lunes, 25 de mayo de 2009

EL DESCENDO Jeff Long (ebook) Septima parte

LA
MISIÓN
No hay nada más poderoso que la atracción hacia el abismo.
J
V
, Viaje al centro de la Tierra
ULIO
ERNE
Manhattan
Ali entró en sandalias y con un vestido de vivos colores, como si aquello fuera
un hechizo mágico para contener el invierno. El guardia trazó una muesca junto a su
nombre, en la lista, y se quejó, diciéndole que llegaba muy temprano y sin su grupo,
pero la hizo pasar por la estación de control. Le dio rápidamente algunas directrices
y luego la dejó, con el Museo de Arte Metropolitano para ella sola. Se sentía como la
última persona que quedaba sobre la tierra. Se detuvo ante un pequeño Picasso. Un
vasto Bierstadt Yellowstone. Luego llegó ante un estandarte para la exposición
principal en el que se leía «La cosecha del infierno». El subtítulo decía: «Arte dos
veces recogido». Dedicado a los artefactos del inframundo, la mayoría de los objetos
expuestos los habían vuelto a llevar a la superficie los soldados y los mineros. Todos,
a excepción de unos pocos, habían sido robados a los humanos y llevados al
subplaneta, de ahí el «dos veces recogido».
Ali se había adelantado mucho a su cita con January porque quería disfrutar del
edificio, pero sobre todo para ver de qué era capaz el
Homo abisalis.
O, en este caso, de
qué no era capaz. Lo esencial de la exposición era que el
Homo abisalis
era una rata
recolectora de tamaño humano. Las criaturas del subplaneta habían estado
saqueando los inventos humanos desde hacía eones, desde cerámica antigua a
botellas de plástico de Coca-Cola, desde fetiches de vudú a tigres de cerámica de la
dinastía Han, desde un tornillo de Arquímedes a una escultura de Miguel Ángel que
se creía destruida.
Entre los artefactos construidos por los humanos, había varios hechos a base de
ellos. Llegó ante el notable «Balón de playa», de pieles humanas de diferentes
colores. Nadie conocía su propósito, pero el saco, en otro tiempo inflado y ahora
fosilizado como una esfera perfecta, resultaba especialmente ofensivo para la gente
porque trataba fríamente a las razas humanas como simple cuero.
Pero el artefacto más intrigante de todos era un trozo de roca arrancado de
alguna pared subterránea. Estaba inscrito con misteriosos jeroglíficos que daban la
El Descenso
Jeff Long
impresión de ser caligrafía. Puesto que se hallaba incluido entre los objetos «dos
veces recogidos», el conservador debía de haberlo interpretado como un
graffiti
humano llevado al abismo. Pero Ali no dejó de hacerse preguntas mientras
permanecía allí, contemplando el trozo de roca. No se parecía a ninguna escritura
que hubiera visto nunca.
—Ah, estás ahí —dijo una voz al encontrarla.
—¿Rebecca? —preguntó, volvién dose.
La mujer que encontró ante ella era una completa extraña. January siempre
había sido invencible, como una amazona de amplio busto y tensa piel negra. Esta
persona, en cambio, parecía desinflada, repentinamente envejecida. Con una mano
alrededor del puño del bastón, la senadora sólo pudo abrir un brazo para abrazarla.
Ali se inclinó rápidamente para corresponder a su abrazo, y le notó las costillas en la
espalda.
—Oh, niña —susurró January feliz.
Ali apoyó la mejilla contra su cabello, corto y encanecido, y respiró el olor que
despedía.
—Los guardias nos dijeron que llevabas aquí más de una hora —dijo January y
luego se volvió hacia el hombre que la seguía—. ¿No es como te había dicho,
Thomas? Siempre a la carga delante de la caballería. Desde que era una niña. No en
vano la llamábamos
Mustang
Ali. Era toda una leyen da en el condado de Kerr. ¿Y ve
lo hermosa que está?
—Rebecca —reprendió Ali.
January podía ser la mujer más modesta de la tierra, pero también la peor
fanfarrona. Sin hijos, había adoptado a varios huérfanos a lo largo de los años, y
todos ellos apren dieron a soportar estas explosiones de orgullo desmedido.
—Ella es ajena a todo eso, te lo aseguro —siguió diciendo January—. Nunca se
ha mirado en un espejo. Cuando entró en el convento, fue un día triste. Dejó llorando
a los fuertes muchachos de Texas, como viudas bajo una luna de Goliad.
Y también a la propia January, pensó Ali al recordar aquel día. Había llorado
mientras la llevaba en el coche, disculpándose una y otra vez por no entender, según
sus palabras, la llamada escuchada por Ali. La verdad era que ni la propia Ali se
comprendía a sí misma.
Thomas se mantuvo a una prudente distancia. Por ahora, este era el momento
del reencuentro de dos mujeres, y procuró que su presencia pasara inadvertida. Ali lo
valoró con una sola mirada. Era un hombre alto y ágil, de poco menos de setenta
años, con ojos de erudito y, sin embargo, una estructura curtida. Ali
no
lo conocía y él
no llevaba alzacuello, a pesar de lo cual lo catalogó como jesuita. Los olía a distancia.
Quizá se debiera a la rareza que compartía con ellos.
—Tienes que disculparme, Ali —dijo January—. Te dije que ésta sería una
reunión privada. Pero he traído a unos amigos. Por pura necesidad.
Ali vio entonces a otras dos personas que paseaban por el extremo más alejado
de la sala: un hombre ligeramente ciego, acompañado por otro hombre más joven.
Varias personas viejas entraron por otra puerta que se encontraba más alejada.
El Descenso
Jeff Long
—Écheme la culpa a mí —dijo Thomas, que le ofreció la mano. Por lo visto, el
reencuentro de Ali había concluido. Debió de pensar que ella y January disponían de
todo el día, pero se dio cuenta de que había algún asunto que tratar—. Deseaba
conocerla desde hace más tiempo del que imagina. Especialmente ahora, antes de
que se vaya hacia los arenales árabes.
—Tu año sabático —dijo la senadora—. Pensé que no te importaría que se lo
dijera.
—Arabia Saudí —añadió Thomas—. No es en estos tiempos que corren uno de
los lugares más cómodos para una mujer joven. La
sharia
sigue siendo obligatoria con
los fundamentalistas que se hicieron cargo del poder y aniquilaron a la familia real.
No la envidio, al tener ante sí un año completo envuelta en la
abaya.
La
abaya
era la pesada capa negra que debían llevar las mujeres, junto con el
pañuelo negro y el velo para cubrirse la cara.
—Tampoco me entusiasma mucho la perspectiva de ir vestida como una monja
—comentó Ali.
January se echó a reír.
—Nunca te he comprendido —le dijo a Ali—. Te dan un año de permiso y
regresas de nuevo a tus desiertos.
—Ah, conozco muy bien esa sensación —intervino Thomas—. Debe de sentirse
impaciente por ver los glifos. —Ali se puso en guardia. Aquello no era algo que le
hubiera escrito o comentado a January. Volviéndose hacia la senadora, Thomas
explicó—: Abundan especialmente en las regiones del sur, cerca de Yemen. Son
pictogramas protosemíticos de la
ahí al-yahiliya
saudí, su Era de la Ignorancia.
Ali le restó importancia, como si aquello lo supiera todo el mundo, pero ahora
ya tenía puestas las antenas. Era evidente que el jesuita sabía cosas sobre ella. ¿Qué
más? ¿Conocería también su otra razón para haber pedido este año de permiso, el
paso atrás dado antes de sus votos finales? Fue una vacilación que la orden se tomó
muy seriamente, y el desierto era un lugar de escenificación donde poner a prueba
tanto su fe como su ciencia. Se preguntó si acaso la madre superiora habría enviado a
este hombre para reconducirla de modo encubierto, pero inmediatamente rechazó la
idea. Jamás se atreverían a hacer una cosa así. Era ella la que tenía que tomar una
decisión, y no ningún jesuita.
Thomas pareció adivinar sus recelos.
—Como puede ver, he seguido su carrera —dijo—. Me he interesado algo por la
antropología lingüística. Su trabajo sobre inscripciones neolíticas y lenguas madres
es... ¿cómo decirlo?, elegante más allá de lo que dan a entender sus años.
Llevó buen cuidado de no halagarla, lo que fue prudente por su parte. Ali
pensó que, muy probablemente, January debía de haberle aleccionado acerca de
aquel rasgo lunar. A ella no se la cortejaba con facilidad.
—He leído todo lo que he podido encontrar de usted —siguió diciendo él—. Es
un material audaz, especialmente para una estadounidense. La mayor parte del
trabajo sobre protolenguajes lo han realizado los judíos rusos en Israel. Excéntricos
que ni siquiera saben adonde ir. Pero usted es joven y tiene oportunidades en todas
El Descenso
Jeff Long
partes, a pesar de lo cual ha elegido esa línea de investigación tan radical: el origen
del lenguaje.
—¿Por qué lo considera la gente como algo tan radical? —preguntó Ali con toda
sinceridad—. Si encontramos el camino que conduce a las primeras palabras,
habremos regresado a nuestra propia génesis y eso nos acerca mucho más a la voz de
Dios.
Ya estaba dicho, pensó. Con toda su ingenuidad. Allí estaba el núcleo de su
investigación, en mente y alma. Thomas pareció sentirse profundamente satisfecho,
aunque no tenía ninguna necesidad de que ella le demostrara nada.
—Dígame, como profesional ¿qué opinión le merece esta exposición? —le
preguntó.
La estaba poniendo a prueba, y January formaba parte de la maniobra. Por el
momento, Ali les siguió la corriente, aunque con precaución.
—Me sorprende un poco el gusto que demuestran por las reliquias sagradas —
aventuró. Indicó los rosarios de oración procedentes de Tibet, China, Sierra Leona,
Perú, Bizancio, la Dinamarca vikinga y Palestina. Junto a ellos había una vitrina con
crucifijos, caligrafías y cálices de oro y plata—. ¿Quién podría imaginar que
coleccionarían obras tan exquisitamente delicadas? Eso es más de lo que yo esperaba.
Pasó ante una armadura mongola del siglo XII, agujereada y todavía con
manchas de sangre. En otras partes había armas brutalmente utilizadas, armaduras e
instrumentos de tortura... aunque las indicaciones explicativas recordaban a los
visitantes que aquellos instrumentos habían sido originalmente fabricados por
humanos.
Se detuvieron ante una ampliación de la famosa fotografía de un abisal en el
momento en que se disponía a destruir con un palo a uno de los primeros robots de
reconocimiento. Representaba el primer contacto público de la humanidad moderna
con «ellos», y uno de esos acontecimientos que la gente recuerda mucho después por
el lugar donde se encontraba o lo que estaba haciendo cuando ocurrió. La criatura
ofrecía un aspecto enloquecido y demoníaco, con protuberancias similares a cuernos
en su cráneo albino.
—La pena es que quizá nunca lleguemos a conocer realmente a los abisales
antes de que sea demasiado tarde —dijo Ali.—Es posible que ya sea demasiado tarde
—comentó January.
—Yo no lo creo —dijo Ali.
Thomas y January intercambiaron una mirada fugaz y él se decidió a hablar.
—Me pregunto si podríamos hablar de cierto asunto con usted —dijo.
Ali se dio cuenta de inmediato de que ese era el verdadero propósito de su
visita a Nueva York, que la propia January había dispuesto y pagado.
—Pertenecemos a una sociedad —empezó a explicar January—. Desde hace
años, Thomas se ha dedicado a agruparnos. Procedemos de todas partes del mundo!
Nos denominamos el Círculo de Beowulf. Es una sociedad bastante informal y
nuestras reuniones son infrecuentes. Nos reunimos en diversos lugares para
compartir nuestras revelaciones unos con otros y para...
El Descenso
Jeff Long
Antes de que pudiera continuar, un guardia gritó:
—¡Deje eso inmediatamente!
Se produjo una repentina conmoción mientras los guardias entraban
precipitadamente en la sala. La causa de su alarma eran las dos personas que habían
entrado tras Thomas y January y, sobre todo, el hombre más joven, con el cabello
largo. Levantaba una espada de hierro de una de las vitrinas abiertas.
—Es para mí —se disculpó su compañero ciego, que aceptó la pesada espada en
sus manos abiertas—. Le pedí a mi compañero Santos...
—No se preocupen, señores —les dijo January a los guardias—. El doctor De
l'Orme es un reconocido especialista.
—¿Gerard De l'Orme? —susurró Ali.
Había recorrido junglas y ríos para descubrir yacimientos diseminados por toda
Asia. Al leer sus libros, siempre se lo había imaginado como un gigante.
Despreocupado, De l'Orme seguía tocando la hoja sajona de primera época y su
mango revestido de cuero, «viéndola» con las yemas de los dedos. Olió el cuero y
lamió el hierro.
—Maravillosa —dictaminó.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó January.
—Recordando una historia —contestó—. Un poeta argentino habló de dos
gauchos que se enzarzaron en una lucha mortal a cuchilladas porque se vieron
arrastrados a ella por sus propios cuchillos. —El ciego levantó la antigua espada
utilizada tanto por el hombre como por su demonio—. Ahora simplemente me
preguntaba cuál sería el recuerdo del hierro —terminó diciendo.
—Amigos míos —dijo Thomas, dando la bienvenida a sus investigadores—.
Deberíamos empezar.
Ali los vio surgir de entre las oscuras estanterías de la biblioteca. De repente, se
sintió medio vestida. En Roma el invierno seguía cubriendo de aguanieve las calles
adoquinadas. En contraste, sus pequeñas vacaciones navideñas en Nueva York las
percibía como romanas, extrañamente balsámicas, como si estuvieran a finales del
verano. Pero su vestido de colores aún hacía destacar más la fragilidad de estas
personas ancianas, que parecían tener frío a pesar del calor que reinaba. Algunos
llevaban elegantes parkas de esquí, y otros se estremecían bajo capas de lana y tweed.
Se reunieron alrededor de una mesa de roble inglés, tallada y pulida antes de la
época de las grandes catedrales. Había sobrevivido a guerras y terrores, reyes, papas
y burgueses y hasta a los investigadores. Las paredes estaban repletas de cartas
náuticas trazadas antes incluso de que América se hubiese convertido en una palabra
de uso común.
Aquí se encontraba el conjunto de relucientes instrumentos que utilizó el
capitán Bligh para dirigir a sus náufragos de regreso a la civilización. Una vitrina de
cristal contenía un mapa hecho a base de palos y conchas, utilizado por los
pescadores micronesios para seguir las corrientes oceánicas entre las islas. En el
rincón se hallaba el complicado astrolabio ptolemaico utilizado en tiempos de
El Descenso
Jeff Long
Galileo. Un antiguo mapa del Nuevo Mundo ocupaba el ángulo de una pared; estaba
dibujado sobre el pellejo de una oveja cuyas patas señalaban los puntos cardinales.
También había una gran ampliación de la famosa instantánea de Bud Parsifal
desde la Luna, mostrando al fondo la gran perla azul en el espacio. De modo poco
modesto, el ex astronauta ocupó un puesto situado inmediatamente debajo de su
foto, y Ali lo reconoció enseguida. January se situó a su lado, susurrándole nombres,
y Ali se sintió agradecida por su presencia.
Cuando ya se sentaban, se abrió la puerta y un nuevo personaje se acercó
cojeando. Al principio, Ali pensó que era un abisal. Parecía como si tuviera plástico
fundido en lugar de piel. Llevaba unas gafas oscuras de esquiador sujetas sobre la
deformada cabeza, lo que le permitía evitar la luz de la sala. Ali se asombró y se
encogió en sí misma, pues nunca había visto a un abisal, ni vivo ni muerto. Aquel ser
se sentó junto a ella y pudo escucharle jadear pesadamente.
—No creí que pudieras conseguirlo —le dijo January desde el otro lado de
donde estaba Ali.
—Tuve algunos problemas con el estómago —replicó él—. Quizá fuera cosa del
agua. Siempre tarda unas semanas en adaptarse.
Ali se dio cuenta de que era humano. El jadeo de su respiración era un síntoma
corriente de los veteranos que acababan de regresar a las alturas superiores. Nunca
había visto a nadie tan físicamente dependiente de las profundidades.
—Ali, te presento al mayor Branch. Su presencia aquí es un secreto. Pertenece al
ejército y es una especie de enlace informal con nosotros, además de un viejo amigo.
Lo conocí hace años en un hospital militar.
—A veces creo que deberías haberme dejado allí —bromeó él, antes de ofrecerle
una mano a Ali—. Puede llamarme Elias.
Le dirigió una mueca y ella se dio cuenta de que era una sonrisa... sin labios. Su
mano era como la roca. A pesar de aquellos músculos de toro, era imposible saber su
edad. El fuego y las heridas habían borrado todos los signos habituales.
Además de Thomas y January, Ali contó once personas más, incluido Santos, el
protege
de De l'Orme. A excepción de ella misma, Santos y el personaje que se sentaba
a su lado, todos eran viejos. En conjunto, representaban casi setecientos años de
experiencia vital y de genio... por no hablar de la memoria activa de toda la historia
conocida. Eran personas venerables, aunque bien es cierto que un tanto olvidadas. La
mayoría habían abandonado las universidades, las empresas o los gobiernos donde
se distinguieron. Sus honores y títulos ya no les resultaban útiles. Actualmente
llevaban vidas mucho más relacionadas con la mente, auxiliados por los
medicamentos cotidianos que tomaban. Sus huesos eran frágiles.
El Círculo de Beowulf constituía un extraño grupo de paladin es. Ali examinó al
grupo de personas destempladas por el frío, situando rostros y recordando nombres.
Con un poco de yuxtaposición de intereses, representaban más disciplinas que las
facultades que se encontraban en la mayoría de universidades.
El Descenso
Jeff Long
Ali deseó de nuevo haberse puesto algo, además del vestido de vivos colores,
que le sentaba como un albatros. Su largo cabello le acariciaba la columna vertebral.
Notaba su propio cuerpo por debajo de la tela.
—Podrías habernos dicho que nos alejarías de nuestras familias —gruñó un
hombre cuyo rostro conocía Ali por haberlo visto en viejos números de la revista
Time.
Se trataba de Desmond Lynch, medievalista y pacifista, ganador del premio
Nobel por su biografía de Duns Escoto, el filósofo del siglo XIII, publicada en 1952.
Había utilizado el Nobel como caja de resonancia para condenar todo lo que vino
después, desde la caza de brujas de McCarthy hasta la bomba y, más tarde, la guerra
de Vietnam. Todo aquello formaba ya parte de la historia—. Estamos muy lejos de
casa —añadió—. Con este tiempo. ¡Y en Navidad!
—¿Es tan malo? —le preguntó Thomas con una sonrisa.
Lynch ofrecía un aspecto mortal tras su bastón de madera de espino.
—No creas que nos tienes a tu disposición en todo momento —le advirtió.
—Tienes mi palabra sobre eso —le aseguró Thomas, más serio—. Ya soy lo
bastante viejo como para no dar por sentado un solo aliento o latido.
Todos los presentes estaban atentos y Thomas los miró uno tras otro, alrededor
de la mesa.
—Si el momento no fuera tan crítico —dijo—, no os plantearía una misión tan
peligrosa. Pero lo es y tengo que hacerlo. Por eso estamos aquí.
—Pero ¿aquí? —preguntó una diminuta mujer desde una silla de ruedas para
niños—. ¿Y en esta época del año? No me parece muy... cristiano por su parte, padre.
Ali recordó que se trataba de Vera Wallach, doctora de Nueva Zelanda que
había derrotado por sí sola a la Iglesia y a un país como Nicaragua al introducir el
control de natalidad durante la revolución sandinista. Se había enfrentado a
bayonetas y crucifijos y se las arregló para llevar hasta los pobres su sacramento:
preservativos.
—Sí —gruñó un hombre delgado—. Esta época del año está dejada de la mano
de Dios. ¿Por qué ahora?
Era Hoaks, el matemático. Ali lo había observado juguetear con un mapa que
invertía las plataformas continentales y daba una visión de la superficie desde el
interior del globo terráqueo.
—Pero siempre lo hemos hecho de este modo —intervino January,
contrarrestando el mal humor—. Thomas no encuentra otro modo de imponernos
sus misterios.
—Podría ser peor —comentó Rau, el intocable, otro premio Nobel.
Nacido en el seno de una de las castas más bajas, en Uttar Pradesh, se las
arregló para ascender hasta la cámara baja del Parlamento indio. Allí sirvió durante
muchos años como portavoz de su partido. Ali se enteraría más tarde de que Rau
había estado a punto de renunciar al mundo, desprenderse de sus ropas y de su
nombre, y seguir el camino del
saddhus,
dedicándose a vivir día a día de las dádivas
de arroz.
El Descenso
Jeff Long
Thomas les concedió varios minutos más para que se saludaran unos a otros y
lo maldijeran. January continuó describiéndole a Ali, en susurros, a los diversos
personajes que asistían a la reunión. Estaba el alejandrino Mustafah, originario de
una familia copta cuyos antepasados por parte de madre llegaban hasta los cesares.
Aunque cristiano, era un experto en la
sharia
o ley islámica, uno de los pocos capaces
de explicarla a los occidentales. Agobiado por un enfisema, sólo podía hablar con
frases cortas.
Al otro lado de la mesa se sentaba un industrial llamado Foley, que había
ganado varias fortunas menores, una de ellas con la penicilina durante la segunda
guerra mundial, y otra con la industria del plasma y de la sangre, antes de interesarse
por los derechos civiles y apoyar las acciones de numerosos mártires. Ahora discutía
con el astronauta Bud Parsifal, del que Ali recordaba su historia: tras su regreso de la
Luna, Parsifal se dedicó a buscar el arca de Noé en la cima del monte Ararat,
descubrió pruebas geológicas de la separación del mar Rojo y se interesó por toda
una serie de otros enigmas. Evidentemente, el Círculo de Beowulf estaba formado
por un conjunto de inadaptados y anarquistas.
Finalmente, todos terminaron de hablar; entonces le llegó el turno a Thomas.
—Soy muy afortunado al poder contar con tales amigos —le dijo. Ali se quedó
asombrada. Los demás escuchaban, pero las palabras iban dirigidas a ella—. Con
tales almas. A lo largo de muchos años, durante mis viajes, he disfrutado con su
compañía. Cada uno de ellos ha trabajado para alejar a la humanidad de sus ideas
más destructivas. Su única recompensa ha sido esta llamada —dijo con una seca
sonrisa.
Utilizó exactamente aquella palabra: «llamada». No se trataba de ninguna
coincidencia. Sabía de algún modo que esta monja vacilaba en asumir sus votos. La
llamada no desaparecía, sino que, simplemente, cambiaba.
—Hemos vivido el tiempo suficiente para darnos cuenta de que el mal es algo
real y no accidental —siguió diciendo Thomas—. En el transcurso de los años hemos
intentado afrontarlo. Lo hemos hecho apoyándonos unos a otros y uniendo nuestras
distintas capacidades y observaciones. Es así de simple.
Sonaba demasiado sencillo. En su tiempo libre, aquellas personas se dedicaban
a luchar contra el mal.
—Nuestra mayor arma ha sido siempre la erudición —añadió Thomas.
—¿Forman entonces una especie de sociedad académica? —preguntó Ali.
—Oh, es más bien como una mesa redonda de caballeros —contestó Thomas,
arrancando varias sonrisas—. Lo que deseo es encontrar a Satán, ¿comprende?
La miró a los ojos al decirlo, y ella comprendió que hablaba en serio. Todos
hablaban en serio.
—¿Al diablo? —Ali no pudo evitar preguntar.
Este grupo de premios Nobel y eruditos habían hecho encarnar al mal en un
juego del escondite.
—El diablo —resolló Mustafah el egipcio—. Un cuento de viejas.
El Descenso
Jeff Long
—Satán —corrigió January, mirando a Ali. Ahora, todas las miradas se hallaban
concentradas en Ali. Nadie cuestionó su presencia entre ellos, lo que sugería que
todos la conocían bien. Ahora adquiría todo su significado el comentario de Thomas
sobre sus planes en Arabia Saudí, los glifos preislámicos y su búsqueda de un
protolenguaje. Era evidente que estas personas la habían estado estudiando. Trataban
de ganársela para su círculo. ¿Qué sucedía aquí? ¿Por qué January la había metido en
esto?
—¿Satán? —preguntó.
—Por supuesto —afirmó January—. Estamos entregados a la idea, a la realidad,
a la teoría de un liderazgo centralizado. Llámalo como quieras, un líder máximo, un
caudillo, un Ghengis Jan o un Toro Sentado, o un consejo de hombres sabios o de
señores de la guerra. El concepto es saludable. Y lógico.
Ali se refugió en el silencio.
—No es más que una palabra, un nombre —le dijo Thomas—. El término Satán
se refiere a un personaje histórico. Un eslabón perdido entre nuestro mito del
infierno y el hecho geológico del mismo. Piénselo. Si existe un Cristo histórico, ¿por
qué no un Satán histórico? Considere el infierno. La historia reciente nos dice que los
mitos estaban equivocados y que, sin embargo, tenían razón. El inframundo no está
lleno de almas muertas y demonios y, no obstante, tiene cautivos humanos y una
población indígena que hasta hace muy poco defendía salvajemente su territorio.
Ahora, a pesar de miles y miles de años de condena y demonización en el folclore
humano, resulta que los abisales se parecen mucho a nosotros. Cuentan con un
lenguaje escrito. O al menos lo tuvieron en algún tiempo. Las ruinas encontradas
indican que construyeron una notable civilización. Hasta es posible que tengan alma.
Ali casi no podía creer que un sacerdote estuviera diciendo aquello. Los derechos
humanos eran una cosa y la capacidad para conocer la gracia algo completamente
diferente. Aunque se demostrara que los abisales tuvieran alguna vinculación
genética con los humanos, su capacidad para tener alma era teológicamente
improbable. La Iglesia no reconocía almas en los animales, ni siquiera entre los
primates superiores. Únicamente el hombre estaba cualificado para la salvación.
—A ver si lo comprendo —dijo—. ¿Están ustedes buscando a una criatura
llamada Satán?
—Nadie lo negó—. Pero ¿por qué?
—Por la paz —contestó Lynch—. Si es un gran líder, si podemos comprenderle,
es posible que podamos establecer una paz duradera.
—Reconocimiento —dijo Rau—. Piense en lo que él puede saber, adonde puede
conducirnos.
—Y si es simplemente el equivalente de un antiguo criminal de guerra —dijo el
soldado Elias—, podemos tratar de hacer justicia e imponerle un castigo.
—De una forma u otra —dijo January—, nos esforzamos por arrojar luz sobre la
oscuridad. O bien oscuridad en la luz.
Parecía algo tan ingenuo, tan juvenil, tan seductor y lleno de esperanza... Casi
hipotéticamente plausible, pensó Ali. Y, no obstante, ¿celebrar un juicio de
El Descenso
Jeff Long
Nuremberg contra el rey del infierno? Luego se entristeció. Claro que se sentirían
atraídos por los molinos de viento. Thomas los había arrastrado de regreso al mundo
cuando ya casi tenían un pie en la tumba.
—¿Y cómo se propone encontrar a esa criatura, ser, entidad o lo que sea? —
preguntó. Tenía la intención de hacer una pregunta retórica—. ¿Qué posibilidades
tienen de encontrar a un fugitivo individual cuando ni siquiera los ejércitos parecen
capaces de encontrar ya a más abisales? No dejo de oír decir que pueden haberse
extinguido.
—Es usted escéptica —dijo Vera con expresión de aprobación—. No lo
habríamos querido de otro modo. Su escepticismo es crucial. Sin él, sería usted inútil
para nosotros. Créame, cada uno de nosotros fuimos como usted cuando Thomas nos
planteó la idea por primera vez. Pero aquí estamos, varios años más tarde, acudiendo
cada vez que Thomas nos llama.
—¿Nos ha preguntado cómo confiamos en localizar al Satán histórico? —siguió
diciendo Thomas—. Como si estuviéramos en el barro, tenemos que tantear a nuestro
alrededor y tirar de él hacia la superficie.
—Erudición —dijo el matemático Hoaks—. Al volver a visitar las excavaciones
y reexaminar las pruebas de que disponemos, podemos compilar una imagen más
cuidadosa, como una especie de perfil del comportamiento.
—Yo lo llamo teoría unificada de Satán —explicó Foley, un hombre de
mentalidad empresarial dado a la estrategia y el rendimiento—. Algunos de nosotros
nos dedicamos a visitar bibliotecas, yacimientos arqueológicos o centros científicos
en todo el mundo. Otros realizamos entrevistas, interrogamos a supervivientes,
cultivamos contactos. De ese modo, confiamos en perfilar las pautas psicológicas e
identificar aquellas debilidades que puedan sernos útiles en una conferencia en la
cumbre. Quién sabe, hasta es posible que podamos trazar una descripción física de la
criatura.
—Parece... toda una aventura —dijo Ali, sin pretender ofender a nadie.
—Míreme —le pidió Thomas. Se produjo un efecto de luz, algo. De repente,
pareció como si tuviera mil años—. Él está ahí abajo. Año tras año, no he podido
localizarlo. Pero ahora ya no nos podemos permitir eso. Ali vaciló.
—Ése es el dilema —dijo De l'Orme—. La vida es demasiado corta para dejarse
arrastrar por la duda y, no obstante, demasiado larga para la fe. —Ali recordó que
había sido excomulgado, e imaginó lo atroz que debería haber sido aquello—.
Nuestro problema es que Satán se oculta a la vista. Siempre lo ha hecho así. Se oculta
dentro de nuestra realidad, incluso de nuestra realidad virtual. Según hemos podido
averiguar, el truco consiste en entrar en la ilusión. De ese modo confiamos en poder
encontrarlo. ¿Quieres mostrarle a la señorita Von Schade nuestra pequeña foto? —le
pidió a su ayudante. Santos extendió un largo rollo de brillante papel Kodak.
Mostraba la imagen de un viejo mapa. Ali tuvo que levantarse para ver los detalles.
La mayor parte de los miembros del grupo se acercaron.
—Los demás han podido examinarla desde hace varias semanas —explicó De
l'Orme—. Se trata de un mapa de ruta conocido como Tabla Peutinger. Tiene unos
El Descenso
Jeff Long
siete metros de longitud por unos treinta centímetros de altura en el original. Detalla
una red medieval de caminos de decenas de miles de kilómetros de longitud que se
extendía desde las Islas Británicas hasta la India. A lo largo del camino había casas de
postas, balnearios, puentes, ríos y mares. La latitud y la longitud eran irrelevantes. El
camino, en sí mismo, lo era todo. —El arqueólogo hizo una pausa, antes de continuar
—. Os he pedido a todos que tratarais de encontrar algo fuera de lo corriente en la
foto. Os llamé particularmente la atención sobre la frase en latín «Aquí hay
dragones» escrita en el centro del mapa. ¿Ha observado alguien alguna cosa insólita
en esa región?
—Son las siete y media de la mañana —dijo alguien—. Por favor, enséñanos
pronto la lección para que podamos irnos a desayunar.
—Por favor —le indicó De 1'Orme a su ayudante. Santos levantó una caja de
madera que había sobre la mesa y sacó de ella un grueso pergamino, que desenrolló
con cuidado.
—Aquí está la tabla original —dijo De l'Orme—. Se conserva precisamente en
este museo.
—¿Y esa es la razón por la que nos habéis hecho venir a Nueva York? —se quejó
Parsifal.
—Por favor, comparad vosotros mismos —dijo De l'Orme—. Como veis, la foto
reproduce el original a una escala de uno a uno. Lo que pretendo demostrar es que
ver no es creer. ¿Santos?
El joven extrajo un par de guantes de goma, sacó un escalpelo quirúrgico y se
inclinó sobre el original.
—¿Qué está haciendo? —preguntó un hombre delgado, alarmado. Se llamaba
Gault, y Ali se enteraría más tarde de que era un enciclopedista de la antigua escuela
de Diderot, convencido de que todo se podía saber y disponer por medio del alfabeto
—. Ese mapa es insustituible —protestó.
—No se preocupe —dijo De l'Orme—. No hace sino dejar al descubierto una
incisión que ya hemos hecho.
La animación de ver cometer un acto de vandalismo ante sus propios ojos los
despertó a todos. Se acercaron más a la mesa.
—Se trata de un secreto que el cartógrafo incluyó en su mapa —siguió diciendo
De l'Orme—. Un secreto muy bien guardado, que seguramente no se habría
descubierto nunca de no haber sido por las yemas desnudas de los dedos de un
ciego. Hay algo bastante perverso en nuestra reverencia por la antigüedad. Hemos
terminado por tratar la cosa misma con tal cuidado que ésta ha perdido su verdad
original.
—Pero ¿qué es esto? —preguntó alguien con voz entrecortada.
Santos insertó el escalpelo en el pergamino, allí donde el cartógrafo había
pintado una pequeña montaña boscosa con un río que manaba de su base.
—Gracias a mi ceguera, se me permiten ciertas libertades —siguió diciendo De
l'Orme—. Puedo tocar cosas que a la mayoría de los demás no se les permite. Hace
varios meses detecté un ligero bulto en este lugar del mapa. Sometimos el pergamino
El Descenso
Jeff Long
a rayos X y bajo el pigmento pareció haber una imagen fantasma. En ese momento
decidimos intervenir quirúrgicamente.
Santos abrió una diminuta puerta oculta.'La montaña se elevó sobre unas
bisagras de hilo. Por debajo había un dragón tosco pero claro, cuyas garras
encerraban la letra B.
—La B significa
Belial
—dijo De l'Orme—, la palabra latina que indica «sin
valor», otro nombre con el que se designa a Satán. Ésta fue la manifestación de Satán,
coincidente con la fabricación de la Tabla Peutinger. En el Evangelio de Bartolomé, un
rollo del siglo III, Belial es arrastrado desde las profundidades e interrogado; ofreció
una autobiografía del ángel caído.
Los eruditos se quedaron maravillados ante el ingenio y la habilidad artesana
de quien había hecho el mapa y felicitaron a De l'Orme por su trabajo detectivesco.
—Esto es algo insignificante, trivial. La montaña de esta puerta se encuentra en
los terrenos kársticos de la antigua Yugoslavia. El río que brota de su base es
probablemente el río Pivka, que nace en una gruta eslovena conocida como
Postojnajama.
—¿La Postojna Jama? —preguntó Gault, reconociendo el nombre—. Pero si esa
fue la cueva de Dante...
—En efecto —asintió De l'Orme, que permitió que el propio Gault les hablara
de ella.
—Se trata de una gruta grande —explicó Gault—. En el siglo XIII se convirtió en
una famosa atracción turística. Los nobles y terratenientes la recorrieron,
acompañados por guías locales. Dante la visitó mientras investigaba...
—Dios santo —exclamó Plog—. Durante más de mil años la leyenda de Satán se
ha localizado justo ahí. ¿Cómo puede decir que esto es algo trivial?
—Porque no nos conduce a ningún sitio donde no hayamos estado ya —
contestó De l'Orme—. La Postojna Jama es ahora una de las principales entradas y
salidas de tráfico del abismo. El río ha sido dinamitado. Hay una carretera de asfalto
que conduce hasta la boca. Y el dragón ha huido. Durante más de mil años este mapa
nos dijo dónde residía o, posiblemente, dónde se encontraba una de sus puertas de
acceso al subplaneta. Pero Satán se ha marchado ahora a otra parte.
Thomas volvió a intervenir.
—Aquí, ante nosotros, tenemos otro ejemplo de por qué no podemos quedarnos
en nuestras casas, creyendo saber la verdad. Tenemos que aprender a desconfiar de
nuestros instintos, por mucho que dependamos de ellos. Tenemos que tocar lo
intocable y permanecer atentos a su movimiento. Está ahí fuera, en los libros
antiguos, las ruinas y los artefactos, dentro de nuestro lenguaje y de nuestros sueños.
Y, como podéis ver, la evidencia no saldrá a nuestro encuentro. Tenemos que salir
nosotros a buscarla, esté donde esté. De otro modo estaremos mirando simplemente
espejos de nuestra propia invención. ¿Lo comprendéis? Tenemos que aprender su
lenguaje. Tenemos que aprender sus sueños. Y quizá atraerlo hacia la familia del
hombre.
El Descenso
Jeff Long
Thomas se inclinó sobre la mesa, que emitió un ligero crujido bajo su peso. Se
volvió para mirar a Ali.
—La verdad es que ten emos que salir al mundo —añadió—. Tenemos que
arriesgarlo todo. Y no debemos regresar sin nuestra presa.
—Aunque creyera en su Satán histórico, esa no es mi lucha, ¿no le parece? —
dijo Ali.
La reunión había terminado. Transcurrieron las horas y los eruditos de Beowulf
se marcharon, dejándola a solas con January y Thomas. Se sentía cansada y
estimulada a un tiempo, pero procuró mostrar únicamente un rostro suave. Thomas
era un enigma para ella, y la estaba convirtiendo en un enigma para sí misma.
—Estoy de acuerdo —asintió—. Pero su pasión por la lengua madre puede
ayudarnos en nuestra lucha, ¿comprende? Así pues, nuestros intereses coinciden.
Ella se volvió a mirar a January. Percibía algo diferente en sus ojos. Ali deseaba
encontrar una aliada, pero lo que vio allí fue sentido del deber y urgencia.
—¿Qué es lo que quiere de mí?
Lo que Thomas le contó a continuación iba más allá del simple atrevimiento.
Jugueteaba con un globo terráqueo amarillento, y ahora detuvo su giro y señaló las
islas Galápagos.
—Dentro de siete semanas, una expedición científica cruzará bajo el lecho del
Pacífico entrando por el sistema de túneles de la placa de Nazca. Estará compuesta
aproximadamente por cincuenta científicos e investigadores, reclutados en la mayor
parte de las grandes universidades y laboratorios estadounidenses. Durante todo un
año, la expedición dispondrá del más moderno instituto de investigación, basado en
el modelo de Woods Hole. Se dice que estará situado en una remota ciudad minera.
Todavía estamos trabajando para averiguar de qué ciudad minera se trata y si
realmente existe esa estación científica. El mayor Branch nos ha sido muy útil en tal
sentido, pero ni siquiera la inteligencia militar ha conseguido saber por qué Helios
financia el proyecto y qué es lo que realmente persigue.
—¿Helios? —preguntó Ali—. ¿La gran corporación?
—Se trata en realidad de un cártel multinacional que abarca una docena de
grandes empresas totalmente diversificadas —dijo January—. Se dedican a cosas tan
variadas como fabricación de armas, tampones u ordenadores, leche en polvo para
bebés, empresas inmobiliarias, fábricas de montaje de coches, plásticos reciclados,
edición, producción de televisión y cinematográfica y una línea aérea. Son intocables.
Ahora, gracias a su fundador, C. C. Cooper, sus intereses han experimentado un giro
radical para dirigirse hacia abajo, al subplaneta.
—El candidato presidencial —dijo Ali—. Usted sirvió en el Senado con él.
—Casi siempre contra él —asintió January—. Es un hombre brillante. Un
verdadero visionario, y lo más cercano que conozco a un fascista. Ahora es, además,
un amargado y paranoico perdedor. Su propio partido todavía lo hace responsable
de la humillación de aquellas elecciones. El Tribunal Supremo desestimó finalmente
El Descenso
Jeff Long
sus acusaciones de fraude electoral. Como consecuencia de ello, está sinceramente
convencido de que todo el mundo se ha vuelto contra él.
—No he vuelto a saber nada de él desde su derrota —dijo Ali.
—Dejó el Senado y regresó a Helios —dijo January—. Estábamos convencidos
de que ese sería su final, que Cooper volvería a dedicarse tranquilamente a ganar
dinero. Ni siquiera la gente que observa esa clase de cosas se dio cuenta durante
algún tiempo. C. C. utilizó tapaderas y empresas interpuestas para arrebatar
derechos de acceso y equipos de perforación y tecnología del subsuelo. Ocultándose
tras numerosas capas, estableció acuerdos con los gobiernos de nueve naciones
diferentes de la cuenca del Pacífico para participar conjuntamente en operaciones de
perforación y aportar mano de obra. El resultado es que mientras nos hemos
dedicado a pacificar las regiones situadas por debajo de nuestras ciudades y
continentes, Helios ha tomado la delantera a todos los demás en exploración y
desarrollo suboceánicos.
—Creía que la colonización se llevaba a cabo bajo los auspicios internacionales
—dijo Ali.
—Y así se hace —asintió January—, dentro de los límites de la ley internacional.
Pero la ley internacional deja numerosos huecos en lo que se refiere a territorios sin
soberanía. En comparación con las plataformas continentales, todavía hay que
actualizar las leyes referidas a descubrimientos subterráneos.
—Eso es algo que yo tampoco entiendo —dijo Thomas—. Ahora resulta que el
territorio subterráneo situado por debajo de los océanos es como el salvaje Oeste,
sometido únicamente a los caprichos de quienes lo ocupen. En el caso del océano
Pacífico, eso supone la existencia de una enorme masa de territorio fuera del alcance
de la ley internacional.
—Lo que se traduce en una oportunidad para un hombre como C. C. Cooper —
dijo January—. En la actualidad, Helios es propietaria de más pozos perforados en el
lecho del océano que cualquier otra entidad, gubernamental o privada. Son los
primeros en métodos agrícolas hidropónicos. Poseen la más moderna tecnología para
la mejora de las comunicaciones a través de capas de roca. Sus laboratorios han
creado nuevos medicamentos que les ayudan a penetrar más en las profundidades.
Han abordado el subplaneta del mismo modo que Estados Unidos afrontó los
alunizajes tripulados hace cuarenta años, como una misión que exige disponer de
sistemas de apoyo vitales, modos de transporte y acceso y logística. Mientras el resto
del mundo entraba de puntillas en sus sótanos, Helios ha gastado miles de millones
en investigación y desarrollo, y se dispone a explotar la frontera.
—En otras palabras —dijo Thomas—, Helios no envía a estos científicos allá
abajo impulsada por la bondad de su corazón. La expedición está cargada de ciencias
y biología terrenales. Su propósito consiste en expandir el conocimiento sobre la
litosfera y aprender más sobre sus recursos y formas de vida, especialmente sobre
aquellas que se puedan explotar comercialmente para obtener energía, la metalurgia,
la medicina y otros usos prácticos. Helios no tiene el menor interés por humanizar
El Descenso
Jeff Long
nuestra percepción de los abisales, por lo que el componente antropológico de la
expedición es muy pequeño.
Al oír que se mencionaba la antropología, Ali se sobresaltó.
—¿Quiere que vaya yo? ¿Allá abajo?
—Nosotros ya somos demasiado viejos —dijo January.
Ali se quedó atónita. ¿Cómo podían pedirle una cosa así? Ella tenía deberes que
cumplir, sus propios planes y deseos.
—Debería saber que no fue la senadora quien la escogió, sino yo —le dijo
Thomas—. La vengo observando desde hace años y he seguido su trabajo. Los
talentos que posee son exactamente lo que necesitamos.
—Pero allí abajo...
Jamás se imaginó a sí misma realizando un viaje así. Detestaba la oscuridad.
¿Un año sin ver el sol?
—Le gustará —dijo Thomas.
—¿Ha estado usted allí? —preguntó Ali al ver que hablaba con tanta autoridad.
—No —contestó Thomas—. Pero he viajado entre los abisales al visitar las
pruebas que nos han dejado en ruinas y museos. Mi tarea se ha visto muy
complicada como consecuencia de eones de superstición e ignorancia humanas. Pero
si se retrocede lo suficiente en los registros humanos de que disponemos, se pueden
obtener fugaces visiones de cómo eran los abisales hace miles de años. Hubo una
época en la que fueron mucho más que las degradadas criaturas que encontramos en
la actualidad.
El pulso se le había acelerado. No deseaba sentirse tan entusiasmada.
—¿Y pretende usted que sea yo quien localice al jefe de los abisales?
—No, en modo alguno.
—¿Qué quiere entonces?
—El lenguaje lo es todo.
—¿Descifrar sus escritos? Pero si sólo existen fragmentos.
—Por lo que me dicen, ahí abajo abundan los glifos. Cada día que pasa, los
mineros vuelan galerías enteras llenas de ellos.
—¡Glifos abisales! ¿A dónde podía conducir eso?
—Muchos están convencidos de que los abisales han sido exterminados. Eso no
importa —dijo January—. Todavía tenemos que vivir con lo que fueron. Y si
simplemente se ocultan en alguna parte, tenemos que saber de qué son capaces, y no
me refiero sólo a su salvajismo, sino también a la grandeza a la que aspiraron alguna
vez. Está claro que hubo un tiempo en el que estuvieron civilizados. Y si lo que dice
la leyenda es cierto, perdieron la gracia. ¿Por qué? ¿Acaso esperaría a la humanidad
una misma caída?
—Recupere para nosotros su antigua memoria —le dijo Thomas a Ali—. Haga
eso y conoceremos verdaderamente a Satán. —Todo se reducía a eso, a su rey del
infierno—. Nadie ha logrado descifrar sus escritos —siguió diciendo Thomas—. Se
trata de un lenguaje perdido, posiblemente incluso para las criaturas que quedan
actualmente. Se han olvidado de su propia gloria. Y usted es la única persona que
El Descenso
Jeff Long
conozco capaz de descubrir un lenguaje en los jeroglíficos y en la escritura abisal.
Descifre esa lengua muerta y quizá tengamos una oportunidad de compren der
quiénes fueron. Descifre esa lengua y es posible que encuentre el secreto de nuestra
propia lengua madre.
—Una vez dicho todo esto, quiero serte perfectamente clara —le dijo January
mirándola a los ojos—. No puedes decir que no, Ali.
Naturalmente, no podía.

No hay comentarios: