lunes, 25 de mayo de 2009

EL DESCENSO Jeff Long (ebook) Octava parte

LA INQUISICIÓN

¿No puedes sacar a Leviatán con un anzuelo?
Dios hablándole a Job, Libro de Job

Islas Galápagos
Junio 2008
Parecía como si el helicóptero fuera a desplazarse interminablemente hacia el
oeste, sobre el agua azul cobalto, sin encontrar el menor asomo de tierra, manchada
de rojo por la puesta del sol. La noche la persiguió a través del infinito Pacífico.
Infantilmente, Ali deseó que pudieran mantenerse por delante de la oscuridad.
Las islas estaban completamente cubiertas por kilómetros y kilómetros de
intrincados andamiajes y muelles, que en algunos lugares llegaban a alcanzar los
diez pisos de altura. Tras esperar montones de lava amorfa, Ali se encontraba con
una geometría perfecta. Desde luego, habían trabajado mucho aquí. El Depósito de
Nazca, llamado así por la placa geológica que lo sustentaba, no era más que un
enorme garaje de aparcamiento anclado sobre pilones. Los supercargueros flotaban
al lado, con las bocas de sus bodegas abiertas, engullendo pequeñas montañas
simétricas de mineral en bruto que llegaba en cintas transportadoras. Los camiones
llevaban los contenedores desde un nivel al otro.
El helicóptero cortó por entre torres esqueléticas y aterrizó brevemente para
dejar a Ali, que se encogió ante el hedor de los gases que formaban neblinas. Había
sido previamente advertida. El Depósito de Nazca era una zona de trabajo. Había
barracones para los obreros, pero no instalaciones de servicios, ni siquiera catres o
máquinas expendedoras de Coca-Cola para los pasajeros en tránsito. Por casualidad
apareció un hombre a pie, entre los vehículos y los ruidos.
—Disculpe —le gritó Ali por encima del rugido del helicóptero—. ¿Cómo
puedo llegar a Bahía Nueve?
La mirada del hombre recorrió sus largos brazos y sus piernas y señaló hacia un
lugar, sin entusiasmo. Ella avanzó entre vigas y humos de diesel, y bajó tres tramos
de escalera hasta llegar a un montacargas con puertas que se abrían hacia arriba y
El Descenso
Jeff Long
hacia abajo, como mandíbulas. Alguien había escrito sobre la puerta: «Lasciate ogni
speranza, voi ch'entrate». Las palabras de bienvenida de Dante, en su idioma
original.
Ali se metió en el montacargas y apretó su número. Experimentó una extraña
sensación de alivio, aunque no pudo imaginar por qué. El montacargas la dejó en
una cubierta atestada de otros pasajeros. Allí abajo había cientos de personas, la
mayoría hombres, todos los cuales iban en una sola dirección. A pesar de la brisa del
mar, el aire olía a rancio a causa de su hedor, como si éste tuviera una fuerza propia.
En Israel, Etiopía y en la sabana africana le había tocado viajar entre masas de
soldados y obreros, y olían igual en todas partes. Era el olor de la agresión.
Con altavoces que les indicaban que hicieran cola, presentaran sus billetes y
mostraran sus pasaportes, Ali se dejó arrastrar por la corriente. «No se permiten
armas cargadas. Los infractores serán desarmados y se les confiscarán las armas.» No
se decía nada sobre la detención o el castigo. Era suficiente, pues, con que los
infractores fueran enviados abajo sin sus armas.
La multitud la condujo a lo largo de un enorme tablero de anuncios de quince
metros de longitud, dividido alfabéticamente, A-G, H-P, Q-Z. Allí se habían dejado
miles de mensajes, para que los encontraran otros: equipo a la venta, servicios para
alquilar, fechas y lugares de encuentro, direcciones de correo electrónico, cursos.
«Asesoría para el viajero», advertía un cartel de la Cruz Roja. «Se advierte a las
mujeres embarazadas que no deben descender. El daño fetal y/o la muerte debidos
a...»
Un cartel del Departamento de Salud indicaba los veinte mejores «fármacos de
las profundidades» y sus efectos secundarios. A Ali no le complació descubrir que la
lista también incluía dos de los medicamentos que llevaba en su botiquín personal.
Las seis últimas semanas habían sido un torbellino de preparativos, con vacunas que
ponerse, formularios Helios que rellenar y entrenamiento físico que realizar a cada
momento. Día tras día no hacía más que enterarse de lo poco que sabía realmente el
hombre sobre la vida en el subplaneta.
«Declare sus explosivos —atronó el altavoz—. Todos los explosivos deben estar
claramente marcados. Todos los explosivos deben enviarse por el Túnel K. Los
infractores serán...»
El movimiento de la multitud era peristáltico, repleto de inicios y detenciones.
En contraste con la mochila de Ali, el equipaje predominante se componía de cajas
metálicas, estilizados armarios de pie y bolsas de material resistente de 50 kilos con
cierres a prueba de balas. Ali nunca había visto tantas cajas de armas en toda su vida.
Aquello parecía una convención de guías de safari con cada una de las variedades de
trajes de camuflaje y armadura corporal, bandoleras, vainas y pistoleras. El vello en
el cuerpo y las venas abultadas en la garganta eran
de rigueur.
Se alegró de que el
grupo fuera numeroso, porque algunos de aquellos hombres la asustaban con sus
miradas.
El Descenso
Jeff Long
En realidad, se sentía aterrorizada y desequilibrada. Emprendía este viaje por
voluntad propia, naturalmente. Lo único que tenía que hacer era dejar de caminar y
el viaje se interrumpiría. Pero tenía toda la sensación de que aquí se iniciaba algo.
Tras pasar por los controles de seguridad, pasaportes y billetes, Ali se acercó a
un gran edificio construido de reluciente acero. Firmemente asentada en sólida
piedra negra, la enorme puerta de acero, titanio y platino parecía inamovible. Éste
era uno de los cinco pozos de ascensor del Depósito Nazca, que conectaba con el
principio de la parte inferior, a casi setecientos metros por debajo de sus pies. En la
perforación del complejo de pozos y vías de ventilación se emplearon más de cuatro
mil millones de dólares y costó varios cientos de vidas. Como proyecto de transporte
público, no se diferenciaba mucho de, por ejemplo, un aeropuerto nuevo o de la
construcción, siglo y medio antes, del sistema de ferrocarriles de Estados Unidos.
Estaría al servicio de la colonización durante las siguientes décadas.
Por pura necesidad la presión de soldados, colonos, obreros, fugitivos,
convictos, pobres, adictos, fanáticos y soñadores se fue haciendo más ordenada y
hasta cortés. Se daban cuenta finalmente de que habría espacio para todos. Ali
caminó hacia una batería de puertas de acero inoxidable situadas unas junto a otras.
Tres ya estaban cerradas. Una cuarta se cerró lentamente mientras se acercaba. Las
demás estaban abiertas.
Ali se dirigió hacia la entrada más alejada y menos atestada. En el interior, la
cámara era redonda, como un pequeño anfiteatro, con hileras concéntricas de
asientos de plástico que descendían hacia un centro vacío. Estaba oscuro y fresco, lo
que resultaba un alivio en comparación con la presión de los cuerpos calientes del
exterior. Se dirigió hacia el extremo más alejado, frente a la puerta. Después sus ojos
se adaptaron a la débil iluminación y eligió un asiento. A excepción del hombre
sentado en el extremo de la fila, estaba temporalmente sola. Ali dejó la mochila en el
suelo, respiró profundamente y dejó que se relajaran sus músculos.
El asiento era ergonómico, con un respaldo curvado para la columna y un arnés
de seguridad que se ajustaba sobre los hombros y se encajaba en el otro extremo
sobre el pecho. Cada asiento disponía de un tablero plegable a modo de mesita, una
red profunda para las pertenencias personales y una mascarilla de oxígeno. Había
una pantalla ultraplana incrustada en el respaldo de cada asiento. La suya mostraba
una lectura de altímetro de 0000 metros. El reloj alternaba sus indicaciones entre el
tiempo real y su momento de partida en números negativos. La partida del ascensor
estaba prevista para 24 minutos más tarde. La música ambiental suavizaba el tiempo
de espera.
Una alta ventana curva bordeaba la pasarela que corría por encima, de modo
muy similar a la pared de un acuario. El agua lamía el borde superior. Ali estaba a
punto de subir para echar un vistazo cuando se distrajo con una revista que había en
la red de al lado. Se titulaba
The Nazca News
y en la portada aparecía una imaginativa
pintura de un delgado tubo que se elevaba desde una cadena de montañas
submarinas, la representación artística del pozo de ascensor del Depósito Nazca. El
pozo parecía muy frágil.
El Descenso
Jeff Long
Ali probó a leer, pero su mente no lograba concentrarse. Se sentía inundada de
detalles: fuerzas G, índices de compresión, zonas de temperatura. «El agua del
océano alcanza su temperatura más baja (2 °C) a 4.000 metros por debajo de la
superficie. A partir de ahí se calienta gradualmente a medida que se desciende. En el
lecho del océano, el agua tiene una temperatura media de 2,4 °C).»
«Bienvenido al
moho
—decía una nota secundaria—. Situado en el borde
oriental de la cuenca del Pacífico, el acceso del Depósito Nazca se encuentra a una
profundidad de 4,8 kilómetros.»
Había recuadros y notas secundarias diseminadas por las páginas de la revista.
Una cita de Albert Einstein: «Tiene que haber algo muy oculto por detrás de las
cosas». Había un cuadro de gases residuales y sus efectos sobre diversos tejidos
humanos. Otro artículo hablaba de Rock Vision y había imágenes de anomalías
geológicas encontradas a cientos de metros en vetas mineras. Ali cerró la revista.
En la contraportada aparecía un anuncio de Helios, con el sol alado sobre un
fondo negro.
Observó a su vecino. Estaba sólo a unos pocos asientos de distancia, pero en la
penumbra apenas pudo distinguir su silueta.
El no la miraba, a pesar de lo cual el instinto le indicó a Ali que estaba siendo
observada. Con la cara inclinada hacia adelante, llevaba gafas oscuras, como las que
suelen utilizar los soldadores. Eso lo convertía en un obrero, decidió. Pero entonces
vio sus pantalones de camuflaje. Un soldado, se corrigió. El perfil de su mandíbula
llamaba la atención. El corte de pelo, que definitivamente se hacía él mismo, era
atroz.
Se dio cuenta de que el hombre olisqueaba delicadamente el aire. La estaba
oliendo.
Varias figuras aparecieron en la puerta, y la presencia de más pasajeros le
permitió atreverse.
—¿Desea algo? —le preguntó al hombre.
Él se volvió para mirarla. Las gafas eran tan oscuras y las lentes tan rayadas y
pequeñas, que se preguntó si aquel hombre podría ver algo. Un momento más tarde,
Ali descubrió las marcas que llevaba en la cara. Incluso en la semipenumbra se dio
cuenta de que los tatuajes no eran simplemente tinta incrustada en la carne. Quien
hubiera decorado aquello había utilizado un cuchillo para realizar su tarea. Sus altos
pómulos tenían incisiones y escarificaciones. La brutalidad que ello traslucía la
sobresaltó.
—¿Le importa? —le preguntó él con un susurro, acercándose más a su asiento.
¿Para olerla mejor?, se preguntó Ali. Miró rápidamente hacia la puerta, por
donde llegaban más pasajeros.
—Hable más alto —le espetó ella.
Por increíble que pudiera parecer, las gafas apuntaban hacia sus senos. Incluso
se inclinó un poco hacia ellos para mejorar la vista. Por lo visto, era estrábico.
—¿Qué está haciendo? —le preguntó con tono exigente.
—Hace ya mucho tiempo —dijo él—. Yo antes conocía esas cosas...
El Descenso
Jeff Long
Su audacia la dejó asombrada. Si se acercaba un poco más, le cruzaría la cara de
un bofetón.
—¿Qué son? —preguntó, señalándole directamente los senos.
—¿Me está hablando en serio? —preguntó Ali en un susurro.
Él no reaccionó. Fue como si no la hubiera escuchado. Permanecía moviendo la
punta de un dedo, señalándole los senos.
—¿Campánulas azules? —preguntó.
Ali se contuvo en el último momento. ¿Le examinaba el vestido?
—Vincapervincas —le dijo y lo miró de nuevo con escepticismo.
Su rostro era demasiado monstruoso. Probablemente tenía intención de
propasarse con ella. Pero ¿y si no era así? Tomó nota mental de efectuar un rápido
acto de contrición en algún otro momento.
—Eso es lo que son —dijo el hombre, como si hablara consigo mismo. Luego
regresó a su asiento y volvió a inclinar la cabeza hacia adelante. Ali recordó una
sudadera que llevaba en la mochila. La sacó y se la puso.
La cámara se llenaba ahora rápidamente. Varios hombres ocuparon los asientos
entre ella y aquel extraño. Cuando ya no quedaron más asientos libres, las puertas se
cerraron con un suave siseo. La pantalla indicaba que faltaban siete minutos.
No había en toda la cámara ninguna otra mujer o niño. Ali se alegraba de
haberse puesto la sudadera. Algunos respiraban con cierta agitación y miraban hacia
la puerta, con intención de huir. Otros mostraban una actitud muy tranquila y
parecían estar en paz. La mayoría apretaba las manos sobre los brazos del asiento,
abrían ordenadores portátiles sobre los tableros abatibles de los asientos, se
dedicaban a hacer crucigramas o se apretaban hombro con hombro para hablar.
El hombre sentado a su izquierda bajó el tablero abatible y colocó con toda
naturalidad dos jeringuillas de plástico. Una tenía una caperuza azulada sobre la
aguja y la otra una caperuza rosada. Levantó la jeringuilla de la caperuza azulada
para que la viera.
—Sylobane —dijo—. Elimina los conos y aumenta las barras retínales.
Acromatopsia. En lenguaje llano, crea hipersensibilidad a la luz, lo que permite la
visión nocturna. El único problema que tiene es que una vez que has empezado, has
de seguir tomándola. Allá arriba son muchos los soldados que han terminado con
cataratas. No se tomaron el medicamento.
—¿Y para qué sirve ese otro? —le preguntó.
—Es Bro —contestó el hombre—. Un esteroide ruso para la aclimatación. Los
soviéticos lo utilizaron para dopar a sus soldados en Afganistán. No puede hacer
daño, ¿verdad; —Sostuvo en alto una pastilla blanca entre los dedos—. Y este
pequeño ángel sólo para poder dormir un poco.
Y tras decir eso, se la tragó.
Se sintió invadida por aquella misma tristeza y, de repente, lo recordó. ¡El sol!
Se había olvidado de echar un último vistazo al sol. Ahora ya era demasiado tarde
para eso.
Ali sintió un ligero codazo a su derecha.
El Descenso
Jeff Long
—Tome, esto es para usted —le ofreció un hombre delgado.
Le ofrecía una naranja, que Ali aceptó con agradecimiento en tono vacilante.
—Déle las gracias a aquel tipo —dijo el hombre, que señaló al extraño con
tatuajes.
Ali se inclinó hacia adelante para llamar su atención, pero él no la miró. Ali
observó la naranja con el ceño fruncido. ¿Era un ofrecimiento de paz? ¿Un intento de
acercamiento? ¿Tenía la intención de que la pelara y se la comiera o que se la
guardara para más tarde? Ali tenía la costumbre de todo huérfano de dar un gran
significado a los regalos, especialmente a los más sencillos. Pero cuanto más la
observaba, menos sentido tenía para ella la naranja.
—Bueno, el caso es que no sé qué hacer con esto —se quejó tranquilamente a su
vecino, el mensajero.
El hombre levantó la mirada de un grueso manual de códigos de ordenador y se
tomó un tiempo para recordar.
—Es una naranja —dijo.
Se sintió irritada más allá de lo que parecía justo. Irritada ante la indiferencia
del mensajero, ante la idea del regalo, ante la fruta misma. Se sentía emocionada y lo
sabía. Y eso la asustaba. Durante semanas, todos sus sueños habían estado poblados
con horribles imágenes del infierno. Le aterrorizaban sus propias supersticiones. A
cada paso dado en el transcurso de su viaje, estaba convencida de que sus temores
terminarían por aplacarse. ¡Si al menos no fuera demasiado tarde para cambiar de
idea! Era terrible aquella tentación de retirarse, de permitirse ser débil. Y la oración
ya no era la muleta que había sido para ella en otros tiempos. Eso sí que resultaba
preocupante. No era la única con ansiedad. La cámara pareció ir adquiriendo tensión
por momentos. Las miradas se encontraban y se apartaban con rapidez. Los hombres
se humedecían los labios, se frotaban los bigotes, parecían aspirar el aire a
borbotones. Ella recopiló todos aquellos gestos diminutos en su propia ansiedad.
Hubiera querido dejar la naranja sobre la bandeja, pero entonces habría rodado.
El suelo estaba demasiado sucio. La naranja parecía haberse convertido en una
responsabilidad. La dejó en su regazo y su peso le pareció demasiado íntimo.
Siguiendo las instrucciones que aparecieron en la pantalla, se abrochó el cinturón de
seguridad del asiento y observó que las manos le temblaban. Tomó de nuevo la
naranja, la rodeó con los dedos y el temblor cesó.
La pantalla indicó que faltaban tres minutos.
Como siguiendo una señal, los pasajeros iniciaron sus ritos finales. Unos
cuantos hombres se ataron gomas elásticas alrededor de los bíceps y luego se
deslizaron suavemente agujas en sus venas. Quienes tomaban pastillas parecían
pájaros engullendo gusanos. Ali escuchó un sonido siseante, producido por algunos
pasajeros que absorbían el contenido de aerosoles. Otros tomaban algo de pequeñas
botellas. Cada uno seguía su propio ritual de compresión. Lo único que ella tenía era
aquella naranja.
El Descenso
Jeff Long
La piel relucía en la oscuridad, entre sus manos ahuecadas. La luz se inclinaba
sobre su color. El foco de su visión cambió. De repente, la naranja se convirtió para
ella en un pequeño centro de atención.
Sonó un diminuto repiqueteo de campanas. Ali levantó la mirada en el
momento en que el indicador del tiempo señalaba cero.
La cámara quedó en silencio.
Ali sintió un ligero movimiento. La cámara se deslizó hacia atrás, sobre una
pista, y se detuvo. Escuchó el restallido metálico por debajo de los pies. La cámara
descendió quizá unos tres metros y se detuvo de nuevo. Luego se produjo otro
restallido, esta vez sobre la cabeza. Descendieron de nuevo y se volvieron a detener.
Por un diagrama que había visto en el
Nazca News
sabía lo que ocurría. Las
cámaras se estaban acoplando, como vagones de carga, una encima de otra. Unidas
de ese modo, todo el conjunto estaba a punto de descender sobre un cojín de aire, sin
cables. No tenía ni idea de cómo regresarían de nuevo las vainas a la superficie. Pero
la energía ya no representaba ningún problema después de los descubrimientos de
vastas reservas de petróleo en las entrañas del planeta.
Estiró el cuello para ver a través del gran ventanal curvo. A medida que iban
descendiendo las vainas, el ventanal empezó a mostrar una vista. La pantalla del
ordenador indicaba que se encontraban a siete metros por debajo del agua, que había
adquirido un color azul turquesa, iluminada por los focos. Entonces Ali vio la luna.
Justo a través del agua podía verse una luna llena blanca. Fue una visión muy
hermosa.
Descendieron otros siete metros. La imagen de la luna se deformó y luego
desapareció. Ella sostuvo la naranja redonda entre las manos.
Descendieron otros siete metros. El agua se hizo más oscura. Ali miró por el
ventanal. Allí fuera había algo. Mantas. Eran unas mantas gigantes que trazaban
círculos alrededor del pozo, impulsadas por extrañas alas musculosas.
Siete metros más abajo el plexiglás fue sustituido por metal sólido. El ventanal
quedó en negro, como un espejo curvo. Se miró las manos y respiró profundamente.
De repente, el temor desapareció por completo. El centro de gravedad estaba justo
allí, entre sus manos. ¿Podía ser eso aquel regalo? Miró hacia el extremo de la fila y
vio que el extranjero apoyaba la
cabeza
contra el respaldo de su asiento. Tenía las
gafas levantadas sobre su frente. Mostraba una
'.
ligera sonrisa y parecía satisfecho.
Al percibir su mirada, se volvió hacia ella y le hizo un guiño. Descendieron. Cayeron
en picado.
La gravedad inicial hizo que Ali tratara de sujetarse a alguna parte. Se aferró a
los brazos del asiento y apretó la cabeza contra el respaldo. La repentina ligereza
puso en marcha sus alarmas biológicas. Las náuseas que experimentó fueron
instantáneas. Le apareció un dolor de cabeza.
Según la pantalla no disminuiría la velocidad de descenso; se mantuvo
constante a 600 metros por minuto. Pero la sensación inicial empezó a equilibrarse.
Ali comenzó a sentirse mejor en la caída. Consiguió apretar los pies contra el suelo,
El Descenso
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aflojar la fuerza con la que se sujetaba a los brazos del asiento y mirar a su alrededor.
El dolor de cabeza se alivió. En cuanto a las náuseas, pudo controlarlas.
La mitad de los pasajeros de la cámara se habían quedado dormidos o se vieron
arrastrados hacia la semiinconsciencia. Las cabezas de los hombres se balanceaban
inertes sobre sus pechos. Los cuerpos se movían fláccidamente contra los arneses de
los asientos. La mayoría ofrecía un aspecto pálido, como borrachos o perros
enfermos. El soldado tatuado, en cambio, parecía meditar o rezar.
Efectuó un cálculo mental aproximado. Aquello no cuadraba. A una velocidad
de 600 metros por minuto y una profundidad de 4,8 kilómetros, el desplazamiento
no debía durar más de ocho minutos. La guía, sin embargo, indicaba que la llegada al
fondo tardaría en producirse siete horas. ¿Siete horas de aquello?
El altímetro de la pantalla descendía velozmente, hasta que se desaceleró. A los
4.780 metros se detuvieron. Ali esperó a que dieran una explicación por el sistema de
intercomunicación, pero no se oyó nada. Miró a su alrededor, contemplando el
hospital de viajeros medio muertos y decidió que la información no era necesaria,
siempre y cuando llegaran adonde iban.
El ventanal volvió a animarse. Más allá de la pared de plexiglás del pozo, unos
potentes focos iluminaron la negrura. Ante el asombro de Ali, se encontró mirando
sobre el lecho del océano. Aquello bien podría haber sido la luna.
Las luces cortaban nítidamente la noche permanente. Aquí no había montañas.
El lecho era plano, blanco, surcado por la alargada y extraña escritura de las huellas
dejadas por los habitantes de las profundidades. Observó a unas criaturas que se
movían delicadamente por encima de los sedimentos, sobre patas que parecían recios
zancos. Dejaban diminutos puntos sobre la negrura.
La vista era como un sueño. Siguió tratando de encontrarle sentido al lugar que
ocupaba en medio de esta geografía inhumana. Pero a cada paso que avanzaba, tenía
la sensación de pertenecer cada vez menos a aquello.
Ante el ventanal pasó un pez de aspecto cruel, con colmillos y un bulto de luz
verdosa a modo de cebo. Por lo demás, todo aquello estaba solitario. Era como un
lugar sin sueños. Se aferró a la naranja.
Al cabo de una hora, la vaina empezó a descender de nuevo, esta vez más
lentamente. A medida que descendía, el lecho del océano se elevaba: hasta la altura
de los ojos; luego del techo, hasta que finalmente desapareció. A través del ventanal
pudo tener una breve visión de la roca iluminada. El cristal volvió a quedarse en
negro y ella se quedó de nuevo encerrada consigo misma.
«Ahora es cuando empieza todo —pensó Ali—. Éste es el límite de la tierra.» Y
fue como pasar hacia adentro de sí misma.
Incidente en Piedras Negras
México
El Descenso
Jeff Long
Osprey cruzó el puente como un turista, a pie, llevando una mochila. Había
dejado al curtido soldado tras sus sacos terreros, en Texas. Por el lado de México,
nada sugería que aquello fuese una frontera internacional; no había barricadas, ni
soldados; ni siquiera una bandera.
Gracias al acuerdo al que se había llegado con la universidad local, había una
camioneta esperándole. Ante la sorpresa de Osprey, el conductor era la mujer más
hermosa que hubiera visto en su vida. Tenía la piel como una fruta oscura y unos
brillantes labios rojos.
—¿Es usted el hombre mariposa? —preguntó con un acento que era un don
musical.
—Osprey —pudo balbucear.
—Hace calor —dijo ella—. Le he traído una Coca-Cola.
Le ofreció una botella. La de ella estaba cubierta de gotitas producidas por la
condensación. Sus labios rojos rodearon el borde.
Mientras ella conducía, se enteró de su nombre. Era una estudiante de
economía.
—¿Por qué persigue a la Mariposa? —preguntó ella.
Así era como llamaban en México a la mariposa Monarca.
—Es toda mi vida —contestó.
—¿Toda su vida?
—Desde que era pequeño me encantaban las mariposas. Me sentía atraído por
sus movimientos y colores. Y por sus nombres. ¡Damas pintadas! ¡Almirantes rojos!
¡Interrogaciones! Desde entonces me dedico a seguirlas y estudiarlas. Cada vez que
la Mariposa emigra, yo emigro con ella.
La sonrisa de ella hizo que se le encogiera el corazón.
Pasaron ante una barriada de chabolas que daba al río.
—Usted va al sur y ellos van al norte —comentó ella—. Nicaragüenses,
guatemaltecos, hondureños y también mi propio pueblo.
—¿Intentarán cruzar esta noche al otro lado? —preguntó Osprey.
Miró más allá de sus pantalones de algodón blanco, de sus destrozadas
zapatillas de tenis y sus gafas de sol baratas, fijándose en los relucientes atisbos de
tribus antiguas, mayas, aztecas, olmecas. Hubo un tiempo en que sus antepasados
habrían podido ser guerreros o reyes. Ahora eran pobres, un pueblo a la deriva que
se esforzaba por llegar a un nuevo territorio.
—Se suicidan tratando de aban donar sus orígenes. ¿Cómo pueden resistirlo?
Osprey miró al otro lado del serpenteante hilo de agua marronácea y
envenenada que era el Río Grande, en el culo de Estados Unidos. Calentados hasta el
punto de provocar espejismos, los edificios, carteles y torres de alta tensión parecían
ofrecer esperanza... siempre y cuando se pudiera sortear el collar de alambre de
espino que relucía en la distancia y la vigilancia de los prismáticos y lentes de vídeo
que escudriñaban la zona. La camioneta continuó su marcha a lo largo del río.
—¿Adonde va? —preguntó ella.
El Descenso
Jeff Long
—A las tierras altas, en los alrededores de Ciudad de México. Pasan el invierno
posadas en los abetos de las montañas. En primavera regresan por este mismo
camino para poner sus huevos.
—Quiero decir hoy, señor Osprey.
—Ah, hoy.
Trasteó con sus mapas y ella se detuvo. Habían llegado a un lugar cubierto de
alas anaranjadas y negras.
—Increíble —murmuró Ada.
—Es el lugar donde descansarán esta noche —explicó Osprey—. Mañana se
habrán marchado. Recorren unos ochenta kilómetros al día. Dentro de un mes, la
mayoría de las Monarcas habrán llegado a sus lugares de invernada.
—¿No vuelan por la noche?
—Por la noche no pueden ver. —Abrió la puerta de la camioneta—. Es posible
que tarde una hora —dijo, disculpándose—. Si quiere, puede regresar más tarde.
—Le esperaré, señor Osprey. Tómese el tiempo que necesite. Una vez que haya
terminado, podemos cenar, si le apetece.
«¿Si me apetece?» Aturdido, Osprey tomó la mochila y cerró suavemente la
puerta tras él. Recordando el propósito que le llevaba hasta allí, se dirigió hacia el
oeste, en dirección al sol poniente. Su investigación se relacionaba con la antiquísima
ruta migratoria de las mariposas Monarca. La
Dañas archippus
ponía sus huevos en el
norte de América y luego moría. Los ejemplares jóvenes emergían sin padres que los
guiaran y, sin embargo, cada año recorrían miles de kilómetros siguiendo la misma
ruta ancestral, hasta el mismo destino en México. ¿Cómo podían hacerlo? ¿Cómo era
posible que una criatura que pesaba menos de medio gramo tuviera memoria?
Seguramente, la memoria debería pesar algo. ¿Qué era la memoria? Para Osprey, éste
era un misterio sin fondo. Año tras año las coleccionaba vivas, y mientras
invernaban, las estudiaba en su laboratorio.
Osprey abrió la cremallera de la mochila y sacó un puñado de cajas blancas
plegadas, como las que se emplean para la comida china. Montó doce de ellas,
dejando las tapas abiertas. Su tarea era sencilla. Se acercó a un grupo de varios
cientos sosteniendo una caja por delante, y dos o tres de ellas fueron a parar dentro.
Luego cerró la caja.
Al cabo de cuarenta minutos, Osprey tenía ya once cajas que colgaban con un
gancho de alambre de una cuerda que llevaba alrededor del cuello.
Apresuradamente, bastante distraído por la joven de la camioneta, avanzó sobre la
combada depresión hacia el grupo final. Entonces la depresión cedió. Con las
Monarcas posadas en sus brazos y en su cabeza, se hundió a través de un agujero en
el suelo.
La caída produjo un estruendo de rocas y luego todo quedó repentinamente a
oscuras.
Recuperó poco a poco el conocimiento. Osprey se esforzó por entender su
situación. Sentía dolor, pero podía moverse. El agujero era muy profundo o se había
El Descenso
Jeff Long
hecho de noche. Afortunadamente, no había perdido su mochila. La abrió y encontró
la linterna.
El rayo que produjo al encenderla constituyó para él una fuente de alivio y
angustia. Se encontró tumbado al borde de un pozo de piedra caliza, magullado,
pero sin que se hubiera roto ningún hueso. No había el menor rastro del agujero por
el que había caído. Y en la caída había aplastado varias cajas de sus queridas
Monarcas. Por un momento, eso le frustró más que la propia caída.
—¡Oiga! —gritó varias veces.
Allí abajo no había nadie que pudiera escucharle, pero confiaba en que su voz
pudiera llegar a alguna parte, a través del agujero que debía de haber sobre su
cabeza. Quizá la joven mexicana lo estuviera buscando. Tuvo la fantasía momentán ea
de que ella cayera también por el agujero y se encontraran los dos atrapados allí
durante una o dos noches. En cualquier caso, no obtuvo respuesta.
Finalmente, hizo un esfuerzo, se levantó, se limpió el polvo y se dispuso a
buscar una salida. El pozo era cavernoso y sus paredes aparecían horadadas por
aberturas tubulares. Examinó el interior de algunas con la luz de la linterna,
pensando que, seguramente, una de ellas conduciría a la superficie. Eligió la más
grande.
El tubo serpenteaba hacia un lado. Al principio, pudo avanzar por él de rodillas.
Pero luego se estrechó y se vio obligado a dejar la mochila. Finalmente, tuvo que
avanzar sobre los codos y el vientre, empujando cuidadosamente por delante de él la
linterna y las cinco cajas de mariposas vivas que le quedaban.
Las paredes porosas seguían desgarrándole la ropa y enganchándose en los
dobladillos de los pantalones. La roca le producía cortes en los brazos. Se golpeó en
la cabeza, y el sudor le escocía en los ojos. Iba a salir de allí hecho una piltrafa,
oliendo mal y haciendo el ridículo. Ya podía irse olvidando de la cena, pensó.
El tubo se estrechó aún más. Una oleada de claustrofobia le dificultaba la
respiración. ¿Y si se quedaba encerrado dentro de aquel lugar? ¡Atrapado en vida!
Procuró calmarse. No había espacio para dar la vuelta, naturalmente. Lo único que
podía hacer era confiar en que aquella arteria ¡ condujera a algún otro lugar más
cómodo.
Después de un complicado avance de más de tres metros, durante el que se
impulsó apoyándose en los brazos por encima de la cabeza y con las puntas de los
pies, Osprey salió a un túnel más grande.
Eso le animó sobremanera. Observó un débil sendero gastado por el uso en la
roca. Lo único que tenía que hacer era seguirlo.
—¡Oiga! —gritó a derecha e izquierda. Tras el silencio, escuchó un ligero sonido
de traqueteo en la distancia—, ¡Oiga! —volvió a gritar con todas sus fuerzas.
El sonido se detuvo. Duendes sísmicos, pensó, restándole importancia, y
reinició la marcha en la dirección opuesta.
Transcurrió otra hora y el sendero seguía sin conducirle al exterior. Osprey
empezaba a sentirse cansado, dolorido y hambriento. Finalmente, decidió invertir el
curso y explorar el otro extremo del sendero, que ascendía y descendía, hasta que
El Descenso
Jeff Long
llegó a una serie de bifurcaciones por las que no había pasado antes. Eligió una de
ellas, y más tarde otra, con una creciente frustración. Finalmente, llegó a una abertura
tubular, similar a la que le había conducido hasta allí, Por si aquello pudiera
conducirle hasta la cámara original,
Osprey dejó las mariposas y la linterna en el saliente de la abertura y se
introdujo en ella a rastras.
Apenas había avanzado una corta distancia cuando, con gran fastidio por su
parte, la roca le volvió a atrapar el tobillo. Lo giró y tiró de él para liberarlo, pero el
tobillo continuó atrapado. Intentó mirar hacia atrás, pero su propio cuerpo llenaba la
abertura.
Fue entonces cuando notó que el tubo se movía. Parecía deslizarse hacia
adelante un par de centímetros, aunque sabía que su cuerpo se deslizaba hacia atrás.
Lo más perturbador de todo era que él no había movido un solo músculo. Notó
entonces un segundo movimiento, esta vez como si algo tirara de su tobillo. Ya no
podía echarle la culpa a la roca. Eso tenía que ser algo orgánico. Pudo sentir cómo
agarraba mejor su pierna. El animal, o lo que fuese, empezó a tirar repentinamente
de él, hacia atrás.
Desesperado, Osprey intentó sujetarse a la roca, pero aquello era como caer por
una chimenea resbaladiza. Sus manos se deslizaron a través de la superficie. Aún le
quedó suficiente presencia de ánimo como para aferrar la linterna y las cajas de
mariposas. Luego, sus piernas salieron del tubo y un instante más tarde surgió el
resto de su cuerpo y la
cabeza.
Cayó hecho un ovillo al suelo del túnel. Una de las
cajas se abrió y tres mariposas escaparon, revoloteando erráticamente a través del
haz de luz de la linterna.
Movió con fuerza la linterna hacia el otro lado para defenderse del animal. Y
allí, en su cono de luz, se encontró con un abisal vivo. Osprey lanzó un grito de
alarma, al tiempo que el ser huía de su luz. Lo que más le asombró fue su blancura.
Sus abultados ojos le daban un aspecto de padecer un hambre atroz o de curiosidad.
El abisal echó a correr hacia un lado y Osprey hacia el otro. Recorrió unos
cincuenta metros antes de que la luz de la linterna iluminara a otros tres abisales
acuclillados en las profundidades más alejadas del túnel. Todos apartaron las cabezas
de la luz, pero no se movieron.
Osprey dirigió el haz de luz por el camino que había seguido; no muy lejos
merodeaban otras cuatro o cinco criaturas blancas. Balanceó la cabeza atrás y
adelante, atónito ante lo delicado de su situación. Sacó de uno de los bolsillos la
navaja suiza que siempre llevaba y abrió su hoja más larga. Pero los abisales no se le
acercaron más, repelidos por la luz.
Parecía fantástico, como si se tratara de una película. Se dijo que aquello no
podía estar sucediéndole a él, un especialista en lepidópteros, que estudiaba a
animales cuya existencia dependía de la luz del sol. El subplaneta no tenía nada que
ver con él. Y, sin embargo, allí estaba, enjaulado bajo tierra, frente a los abisales.
Aquel hecho tan terrible lo deprimió. El peso de la situación lo agotó. Finalmente,
incapaz de avanzar en ninguna dirección, Osprey se sentó.
El Descenso
Jeff Long
A unos treinta metros de distancia, a su derecha e izquierda, los abisales
también se sentaron. Durante un rato, él estuvo moviendo el haz de luz de un lado a
otro, convencido de que eso los mantendría a raya. Al cabo de un rato tuvo la
convicción de que a los abisales no les interesaba acercarse más por el momento.
Colocó la luz de la linterna de tal modo que arrojara un haz de luz a su alrededor.
Mientras las tres Monarcas escapadas de la caja aleteaban ante la luz, Osprey empezó
a calcular cuánto tiempo le durarían las pilas.
Permaneció despierto todo el tiempo que le fue posible. Pero la combinación de
la fatiga, la caída y la resaca de adrenalina pudieron finalmente con él. Dormitó,
bañado en luz, aferrado a su navaja de bolsillo.
Se despertó soñando con gotas de lluvia. Eran guijarros que le arrojaban los
abisales, con la intención de atormentarlo. Sólo entonces se dio cuenta de que en
realidad intentaban romper la bombilla de la linterna. Osprey la tomó para
protegerla. Se le ocurrió otra cosa. Si podían arrojar guijarros, también podrían hacer
lo mismo con rocas lo bastante grandes como para herirlo o matarlo... pero no lo
habían hecho. Fue entonces cuando comprendió que tenían la intención de
capturarlo vivo.
La espera continuó. Ellos se sentaron al límite de donde alcanzaba la luz. Su
paciencia era deprimente. Era algo poco moderno, una especie de paciencia primitiva
e imbatible. Iban a poder con él, de eso no le cabía la menor duda.
Las horas se convirtieron en un día, y luego en dos. El estómago le producía
retortijones de hambre. Su lengua estaba reseca. Se dijo a sí mismo que sería mejor de
ese modo. Sin alimento ni agua, quizá empezara a tener alucinaciones. Lo último que
deseaba era estar lúcido al final.
A medida que pasaba el tiempo, Osprey hizo todo lo posible por no mirar a los
abisales. Finalmente, su curiosidad pudo con él. Dirigió la luz hacia un grupo u otro,
acumulando los detalles. Varios iban desnudos, a excepción de unos taparrabos
hechos a base de tiras de cuero. Unos pocos llevaban túnicas desarrapadas hechas
con alguna clase de cuero. Todos eran varones, a juzgar por las vainas con las que se
cubrían el pene. Cada uno mostraba una vaina hecha de un cuerno de animal que le
sobresalía de la ingle y que se ataba en posición erecta con una cuerda entretejida,
como las que llevan los nativos de Nueva Guinea.
Era fácil anticipar cuándo llegaría el final. Las pilas empezaban a fallar. Los
abisales se habían ido acercando desde ambos lados. La luz se convirtió en un débil
círculo. Osprey sacudió con fuerza la linterna y el haz se hizo momentáneamente
más intenso, con lo que los abisales se retiraron otros cinco o diez metros. Suspiró
aliviado. Había llegado el momento.
C'est la vie,
se dijo con un chasquido burlón, y
situó la hoja del cuchillo a lo largo de la muñeca.
Podría haber esperado hasta el último instante de luz antes de ef ectuar los
cortes, pero temía no hacerlos bien. Demasiado superficiales y no serían más que un
doloroso mordisco para los nervios. Demasiado profundos y las venas podían
contraerse. Necesitaba efectuar bien los tajos, mientras todavía pudiera ver.
El Descenso
Jeff Long
Apretó y tiró dé la navaja de modo uniforme. La sangre brotó del acero y saltó
hacia adelante. En las sombras, oyó murmurar a los abisales.
Cuidadosamente, se cambió el cuchillo a la mano izquierda e hizo lo mismo con
la muñeca contraria. El cuchillo se le cayó de la mano. Al cabo de un rato empezó a
sentir frío. El intenso dolor inicial que experimentó en el extremo de cada brazo se
convirtió en un dolor apagado. La sangre se derramaba sobre el suelo de piedra. Era
imposible separar su vista de la luz mortecina.
Osprey apoyó la cabeza contra la pared. Sus pensamientos se serenaron. Había
empezado a tener una visión de la hermosa mujer mexicana. Su rostro terminó por
sustituir a las mariposas, que habían muerto todas porque su luz no era suficiente
para ellas. Había colocado a cada Monarca a su lado, y al derrumbarse de lado sobre
el suelo, estaban allí.
Desde la distancia, los abisales chirriaban y se golpeaban unos a otros. Su
agitación era evidente. Osprey sonrió. Habían ganado y, sin embargo, perdían.
La luz parpadeó y murió. El rostro de la mujer mexicana surgió en la oscuridad.
Osprey emitió un débil gemido. La negrura lo envolvió.
Al borde de la inconsciencia, percibió que los abisales se lanzaban sobre él. Los
olió. Notó que lo sujetaban, que le ataban los brazos con cuerda. Se dio cuenta
demasiado tarde de que le hacían torniquetes por encima de las heridas. Le estaban
salvando la vida.
Intentó luchar, pero ya se sentía demasiado débil. En las semanas que siguieron,
Osprey regresó lentamente a la vida. Cuanto más fuerte se sentía, tanto más dolor
tenía que soportar. A veces lo llevaban. Ocasionalmente, lo obligaban a caminar a
ciegas por los túneles. Sumido en la más absoluta oscuridad, tenía que fiarse de todos
sus sentidos, excepto el de la vista. Algunos días se limitaban a torturarlo. No podía
ni imaginar lo que le estaban haciendo. Las historias sobre cautividad se agitaban
desbocadamente en su mente. Empezó a desvariar, así que le cortaron la lengua. Eso
lo llevó muy cerca de la locura.
Se hallaba fuera de toda posible comprensión para Osprey que los abisales
utilizaran a uno de sus mejores artesanos para arrancarle de modo muy experto las
capas superiores de la piel, de punta a punta de cada hombro y, descendiendo, hasta
la base de la columna vertebral. Bajo la dirección del artesano le salaron la herida
para preparar su lienzo. El curtido duró varios días y exigió más abrasión y más sal.
Finalmente, se le aplicó un perfilado de venas y bordes en negro y se dejó que
creciera. Al cabo de otros tres días se le cubrió con una extraña mezcla de un brillante
polvo ocre.
Para entonces, el mayor deseo de Osprey se había hecho realidad. Había
enloquecido por completo a causa del dolor y las diversas privaciones. Su locura no
tuvo nada que ver con el hecho de que los abisales lo liberaran para que deambulara
por los túneles. Si la locura fuese la contraseña, todos sus cautivos humanos estarían
libres. ¿Quién podía comprender a aquellas criaturas? Las peculiaridades y
falibilidades humanas eran una fuente constante de extrañeza.
El Descenso
Jeff Long
La liberación de Osprey fue un caso especial. Se le permitió ir a donde quisiera.
Independientemente de la banda tras la que caminara, se aseguraban de alimentarlo
y se consideraba meritorio protegerlo de los peligros y guiarlo a lo largo del camino.
Nunca se le obligó a transportar suministros. No llevaba ninguna señal o marca de
pertenencia. Nadie era su propietario. Pertenecía a todos, como una criatura de gran
belleza.
Se llevaba a los niños a su presencia para que lo vieran. Su leyenda se difundió
con rapidez. Fuera adonde fuese, se sabía que era un hombre santo, capturado con
pequeñas casas de almas alrededor de su cuello. Lo que Osprey nunca sabría fue lo
que los abisales le habían pintado en la carne de su espalda. De haberlo visto, hasta
posiblemente le hubiese complacido. Pues cada vez que se movía, cada vez que
respiraba, parecía como si el hombre fuese transportado por iridiscentes alas
anaranjadas y negras.

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