
Los fugitivos salieron furtivamente de la estancia, hacia el interior de la
fortaleza. No tenían luces, pero la luminiscencia de las paredes facilitó sus
movimientos.
—Conozco un lugar —les dijo Ali.
Ellos la siguieron sin hacer preguntas. Encontró la escalera que Ike le había
mostrado.
Chelsea cojeaba bastante a causa de lo que le habían hecho los mercenarios. Ali
la ayudó mientras Troy ayudaba a la muchacha. En lo alto de la escalera, Ali los
condujo a través de la entrada secreta de Ike y llegaron a la sala del faro.
La estancia estaba a oscuras, a excepción de una diminuta llama. Alguien había
curioseado en el suelo de la bóveda, vaciándolo. También había dejado encendida
una sola lámpara de arcilla. Ali descendió al interior de la bóveda y ayudó a Chelsea
a bajar. Troy bajó a la muchacha. A Ali le sorprendió lo ligera que era.
—Ike ha estado aquí —dijo.
—Parece una tumba —observó Chelsea, que había empezado a temblar—. No
quiero estar aquí.
—Era una bóveda de almacenamiento, con tinajas —dijo Ali—. Estaban llenas
de aceite. Ike se las habrá llevado a alguna parte.
—¿Dónde está ahora?
—Quedaos aquí —les dijo Ali—. Yo lo encontraré.
—Iré contigo —se ofreció Troy de mala gana.
No quería dejar a la muchacha. Durante los últimos días había surgido en él
cierta obsesión por ella. Ali miró a Chelsea, que no parecía estar muy bien. Troy
tendría que quedarse con ellas. Procuró pensar tal como lo haría Ike.
El Descenso
Jeff Long
—Esperad aquí. No hagáis ningún ruido. Volveremos a por vosotros cuando sea
seguro.
La diminuta luz iluminó sus rostros hundidos. Ali hubiera querido quedarse
con ellos, a salvo, con la luz. Pero Ike estaba allí fuera, en alguna parte, y quizá la
necesitara.
—Llévate el cuchillo —le dijo Troy.
—No sabría qué hacer con eso —replicó. Intentó alegrar las expresiones de
esperanza de Troy y Chelsea—. Os veré pronto —se despidió.
Las barcas se balanceaban con el movimiento del agua. No se podían percibir ni
escuchar los temblores, pero otras intenciones más profundas empezaban a agitar el
mar, hinchando las olas. Los alimentos y el equipo se habían atado con nudos
propios de una reata de muías. Habían montado la ametralladora y encendido los
focos. Iba a ser pesado para doce hombres, pero su gran abundancia de víveres les
aseguraba los suministros durante varios meses y la carga se aligeraría a medida que
se acercaran a la salida.
La mitad de los soldados esperaron en las barcas mientras la otra mitad
regresaba para la limpieza. Habían sorteado el trabajo sucio, que le tocó a quienes
sacaron las pajas más cortas. Les pareció nauseabundo que Shoat quisiera verlo.
No se deja con vida a los testigos, ni siquiera a los moribundos que aún
caminan. Mucho antes de que se muriera de hambre, alguno de los supervivientes
podía escribir un relato de lo ocurrido. Esa clase de cosas podían obsesionarle a uno.
Podían transcurrir diez años hasta que algún colono encontrara aquella fortaleza,
pero ¿por qué arriesgarse a que se conociera el testimonio de los fantasmas? Eso era
lo que más les había confundido del coronel. Había considerado todo aquello como
una llamada, cuando únicamente se trataba de un crimen.
Actuaron desde el frente hacia atrás y lo hicieron como profesionales. Cada uno
de sus camaradas heridos recibió el tiro de gracia entre los ojos. A Walker lo dejaron
con vida, atado a la pared, balbuceando citas de las Escrituras. Que se joda. Ni en un
millón de años iba a ir a ninguna parte.
Luego, ya sólo quedó encargarse de los civiles de la estancia lateral. Dos de los
soldados entraron.
—¿Qué ha pasado aquí? —gritó uno de ellos.
Spurrier levantó la mirada y trató de proteger a Pia.
—Huyeron. Podríamos habernos ido con ellos, pero fijaos, nos hemos quedado
—dijo.
—Que te jodan, estúpido —dijo el otro.
Lanzaron rodando dos granadas de fragmentación al interior de la estancia y se
protegieron en la pared exterior. Luego rociaron lo que quedaba con un cargador
cada uno. Regresaron a la sala delantera. Ahora que los heridos habían dejado de
quejarse, todo quedó en silencio. Sólo Walker seguía gimiendo.
—Ese imbécil —dijo uno de los mercenarios.
El Descenso
Jeff Long
—No has visto nada todavía —dijo Shoat.
Acababa de insertar otra de sus cápsulas en la pared.
—¿De qué hablas?
—De pequeños guisantes —dijo Shoat.
—Eh, Shoat —dijo el otro—, ¿por qué sigues colocando esas cápsulas? No
vamos a regresar por este camino.
—El que planta un árbol, planta para la posteridad —sentenció Shoat.
—Cierra el pico, idiota.
Observaron desde justo por debajo del agua. Otros ocuparon las alturas,
camuflados con roca en polvo, entre las rocas. Su actitud era la propia de reptiles, o
de insectos.
Eso sólo era una cuestión de clanes. Isaac los había dispuesto así.
Si a los mercenarios se les hubiese ocurrido iluminar las paredes del acantilado,
habrían podido detectar un latido débil, la ondulación de muchos pulmones al
respirar. Pero las luces que enfocaban el agua simplemente rebotaban sobre la
oscilante superficie. Los humanos creían estar solos.
El grupo de ejecutores apareció ante la puerta de la fortaleza, sin prisas. Las
piernas ya les pesaban, como a los campesinos al final de la jornada. Hasta que no se
ha hecho, no se tiene ni la menor idea; matar era algo muy serio.
—¡La venganza será mía! —aulló la enloquecida voz de Walker desde la
fortaleza.
—Que lo pases bien —murmuró alguien.
El parpadeo del fuego fulguró a través de la puerta. Alguien había encendido
una hoguera con los últimos papeles de los científicos.
—Regresamos a casa, muchachos —les dijo el teniente a sus hombres al darles
la bienvenida.
La lanza que lo empaló era un hermoso ejemplar de tecnología solutrense de la
era glacial. La hoja de pedernal era alargada, en forma de hoja, con un exquisito
lascado a presión y untada con veneno tóxico extraído de rayas abisales.
Fue un empalamiento clásico, surgido directamente del agua, que penetró con
precisión por el ano del teniente, ensartándolo del mismo modo que, años atrás,
había preparado él las ranas en el laboratorio de ciencias del instituto.
Nadie sospechó nada. El teniente permaneció erguido, o casi. Cierto que la
cabeza se le inclinó levemente pero, por lo demás, mantuvo los ojos abiertos y la
sonrisa muy amplia.
—Ya hemos terminado ahí atrás, teniente —le dijo uno de los hombres.
Más abajo, en el extremo más alejado de la línea de barcas, el soldado Grief
estaba acuclillado sobre la cubierta de goma. Oyó un sonido, como el del aceite al
separarse. Se volvió a mirar y el mar se le abrió. Sólo hubo tiempo para ver una cara
feliz de ojos muy abiertos antes de que fuera arrastrado hacia el fondo. El agua se
cerró herméticamente sobre sus talones.
El Descenso
Jeff Long
Los mercenarios estaban diseminados sobre la arena, junto a diferentes
embarcaciones varadas en la orilla. Dos de ellos llevaban los fusiles sujetos por la
mirilla. Uno lo llevaba en bandolera.
—Vamos allá, pendejos —gritó uno de los hombres de las barcas—. Casi puedo
oler sus fantasmas.
Se dice que los honderos romanos eran capaces de alcanzar a un hombre a 185
metros de distancia. Aunque sólo sea para dejar constancia, la piedra que alcanzó a
Jefferson Bum-Bum se lanzó desde 235 metros. Su vecino oyó el golpetazo de sandía
abierta que atravesó el pecho de Bum-Bum y miró para ver cómo el otrora notable
centro de resonancia del jazz de Utah se ponía rígido y caía como un enorme árbol
que hubiese decidido que le había llegado la hora. Sólo habían transcurrido diez
segundos.
—¡Abisales! —gritó el vecino.
Ya habían pasado antes por esto, de modo que la sorpresa no fue total. Sabían
cómo reaccionar sin pensárselo dos veces así que, simplemente, apretaron los
gatillos, produjeron ruido y encendieron las luces. Aún no tenían blancos sobre los
que disparar, pero no se esperaba a tener blancos; no con los abisales. Durante los
primeros momentos, la potencia de fuego constituía la única oportunidad de agitar
las piezas de su rompecabezas y darle la vuelta a la situación. Por eso dispararon
hacia las paredes del acantilado. Dispararon hacia la arena y hacia el agua.
Dispararon a lo alto. Intentaron no dispararse unos a otros, pero eso no era más que
un riesgo colateral.
Sus cargadores especiales dieron resultados espectaculares. Las balas Lucifer
alcanzaron las rocas y les arrancaron fragmentos de luz brillante, en una escena
digna del cuatro de julio, pero con intenciones de matar. Acribillaron la arena,
dispararon contra el agua en ráfagas arqueadas. También ametrallaron el techo,
salpicado de constelaciones letales, y sobre ellos llovieron fragmentos de piedra.
Funcionó. Los abisales se quedaron quietos. Durante un minuto.
—Alto el fuego —gritó un hombre—. Contad. Yo soy uno.
—Dos —gritó otro hombre.
—Tres.
Sólo quedaban siete.
Los mercenarios situados más cerca de los botes descendieron rápidamente
hacia la orilla. Tres retrocedieron hacia la fortaleza a través de melazas de espesa
arena.
—Me han dado.
—El teniente ha muerto.
—¿Y Grief?
—Desaparecido.
—¿Y Bum-Bum?
—¿Ha terminado ya? ¿Se han largado los abisales?
El Descenso
Jeff Long
Ésa había sido la pauta seguida durante semanas. Ataque rápido y huida. Los
abisales eran los dueños de la noche en un lugar donde reinaba la noche para
siempre.
—Jodidos abisales. ¿Cómo nos han encontrado?
Acurrucado al otro lado de la puerta de la fortaleza, Shoat observó la escena y
calculó las posibilidades. No había terminado de salir cuando se inició el ataque y no
vio razón alguna para anunciar a nadie su buen estado de salud. Se tocó la bolsa que
contenía el artilugio de envío de la señal de radio. Era como un talismán para él,
como una fuente de comodidad y poder. Una forma de lograr que se desvaneciera
este peligroso mundo.
Con un simple tecleo podía eliminar por completo la amenaza. Los abisales se
convertirían entonces en ilusiones. Pero también sucedería lo mismo con los
mercenarios, que aún le resultaban útiles. Entre otras cosas, a Shoat no le gustaba
remar. Conservaba su bolsa del Apocalipsis y consideró sus opciones: «¿Utilizarte
ahora o más tarde?». Más tarde, decidió. No causaría daño alguno esperar algunos
minutos más para ver cómo se solucionaban las cosas allí. Por lo visto, los abisales
habían hecho valer su punto de vista, por así decirlo, y se retiraban a la oscuridad.
—¿Qué debemos hacer? —gritó un soldado.
—Marcharnos. Tenemos que largarnos de aquí —gritó otro—. Que todo el
mundo suba a las barcas. Estamos más seguros en el agua.
Varias de las barcas iban a la deriva, sin tripulantes. El ametrallador remaba de
regreso a la orilla.
—Vámonos. Vámonos —gritó a los tres compañeros acuclillados contra la
pared de la fortaleza.
Inseguros, los tres hombres se levantaron y miraron a su alrededor, por si había
más emboscadas. Al no ver a nadie, introdujeron cargadores nuevos en los fusiles y
procuraron prepararse para la carrera. Los soldados de los botes les hacían señas
para que se acercaran.
—Cien metros —calculó uno de los mercenarios atrapados—. Una vez los hice
en nueve coma nueve.
—Seguro que no sería en una pista de arena.
—Fíjate.
Se quitaron las mochilas y desecharon todo el peso extra, las granadas, las
bayonetas, las luces y los chalecos inflables.
—¿Preparados?
—¿Nueve coma nueve has dicho? ¿Realmente eras tan lento?
Estaban preparados.
—Adelante.
El grito de una mujer cayó sobre ellos desde la zona más alta de la fortaleza.
Todos lo escucharon. Incluso Ali, que descendía a través de la fortaleza, se detuvo
para escuchar y supo que Troy la había desobedecido.
Los mercenarios levantaron la mirada. Era la horrible muchacha, que se
asomaba por la ventana de la torre desde la que se dominaba el mar. Con la cinta
El Descenso
Jeff Long
adhesiva arrancada de la boca, lanzó un segundo grito desde lo más profundo de su
garganta. El ulular arrancó ecos sobre ellos. Lo sintieron como si sus propios
corazones se elevaran sobre las aguas.
Ella podría haber lanzado su grito a la tierra o al mar. O haber invocado a Dios.
Como guiada por una llamada, la arena cobró vida. Ali llegó a una ventana
justo a tiempo para ver. A medio camino entre la fortaleza y el agua un trozo de playa
se abultó y se convirtió en una pequeña montaña. El bulto se elevó y adquirió las
dimensiones de un animal. La arena salió despedida de sus hombros y se convirtió
en un hombre. Los mercenarios quedaron demasiado atónitos como para disparar
sobre él.
No era musculoso, como pudiera ser un atleta o un culturista, pero su carne se
tensaba en placas que parecían hechas de cuerda, como si hubiera crecido sobre los
huesos a partir de la necesidad, para luego crecer más, con poca simetría. Ali lo miró
fijamente.
Su volumen, altura y las bandas plateadas de los brazos evidenciaban cierto
pedigrí. Era imponente, alto como el más alto de los mercenarios y hasta majestuoso.
Por un instante, Ali se preguntó si aquella deformidad bárbara no sería el mismo
Satán al que estaba buscando.
Los focos de los mercenarios fijaron sus detalles, para que todos lo vieran. Ali
estaba lo bastante cerca como para reconocerlo como un guerrero, aunque sólo fuera
por la distribución de sus cicatrices. Era un hecho forense que los luchadores
primitivos presentaban por lo general su lado izquierdo en la batalla. Desde el pie
hasta el hombro, ese bárbaro hemisferio izquierdo mostraba el doble de viejas
heridas que el derecho. El antebrazo izquierdo había sido cortado y roto por golpes
desviados. La excrescencia calcárea que le brotaba de la cabeza tenía una textura
ensortijada y la punta de su único cuerno se había roto en el combate.
En la mano derecha sostenía una espada de samurai robada en el siglo XVI. Con
sus feroces ojos y la piel pintada de tierra, podría haber sido una de las figuras de
terracota que había en el interior del foso de la fortaleza. Un demonio que protegiera
el santuario. Cuando habló, sin embargo, lo hizo con acento londinense.
—¿Rezarás, muchacho? —le dijo a su primera víctima.
Ella había oído aquella voz por la radio. Había visto los ojos de Ike abrirse
mucho al recordarlo.
Isaac se sacudió la arena del cuerpo y se volvió hacia la fortaleza, sin hacer el
menor caso de sus en emigos. Buscó con la mirada en las alturas, absorbiendo masas
de aire para captar el olor. Olió algo. Luego llamó a la muchacha y ya no hubo la
menor duda acerca de lo ocurrido.
Habían raptado a la hija de la bestia. Ahora, el infierno quería recuperarla.
Antes de que los soldados pudieran apretar el gatillo, la trampa se cerró. Isaac
saltó sobre el primero de ellos y le rompió el cuello.
La barca principal se levantó por un extremo y quedó suspendida sobre el
borde. Sus ocupantes cayeron al agua negra.
El Descenso
Jeff Long
Más lanzas arponearon el piso de las barcas y un hombre desesperado se
ametralló sus propios pies.
Los focos se torcieron.
Los trazos se autoactivaron.
La obsidiana descendió sobre abisales y humanos por igual. Los últimos
hombres de Walker se enfrentaron a sus propias armas, arrebatadas aquí y allá a sus
camaradas muertos durante los últimos meses. Quienes pudieron quitar el
mecanismo de seguridad y apretar el gatillo, causaron tanto destrozo entre los de su
propia clase como entre los soldados. Muchos se limitaron a utilizar los fusiles como
garrotes.
Los tres soldados atrapados cerca de la fortaleza intentaron alcanzar la puerta,
pero los abisales saltaron desde los muros y les bloquearon el paso. Arrinconados
contra la pared, uno de ellos vociferó:
—Recuerda El Álamo.
Su compañero, un hispano de Miami, gritó:
—A la mierda El Álamo. ¡Viva la raza!
Luego, le atravesó el cerebro. El tercer soldado mató al asesino por principio y
luego se metió el cañón del arma en la boca y disparó su última bala. Los abisales
quedaron impresionados por los suicidios.
Allá, en el agua, el ametrallador lanzaba arcos de luz hacia el horizonte negro.
Cuando finalmente se encasquilló la alimentación de la cinta, el último que quedaba
tomó una pala y empezó a remar alejándose mar adentro. En el silencio que siguió
pudo escucharse su apresurada huida, palada a palada, así como el aletear de algún
ser alado.
En el interior de la fortaleza, el coronel Walker servía de festín todavía en vida.
Ni siquiera se molestaron en bajarlo de la pared, sino que simplemente lo fueron
cortando a trozos, mientras él citaba fragmentos de las Escrituras, enloquecido.
En lo alto de la fortaleza surcada de agujeros, Ike corrió en busca de Ali. Inició
la carrera en cuanto oyó el grito salvaje de la muchacha hacia su compañero abisal.
Todavía goteando agua del lugar donde se había ocultado, al borde del mar, subió las
escaleras y bajó corriendo por los pasillos. Debería haber sabido que Ali utilizaría el
cuchillo para liberar a los demás. Naturalmente, una monja no sabría cuándo
quedarse a solas. Si al menos hubiera hecho lo que él pretendía y dejado a los demás
atados a sus destinos, su desaparición habría sido inmaculada. Aquella tormenta de
abisales habría pasado por allí como un aguacero de verano. Habrían lavado las
lanzas y luego se habrían marchado, dejando a Ike oculto con Ali. En lugar de eso, el
pueblo revisaba ahora la estructura de escondites a la caza de su propiedad, aquella
horrible muchacha. Sabía que no se detendrían hasta que no consiguieran lo que
buscaban y, ahora, eso incluiría también a Ali. De una u otra forma, aquella
muchacha la traicionaría. Tenía que encontrarla antes y sacarla de allí. El asalto abisal
se había venido preparando desde hacía días. En su ignorancia, Walker y sus
El Descenso
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mercenarios no habían visto las señales que lo indicaban. Pero, escondido en un
cubículo de los acantilados, Ike había visto llegar a los abisales casi desde el
momento mismo en que llegó Walker. Comprendió que su estrategia estaba muy
clara. Esperarían a que los soldados partieran en las barcas y atacarían en el
momento en que efectuaran la transición desde la tierra al mar. Anticipándose a todo
eso, Ike había preparado maniobras de diversión, había explorado escondites y
seleccionado qué partes de los suministros humanos quería para sí mismo. Además
de Ali quería una de las barcas y por lo menos cien kilos de raciones militares. No
necesitaban más. Con cien kilos podría alimentarla hasta llevarla a la superficie. Y él
se alimentaría de lo que encontrara.
La única esperanza de Ike estribaba en su disfraz. Los abisales no sabían que él
actuaba en su periferia, vestido como ellos, cubierto con roca en polvo, ocre y
andrajos del enemigo humano. Llevaba meses comiendo lo mismo que ellos,
procurándose criaturas de todo tipo, alimentándose de la carne, caliente o fría, cruda
o aún espasmódica. Ahora despedía su mismo olor y contaba con algunas de sus
ventajas. El rastro que dejaba tras de sí era un rastro abisal. Su sudor tenía el sabor
del sudor abisal. No le buscarían. Todavía no.
Llegó a la escalera de la torre y subió precipitadamente. Entró en la sala
adornado como los salvajes, pertrechado con equipo de guerra y prácticamente
desnudo.
Chelsea estaba sentada sobre la ventana, con las piernas por fuera, como si
esperase el autobús.
Para ella, lo que entró en la sala era una bestia abisal. Chelsea se dispuso a
tirarse de cabeza en el momento en que Ike le gritó:
—¡Espera!
Lo oyó en el último instante.
—¿Ike? —preguntó.
Pero no pudo hacer retroceder lo que ya había entregado a la gravedad. Cayó
de la ventana.
Ike ni siquiera se molestó en mirar. Se dirigió directamente a la bóveda del
suelo y comprobó que estaba vacía. Ali se había marchado. No se veía por ninguna
parte a Troy y a la muchacha.
El gran círculo volvía a envolverlo. Así era el camino. Todo el mundo tiene un
círculo. Una vez había perdido a una mujer, y ahora también perdía a Ali. ¿Era ese su
destino, representar el papel de Orfeo para su propio corazón?
Ya casi había salido del laberinto con Ali y ahora el laberinto se iniciaba de
nuevo. «Que Dios me ayude», pensó. Miró hacia abajo y tuvo la impresión de que el
nuevo laberinto crecía desde sus pies, que se extendía en giros a lo largo de su
siguiente millón de kilómetros. «Habrá que empezar de cero», se dijo a sí mismo. Era
la vieja paradoja. Tenía que perder el camino para poder encontrarlo.
Ali no le había dejado pistas. Miró. No había huellas. Ningún rastro de sangre.
Ninguna señal hecha con las uñas. Recorrió la habitación, tratando de percibir las
cosas. Quién había estado allí. Cuándo. Qué les había inducido a marcharse. Obtuvo
El Descenso
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poca información. Quizá se había llevado a Troy y a la muchacha con ella, aunque no
parecía propio de Ali dejar sola a Chelsea. Entonces se le ocurrió. Ali se había
marchado para buscarle.
Darse cuenta de ello no fue algo inmaterial. Significaba que lo estaría buscando
en aquellos lugares donde creyera que podía estar. Si era capaz de anticiparse a lo
que ella imaginara, aún podía encontrarla. Pero la perspectiva era muy negra. Ella no
sabría mirar en las bolsas rocosas del acantilado, a setenta metros de altura, ni en los
escondites tomados de prestado a los gusanos de arena y a las almejas tuberosas. Lo
buscaría por toda la fortaleza, ahora llena de abisales.
Ike sopesó sus opciones. Lo más seguro era mantener la discreción, aunque eso
significara una preciosa pérdida de tiempo. Podía introducirse y recorrer el edificio,
pero esto era una carrera, no un juego del escondite. La única alternativa consistía en
darse a conocer y confiar en que ella hiciera lo mismo.
—¡Ali! —gritó.
Se dirigió a la puerta y gritó su nombre, y escuchó. Luego se acercó a la ventana
y gritó de nuevo.
Abajo, los abisales, acuclillados alrededor de su maná humano, levantaron la
mirada hacia él. Estaban atando las embarcaciones. Saqueaban los suministros.
Disparaban los fusiles en ráfagas al azar, sólo para hacer ruido y por el espectáculo
de los fuegos artificiales.
Observó que algunos de los mercenarios más corpulentos eran descuartizados y
proporcionaban impresionantes tajadas de carn e, que sería curada sobre las fuentes
de calor o escabechada en salmuera. Al menos dos habían sido capturados vivos y
estaban siendo atados para su transporte. El cuerpo de Chelsea era utilizado por un
puñado de delgados luchadores, que fingían que era una cautiva viva. A menudo, los
jefes de un clan entregaban propiedad fallecida a sus seguidores, como una
depravada experiencia, como una forma de ampliar su propio prestigio.
Sobre la playa debía de haber por lo menos cien abisales y probablemente otros
tantos estarían registran do el interior de la fortaleza. Era una enorme suma de
guerreros para haberlos reunido en un solo lugar. Ike ya había contado once clanes
diferentes. Habían preparado bien su trampa, lo que sugería un extraordinario
conocimiento de los humanos.
Ike asomó la cabeza por la ventana. Los abisales escalaban la cara de la
fortaleza, convergiendo hacia él. Apuntó rápida y cuidadosamente hacia las ánforas
que había colgado a lo largo de la corona de la fortaleza y disparó tres veces,
rompiendo cada vez una vasija de arcilla e incendiando el petróleo que contenían.
Formando cortinas de fuego, el petróleo se derramó pared abajo. Los abisales se
desparramaron a derecha e izquierda de la cara vertical. Algunos saltaron, pero
varios fueron alcanzados en esta primera fase.
Las llamaradas azules descendieron por la piedra en corrientes menguantes.
Una tormenta de flechas y piedras repiqueteó contra el muro, al otro lado de la
ventana. Algunas entraron en la estancia. Ahora ya había llamado su atención.
El Descenso
Jeff Long
Ike escuchó a otros que subían por la escalera de la torre y se acercó
serenamente a la puerta. Disparó una sola vez hacia el grupo de ánforas sujetas con
cuerdas sobre el rellano. El petróleo de veinte ánforas se derramó escalera abajo,
formando una catarata de fuego. Hasta él llegaron los gritos abisales.
Ike se dirigió hacia la ventana trasera y gritó de nuevo el nombre de Ali. Esta
vez observó una sola y diminuta luz que descendía por el sendero en forma de
sacacorchos, a medio kilómetro de profundidad. Sabía que eso tenía que ser humano.
Pero ¿qué humano? Extendió la mano hacia su MI 6 robado. Había disparado ya
todas las balas, pero su mira telescópica nocturna seguía funcionando. Apretó el
botón de encendido, revisó rápidamente las profundidades y encontró la luz. Era
Troy el que estaba allí, con la muchacha. Ike se frotó la mejilla contra la culata del
fusil. No se veía a Ali por ninguna parte. Fue entonces cuando la oyó. Su eco pareció
elevarse dentro de su cráneo, a través de las llamas del rellano y desde las
profundidades del edificio. Aplicó la oreja contra la piedra. Su voz todavía vibraba,
llegándole a través de las paredes.
—¡Oh, santo Dios! —gimió ella repentinamente.
A Ike el corazón le dio un vuelco en el pecho. La habían encontrado.
—Espera —rogó ella.
Esta vez su voz fue mucho más clara. Trataba de ser valerosa; la conocía bien. Y
también los conocía a ellos.
Entonces, ella dijo algo que lo dejó petrificado. Pronunció el nombre de Dios...
pero en abisal.
No había error posible. Efectuó correctamente los clics y la pausa glotal de la
palabra. Ike estaba atónito. ¿Dónde podría haber aprendido eso? ¿Y qué efecto
causaría? Esperó, con la cabeza apretada contra la piedra.
Ike se sentía enloquecido de temor por ella. Estaba allí, impotente, sin saber
dónde estaba Ali, si en el piso de abajo o en alguna otra habitación más profunda. Su
voz parecía proceder de toda la fortaleza. Hubiera querido lanzarse en su búsqueda,
pero no se atrevió a abandonar aquel dulce lugar junto a la pared, donde podía
escucharla. Apartó la oreja y dejó de oírla. La aplicó sobre la aplanada piedra y allí
estaba otra vez.
—Aquí —dijo Ali—. Tengo esto.
—Sigue hablando —murmuró Ike, con la esperanza de averiguar su paradero.
En lugar de hablar, Ali empezó a tocar la flauta.
Ike reconoció el sonido. Era la flauta de hueso que Ike había arrojado al agua
hacía meses, en el río. Ali debía de haberla recuperado y guardado como un recuerdo
o un artefacto. Sus esfuerzos apenas daban de sí algo más que unos pocos sonidos
breves y un silbato. ¿Creía realmente que eso les hablaría?
—Bueno, Ike —dijo ella de repente.
Parecía hablar consigo misma, como si se despidiera. Ike se puso en pie. ¿Qué
estaba sucediendo? Se precipitó hacia la ventana opuesta en el momento en que un
grupo salía por la puerta. Ali iba en el centro. Al cruzar la playa, vio que la llevaban
atada y que cojeaba. Pero estaba con vida.
El Descenso
Jeff Long
—¡Ali! —gritó.
Ella levantó la mirada al escuchar su voz. De pronto, una figura simiesca se
elevó en la ventana, tratando de sujetarse al alféizar con los dedos de los pies. Ike
retrocedió, pero le había alcanzado, produciéndole profundos arañazos. Ike tiró del
portafusil rosado que colgaba de su pecho y se colocó la escopeta bajo el brazo,
pasándosela desde la espalda a la mano con un movimiento. Luego apretó el gatillo.
Cuando la volvió a ver, Ali estaba a bordo de una de las embarcaciones y no
estaba sola. La barca se alejaba de la playa, arrastrada desde abajo por los anfibios.
Estaba sentaba en la proa y lo miraba. El que la había capturado se volvió para seguir
la dirección de su mirada, pero estaba demasiado lejos como para que Ike pudiera
identificarlo. Tomó el fusil y, utilizando la mira telescópica, peinó la superficie del
agua, en vano. La barca había pasado al otro lado del farallón rocoso. Ya no tuvo
tiempo para nada más.
Él era el último que quedaba de sus en emigos, y ahora subían por los muros, a
por él. Actuando ahora con suma rapidez, Ike extendió una mano por encima de la
ventana y tanteó. La cuerda estaba justo donde la había escondido, en el nicho. Robar
un equipo de demolición a los mercenarios había sido demasiado sencillo. Había
dispuesto de varios días para colocar el C-4, ocultar los alambres y situar las pesadas
ánforas de petróleo. Ahora, con dos hábiles movimientos, empalmó los extremos en
el detonador, hizo girar con fuerza la manivela, tiró de ella hacia arriba y luego la
empujó hacia abajo. El arrasador estruendo los iluminó como un sol.
En el centro de la luz, la fortaleza pareció fundirse sobre sí misma. Las ánforas
de petróleo entraron en erupción a lo largo de la corona del edificio, al mismo tiempo
que ésta se derrumbaba hecha añicos.
Nunca se había producido una luz tan pura y dorada en aquella oculta cavidad.
Por primera vez en 160 millones de años, la cámara se hizo visible en su totalidad, y
era como el interior de un útero que tuviera como venas las fracturas de tensión.
Ali pudo echar un buen vistazo a aquel día en plena noche, y luego cerró los
ojos para protegerlos de su calor. Mentalmente, se imaginó a Ike sentado en la barca,
frente a ella, dirigiéndole una amplia sonrisa burlona, mientras la pira se reflejaba en
las lentes de sus gafas de alpinista. Eso fue suficiente para hacerle sonreír. En la
muerte, él se había convertido en la luz. Luego, la oscuridad descendió de nuevo y la
figura ya no fue la de Ike, sino la de aquel otro mutilado ser. Ali sintió entonces más
temor que nunca.
El Descenso
Jeff Long
26
E
L
POZO
Aquí estoy; no puedo hacer otra cosa. Que Dios me ayude. Amén.
M
L
, Discurso ante la Dieta de Worms.
ARTÍN
UTERO
Por debajo de las fosas de Yap y de las Palau
Ella lo venía siguiendo desde hacía dos días, obteniendo percepciones y
serpenteando como el sendero, en el descenso al gran pozo. El humano cojeaba. Tenía
una herida, posiblemente varias. De vez en cuando, mostraba temor.
Sin embargo, ¿huía realmente o no? No conocía bien a este humano. En los
breves momentos en que lo había visto en acción, le pareció más adaptado que los
otros. Pero exteriormente parecía estar agotándose. El tortuoso camino también
estaba pudiendo con ella.
Lamió la pared en el lugar donde él se había apoyado y su sabor no hizo sino
acelerar la decisión que tomó. Aún le faltaba información, pero estaba hambrienta, y
la sal y la carne del humano le parecieron repentinamente muy tentadoras. Se lo
debía a su estómago. Había llegado el momento de cobrar la pieza. Empezó a
acercarse más.
Necesitó otro día de cuidadosa persecución. Mantuvo la distancia
cuidadosamente para no asustarlo. Se conocían demasiadas historias de cazadores de
animales que no habían podido cobrar su pieza porque ésta, asustada, había saltado
al abismo. Tampoco quería agotarlo más de lo necesario. Eso dilapidaba la energía de
su carne, una carne que ella ya consideraba como suya.
Finalmente, llegaron a un estrechamiento, donde los cantos rodados habían
obturado el paso. Lo vio observar enigmáticamente la confusión de piedras, lo vio
espiar el agujero cerca de sus pies. Se agachó y se introdujo en el paso. Ella se
abalanzó para atarle por las piernas mientras se hallaran al descubierto. Como si se
hubiera anticipado, él retiró las piernas rápidamente. Ella bajó el cuchillo y se
acuclilló, a la espera, mientras los sonidos que él producía disminuían a medida que
descendía más y más.
Finalmente, todo quedó en silencio allá abajo. Entonces, se arrodilló y se
impulsó por la abertura. La piedra parecía ligeramente jabonosa y anfibia, de tantos
cuerpos como se habían deslizado por allí, abisales y animales. Se enorgulleció por
El Descenso
Jeff Long
ser casi tan rápida en su avance horizontal como sobre sus pies. Generalmente,
siempre ganaba en las carreras infantiles a través de pasajes estrechos como aquel.
El pasaje era más largo de lo que había pensado, aunque no tanto como otros
que podían extenderse así durante días. Sobre ésos también se contaban leyendas e
historias de fantasmas, de tribus enteras que se habían abierto paso por una delgada
vena, uno tras otro, hasta llegar a los pies de un esqueleto que cerraba el túnel. No
abrigaba la menor duda acerca de éste; había allí demasiado olor a animal fresco
como para que fuese un callejón sin salida.
El pasaje se estrechó aún más y tuvo que efectuar un difícil giro hacia un lado y
hacia arriba. Era la clase de recodo para el que se necesitaba un contorsionista. De
vez en cuando se había encontrado con aquella clase de rompecabezas, en el que a
una se le podían desarticular las rodillas o los hombros si previamente no se
ensayaba bien el movimiento. Ella era ágil y pequeña, a pesar de lo cual tuvo
necesidad de efectuar dos intentos en falso para aprender el movimiento. Encogió la
espalda, sorprendida de que el hombre, más corpulento que ella, hubiera podido
pasar con tanta facilidad por allí.
Salió al otro lado con el cuchillo por delante.
Empezaba a ponerse de pie cuando él saltó desde atrás. Le rodeó el cuello con
una cuerda y tiró. Ella intentó golpear hacia atrás, pero él le colocó una rodilla sobre
la columna y la obligó a tumbarse. Era rápido y fuerte; le ató las muñecas y los codos
y apretó la cuerda con fuerza.
La captura apenas había durado diez segundos y se llevó a cabo en el más
completo silencio. Sólo entonces se dio cuenta de quién había seguido a quién. La
cojera, la extraña visibilidad, el temor... todo aquello no había sido más que una
estratagema. Se le había ofrecido como un débil y ella había caído en la trampa.
Empezó a chirriar de furia, sólo para saborear la cuerda a través de la lengua,
mientras él terminaba de atarla y amordazarla.
Se le ocurrió que quizá fuese un abisal disfrazado con fragilidades humanas.
Entonces, a la débil luz de la piedra, vio que era en efecto un humano y que estaba
herido. Por sus marcas leyó que había sido un cautivo en otro tiempo y entonces
supo de inmediato quién era. A partir de sus leyendas, reconoció al renegado que
tanta destrucción había causado entre su pueblo. Era famoso, temido y despreciado.
Lo consideraban como un diablo y la historia de su engaño se enseñaba a los niños
como un ejemplo de extrañamiento y desorden.
Le habló en abisal corriente, con clics y expresiones casi impenetrables. Su
pronunciación era bárbara y la pregunta que le hizo fue estúpida. Si le había
comprendido bien, el traidor quería saber por dónde se llegaba al centro, algo que la
alarmó, pues el pueblo apenas podía soportar más daños. Señaló hacia abajo, en la
misma dirección que ya seguían. Pensando que él estaba perdido y que aún podía
hacerle perderse más, le indicó serenamente la dirección opuesta. Él sonrió, como si
supiera algo que ella no sabía, y le dio unas palmaditas en la cabeza, lo que constituía
todo un insulto, aunque juguetón. Luego, dijo algo en su lenguaje llano. A
continuación, le dio un tirón de la cuerda y la hizo descender por el sendero.
El Descenso
Jeff Long
Mientras estuvo cautiva de los mercenarios, la muchacha no se había
preocupado. Se había encontrado a solas entre ellos y eso era como ser una sombra
de su propio cuerpo. Su vida era, simplemente, parte de una
sangha
o comunidad,
más grande, y sin la
sangha
ella estaba esencialmente muerta para sí misma. Ése era el
camino. Ahora, en cambio, este terrible enemigo la llevaba de regreso a la vida, de
regreso al centro de su pueblo, y ella sabía que tenía la intención de utilizarla de
algún modo contra la
sangha.
Y eso sería peor que mil muertes.
Ike había dedicado una semana a encontrar a la muchacha y luego otra para
tenderle una trampa. En cuanto al lugar hacia donde conducía el sendero, sólo podía
hacer conjeturas. Pero ella pareció decidida a seguirlo, así que Ike confió en que, de
algún modo, le condujera adonde quería ir. Desde hacía siete meses había estado
reuniendo pruebas de la diáspora abisal. Detente, abre tus sentidos y podrás percibir
todo el inframundo en movimiento, casi como si se vertiera hacia recovecos más
profundos. Estaba convencido de que este pozo más profundo era uno de esos
recovecos. Era razonable pensar que pudiera conducir al centro de aquel mapa
mándala que habían descubierto en la fortaleza. En alguna parte de allí abajo tenía
que hallarse la confluencia de todos aquellos caminos subterráneos. Aquí encontraría
una respuesta al enigma de la desaparición del pueblo. Allí encontraría a Ali. Una
vez que se hubo apoderado de la muchacha, Ike se consideró preparado para
continuar.
Sabiendo que ella trataría de suicidarse antes que ser su instrumento, Ike
registró dos veces a la muchacha desnuda. Recorrió su carne con los dedos y
encontró tres hojuelas de obsidiana incrustadas por debajo de la piel, una a lo largo
de la parte interior del bíceps y las otras dos en la parte interior de los muslos,
precisamente para un caso de emergencia como aquel. Efectuó con el cuchillo unas
incisiones rápidas, apenas lo bastante grandes como para extraer aquellas diminutas
hojas de afeitar, privándola así de tales opciones.
Éste era el rehén que necesitaba, aunque también se trataba de una cautiva
abisal que, como él, se las había arreglado para sobrevivir. Ike la estudió.
Virtualmente, todos los prisioneros humanos encontrados allí abajo habían acabado
enfermos, habían perdido la razón o simplemente se hallaban a la espera de que los
utilizaran como animales de carga, carne, sacrificio o para atraer a otros humanos
hacia las profundidades. Con ésta, en cambio, no sucedía eso. Era de las que
controlaba su propio destino en la medida en que pudiera. Ike le calculó unos trece
años de edad.
La muchacha no era tan imponente como parecía. De hecho, era casi escuálida.
Su secreto estribaba en su presencia majestuosa y en su maravillosa autosuficiencia.
Ike observó las marcas de clan alrededor de los ojos y a lo largo de los brazos, pero
no reconoció el clan. Sin duda, ,se había criado desde muy pequeña como una abisal.
También se la había cuidado para una procreación importante. Sus pechos eran
inmaculados y estaban sin pintar, como dos frutas blancas destacadas de la
El Descenso
Jeff Long
acumulación de símbolos tribales que cubrían el resto de su cuerpo. De ese modo, a
los bebés que se amamantaban se les garantizaba la paz durante su primer mes de
vida. Con el tiempo, el niño empezaría a aprender el camino leyéndolo en la carne de
su madre.
Durante las dos últimas semanas la había visto purificarse repetidamente con
sangre y agua, lavando y eliminando así de su cuerpo los pecados de los
mercenarios. Olía a limpio y sus moratones se curaban con rapidez.
Su única otra posesión, aparte de las hojuelas de obsidiana, era el alimento para
el camino: un antebrazo deficientemente curado y una mano agarrotada que aún
conservaba el reloj de pulsera de Helios. La mayor parte de la carne comestible había
desaparecido. Ella ya había llegado hasta el hueso. Ike ya había terminado de
consumir el resto de Troy unos doce días antes.
Su propio reloj quedó estropeado en la destrucción de la fortaleza, así que se
apoderó de éste. Eran las 2.40 horas del 29 de enero, aunque el tiempo ya no tenía
tanta importancia. El altímetro daba una lectura de 15.650 metros, más de quince
kilómetros por debajo del nivel del mar, una profundidad mucho mayor que la
alcanzada en cualquier otro descenso humano registrado. Eso, en sí mismo, era
significativo. Pues la profundidad indicaba la existencia de un arca o baluarte abisal
de la alianza.
Durante buena parte del tiempo en el que Ali y sus socios, aquel jesuita y su
puñado de amigos, habían discutido, por pura deducción, la hipótesis sobre la
existencia de un señor abisal que tuviera un dominio global, Ike había estado
cotejando las señales que indicaban la existencia de un refugio primordial en el que
pudieran encontrarse todas las hordas desaparecidas. Tenían que haberse marchado
a alguna parte. No era probable que se hubiesen desparramado por escondites
múltiples, pues los ejércitos o los colonos se habrían tropezado con ellos tarde o
temprano. En cierta ocasión había asistido a una cita de clanes, en la que unas pocas
docenas de abisales se sentaban acuclillados en una misma cámara. La reunión duró
muchos días, mientras se contaban historias y se intercambiaban regalos. Ike había
llegado a la conclusión de que se trataba de un acontecimiento cíclico que formaba
parte de una ronda nómada estacional dictada por la disponibilidad de alimento o
agua a lo largo de una ruta establecida.
En el Himalaya aprendió que había círculos dentro de otros círculos. El círculo
o
kor
alrededor del templo central de Lhasa, por ejemplo, se hallaba dentro del
kor
que rodeaba toda la ciudad, situado a su vez dentro del
kor
que rodeaba el país.
Ahora estaba más convencido que nunca de que los abisales disponían allí abajo de
alguna clase de
kor
antiguo, de un círculo revestido de un carácter tradicional de asilo
o arca de la alianza.
La fortaleza dio mayor credibilidad a su teoría, debido a su antigüedad y a su
evidente función de estación intermedia a lo largo de una ruta comercial. Pero, por
encima de todo, el asalto a la fortaleza no hizo sino confirmar su presentimiento. En
contra de un pequeño grupo de intrusos humanos, los abisales montaron un ataque
en el que participó un número insólitamente abundante de miembros de diferentes
El Descenso
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clanes. Los abisales tenían que haberse refugiado allí abajo, en un lugar que
consideraban seguro, tan antiguo como su memoria racial.
Así pues, en lugar de regresar al mar y tratar de seguir la pista de los captores
de Ali, que le llevaban una ventaja de varias semanas, Ike prefirió seguir
descendiendo. Si tenía razón, todos se reunirían tarde o temprano, y ahora ya no
aparecería con las manos vacías. Mientras tanto, ya fuese una cuestión de días, meses
o años, Ali tendría que utilizar su ingenio y fortaleza interior para sobrevivir sin él.
No podía evitarle lo que él mismo había sufrido al principio de su cautiverio, y
tampoco podía dejarse arrastrar por la desesperación, así que procuró borrarlo de su
memoria. Intentó olvidar a Ali. Una mañana se despertó soñando con Ali. Era la
muchacha, sin embargo, la que, con los brazos atados, se había montado a horcajadas
sobre él y le masajeaba a través de los pantalones. Se le ofrecía para su placer, con el
cuerpo maduro y el pecho enhiesto. Sus ingles se movían sinuosamente, trazando un
ocho, y Ike se sintió tentado, pero sólo por un momento.
—Eres buena —le susurró con verdadera admiración. La muchacha utilizaba
cada ventaja, cada medio que estuviera a su alcance. Y, además, le despreciaba
profundamente. Eso había significado la condena del joven Troy, al no haber visto
más allá de su encaprichamiento. Ike estaba convencido de que el joven había
sucumbido a esta misma seducción, y eso supuso su fin.
Ike levantó a la muchacha hacia un lado. No fue su descarada manipulación, ni
la amenaza que suponía lo que le hizo detenerse, ni siquiera soñar con Ali. De algún
modo, la muchacha le resultaba familiar. La había visto antes y eso lo perturbaba,
porque significaba que el encuentro tenía que haberse producido durante su
cautividad, cuando ella aún era una niña pequeña. Pero no lograba recordar en qué
circunstancias la había conocido.
Día tras día, descendieron más profundamente. Ike recordó la convicción de los
geólogos según la cual un millón de años atrás había surgido del manto de la Tierra
una gran burbuja de ácido sulfúrico que había abierto todas estas cavidades en la
litosfera superior. Ahora, mientras serpenteaban por el vasto pozo desigual, Ike se
preguntó si no sería éste el camino seguido por el ácido, abriéndose paso desde las
profundidades. El misterio físico que eso planteaba atraía al escalador que seguía
habiendo en él. ¿Hasta qué profundidad llegaría este pozo? ¿A partir de dónde sería
insoportable el abismo?
La muchacha terminó con el hueso del brazo. Ike localizó un nido de serpientes
y eso les proporcionó comida durante otra semana. Una corriente de agua apareció
un día junto al sendero y a partir de entonces tuvieron agua fresca. Su sabor era
como el del mar abisal, lo que sugería que el mar se filtraba en este pozo, del mismo
modo que se alimentaba con los ríos superiores.
A los 17.000 metros llegaron a un reborde desde el que se dominaba un cañón.
La corriente de agua se unía allí con otras y se convertía en una cascada que saltaba
en caída libre. La piedra estaba moteada de fluorinas, lo que producía una
fantasmagórica luminiscencia. Se encontraban al borde de un valle colgante, a media
El Descenso
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altura de la pared. Su cascada era una más de entre los centenares que descendían
por las paredes.
Un sendero serpenteaba entre el escudo de piedra olivácea, tallado en la roca
sólida allí donde cedían las fisuras naturales. Unos trozos de enormes estalactitas
servían como puente en una sección. Unas cadenas de hierro bordeaban los lugares
que daban al vacío.
El camino ascendente y descendente exigía de Ike toda su atención. No sólo era
antiguo y estaba bordeado por precipicios que caían a pico más de trescientos
metros, sino que la muchacha decidió de pronto que aquella era su oportunidad para
dar por terminada su relación. Bruscamente, se lanzó por el borde con todo su
ímpetu. Fue un buen intento y estuvo a punto de arrastrar a Ike con ella, pero él se
las arregló para evitar sus patadas y devolverla a la seguridad. Durante los tres días
siguientes tuvo que mantenerse constantemente en guardia para prevenir nuevas
intentonas.
Ya cerca del fondo, la neblina se elevaba en jirones aislados, como las nubes que
se forman en Nuevo México. Ike pensó que debían de ser las cascadas las que
producían la neblina. Llegaron a una serie de columnas rotas que formaban un
extenso tramo de escalones poligonales. Cada columna había sido cortada de forma
que su parte superior quedaba lisa. Ike observó que a la muchacha le temblaban los
muslos a causa del descenso y le concedió un descanso. Estaban comiendo poco,
generalmente insectos y algunos de los brotes de juncos que crecían en el agua. Ike
podría haberse dedicado a buscar carroña, pero prefirió no hacerlo. Aparte del
avance, utilizaba el hambre para que la muchacha se mostrara más condescendiente.
Se encontraban en lo más profundo del territorio enemigo y tenía la intención de
seguir descendiendo sin que ella diera ninguna alarma. Imaginó que el hambre le
haría más amable que las cuerdas y mordazas bien apretadas.
El sonido de las cascadas cayen do por las paredes producía un ruido atronador
permanente. Se movieron entre crestas de roca que cortaban la niebla y les inducían a
error con falsos senderos. Pasaron ante esqueletos de animales que se habían
agotado, perdidos en aquel laberinto.
La neblina parecía tener un pulso propio, se hinchaba y fluía. A veces descendía
sobre sus cabezas o sus pies. En aquellas condiciones fue únicamente la casualidad lo
que le permitió a Ike escuchar a un grupo de abisales que se aproximaba a través de
uno de aquellos bancos de niebla que se movía como las mareas.
No perdió un instante en arrastrar a su prisionera al suelo, antes de que pudiera
causarle ningún problema. Se tumbaron boca abajo, con los vientres contra la piedra,
y luego, como medida adicional de seguridad, él se puso sobre ella y le apretó la boca
con una mano. La muchacha forcejeó, pero pronto se quedó sin aliento. Ike apoyó la
mejilla contra su tupido cabello y lanzó su mirada por debajo del techo de niebla,
cuya masa fría colgaba apenas unos centímetros sobre la piedra.
De repente, apareció un pie junto a la cabeza de Ike. Pareció perderse en la
niebla. Podría haberle atrapado el tobillo sin necesidad de extender siquiera la mano.
Sus dedos eran largos. El pie se aferró al suelo de piedra como si lo pegara a él la
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gravedad. El arco estaba aplanado después de toda una vida de viajes. Ike miró sus
propios dedos y éstos le parecieron delgados y débiles en comparación con aquel
testimonio bruto de clavos amarillentos y agrietados, de algo pesado que le recorría
las venas.
El pie abandonó el agarre sobre la piedra en el momento en que su pareja
descendió, justo por delante. Aquella criatura caminaba con la suavidad de una
bailarina. Ike calculó rápidamente. Debía de corresponder por lo menos a un 45 de
calzado.
La criatura iba seguida por otros. Ike contó seis... o siete, u ocho. ¿Le estaban
buscando a él y a la muchacha? Lo dudaba. Probablemente se trataría de una partida
de caza, o de exploradores, el equivalente a los centuriones de la edad de piedra.
Las pisadas se detuvieron no muy adelante. Ike pronto escuchó a los abisales en
el lugar en que cobraban una pieza, haciendo crujir sus garrotes. Sabía que partían
huesos. A juzgar por el sonido, su presa debía de ser más grande que un homínido.
Luego escuchó algo parecido a cuando se rompe a tiras una alfombra. Se dio cuenta
de que debía de ser la piel. Le arrancaban la piel a lo que acababan de matar, fuera lo
que fuese. Se sintió tentado de esperar a que se marcharan, para aprovechar los
restos. Pero mientras se mantenía la niebla, hizo levantarse a la muchacha y trazaron
un arco amplio, rodeando al grupo.
Los paneles de piedra se fueron llenando de garabatos aborígenes, antiguos y
nuevos. La escritura abisal, tallada o pintada hacía diez mil años, se superponía a
imágen es superpuestas sobre otras imágenes. Aquello era como texto disimulado
entre otro texto, como los palimpsestos de los libros antiguos, pero de una lengua
fantasma.
Continuaron a través del laberinto, con Ike conduciendo a su rehén por la
cuerda. Como cuando los bárbaros se acercaron a Roma, cruzaron por paisajes cada
vez más elaborados. Pasaron bajo erosionados arcos, tallados en el lecho de roca. El
sendero se convirtió en una maraña de losas, en otro tiempo sin duda de superficie
suave, abombadas ahora por eones de movimientos de tierra. En una parte que
estaba intacta, el sendero pavimentado aparecía perfectamente llano, y durante casi
un kilómetro caminaron sobre un mosaico de luminosos adoquines de piedra. El
estruendo de las cascadas estaba amortiguado por las paredes de roca. El fondo del
cañón habría quedado inundado de no haber sido por las acequias que se
alimentaban del agua de las cunetas del camino. En algunos lugares las acequias se
habían roto y tuvieron que cruzar sobre el agua. Pero el sistema se mantenía intacto
en su mayor parte. De vez en cuando escuchaban música, producida por el agua al
pasar a través de los restos de raros instrumentos construidos en la calzada.
Por el recelo de la muchacha, Ike sabía que se estaban acercan do al centro.
También llegaron a una larga formación de momias humanas que jalonaban el
sendero.
Ike y la muchacha cruzaron entre ellas. Lo que quedaba de Walker y sus
hombres estaba allí, atados de pie. Debía de haber unos treinta. Sus muslos y bíceps
habían sido mutilados ritualmente. Sus pechos estaban abombados porque se les
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había vaciado el abdomen. Tampoco tenían ojos, sustituidos por órbitas de mármol,
redondas y blancas. Los ojos de piedra eran ligeramente más grandes de lo que
hubiese correspondido, lo que les daba una mirada feroz, abultada, de insecto. Allí
estaba Calvino, el teniente negro y, finalmente, la cabeza de Walker. Como acto de
desprecio, le habían atado su corazón seco a la barba, para que todos lo vieran. Si le
hubiesen respetado como enemigo, se lo habrían comido de inmediato.
Ike se alegró ahora de haber dejado pasar hambre a su prisionera. De haber
conservado toda su fortaleza, habría supuesto un grave desafío para su sigiloso
avance. En el estado en que se hallaba, apenas podía caminar poco más de un
kilómetro sin descansar. Confiaba en que la muchacha pudiera alimentarse pronto y
quedar en libertad. Y en recuperar a Ali, que poblaba todas las noches sus sueños.
El 6 de febrero, la muchacha intentó ahogarse en una de las acequias, saltando
al agua y encajando su cuerpo bajo un saledizo de roca, por debajo del agua. Ike tuvo
que sacarla a rastras, ya casi demasiado tarde. Cortó la cuerda que le rodeaba el
cuello y finalmente consiguió sacarle el agua de los pulmones. Quedó inerte sobre
sus rodillas, derrotada y enferma. Agotados por el enfrentamiento, ambos
descansaron.
Algo más tarde, ella empezó a cantar. Aún mantenía los ojos cerrados. Era una
canción con la que sólo pretendía consolarse, cantada con suavidad, en abisal, con los
clics y entonaciones propios de un verso íntimo. Al principio, Ike no sabía lo que era,
de tan suave como cantaba. Luego escuchó con mayor atención y fue como si le
hubieran atravesado el corazón.
Ike se incorporó sobre sus talones, incrédulo. Escuchó más atentamente. Las
palabras eran demasiado intrincadas para su limitado léxico, pero la melodía era
inconfundible, convertida apenas en un susurro: «Gracia admirable».
La canción le hizo recordar. Era familiar y querida para ella, eso era evidente,
tanto como para él. Aquello era lo último que le había escuchado cantar a Kora antes
de que se hundiera en el abismo, por debajo del Tibet, hacía ya muchos años atrás.
Era el mismo himno que él había tratado de seguir, envuelto en la oscuridad. «Estaba
perdido, pero ahora he hallado. Estaba ciego, pero ahora veo.» Ella había introducido
sus propias palabras, pero la pronunciación era idéntica.
Había aceptado como cierta la reclamación de paternidad de Isaac, pero no veía
en la muchacha semejanza alguna con aquella bestia. Impulsado por la canción, Ike
reconoció ahora los rasgos de Kora en la muchacha. Ike buscó a tientas otras
explicaciones. Quizá Kora hubiera enseñado aquella melodía a la muchacha. Quizá
Ali se la había cantado. Pero, desde hacía días, se sentía cada vez más agobiado por
la sensación vaga y cuestionable de que ya la conocía. Había algo en sus pómulos y
en su frente, en la forma de adelantar la barbilla en momentos de obstinación y en la
postura general de su cuerpo. Otros detalles también llamaron su atención. ¿Podía
ser realmente? Algunos eran la imagen de su madre, pero otros no, como los ojos, la
forma de las manos, la mandíbula.
Debilitada, la muchacha abrió los ojos. Ike no había visto a Kora reflejada en
ellos porque no eran los ojos color turquesa de Kora. Quizá se equivocaba. Y, sin
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embargo, aquellos ojos le resultaban familiares. Entonces se le ocurrió. La muchacha
tenía los mismos ojos que él. Era su propia hija. Ike se dejó caer contra la pared. La
edad que tenía era la correcta. El color del cabello también. Comparó las manos de
ambos y observó que ella tenía sus mismos dedos alargados, las mismas uñas.
—¡Dios santo! —susurró. ¿Qué hacer ahora? Se volvió hacia ella y le preguntó,
en su deficiente abisal—: Mamá.
Tuya. Dónde.
Ella dejó de cantar. Levantó la mirada hacia la suya e Ike pudo leer fácilmente
sus pensamientos. Ella observó su turbación e inmediatamente la tradujo como una
oportunidad. Pero cuan do trató de arrojarse desde la piedra húmeda, su cuerpo se
negó a moverse.
—Por favor, habla con más claridad, hombre-animal —le dijo amablemente.
Para los oídos de Ike, ella había expresado algo así comí «¿Qué?». Lo intentó de
nuevo e invirtió el orden de la pregunta, esforzándose por encontrar la sintaxis
correcta y e posesivo.
—Dónde. Tu propia. Madre. Estar.
Ella lanzó un bufido e Ike supo que sus intentos le sonaban como gruñidos. La
muchacha mantuvo en todo momento la vista alejada del cuchillo de hoja negra. Ike
se dio cuenta de que aquel era precisamente el objeto de su deseo. Quería matarlo.
Esta vez trazó un signo sobre la tierra y lo enlazó con otro.
—Tu madre —dijo.
Ella efectuó un suave movimiento de ondulación con los dedos y esa fue la
respuesta que Ike buscaba. No se hablaba de los muertos. Se convertían en alguien o
en algo más. Y puesto que nunca se podía estar seguro de qué forma pudiera tomar
esa reencarnación, se pref ería no mencionar al muerto. Ike dejó las cosas como
estaban.
Naturalmente, Kora había muerto. Y si ella no estaba presente, probablemente
no habría forma de reconocer lo que quedaba. Sin embargo, aquí estaba el legado que
habían dejado los dos. Y ahora resultaba que la necesitaba para intercambiarla por
Ali. Ése había sido su plan inicial. De repente, tuvo la sensación de que el bote
salvavidas rescatado del naufragio se hundía ante sus ojos.
Era algo atroz: la aparición de una hija a la que no llegó a conocer, transformada
en lo que él estuvo a punto de ser transformado. ¿Qué se suponía que debía hacer
ahora? ¿Rescatarla? ¿Y luego qué? Evidentemente, los abisales la habían aceptado, la
habían convertido en uno de ellos. Ella no tenía ni idea de quién era o de qué mundo
procedía. Para ser honrados, ni siquiera él tenía muy claro quién era. ¿Qué clase de
rescate podía ser aquel?
Miró la delgada espalda pintada de la muchacha. Desde que
h capturó, la había
tratado como una propiedad. Lo
único bueno que se podía decir de su actitud hacia ella
era que no la había golpeado, violado o matado. «¿A mi propia hija?» Bajó la cabeza.
¿Cómo podía ahora intercambiar a un ser de su propia sangre, aunque fuese
por la mujer a la que amaba? Pero, sino lo hacía, Ali viviría en la esclavitud para
siempre. Ike trató de aclarar sus pensamientos. La muchacha ignoraba su pasado. Por
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dura que fuese, tenía una vida hecha entre los abisales. Sacarla de allí significaría
arrancarla de las raíces del único pueblo que conocía. Y dejar a Ali significaba... ¿qué?
Seguramente, Ali no sabía que había sobrevivido a la explosión de la fortaleza, y
mucho menos que la estaba buscan do. Del mismo modo, si se daba la vuelta y
arrastraba a su hija fuera de esta oscuridad, Ali nunca lo sabría. En realidad,
conociéndola como la conocía, aprobaría su actitud aunque lo supiera. ¿Y dónde le
dejaba eso a él? Se había convertido en una maldición. Toda persona a la que amaba
desaparecía.
Consideró la posibilidad de dejar escapar a la muchacha. Pero eso únicamente
sería cobardía por su parte. Era él quien debía tomar la decisión. Sólo él. Era una cosa
o la otra. Era demasiado realista como para perder el tiempo imaginando la familia
completa y feliz que podían formar. Se sintió atormentado durante el resto de la
noche.
Cuando la muchacha despertó, Ike le ofreció una comida a base de larvas y
tubérculos pálidos y le aflojó las cuerdas. Sabía que devolverle la fortaleza no haría
sino complicar las cosas y que hasta el más ligero sentido de culpabilidad por haber
agotado a la niña era un moralismo peligroso para su propia supervivencia. Pero ya
no podía seguir dejando que su propia hija se muriese de hambre.
Imaginando que ella nunca se lo diría, le preguntó su nombre. Ella apartó la
mirada ante aquel acto de grosería. Ningún abisal daría tanto poder a un esclavo.
Poco después, Ike reinició la marcha sendero abajo, aunque ahora más lentamente, en
consideración a la fatiga de la joven. La revelación le torturaba. Después de su
regreso al lado de los humanos, Ike se había prometido a sí mismo elegir siempre
blanco o negro, sin matices. Atenerse a su propio código. Si vacilaba, estaba muerto.
Si no era capaz de decidir algo en cuestión de tres segundos, las cosas no hacían más
que complicarse demasiado.
Ahora, lo más sencillo, lo más seguro, habría sido cortar las cuerdas y escapar
mientras pudiera. Ike nunca había creído en la predestinación. No era Dios, sino uno
mismo, quien le hacía las cosas que le sucedían. La situación actual, sin embargo,
suponía una contradicción.
El misterio que eso suponía pesaba sobre Ike como una losa, y su lento descenso
se hizo todavía más lento. La pesadez que experimentaba no tenía nada que ver con
la profundidad, que ahora alcanzaba ya más de diecisiete kilómetros. Al contrario, a
medida que aumentaba la presión del aire disponía de más oxígeno y el efecto era el
de una mayor ligereza, como la que se experimenta al descender de una montaña.
Pero el indeseable efecto de tanto oxígeno sobre su cerebro también fue el de más
pensamientos y más preguntas.
Aunque no sabía exactamente cómo, Ike estaba seguro de que debía de haber
elegido cada una de las circunstancias que le condujeron a su propia caída. Y, no
obstante, ¿qué alternativas tuvo su hija para nacer en la oscuridad y no conocer la
luz, ni a su propio padre o a su verdadero pueblo?
El Descenso
Jeff Long
El descenso estuvo acompañado de sonidos acuáticos. Con los ojos vendados,
Ali pasó los primeros días escuchando el chapoteo del mar, mientras los anfibios
arrastraban su embarcación. Los días siguientes los emplearon en descender a lo
largo de cascadas y por detrás de inmensas cortinas de agua. Finalmente, al
descender más, caminó a/través de corrientes que sorteaban por encima de unas
piedras. El agua fue su hilo conductor.
La mantuvieron separada de los dos mercenarios a los que habían capturado
vivos. Pero en una ocasión se le bajó la venda de los ojos y los vio a la penumbra
perpetua que producía el liquen fosfórico. Los hombres estaban atados con cuerdas
de pellejo curtido y trenzado, y todavía llevaban las flechas hundidas en sus heridas.
Uno de ellos la miró con ojos horrorizados y ella le hizo la señal de la cruz, para su
consuelo. Luego, su vigilante abisal le apretó la venda sobre los ojos y continuaron el
camino. Sólo más tarde se dio cuenta Ali de por qué no habían vendado también los
ojos a los mercenarios: porque ninguno de ellos tendría nunca la oportunidad de
ascender para salir de allí.
Ése fue el inicio de sus esperanzas. No iban a matarla, al menos de inmediato.
Al pensar en el seguro destino de los dos soldados, se sintió culpable por su
optimismo. Pero se aferró a él con una avidez inusitada. Nunca se le había ocurrido
pensar en lo básico que es el instinto de supervivencia. No tiene nada de heroico.
Empujada, arrastrada, impulsada o conducida, entró tambaleante en una
cavidad que podría haber sido el centro de su propio ser. No le habían hecho ningún
daño. No la violaron. A pesar de todo, sufrió.
Para empezar tenía mucha hambre, no porque no la alimentaran, sino porque
rechazaba la carne que le ofrecían. El monstruo que les conducía se le acercó.
—Tienes que comer, querida —le dijo en perfecto y correcto inglés—. ¿De qué
otro modo terminarás el
hayy?
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—Sé de dónde procede esa carne —replicó ella—. Conocía a esa gente.
—Ah, claro. No tienes suficiente hambre.
—¿Quién eres?
—Un peregrino, como tú.
Pero Ali lo sabía. Antes de que le pusieran la venda lo había visto dirigiendo a
los abisales, impartiendo órdenes, delegando tareas. Sin necesidad de aquellas
pruebas, su aspecto era ciertamente el que podría tener Satán, con las pobladas cejas,
el retorcido cuerno asimétrico y la escritura dibujada sobre su carne. Era más alto que
la mayoría de los abisales, mostraba más cicatrices y había en sus ojos algo que
reflejaba un conocimiento de la vida que ella no quería saber.
Después de eso la alimentaron con una dieta de insectos y pequeños peces que
ella hizo esfuerzos por tragar. La marcha continuó. Por la noche le dolían las piernas
de los golpes que se daba contra las rocas. Ali acogió el dolor con satisfacción porque
fue una forma de no lamentar la pérdida de Ike. Quizá si su cuerpo hubiese estado
Peregrinación que los musulmanes deben hacer a La Meca al menos una vez en la vida. (N. del e.)
1
El Descenso
Jeff Long
atravesado por las flechas, como el de los mercenarios, habría sido capaz de no
lamentarse. Pero la realidad estaba siempre allí, acechándola. Ike había muerto.
Llegaron finalmente a los restos de una ciudad tan antigua que parecía más
bien una montaña a punto de derrumbarse. Éste era su destino. Ali lo supo porque
finalmente le quitaron la venda y pudo caminar sin necesidad de que la guiaran.
Agotada, asustada, hipnotizada, Ali siguió el camino. La ciudad se hallaba
construida, desde su base, en un glaciar tropical de piedra de aluvión que emitía una
débil incandescencia. El resultado era mucha menos luz que penumbra, y con esto
había suficiente. Comprendió que la ciudad se hallaba en el fondo de un enorme
abismo. Una lenta invasión de mineral se había ido tragando buena parte de la
ciudad, pero muchas de sus estructuras permanecían erguidas, salpicadas de
cámaras huecas. Las paredes y columnatas estaban adornadas con animales tallados
y representaciones de la antigua vida abisal, todo ello entremezclado con sutiles
arabescos.
Deteriorada por el tiempo y el asedio geológico, la ciudad, a pesar de todo,
estaba habitada, o al menos se la utilizaba. Para su sorpresa, a este lugar habían
acudido miles de abisales, decenas de miles, por lo que podía deducir. Aquí se
hallaba la respuesta al enigma de la casi total desaparición de los abisales.
Procedentes de todo el mundo, se habían refugiado en este santuario. Tal y como dijo
Ike, huían, y éste era su éxodo.
A medida que el grupo de guerreros cruzó la ciudad, Ali vio a unos niños
pequeños apoyados contra los muslos de sus madres, agotados por la gripe. Observó
con atención, pero vio a muy pocos niños de mayor edad entre la multitud apática.
Había armas de todo tipo en el suelo, aparentemente demasiado pesadas para
levantarlas. En su languidez, los abisales transmitían la sensación de haber llegado al
final de la tierra. A Ali siempre le había parecido un misterio que los refugiados, sin
que importase su raza, se detuvieran donde lo hacían; no entendía por qué no
seguían más allá. Existía una línea muy fina entre un refugiado y un pionero, algo
que tenía que ver con el impulso, una vez que se cruzaba determinada frontera. Se
preguntaba por qué aquellos abisales no habían continuado el descenso.
Subieron una colina en el centro de la ciudad. En lo alto, los restos de un
edificio se elevaban sobre la piedra aluvial, de aspecto ambarino. Condujeron a Ali
por un pasillo que ascendía en espiral por el interior de las ruinas. La celda en la que
la confinaron era una biblioteca. La dejaron sola.
Ali miró a su alrededor, asombrada ante aquel tesoro. ¿Éste iba a ser entonces
su infierno, una biblioteca llena de textos sin descifrar? En tal caso, habían elegido el
castigo equivocado para ella. Le habían dejado una lámpara de arcilla, como las que
encendía con Ike. Una pequeña llama se retorcía en el pitorro de petróleo.
Con su luz, Ali inició la exploración, pero no fue lo bastante cuidadosa al
llevarla y la llama se apagó. Se quedó sumida en la oscuridad, llena de
incertidumbre, asustada y sola. De repente, el agotamiento del viaje pudo con ella. Se
tumbó en el suelo y se quedó dormida.
El Descenso
Jeff Long
Horas más tarde, al despertar, encontró una segunda lámpara encendida en el
extremo más alejado de la estancia. Al acercarse, una figura se incorporó contra la
pared, envuelta en andrajos y con una capa de arpillera.
—¿Quién eres? —preguntó una voz de hombre.
Sonaba cansada y desanimada, como un fantasma. Ali se alegró.
Evidentemente, era un prisionero, como ella. ¡No estaba sola!
—¿Quién eres? —preguntó a su vez, al tiempo que retiraba la capucha del
hombre, dejándole al descubierto la cara.
Se quedó atónita.
—¡Thomas! —exclamó.
—¡Ali! —exclamó él, resplandeciente—. ¿Cómo puede ser?
Ella lo abrazó y notó los huesos de su espalda y de su caja torácica. El jesuita
tenía el mismo rostro apergaminado que cuando lo vio por primera vez en el museo
de Nueva York. Pero sus cejas se habían espesado, mostraba una grisácea barba de
varios meses y tenía el cabello largo, gris y denso de suciedad. Numerosas costras de
sangre le cubrían el pelo. Sus ojos no habían cambiado. Siempre habían sido los de
un viajero experimentado.
—¿Qué le han hecho? —le preguntó—. ¿Cuánto tiempo lleva aquí? ¿Por qué
está en este lugar?
Ayudó al anciano a sentarse y le acercó agua para que bebiera. El apoyó la
espalda contra la pared, sin dejar de darle palmaditas en la mano, regocijado.
—Es la voluntad del Señor —repetía continuamente.
Durante horas, se contaron sus vicisitudes. Según le dijo Thomas, había ido a
buscarla en cuanto llegaron a la superficie las noticias sobre la desaparición de la
expedición.
—Tu benefactora, January, no hacía más que recordarme las responsabilidades
contraídas contigo por el grupo Beowulf. Finalmente, decidí que sólo podía hacer
una cosa. Buscarte yo mismo.
—Pero eso es absurdo —dijo Ali.
Un hombre de su edad, y completamente solo.
—Y, sin embargo, fíjate hasta dónde he llegado —dijo Thomas.
Había descendido desde un túnel situado entre unas ruinas javanesas, rezando
para arrostrar la oscuridad, imaginando cuál podría haber sido la trayectoria seguida
por la expedición.
—No me fue muy bien —confesó—. No tardé en perderme. Se me agotaron las
pilas. Me quedé sin comida. Cuando los abisales me encontraron, fue más un acto de
caridad que una captura.
Desde entonces, Thomas languidecía entre aquellas montañas de texto.
—Pensé que dejarían que me pudriera aquí dentro. ¡Pero ahora tú estás aquí!
Ali le contó a su vez el triste destino de la expedición. Relató la inmolación de
Ike en la fortaleza abisal.
—Pero ¿estás segura de que murió? —preguntó Thomas.
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—Yo misma lo vi —contestó con la voz entrecortada. Thomas le expresó su
pésame—. Es la voluntad de Dios —dijo Ali recuperándose—. Y también ha sido su
voluntad la que nos ha conducido hasta aquí, a esta biblioteca. Ahora intentaremos
realizar la tarea que nos habíamos propuesto. Juntos podremos acercarnos a la
palabra original.
—Eres una mujer muy notable —dijo Thomas.
Emprendieron inmediatamente la tarea y se entregaron a ella con intensidad,
agrupando textos y comparando observaciones. Al principio de un modo delicado y
luego más ávidamente, examinaron los libros, hojas, códices, rollos y tablillas. Nada
estaba guardado de manera ordenada. Era casi como si allí hubieran acumulado una
masa de escritos, como un montón de copos de nieve. Dejando la lámpara a un lado,
se enfrascaron en su tarea al lado del montón más grande.
El material de la parte superior era el más actual, algo en inglés, japonés o
chino. Cuanto más se sumergían en la pila, tanto más antiguos eran los escritos. Las
páginas casi se desintegraban entre los dedos de Ali. En otros casos, la tinta se
confundía a través de capa tras capa de escritura. Algunos libros estaban sellados con
filtrado mineral. Pero la mayor parte del material contenía letras y glifos.
Afortunadamente, la estancia era espaciosa, porque pronto pudieron trazar un árbol
virtual de lenguas, con obras extendidas sobre el suelo, formando un montón tras
otro de libros.
Al cabo de varias horas, Ali y Thomas habían clasificado alfabetos totalmente
desconocidos para cualquier lingüista. Distanciándose un poco de su clasificación,
Ali se dio cuenta de que apenas habían avanzado un poco entre los escritos
amontonados. Allí se encontraban los principios de toda literatura, de toda historia.
En cierto sentido, aquello prometía contener el principio mismo de la memoria, tanto
humana como abisal. ¿Qué podrían encontrar en su centro?
—Necesitamos descansar. Necesitamos tranquilizarnos —advirtió Thomas.
Tenía una fea tos. Ali lo ayudó a llegar a su rincón y también hizo un esfuerzo
por sentarse, a pesar de lo animada que se sentía.
—Ike me dijo una vez que los abisales desean ser como nosotros —dijo Ali—.
Pero ya son como nosotros, del mismo modo que nosotros somos como ellos. Ésta es
la clave de su edén. No les permitirá recuperar su antigua civilización, pero puede
unirlos y darles coherencia como pueblo. Puede tender un puente que salve el vacío
que existe entre ellos y nosotros. Este es el principio de su regreso a la luz o, al
menos, de la soberanía de su raza. Quizá podamos descubrir una lengua común.
Quizá podamos hacerles un lugar entre nosotros, o hacernos ellos un lugar entre los
suyos. Pero todo empieza aquí.
Ese día comenzó la tortura de los hombres de Walker. Sus gritos se elevaron
hasta Ali y Thomas. Los sonidos se apagaban periódicamente. Después de una noche
de silencio, Ali estuvo convencida de que los hombres habían muerto. Pero los gritos
se reiniciaron. Con pausas, aquello continuó del mismo modo durante muchos días.
Antes de que pudieran continuar con su trabajo de erudición, Ali y Thomas
recibieron una visita.
El Descenso
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—Es aquel del que le he hablado —le susurró ella a Thomas.
—Es posible que tengas razón —asintió Thomas—. Pero ¿qué quiere de
nosotros?
El monstruo se acercó a ellos portando un tubo de plástico marcado con el
nombre de Helios. Estaba muy arañado. Ali reconoció inmediatamente su tubo de
mapas. Él se dirigió directamente hacia ella y Ali pudo oler la sangre fresca. Iba
descalzo. Sacudió el rollo de mapas y lo abrió.
—Esto me ha sido entregado —dijo en su pulcro inglés.
Ali quiso preguntarle cómo, pero se lo pensó mejor. Evidentemente, Gitner y su
grupo de científicos no habían conseguido escapar.
—Son míos —dijo ella.
—Sí, lo sé. Los soldados me lo dijeron. He estudiado los mapas y está clara su
autoría. Desgraciadamente, no son verdaderos mapas, sino sólo una aproximación a
las cosas. Muestran, en general, el camino seguido por su expedición. Pero necesito
saber más. Quiero conocer los detalles, los desvíos, los caminos laterales, los
callejones sin salida. Y los campamentos, cada campamento de cada noche. Quién
estuvo en ellos y quién no. Necesito saberlo todo. Tiene que recrear toda la
expedición para mí. Eso es crucial.
Ali miró a Thomas, temerosa. ¿Cómo iba a poder recordarlo todo?
—Puedo intentarlo —dijo.
—¿Intentarlo? —El monstruo la olisqueaba—. Su existencia misma depende de
su memoria. Yo en su lugar haría mucho más que intentarlo.
—Yo la ayudaré —dijo entonces Thomas, adelantándose.
—Ayúdela con rapidez —dijo el monstruo—, porque su vida también depende
ahora de ello.
El 11 de febrero, a las 14.20 horas ya 19.402 metros de profundidad, llegaron a
un acantilado desde el que se dominaba un valle. No era el fondo del pozo, pero en la
distancia podía verse un gran agujero abierto. Se trataba, no obstante, de una pausa
geológica en aquel abismo que habían estado siguiendo.
Antes de que ella tratara de hacerse daño nuevamente, Ike ató a aquella hija sin
nombre a un saliente de roca junto a la pared. Luego se arrastró sobre el estómago
hasta el borde para echar un vistazo al terreno y calcular sus opciones.
Tenía la forma y el tamaño de un cráter, encendido con un resplandor de color
siena. Unas vetas de minerales luminosos se extendían como telarañas a través de los
muros que lo circundaban y la niebla era como lenguas lánguidas y ligeras. Se hizo
una idea de la arquitectura de este enorme hueco, de tres a cinco kilómetros de
ancho, de sus muros surcados por huecos, y de la vasta e intrincada ciudad que
contenía.
A quinientos metros por debajo de su peligrosa posición, la ciudad ocupaba
todo el suelo. Era a un tiempo magnífica y decadente. Desde la altura, podía verse
claramente toda la deteriorada metrópoli.
El Descenso
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Las agujas y pirámides yacían en ruinas. En la distancia, una o dos estructuras
altas se elevaban casi hasta el mismo borde, aunque sus partes más altas se habían
desmoronado. Los estrechos canales se habían hecho más profundos por las riadas,
tallando cañones serpenteantes. Buena parte de la ciudad se había medio
derrumbado, se encontraba inundada o se había visto arrollada por la piedra aluvial.
En algún momento hubo varias estalactitas gigantes, tan pesadas que habían caído
desde el invisible techo, ensartando los edificios. Ike necesitó tiempo para adaptarse
a la escala de este lugar. Sólo entonces empezó a distinguir a las multitudes. Eran tan
numerosas, abigarradas y lánguidas que lo único que vio al principio fue una gran
mancha sobre el suelo. Pero aquella mancha tenía un ligero movimiento, como la
lenta agitación de los glaciares. De vez en cuando, criaturas aladas se lanzaban desde
los acantilados, atravesando la neblina.
Los refugiados, en efecto, no acampaban en la ciudad antigua, sino sobre ésta.
Distinguió figuras individuales desde su distancia, pero imaginó que allí debía de
haber miles, quizá decenas de miles de abisales. Tenía razón acerca del santuario.
Debían de haber acudido desde todo el planeta a este lugar. Aunque imaginaba
que emigraban hacia un punto central, su gran número lo asombró. El abisal formaba
una raza solitaria, tan dispuestos a destrozarse unos a otros como al enemigo, con
tendencia a marchar en pequeños grupos paranoides. Había llegado a la conclusión
de que, probablemente, no quedaban más que unos pocos miles en todo el interior
del planeta. Allí, en cambio, debía de haber por lo menos cincuenta veces más de lo
que él había calculado. Para haberse reunido de este modo, en un aparente
armisticio, tendría que suceder para ellos algo como el fin del mundo.
Su abundancia era buena y mala a un tiempo. Garantizaba que Ali terminaría
entre la horda de refugiados, si es que no se encontraba ya entre ellos. Ike no había
pensado en ninguna estratagema específica, aunque bien era cierto que creía tener
que habérselas con muchos menos abisales. Encontrarla desde tan lejos sería
imposible, e infiltrarse entre ellos sería una prolongada pesadilla. Podría tardar
meses en localizarla. Y, mientras tanto, tendría que ocuparse de su rehén, de su
propia hija. La perspectiva lo arrojaba a una espiral descendente. Miró su reloj, el
reloj de Troy, y observó la hora, la fecha y la profundidad.
Oyó entonces el avance de los pies y empezó a incorporarse, con el cuchillo en
la mano. Tuvo tiempo para ver la culata de un fusil. Luego, éste se cruzó sobre su
cara, notó que le golpeaba en la sien y perdió todas las ganas de luchar.
Cuando recuperó el sentido, se encontró atado de pies y manos con su propia
cuerda. Abrió los ojos con cautela. Su captor esperaba, sentado a cinco pasos de
distancia, descalzo y andrajoso, mirando la cara de Ike a través de la mira telescópica
de visión nocturna de un fusil del ejército de Estados Unidos. Del cuello le colgaban
unos prismáticos. Ike suspiró. Finalmente, los
rangas
lo habían localizado en el fondo
de la tierra.
—Espera antes de disparar —dijo Ike.
—Claro —dijo el hombre, con el rostro todavía oculto tras el fusil y la mira
telescópica.
El Descenso
Jeff Long
—Sólo dime por qué.
¿Qué había hecho él para merecer su venganza?
—¿Por qué? ¿Qué quieres decir, Ike?
El que se disponía a ejecutarlo levantó la cabeza. Ike quedó atónito. No era un
ranger.
—Sorpresa —dijo Shoat—. A mí tampoco me pareció posible que un tipo
corriente como yo pudiera tenderle una trampa al gran Ike Crockett. Pero la verdad
es que me lo has puesto muy fácil. Fanfarroneando sobre derechos, resulta que venzo
a Superman y me llevo a la chica.
A Ike no se le ocurrió nada que decir. Miró hacia donde estaba su hija. Shoat le
había apretado los nudos. Eso era significativo, pues no la había matado enseguida.
A pesar de la barba y de que estaba demacrado Shoat no había abandonado su
estúpida sonrisa burlona! Parecía sentirse muy complacido consigo mismo.
—En cierto modo —prosiguió—, tú y yo somos iguales. Nos alimentamos de las
sobras. Podemos vivir de la mierda de los demás. Y siempre procuramos averiguar
dónde está la puerta trasera. Allá arriba, en el presidio, yo estaba tan preparado como
lo estabas tú.
A Ike le dolía la cara a causa del culatazo. Pero lo que más le dolía era su
orgullo.
—¿Me has seguido la pista? —preguntó.
Shoat dio unos golpecitos a la mira telescópica.
—Tecnología superior. Podía verte desde más de un kilómetro de distancia, con
tanta claridad como si fuera de día. Y una vez que recibiste en el nido a nuestra
pajarita, las cosas todavía fueron más fáciles. No sé, Ike, pero has sido lento y
descuidado. Quizá te estés haciendo viejo. En cualquier caso —añadió mirando por
detrás de él, sobre el precipicio—, hemos llegado al corazón de la manzana, ¿no es
así?
Mientras Shoat hablaba, Ike reunió las pocas pistas que necesitaba. Había una
mochila apoyada contra la pared, medio vacía. Cerca de la muchacha, que se
mantenía vigilante, Shoat había desparramado el recipiente de plástico de un solo
paquete de ración militar. Eso le indicó que había permanecido inconsciente el
tiempo suficiente para que Shoat lo atara y terminara de comer. Y, lo que era más
importante, había venido solo, únicamente quedaba un paquete y los restos de una
ración, y eso significaba que no se alimentaba de lo que encontraba, probablemente
porque no sabía hacerlo.
Evidentemente, Shoat había registrado la fortaleza destruida y encontrado unos
pocos elementos esenciales: el fúsil, algunas raciones militares de supervivencia. Ike
se quedó perplejo. Aquel hombre disponía del billete de vuelta a casa. Entonces, ¿por
qué seguirlo a las profundidades?
—Deberías haber tomado una barca o haberte alejado a pie —le dijo Ike—. A
estas alturas ya podrías estar muy lejos de aquí.
—Lo habría hecho, pero resultó que alguien se llevó mi más preciado bien. —
Levantó la bolsa de cuero que colgaba de su cuello, como un amuleto. Todo el mundo
El Descenso
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sabía que contenía su emisor de radioseñales—. Eso es lo único que me garantiza la
salida. Ni siquiera me di cuenta de que había desaparecido hasta que lo necesité. Al
abrir la bolsa, sólo encontré esto.
Desató la cinta que abría la bolsa y sacó una placa plana de jade. Ike
comprendió que alguien le había robado el emisor, sustituyéndolo por un fragmento
de antigua armadura abisal.
—Y ahora quieres que te guíe hasta la salida —aventuró.
—No creo que eso saliera muy bien, Ike. ¿Hasta dónde llegaríamos antes de que
los abisales nos encontraran? O, simplemente, me la jugarías.
—¿Qué quieres entonces?
—Mi caja. Eso sería estupendo.
—Aunque la encontráramos, ¿para qué la querrías ahora?
Con o sin su emisor de radioseñales, los abisales encontrarían a aquel hombre. E
Ike también podría encontrarlo.
Shoat sonrió misteriosamente y apuntó con la placa de jade, como si se tratara
del mando a distancia de un televisor.
—Eso me permitiría cambiar de canal —dijo, emitiendo un clic con la lengua—.
Detesto hablar como un maestro zen, pero tú no eres más que una ilusión, Ike. Y la
muchacha también. Y todos los que están ahí abajo. Ninguno de vosotros existís.
—¿Y tú sí?
Ike no se burlaba de él. Sus palabras eran la clave de que disponía para
comprender la rara actitud de Shoat. El hombre los había seguido implacablemente
hasta el centro del abismo y ahora, rodeado por el enemigo, aprisionaba al único
posible aliado con que contaba para salir de allí. Durante las últimas semanas, podría
haber disparado contra ellos desde la distancia en cualquier momento. En lugar de
eso, los había respetado por alguna razón. Sin duda, todo debía de tener una lógica.
Shoat era astuto, estaba perfectamente cuerdo y era peligroso. Ike se lo reprochó a sí
mismo. Había subestimado a aquel hombre.
—Te has equivocado de hombre —dijo Ike—. Yo no me he llevado tu caja.
—Pues claro que no. He pensado mucho en eso. Los chicos de Walker no se
habrían molestado con ninguna clase de trucos. Simplemente, me habrían metido
una bala en la cabeza. Lo mismo habrías hecho tú. Así que fue alguien más, alguien
que necesitaba mantener oculto el robo. Alguien que cree conocer mi código. Lo he
averiguado todo, Ike. Sé quién me la robó, y cuándo lo hizo.
—¿La muchacha?
—¿Crees que habría permitido que ese animal salvaje se me acercara? No, me
refiero a Ali.
—¿Ali? Ella es monja —bufó Ike, desechando la idea.
Pero si no había sido ella, ¿quién más podría haber sido?
—Una monja muy mala. No lo niegues, Ike. Sé que ha estado jugando al
escondite contigo. Me doy cuenta de esas cosas. Poseo un buen sentido para captar a
las personas.
El Descenso
Jeff Long
—De modo que me has seguido a mí para seguirla a ella —dijo Ike, sin dejar de
mirarlo.
—Chico listo.
—Yo, sin embargo, no la he encontrado.
—En realidad, sí.
Shoat tomó un lazo de la cuerda y lo arrastró hasta el borde. Colocó sus
prismáticos alrededor del cuello de Ike y, con precaución, aflojó la cuerda que le
ataba las manos a los pies. Luego se apartó, apuntándolo con su pistola.
—Echa un vistazo —le dijo Shoat—. Alguien a quien conoces está allá abajo.
Ella y nuestro señor de la guerra con cuernos. Su satánica majestad. El tipo que
escapó con ella.
Con un esfuerzo, Ike se sentó. La noticia sobre Ali le infundió en ergía. Notaba
las manos adormecidas por la tensión de las cuerdas, pero se las arregló para situar
los prismáticos en posición. Ike observó los canales y avenidas obturadas arriba y
abajo, las ruinas iluminadas de verde por el dispositivo de visión nocturna.
—Busca una aguja y luego ve a la izquierda...
Tardó varios minutos, incluso con Shoat describiéndole los rasgos más
destacados, que miraba a través de la mira telescópica del fusil.
—¿Ves las columnas?
—¿Son ésos los hombres de Walker?
Había dos cuerpos colgados, derrumbados. Ninguno de ellos era el de Ali...
todavía.
—Sólo se toman un descanso —dijo Shoat—. Los han sometido a un
tratamiento bastante duro. Y también hay otro prisionero. Lo he visto con Ali. Sin
embargo, lo sacan continuamente. —Ike buscó más arriba—. Ella está ahí —lo animó
Shoat—. Puedo verla. Es increíble, parece como si estuviera tomando notas en su
cuaderno. ¿Notas del inframundo?
Ike continuó la búsqueda. Una colina de piedra aluvial se abombaba sobre las
construcciones, engulléndolo todo, excepto los pisos superiores de un tallado edificio
de piedra. Los muros se habían derrumbado sobre el lado del edificio que veía Ike,
dejando al descubierto una espaciosa sala sin techo. Y allí estaba, sentada sobre un
montón de cascotes. Le habían desatado las manos y los pies, ¿por qué no? Apenas
dos pisos más abajo se hallaba rodeada por toda la nación abisal.
—¿La tienes?
—Ya la veo.
Todavía no habían iniciado con ella los ritos de iniciación, el mareaje, las
argollas y las mutilaciones, que habitualmente comenzaban los primeros días. La
recuperación duraría años. Pero Ali parecía hallarse entera. No la habían tocado.
—Bien. —Shoat le arrancó los prismáticos de un tirón—. Ahora ya tienes tu
rastro. Ya sabes adonde tienes que ir.
—¿Pretendes que me infiltre en una ciudad entera de abisales y robe el emisor?
El Descenso
Jeff Long
—Concédeme un poco de inteligencia, hombre. Eres mortal y hay cosas que ni
siquiera tú puedes hacer. Además, ¿por qué hacer las cosas a hurtadillas cuando
puedes efectuar una entrada triunfal?
—¿Quieres que entre ahí y les pida que te devuelvan tu propiedad?
—Mejor lo harás tú que yo.
—Aunque la tenga Ali, ¿luego, qué?
—Soy un hombre de negocios, Ike. Vivo y muero por la negociación. Veamos
hasta dónde podemos llegar con ellos y qué se puede hacer con un poco de viejo y
anticuado regateo.
—¿Con ellos? ¿Aquí abajo?
—Tú serás mi ayudante, mi embajador privado.
—Nunca soltarán a Ali.
—Lo único que yo quiero es mi caja.
Ike se sentía realmente desconcertado.
—¿Por qué crees que te la van a devolver?
—Eso es precisamente de lo que quiero hablar con ellos. —Shoat retrocedió y se
agachó sobre la mochila, de la que extrajo un maltratado ordenador personal
extraplano, con el logotipo de Helios—. Nuestros radioteléfonos han desaparecido.
Pero dispongo de un instrumento de comunicación en los dos sentidos, conectado
con mi ordenador. Vamos a mantener una videoconferencia.
Shoat abrió la tapa y puso en marcha el ordenador. Retrocedió y se instaló un
auricular portátil en una oreja, Luego mantuvo delante de su cara una pequeña bola
dotada de cámara y micrófono. Sobre la pantalla, su rostro giró y se distorsionó.
—Probando, probando —dijo su voz por el altavoz del ordenador.
—Esto es lo que vas a hacer, Ike. Llévate el ordenador allá abajo. Una vez que
llegues junto a Ali, compruebas que está en línea, a la vista, que no haya ningún
obstáculo entre donde estás tú y donde estoy yo. No quiero perder la transmisión.
Luego haces que su presidente o lo que sea se ponga al habla conmigo. Mientras lo
haces, les devuelves a esta cachorrilla, como un gesto de buena voluntad. Yo lo veré
desde aquí.
—¿Y qué gano yo con eso?
—Ahora sí que empiezas a hablar con sensatez —sonrió Shoat—. ¿Qué te
gustaría? ¿Tu vida o la de Ali? ¿Quieres que apueste a que conozco la respuesta?
Era exactamente la oportunidad que Ike había deseado para ella.
—Está bien —asintió—. Tú eres el jefe.
—Me alegro de tenerte a bordo, Ike.
—Córtame las cuerdas.
—Desde luego. —Shoat hizo oscilar el cuchillo como si Ike fuese un niño malo.
Luego lo arrojó al suelo, a lo lejos—. Pero antes tenemos que comprendernos muy
bien el uno al otro. Vas a tardar un tiempo en arrastrarte hasta donde está el cuchillo
y cortarte las ligaduras. Para entonces, yo ya estaré a resguardo y preparado en un
agradable nido de francotirador, no muy lejos de aquí. Vas a escoltar a nuestra
El Descenso
Jeff Long
pequeña caníbal para devolvérsela a esos canallas y luego establecerás la conexión
con su jefe ejecutivo, sea quien fuere.
Shoat dejó el ordenador en el suelo y retrocedió hacia un hueco alto y de bordes
dentados abierto en la pared. Ike tenía la mirada fija en el cuchillo.
—Nada de trucos, ni desviaciones ni engaños. El ordenador está encendido. No
lo apagues. Quiero escuchar todo lo que digas. Y tampoco regreses a buscarme.
Desde mi cubículo puedo dispararte con facilidad a lo largo del sendero. Si intentas
alguna jugarreta, empezarán los fuegos artificiales. Pero no dispararé contra ti, Ike.
Será Ali la que pague por tus pecados. La mataré primero a ella y a continuación,
para joderlos, al jefe de esos bestias. Después ya me ocuparé de encontrar blancos
oportunos. Pero no habrá una bala para ti. Te lo prometo. Podrás vivir con tus
remordimientos. Podrás quedarte a vivir con los abisales. El infierno te recuperará.
¿Lo he dejado bien claro? Ike empezó a arrastrarse.
El Descenso
Jeff Long
27
S
L
HANGRI
A
Y en la más baja profundidad, una profundidad mayor aún amenaza con
devorarme las entrañas, por lo que el infierno que sufro parece un cielo.
«Satán», en J
M
, El paraíso perdido.
OHN
ILTON
Bajo la intersección de las fosas de Filipinas, Java y Palau
Ike descendió a la ciudad antigua, conduciendo a su hija de una cuerda. La
ciudad se fue acercando bajo la penumbra orgánica, como un rompecabezas de
restos, de arquitectura fundida y de ventanas sin ojos.
En el fondo del vasto cañón, al borde de las ruinas, Ike se colgó el ordenador
personal de Shoat de un hombro e inclinó la bengala de plástico que se le había
entregado, rompiendo el frasco de su interior. La alargada bengala cobró vida, con
una luz verdosa. Sin necesidad de utilizar la mira telescópica, Shoat podría seguir su
avance a través de la ciudad.
Durante aproximadamente el primer kilómetro no encontró ningún desafío
directo, aunque los animales se escabullían a lo largo de la piedra aluvial. A cada
paso que daba, Ike trataba de imaginar alguna alternativa a lo que ya se había puesto
en marcha. La telaraña tejida por Shoat parecía irrompible. Ike imaginaba
perfectamente su propia nuca centrada en el punto de mira telescópico. Si al menos
fuera él la presa, pensó. Podía evitar la bala o incluso recibirla. Pero Shoat va había
establecido con toda claridad cuáles serían sus objetivos. Y Ali era el primero de ellos.
Ike continuó cruzando la ciudad fosilizada.
La noticia de la intromisión humana se extendía rápidamente por toda la
ciudad. Más allá del alcance de la luz verde de la bengala, figuras que normalmente
habrían parecido siluetas contra el pálido brillo de la piedra se escabullían ahora
como sombras. El resplandor de neón de la bengala deterioraba su visión nocturna.
Desde el principio de aquella condenada expedición había despilfarrado sus poderes
nocturnos, comiendo incluso carne humana. Ahora ya no podía ocultar sus orígenes.
El lenguaje clic sonaba en la penumbra. Olía a los abisales arracimados en las
sombras, almizcleños y untados de ocre. Una piedra arrojada desde las sombras le
alcanzó en el brazo. No fue un golpe duro y sólo pretendía ser una provocación.
Unas bestias aladas se movían a pocos centímetros por encima de su cabeza. Ike
mantuvo su porte estoico. Algunos otros trazaban círculos, fuera de su alcance. Sintió
un cálido escupitajo descendiéndole por el cuello.
El Descenso
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Una monstruosidad apareció corriendo por delante y le bloqueó el camino. Bajo
y fornido, recubierto de barro fluorescente reseco, llevaba un taparrabos, mostraba
sus cicatrices de guerra y blandía un hacha. Hizo avanzar la lengua como un reptil y
abultó sus ojos, todo como señales de desafío. Ike procuró que sus movimientos
fueran pasivos y la bestia le dejó pasar.
Las masas plásticas y las circunvoluciones minerales del suelo de la ciudad
empezaron a inclinarse hacia arriba. Ike se aproximaba a la elevación del centro de la
ciudad, que había observado por los prismáticos. Cada vez había más refugiados a su
alrededor, los canales estaban cegados por sus desperdicios y las aguas fecales. Había
muchos tumbados en el suelo, enfermos y hambrientos.
En todos sus años de cautividad, Ike nunca había visto ni una parte de los
rasgos y estilos aquí reunidos. Algunos tenían aletas en lugar de brazos, otros manos
en lugar de pies. Había cabezas aplanadas por los vendajes y cuencas de los ojos
genéticamente vacías. La variedad de arte tatuado corporal y de ropajes era
disparatada. Algunos iban desnudos, otros llevaban armadura o cota de malla. Pasó
ante eunucos de ingles orgullosamente tajadas, guerreros con el pelo entretejido con
abalorios y cuernos entreverados con cueros cabelludos, y mujeres criadas por su
pequeñez o por su gordura.
Mientras avanzaba, Ike mantuvo la expresión impasible. Subió por el sendero
que serpenteaba hacia lo alto de la colina y la masa de abisales, se espesó a su paso.
De vez en cuando, algunas cajas torácicas rayadas se arqueaban por encima de
cadáveres devorados. Sabía perfectamente que, en un momento de tanta necesidad,
el ganado humano era el primero en consumirse.
Detrás de él, la muchacha continuaba el avance. Su propia hija era su pasaporte.
Nadie se opuso al avance de Ike y él continuó cruzando la ciudad. Desde los riscos
más altos, Ike había observado que el pozo no tenía fondo, sino que sólo se
interrumpía. Y, sin embargo, toda la raza parecía haber echado sus raíces aquí. No
mostraban señales de querer continuar a mayores profundidades, impulsados por su
espíritu nómada. Sintió el deseo de hundirse más y más en el agujero, de escalar la
montaña a la inversa, aunque sólo fuese para contemplar las nuevas vistas que
encontrara. Su curiosidad le hizo sentirse triste, porque no era probable que viviera
ni una hora más, y mucho menos en otro territorio.
Un montón de ruinas se proyectaba desde lo alto de la acumulación de piedra
aluvial e Ike se dirigió hacia la estructura más elevada. Ascendiendo cada vez más,
Ike y la muchacha llegaron hasta donde estaban los hombres de Walker. Los dos
mercenarios estaban atados a columnas rotas, no con cuerdas, sino con sus propias
entrañas. Al ver a sus enemigos, la muchacha se puso a brincar de alegría. Ike la dejó.
Uno de ellos levantó su rostro sin ojos, ante el ruido producido por su júbilo.
También le habían arrancado la mandíbula inferior. Su lengua colgaba fláccida sobre
la garganta.
Al cabo de un momento, continuaron. Siguieron la ascensión. Las ruinas de la
parte superior aplanada ocupaban varios metros cuadrados. Los abisales estaban
tumbados o sentados en los pliegues amorfos de la piedra pero, extrañamente, no
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habían instalado su residencia en aquella estructura que coronaba la ciudad. Una vez
más, Ike se sintió impresionado por su sentido de la espera.
La pared de un lado del edificio principal se había derrumbado e Ike y la
muchacha ascendieron sobre los restos. Diversos guerreros simularon atacar y
lanzaron amenazas e insultos. Ninguno de ellos, sin embargo, se acercó más allá de
los límites de su luz y el efecto que causó fue una ondulación de sombras verdosas.
Llegaron a aquel piso superior de las ruinas, que Ike había visto a través de los
prismáticos. El tejado se había hundido o había sido derruido y el resultado era una
especie de escenario alto, abierto a la mira telescópica de Shoat. La galería era más
espaciosa de lo que Ike había esperado. De hecho, observó que se trataba de una
especie de biblioteca abarrotada.
Ike se detuvo en el centro de la estancia. Aquí era donde había visto a Ali
leyendo, aunque ahora no estaba. El suelo era plano pero inclinado, como un barco
que empezara a hundirse. Éste era un lugar tan bueno como cualquier otro.
Le transmitía una sensación de espacio, expuesto al equivalente del cielo. Si
podía elegir, no quería morir en un pequeño tubo o cavidad escondida. Que fuese a
la vista de todos. Además, según las instrucciones recibidas, tenía que estar a la vista,
en la línea de tiro y de conexión de Shoat.
Mientras esperaba, Ike fue acumulando rápidamente información, pergeñando
planes improvisados y trayectorias mortales, tratando de localizar a los actores y sus
armas en este lugar nuevo para él, buscando las posibles salidas y lugares donde
ocultarse. Lo hacía por una cuestión de hábito, no de esperanza.
Encontró una estela rota y plana y colocó el ordenador sobre ella, a la altura de
los ojos. Abrió la tapa. La pantalla se iluminó con el rostro de Shoat, como un mago
de Oz en miniatura.
—¿A qué están esperando? —preguntó la voz de Shoat desde el monitor.
La muchacha retrocedió al escucharla. Los abisales más cercanos se
escabulleron hacia las sombras y ulularon suavemente su alarma.
—Los abisales se toman las cosas a su ritmo —dijo Ike.
Miró a su alrededor. Montones de tablillas de piedra estaban apoyadas unas al
lado de otras, contra una pared, había códices abiertos como alargados mapas de
carreteras y montones de rollos y pieles pintados con glifos y escritura. Para
facilitarle la lectura, los abisales le habían proporcionado a Ali las linternas Helios
arrebatadas a los miembros de la expedición. Por lo visto, ella buscaba la lengua
madre. Transcurrieron otros diez minutos. Luego, enviaron a Ali, que surgió desde el
desordenado interior. Se detuvo a unos cinco o seis metros de distancia. Las lágrimas
corrían por sus mejillas.
—Ike. —Afligida por su pérdida, ahora volvía a sentirse afligida por él—. Creí
que habías muerto. Recé por ti. Luego, recé más para que, si estabas con vida, no
vinieras a buscarme.
—Seguramente me perdí eso último —dijo Ike—. ¿Estás bien?
Extrañamente, aún no habían empezado a inscribirla, al menos que él pudiera
ver. Hacía ya más de tres semanas que estaba con ellos. A estas alturas, normalmente
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ya le tendrían que haber arrancado los dientes y comenzado otras iniciaciones. El
hecho de que Ali no mostrara ninguna marca de propiedad le hizo concebir
esperanzas. Quizá fuera posible negociar un acuerdo.
—Sigo escuchando a los soldados de Walker. ¿Han muerto ya?
—No te preocupes por ellos. ¿Cómo estás tú?
—Teniendo en cuenta las circunstancias, se han portado bien conmigo. Hasta
que apareciste tú, creía que podría encontrar un lugar aquí.
—No digas eso —le espetó Ike.
Ya se había iniciado el proceso de seducción por parte de los abisales. No era
ningún gran misterio. Era la seducción de la historia de un territorio, de convertirse
en un expatriado. Uno llegaba a sentir cariño por un lugar como lo más oscuro de
África, o por París o Katmandú, y pronto se quedaba uno sin nación propia,
convertido en ciudadano del tiempo. Eso lo había aprendido muy bien allí abajo.
Entre los cautivos humanos siempre había esclavos que eran como muertos en vida.
Y luego había unos pocos raros, como él mismo, o como Isaac, que habían perdido
sus almas, completamente entregados a este lugar.
—Estoy muy cerca de la palabra. De la primera palabra. Lo percibo. Está aquí,
Ike.
Sus vidas estaban en juego. La tormenta de Shoat estaba a punto de desatarse,
¿y ella le hablaba de la lengua original? La palabra constituía su seducción. Ella era la
de él.
—Descartado —dijo él.
—¿Qué tal, Ali? —dijo Shoat a través del ordenador—. Has sido una chica
traviesa.
—¿Shoat? —preguntó Ali.
—Mantén la calma —le dijo Ike.
—¿Qué estás haciendo?
—No le eches la culpa a él —dijo Shoat—. No es más que el chico encargado de
entregar la pizza.
—Ike, por favor —susurró ella—. ¿Qué trama? Hagas lo que hagas me han
dado seguridades. Déjame hablar con ellos. Tú y yo...
—¿Seguridades? Sigues tratándolos como si fueran nobles salvajes —le
reprochó Ike.
—Puedo ayudar a salvarles de esto.
—¿Salvarles? Mira a tu alrededor.
—Tengo un regalo para ellos —dijo Ali indicando con un gesto los pergaminos,
glifos y códices—. El tesoro está aquí, los secretos de su pasado, de su memoria
racial. Todo está aquí.
—Pero si son analfabetos, endogámicos y hasta se mueren de hambre...
—Por eso me necesitan —dijo ella—. Podemos ayudarles a recuperar su
grandeza. Se necesitará tiempo, pero ahora sé que podemos hacerlo. Las
interconexiones aparecen entrelazadas dentro de su escritura. Es tan diferente del
abisal moderno como lo pueda ser el antiguo egipcio respecto del inglés. Pero este
El Descenso
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lugar es la clave, una gigantesca piedra de Rosetta. Todas las pistas están aquí, en un
solo lugar. Es posible que pueda descifrar una civilización muerta hace veinte mil
años.
—¿Nosotros? —preguntó Ike.
—Hay aquí otro prisionero. Es la coincidencia más extraordinaria. Le conozco.
Hemos empezado a trabajar.
—No puedes hacerles volver a ser lo que eran. No necesitan historias de los
tiempos dorados. —Ike absorbió el aire a través de las aletas de la nariz—. Huele, Ali.
Eso es muerte y decadencia. Ésta es la ciudad de los condenados, no un Shangri La.
No sé por qué los abisales se han reunido todos aquí. Pero no importa. Se están
muriendo. Por esa razón se apoderan de nuestras mujeres e hijos. Por eso te han
mantenido a ti con vida. Tú eres la que permites la continuación de su raza. Nosotros
somos como el ganado. Nada más.
—¿Chicos? —interrumpió la aflautada voz de Shoat—. Se me acaba el tiempo.
Terminemos de una vez con esto.
Ali miró la pantalla, sin saber que él la observaba por la mira telescópica de su
fusil.
—¿Qué quieres, Shoat?
—Primero, al jefe de la pandilla. Segundo, recuperar lo que es mío. Empecemos
por lo primero. Pásame con él.
Ali miró a Ike.
—Quiere negociar. Cree poder hacerlo. Deja que lo intente. ¿Quién está aquí al
mando?
—Aquel al que había venido a buscar, Ike. El que tú mismo has estado
buscando. Ambos son la misma persona.
—No son lo mismo.
—Lo son. El es el único. Hablé con él y te conoce. —A continuación, utilizando
el lenguaje abisal, Ali pronunció el nombre de su mítico dios-rey—. Más antiguo que
la antigüedad misma —añadió en inglés.
Era un nombre prohibido, y la muchacha le dirigió una rápida y atónita mirada.
—Él. —Ali indicó la marca de propiedad tatuada sobre el brazo de Ike y éste se
quedó frío—. Satán.
Su mirada se dirigió hacia las figuras abisales que acechaban en los huecos, por
detrás de Ali. ¿Podía ser? ¿Aquí? De repente, la muchacha emitió un pequeño grito.
—¡Batr!
—exclamó en abisal.
Aquello pilló desprevenido a Ike. «Padre», había dicho. El corazón le dio un
vuelco al escucharla y se volvió para mirar su rostro. Pero ella olisqueaba las
sombras. Un momento más tarde, Ike también percibió el olor. A excepción de un
fugaz vistazo del enemigo durante el asedio de la antigua fortaleza abisal, Ike no
había visto a aquel hombre desde el sistema de cuevas en el que se perdió, en el
Tibet.
En todo caso, Isaac parecía mucho más imponente. Había desaparecido el
cuerpo ascético de palillo. Había aumentado el volumen y el peso de sus músculos,
El Descenso
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lo que significaba que los abisales le habían concedido un estatus superior, lo que
conllevaba mayores raciones de carne. Las excrecencias de calcio formaban un cuerno
retorcido en un lado de su pintada cabeza y sus ojos mostraban un abultamiento
abisal. Se movía con la elegancia de un bailarín tai-chi. Desde los brazaletes plateados
que le rodeaban los bíceps hasta la protuberante mirada demoníaca y la antigua
espada de samurai en una mano, Isaac parecía nacido para gobernar aquí abajo,
como un caudillo del inframundo.
—Nuestro renegado —lo saludó Isaac con una amplia sonrisa burlona—. ¿Y nos
trae regalos? Mi hija y una máquina. La muchacha se inclinó hacia adelante. Ike la
contuvo efectuando otro bucle con la cuerda alrededor del puño. El labio de Isaac
retrocedió sobre su hilera de dientes. Dijo algo en abisal, demasiado intrincado como
para que Ike lo comprendiera.
Ike se llevó la mano a la empuñadura del cuchillo y dominó su temor. ¿Éste era
el Satán de Ali? Sería propio de él hacerla creer que era el jan, engañar a la hija de Ike
convenciéndola de que era su padre.
—Ali —murmuró Ike—. No es él.
No pronunció el nombre del más antiguo que la antigüedad más que como un
leve susurro. Se tocó la marca de propiedad para indicar lo que quería dar a
entender.
—Pues claro que lo es.
—No. Sólo es un hombre, un cautivo como yo.
—Pero todos le obedecen.
—Porque él obedece a su rey. Él sólo es un lugarteniente, un favorito. Ali
frunció el ceño.
—Entonces, ¿quién es el rey?
Ike escuchó entonces un débil tintineo. Conocía el sonido por haberlo
escuchado en la fortaleza, el tintineo del jade contra el jade. La armadura del
guerrero, de diez mil años de antigüedad. Ali se volvió para mirar entre las sombras.
Una terrible gravedad empezó a tirar de Ike, la sensación que se experimenta
cuando falla aquello sobre lo que uno se sujeta y las profundidades se abren para
tragarle.
—Te hemos echado de menos —dijo una voz desde las ruinas.
En el momento en que una figura familiar surgió de entre la oscuridad, Ike bajó
la mano que empuñaba el cuchillo. Soltó la cuerda que sostenía a su hija y ésta se
apartó rápidamente de su lado. La mente de Ike se llenó. Su corazón se vació. Se
entregó incondicionalmente al abismo.
«Por fin», pensó Ike, cayendo de rodillas.
«Él.»
Shoat tarareó sin melodía en su nido de francotirador, con el fusil apoyado
sobre una acanaladura de piedra desde la que se dominaba el abismo. Mantenía el
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ojo pegado a la mira telescópica, observando cómo las diminutas figuras
representaban los papeles que había escrito para ellas.
—Tic toe —susurró.
Había llegado el momento de cerrar el ataúd con clavos e iniciar el largo camino
de regreso. Con el túnel de salida esterilizado por el virus sintético, no quedarían
criaturas de las que ocultarse o escapar. Sus peores peligros serían la soledad y el
aburrimiento. Básicamente, le esperaba medio año de caminata solitaria, con una
dieta a base de barras en ergéticas, que había ido dejando secretamente en escondites
a lo largo del camino.
Encontrar a los abisales reunidos en aquel nauseabundo pozo había sido un
verdadero golpe de buena suerte. Los investigadores de Helios habían calculado que
se necesitaría por lo menos una década para que el contagio del Prion se filtrara por
toda la red del sub-Pacífico y exterminara a toda la cadena alimenticia abisal,
incluidos los propios abisales. Pero ahora, con las cinco últimas cápsulas sujetas con
cinta en el interior de la carcasa extraplana del ordenador, Shoat podría exterminar a
toda aquella población con varios años de antelación. Era el definitivo caballo de
Troya. Shoat experimentaba el entusiasmo desbocado de un superviviente.
Seguramente, aún lo pasaría mal y todavía se encontraría con algunos de ellos
sueltos. Pero, en general, había valido la pena saber esperar. La expedición se había
autodestruido, aunque no antes de conducirlo hasta las profundidades. Los
mercenarios se habían desmandado, pero sólo después de que dejaran de serle de
utilidad. Y ahora, Ike acababa de llevar el Apocalipsis directamente al corazón del
enemigo.
—Y bandadas de ángeles cantarán tus alabanzas en tu descanso —murmuró,
volviendo a mirar por la mirilla telescópica.
Apenas un minuto antes había tenido la impresión de que Ike estaba preparado
para huir. Ahora, sin embargo, lo vio de rodillas, inclinado servilmente ante un
personaje que acababa de salir del edificio interior. Aquello sí que era todo un
espectáculo: Crockett en actitud servil, con la cabeza pegada al suelo.
Shoat hubiera deseado disponer de más ángulo de visión. ¿Quién podía ser
aquél? Habría resultado interesante ver con detalle el rostro del abisal. Tendría que
conformarse con el cruce del punto de mira.
—Ha sido un placer conocerle —murmuró Shoat—. Creo que ya sabe mi
nombre.
—De modo que has regresado a mí —dijo la voz desde las sombras—.
Levántate. Ike no levantó la cabeza en ningún momento. Ella observó fijamente la
espalda desnuda de Ike, asustada ante su sumisión. Aquello ponía del revés todo su
universo. Él siempre le había parecido el definitivo espíritu libre, el rebelde original.
Ahora, sin embargo, se arrodillaba en un acto abyecto de rendición, sin ofrecer
resistencia ni protesta alguna.
Su jan abisal, o
rex,
o
mahdi,
o rey de reyes o como se quisiera traducir,
permaneció inmóvil, con Ike postrado a sus pies. Llevaba una armadura hecha de
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placas de jade y cristal, y bajo ella una cota de malla de cruzado de manga corta, con
cada eslabón cuidadosamente aceitado para protegerlo de la oxidación.
Ella sintió náuseas al darse cuenta. ¿Éste era Satán? ¿Este era el que Ike había
estado buscando, rostro a rostro, entre todos aquellos abisales muertos? No para
destruirlo, como había imaginado, sino para adorarlo. La humillación de Ike estaba
clara, su temor y su vergüenza eran transparentes. Apoyaba la frente contra la
piedra.
—Pero ¿qué está haciendo? —preguntó ella—. ¿Qué está haciendo?
Thomas abrió solemnemente los brazos y el rugido de las naciones abisales se
elevó hasta él desde todas las partes de la ciudad. Ali cayó de rodillas, muda de
asombro. Ni siquiera podía empezar a imaginar las profundidades de todos sus
engaños. En cuanto comprendía una, inmediatamente se acumulaba otra más
indignante, desde haber fingido ser su compañero de cautiverio, hasta manipular al
grupo de January o aparecer como humano cuando había sido siempre abisal.
Y, sin embargo, incluso viéndole aquí envuelto en un antiguo equipo de
combate, recibiendo los vítores abisales, Ali no pudo evitar ver en él únicamente al
jesuita, austero, riguroso y humano. Le resultaba imposible eliminar de un plumazo
la confianza y el compañerismo que se había establecido entre ellos durante aquellas
últimas semanas.
—Levántate —ordenó Thomas. Luego miró a Ali y su tono de voz se suavizó—.
Dile que se levante, por favor. Tengo preguntas que hacerle.
Ali se arrodilló junto a Ike, con la cabeza junto a la suya, de modo que él
pudiera escucharla por encima de un nuevo rugido de adoración abisal. Le recorrió
los nudosos hombros con la mano, acariciando las cicatrices de su cuello, allí donde
la argolla de hierro le había sujetado las vértebras.
—Levántate —repitió Thomas.
Ali miró a Thomas.
—Él no es su en emigo —le dijo.
El instinto la impulsó a defender a Ike. Era algo más relacionado con la
sumisión y el temor de Ike. De repente, experimentó motivos propios para sentir
temor. Si Thomas era realmente su amo, era él quien había permitido que se torturara
durante todos aquellos días a los soldados de Walker. E Ike era un soldado.
—No al principio —admitió Thomas—. Al principio, cuando lo trajeron, era
más como un huérfano. Lo integré en nuestro pueblo. ¿Y cuál fue nuestra
recompensa? Trae la guerra, el hambre y la enfermedad a mi pueblo. Yo le di la vida
y le enseñé el camino. Y él trajo soldados y guió a colonos. Ahora ha regresado a casa,
con nosotros. ¿Pero lo ha hecho como nuestro hijo pródigo, o como nuestro enemigo
mortal? Contéstame. Levántate.
Ike se incorporó.
Thomas le tomó la mano izquierda y se la llevó a la boca. Ali pensó que tenía la
intención de besar la mano del pecador, de reconciliarse con él, y sintió un rayo de
esperanza. En lugar de eso, separó los dedos de Ike y se introdujo el dedo índice en la
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boca. Luego lo chupó. Ali parpadeó ante la obscenidad del gesto. El anciano tomó
toda la longitud del dedo, hasta el fondo, y rodeó la raíz con sus labios.
Ike miró a Ali con la mandíbula apretada. «Cierra los ojos», le indicó. Ella no lo
hizo. Thomas mordió.
Sus dientes aplastaron el hueso. Luego soltó la mano de Ike a un lado.
La sangre de Ike se derramó sobre la armadura de jade de Thomas y salpicó el
cabello de Ali. Ella lanzó un grito. El cuerpo de Ike se estremeció. Por lo demás, no
dio la menor señal de reaccionar, como no fuera para bajar la cabeza, con un gesto de
súplica. Mantuvo el brazo extendido. ¿Más dedos?, pensó Ali.
—¿Qué está haciendo? —gritó ella.
Thomas la miró, con los labios ensangrentados. Se sacó el dedo de la boca como
si fuera una espina de pescado y lo dejó en la mutilada mano de Ike, que luego soltó.
—¿Qué querías que hiciese con este cordero sin fe?
Ali lo comprendió. Se encontraba ante el verdadero Satán.
La había confundido desde el principio. Ella se había confundido a sí misma.
Con el estudio sistemático de sus mapas, con su prometedora interpretación de los
alfabetos, glifos e historia abisal, Ali se había engañado a sí misma, pensando que
comprendía los términos de este lugar. No era más que la ilusión del erudito según la
cual las palabras podían ser el mundo. Pero aquí estaba la leyenda de las mil caras.
Amable y luego colérica, generosa y después dominante, humana y a continuación
abisal.
Ike se arrodilló, con la cabeza todavía inclinada.
—Perdónele la vida a esta mujer —pidió con un tono de dolor en su voz.
—Qué galante —dijo Thomas con frialdad.
—Puede utilizarla para muchas cosas.
Ali estaba atónita, menos por el hecho de que Ike intentara salvarla que por la
convicción de que necesitaba la salvación.
Hasta hacía pocos minutos su seguridad le había parecido una apuesta
razonable. Ahora, en cambio, la sangre de Ike le había salpicado el pelo. Por mucho
que penetrara en su erudición, parecía que la crueldad de aquel lugar era inexorable.
—En efecto —asintió Thomas—, para muchas cosas.
Acarició el cabello de Ali y la armadura tintineó como el cristal de un
candelabro. Ella se sobresaltó ante aquel gesto de posesión.
—Ella restaurará mi memoria. Me contará mil historias. A través de ella,
recordaré todas las cosas que el tiempo me ha arrebatado. Sabré cómo leer los viejos
escritos, cómo soñar un imperio, cómo conducir a un pueblo a la grandeza. Todo lo
que se ha ido alejando de mi mente. Cómo fueron las cosas al principio. El rostro de
Dios. Su voz. Sus palabras.
—¿Dios? —murmuró ella.
—Como quieras llamarlo. El
shekinah
que existió antes que yo. El encarnado
divino. Antes de que empezara la historia. En el límite más alejado de mi memoria.
—¿Lo ha visto?
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—Yo soy él. Un bruto feo por lo que recuerdo. Más simiesco que Moisés. Pero
resulta que lo he olvidado. Ya no es como tratar de recordar el momento de mi
propio nacimiento. Mi primer nacimiento como quien soy.
Su voz se fue debilitando, como el polvo.
¿Primer nacimiento? ¿La voz de Dios? ¿La plaga? Ali no podía ni imaginarse
sus historias y, de repente, no quiso tampoco hacerlo. Sólo deseaba estar en casa,
abandonar este lugar horrendo. Deseaba estar con Ike. Pero el destino la había
conducido hasta el vientre del planeta. Toda una vida de oraciones y allí estaba,
rodeada de monstruos.
—Padre Thomas —le dijo, menos por temor que por su incapacidad para usar
su otro nombre—. Desde que nos conocimos he sido fiel a sus deseos. Dejé atrás mi
propio pasado y viajé hasta aquí para restaurar el suyo. Y me quedaré aquí, como
hablamos. Ayudaré a dominar su lengua muerta. Eso no cambiará.
—Sabía que podía contar contigo.
Pero su devoción no era para él más que una de sus muchas posesiones, ahora
lo comprendía. Ali juntó las manos, obediente, tratando de no mirar la sangre que
manchaba la barba de Ike.
—Puede contar conmigo hasta el final de mi vida. Pero, a cambio, no debe
causar daño alguno a este hombre.
—¿Es eso una exigencia?
—Él también tiene sus utilidades. Ike puede ayudarme a clarificar los mapas, a
llenar mis lagunas. Puede guiarle allí donde decida llevarme.
Ike levantó ligeramente la cabeza.
—No —dijo Thomas—, no lo comprendes. Ike ya no sabe quién es. ¿No te das
cuenta de lo peligroso que es eso? Se ha convertido en un animal, para uso de otros.
Los ejércitos lo utilizan para matarnos. Las empresas lo utilizan para asolar nuestro
territorio y plantar en él la enfermedad. Con la plaga. Y él se oculta de su propia
maldad saltando de uno a otro lado, de una raza a la otra.
Junto a él, el monstruo Isaac sonrió.
—¿Plaga? —preguntó Ali, en parte para distraer a Thomas de su decisión, pero
también porque lo había mencionado y no tenía ni idea de a qué se refería.
—Habéis traído la desolación a mi pueblo. Os sigue.
—¿Qué plaga es esa?
Thomas la miró con ojos relampagueantes.
—No más engaños —atronó.
Ali se encogió ante él.
—Exactamente lo mismo que yo pienso —dijo entonces una voz aflautada
desde el ordenador.
Thomas giró la cabeza, como si hubiera escuchado el zumbido de una mosca.
Miró ceñudo el ordenador.
—¿Qué es esto? —susurró.
—Es un hombre llamado Shoat —contestó Ike—. Quiere hablar con usted.
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—¿Montgomery Shoat? —Thomas pronunció el nombre como si expulsara un
aliento fétido—. Le conozco.
—No sé cómo —dijo Shoat—, pero tenemos preocupaciones comunes.
Thomas sujetó el brazo de Ike y le hizo girar la cara hacia los distantes
acantilados.
—¿Dónde está este hombre? ¿Está cerca? ¿Nos vigila?
—Ah, ah, cuidado, Ike. Ni una palabra más —advirtió Shoat.
Un dedo le dirigió un gesto negativo desde la pantalla. Thomas se quedó
pegado tras Ike, inmóvil, a excepción de la cabeza, que giraba de un lado a otro,
escudriñando la penumbra.
—Por favor, únase a nosotros, señor Shoat.
—Gracias de todos modos —dijo la imagen de Shoat en la pantalla—. Ya estoy
lo bastante cerca.
El surrealismo de la situación era impresionante, con una pantalla de ordenador
que hablaba desde la distancia en este inframundo. Lo antiguo hablando con lo
moderno. Entonces, Ali observó los ojos de Ike que miraban a uno y otro lado.
Valoraba la situación de la cámara medio desmantelada.
—Bajará dentro de poco, señor Shoat —dijo Thomas al ordenador—. Mientras
tanto, ¿hay algo de lo que quiera hablar?
—Parece ser que un objeto propiedad de Helios ha caído en sus manos.
—¿Qué es lo que quiere este estúpido? —le preguntó Thomas a Ike.
—Es un emisor localizador, un dispositivo que envía una radioseñal —contestó
Ike—. Afirma que alguien se lo ha quitado.
—Estoy perdido sin eso —dijo Shoat—. Devuélvamelo y me largo con viento
fresco.
—¿Eso es todo lo que quiere? —preguntó Thomas.
Shoat se lo pensó un momento.
—¿Y algo de ventaja? El rostro de Thomas se inundó de rabia, pero controló su
voz.
—Sé lo que ha hecho usted, Shoat. Sé lo que es el Prion-9. Y va usted a
mostrarme dónde lo ha colocado. Me va a indicar cada uno de los lugares donde lo
ha escondido.
Ali miró a Ike, que parecía igualmente confundido.
—Ahora ya pisamos terreno común, que es la base de toda negociación —dijo
Shoat entusiasmado—. Yo dispongo de información que usted quiere y usted me
garantiza mi seguridad en tránsito. Un buen
quid pro quo.
—No debe usted temer por su vida, señor Shoat —afirmó Thomas—. Va a vivir
mucho tiempo en nuestra compañía. Mucho más del que hubiera creído posible.
Para Ali estaba claro que ofrecía evasivas mientras lo buscaba. A su lado, Isaac
también registraba las tinieblas en busca de cualquier señal que indicara la presencia
del hombre oculto. La muchacha estaba a su lado, susurrándole algo, guiándole en su
examen.
—Mi emisor de radioseñales —dijo Shoat.
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—He visitado recientemente a su madre —dijo Thomas, como si acabara de
recordar algo que decir por cortesía.
—¿A mi madre? —preguntó Shoat desconcertado.
—Eva. Hace tres meses. Es una elegante anfitriona. Se encontraba en su
propiedad, en los Hampton. Mantuvimos una prolongada charla sobre ti,
Montgomery. Se sintió consternada al saber en qué te habías metido.
—Eso no es posible.
—Baja, Monty. Tenemos cosas de que hablar.
—¿Qué le ha hecho a mi madre?
—¿Por qué dificultar más las cosas? Vamos a encontrarte. Dentro de una hora, o
de una semana, eso no importa. Pero no te vas a marchar de aquí.
—Le he preguntado por mi madre.
Los ojos de Ike seguían mirando de un lado a otro. Ali vio que los fijaba en los
suyos, intensos, a la expectativa.
Respiró profundamente y trató de acallar su confusión y su temor. Su mirada se
fijó en la de él.
—¿Un
quid pro quo?
—preguntó Thomas.
—¿Qué le ha hecho?
—¿Por dónde empezamos? —preguntó Thomas con naturalidad—. ¿Por el
principio? ¿Por tus principios? Naciste por una cesárea...
—Mi madre nunca revelaría...
—Ella no me lo dijo, Monty —le interrumpió la voz de Thomas, más dura. —
Entonces, ¿cómo...? La voz de Shoat se desvaneció.
—Yo mismo encontré la cicatriz —contestó Thomas—. Y la abrí. Yo abrí esa
herida a través de la cual naciste al mundo. —Shoat guardó silencio—. Vamos, baja
—repitió Thomas—, y te contaré qué fue lo que le dejé dentro.
Los ojos de Shoat llenaron la pantalla y luego se retiraron. La pantalla quedó en
blanco. «¿Y ahora qué?», se preguntó Ali.
—Ha empezado a correr —le dijo Thomas a Isaac—. Tráemelo. Con vida.
Una expresión de alivio cruzó por el rostro de Ike. Con Thomas agazapado por
detrás de su hombro, levantó la mirada hacia los distantes acantilados. Ali no sabía
qué estaba buscando. Ella también se volvió para mirar hacia los oscuros acantilados
y allí lo vio, un parpadeo de luz. Una momentánea estrella Polar. Ike se arrojó al
suelo.
En ese mismo instante, Thomas se encendió. La armadura abisal, la cota de
malla cruzada y la camisa de oro no sirvieron de nada para protegerlo.
Normalmente, la bala se habría abierto paso hasta la espalda para luego salir
convertida en una bola de fuego y una explosión de fósforo. Pero en el caso de
Thomas, recubierto como estaba por delante y por detrás, no encontró salida. El calor
y los dardos metálicos se desparramaron por su interior y su carne explotó,
incendiándose. Su columna vertebral crujió. Y, no obstante, su caída pareció eterna.
Ali lo miraba como hipnotizada. Las llamas brotaron por el cuello de la
armadura de Thomas y él las absorbió con una gran aspiración. El fuego se vertió
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garganta abajo. Luego exhaló y las llamas brotaron de su boca. Sus cuerdas vocales se
quemaron y Thomas se quedó en silencio. Se produjo un suave tintineo de escamas
de jade que caían al suelo, al tiempo que se fundían los eslabones de oro que las
sujetaban.
El señor de la guerra se irguió sobre ella, como si fuera a derrumbarse. Pero su
voluntad era fuerte. Con la mirada fija en las alturas, como si se dispusiera a volar,
sus rodillas se fueron doblando por fin. Ali se sintió impulsada hacia el suelo.
Pero fue Ike el que la arrastró hacia una columna derribada, en la penumbra. La
arrojó tras la columna y saltó para unirse a ella en el momento en que se desataba la
verdadera destrucción de Shoat. Parecía un verdadero ejército por sí solo. Su
munición caía como rayos, detonando en explosiones de luz blanca, rociando la
biblioteca con letales esquirlas. Disparó a uno y otro lado, en abanico, sobre las
ruinas, y los abisales cayeron.
La columna derribada les protegió de las balas, pero no de las esquirlas. Ike
arrastró algunos cuerpos y los situó por encima de ellos, como sacos terreros.
Ali gritó al contemplar cómo se destrozaban y se incendiaban preciosos códices,
inscripciones y rollos. Delicados globos de cristal, con escritura grabada por su parte
interior al aguafuerte, gracias a algún proceso perdido, estallaron en trozos
diminutos en medio del fragor. En polvo se convirtieron las tablillas de arcilla que
describían a satanes, divinidades y ciudades diez veces más antiguas que el mito
mesopotámico de la creación de Emannu Elish. La deflagración se extendió hacia las
entrañas de la biblioteca, alimentándose de pergaminos, papiros y papel de arroz, y
de disecados artefactos de madera.
La ciudad misma parecía aullar. Las masas huyeron colina abajo, alejándose de
las ruinas, mientras los mártires se amontonaban alrededor de Thomas, en un intento
de proteger a su señor de una mayor profanación. Con un grito, Isaac se lanzó hacia
la oscuridad, en busca de los asesinos, seguido velozmente por los guerreros.
Ali se asomó sobre la columna. Los fogonazos del cañón de Shoat seguían
destellando en la boca del distante nido de francotirador. Un solo disparo habría
conseguido todo lo que Shoat necesitaba para escapar. En lugar de eso, la cólera
desatada lo había descontrolado por completo.
Mientras aún duraba el caos, Ike empezó a trabajar en la transformación de Ali.
No se anduvo con miramientos. Las llamas, la sangre, la destrucción de toda aquella
antigua tradición, de la ciencia y las historias habían sido demasiado para ella. Ike
empezó por arrancarle las ropas y luego la untó con grasa ocre tomada de los
cuerpos que los rodeaban.
Utilizó su cuchillo para cortar pieles curtidas y cabellos anudados de los
muertos. La vistió como ellos, y con la sangre le endureció el pelo con formas de
cuernos. Apenas una hora antes había sido una erudita enfrascada en los textos,
como invitada del imperio. Ahora estaba completamente sucia y empapada de
muerte.
—¿Qué estás haciendo? —lloró ella.
—Todo ha terminado. Nos marchamos. Sólo espera. Los disparos cesaron.
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Habían encontrado a Shoat.
Ike se levantó.
Agachado para protegerse del fuego de los escritos, mientras los heridos
todavía se debatían y se cortaban ciegamente con las afiladas esquirlas de metralla,
tiró de Ali para ponerla en pie.
—Rápido —le dijo, y ]e arrojó unos andrajos sobre la cabeza.
Pasaron junto a Thomas, que yacía en medio de sus fieles, quemado y
sangrando, paralizado dentro de la armadura. Tenía el rostro algo chamuscado, pero
intacto. Increíblemente, todavía estaba con vida. Tenía los ojos abiertos y miraba a su
alrededor.
Ali pensó que la bala tenía que haberle roto la columna vertebral. Sólo podía
mover la cabeza. Medio enterrado entre las víctimas de Shoat, reconoció a Ali y a Ike
cuando le miraron. Abrió la boca para denunciarlos, pero las cuerdas vocales se le
habían quemado y no produjo sonido alguno.
Llegaron más abisales para atender a su dios-rey. Ike agachó la cabeza y
empezó a bajar la rampa, tirando de Ali. Todo parecía indicar que, en medio de la
confusión, iban a poder salir de allí limpiamente. Entonces, Ali sintió que alguien le
sujetaba del brazo por detrás.
Era la muchacha. Tenía el rostro salpicado de sangre y estaba herida y asustada.
Se dio cuenta inmediatamente de su estratagema, del disfraz abisal, de su huida
hacia la salida. Lo único que tenía que hacer era gritar para denunciarles.
Ike empuñó su cuchillo. La muchacha miró la hoja negra y Ali imaginó lo que
estaba pensando. Educada como una abisal, sospecharía inmediatamente la intención
más asesina.
En lugar de eso, Ike le ofreció el cuchillo. Ali vio cómo los ojos de la muchacha
se desplazaban de uno a otro. Quizá recordaba algún gesto de amabilidad que
habían tenido con ella, o una demostración de misericordia. Quizá vio en el rostro de
Ike algo que también le pertenecía, una conexión con su propio espejo. Fuera cual
fuese la razón que dirigió sus impulsos, lo cierto fue que tomó su decisión.
La muchacha apartó la cabeza por un momento y, cuando se volvió para mirar,
los bárbaros ya se habían marchado.
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28
E
L
ASCENSO
A las raíces de los montes descendí, a un país que echó sus cerrojos
tras de mí para siempre, mas de la fosa tú sacaste mi vida.
JONÁS, 2, 7
Como un pez con hermosas escamas verdes, Thomas yacía blanqueado sobre el
suelo de piedra, con la boca abierta, incapacitado para hablar, seguramente
moribundo. Se le habían quemado las cuerdas vocales. Por debajo del cuello no podía
mover un solo músculo ni sentir su cuerpo, lo que era compasivo, dado el desecho
chamuscado que había dejado la bala de Shoat. Y, sin embargo, se hallaba sumido en
la agonía.
Cada vez que respiraba trabajosamente, olía la carne quemada sobre sus
huesos. Abría los ojos y veía a su asesino colgado ante él. Los cerraba y escuchaba a
su pueblo, que esperaba tenazmente su gran transición. Su mayor tormento era que
el fuego le había abrasado la laringe y no podía darle a su pueblo la orden de que se
dispersara.
Abrió los ojos y vio a Shoat en la cruz, con los dientes al descubierto. Habían
hecho un exquisito trabajo con él hundiéndole los clavos a través de los agujeros de
su muñeca, disponiendo pequeños rebordes en los que pudiera apoyar las nalgas y
los pies, para que no quedara colgado por los brazos y se asfixiara. El crucifijo se
había situado a los pies de Thomas, para que él pudiera disfrutar con la agonía del
humano.
Shoat iba a durar semanas. Le habían colgado un trozo de carne del hombro,
para que pudiera alimentarse. Le habían dislocado los codos y mutilado los genitales.
Pero, por lo demás, estaba relativamente intacto. Se le habían practicado dibujos en la
carne y colgado sonajeros de las orejas y las aletas de la nariz. Para que nadie pensara
que el prisionero no tenía propietario, le habían marcado sobre la cara el símbolo de
quien era más antiguo que la antigüedad.
Thomas apartó la mirada de aquella creación cruel. No podían saber que la
presencia de Shoat ante él no le producía ninguna satisfacción. Mirarle sólo servía
para encolerizarle más. Era este hombre el que había implantado el contagio a lo
largo del sendero seguido por la expedición de Helios, a pesar de lo cual Thomas no
podía interrogarlo para averiguar los insidiosos detalles. No podía detener el
genocidio. No podía advertir a sus hijos y ordenarles que huyeran hacia lo más
profundo y desconocido. Finalmente, lo que más le encolerizaba de todo era que no
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se podía desprender de aquel destrozado cascarón y pasar a un nuevo cuerpo. No
podía morir y renacer.
Y no era por falta de nuevos receptáculos. Desde hacía días, Thomas se había
visto rodeado por círculos de mujeres en todas las fases del embarazo o de una nueva
maternidad, y por el aire se había extendido el olor de sus aromáticos cuerpos y de
su leche. Por un momento, no vio mujeres vivas, sino Venus de la edad de piedra.
Según la tradición abisal, se las alimentaba en exceso y se las cuidaba durante
su maternidad. Como las mujeres de cualquier gran tribu, derramaban la riqueza
sobre sus cuerpos desnudos: juntaban fichas de plástico para jugar al póquer o
monedas de una docena de naciones para formar collares, y les colocaban en el pelo
cuerdas y plumas coloreadas, y conchas marinas. Algunas estaban cubiertas con
barro seco y parecían más bien como si la tierra misma hubiese cobrado vida.
Su espera era una forma de observancia de la muerte, pero también de
ingenuidad. Le ofrecían el contenido de sus úteros para que él los utilizara. Las que
tenían recién nacidos, sostenían periódicamente a sus pequeños sobre él, con la
esperanza de llamar su atención. El mayor deseo de cada madre era que el Mesías
entrara en su propio hijo, aunque eso significara eliminar el alma que ya estaba en
formación.
Pero Thomas se contenía. No veía alternativa. La presencia de Shoat era un
recordatorio constante de que el virus estaba allí fuera, preparado para aniquilar a su
pueblo. ¿Y de qué servía reencarnarse en el cuerpo de un niño si era impotente para
avisar de la plaga que se avecinaba? No, haría mejor en seguir residiendo en este
cuerpo. Como precaución, un médico militar lo había vacunado hacía muchos meses,
en aquella base del Antártico, cuando se reveló por primera vez la presencia de las
cápsulas de Prion. Incluso destrozado y paralizado, aquella inyección le había
vacunado al menos contra el contagio.
Y así, su rey yacía en un cuerpo que era una tumba, atrapado entre las dos
alternativas. La muerte era sufrimiento. Pero, como dijera el Buda en una ocasión, el
nacimiento también era sufrimiento. Sacerdotes y chamanes de todo el mundo abisal
seguían tocando los tambores y murmurando. Los niños seguían llorando. Shoat
continuaba retorciéndose y lloriqueando. A un lado, la hija de Isaac continuaba
fascinada con el ordenador y no hacía más que tocar incansablemente las teclas,
como un mono que pulsara el teclado de una máquina de escribir. Thomas cerró los
ojos a la pesadilla en que se había convertido.
Después de ascender durante una semana, Ike y Ali llegaron a un mar tortuoso.
Encontraron la última de las barcas de Helios cerca del reborde desde el que el agua
se hundía en una impresionante cascada de cientos de metros. Había quedado
varada en la orilla, como un fiel corcel. Un solo remo aparecía atado a la borda.
—Sube —le susurró Ike.
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Agradecida, Ali se dejó caer sobre el suelo de goma. Ike había mantenido la
marcha casi constantemente desde que escaparon. No había tiempo para cazar o
buscar comida, y ella se sentía debilitada por el hambre.
Ike empujó la barca para apartarse de la orilla, pero no empezó a remar.
—¿Reconoces el lugar donde nos encontramos? —le preguntó. Ella negó con la
cabeza—. Los senderos parten en todas direcciones. He perdido el rastro, Ali. No sé
qué camino seguir.
—Quizá esto te ayude —dijo Ali.
Se abrió un delgado saquito de cuero que llevaba atado alrededor de la cintura
y extrajo de su interior el emisor de radioseñales de Shoat.
—Entonces fuiste tú —dijo Ike—. Tú lo robaste. —Los hombres de Walker no
hacían más que pegarle a Shoat. Pensé que podían matarlo. Me pareció que quizá
algún día pudiéramos necesitar esto.
—Pero el código...
—En su delirio no hacía más que repetir una secuencia de números. No sé si era
el código o no, pero lo memoricé. Ike se acuclilló sobre los talones, junto a ella.
—Veamos qué sucede.
Ali vaciló. ¿Y si no funcionaba? Cuidadosamente, marcó los números en el
teclado y esperó.
—No sucede nada. —Inténtalo de nuevo.
Esta vez, una luz roja parpadeó durante diez segundos. «Armado», indicó la
pequeña ventanilla. Se escuchó un solo pitido agudo y prolongado y luego la
ventanilla indicó: «Desplegado». Después de eso, la luz roja se apagó.
—¿Y ahora qué? —preguntó Ali desesperada.
—No es el fin del mundo —dijo Ike, que arrojó la cajita al agua. Recogió una
moneda cuadrada que había encontrado en el sendero. Era muy antigua y mostraba
un dragón por una cara y caligrafía china por la otra—. Cara, vamos a la izquierda.
Cruz, a la derecha. Arrojó la moneda al aire.
Thomas despertó ante el sonido de las risas.
En su cruz, Shoat se había vuelto finalmente loco, o había trascen dido. No había
ninguna otra explicación. Thomas lo miró con ojos encendidos e inyectados en
sangre. Aquel hombre se torturaba con su hilaridad. Cada nuevo movimiento le
desgarraba las articulaciones rotas, pero parecía incapaz de detenerse.
Siguió la mirada de Shoat, fija en el ordenador. A través de los encajes de la tapa
y del teclado, aquella máquina infernal había empezado a desprender una ligera
neblina de aerosol.
Siguieron el ascenso, alejándose de las aguas luminiscentes del mar, de sus ríos
y corrientes, hasta una zona muerta que separaba sus mundos. Habían pasado la
región de su descenso por la vía del sistema de ascensores de las Galápagos, pero Ike
El Descenso
Jeff Long
ya había bajado a aquella zona en otros viajes. Era demasiado profunda como para
que la fotosíntesis sostuviera cualquier cadena alimentaría superficial y estaba
demasiado contaminada por la superficie como para que sobreviviera la biosfera
subplanetaria. Se alejaron de la zona muerta; Ike encontró una cavidad en la que Ali
podría defenderse y luego salió de caza. Al cabo de una semana regresó con largas
tajadas de carne seca y ella no le preguntó por su procedencia. Una vez logradas
estas provisiones, volvieron a entrar en la zona muerta.
Su avance se vio dificultado por derrumbes que impedían el paso, fetiches
abisales y trampas cazabobos. También era un obstáculo el hecho de que ganaran
altura. La presión del aire disminuía a medida que se aproximaban al nivel del mar.
Fisiológicamente era como si escalaran una montaña y el simple hecho de caminar se
convirtió en un ejercicio agotador. Allí donde el camino se hacía vertical y tenían que
escalar por grietas o chimeneas internas, Ali tenía a veces la sensación de que los
pulmones le fueran a estallar.
Una noche estuvo jadeando durante largo rato. Después de eso, Ike empleó una
regla básica del Himalaya: escala alto y desciende para dormir. Ascenderían a través
de los túneles hasta un punto alto y luego descenderían unos pocos cientos de metros
para pasar la noche. De ese modo, ninguno de los dos sufriría edema pulmonar o
cerebral. A pesar de todo, Ali sufría dolores de cabeza y en ocasiones tuvo
alucinaciones.
No disponían de ningún medio para controlar el tiempo o calcular la altura. Esa
ignorancia le pareció liberadora a Ali. Sin calendario ni hora que marcar, no se veía
obligada a nada por el momento. A cada nuevo giro podían ver la luz del sol. Pero
después de haber efectuado mil giros sin que el fin pareciese estar más cercano,
también renunció a esa preocupación.
A continuación, Thomas escuchó el silencio. Las canciones y los cánticos, los
tambores y el sonido de los niños, la charla de las mujeres, todo se detuvo. Todo
quedó en silencio. Por todas partes, el pueblo quedó dormido, aparentemente
agotado por su vigilia y éxtasis. Su silencio fue un alivio para los oídos de un monje
experimentado.
«Silencio —hubiera querido ordenarle al lunático crucificado—. Los vas a
despertar a todos.»
Thomas aspiró el aire en sus chamuscados pulmones y luego lo expulsó
trabajosamente, como un grito o un silbido. Su pueblo, sin embargo, ya nunca
despertaría. Miró horrorizado a Shoat. Al tiempo que tomaba un bocado de la carne
que le colgaba junto a la mejilla, Shoat le devolvió la mirada, fijamente.
A Ike le creció la barba. El cabello dorado de Ali le llegaba casi hasta la cintura.
No estaban realmente perdidos, ya que habían iniciado su escapada teniendo muy
poca idea de dónde estaban. Ali encontraba solaz en las oraciones que rezaba cada
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mañana, pero también en la creciente sensación de intimidad con aquel hombre.
Soñaba con él, incluso cuando se encontraba entre sus brazos.
Una mañana se despertó y encontró a Ike frente a la pared, en su posición de
loto, de modo muy parecido a como lo había visto la primera vez. En la negrura de la
zona muerta, pudo distinguir el débil resplandor de un círculo pintado sobre la
pared. Podría haber representado el sueño de un aborigen o un mándala
prehistórico, pero desde lo ocurrido en la fortaleza sabía que aquello era un mapa.
Entró en el mismo estado de contemplación que Ike y las líneas que serpenteaban y
se cruzaban unas a otras dentro del círculo adquirieron dimensión y dirección. Su
recuerdo de la pintura de la pared los guió durante los días siguientes.
Cojeando de forma muy pronunciada, Branch entró en las ruinas de la ciudad
de los condenados. Había abandonado el propósito de encontrar a Ike con vida. En
realidad, la fiebre, el delirio y el veneno de la lanza abisal le habían afectado tanto
que ya casi no podía recordar quién era Ike. Descendió impulsado menos por su
búsqueda inicial que porque el centro de la Tierra se había convertido en su luna,
atrayéndole sutilmente hacia una nueva órbita. La miríada de caminos se había
reducido en su mente a uno solo. Y ahora estaba aquí.
Todos estaban en silencio. Y había miles.
En su confusión, recordó una noche en Bosnia, hacía ya mucho tiempo. Los
esqueletos estaban entrelazados, en un abrazo final. La piedra aluvial había
absorbido a muchos de los muertos hacia el móvil suelo. La putrefacción se había
convertido en un ambiente en sí mismo. Corrientes hediondas azotaban las esquinas
de los edificios, como bandas de fantasmas nauseabundos. El único sonido, aparte
del ligero silbido del viento abisal, era el del agua en los canales que se arrastraban
por el bajo vientre de la ciudad.
Branch deambuló entre el Apocalipsis.
En el centro de la ciudad encontró una colina con las amontonadas ruinas de un
edificio. Lo revisó con la visión nocturna de su mira telescópica. Había una cruz en lo
alto. Y en la cruz distinguió un cuerpo. La cruz le hizo recordar una reliquia de la
infancia, un vestigio de algún impulso artúrico.
La pierna mala y los muertos apiñados hicieron que la ascensión fuera ardua.
Eso le recordó a Ike, que le había hablado de su Himalaya con tanto cariño. Se
preguntó si Ike estaría por allí, en alguna parte, quizá incluso en aquella cruz.
La criatura del crucifijo había muerto mucho más recientemente que todos los
demás, horriblemente mantenida con una tajada de carne. Cerca había un fusil
telescópico de los
rangers
destrozado, junto con un ordenador portátil. Branch no
pudo distinguir si aquel hombre había sido un soldado o un científico. Pero una cosa
estaba clara: aquel cuerpo no era el de Ike. Él tenía el cuerpo claramente marcado y la
mueca mostraba un juego de dientes en mal estado.
Al volverse para marcharse, Branch observó el cadáver de un abisal, vestido con
un traje de jade regio. A diferencia de los demás, éste se hallaba perfectamente
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conservado, al menos de cuello para arriba. Aquella curiosidad le condujo a otra. El
rostro de aquel hombre le pareció familiar. Se acercó más, se inclinó sobre él y
reconoció al sacerdote. ¿Cómo podía haber llegado hasta allí? Era él quien le había
llamado para informarle de la inocencia de Ike, y Branch se preguntó si acaso había
descendido también para salvar a Ike. Qué gran conmoción tendría que haberle
causado el infierno a un jesuita. Miró fijamente el rostro, tratando de recordar el
nombre de aquel buen hombre.
«Thomas», recordó de pronto.
Y Thomas abrió los ojos.
Nueva Guinea
Estaban de pie, muy quietos, en la boca de una gruta sin nombre, con la selva
extendida ante ellos. Casi completamente desnudos y un poco hambrientos, Ali
recurrió a lo que sabía y empezó a ofrecer una ronca oración de gracias.
Lo mismo que ella, Ike se sentía cegado, conmocionado y temeroso, no por el
sol que se elevaba sobre el entoldado de la selva, ni por los animales ni por lo que le
esperase allí fuera. No era el mundo lo que le asustaba, sino más bien saber en qué
estaba a punto de convertirse.
Cuando se escala una gran montaña, llega un momento en que se desciende por
la nieve y se cruza una frontera que conduce de regreso a la vida. Es un primer
manojo de hierba verde junto al sendero, o el olor de los bosques que asciende desde
allá abajo, o el goteo de la nieve que se funde y se va convirtiendo en una corriente.
Pero antes de eso, en el caso de Ike había un instante que se registraba en todo su ser,
tanto si había estado allá arriba durante una hora, una semana o más tiempo, y sin
que importaran todas las montañas que hubiese dejado atrás. En ese instante, Ike se
sentía arrastrado por una sensación no de partida, sino de llegada; no de
supervivencia, sino de gracia.
Ahora, sin confiar del todo en su voz interior, rodeó a Ali con sus brazos.
FIN

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