lunes, 25 de mayo de 2009

EL DESCENSO Jeff Long (ebook) Novena parte

Sistema de fallas de las Galápagos, latitud 0,55 grados norte
Puntualmente, a las 17.00 horas, los expedicionarios subieron a los autobuses
eléctricos. Se les entregaron hojas volantes, folletos y cuadernos numerados y
marcados como «Reservados» y prendas de ropa deportiva de Helios. Las gorras
negras al estilo SWAT resultaron ser especialmente populares; daban un aspecto muy
amenazador. Ali se conformó con una camiseta con el motivo del sol alado de Helios
impreso en la espalda. Sin emitir más que un ligero ronroneo, los autobuses se
alejaron del complejo amurallado y salieron a la calle.
La ciudad de Nazca le hizo pensar a Ali en Pekín, con sus hordas de ciclistas. En
hora punta, en una ciudad en expansión y con unas calles tan estrechas, las bicicletas
eran más rápidas que los autobuses. Tenían trabajos a los que llegar. A través de la
ventanilla, Ali observó sus rostros, sus razas de la cuenca del Pacífico, su humanidad.
¡Qué festín de almas!
Los mapas desclasificados mostraban ciudades en expansión similares a Nazca,
como células nerviosas que lanzaran sus zarcillos hacia el espacio que las rodeaba.
Los atractivos eran muy simples: terreno barato, filones madre de minerales
preciosos y petróleo, libertad con respecto a la autoridad y una oportunidad para
empezar de nuevo. Ali había llegado esperando encontrarse con multitud de
fugitivos y desesperados sin ningún otro sitio adonde ir. Pero lo que observaba eran
rostros de funcionarios educados en la universidad, banqueros, empresarios y
trabajadores de un motivado sector de servicios. Como ciudad-puerto del futuro, se
decía que Nazca tenía el potencial de San Francisco o de Singapur. En apenas cuatro
años se había convertido en un enlace importante entre el subplaneta ecuatorial y las
ciudades costeras situadas arriba y abajo de la parte occidental de América.
El Descenso
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Se sintió aliviada al comprobar que la gente de Nazca parecía normal y
saludable. De hecho, puesto que el subplaneta atraía a los obreros más jóvenes y
fuertes, la población disfrutaba de una excelente salud. La mayoría de las ciudades-
estación como Nazca se hallaban dotadas de focos que simulaban la luz solar, de
modo que estos ciclistas estaban tan bronceados como los surfistas en la playa.
Prácticamente todo el mundo había visto a soldados y trabajadores que habían
regresado a la superficie hacía varios años y que ahora sufrían de excrecencias óseas,
ojos agrandados, extraños cánceres y hasta desarrollo de colas residuales. Durante un
tiempo, los grupos religiosos acusaron al propio infierno por tanto desgaste físico,
considerándolo como una demostración del plan divino, en un vasto gulag en el que
el contacto significaba castigo. Pero ahora, al mirar a su alrededor, daba la impresión
de que los laboratorios de investigación y las empresas farmacéuticas habían logrado
dominar la profilaxis para el infierno. Estas gentes no mostraban ninguna clase de
deformidad. Ali se dio cuenta de que sus temores de verse transformada en un sapo,
un mono o una cabra eran totalmente infundados.
La ciudad era una vasta construcción interna, con árboles en maceteros y
matorrales en flor, limpia, y donde se encontraban las marcas más modernas. Había
restaurantes y cafeterías, tiendas brillantemente iluminadas donde se vendía de todo,
desde indumentaria de trabajo y suministros de fontanería hasta fusiles de asalto. La
pulcritud se veía ligeramente estropeada por la presencia de mendigos a los que les
faltaba alguna extremidad, y por vendedores callejeros que ofrecían toda clase de
productos de contrabando.
En un cruce, una anciana asiática vendía miserables cachorros vivos,
firmemente sujetos a palos.
—Carne para el cocido —le comentó uno de los científicos a Ali—. Los venden a
montones, en piezas de medio kilo: los hay de vaca, pollo, cerdo, perro.
—Gracias —dijo Ali.
Evidentemente, aquello intrigaba a su compañero.
—Ayer salí a explorar un poco. Meten en la cazuela cualquier cosa que se
mueva, grillos, gusanos, babosas. Comen incluso dragones, los
xiao long,
sus
serpientes.
Ali miró por la ventanilla. Una alargada salchicha de plástico se extendía junto
a la calzada, con unos siete metros de altura y la extensión de un campo de fútbol. El
plástico mostraba la palabra «Hankul» en la parte delantera. Ali no leía coreano, pero
era capaz de reconocer un invernadero allí donde lo viera. Había más, uno junto a
otro, como gigantescas y rollizas crisálidas. A través de sus paredes opacas vio
obreros agrícolas cuidando de las cosechas, subiendo pequeñas escaleras apoyadas
en los huertos. Papagayos y araraunas se remontaban sobre el convoy de autobuses.
Un mono cruzó corriendo. Las especies invasoras proliferaban aquí abajo.
Desde la lejana distancia llegó el suave retumbar de una detonación. Había
percibido vibraciones similares durante toda la noche, a través de los muelles de su
cama. El incesante trabajo de construcción era evidente en todas partes. No se
necesitaba mucho para detectar los límites artificiales de aquel lugar. Los nítidos
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ángulos rectos terminaban en la roca en bruto. Las fisuras debidas a la presión se
extendían como telarañas sobre el asfalto. Una mancha de musgo crecía pesadamente
en el techo, dejando al descubierto un batiburrillo de cables eléctricos y láseres.
Llegaron a una carretera de circunvalación recientemente abierta que rodeaba la
ciudad y dejaron atrás el denso tráfico de ciclistas y obreros. Adquirieron velocidad y
pudieron contemplar una vista de la enorme y hueca cúpula salada que contenía la
colonia. Tenía forma acampanada. Toda la bóveda, de unos cinco kilómetros de
diámetro y probablemente de algo más de trescientos metros de altura, aparecía
brillantemente iluminada. Arriba, en el Mundo, se estaría poniendo el sol. Aquí abajo
nunca se hacía de noche. La luz solar artificial de Nazca permanecía encendida las
veinticuatro horas del día. Prometeo encerrado en una jarra de cafeína.
A excepción de una breve siesta, la noche anterior le había sido imposible
dormir. La animación colectiva del grupo rayaba en lo infantil y ella se dejó atrapar
por su espíritu de aventura. Esta mañana, agotados por su imaginación, todos
estaban preparados para el verdadero trabajo.
Los preparativos de último momento de los viajeros le parecieron
conmovedores a Ali. Observó a un hombre áspero y preparado, al otro lado del
pasillo, inclinado sobre sus uñas, cortándoselas como si su ser mortal dependiera de
ello. La noche anterior, varias de las mujeres más jóvenes que se conocieron por
primera vez, dedicaron las primeras horas de la mañana a arreglarse el pelo unas a
otras. Con un poco de envidia, Ali escuchó a la gente que efectuaba llamadas a sus
esposas, amantes o padres para asegurarles que el subplaneta era un lugar seguro.
Ali rezó en silencio una oración por todos ellos.
Los autobuses se detuvieron cerca de un andén de tren y los pasajeros
desembarcaron. De no haber sido completamente nuevo, el tren habría parecido
anticuado. Había una plataforma de tablones, rodeada de barandillas de hierro
pintadas de negro y plástico. Más adelante, sobre la vía, el tren estaba compuesto en
su mayor parte por vagones de carga y de transporte de mineral. Unos soldados
fuertemente armados se apostaban en los rellanos mientras los obreros cargaban
suministros en vagones planos, en la cola del tren.
Los tres vagones delanteros eran elegantes coches-cama, con paneles de
aluminio en el exterior e imitación de madera de cerezo y roble en los pasillos. Ali
volvió a sentirse sorprendida ante la gran cantidad de dinero que se estaba
invirtiendo en el desarrollo de la zona. Hacía apenas cinco o seis años todo esto había
sido presumiblemente terreno de los abisales. La presencia de coches-cama sobre
relucientes vías nuevas indicaban la gran confianza que existía en los consejos de
administración acerca de la ocupación humana.
—¿Adonde nos llevan ahora? —preguntó alguien sin dirigirse a nadie en
particular.
No era el único en hacerse la misma pregunta. La gente empezaba a quejarse,
diciendo que Helios envolvía en un innecesario misterio cada nueva etapa de su
viaje. Nadie sabía dónde se hallaba su estación científica.
—Al punto Z-3 —contestó Montgomery Shoat.
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—Nunca he oído hablar de eso —dijo una mujer a la que Ali había catalogado
como planetóloga.
—Es una propiedad de Helios —explicó Shoat—. Está situada en el confín de
las cosas. Un geólogo empezó a desplegar un mapa topográfico para localizar el
punto Z-3.
—No lo encontrará en los mapas —añadió Shoat con una amable sonrisa—.
Pero ya verá que en realidad no importa.
Su actitud despreocupada arrancó murmullos que él pasó por alto.
La noche anterior, durante un banquete ofrecido por Helios a los científicos
recién llegados, Shoat se les había presentado como el jefe de su expedición. Era un
personaje de magnífica forma física, con recias venas en los brazos y una gran
energía en el trato, aunque curiosamente distanciado. Era algo más que un
desafortunado rostro salpicado de ambición y echado a perder por unos dientes
desiguales. A Ali le pareció más bien que mantenía una actitud de cierta
desconsideración. Soltaba un ligero repertorio de encantos, pero no le importaba lo
más mínimo que los demás se sintieran encantados o no. Según los rumores que
escuchó más tarde, era hijastro de C. C. Cooper, el magnate de Helios. Había otro hijo
de sangre, heredero legítimo de toda la fortuna de Cooper, lo que parecía dejar a
Shoat a cargo de las tareas más arriesgadas, como acompañar a los científicos a
lugares situados en los límites más remotos del imperio Helios. Parecía casi
shakesperiano.
—Éste será nuestro medio de transporte durante los tres próximos días —les
anunció—. Son vagones completamente nuevos y éste es el viaje inaugural. Pueden
elegir cualquier compartimiento y ocuparlo individualmente si así lo desean. Hay
mucho espacio. —Demostraba la magnanimidad de un hombre acostumbrado a
compartir con los amigos una casa que no era realmente suya—. Pueden tumbarse,
tomar una ducha, dormir un rato, relajarse. La cena depende de ustedes. Detrás hay
un vagón restaurante. O pueden pedir que les traigan algo al compartimiento y ver
una película. No hemos escatimado en gastos. Es la forma que tiene Helios de
desearles, a ustedes y a mí, un buen viaje.
Nadie más volvió a plantear el tema de su destino. A las cinco y media, un
agradable carillón anunció la salida. Como si se encontrara sobre una balsa
arrastrada por una suave corriente, la expedición Helios se puso en marcha sin
producir el menor ruido, para dirigirse hacia las profundidades. La vía parecía
nivelada pero no lo estaba, y descendía suavemente, casi sin que nadie se diera
cuenta. Resultó que la única energía utilizada era la fuerza de la gravedad. Llevaban
el motor en la cola del tren, pero únicamente lo utilizarían para hacer regresar los
vagones a esta estación. Uno tras otro, atraídos por la propia tierra, los vagones
fueron dejando atrás las deslumbrantes luces de la ciudad de Nazca.
Se aproximaron a una puerta marcada como Ruta 6. Otro nostálgico 6 había
sido añadido con marcador brillante. Con una tinta diferente, alguien más había
añadido un tercer 6. En el último minuto, un joven biólogo se bajó del tren y tomó
una última fotografía rápida y luego echó a correr para alcanzarlo de nuevo,
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vitoreado por los demás. Eso hizo que todos se sintieran a gusto. El tren se deslizó a
través de una breve pared de aire comprimido, una compuerta climática, y se
encontraron dentro.
La temperatura y la humedad descendieron inmediatamente. Desapareció el
ambiente tropical de la ciudad de Nazca. En el interior del túnel hacía un par de
grados menos y el aire era seco, como el del desierto. Ali se dio cuenta finalmente de
que entraban en el verdadero infierno. Aquí no había fuego ni azufre. Se sentía más
como en el chaparral de las tierras altas, como en Taos.
Las vías relucían como si alguien les hubiera pasado una bayeta para sacarles
brillo. El tren empezó a adquirir velocidad y todos se fueron instalando en sus
compartimientos. En su litera, Ali encontró una cesta de mimbre con naranjas frescas,
chocolate Tobler y pastas Pepperídge Farm. La pequeña nevera estaba bien surtida.
En la cama había una sola rosa roja sobre la almohada. Al sentarse en ella encontró
un monitor de vídeo sobre la cabeza, para ver cualquiera de los cientos de películas
de la filmoteca. Por lo visto, las de terror eran un vicio. Rezó sus oraciones y luego se
quedó dormida mientras veía
Ellos,
arrullada por el siseo producido por el roce sobre
las vías.
Por la mañana, Ali se introdujo en la estrecha ducha y dejó que el agua caliente
le corriera por el pelo. Casi no podía creer en todas las comodidades de las que se
podía disfrutar. El tiempo que tardó en acudir el servicio de compartimientos fue el
correcto, y se sentó junto a la diminuta ventanilla con su tortilla, el pan tostado y el
café. La ventanilla era redonda y pequeña, como el ojo de buey de un barco. Fuera
sólo se veía negrura, y pensó que eso explicaba la vista comprimida. Entonces
observó un cartel en letras pequeñas que indicaba que aquello era Cristal Ellis
Antibalas, y se dio cuenta de que, muy probablemente, todo el tren estaría reforzado
contra un posible ataque.
A las nueve en punto se reanudó el entrenamiento en el vagón comedor. La
primera mañana en el tren se dedicó a cursos de repaso sobre aspectos tales como
medicina de emergencia, técnicas de escalada, manejo básico de armas y otra
información de tipo general que se suponía debían haber aprendido a lo largo de los
últimos meses. La mayoría de ellos habían hecho los deberes y la sesión sirvió más
bien para romper el hielo.
Aquella misma tarde Shoat aumentó el nivel de sus enseñanzas. En uno de los
extremos del vagón comedor se instalaron proyectores de diapositivas y una gran
pantalla de vídeo. Anunció una serie de conferencias a cargo de miembros de la
expedición que versarían sobre sus diversas especialidades y teorías. Ali empezaba a
disfrutar. Espectáculo y buena comida, con camarones helados y nachos.
Los dos primeros en hablar fueron un biólogo y un microbotánico. Abordaron
la diferencia que existe entre los troglobitos, los trogloxenos y los troglófilos. La
primera categoría vivía realmente en el ambiente troglo, o «agujero». El infierno era
su nicho biológico. La segunda, la de los «xenos», estaba compuesta por los seres que
se adaptaban a ese ambiente, como las salamandras sin ojos. La tercera, la de los
troglótilos, como los murciélagos y otros animales nocturnos, se limitaba a visitar el
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mundo subterráneo de una forma regular, o lo explotaban para encontrar comida o
abrigo.
Los dos científicos empezaron a discutir sobre los méritos de la preadaptación,
sobre lo que llamaron la «predestinación a la oscuridad». Shoat se adelantó hacia
ellos y les dio las gracias. Su actitud fue seca y resuelta, pero informal. Estaban allí a
expensas de Helios. Aquel era su espectáculo.
Durante el resto de la tarde se presentó a diversos especialistas, cada uno de los
cuales hizo sus observaciones y comentarios. Ali quedó impresionada por la
juventud de los miembros del grupo. La mayoría de ellos habían hecho sus
doctorados. Pocos sobrepasaban los cuarenta años de edad y algunos apenas tenían
veinticinco. A medida que transcurrían las horas, la gente entraba y salía del vagón
comedor; aunque Ali no quiso perderse nada, procuró relacionar los nombres con los
rostros y absorbió todas aquellas ciencias que nunca había estudiado.
Después de una cena a base de hamburguesas y cerveza fría, se les prometió la
última película salida de los estudios de Hollywood. Pero la máquina no quiso
funcionar y fue cuando Shoat dio un traspiés. Hasta el momento, su día de
orientación había presentado a científicos acostumbrados a hablar en público, o que
al menos dominaban los temas de los que hablaban. Al tratar de animar la velada con
un cambio de entretenimiento, Shoat intentó algo diferente.
—Puesto que ten emos que conocernos —anunció—, quisiera presentarles a un
individuo del que todos dependeremos. Somos extremadamente afortunados por
haber conseguido sus servicios, ya que pertenecía al ejército de Estados Unidos,
donde era un famoso explorador, capaz de seguir toda clase de pistas. Tiene fama de
ser un
ranger
entre los
rangers,
un verdadero veterano de las profundidades. Dwight
—llamó—. Dwight Crockett. Le veo allí, al fondo. Vamos, no sea tímido.
Por lo visto, el guía de Shoat no estaba preparado para atraer tanta atención. Se
resistió y, al cabo de un rato, Ali se volvió para mirarlo. Sólo entonces se dio cuenta
de que el reacio Dwight era el mismo extranjero al que había insultado en el ascensor
de las Galápagos. ¿Qué estaría haciendo allí?, se preguntó.
Con todas las miradas fijas en él, Dwight se apartó finalmente de la pared y se
enderezó. Vestía un Levis nuevo y una camisa blanca cerrada hasta la garganta y
abotonada en las muñecas. Sus oscuras gafas de escalador relucían como los ojos de
un insecto. Con aquel corte de pelo a lo Frankenstein, parecía completamente fuera
de lugar, como aquellos peones de los ranchos que Ali había visto a veces en las
montañas, molestos por la compañía humana, a los que era mejor dejar a solas en sus
remotas y sencillas cabañas. El tatuaje y las cicatrices de su rostro y su cráneo
animaban a mantenerse a una saludable distancia de él.
—¿Se esperaba que dijera algo? —preguntó desde el fondo del vagón.
—Vamos, venga aquí, donde todo el mundo pueda verlo —insistió Shoat.
—Esto es increíble —susurró alguien junto a Ali—. He oído hablar de este tipo.
Es un fuera de la ley.
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Dwight demostró su enojo del modo más frugal posible, con la más ligera
inclinación de cabeza a modo de saludo. Cuando finalmente se adelantó, la gente se
apartó a su paso.
—Dwight es el único del que todos querrán saber algo —dijo Shoat—. No se
graduó en la escuela, ni tiene ningún título académico. Pero es una autoridad en el
tema. Pasó ocho años cautivo de los abisales y, durante los tres últimos años, se ha
dedicado a cazarlos para los
rangers
y las fuerzas especiales. He leído los expedientes
de cada uno de ustedes y son pocos los miembros de nuestro grupo que han visitado
alguna vez el mundo subterráneo. Ninguno de nosotros ha ido más allá de las zonas
electrificadas. Pero Ike puede decirnos cómo son las cosas ahí fuera.
Tras decir esto, se sentó, dejando a Ike a merced de la situación.
Se quedó allí de pie, escuchando los ligeros aplausos; la incomodidad que
mostraba parecía simpática y hasta un poco triste. Ali captó algunos de los
comentarios apenas murmurados sobre sus cicatrices y hazañas. Desertor, oyó decir a
alguien. Demente, caníbal, antiguo esclavo, animal. Todo se expresó con rapidez y
bordeando siempre lo superlativo. «¡Qué extraño! Cómo crece la leyenda», pensó
ella. Hacían que pareciese como un socíópata y, sin embargo, se sentían atraídos
hacia él, animados por el romanticismo de sus imaginadas hazañas.
Dwight los dejó con su curiosidad. Las vías produjeron silbidos en el creciente
silencio que se hizo y la gente empezó a sentirse incómoda. Ali había observado
cientos de veces cómo los estadounidenses y los europeos se irritaban ante el silencio.
En contraste con ello, Dwight era totalmente primigenio con su sentido de la
paciencia. Finalmente, su reticencia a hablar demostró ser imposible de soportar.
—¿No tiene nada que decir? —preguntó Shoat.
—Mire —contestó Dwight encogiéndose de hombros—, hacía mucho tiempo
que no pasaba un día tan interesante. Ustedes saben muy bien de lo que hablan.
Ali no estaba preparada para eso. Ninguno de ellos lo estaba. Aquel extraño
bruto había permanecido durante toda la tarde sentado al fondo del vagón,
procurando no llamar la atención mientras se educaba en silencio. ¡Ellos lo educaban!
Era encantador. Shoat parecía molesto. Quizá aquello se convirtiera en un
espectáculo en el que sólo se mostrara a un monstruo.
—¿Qué le parecen unas pocas preguntas? ¿Hay alguna pregunta?
—Señor Crockett —dijo una mujer del MIT—, ¿es capitán o algún otro empleo?
—No —contestó él—. Me expulsaron, así que no tengo ningún rango. Y
tampoco tiene que molestarse con eso de «señor».
—Muy bien, Dwight, entonces —siguió diciendo la mujer—. Quería preguntar...
—No, no Dwight —interrumpió él—. Es Ike.
—¿Ike?
—Continúe.
—Los abisales han desaparecido —dijo ella—. La civilización cotidiana hace
retroceder un poco más la noche. La pregunta que quiero hacerle es si resulta
realmente peligroso estar aquí abajo.
—Las cosas tienen una dinámica propia —dijo Ike.
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—¿Quiere eso decir que no vamos a sufrir ningún daño? —insistió la mujer.
—¿Es eso lo que les ha dicho este hombre? —preguntó Ike mirando a Shoat.
Ali se sintió incómoda. Él sabía algo que ellos desconocían. Pensándolo bien,
eso no era decir gran cosa. Shoat pasó al siguiente.
—¿Alguna otra pregunta?
Ali se levantó.
—Fue usted prisionero suyo. ¿Puede compartir con nosotros un poco de su
experiencia? ¿Qué le hicieron? ¿Cómo son los abisales?
El silencio cayó sobre el vagón comedor como una roca. Aquella era una
historia de campamento que podían escuchar durante toda la noche. Qué gran
recurso podría ser Ike para ella, con sus puntos de vista sobre los hábitos y la cultura
de los abisales. Hasta cabía la posibilidad de que hubiese aprendido su idioma. Ike le
dirigió una sonrisa.
—No tengo mucho que decir sobre aquellos tiempos.
Se produjo un murmullo general de decepción.
—¿Cree usted que siguen estando ahí, en alguna parte? ¿Existe alguna
posibilidad de que veamos a uno? —preguntó alguien más.
—¿Adonde nos dirigimos? —preguntó Ike.
A menos que Ali se equivocara mucho, estaba provocando intencionadamente a
Shoat, especulando sobre una información que se suponía no debían tener. La
irritación de Shoat aumentó.
—Sí, ¿adonde nos dirigimos? —preguntó un hombre.
—Sin comentarios —contestó Shoat por Ike.
—¿Ha estado usted alguna vez en el territorio particular al que vamos?
—Nunca —contestó Ike—. Escuch é rumores, claro. Pero nunca creí que
pudieran ser ciertos.
—¿Rumores? ¿Sobre qué?
Shoat comprobó su reloj. El tren experimentó una suave sacudida. Se
detuvieron lentamente. La gente acudió a las ventanillas para mirar y todos se
olvidaron momentáneamente de Ike. Shoat se levantó de su silla.
—Tomen sus bolsas y efectos personales. Cambiamos de tren.
Ali compartió un vagón plano y abierto con tres hombres y la carga, la mayor
parte formada por componentes de equipo pesado. Se sentó contra una grúa John
Deere que decía: «Planetarios, diferenciales». Uno de los hombres tenía demasiados
gases en el estómago y no hacía más que disculparse entre muecas.
El viaje fue suave. La arteria era artificial, taladrada para tener un diámetro
uniforme de siete metros. El lecho de la vía estaba formado por gravilla apisonada
rociada con aceite negro. Por encima, unas bombillas arrojaban una luz herrumbrosa.
Ali no podía dejar de pensar en un gulag siberiano. Las paredes estaban surcadas por
hilos, tuberías y cables.
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Había cavidades abiertas en los lados. No vieron a nadie, sólo arrastradoras,
cargadoras, excavadoras y maquinaria para el tendido de tuberías, ruedas de caucho
amontonadas y traviesas de cemento. La vía producía un sonido de rodadura bajo las
ruedas. Ali echaba de menos el clic-clac de las juntas del ferrocarril. Recordaba un
viaje en tren con sus padres durante el que se quedó dormida, arrullada por aquel
ritmo, mientras el mundo pasaba ante la ventanilla.
Ali le dio una de sus manzanas frescas al hombre que todavía estaba despierto.
Las habían cultivado en los huertos hidropónicos de la ciudad de Nazca.
—A mi hija le encantan las manzanas —le dijo el hombre, y le mostró una foto.
—Es una joven muy hermosa —dijo Ali.
—¿Tiene hijos? —le preguntó el hombre. Ali se extendió una chaqueta sobre las
rodillas. —Oh, no creo que pudiera soportar abandonar a un hijo —respondió, quizá
demasiado rápidamente. La expresión del hombre se contrajo y Ali se apresuró a
añadir—: No quería decirlo de ese modo.
El tren era implacablemente suave. No aminoraba la marcha y no se detenía. Ali
y sus vecinos improvisaron una letrina con cierta intimidad, amontonando algunas
de las cajas. Tomaron una sopa comunal a la que cada uno contribuyó con algo de
comida.
A medianoche, las paredes dejaron de tener un color canela para adquirir otro
bronceado. Sus compañeros estaban dormidos cuando el tren entró en una capa de
fósiles marinos. Había exoesqueletos, algas antiguas, un grupo de diminutos
braquiópodos. Los taladros habían cortado aquel rico yacimiento con total
impunidad.
—¿Has visto eso, Mapes? —gritó una voz desde el vagón delantero—.
¡Artrópodos!
—¡Trilobitomorfos! —gritó Mapes en extasiada respuesta desde atrás.
—¡Habría que comprobar esos surcos dorsales! ¡Que me aspen!
—¡Pues fíjate en lo que viene ahora, Mapes! ¡Ordovícico antiguo!
—¡Ordovícico, demonios! —aulló Mapes—. Eso es cámbrico, hombre. Del
inicial. Fíjate en esa roca. ¡Mierda, hasta es posible que sea del precámbrico tardío!
Los fósiles se entrelazaban y entretejían como un tapiz de varios kilómetros de
longitud. Luego, las paredes volvieron a quedar en negro.
A las tres de la madrugada llegaron a los restos de la primera emboscada que
veían. Al principio no parecía más que un accidente de tráfico.
Las pistas se iniciaron con una alargada señal de arañazo en la pared de la
izquierda, allí donde alguna clase de vehículo había golpeado la piedra. De repente,
la señal saltaba a la pared de la derecha, donde se hundía en la roca, para rebotar de
nuevo hacia la otra pared. Alguien había perdido el control.
Las pruebas se hicieron más violentas, más enigmáticas. Fragmentos rotos de
piedra mezclados con cristales de faros y luego una sección desgarrada de pesada
maquinaria de acero.
Las estrías y los huesos continuaban, a la derecha y luego a la izquierda.
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Aquel alocado rebote terminó varios kilómetros más adelante. Lo único que
quedaba del peligroso trayecto era un amasijo de metal. La destruida pala
retroexcavadora estaba desgarrada y abierta.
Pasaron a su lado. La piedra aparecía chamuscada, pero también con surcos. Ali
había visto zonas de guerra en África y reconoció la huella estrellada y astillada de
una explosión.
Al otro lado de un recodo se encontraron con dos cruces blancas colocadas al
estilo latino, en una gruta excavada en la pared. Fragmentos de pelo, andrajos y
huesos animales aparecían claveteados a la piedra. Comprendió que los andrajos
eran en realidad pellejos de cuero. Pieles. Pieles desolladas. Aquello era un
monumento conmemorativo a los caídos.
Después de eso transcurrieron varios kilómetros en silencio. Aquí estaban por
fin, ante sus ojos, todas las leyendas de su infancia sobre luchas desesperadas
sostenidas ferozmente contra mutantes bíblicos, allí donde el destino había querido
que se produjeran. Pero eso no era como un noticiero en la televisión que se pudiera
apagar. Ni el infierno de un poeta en un libro que pudiera dejarse de nuevo en la
estantería. Aquí estaba el mundo en el que vivían ahora.
Hacia las cinco, Ali se quedó dormida. Al despertar, la piedra seguía pasando.
Las suaves paredes del túnel se hicieron menos regulares. Aparecieron fracturas. El
techo estaba recorrido por fisuras debidas a la presión que formaban filigranas. Las
grietas parecían al acecho, como lavabos oscurecidos. Ali vio un cartel de cartón en la
distancia. «Watts Gold, Ltd.», anunciaba. Una flecha indicaba hacia un camino
secundario que se bifurcaba y se perdía en la penumbra. Unos pocos kilómetros más
adelante, la pared se abrió hacia otro agujero de bordes recortados. Ali miró hacia el
interior y observó unas luces muy distantes, en la oscuridad. «Concesión Blockwick»,
decía un cartel. «Cuidado con el perro.»
A partir de aquí, caminos laterales y toscos túneles salían a cada kilómetro o dos
de la línea principal, identificados a veces como un campamento o una concesión
minera, anónima y de aspecto desagradable. Algunos aparecían iluminados en sus
puntos más profundos con diminutos fuegos.
Otros estaban tan oscuros como pozos, abandonados. ¿Qué clase de gente era
capaz de enterrarse en un lugar tan remoto como aquel? H. G. Wells lo había captado
bien en su
Máquina del tiempo.
El inframundo no estaba poblado por demonios, sino
por obreros.
Ali olió el asentamiento mucho antes de que llegaran. La contaminación olía en
parte a petróleo, en parte a aguas fecales sin tratar y en parte a cordita y polvo. Le
empezaron a lagrimear los ojos. El aire se hizo más espeso y luego pútrido. Eran las
cinco de la madrugada.
Las paredes del túnel se ampliaron y luego se abrieron a un espacio cavernoso,
envuelto en la contaminación, sobre el que se cernían brillantes farallones de color
turquesa iluminados por varios focos, en un atisbo de civilización. Evidentemente, la
carga de la oscuridad era demasiada como para verse superada por la diminuta
ración de electricidad traída desde la ciudad de Nazca. A pesar de los alegres
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farallones tipo Matisse, aquello no parecía ser un lugar agradable para pasar todo un
año.
—¿Helios ha construido aquí un instituto científico? —preguntó uno de los
compañeros de Ali—. ¿Por qué molestarse?
—Esperaba encontrarme con algo un poco más moderno —comentó otro—.
Este lugar no parece muy cómodo.
El tren cruzó por una abertura hecha en una reluciente capa de alambre de
espino. Aquello era como una ciudad construida de afilados cuchillos. Los rollos de
alambre de espino se apilaban los unos sobre los otros, alcanzando en algunos
lugares alturas de hasta siete metros. El afilado alambre ocupaba más espacio que el
propio asentamiento, constituido simplemente por un conjunto de tiendas de
campaña montadas sobre pequeñas plataformas cortadas y colocadas sobre la ladera
descendente.
El tren se detuvo al borde de un farallón que caía por el otro lado hacia un
abismo. Más allá de la barrera vieron un cuerpo disecado y suspendido en lo alto de
la sección exterior de una maraña de alambre de espino. El rictus de la criatura era
casi de gozo.
—Un abisal —comentó un científico—. Seguramente intentó atacar la colonia.
Todos se asomaron para mirar. Pero los andrajos que colgaban del cuerpo eran
los de un soldado estadounidense, que probablemente había tratado de salir de allí
abriéndose paso por encima del alambre de espino, como si algo lo persiguiera.
El ferrocarril terminaba en un complejo de búnkers erizado de cañones
eléctricos. No cabía la menor duda acerca de su función. Si el asentamiento era
atacado, la gente debía acudir allí. Aquel tren sería su última esperanza de salir.
Un escuálido colono con pantalones de lona tomó notas sobre un trozo de papel
cuando pasaban. A excepción de los dientes de acero, podría haber sido un extra en
una película sobre campesinos.
—¿Cómo le va? —le preguntó uno de los compañeros de Ali.
Por toda respuesta, el colono escupió.
El tren se deslizó dentro del bunker y se detuvo. Inmediatamente se vio
asaltado por grupos de hombres con grandes manazas y los pies descalzos. Los
obreros ofrecían un aspecto degradado, y algunos apenas eran reconocibles como
humanos anatómicamente modernos. No se trataba únicamente de los enormes
músculos a lo Hulk, de las pobladas cejas a lo Abe Lincoln, de los pómulos y los
intercambios de sonidos guturales. También olían de modo diferente, despedían un
olor almizcleño. Algunos de ellos mostraban excrecencias óseas que les crecían a
través de la carne. Muchos llevaban cintas de arpillera atadas sobre sus cabezas para
protegerlas de la débil iluminación de la estación de clasificación del ferrocarril.
Mientras Ali y los demás saltaban al suelo desde los vagones planos, los obreros
arrojaban cadenas y correas y descargaban manualmente cajas que pesaban muchas
decenas de kilos. Ali se sintió fascinada por su enorme fortaleza y sus deformidades.
Varios de aquellos gigantes observaron su mirada de atención y sonrieron.
El Descenso
Jeff Long
Ali caminó a lo largo de los vagones, entre cajas, cajones y equipo para remover
la tierra. Se unió a la multitud que estaba sobre un andén plano, espectacularmente
asomado al borde del gran abismo. El andén estaba bordeado por un muro de
piedra, como el que se encuentra en el Gran Cañón o en Yosemite. En lugar de
telescopios de pago para mirar, a lo largo del muro había montadas ametralladoras y
cañones eléctricos. Allá abajo pudo observar los tramos superiores de un sendero que
serpenteaba de un lado a otro, descendiendo por la pared del abismo, hasta perderse
en una negrura sin fondo.
Algunos de los locales se entremezclaban con los miembros de la expedición.
No se habían lavado desde hacía meses, o quizá años. Los retales de sus ropas se
veían más soldados que cosidos. Lo miraban todo con ojos de mineros del carbón,
como brillantes agujeros blancos en las muecas de sus caras. Ali creyó ver allí leves
rasgos de locura, como la que se observa a veces en los animales enjaulados de los
zoológicos. Los mangos y culatas de sus machetes y armas de fuego estaban
brillantes por el uso.
Un hombre de aspecto famélico, con las mejillas recientemente raspadas, que no
afeitadas, pronunciaba un discurso de bienvenida en nombre de la ciudad. Ali
imaginó que debía de ser el alcalde. Señaló orgullosamente hacia los farallones
turquesa y luego se lanzó a exponer una breve historia de Esperanza, su primer
habitáculo humano construido cuatro años antes, la «llegada» del ferrocarril un año
más tarde, cómo las milicias locales habían rechazado el último ataque, hacía ya «más
de dos años», y los recientes descubrimientos de yacimientos de oro, platino e iridio.
A continuación hizo una descripción del futuro de la ciudad, los planes para
construir rascacielos frente a los farallones, un reactor nuclear que permitiría
iluminar la cámara permanentemente, una fuerza profesional de seguridad, otro
túnel para una segunda línea de ferrocarril y, quizá algún día, su propio tubo
elevador hacia la superficie.
—Discúlpeme —le interrumpió alguien—. Hemos realizado un largo viaje y
estamos cansados. ¿No podría indicarnos dónde está la estación científica?
El alcalde contempló las notas que había tomado para su discurso, sin saber qué
hacer. Algunos trozos de tejido se le pegaban a los cortes del afeitado.
—¿Estación científica? —preguntó.
—El instituto de investigación —gritó alguien.
Shoat avanzó y se colocó delante del alcalde.
—Pueden entrar —les dijo a los científicos—. Hemos dispuesto comida caliente
y agua limpia. Dentro de una hora se les explicará todo.
—No hay estación científica —les dijo finalmente Shoat.
Un grito se elevó entre los reunidos. Shoat los tranquilizó con movimientos de
las manos.
—No hay estación —repitió—. No hay instituto, ni cuartel general, ni
laboratorios. Ni siquiera hay un campamento base. Todo ha sido una ficción.
El Descenso
Jeff Long
Los presentes, en lo más profundo del bunker, explotaron con más maldiciones
y gritos. Aunque anonadada por la decepción, Ali tuvo que concederle algún crédito
a Shoat. La furia del grupo rayaba en lo homicida, a pesar de lo cual él se mantuvo
firme ante ellos.
—¿Qué está haciendo? —preguntó una mujer.
—Lo que hago, en nombre de Helios, es proteger el mayor secreto comercial de
todos los tiempos —respondió Shoat—. Es una cuestión de propiedad intelectual,
una cuestión de posesión geográfica.
—¿A qué viene tanto entusiasmo?
—Helios ha gastado enormes sumas de dinero para desarrollar la información
que están ustedes a punto de ver. No tienen ni idea de cuántas otras organizaciones,
empresas, gobiernos extranjeros o ejércitos matarían por saber lo que les será
revelado. Éste es el último gran secreto de la Tierra.
—¡Tonterías! —gritó alguien—. Sólo díganos para qué nos ha secuestrado.
Shoat no se inmutó.
—Les presento al jefe del departamento de cartografía de Helios —dijo, y abrió
una puerta oculta en una pared.
El cartógrafo era un hombre diminuto de piernas abiertas y combadas. Tenía
una cabeza demasiado grande para su cuerpo. Sonrió automáticamente. Ali no le
había visto en el tren y supuso que debía de haber llegado antes. El hombre apagó las
luces.
—Olvídense de la Luna —les dijo—. Olvídense de Marte. Están ustedes a punto
de caminar sobre el planeta que hay dentro de nuestro planeta.
Se encendió una pantalla de vídeo. La primera imagen fue una foto fija de un
amarillento mapa de Mercator.
—Este era el mundo en 1587 —dijo. La silueta del cartógrafo se reflejó sobre la
gran pantalla—. Al faltarle datos, el joven Mercator se basó en las narraciones de
Marco Polo, basadas a su vez en otras narraciones y en el folclore. Esto, por ejemplo
—señaló una deformada Australia—, fue un completo invento, una hipótesis
medieval. La lógica sugería que los continentes del norte tenían que verse
equilibrados por continentes en el sur, de modo que se inventó un lugar mítico,
llamado
Terra Australis Incógnita,
que Mercator incorporó a su mapa. Y lo más
maravilloso de todo fue que, utilizando este mapa, los marinos descubrieron
Australia. El cartógrafo señaló hacia lo alto con su lápiz.
—Ahí arriba hay otro lugar inventado por la imaginación de Mercator. Lo llamó
Polus Arcticus.
Una vez más, los exploradores descubrieron el Ártico basándose en
una ficción. Ciento cincuenta años más tarde el cartógrafo francés Phillipe Buache
trazó un gigantesco e igualmente imaginario Polo Antártico para contrarrestar el
imaginario Ártico de Mercator. Y una vez más los exploradores lo descubrieron
utilizando un mapa hecho a partir del mito. Lo mismo sucede con el infierno y con lo
que están ustedes a punto de ver. Podrían decir que mi departamento de cartografía
se ha inventado una realidad para que ustedes la exploren.
El Descenso
Jeff Long
Ali miró a su alrededor. La única figura que se encontraba entre los presentes
que le impresionaba era Ike. La fascinación que sentía por él empezaba a convertirse
en un enigma para ella misma. En aquellos momentos ofrecía un aspecto
singularmente extraño, al llevar gafas de sol en una sala ya oscurecida.
El viejo mapa se convirtió en un gran globo terráqueo que giraba lentamente
detrás del cartógrafo. Era una vista tomada por satélite, en tiempo real. Las nubes se
arracimaban contra las cadenas montañosas o se extendían sobre los océanos azules.
En el lado nocturno titilaban las luces de las ciudades, como incendios en los
bosques.
—Llamamos a esto Nivel Uno —siguió diciendo el cartógrafo. El globo
terráqueo se detuvo, mostrándoles la vasta extensión del Pacífico—. Hasta la segunda
guerra mundial estábamos convencidos de que el lecho del océano era una enorme
superficie plana, cubierta con un espesor uniforme de sedimentos marinos. Entonces
se inventó el radar, que nos tenía reservada una buena sorpresa.
La imagen de vídeo cambió.
—El resultado fue que el fondo del océano no era tan plano.
Varios trillones de litros de agua se desvanecieron en un instante y se quedaron
contemplando el lecho del mar desprovisto de agua, con sus trincheras y fallas, con
sus montañas marinas, como tantas otras arrugas y verrugas.
—A un alto coste, Helios ha pelado la cebolla hasta niveles todavía más
profundos. Hemos consolidado un mosaico aéreo-sísmico de imágenes superpuestas
de la Tierra. Hemos recopilado toda la información disponible, desde estaciones
sísmicas y trineos sónicos arrastrados por los barcos, hasta sismógrafos de los
perforadores de petróleo y tomografías de la Tierra tomadas a lo largo de un período
de más de 95 años. Luego, las hemos combinado con los datos obtenidos por satélite
sobre la medición de las alturas de la superficie oceánica, coeficientes inversos de
albedo, campos de gravedad, datos geomagnéticos y gases atmosféricos. Todos esos
métodos se habían empleado con anterioridad, pero nunca todos en combinación. El
resultado es una serie de vistas deslaminadas de la región del Pacífico, capa por capa.
—Ahora parece que vamos llegando a alguna parte —gruñó uno de los
científicos.
La propia Ali lo percibió. Aquello era algo grande.
—Seguramente habrán visto con anterioridad topografías del lecho marino —
siguió diciendo el cartógrafo—. Pero la escala debió de ser, en el mejor de los casos,
de 1:29 millones. Lo que ha producido nuestro departamento para el Nivel Dos es
casi el equivalente a caminar sobre el fondo del océano. Una escala de 1:16.
Apretó un botón en el ratón que sostenía en la palma de la mano y la imagen se
aumentó. Ali tuvo la sensación de encogerse, como Alicia en el País de las Maravillas.
Un punto coloreado en medio del Pacífico se agrandó y se convirtió en un imponente
volcán.
—Éste es el pico submarino Isakov, al este de Japón. Profundidad 1.698
fathoms.
Un
fathom,
como sabrán muchos de ustedes, equivale a seis pies, lo que da, en metros,
una profundidad total de 3.343 metros. Solemos utilizar
los fathoms
para las lecturas
El Descenso
Jeff Long
de profundidad y los pies o metros para las de elevación. Aquí utilizarán ambas: los
fathoms
para su posición relativa con respecto al nivel del mar, y los pies o metros
para medir las alturas de los techos de las grutas y otras características subterráneas.
Sólo tienen que recordar convertir los
fathoms
cuando se encuentren allí abajo.
«¿Allí abajo? —pensó Ali—. ¿Acaso no estamos ya allí?»
El cartógrafo movió el ratón. Ali tuvo la sensación de que se lanzaba a volar
entre las paredes de un cañón. Luego, la imagen los lanzó hacia una llanura de
sedimentos aplanados que cruzaron a gran velocidad.
—Por delante está la fosa Challenger, que forma parte de la sima de las
Marianas.
De repente, cayeron en picado desde la llanura hacia el abismo vertical.
—Aquí hay 5.971
fathoms
—dijo—, equivalentes a 35.827 pies, es decir, 11.754
metros. Éste es el punto conocido de la Tierra más profundo. Hasta ahora.
La imagen volvió a cambiar. Un sencillo dibujo mostraba una sección
transversal de la corteza terrestre.
—Por debajo de los continentes, las cavidades abisales no son excepcionalmente
profundas. Explotan en su mayor parte la piedra caliza superficial ya erosionada por
el agua, creando formaciones tan tradicionales como colinas y grutas. La atención
pública se ha fijado últimamente en ellas porque son las que están más cerca de casa,
por debajo de las ciudades y barrios residenciales. Uno de los últimos cálculos,
tomados de una estimación combinada militar, afirma que los túneles continentales
se extienden a lo largo de 741.000 kilómetros lineales, con una profundidad media de
sólo 590 metros.
»E1 lugar al que van ustedes es considerablemente más profundo. Por debajo de
la corteza terrestre nos encontramos con una roca completamente diferente a la
piedra caliza, mucho más reciente en términos geológicos que la roca continental.
Hasta hace unos pocos años se presumía que el interior de la roca oceánica no era
poroso y que estaba demasiado caliente y a demasiada presión como para permitir la
vida. Ahora sabemos que no es así.
»E1 abismo situado por debajo del Pacífico es de basalto, que se ve atacado cada
pocos cientos de miles de años por enormes intrusiones de magma de sulfuro de
hidrógeno o ácido sulfúrico, que se abren paso serpenteando desde las capas más
profundas. Esa especie de salmuera acida se abre paso a través del basalto como si se
tratara de gusanos que atacan una
manzana..
Ahora creemos que en la roca, por
debajo del Pacífico, puede haber hasta algo menos de diez millones de kilómetros de
cavidades producidas de forma natural, a una altura media de 5.100
fathoms,
poco
más de 10.000 metros por debajo del nivel del mar.
—¿Diez millones de kilómetros? —repitió alguien.
—Correcto —asintió el cartógrafo—. Naturalmente, los seres humanos no
podemos pasar por la mayor parte de esas cavidades, pero tenemos más que
suficiente con los lugares por donde sí podemos pasar. De hecho, parece ser que esos
pasajes se han utilizado durante miles de años.
Abisales, pensó Ali, y casi pudo escuchar el silencio que se hizo a su alrededor.
El Descenso
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La pantalla se llenó de gris, atravesado por líneas y agujeros tortuosos. El efecto
general era el de gusanos abriéndose paso a través de un bloque de barro, surgiendo
para volverse a introducir en la zona siguiente.
—El lecho del Pacífico abarca aproximadamente una extensión de 154 millones
de kilómetros cuadrados. Como pueden ver, está recorrido por estas cavidades, que
tienen centenares y miles de kilómetros. Desde el Nivel 15, aproximadamente a 6,4
kilómetros de profundidad, la densidad de la roca y el estado limitado de nuestra
tecnología hacen que nuestra escala descienda a 1:120.000, a pesar de lo cual nos las
hemos arreglado para contar unas dieciocho mil ramificaciones subterráneas
importantes.»Parecen acabar en callejones sin salida o trazar círculos sobre sí
mismas, sin llevar a ninguna parte. Todas, excepto una. Creemos que ese túnel
concreto fue excavado por una intrusión acida en época relativamente reciente, hace
menos de cien mil años, lo que sólo representa un momento en el tiempo geológico.
Parece haberse abierto paso desde debajo del sistema de fosas de las Marianas, para
luego avanzar como un sacacorchos hacia el este, en dirección a un basalto cada vez
más y más reciente. Este túnel va desde el Punto A, donde estamos esta mañana,
hasta el Punto B. —Caminó de este a oeste a lo largo de la pantalla, trazando una
línea con el lápiz a través de todo el territorio del Pacífico—. El Punto B se halla
situado a 0,07 grados norte por 145,23 grados este, justo dentro del sistema de la fosa
de las Marianas. Allí se hunde más y más profundamente, por debajo de la fosa.
»No sabemos con seguridad adonde conduce. Probablemente enlaza con el
sistema de las Carolinas, al oeste de las Filipinas. De los sistemas de placas asiáticas
surge una profusión de túneles que permiten el acceso a los sótanos de Australia, al
archipiélago indonesio, a China, etcétera. Adonde quieran. Por todas partes hay
puertas de acceso a la superficie. Creemos que todas ellas se conectan con la red
subpacífica aquí, en el Punto B, pero aún estamos llevando a cabo un escaneo
sistemático. Se trata de un eslabón cartográfico perdido por el momento, como lo
fueron en su época las fuentes del Nilo. Pero no lo será por mucho tiempo. En menos
de un año van a decirme ustedes a dónde conduce.
Ali y los demás tardaron un buen rato en comprenderlo.
—¿Nos va a enviar ahí? —preguntó alguien, asombrado.
Ali se sentía atónita. No podía ni empezar a comprender la enormidad de la
empresa. Nada de lo que January o Thomas le dijeron la había preparado para esto.
Escuchó cómo la gente respiraba dificultosamente a su alrededor. ¿Qué podía
significar un viaje tan audaz?, se preguntó. ¿Por qué enviarles a lo largo de todo
aquel trayecto hasta
Asia? Se trataba sin duda de una especie de estratagema, de una jugada
geopolítica de ajedrez. Le recordó menos la travesía de exploración del río Missouri
realizada por Lewis y Clark que las grandes expediciones de descubrimiento
organizadas por España, Portugal e Inglaterra.
Se quedó atónita. Su viaje tenía la intención de ser una declaración, un
«pronunciamiento». Fuera adonde fuese la expedición, Helios afirmaría sus
dominios. Y el cartógrafo acababa de comunicarles adonde iban por debajo del
El Descenso
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ecuador: desde América del Sur hasta la China. Ali comprendió inmediatamente el
gran plan. Helios, es decir, Cooper, el presidente fracasado, intentaba reclamar para
sí todo el subsuelo de la cuenca oceánica. Iba a crear una nación para sí mismo. Pero
¿una nación del tamaño del océano Pacífico? Tenía que hacerle llegar aquella
información a January.
Ali permaneció sentada en la oscuridad, mirando la pantalla con la boca abierta.
¡Sería más grande que todas las naciones juntas de la Tierra! Helios sería la
propietaria de casi la mitad del planeta. ¿Qué podría hacerse con un espacio tan
inmenso? ¿Cómo se podría manifestar tal poder? Estaba auténticamente
impresionada ante la grandeza de la empresa. Una visión tan imperial era algo
virtualmente psicótico. Y ella y estos científicos habían de ser los agentes que lo
consiguieran.
Sus vecinos se hallaban sumidos cada uno en sus propios pensamientos.
Probablemente, la mayoría sopesaban los riesgos, ajustaban sus objetivos de
investigación, se adaptaban a la amplitud del desafío, calculaban las posibilidades.
—¡Shoat! —gritó entonces un hombre. Atento, el rostro de Shoat apareció bajo
una luz del podium—. Nadie nos comunicó nada de esto —dijo el hombre.
—Firmó usted un contrato por un año —le indicó Shoat. —¿Espera que
atravesemos el océano Pacífico? ¿A una profundidad de dos a cuatro kilómetros por
debajo del lecho oceánico? ¿A través de un territorio inexplorado? ¿De un territorio
abisal?
—Yo les acompañaré a lo largo de todo el camino —dijo Shoat.
—Pero nadie ha ido nunca más allá de la placa de Nazca, hacia el oeste.
—Eso es cierto. Nosotros seremos los primeros.
—Lo que está diciendo es que tendremos que avanzar durante todo un año.
—Ésa fue precisamente la razón por la que pusimos en marcha un programa de
trabajo y ejercicios durante los últimos seis meses. Todas esas paredes de escalada,
escalas maestras y obstáculos que superar no se prepararon para mejorar su
agradable aspecto.
Ali casi pudo percibir al grupo, realizando cálculos.
—No tiene ni idea de lo que hay allí —dijo alguien.
—Eso no es del todo cierto —dijo Shoat—. Tenemos alguna idea. Hace dos años
una misión militar de reconocimiento tanteó parte del camino. Básicamente,
encontraron los restos de un pasaje prehistórico, una red de túneles y cámaras bien
marcadas que han sido mejoradas y mantenidas durante un período de varios miles
de años. Creemos que puede haberse tratado de una especie de Ruta de la Seda del
abismo del Pacífico.
—¿Hasta dónde llegaron los soldados?
—Treinta y siete kilómetros —contestó Shoat—. Luego se dieron media vuelta y
regresaron.
—Soldados armados.
—Ellos no estaban preparados —dijo Shoat inamovible—. Nosotros sí.
—¿Y qué pasa con los abisales?
El Descenso
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—No hemos visto a ninguno desde hace dos años —dijo Shoat—. Pero, sólo
para estar seguros, Helios ha contratado una fuerza de seguridad, que nos
acompañará a lo largo de todo el camino.
Se levantó un caballero. Llevaba patillas a lo Arthur Clarke y gafas negras de
concha y se había quitado la tarjeta de identificación. Ali conocía su rostro por las
fotos de las contraportadas de sus numerosos libros. Era Spurrier, un famoso
primatólogo.
—¿Qué me dice de las limitaciones humanas? Su proyectada ruta debe de tener
ocho mil kilómetros de longitud. El cartógrafo se volvió hacia el mapa que relucía en
la pantalla. Su dedo trazó un conjunto de líneas que cruzaban varias veces la curva
ecuatorial.
—En realidad, teniendo en cuenta todos los recodos y giros, las pérdidas y
ganancias de verticalidad, un cálculo más exacto daría unos trece mil kilómetros más
o menos.
—¿Trece mil kilómetros? —repitió Spurrier—. ¿En un solo año? ¿A pie?
—Por el momento, nuestro viaje en tren nos ha permitido recorrer algo más de
dos mil kilómetros sin necesidad de dar un paso.
—Lo que nos deja sólo once mil kilómetros por recorrer. ¿Se supone que
debemos caminar ininterrumpidamente durante un año?
—La madre naturaleza nos echará una mano —dijo el cartógrafo.
—Hemos detectado movimientos significativos a lo largo de la ruta —intervino
Shoat—. Creemos que hay un río.
—¿Un río?
—Que se mueve de este a oeste y que debe de tener unos mil seiscientos
kilómetros de longitud.
—Un río teórico. Nadie lo ha visto.
—Nosotros seremos los primeros.
—En ese caso no tendremos sed —comentó Spurrier, sin resistirse.
—¿Es que no se dan cuenta? —preguntó Shoat—. Eso significa que podemos
flotar. Se quedaron todos boquiabiertos.
—¿Y los suministros? ¿Cómo vamos a transportar lo suficiente para resistir un
año?
—Empezaremos con porteadores. Después, cada cuatro o seis semanas,
recibiremos nuestros suministros mediante agujeros de sondeo. Helios ya ha
empezado a taladrar agujeros de suministros para nosotros, en puntos seleccionados
previamente. Perforarán directamente a través del lecho oceánico para salir al
encuentro de nuestra ruta y bajarnos alimentos y equipos. Y, a propósito, en esos
puntos tendremos breves contactos con el Mundo. Podrán comunicarse con sus
familias. Incluso podremos evacuar a los enfermos o heridos.
Todo parecía razonable.
—Es algo radical y osado —siguió diciendo Shoat—. Es un año de sus vidas que
podrían pasar sentados en un agujero como este. En lugar de eso, dentro de un año
habremos pasado a la historia. Estarán escribiendo artículos y publicando libros
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sobre esto durante el resto de sus vidas. Eso cimentará su fama, les permitirá obtener
cátedras universitarias, ganar premios y gloria. Sus hijos y nietos les rogarán que les
cuenten la historia de lo que ahora se disponen a hacer.
—Es una decisión muy grave —dijo un hombre—, tengo que consultar con mi
esposa.
Se escuchó un murmullo general de aprobación.
—Me temo que la línea de comunicaciones se ha cortado.
Era una mentira evidente, Ali estaba convencida. Pero eso formaba parte del
precio. Shoat les trazaba una línea para que la cruzaran.
—Naturalmente, pueden enviar comunicación por correo. El siguiente tren de
regreso a la ciudad de Nazca parte dentro de dos meses.
Helios jugaba fuerte, imponiendo un embargo total de información.
Shoat los examinó a todos con una frialdad de reptil.
—No espero que todos los presentes aquí esta noche estén con nosotros por la
mañana. Tienen libertad para regresar a casa, naturalmente.
Al cabo de dos meses, en el tren. La expedición habría tenido unos inicios muy
difíciles si se hubiese producido alguna filtración a los medios de comunicación.
Miró su reloj.
—Se hace tarde —dijo Shoat—. La expedición se pone en marcha a las seis, de
modo que sólo disponemos de unas pocas horas para dormir donde prefieran. Será
suficiente, no obstante. Estoy firmemente convencido de que cada uno de nosotros ha
venido a este mundo con decisiones ya tomadas.
Se encendieron las luces. Ali parpadeó. Por todas partes la gente se inclinaba
hacia adelante sobre los respaldos de los asientos, se frotaba las manos, hacían
cálculos. Los rostros aparecían encendidos por el entusiasmo. Pensando
rápidamente, buscó la reacción de Ike, tratando de averiguar cómo juzgaba la
propuesta. Pero él ya se había marchado, mientras las luces estaban aún apagadas.

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