lunes, 25 de mayo de 2009

EL DESCENSO - Jeff Long (Ebook) ( Primera parte )

Libro que seguramente aya inspirado varias peliculas que trancurren bajo tierra, entre ellas, El descenso pelicula del mismo nombre pero que apenas tiene que ver con este libro... pero si es bastante clavado en su primera parte... y tambien en mi opinion pudo inspirar parte de la historia del juego gears of war 2... asi que en parte es el libro de gears of war 2 :-P

Sipnosis: Que ocurre en la tierra? Descubrimientos pavorosos en puntos muy alejados geograficamente empiezan a ser la señal de que algo esta pasando. Cadaveres torturados, señales de canivalismo, estraños grifos que aparecen de una época en que el hombre ni siquiera daba señales de inteligencia y todo parece surgir del interior de la tierra, de lo mas profundo y oscuro de nuestro mundo. Ejercitos bajan al interior del mundo y se descubre una extraordinaria red de pasadizos, cavernas, y extraños detalles. de pronto todos son destruidos. El numero de bajas es desesperante y el descontrol reina tanto en el interior como en el exterior del planeta.

EL
DESCENSO - Jeff Long

Primera parte

EL DESCUBRIMIENTO
El Descenso

Es fácil descender a los infiernos... pero volver a subir,
retroceder sobre los propios pasos hasta el aire libre... es un problema.
V
, Eneida
IRGILIO
1991
Al principio fue la palabra.
O las palabras.
Fueran cuales fuesen.
Mantuvieron las luces apagadas. Los agotados caminantes se apretaron unos
contra otros en la oscura cueva y observaron la peculiar escritura. Trazadas con una
ramita, hundida posiblemente en radio líquido o alguna otra pintura radiactiva, las
pictografías fluorescentes flotaban en los recovecos negros de las paredes. Ike les dejó
que se deleitaran con la contemplación de las pictografías. Ninguno de ellos parecía
dispuesto a centrar la atención en la tormenta que golpeaba la ladera de la montaña.
Con la noche a punto de caer, el sendero borrado por la nieve y el viento, sin
sus conductores de yak, que huyeron tras el motín llevándose la mayor parte del
material y las provisiones, se sintió aliviado por haber encontrado refugio, cualquier
clase de refugio. Ante ellos seguía aparentando que todo esto formaba parte de su
viaje. De hecho, tenía la impresión de haberse salido del mapa. Nunca había oído
hablar de este escondite en la pared, ni había visto
graffiti
del hombre de las cavernas
que relucieran en la oscuridad.
—Runas —murmuró una conocida voz femenina—. Son runas sagradas escritas
por un monje itinerante.
La extraña caligrafía relucía con una suave luz violeta en las frías entrañas de la
cueva. Los luminosos jeroglíficos le recordaron a Ike los carteles de luz negra que
había pegado en la pared de su viejo dormitorio. Lo único que necesitaba era una
versión del himno de Dylan a cargo de Hendrix y un soplo de sin semilla roja
hawaiana. Cualquier cosa que venciera el aullido del horrible viento. «Fuera, en la
distancia, gruñó un felino...»

Eso no son runas —dijo un hombre—. Es Bon-po. El acento de Brooklyn
significaba que tenía que ser Owen. Ike tenía aquí a nueve clientes y sólo dos eran
hombres. Era fácil controlarlos.
—¡Bon-po! —le gritó una de las mujeres a Owen.
El grupo de mujeres parecía solazarse colectivamente al atacar a Owen y a
Bernard, el otro hombre. Con Ike no se habían metido hasta el momento. Lo trataban
como a un inofensivo rústico montañés del Himalaya. A él le parecía muy bien.
—Pero los Bon-po eran prebudistas —expuso la mujer.
La mayoría de las mujeres eran estudiantes budistas de una universidad de la
Nueva Era. Este tipo de cuestiones les importaban mucho.
Su objetivo era, o más bien había sido, el monte Kailash, el gigante piramidal
situado al este de la frontera india. «Un cuento de Canterbury para el peregrino
mundial», así anunciaba el viaje. Un
kor,
una excursión tibetana alrededor de la
montaña más sagrada del mundo. Ocho mil pavos por cabeza, incienso incluido. El
problema era que, en alguna parte a lo largo del sendero, había perdido de vista la
montaña. Y eso le mortificaba. Estaban perdidos. Ya desde el amanecer el cielo había
cambiado de azul a un gris lechoso. Los conductores se dieron precipitadamente a la
fuga con los yaks. Aún tenía que anunciarles que sus tiendas y vituallas habían
pasado a la historia. Los primeros y gruesos copos de nieve habían empezado a besar
sus capuchas de goretex hacía apenas una hora, e Ike había adoptado esta cueva
como refugio. Fue una buena decisión. Él era el único que lo sabía aún, pero estaban
a punto de verse vapuleados por una de las horrendas tempestades himalayas.
Notó que alguien le tiraba de la chaqueta y supo que sería Kora, que querría
decirle algo en privado.
—¿Están muy mal las cosas? —le preguntó con un susurro.
Kora era su amante, vigilante del campamento base o socia en el negocio,
dependien do de la hora del día. Últimamente constituía todo un desafío calcular qué
le importaba más a ella, si el negocio de la aventura o la aventura del negocio. En
cualquier caso, su pequeña empresa de
trekking
ya no le resultaba tan encantadora.
Ike no encontró razón alguna para empeorar las cosas poniéndose negativo.
—Tenemos una cueva magnífica.
—Ya lo veo.
—Por lo que se refiere a la gente, aún no hemos perdido a nadie.
—El programa se ha echado a perder. Ya íbamos retrasados.
—Estamos bien. Lo recuperaremos en la zona de nacimiento de Siddharta. —
Procuró que su voz no dejara traslucir la preocupación pero, por una vez, su sexto
sentido le había fallado, y eso le fastidiaba—. Además, andar un poco perdidos les
dará derecho a fanfarronear.
—Ellas no quieren fanfarronear. Lo qué quieren es cumplir el programa. No
conoces a esta gente. No son amigos tuyos. Nos denunciarán si pierden su vuelo de
Thai Air el día diecinueve.
—Esto son las montañas —dijo Ike—. Seguramente lo comprenderán.
El Descenso
Jeff Long
La verdad era que la gente lo olvidaba. Allí arriba era un completo error dar por
sentado hasta el siguiente latido del corazón.
—No, Ike, no lo comprenderán. Tienen trabajos, obligaciones que atender,
familias.
Eso era nuevamente lo difícil. Kora deseaba más cosas de la vida. Quería algo
más del explorador sin rumbo.
—Hago todo lo que puedo —le aseguró Ike. En el exterior, la tormenta seguía
azotando la entrada de la cueva. Apenas si estaban en mayo, y esto no debería pasar.
Tendría que disponer de mucho tiempo para llevar al grupo hasta el Kailash,
recorrerlo y regresar. El monzón, la ruina de los montañeros, no llegaba
normalmente hasta lugares montañosos situados tan al norte. Pero como veterano
escalador del Everest, Ike debería saber que allí arriba no se podía creer ni en las
previsiones ni en los programas. Tampoco en la buena suerte. Y esta vez se les había
acabado. La nieve sellaría el paso hasta finales de agosto. Eso significaba que tendría
que pagarles el viaje en un camión chino y enviarlos a todos de regreso vía Lhasa...
algo que superaba sus previsiones de gasto. Intentó calcularlo mentalmente, pero la
disputa entre ellos pudo con él.
—Sabe muy bien lo que quiero decir al referirme a Bon-po —dijo una mujer.
Diecinueve días de viaje e Ike todavía no había aprendido a asociar sus apodos
espirituales con los nombres escritos en sus pasaportes. Una de las mujeres, una tal
Ethel o Winfred, prefería hacerse llamar ahora Tara Verde, la divinidad madre del
Tibet. Un impertinente clon de Doris Day juraba ser una amiga particular del Dalai
Lama. Ike llevaba ya varias semanas oyéndolas ensalzar la vida de las mujeres
cavernícolas. Pues bien, señoras, aquí tienen su cueva. Que les aproveche el tugurio.
Estaban convencidas de que su nombre, Dwight David Crockett, era un invento
suyo. Nada podía convencerlas de que él no era una de ellas, un aficionado a vidas
pasadas. Una noche, alrededor del fuego de campamento en el norte del Nepal, les
había contado las historias de Andrew Jackson, los piratas del Mississippi y su
propia y legendaria muerte en El Álamo. Quería gastarles una broma, pero
únicamente Kora lo comprendió. Después de todo, Ike se había ido haciendo más
cuidadoso. Quizás ellas fuesen estúpidas y vanas, pero eran inofensivas y estaban a
su cargo.
—Debería saber perfectamente que antes de finales del siglo v no hubo ningún
lenguaje escrito en el Tibet —siguió diciendo la mujer.
—Ningún lenguaje escrito que conozcamos —le corrigió Owen.
—Seguro que lo próximo que se le ocurrirá decir es que se trata del lenguaje del
Yeti.
Llevaban así desde hacía días. Ike confiaba en que se quedasen sin aliento. Pero,
por lo visto, cuanto más ascendían, más discutían. San Jimi acudió de nuevo a su
mente: «Hay muchos, entre nosotros, que tienen la sensación de que la vida no es
más que un chiste».
—Esto es lo que conseguimos a cambio de desvivirnos con los civiles —le
murmuró Kora.
El Descenso
Jeff Long
Así llamaba ella a toda aquella pandilla: a los ecoturistas, los crédulos
impenitentes charlatanes panteístas o los eruditos. Ella era una chica de la calle hasta
la médula.
—No son tan malos —dijo él—. Lo único que hacen es tratar de encontrar un
camino que les conduzca a Oz, lo mismo que nosotros.
—Civiles.
Ike suspiró. En momentos como éste se cuestionaba hasta su exilio voluntario.
No era fácil vivir tan alejado del mundo. Se pagaba un precio por elegir el camino
menos trillado. Cosas pequeñas, cosas más grandes. Ya no era aquel muchacho de
mejillas sonrosadas que había llegado allí por primera vez formando parte del
Cuerpo para la Paz. De todo aquello aún le quedaban los pómulos, la arrugada frente
y la descuidada melena. Pero un dermatólogo que participó en una de sus
expediciones le aconsejó que se alejara del sol de las grandes alturas antes de que su
cara adquiriese la consistencia del cuero. Ike nunca se había considerado un regalo
divino para las mujeres, pero tampoco veía razón alguna para tirar a la basura el
poco atractivo que aún le quedaba. Había perdido dos muelas debido a la falta de
buenos dentistas nepalíes, y otro diente tras caer de una roca en el Everest. Y no hacía
mucho, en sus tiempos de Johnny Walker etiqueta negra y de Camel, cometió toda
clase de desenfrenos, flirteando incluso con la letal cara oeste del Makalu. Dejó
repentinamente la bebida y el tabaco cuando una enfermera británica le dijo que su
voz sonaba como una solemne declaración grabada de Rudyard Kipling. Por
supuesto, el Makalu aún no había decidido matarle. Eso era algo de lo que muchas
mañanas aún se sorprendía.
El exilio confunde más que los cosméticos o incluso que la buena salud. Las
dudas sobre sí mismo formaban parte de su imagen: se preguntaba qué habría
sucedido si se hubiera quedado en Jackson. Trabajos improvisados. Albañilería de
piedra. Quizá guía de montaña por los Teton, u organizador de batidas de caza. No
había forma de saberlo. Llevaba ocho años en Nepal y el Tibet, observando cómo se
transformaba lentamente, de muchacho dorado del Himalaya en una olvidada figura
representativa del imperio estadounidense. Había envejecido interiormente. Incluso
ahora, había días en que Ike se sentía como si tuviera ochenta años, a pesar de que la
semana siguiente cumpliría sólo treinta y uno.
—¿Quieren mirar esto? —preguntó una voz estridente—. ¿Qué clase de
mandala es esto? Todas las líneas están retorcidas.
Ike observó el círculo. Colgaba de la pared, como una luna luminosa. Los
mandalas eran ayudas para la meditación, guías para entrar en los palacios de la
divinidad. Al visualizar uno de ellos, se suponía que sobre la superficie plana del
mandala debería imaginarse una arquitectura tridimensional. Éste, sin embargo,
ofrecía el aspecto de un montón de serpientes revueltas.
Ike encendió su linterna. Fin del misterio, se felicitó a sí mismo. Hasta él quedó
asombrado ante lo que vio.
—Dios mío —exclamó Kora.
El Descenso
Jeff Long
Allí donde un momento antes las palabras fluorescentes colgaban en una
especie de suspensión mágica, ahora se erguía rígidamente un cadáver desnudo,
colocado sobre una cornisa de piedra que corría a lo largo de la pared del fondo. Las
palabras no estaban escritas en piedra, sino sobre él. Únicamente el mandala estaba
aparte, pintado sobre la pared, a la derecha del cuerpo.
Un conjunto de rocas formaba una tosca escalera que conducía hasta la cornisa;
los caminantes que habían pasado por allí habían dejado katas
(largas bufandas
blancas de oración) en las grietas del techo de piedra. Las
katas
se balanceaban a uno
y otro lado, impulsadas por la corriente, como fantasmas a los que se había
perturbado levemente.
Los dientes, visibles a causa de la momificación, ponían una ligera mueca en el
rostro del hombre; los ojos se le habían calcificado y convertido en mármoles
azulados. Por lo demás, el extremado frío y la elevada altura lo mantenían
perfectamente conservado. Bajo el duro rayo de la linterna de Ike, las letras que le
cubrían las demacradas extremidades, el vientre y el pecho se veían débiles y rojas.
Evidentemente, se trataba de un viajero. En estas regiones, todo el mundo es un
peregrino, un nómada, un comerciante de sal o un refugiado. Pero, a juzgar por las
cicatrices y heridas sin curar, por el collar de metal que le rodeaba el cuello y por un
brazo izquierdo roto, vendado y mal entablillado, este Marco Polo concreto había
soportado un viaje que desafiaba a la imaginación. Si la carne es memoria, su cuerpo
expresaba una historia completa de maltratos y esclavitud.
El grupo de Ike estaba debajo de la cornisa, con los ojos desorbitados ante
aquella imagen del sufrimiento. Tres de las mujeres y Owen empezaron a llorar. Ike
se acercó al cuerpo, a solas. Dirigió el rayo de luz a uno y otro lado y extendió un
brazo para tocarle la espinilla con el piolet: estaba tan dura como la madera
fosilizada.
De todas las violencias visibles, la que más resaltaba era su castración parcial.
Uno de los testículos del hombre había sido arrancado de un tirón; no cortado, ni
siquiera arrancado de un mordisco, pues los bordes del escroto eran demasiado
desiguales, y la herida había sido cauterizada con fuego. Las cicatrices de la
quemadura irradiaban desde las ingles, formando una estrella queloide sin vello. Ike
no pudo evitar una cruda burla para sus adentros. La parte más sensible de un
hombre mutilada y cauterizada con una antorcha.
—Mirad —susurró alguien—. ¿Qué han hecho con su nariz? En el centro de la
magullada cara había una argolla como no había visto nunca antes. No se trataba de
ninguna perforación corporal cuidadosamente realizada. La argolla tenía unos siete
centímetros de circunf erencia, estaba cubierta por una costra de sangre y se hundía
profundamente en el tabique nasal, casi hasta el cráneo. Colgaba hasta el labio
inferior y era tan negra como la barba del cadáver. Se trataba de un objeto de uso,
pensó Ike, lo bastante grande como para ponérselo al ganado.
Se acercó entonces un poco más y creció su sensación de repulsión. La argolla
era brutal. La sangre, el humo y la suciedad la habían impregnado de una capa casi
negra, aunque Ike pudo distinguir el apagado brillo del oro macizo.
El Descenso
Jeff Long
Se volvió hacia su gente y observó nueve pares de ojos asustados que lo
miraban desde debajo de las capuchas y las viseras. Ahora, todos tenían las linternas
encendidas. Nadie discutía.
—¿Por qué? —preguntó una de las mujeres lloriqueando.
Dos de las budistas habían regresado repentinamente al cristianismo y se
hallaban de rodillas, haciendo señales de la cruz sobre el pecho. Owen se balanceaba
de un lado a otro, murmurando el
kaddísh.
—Maravilloso bastardo —observó Kora acercándose con una risita.
Ike se sobresaltó. Ella le hablaba al cadáver.
—¿De qué estás hablando?
—Nos hemos librado. Después de todo, ya no van a denunciarnos para que les
devolvamos su dinero. Ya no tenemos que ocuparnos de encontrar su montaña
sagrada. Ahora han encontrado algo mejor.
—Modérate, Kora. Dales un margen de confianza y ya verás cómo no son
necrófagos.
—¿Que no? Mira a tu alrededor, Ike.
Naturalmente, las cámaras habían aparecido en manos de una o dos
expedicionarias. Se produjo el resplandor de un flash y luego de otro. La conmoción
inicial dio paso a un voyeurismo propio de la prensa amarilla.
En apenas un instante, todas sacaron sus cámaras de ochocientos dólares, de las
que sólo se necesita encuadrar y apretar. Las cámaras produjeron un zumbido como
de insectos. La carne sin vida relució bajo su luz artificial. Ike se apartó del encuadre
y dio la bienvenida al cadáver como si de un salvador se tratara. Era increíble.
Hambrientos, helados y perdidos, ninguno de ellos podría haberse sentido más feliz.
Una de las mujeres ascendió por los escalones de piedra y se arrodilló junto al
cuerpo desnudo, con la cabeza inclinada hacia un lado. Los miró a todos desde
aquella posición.
—Es uno de los nuestros —dijo.
—¿Qué quiere decir eso?
—Que es como nosotros, como usted y como yo. Un hombre blanco.
Alguien lo expresó en términos menos vulgares.
—¿Un varón blanco?
—Esto es una locura —objetó alguien—. ¿Aquí? ¿En medio de ninguna parte?
Ike sabía que la mujer tenía razón. Así lo indicaba la carne blanca, el vello de los
antebrazos y el pecho, los ojos azules, los pómulos, que, evidentemente, no eran
mongoloides. Pero la mujer en cuestión no señalaba los brazos velludos, los ojos
azules o los pómulos delgados. Indicaba los jeroglíficos pintados en su muslo. Ike
dirigió la luz de su linterna hacia el otro muslo y se quedó helado.
El texto estaba en inglés. En inglés moderno. Solo que al revés.
Se le ocurrió de repente. No se había escrito en el cuerpo después de su muerte.
El hombre había escrito sobre sí mismo cuando aún se hallaba con vida. Había
utilizado su propio cuerpo como una página en blanco. Por eso la escritura estaba al
revés. Inscribió sus notas periodísticas en el único pergamino que tenía la seguridad
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de que viajaría con él. Ahora, Ike comprobó cómo las letras no habían sido
simplemente pintadas, sino toscamente tatuadas.
El hombre había anotado fragmentos de testimonio hasta donde había podido
llegar, sobre su propia carne. Las abrasiones y la suciedad dificultaban la lectura de
parte de la escritura, sobre todo por debajo de las rodillas y alrededor de los tobillos.
El resto, sin embargo, podría haberse calificado como palabras al azar y lunáticas.
Cifras mezcladas con palabras y frases, especialmente en el lado externo de cada
muslo, donde por lo visto decidió que disponía de espacio para nuevas anotaciones.
El pasaje más claro se extendía a través de la parte inferior del estómago.
—«Todo el mundo amará la noche —leyó Ike en voz alta— y no adorará al
llamativo sol.»
—Esto es un galimatías —espetó Owen muy asustado.
—Parecen palabras bíblicas —intervino Ike en tono comprensivo.
—No, no lo son —afirmó Kora—. Eso no es de la Biblia. Es de Shakespeare, de
Romeo y Julieta.
Ike percibió la repugnancia del grupo. ¿Por qué habría elegido esta criatura
torturada la más famosa historia de amor jamás escrita para su propia necrológica?
Una historia sobre clanes enfrentados. Una leyenda de amor que trascendía la
violencia. El pobre diablo debía de haber perdido el sentido común en un lugar tan
solitario y con un aire tan tenue. No era ninguna casualidad que los hombres se
obsesionaran interminablemente en los más elevados monasterios de la tierra. Las
alucinaciones eran algo muy normal aquí arriba. Hasta el Dalai Lama bromeaba al
respecto.
—¿Y qué? —dijo Ike—. Es blanco y conocía a Shakespeare. Eso permite afirmar
que no debe de tener más de doscientos o trescientos años.
Aquello empezaba a parecer una charla de sala de espera. El temor se
transformaba en mórbido encanto, lo forense en reconstrucción.
—¿Quién es este hombre? —preguntó una mujer.
—¿Un esclavo?
—¿Un prisionero escapado?
Ike no dijo nada. Se acercó al rostro desvaído, tratando de encontrar pistas.
«Cuéntanos tu viaje —pensó—. Hablanos de tu huida. ¿Quién te puso una argolla de
oro?» Nada. Los ojos de mármol hicieron caso omiso de su curiosidad. La mueca
cruel disfrutaba con sus enigmas sin voz.
Owen se les unió sobre la repisa, leyendo desde el hombro opuesto.
—«Raf.»
Desde luego, en el deltoide izquierdo se veía un tatuaje con las letras RAF, bajo
un águila. Estaba al derecho y mostraba un aspecto comercial. Ike tomó el brazo
congelado.
—Royal Air Force, Real Fuerza Aérea —dijo en voz alta.
El rompecabezas empezaba a montarse. Eso casi explicaba lo de Shakespeare,
aunque no las estrofas elegidas.
—¿Era piloto? —preguntó la parisina de cabello corto, que parecía encantada.
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—Piloto, navegante, bombardero —dijo Ike encogiéndose de hombros—.
¿Quién sabe?
Como un criptógrafo que se dispusiera a descifrar un código secreto, Ike se
inclinó para inspeccionar las palabras y los números que trepaban por la carne. Línea
tras línea, siguió cada pista hasta su punto muerto. Aquí y allá, constató
pensamientos completos siguiendo las letras con la yema de un dedo. Las
expedicionarias retrocedieron, dejándole trabajar para descifrarlo. Parecía saber lo
que hacía.
Ike se situó de costado y probó a leer una frase a la inversa. Esta vez supo lo que
ponía. Y, sin embargo, aquello no tenía sentido alguno. Sacó su mapa topográfico de
la cadena del Himalaya y encontró la longitud y la latitud, pero al localizar el punto
de cruce lanzó un bufido. No era posible, pensó, y recorrió con la mirada lo que
quedaba de un cuerpo humano. Miró de nuevo el mapa. ¿Podría ser?
—Tome un poco.
El olor del café fuerte, filtrado a la francesa, le hizo parpadear. Apareció un
vasito de plástico. Ike levantó la mirada. Los ojos azules de Kora lo miraban con
compasión y eso lo calentó más que el café recién hecho. Tomó el vasito, murmuró un
agradecimiento y entonces se dio cuenta de que sufría un fortísimo dolor de cabeza.
Habían transcurrido varias horas. Las sombras seguían encharcadas en lo más
profundo de la cueva, como húmedas aguas residuales.
Ike vio a un pequeño grupo sentado al estilo neanderthal alrededor de una
pequeña estufa de gas azulado, en la que se fundía nieve y se preparaba el brebaje.
La prueba más clara del milagro era que Owen se había desmoronado y había
decidido compartir su reserva privada de café tostado. Una expedicionaria molía los
granos a mano en una máquina de plástico, otra apretaba el filtro y otra molía un
poco de canela que derramaba sobre cada vasito lleno. Realmente, todos cooperaban.
A Ike, por primera vez en un mes, casi le gustaron.
—¿Estás bien? —preguntó Kora.
—¿Yo?
Le parecía extraño que alguien se interesara por su bienestar.
Como si tuviera necesidad de pensar nuevamente en ello, sospechó que Kora
iba a dejarlo. Antes de emprender la marcha desde Katmandú, le había anunciado
que aquel sería su último viaje para la empresa, y puesto que Himalayan High
Journeys únicamente eran ella y él, aquello representaba un buen problema. Le
habría importado bastante menos si ella hubiera decidido marcharse por otro
hombre, a otro país, en busca de mejores beneficios o de mayores riesgos. Pero se
marchaba por él. Ike le había roto el corazón por ser como era, un hombre lleno de
sueños e ingenuidades infantiles. Alguien que deambulaba a la deriva por la
corriente de la vida. Lo que al principio le había atraído de él, ahora la perturbaba: su
estilo de vida de lobo solitario en lo alto de las montañas. Estaba convencida de que
él no sabía nada de cómo funciona realmente la gente, como aquella estúpida idea de
que la gente del grupo pudiera denunciarlos, aunque quizá tuviera algo de razón en
ello. Ike confiaba en que, de algún modo, la expedición contribuyera a salvar el vacío
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que los separaba, que la atrajera hacia la magia que tanto le impulsaba a él. Pero Kora
se había ido cansando paulatinamente, a lo largo de los dos últimos años. Las
tormentas y la bancarrota habían hecho que desapareciera la magia.
—He estado estudiando este mandala —dijo ella, indicando el círculo pintado
pleno de líneas tortuosas. En la oscuridad, sus colores habían sido brillantes y vivos.
A la luz, sin embargo, el dibujo era inescrutable—. He visto centenares de mandalas,
pero a éste no consigo encontrarle ni pies ni cabeza. Todas esas líneas y
retorcimientos sugieren caos. No obstante, parece tener un centro. —Miró hacia la
momia, y luego a las notas de Ike—. ¿Y tú? ¿Llegas a alguna parte?
Había trazado el más antiguo de los esquemas, relacionando palabras y texto en
bocadillos de dibujo con las diferentes posiciones del cuerpo, y vinculándolas con
una serie de flechas y líneas.
Ike tomó un sorbo de café. ¿Por dónde empezar? La carne revelaba un laberinto,
tanto por la forma de contar la historia, como por la propia historia contada. El
hombre había escrito sus pruebas tal y como se le ocurrieron, efectuando al parecer
añadiduras y revisiones, contradiciéndose él mismo, moviéndose entre sus verdades.
Era como un náufrago que hubiese escrito su diario después de encontrar una pluma
y que ya no pudiera introducir viejos detalles.
—Lo primero de todo es que se llamaba Isaac —empezó a decir.
—¿Isaac? —preguntó Darlene desde el grupo de quienes preparaban el café.
Habían dejado lo que estaban haciendo y le escuchaban. Ike trazó con el dedo
una línea recta desde un pezón a otro. La declaración estaba clara, o al menos
parcialmente clara. «Soy Isaac —decía, seguido por—: En mi exilio/en mi agonía de
Luz.»
—¿Veis estas cifras? —preguntó Ike—. Imaginé que tenían que ser un número
de serie y 10/03/23 podría ser su fecha de nacimiento, ¿correcto?
—¿Mil novecientos veintitrés? —preguntó alguien, con una sensación de
decepción rayana en lo infantil.
Evidentemente, con setenta y cinco años de antigüedad no podía calificarse
como verdaderamente antiguo.
—Lo siento —dijo él, antes de continuar—. ¿Veis esta otra fecha, aquí? —Apartó
a un lado lo que quedaba del vello pubico—. Aquí dice «4/7/44», el día en que lo
derribaron, supongo.
—¿Derribaron?
—O se estrelló.
—¿Qué estás diciendo?
Se mostraban desconcertados. Empezó de nuevo, pero esta vez contándoles la
historia cuyos fragmentos estaba montando.
—Miradlo. En un tiempo fue un joven. Tenía veintiún años de edad en plena
segunda guerra mundial. Se alistó o lo llamaron a filas. Ése es el tatuaje de la RAF. Lo
enviaron a la India. Su tarea consistía en volar sobre la Joroba.
—¿La Joroba? —preguntó alguien.
Era Bernard, que incluía furiosamente los datos en su ordenador de bolsillo.
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—Así la llamaban los pilotos que llevaban por vía aérea suministros a las bases
situadas en el Tibet y China —explicó Ike—. La Joroba era la cadena del Himalaya.
Por aquel entonces toda esta región formaba parte del frente oriental de los aliados.
Era una ruta muy dura. De vez en cuando se estrellaba un avión y las tripulaciones
raras veces sobrevivían.
—Un ángel caído —suspiró Owen.
No fue el único. A todos les apasionaba la historia.
—No sé cómo ha podido deducir todo eso de un par de sucesiones de números
—dijo Bernard. Indicó con el bolígrafo el último conjunto de números señalado por
Ike—. Dice que ésa es la fecha en que lo derribaron. ¿Y por qué no la fecha de su
matrimonio, de su graduación en Oxford o de la pérdida de su virginidad? Lo que
quiero decir es que este tipo no es un muchacho. Parece ten er unos cuarenta años. Si
quiere saber mi opinión, era miembro de alguna expedición científica o alpinista
llevada a cabo en los dos últimos años. Seguramente no murió en el cuarenta y
cuatro, a la edad de veintiún años.
—Estoy de acuerdo con eso —dijo Ike, y Bernard pareció desinflarse de
inmediato—. Se refiere a un período de cautividad, a un largo trecho, a oscuridad,
hambruna y trabajo duro. Habla de una «profundidad sagrada».
—¿Un prisionero de guerra? ¿De los japoneses?
—Eso no lo sé —contestó Ike.
—¿Quizá de los comunistas chinos?
—¿De los rusos? —aventuró alguien.
—De los nazis.
—De los barones de la droga.
—¡De los tibetanos!
Ninguna de aquellas suposiciones resultaba tan descabellada. Ya hacía tiempo
que el Tibet se había convertido en un tablero de ajedrez sobre el que se desarrollaba
el gran juego de las potencias.
—Le vimos comprobar algo en el mapa. Buscaba algo, ¿verdad?
—Los orígenes —asintió Ike—. Un punto de partida.
—¿Y?
Ike apartó con ambas manos el vello de uno de los muslos y dejó al descubierto
otro conjunto de números.
—Éstas son las coordenadas del mapa.
—A juzgar por el lugar en que fue derribado, tiene mucho sentido —dijo
Bernard, que ahora se le había acercado.
—¿Quiere decir que su avión podría estar en algún lugar cercano?
El monte Kailash estaba olvidado. La perspectiva de encontrar un avión
estrellado los emocionaba a todos.
—No exactamente —dijo Ike.
—Dígalo ya, hombre. ¿Dónde lo derribaron?
Aquí era donde las cosas resultaban inverosímiles.
—Al este de aquí —contestó Ike con suavidad.
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—¿Cuánto al este?
—Justo encima de Birmania.
—¡Birmania!
Bernard y Cleopatra se hicieron eco de la incredulidad. Los demás
permanecieron mudos, perplejos en su propia ignorancia.
—En la cara norte de la cadena montañosa —dijo Ike—, ligeramente dentro del
Tibet.
—Pero eso está a más de mil quinientos kilómetros de distancia.
—Lo sé.
Ya era más de medianoche. Entre el café y la adrenalina, el sueño tardaría
probablemente varias horas en aparecer. Ahora estaban sentados o de pie dentro de
la cueva, mientras captaban la enormidad del viaje realizado por aquel personaje.
—¿Y cómo llegó hasta aquí?
—No lo sé.
—Creía haberle oído decir que era un prisionero.
—Algo así —asintió Ike con precaución.
—¿Algo?
—Bueno... —Se aclaró suavemente la garganta—. Fue algo así como un animal
de compañía.
—¿Qué?
—No lo sé. Lo deduzco por una frase que utiliza, aquí: «un
cosset
favorito». Eso
podría considerarse como una especie de ternero de compañía, ¿no?
—Ah, vamos, Ike. Si no lo sabe, no haga conjeturas...
Se encogió de hombros. A él también le parecía una deducción descabellada.
—En realidad, es un término francés —intervino una voz. Era Cleo, la
bibliotecaria—.
Cosset
significa cordero, no ternero. Ike, sin embargo, tiene razón. Se
refiere a un animal de compañía que ha sido querido y del que se ha disfrutado.
—¿Un cordero? —objetó alguien, como si Cleo, el muerto o ambos insultaran a
la inteligencia conjunta de todos.
—Sí —contestó Cleo—. Cordero. Pero eso me importa menos que la otra
palabra, «favorito». Es un término bastante provocativo, ¿no creen? —A juzgar por el
silencio del grupo, era evidente que a nadie se le había ocurrido pensarlo—. ¿Esto? —
les preguntó, casi tocando el cuerpo con sus dedos—. ¿Esto es favorito? ¿Favorito
respecto de quién? Y, sobre todo, ¿favorito para quién? En cualquier caso, eso me
sugiere la existencia de algún tipo de amo.
—Se lo está inventando —dijo una mujer.
Evidentemente, no querían que fuese cierto.
—Desearía que así fuese —dijo Cleo—. Pero también está esto.
Ike tuvo que entrecerrar los ojos ante la débil inscripción que ella señalaba.
«Corvée»,
decía.
—¿Qué es eso?
El Descenso
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—Más de lo mismo —contestó ella—. Trabajos forzados. Quizá fuera un
prisionero de los japoneses. Esto se parece a lo ocurrido en el puente sobre el río
Kwai, o algo así.
—Sólo que nunca oí decir que los japoneses les pusieran esas argollas a sus
prisioneros en la nariz —observó Ike.
—La historia de la dominación es compleja.
—Sí, pero ¿esa argolla?
—En la historia de la humanidad se han cometido toda clase de actos
inconcebibles.
—¿Como poner argollas de oro en la nariz? —insistió Ike, esta vez con mayor
énfasis.
—¿Oro? —repitió la mujer, parpadeando mientras él dirigía el rayo de luz de su
linterna hacia el apagado brillo.
—Usted misma lo dijo. Un cordero favorito. Y planteó la pregunta de para qué
amo éste era su cordero favorito.
—¿Lo sabe usted?
—Digámoslo de otro modo. Él creía saberlo. ¿Ve esto? —preguntó Ike, al tiempo
que empujaba una pierna helada, en cuyo cuadriceps izquierdo se leía una sola
palabra, casi oculta. «Satán», leyó ella en voz baja—, Y hay más —añadió él haciendo
girar suavemente la piel. «Existe», decía allí—. Y esto también forma parte de todo lo
demás —terminó diciendo, mostrándoselo. Aparecía escrito sobre la carne como una
oración o un poema. «Hueso de mis huesos/carne de mi carne»—. Es del Génesis,
¿verdad? El jardín del Edén.
Percibió que Kora se esforzaba por crear alguna clase de rechazo hacia el
cadáver.
—Ese hombre estuvo prisionero —probó a decir—. Escribía sobre el diablo,
pero en general. No significa nada. Odiaba a sus captores y los llamaba Satán. El peor
nombre que conocía.
—Estás haciendo lo mismo que hizo él —dijo Ike—. Luchar contra la evidencia.
—No lo creo.
—Lo que le sucedió fue muy maligno. Pero él no lo odiaba.
—Pues claro que sí.
—Y, sin embargo, aquí hay algo más —añadió Ike.
—Yo no estoy tan segura —dijo Kora.
—Está entre las palabras. Me refiero al tono. ¿No lo percibes?
Kora lo percibió ahora, y lo dejó claro al fruncir el ceño, pero se negó a
admitirlo. Su cautela era algo más que académica.
—Aquí no hay ninguna advertencia —dijo Ike—. En ninguna parte dice:
«Cuidado», nada de «Alejarse».
—¿Qué quieres decir?
—¿No te parece extraño que cite algo de
Romeo y Julieta,
o que hable de Satán
como Adán habló de Eva? —Kora parpadeó—. No se refería a la esclavitud.
—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó con un susurro.
El Descenso
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—Se sentía agradecido.
—No comprendo de qué forma puede esto...
—Kora. —Ella lo miró. Una lágrima empezaba a formarse en uno de sus ojos—.
Lo escribió por todo su cuerpo. —Ella negó con la
cabeza—.
Sabes que es cierto.
—No, no sé de qué me estás hablando.
—Sí, claro que lo sabes —afirmó Ike—. Estaba enamorado.
Surgió la angustia de los espacios cerrados.
La segunda mañana, Ike descubrió que la nieve había alcanzado fuera de la
entrada de la cueva la altura de una canasta de baloncesto. El cadáver tatuado ya
había perdido para entonces toda su novedad, y el grupo empezaba a ponerse
nervioso por el aburrimiento. Una tras otra se fueron agotando las pilas de sus
walkmans,
privándoles de la música y las palabras de ángeles, dragones, tambores
terrenales y cirujanos espirituales. Luego, la estufa de gas se quedó sin combustible,
lo que significó que varios adictos experimentaran el mono de la falta de cafeína.
Tampoco mejoraron las cosas cuan do se terminó el papel higiénico.
Ike hizo lo que pudo. Era posiblemente el único muchacho de Wyoming que
había estudiado flauta clásica y solía burlarse cuando su madre le aseguraba que
algún día le vendría muy bien. Ahora vio que tenía razón. Disponía de una flauta
dulce, y el sonido de las notas en aquella cueva era hermoso. Al terminar unos
fragmentos de Mozart, todos aplaudieron, aunque luego se hundieron de nuevo en
sus actitudes taciturnas.
Owen desapareció la mañana del tercer día. Ike no se sorprendió. No había
visto ninguna expedición de montaña que consiguiera mantener el equilibrio en
tormentas como ésta y sabía lo complejas que podían llegar a ser las reacciones. Lo
más probable era que Owen se hubiese marchado para atraer precisamente esa
misma clase de atención. Kora también lo creyó así.
—Está fingiendo —dijo ella.
Estaba acurrucada entre sus brazos, después de que hubieran unido las
cremalleras de sus sacos de dormir. Ni siquiera las semanas de sudor habían
disipado totalmente su olor a champú de coco. Siguiendo su recomendación, la
mayoría de los expedicionarios también se acurrucaban para buscar calor, incluido
Bernard. Owen era el que, aparentemente, se había quedado fuera, a solas.
—Tuvo que dirigirse hacia la entrada principal —dijo Ike—. Iré a echar un
vistazo.
De mala gana, corrió la cremallera de los sacos de dormir y notó cómo el calor
de su cuerpo se desvanecía bajo el aire helado.
Echó un vistazo por el interior de la cueva. Estaba todo a oscuras y helado. El
cadáver desnudo, dominándolo todo desde lo alto, le hizo pensar en una cripta.
Ahora, la sangre volvía a correr por sus pies, y a Ike no le gustó el cariz que tomaban
las cosas. Era aún demasiado pronto como para tumbarse a morir.
—Iré contigo —le dijo Kora.
Tardaron tres minutos en llegar a la entrada.
—Ya no oigo el viento —dijo Kora—. Quizá haya amainado la tormenta.
El Descenso
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La entrada estaba bloqueada por la nieve acumulada, que alcanzaba los tres
metros de altura, incluida una maligna cornisa que se curvaba en la parte superior.
No permitía la entrada de ninguna luz o sonido desde el mundo exterior.
—No me lo puedo creer —dijo Kora.
Ike introdujo las puntas de sus botas con los ramplones en la dura costra y
ascendió hasta que su cabeza tocó el techo. Con una mano apartó la nieve a golpes de
kárate y se las arregló para conseguir una estrecha vista. La luz exterior era grisácea y
los vientos huracanados batían la superficie con el fragor de un tren de mercan cías.
Mientras observaba, la pequeña mirilla volvió a taponarse. Estaban atrapados.
Se deslizó hasta la base de la nieve. Por el momento, se olvidó del cliente que le
faltaba.
—¿Y ahora qué? —preguntó Kora tras él.
La fe que ella tenía depositada en él era como un regalo que aceptó. Ella, ellos,
necesitaban que fuese fuerte.
—De una cosa podemos estar seguros —comentó—. Nuestro desaparecido no
se ha marchado por aquí. No hay escalones y, de todos modos, no habría podido salir
a través de la nieve.
—Entonces, ¿adonde habrá podido ir?
—Es posible que exista alguna otra salida. —Tras una breve pausa, añadió con
firmeza—: Es posible que la necesitemos.
Ya sospechaba la existencia de un túnel secundario. El piloto muerto de la RAF
había escrito algo sobre renacer a partir de un «útero mineral» y de ascender hacia
una «agonía de luz». Por un lado, Isaac podría haber descrito cualquier reentrada
ascética en el mundo real, después de una prolongada meditación. Pero Ike
empezaba a pensar que aquellas palabras eran algo más que una metáfora espiritual.
Después de todo, Isaac había sido un soldado, entrenado para soportar privaciones.
Todo lo que le rodeaba se hallaba relacionado con el mundo físico. En cualquier caso,
deseaba creer que aquel hombre podía referirse a algún pasaje subterráneo. Si a
través de él pudo escapar hasta llegar aquí, quizá ellos pudieran escapar a través de
él para llegar allí, estuviera eso donde estuviese. Ya de regreso a la cámara central,
reanimó al grupo.
—Eh, compañeras, nos vendría bien que echarais una mano —anunció. Se
escuchó un gemido, procedente de un montón de goretex y relleno de fibra.
—No me diga que ahora tenemos que ir a salvarlo —se quejó alguien.
—Si ha encontrado una forma de salir de aquí —replicó Ike—, nos habrá
salvado él. Pero antes tenemos que encontrarlo.
Se incorporaron a regañadientes. Se descorrieron las cremalleras de los sacos. A
la luz de la lámpara, Ike observó bolsas de calor corporal que se elevaban en
estallidos vaporosos, como almas. A partir de ahora, sería necesario mantenerlas a
todas en pie. Las llevó hacia el fondo de la cueva. Había una docena de entradas que
agujereaban las paredes de la cámara, aunque sólo dos de ellas tenían el tamaño de
una persona. Con toda la autoridad que pudo acumular, Ike formó dos equipos:
todas ellas juntas y él. Solo.
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—De este modo podemos cubrir el doble de distancia —explicó.
—Nos va a dejar —exclamó Cleo desesperada—. Pretende salvarle él solo.
—No conoce usted a Ike —dijo Kora.
—No nos dejará, ¿verdad? —le preguntó Cleo.
—No las dejaré —contestó Ike mirándola con dureza.
El alivio que experimentaron se puso de manifiesto en forma de alargadas
corrientes de vapor helado exhalado por ellas.
—Tienen que mantenerse todas juntas —les instruyó con expresión solemne—.
Muévanse despacio. Procuren permanecer en todo momento al alcance de la luz de
las linternas. No corran riesgos. No quiero ningún tobillo torcido que pueda
dificultar la marcha. Si alguna se cansa y necesita sentarse un rato, que una
compañera se quede con ella. ¿Alguna pregunta? ¿Ninguna? Bien. Ahora,
sincronicemos nuestros relojes...
Entregó al grupo tres «velas» de plástico, unos tubos de sustancias químicas de
quince centímetros que se podían activar con un giro. El resplandor verde que
producían no iluminaba mucho espacio y sólo duraba de veinte a treinta minutos.
Pero serviría como un faro para iluminar trechos de unos cientos de metros, como
migajas de pan arrojadas sobre el lecho del bosque.
—Déjame que vaya contigo —le murmuró Kora, sorprendiéndole con su
anhelo.
—De todas ellas eres la única en quien confío —dijo Ike—. Sigue tú por el túnel
de la derecha. Yo seguiré por el de la izquierda. Volveremos a encontrarnos aquí
dentro de una hora. —Se volvió, dispuesto a marcharse. Pero ellas no se movieron. Se
dio cuenta entonces de que no sólo les estaban observando, sino que también
esperaban su bendición—. Vayan con Dios —les dijo con brusquedad.
Luego, delante de todas, besó a Kora. Un beso intenso, amplio, capaz de cortar
la respiración. Por un momento, Kora se lo devolvió, e Ike se dio cuenta de que las
cosas volverían a arreglarse entre ambos, de que iban a encontrar un camino.
A Ike nunca le había gustado mucho la espeleología. Los recintos cerrados le
producían claustrofobia. De todos modos, poseía intuición. En cierto modo, escalar
una montaña era exactamente lo contrario de descender a una cueva. Una montaña
ofrecía libertades que podían ser horribles y liberadoras, exactamente en las mismas
dosis. Según su experiencia, las cuevas privaban de la libertad en las mismas
proporciones. Su oscuridad y pura gravedad eran tiranas. Comprimían la propia
imaginación y deformaban el espíritu. Y, sin embargo, tanto las montañas como las
cuevas formaban parte de la práctica de la escalada. En el fondo, no existía diferencia
alguna entre el ascenso y el descenso. Todo formaba parte del mismo circuito. Así
pues, efectuó un rápido progreso. Cuando llevaba cinco minutos de descenso
escuchó un, ruido y se detuvo.
—¿Owen?
Tenía todos los sentidos en estado de tensión, no sólo intensificados por la
oscuridad y el silencio, sino también sometidos a un cambio sutil. Resultaba difícil
expresar con palabras el limpio y seco olor del polvo emitido por montañas que
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todavía se hallaban en proceso de desarrollo, el escamoso tacto del liquen que nunca
había visto la luz del sol. No se podía confiar por completo en los efectos visuales. En
las noches muy oscuras, sobre una montaña, se veía lo mismo que aquí: una visión
del mundo a partir de lo que mostraba una linterna con un rayo ancho, truncado,
parcial.
Una voz apagada llegó hasta él. Deseaba que fuese la de Owen, para dar por
concluida la búsqueda y poder regresar junto a Kora. Pero, por lo visto, los túneles
compartían una pared común. Ike acercó la cabeza a la piedra fría, pero no helada, y
pudo escuchar la voz de Bernard llamando a Owen.
Más adelante, el túnel de Ike se convirtió en una ranura a la altura de sus
hombros.
—¿Hola? —gritó hacia el interior de la ranura.
Por alguna razón, sintió que se le erizaba la parte animal de su alma. Era como
hallarse ante la boca de un profundo callejón oscuro. No había nada fuera de lugar. Y,
sin embargo, la misma naturaleza ordinaria de las paredes y la piedra vacía parecían
sugerir amenaza.
Ike introdujo el rayo de luz por la ranura. Mientras estaba allí, mirando hacia
las profundidades de una chimenea de fracturada piedra caliza, idéntica a la que
había recorrido, no vio nada que pudiera inducir al temor. El aire, sin embargo, le
pareció... inhumano. Los olores eran tan débiles y poco adulterados que rayaban en
la ausencia de olor, en lo zen en la claridad del agua pura. Era algo casi refrescante.
Pero fue precisamente eso lo que hizo que sintiera más temor.
El pasillo se extendía en una línea recta hasta perderse en la oscuridad.
Comprobó su reloj; habían transcurrido treinta y dos minutos. Había llegado el
momento de retroceder y reunirse con el grupo. Eso era lo dispuesto, una hora con
trayecto de ida y vuelta. Pero entonces, en el extremo más alejado de su rayo de luz,
algo relució.
Ike no pudo resistirse. Era como si allí hubiera una diminuta estrella caída. Y si
se movía con rapidez, la comprobación no le llevaría más de un minuto. Encontró un
punto donde apoyarse y se izó hacia el interior de la chimenea. La ranura era lo
bastante grande como para pasar por ella, con los pies por delante. Al otro lado de la
pared, nada cambiaba. Esta parte del túnel no parecía diferente de la otra. La luz
captó el mismo titilar del brillo, en la lejana oscuridad.
Lentamente, descendió el rayo de luz hacia sus pies. Junto a una bota encontró
otro reflejo idéntico al que veía relucir en la distancia. Despedía el mismo color débil.
Levantó la bota.
Era una moneda de oro.
Cuidadosamente, con la sangre latiendo en sus venas, Ike se agachó. Una lejana
voz interior le advirtió que no la tomara. Pero no había forma de evitarlo...
La antigüedad de la moneda era sensual. Las palabras grabadas se habían
desgastado hacía mucho tiempo, y la forma era asimétrica. Nada acuñado por una
máquina. Únicamente se veía un busto vago y amorfo de algún rey o divinidad.
El Descenso
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Ike dirigió la luz hacia el fondo del túnel. Al pasar junto a la siguiente moneda
vio una tercera, parpadeante en la oscuridad. ¿Podría ser? El desnudo Isaac había
huido de alguna preciosa reserva subterránea, dejando caer su fortuna robada a lo
largo del camino.
Las monedas parpadeaban como ojos terroríficos. Por lo demás, la garganta de
piedra se mostraba desnuda, demasiado brillante a corta distancia, demasiado oscura
hacia el fondo. Demasiado limpiamente señalizada por una fortuna desparramada a
lo largo del camino.
«¿Y si las monedas no se han caído? ¿Y si han sido colocadas deliberadamente,
como un cebo?» El pensamiento le atravesó como un puñal.
Apoyó la espalda en la fría piedra. Las monedas eran una trampa. Tragó con
dificultad e hizo un esfuerzo por pensar racionalmente.
La moneda estaba tan fría como el hielo. Rascó con la uña una capa de polvo
glacial incrustado. Llevaba allí muchos años, incluso décadas o siglos. Cuanto más
pensaba en ello, más aumentaba su sensación de horror.
La trampa no era nada personal. No pretendía atraerle a él, Ike Crockett, hacia
las profundidades. Al contrario, esto no era más que un hecho azaroso. El tiempo no
suponía algo que debía tener en cuenta. Ni siquiera la paciencia tenía nada que ver
con ello. Tal como hacen algunos mendigos que revisan los cubos de basura, alguien
trataba de congraciarse con el viajero ocasional. Se arroja un puñado de desechos y
luego se espera a que alguien pique, y quizá no lo haga nadie. Pero ¿quién pasaba
por allí? Eso era fácil de contestar: gente como él, monjes, comerciantes, almas
perdidas. Pero ¿por qué intentar atraerlos? ¿Y hacia dónde?
Su analogía del cebo siguió desarrollándose. Esto tenía mucho menos que ver
con revolver las basuras que con morder el anzuelo. El padre de Ike solía hacerlo en
la sierra de Wind River para los téjanos que pagaban por sentarse en un escondite y
«cazar» osos pardos y negros. Toda la gente de por allí lo hacía; era un procedimiento
estándar, igual que con el ganado. Se dejaba un montón de basura, que se iba
reponiendo, quizá a unos diez minutos a caballo de las cabañas, de modo que los
osos se acostumbraran a ser alimentados con regularidad. Al acercarse la temporada,
se empezaban a dejar los alimentos preferidos de los osos. Con la intención de
transmitirles la sensación de que participaban, cuando llegaba la Pascua su padre les
pedía a Ike y a su hermana que cedieran sus bollos rellenos. Cuando ya tenía cerca de
diez años, su padre le pidió a Ike que le acompañara, y fue entonces cuando
comprendió para qué utilizaba los dulces.
Las imágenes se sucedieron en cascada. El bollo relleno de un niño abandonado
entre los bosques silenciosos. Osos muertos colgando a la luz otoñal, cuyas pieles
caían pesadamente como por arte de magia allí donde los cuchillos trazaban las
líneas. Y, por debajo de las trampas, cuerpos similares a hombres, tan pegajosos como
nadadores.
«Fuera de aquí —pensó Ike—. Lárgate de aquí.»Sin atreverse a apartar la luz
del interior de la montaña, Ike volvió a introducirse por la ranura, maldiciendo el
ruido producido por su chaqueta, las rocas que se desplazaban bajo sus pies,
El Descenso
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maldiciendo su avaricia. Escuchó ruidos que sabía que no existían. Se sobresaltaba
con las sombras que él mismo arrojaba. El terror no le abandonaba, y sólo podía
pensar en salir de allí.
Regresó a la cámara principal sin aliento, todavía con la piel de gallina. No
debió de haber tardado más de quince minutos en regresar. Sin comprobar siquiera
su reloj, supuso que no había empleado más de una hora en el trayecto de ida y
vuelta.
La cámara estaba tan negra como la brea. Se encontraba solo. Se detuvo a
escuchar, mientras los latidos de su corazón se serenaban, y no escuchó ni un sonido,
ni un rumor. Observó la escritura fluorescente en el extremo más alejado de la cueva.
Rodeaba el oscuro cadáver como una especie de encantadora serpiente exótica.
Lanzó el rayo de luz a través de la cámara. La argolla de oro de la nariz relució. Y
también algo más. Como si recobrara un pensamiento perdido, volvió nuevamente la
luz hacia el rostro.
El hombre muerto sonreía.
Ike movió rápidamente la luz, acuchillando las sombras. Tenía que tratarse de
un efecto óptico; o eso, o empezaba a fallarle la memoria. Recordaba una mueca
tensa, nada parecido a esa sonrisa salvaje. Allí donde antes sólo había visto las puntas
de unos pocos dientes, ahora una abierta muestra de alegría aparecía bajo su luz.
«Piensa en serio, Crockett.»
Su mente no dejaba de conjeturar. ¿Y si el cebo era el cadáver? De repente, el
texto adquirió una grotesca claridad. «Soy Isaac.» El hijo que se entregó como
sacrificio, por amor al padre. «En el exilio. En mi agonía de Luz.» Pero ¿qué podía
significar aquello?
Había participado en unos cuantos rescates difíciles y conocía los
procedimientos... aunque aquí no pudieran aplicarse muchos procedimientos. Ike
tomó el rollo de cuerda de nueve milímetros, se metió en un bolsillo las cuatro
últimas pilas doble-A y luego miró a su alrededor. ¿Qué más? Dos barras de
proteínas, una tobillera de velero, su botiquín. Tenía la impresión de que debía llevar
más cosas. Pero la alacena estaba bastante vacía.
Justo antes de salir de la cámara principal, Ike la recorrió con la luz. Los sacos
de dormir estaban desparramados por el suelo, como cocos vacíos. Entró en el túnel
de la derecha. El pasaje serpenteaba hacia abajo, formando una pendiente uniforme,
giraba a la izquierda y luego a la derecha, para hacerse luego más escarpado. Qué
error había cometido al enviarlas, aunque fueran todas juntas. Ike casi no podía creer
que hubiera sido capaz de arriesgar de aquella forma a su pequeño rebaño. En
realidad, casi no se podía creer el riesgo que habían corrido. Pero, naturalmente, lo
habían asumido. No sabían hacer otra cosa mejor.
—¡Hola! —gritó.
Su sensación de culpabilidad se intensificó a medida que avanzaba. ¿Era culpa
suya que ellas hubiesen depositado su confianza en un pirata de la contracultura?
La marcha se hizo más lenta. Las paredes y el techo se hicieron cada vez más
complicados, con alargadas lascas de roca. Si se tiraba de la pieza errónea, toda la
El Descenso
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masa podía deslizarse y echársele encima. El estado de ánimo de Ike oscilaba entre la
admiración y el resentimiento. Sus peregrinas eran valerosas. Sus peregrinas eran
estúpidas. Y él corría peligro.
De no haber sido por Kora, habría encontrado suficientes razones para no
continuar el descenso. Ella se transformó, en cierto sentido, en el chivo expiatorio de
la cólera que sentía. Hubiera querido dar media vuelta y huir. Brotó de pronto el
mismo presentimiento que le había paralizado en el otro túnel. Hasta sus huesos
parecían dispuestos a rebelarse, una extremidad tras otra, una articulación tras otra.
Hizo un esfuerzo por continuar el descenso. Finalmente, llegó ante un pozo que se
hundía en las profundidades y se detuvo. Como si fuera una corriente invisible, una
columna de aire helado se alzaba hasta alturas fuera del alcance de la luz de la
linterna. Extendió la mano y la corriente fría cruzó por entre sus dedos.
Al borde mismo del precipicio, Ike bajó la mirada hacia los pies y encontró una
de las velas químicas de quince centímetros. El resplandor verde era tan débil que
casi se le había pasado por alto.
Levantó el tubo de plástico por un extremo y apagó la linterna, tratando de
determinar cuánto tiempo había transcurrido desde que habían activado la mezcla
química. Hacía más de tres horas y menos de seis. El tiempo se precipitaba, sin que él
pudiera ejercer control alguno. Dejándose arrastrar por un impulso, olisqueó el
plástico. Aunque imposible, parecía contener aún un resto de su perfume de coco.
—¡Kora! —aulló hacia el tubo de aire.
Allí donde los farallones perturbaban el flujo de aire resonó una diminuta
sinfonía de silbidos y sirenas, de gritos de aves, como una música producida por la
piedra. Ike se metió la vela en un bolsillo.
El aire olía a fresco, como en el exterior de una montaña. Se llenó los pulmones
con él. Una amalgama de instintos entró en conflicto, produciéndole lo que sólo pudo
calificar como angustia. En ese mismo instante deseó lo que nunca había echado de
menos. Deseó el sol.
Recorrió con la luz las paredes del pozo, arriba y abajo, en busca de señales que
le indicaran el camino seguido por su grupo. Aquí y allá detectó un posible
agarradero, una repisa donde descansar, aunque nadie, ni siquiera Ike en su mejor
forma, habría podido descender por el pozo y sobrevivir.
Las dificultades que presentaba el pozo excedían incluso la inclinación de su
grupo a la fe ciega. Tenían que haber dado media vuelta y tomar otro camino. Ike
retrocedió sobre sus pasos.
Cien metros más atrás encontró la desviación.
Había pasado justo ante la abertura al descender. Al regresar, el agujero se hizo
completamente visible... sobre todo por el resplandor verde que rezumaba por su
garganta sesgada. Tuvo que quitarse la mochila para pasar por la estrecha abertura.
Al otro lado encontró la segunda de las velas químicas.
Al comparar las dos velas, de las que ésta era la más brillante, pudo determinar
la cronología del grupo. En efecto, aquí estaba el desvío que habían seguido. Intentó
El Descenso
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imaginar qué espíritu pionero había dirigido al grupo por este túnel lateral, sabiendo
que sólo había podido ser una persona.
—Kora —susurró.
No daría a Owen por muerto, del mismo modo que tampoco lo habría dado él.
Seguramente había sido ella la que había insistido en introducirse más y más
profundamente en el sistema de túneles.
La desviación conducía a otras. Ike siguió el túnel lateral hasta una bifurcación
y luego hasta otra y otra. El despliegue de aquella red le horrorizó. Sin quererlo, Kora
las había conducido a todas, y ahora también a él, hacia las profundidades de un
laberinto subterráneo.
—¡Esperad! —gritó.
Al principio, el grupo se había tomado la molestia de marcar los desvíos
elegidos. Algunos de los ramales aparecían marcados con una simple flecha formada
con rocas. Unos pocos mostraban la desviación de la derecha o la de la izquierda con
una gran X trazada a golpes de roca sobre la pared. Pero las señales no tardaron en
desaparecer. No cabía duda de que, envalentonado por su avance, el grupo había
dejado de marcar el camino. Ike disponía ahora de muy pocas pistas, aparte de una
huella negra en la roca o una piedra recién desprendida, en el sitio donde alguien se
había sujetado.
Tratar de imaginar qué camino habían elegido contribuyó a devorar su tiempo.
Ike comprobó su reloj. Indicaba más de la medianoche. Eso significaba que ya llevaba
más de nueve horas tras la pista de Kora y de sus peregrinas perdidas. Y eso
significaba que estaban irremediablemente perdidos.
Le dolía la cabeza. Se sentía cansado. Ya hacía tiempo que había desaparecido la
adrenalina. El aire ya no tenía el olor de las cumbres o de las corrientes de agua. Éste
era un olor interior, correspondiente a los pulmones de la montaña; era el olor de la
oscuridad. Se obligó a sí mismo a comer una barra de proteínas. No estaba seguro de
saber encontrar el camino para salir de allí.
A pesar de todo, mantuvo su presencia de ánimo. Miles de detalles físicos
llamaban su atención. Algunos los absorbió, pero la mayoría pasaron sencillamente
inadvertidos. El truco consistía en ver con sencillez.
Llegó a un gran agujero, un enorme e inesperado vacío dentro de la montaña. El
rayo de luz se marchitó en sus profundidades, dándole una idea de su tremenda
altura.
A pesar del cansancio, se sintió impresionado. Grandes columnas de mantecosa
piedra caliza parecían colgar del techo arqueado. Un enorme símbolo Om había sido
tallado en una pared. Y docenas, quizá cientos de conjuntos de antiguas armaduras
mongolas colgaban de cuerdas hechas de cuero basto, atadas a pomos y saledizos de
roca. Aquello parecía un ejército completo de fantasmas. Un ejército vencido.
La piedra del color del trigo era magnífica bajo la luz de la linterna. Las
armaduras se retorcían, impulsadas por una ligera brisa, y descomponían la luz en
millones de puntos.
El Descenso
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Ike admiró las pintas
thangka
sobre cuero blando, sujetas a las paredes. Levantó
entonces el fleco de una esquina y resultó estar compuesto por dedos humanos. Lo
soltó, horrorizado. El cuero procedía de pieles humanas despellejadas. Retrocedió
aún más y contó los
thangkas.
Había por lo menos cincuenta. ¿Podrían haber
pertenecido a una horda mongola?
Bajó la mirada. Sus botas habían pisado otro mandala, éste de unos siete metros
de ancho, hecho de arena de colores. Había visto antes algunos en monasterios
tibetanos, pero nunca uno tan grande como aquél. Lo mismo que el que había junto a
Isaac, en la cámara de la cueva, contenía detalles que parecían menos arquitectónicos
que orgánicos: gusanos, pensó. Las suyas no eran las únicas huellas que habían
echado a perder parte de la obra de arte. Otras lo habían pisoteado también, y
recientemente. Kora y su grupo habían pasado por allí.
En la siguiente encrucijada, no detectó ninguna señal. Ike se hallaba ante una
serie de túneles que se bifurcaban, y desde alguna parte de su infancia, recordó la
respuesta a todos los laberintos: la lógica. Ve a la izquierda o a la derecha
pero sigue
;
siempre fiel a la decisión inicial. Estando como estaba en el Tibet, la tierra de la
circunvalación en el sentido de las agujas del reloj alrededor de los templos sagrados
y las montañas... eligió la izquierda. Fue la decisión correcta. Encontró a la primera
excursionista diez minutos más tarde.
Ike había entrado en un estrato de piedra caliza tan pura y brillante que
prácticamente se tragaba las sombras. Las paredes se curvaban sin formar ángulos.
No se veían grietas ni rebordes en la roca, sino sólo rugosidades y ondulaciones
suaves. Nada se interponía a la luz, nada arrojaba oscuridad. El resultado era una luz
sin adulterar. Allí donde dirigía el rayo de luz de su linterna, se veía rodeado por una
irradiación del color de la leche.
Cleopatra estaba allí. Bordeó una pared y su luz se unió a la de ella. Estaba
sentada, en la posición del loto, en el centro del luminoso pasaje. Con diez monedas
de oro extendidas ante ella, parecía una mendiga.
—¿Está herida? —le preguntó Ike.
—Sólo el tobillo —contestó Cleo con una sonrisa.
Sus ojos poseían aquel brillo santo al que todas aspiraban, compuesto en parte
de sabiduría y de alma. Pero Ike no se dejó engañar.
—Sigamos —ordenó.
—Vaya usted delante —le dijo Cleo con su voz de ángel—. Yo me quedaré aquí
un poco más.
Algunas personas son capaces de llevar bien la soledad. La mayoría creen poder
hacerlo. Ike había visto a sus víctimas en las montañas y monasterios y, en una
ocasión, en la cárcel. A veces era el aislamiento lo que podía con ellos. Otras veces era
el frío, el hambre o incluso la meditación propia de aficionados. En el caso de Cleo
era un poco de todo lo anterior.
Ike comprobó su reloj. Eran las tres de la madrugada.
—¿Qué ha ocurrido con las demás? ¿Adonde fueron?
El Descenso
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—No mucho más lejos —contestó ella. Ésa era la buena noticia. La mala la
comprendió cuando añadió—: Fueron a buscarle a usted.
—¿A buscarme a mí?
—No hacía más que pedir auxilio. No íbamos a dejarle solo.
—Pero si yo no he pedido auxilio a nadie.
—Ah, todos para uno —le aseguró ella, dándole unos golpecitos en la pierna.
—¿Dónde ha encontrado estas monedas? —preguntó Ike mientras tomaba una.
—Por todas partes. Cuanto más profundamente descendíamos, más monedas.
¿No es maravilloso?
—Voy a buscar a las otras. Luego regresaremos todos a por usted —dijo Ike.
Cambió las pilas de la linterna mientras hablaban, sustituyendo las que ya habían
empezado a agotarse por las últimas nuevas que le quedaban—. Prométame que no
se moverá de aquí.
—Me gusta mucho estar aquí.
Dejó a Cleo sumida en un mar de radiación de color alabastro.
El tubo de piedra caliza aceleró su descenso a las profundidades. El declive era
uniforme y se podía caminar sin complicaciones. Ike echó a correr, seguro de poder
alcanzarlas. El aire adquirió un olor cobrizo sin nombre y, sin embargo, lejanamente
familiar. No mucho más lejos, le había dicho Cleo.
Los regueros de sangre se iniciaron a las tres cuarenta y siete...
Como aparecieron primero en forma de varias docenas de huellas de manos de
color carmesí sobre la piedra blanca, y como la piedra era tan porosa que
prácticamente chupaba todo el líquido, Ike los tomó erróneamente por arte primitivo.
Debería haberlo imaginado.
Aminoró el paso. El efecto era encantador en este juguetón deambular al azar.
Le gustó su imagen: un hombre de las cavernas totalmente despreocupado.
Luego, uno de sus pies dio sobre un charco, todavía no absorbido por completo
por la piedra. El líquido oscuro salpicó. Se desparramó en regueros brillantes sobre la
pared, rojo sobre blanco. Se dio cuenta de que era sangre.
—¡Dios! —grito, y saltó a un lado para evitarla.
Cayó primero sobre las puntas de los pies y luego sobre la suela ensangrentada,
resbaló y se giró de lado. El impulso le hizo caer de bruces contra la pared y luego lo
envió dando tumbos alrededor del recodo.
La linterna se le escapó de la mano. La luz parpadeó y se apagó. Se detuvo
pegado a la piedra fría.
Era como si lo hubiesen golpeado con un palo hasta dejarlo inconsciente. La
negrura detenía todo control, todo movimiento, todo lugar en el mundo. Ike dejó
incluso de respirar. Por mucho que quisiera ocultarse de la conciencia, estaba
perfectamente despierto.
De repente, la idea de permanecer allí quieto, inmóvil, le resultó insoportable.
Rodó para alejarse de la pared y dejó que la gravedad lo guiara sobre sus manos y
rodillas. Tanteó con las manos en busca de la linterna, trazando círculos cada vez más
amplios, desgarrado entre el asco y el terror que le producían los viscosos cuajarones
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extendidos sobre el suelo. Podía hasta saborear aquella materia, fría sobre sus
dientes. Apretó los labios con fuerza, pero el olor era como de un animal de caza y
allí no había ninguno, sino sólo su gente. Fue un pensamiento monstruoso.
Finalmente se topó con la linterna por el hilo conector, se balanceó sobre los
talones y tanteó buscando el interruptor. Se produjo un sonido, distante o cercano, no
supo decirlo.
—¿Eh? —gritó desafiante. Se detuvo, escuchó y no oyó nada.
Tratando de controlar su propio pánico, Ike encendió el interruptor, lo apagó y
lo volvió a encender. Aquello era como tratar de encender una hoguera sabiéndose
rodeado de lobos. El sonido de nuevo. Esta vez sí que lo captó. ¿Eran uñas que
arañaban la roca? ¿Serían ratas? El olor de la sangre se intensificó. ¿Qué estaba
ocurriendo?
Murmuró una maldición por la linterna estropeada. Con las yemas de los
dedos, repasó la lente, buscando grietas. La sacudió con suavidad, temiendo
escuchar el tintineo de una bombilla rota. No escuchó nada.
«Estaba ciego, pero ahora veo...» Las palabras penetraron en su conciencia y no
supo si eran una canción o su recuerdo de ella. El sonido se escuchó ahora con mayor
claridad. «Tu gracia enseñó a mi corazón a temer.» Le llegó desde muy lejos, como la
lozana voz de una mujer cantando «Gracia admirable». Algo en la contracción de las
sílabas sugería más un himno religioso que patriótico. Como una última resistencia.
Era la voz de Kora. A él nunca le había cantado. Pero era indudablemente ella la
que, por lo visto, cantaba para todas las demás.
Su presencia de ánimo, incluso en aquellas profundidades, le fortaleció.
—¡Kora! —gritó.
De rodillas, con los ojos muy abiertos, rodeado por la más intensa oscuridad,
Ike se impuso disciplina. Si no era ni el interruptor ni la bombilla, probó con el hilo.
Lo tanteó y comprobó que estaba tenso en las terminales, sin cortes. Abrió el
receptáculo de las baterías, se limpió los dedos y extrajo cuidadosamente cada
delgada batería, contándolas con un susurro: «Una, dos, tres, cuatro». Luego, una por
una, limpió las puntas de contacto frotándolas contra su camiseta, limpió después el
contacto del receptáculo y volvió a colocar las baterías. Cabeza arriba, cabeza abajo,
arriba, abajo. Las cosas tenían un orden, y él se limitaba a obedecerlo.
Volvió a colocar la tapa del receptáculo y tiró suavemente del hilo, dándole
después una ligera palmada a la linterna. Finalmente, apretó el interruptor.
Nada.
El ruido de los arañazos se hizo más fuerte. Parecía estar cada vez más cerca.
Hubiera querido salir disparado de allí, seguir cualquier dirección, a cualquier
precio, simplemente huir.
—Aguanta —se ordenó a sí mismo.
Lo dijo en voz alta. Era algo así como un mantra propio, como algo que se decía
a sí mismo cuando las paredes rocosas se hacían demasiado escarpadas, los puntos
de apoyo demasiado tenues o las tormentas excesivamente furiosas. Aguantar,
resistir, no rendirse.
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Ike apretó los dientes. Se esforzó por aquietar el movimiento de sus pulmones.
Quitó de nuevo las pilas. Esta vez las sustituyó por el juego de pilas casi agotadas
que guardaba en el bolsillo. Apretó el interruptor.
Luz. Una luz dulce.
Casi respiró en ella.
Se encontraba en un matadero de piedra blanca.
La imagen de la carnicería sólo duró un instante. Luego, la luz parpadeó y se
apagó.
—¡No! —gritó en la oscuridad, y sacudió la linterna.
La poca luz que quedaba se encen dió de nuevo. La bombilla brillaba con una
tonalidad anaranjada oxidada y se fue debilitando hasta que, repentinamente, se hizo
comparativamente más brillante. Tenía menos de una cuarta parte de su potencia
habitual. Pero fue más que suficiente. Ike apartó la mirada de la pequeña bombilla y
se atrevió a mirar una vez más a su alrededor.
El pasaje era un verdadero horror.
Ike se incorporó en su pequeño círculo de luz mortecina. Se movió con mucho
cuidado. Por todas partes, sobre la pared, había rayas carmesíes, como franjas de
cebra. Los cuerpos estaban dispuestos en fila.
No se pasan años en Asia sin haber visto una buena dosis de muertos. Ike había
estado en muchas ocasiones junto a las piras funerarias de Pashaputanath,
observando las hogueras que consumían la carne, separándola del hueso. Y en estos
tiempos nadie escalaba la pared sur del Everest sin pasar ante algún soñador
sudafricano, o la cara norte sin ver a un caballero francés sentado en silencio junto al
sendero, a más de ocho mil metros de altura. También estuvo presente en aquella
ocasión en que el ejército del rey abrió fuego contra los socialdemócratas que se
lanzaron a la revuelta en las calles de Katmandú e Ike tuvo que acudir al Hospital Bir
para identificar el cuerpo de un cámara de la BBC y observó los cadáveres alineados
apresuradamente a un lado, sobre el suelo de azulejos. Esto le hizo pensar en todo
aquello.
El silencio de los pájaros volvió a surgir en él. Y recordó que, durante varios
días después, los perros habían vagado cojeando entre los trozos de cristal roto de las
ventanas. Y, sobre todo, vino a su memoria cómo se va desnudando un cuerpo
humano cuando se lo arrastra.
Su gente estaba tendida delante de él. En vida las había considerado a todas
unas estúpidas. En la muerte, medio desnudas, ofrecían un aspecto patético. No
estúpida, sino terriblemente patético. El olor de los intestinos abiertos y de la carne
descarnada fue casi suficiente para hacerle sentir pánico.
Sus heridas... Al principio, Ike no pudo ver sin mirar más allá de sus horribles
heridas. Centró la atención en su desnudez. Se sintió avergonzado por aquellas
pobres mujeres y por él mismo. Parecía algo pecaminoso observar su amasijo de vello
pubico, firmes muslos, senos y estómagos expuestos al azar, sin que ya nada pudiera
contenerlos. En su conmoción, Ike estaba sobre ellos, y los detalles se acumularon:
aquí el débil tatuaje de una rosa, allí la cicatriz dejada por una cesárea, las huellas de
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operaciones quirúrgicas y accidentes, los bordes del bronceado de un bikini
adquiridos en una playa mexicana. Parte de todo aquello estaba destinado a quedar
oculto, incluso ante los amantes; otras partes podían ser reveladas. Pero en ningún
momento hubo intención de que se vieran de este modo.
Ike hizo un esfuerzo por reponerse. Había cinco, uno de ellos el varón, Bernard.
Empezó a identificar a las mujeres, pero, con una sensación repentina de fatiga, se
dio cuenta de que había olvidado los nombres de todas ellas. Por el momento, sólo
había una que le importara, y no estaba allí.
Los extremos rotos de los huesos, muy blancos, sobresalían de cuchilladas que
parecían abiertas por cortacéspedes. Las cavidades corporales se abrían, vacías.
Algunos dedos estaban encorvados, mientras que otros faltaban desde la raíz.
¿Arrancados a mordiscos? La cabeza de una de las mujeres había sido aplastada
hasta convertirse en un amasijo grueso, parecido a una sartén. Hasta el pelo parecía
perderse entre la masa encefálica, pero el pubis era rubio. Gracias a Dios, aquella
pobre criatura no era Kora.
Se inició esa tremenda familiaridad que se establece pronto con las víctimas. Ike
se llevó una mano a la frente, para tratar de aliviar el dolor que sentía en los ojos.
Luego empezó de nuevo. La luz empezaba a fallar. La matanza no tenía explicación.
Lo mismo que les había ocurrido a ellas podía sucederle a él.
—Aguanta, Crockett —se ordenó.
Lo primero era lo primero. Contó con los dedos: aquí había seis, y Cleo estaba
en algún lugar del túnel, más arriba; Kora estaba en alguna otra parte. Eso sólo
dejaba a Owen aún desaparecido.
Ike se movió entre los cuerpos, buscando pistas. Tenía poca experiencia en
lesiones tan salvajes, pero pudo darse cuenta de algunas cosas. A juzgar por los
rastros de sangre, todo parecía indicar que se había producido una emboscada. Y
todo se había hecho sin utilizar ningún arma de fuego. No había agujeros producidos
por balas. También debía descartar el uso de cuchillos corrientes. Las laceraciones
eran demasiado profundas y estaban conjuntadas de forma extraña, a veces sobre la
parte superior del cuerpo, a veces en la parte posterior de las piernas. A Ike sólo se le
ocurrió pensar en un grupo de hombres armados con machetes. Parecía más un
ataque a cargo de animales salvajes, sobre todo por la forma en que un muslo
aparecía despojado hasta el hueso.
Pero ¿qué animales podían vivir a tantos kilómetros en el interior de una
montaña? ¿Qué animal era capaz de colocar a sus presas formando una hilera
ordenada? ¿Qué animal mostraba esta clase de salvajismo y luego de orden? ¿Cómo
era posible tal frenesí y luego tanta minuciosidad? Aquellos extremos eran propios
de una conducta psicótica. Todo era demasiado humano.
Quizá un solo hombre hubiera podido hacer todo eso, pero ¿había sido Owen?
Era más pequeño que la mayoría de esas mujeres. Y más lento. Y, sin embargo, esa
pobre gente había sido sorprendida y mutilada a pocos metros de distancia unos de
otros. Ike trató de ponerse en el lugar del asesino, de concebir la velocidad y la
fortaleza necesarias para cometer aquel acto.
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Había más detalles misteriosos. Sólo entonces se dio cuenta de las monedas de
oro desparramadas como confetis alrededor de los cuerpos. Parecía casi como un
pago, como un intercambio por el robo de «su» riqueza, pues a las muertas se les
habían arrebatado anillos, brazaletes, collares y relojes. Todo había desaparecido. Las
muñecas, los dedos y las gargantas estaban al desnudo. Los pendientes habían sido
arrancados de los lóbulos. El anillo que Bernard llevaba en una ceja, también había
sido arrancado.
Aquellas joyas no eran más que baratijas, cristales y bisutería barata. Ike les
había dado instrucciones concretas de que dejaran sus objetos más valiosos en
Estados Unidos o en la caja fuerte del hotel. A pesar de eso, alguien se había tomado
la molestia de arrancárselas. Y luego parecía haber pagado con monedas de oro que
valían mil veces más que lo arrebatado.
No tenía sentido. Todavía tenía menos sentido permanecer allí y tratar de
encontrarle sentido a aquella aberración. Normalmente, no era la clase de hombre
incapaz de pensar en lo que tenía que hacer, razón por la que su confusión resultaba
ahora mucho más intensa. Su código le decía: «Quédate», como el capitán de un
barco. «Quédate para dilucidar el crimen y regresar, si no con tus clientes, sí al menos
con una explicación completa de su destino.» La economía del temor le decía: «Huye.
Salva la vida que aún puedas salvar». Pero correr ¿hacia dónde? ¿Y para salvar qué
vida? Esa era la angustiosa decisión. Cleopatra esperaba en una dirección, en su
posición del loto, rodeada por su luz blanca. Kora esperaba en la otra, aunque eso
quizá no fuera tan seguro. Pero ¿acaso no había escuchado su canción?
La luz de su linterna se redujo hasta adquirir una tonalidad marronácea. Ike
realizó un esfuerzo para registrar los bolsillos de sus clientas muertas. Seguramente,
alguna tendría pilas, alguna otra linterna, algo de alimento. Pero los bolsillos habían
sido acuchillados y vaciados. El frenesí de todo aquello le impresionó. ¿Por qué
acuchillar los bolsillos e incluso la carne que había por debajo de ellos? Eso no era
ningún robo corriente. Se esforzó por dejar de lanzar maldiciones y trató de sintetizar
lo ocurrido: un delito impulsado por la exasperación, a juzgar por las mutilaciones y,
sin embargo, también por la codicia, a juzgar por los robos. Una vez más, aquello no
tenía el menor sentido.
La luz parpadeó y la oscuridad lo envolvió todo. Volvió a escuchar entonces
aquel sonido, como de arañazos, sobre la roca. Esta vez no cabía duda. Se
aproximaba por el pasaje superior. Y, esta vez, la voz de Kora también formaba parte
de la mezcla.
Sonaba como extasiada, muy cercana al orgasmo. O como la de su hermana en
el instante en que dio a luz a su hija, cuando ésta salió de su útero. Era eso, admitió
Ike, o bien un sonido de agonía tan profunda que rayaba en lo prohibido, como si
fuera el gemido o la petición de un animal o lo que fuese, que suplicara terminar de
una vez.
Estuvo a punto de llamarla. Pero aquel otro sonido le indujo a guardar silencio.
El escalador que había en él lo registró como las uñas de alguien que se esforzaba por
continuar, pero la carne desgarrada que yacía en la oscuridad, a su alrededor, le
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evocó ahora la existencia de garras. Se resistió a la lógica, pero luego se apresuró a
asumirla. Está bien, garras. Una bestia. Un yeti. Eso era. ¿Y ahora qué?
El terrible melodrama de la bella y la bestia surgió en su mente.
¿Luchar o huir?, se preguntó Ike a sí mismo.
Ninguna de las dos cosas. Porque ambas eran inútiles. Hizo lo que tenía que
hacer, y aplicó el truco del superviviente. Se ocultó a la vista. Como si se tratara de
un montañero que se introducía en un útero de cálida carne de búfalo, Ike se tumbó
entre los cuerpos del frío suelo y arrastró a los muertos hasta situarlos sobre él.
Fue un acto tan atroz que casi le pareció pecaminoso. Al permanecer allí
tumbado, entre los cadáveres, sumido en la más completa oscuridad, al extender un
suave muslo desnudo, cruzándolo de través sobre el suyo y arrastrar un brazo frío
sobre su pecho, Ike sintió sobre sí el peso de la condena. Al ocultarse como un
muerto, se desprendió de parte de su alma. Totalmente cuerdo, abandonó todos los
atributos de su vida con tal de preservarla. El único anclaje con la convicción de que
todo aquello le sucedía en realidad era que no podía creer que le estuviese
ocurriendo a él.
—Santo Dios —susurró.
Los sonidos se hicieron más fuertes.
Sólo cabía tomar una última decisión: mantener los ojos abiertos o cerrados ante
cosas que, de todos modos, no podía ver. Prefirió cerrarlos.
El olor de Kora le llegó, llevado por la brisa subterránea. Escuchó su gemido.
Ike contuvo la respiración. Nunca había tenido tanto miedo como ahora y su
cobardía constituía toda una revelación.
Ellos, Kora y su capturador, doblaron una esquina. La respiración de ella era
torturante. Agonizaba. Su dolor era épico, más allá de las palabras.
Ike notó que las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Lloraba por ella, por su
dolor, pero también por su valor perdido. Permanecer allí tumbado y no prestar
ningún auxilio. No era diferente a aquellos escaladores que en una ocasión lo habían
dado por muerto, abandonándolo en una montaña. Mientras aspiraba y espiraba en
diminutas boqueadas y escuchaba el martilleo de su corazón, sintió que la muerte lo
rodeaba con su abrazo, que la abandonaba a ella para salvarse a sí mismo. Momento
a momento, la abandonaba a su suerte. Condenado, estaba condenado.
Ike parpadeó para hacer correr las lágrimas, que despreció, sintiéndose
envilecido por su autoconmiseración. Luego abrió los ojos para asumir las cosas
como un hombre. Y casi se ahogó ante la sorpresa.
La negrura era completa, pero ya no infinita. Había palabras escritas en la
oscuridad. Había serpientes fluorescentes y enroscadas, y se movían.
Era él.
Isaac había resucitado.

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