lunes, 25 de mayo de 2009

El DESCENSO - Jeff Long ( ebook) (segunda parte)

Norte de Askam, desierto del Kalahari, África del Sur
1997
—¿Madre?

La voz de la muchacha entró suavemente en la cabaña de Ali.
Así era como debían de cantar los fantasmas, pensó Ali al escuchar la canción
bantú, la melodía en busca de melodía. Ella levantó la mirada de la maleta.
En la puerta estaba una muchacha zulú con el rostro inerte: los ojos muy
abiertos, fruto de la lepra en estado avanzado, comidos los labios, los párpados y la
nariz.
—Kokie —dijo Ali.
Kokie Madiba. Catorce años de edad. La llamaban bruja.
Por encima del hombro de la muchacha, Ali se vio a sí misma y a Kokie,
reflejadas en un pequeño espejo de la pared. El contraste no la complació. Ali se
había dejado crecer el pelo durante el último año. Junto a la destruida carne negra de
la muchacha, su cabello dorado parecía como el trigo de la cosecha junto a un campo
sobre el que se hubiera extendido sal. Su belleza era obscena para ella. Ali se movió
hacia un lado para hacer desaparecer su propia imagen del espejo. Durante un rato,
había intentado incluso arrancar el pequeño espejo de la pared. Finalmente, lo dejó
colgado del clavo, desesperada al darse cuenta de que la abn egación podía ser más
vana que la propia vanidad.
—Ya hemos hablado de eso muchas veces —le dijo—. Yo soy hermana, no
madre.
—Hemos hablado de esto, sí —asintió la huérfana—. Hermana, madre.
Algunos de ellos estaban convencidos de que ella era una santa, o una reina. O
quizá una bruja. El concepto de una mujer soltera y mucho menos el de una monja
era algo muy extraño aquí, en la sabana. Por una vez, la excentricidad le había
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sentado muy bien. Tras decidir que ella tenía que marchar al exilio, como todas ellas,
la colonia la había aceptado.
—¿Querías algo, Kokie?
—Te traigo esto. —La muchacha le tendió un collar con una pequeña bolsa
colgante, bordada con abalorios. El cuero parecía fresco, recién curtido, todavía con
pequeños pelos. Evidentemente, se habían dado prisa para terminarlo a tiempo y
entregárselo—. Llévalo puesto. El mal se alejará de ti.
Ali lo tomo de la polvorienta mano de Kokie y admiró los dibujos geométricos
formados por los abalorios rojos, blancos y verdes.
—Toma —le dijo, devolviéndoselo a Kokie—, pónmelo tú.
Ali se inclinó y se levantó el pelo para que la joven leprosa pudiera colocarle el
collar. Imitó la solemnidad de Kokie. No se trataba de una baratija para turistas, sino
que formaba parte de las convicciones de Kokie. Si alguien sabía algo sobre el mal,
tenía que ser esa pobre niña.
Con la extensión del caos tras el
apartheid
y del sida, que habían llevado al sur
zimbabweños y mozambiqueños, importados para trabajar en las minas de oro y
diamantes, se había desatado una verdadera histeria entre los indígenas. Surgieron
de nuevo viejas supersticiones. Ya no era noticia que de los depósitos de cadáveres se
robaran órganos sexuales, dedos y orejas y hasta puñados de grasa humana que se
utilizaban para hacer fetiches, o que los cadáveres permanecieran sin enterrar porque
los miembros de la familia estaban convencidos de que los cuerpos resucitarían.
Pero lo peor de todo era la caza de brujas. La gente decía que el mal brotaba de
la tierra. En lo que a Ali se refería, la gente venía diciendo aquellas cosas desde el
principio de los tiempos. Cada generación tenía sus propios terrores. Estaba
convencida de que éste lo habían iniciado los mineros de las minas de diamantes, que
trataban de desviar el odio de la gente contra ellos. Hablaban de haber llegado a
profundidades de la tierra donde acechaban extraños seres. El populacho había
transformado aquellas tonterías en una campaña contra las brujas. Por todo el país,
cientos de personas inocentes fueron ahorcadas, matadas a machetazos o lapidadas
por multitudes supersticiosas.
—¿Te has tomado la pastilla de vitaminas? —le preguntó Ali.
—Oh, sí.
—¿Y seguirás tomándola después de que me marche?
La mirada de Kokie descendió hasta el suelo de tierra apisonada. La partida de
Ali suponía un dolor terrible para ella. Una vez más, Ali casi no podía creer lo
rápidamente que sucedían las cosas. Hacía apenas dos días que había recibido la
carta en la que se le informaba del traslado.
—Las vitaminas son importantes para el bebé, Kokie.
La muchacha leprosa se llevó una mano al vientre.
—Sí, el bebé —susurró gozosa—. Cada día. Sale sol. Tomo vitamina.
A Ali le encantaba esta muchacha, pues el misterio de Dios era muy profundo
en la crueldad con la que la trataba. Kokie había intentado suicidarse dos veces y Ali
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la salvó en ambas ocasiones. Los intentos de suicidio se interrumpieron ocho meses
atrás. Fue entonces cuando Kokie supo que estaba embarazada.
A Ali aún le sorprendía que el sonido de los amantes llegara hasta ella por la
noche. Las lecciones eran simples y, sin embargo, profundas. Estos leprosos no eran
horribles a la vista de otros como ellos. Se sentían bendecidos, hermosos y hasta
vestidos con su pobre carne.
Con la nueva vida creciendo en su interior, los huesos de Kokie habían
adquirido algo de carne. Empezó a hablar de nuevo. Por las mañanas, Ali la oía
murmurar canciones en un dialecto híbrido de siswati y zulú, más hermoso que el
canto de los pájaros.
La propia Ali se sentía renacida. Se preguntaba si quizá no sería ésa la razón por
la que había terminado por ir a África. Era como si Dios le hablara a través de Kokie
y de todos los demás leprosos y refugiados. Llevaba varios meses a la espera del
nacimiento del hijo de Kokie. Durante un raro viaje que hizo a Johannesburgo,
compró con su propio dinero vitaminas para Kokie y tomó prestados varios libros
para comadronas. Un hospital para Kokie quedaba totalmente descartado, y Ali
quería estar preparada.
Últimamente, hasta empezó a soñar con ello. El parto sería en una cabaña con
un techo de hojalata rodeada por arbustos espinosos, quizá en esta misma choza, en
esta misma cama. En sus manos se depositaría un saludable niño que eliminaría las
corrupciones y las penas del mundo. En un solo acto, triunfaría la inocencia.
Pero los pensamientos de Ali eran mucho más amargos esta mañana. «Nunca
veré al hijo de esta niña.»
Ali había recibido la orden de traslado. Se veía nuevamente arrojada al viento.
Una vez más. No importaba que no hubiese terminado aquí, que hasta hubiera
empezado a sentirse más cerca de la verdad. Bastardos. Eso lo decidían los varones,
en el obispado.
Ali plegó una blusa blanca y la guardó en la maleta. «Perdóname por mi
francés, oh, Señor.» Pero empezaban a hacer que se sintiera como una carta sin
dirección.
Esta maleta Samsonite azul, cubierta de polvo, había sido su única y fiel
compañera desde el momento en que se ordenó. Primero la enviaron a Baltimore,
donde trabajó en el gueto, luego a Taos para un breve retiro monástico, después a la
Universidad de Columbia para preparar aceleradamente su tesis. A continuación fue
a Winnipeg, para realizar más trabajos filantrópicos en la calle. Luego vino un año de
posdoctorado en los archivos secretos del Vaticano, «la memoria de la Iglesia». Siguió
lo mejor de todo, nueve meses en Europa como agregada, una
addetti di nunziatura,
para ayudar a la delegación diplomática pontificia en las conversaciones sobre la no
proliferación nuclear de la OTAN. Todo un progreso para una joven campesina de
veintisiete años procedente del oeste de Texas. La eligieron tanto por su prolongada
relación con Cordelia January, senadora de Estados Unidos, como por su formación
lingüística. La habían utilizado como un peón, naturalmente. «Acostúmbrate —le
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había aconsejado January una noche—. Vas a ir a sitios diferentes.» De eso sí que
podía estar bien segura, pensó ahora Ali mirando a su alrededor.
Evidentemente, la Iglesia cuidaba de su preparación, de su formación, según
decían, aunque no sabría decir exactamente para qué. Hasta hacía apenas un año, su
curriculum no hacía sino mostrar un ascenso continuo. El cielo era azul justo hasta su
caída en desgracia. Bruscamente, sin explicación alguna, sin ofrecerle una segunda
oportunidad, la habían enviado a esta colonia de refugiados instalada en las selvas de
San, el país de los bosquimanos. Desde las deslumbrantes capitales de la civilización
occidental, se vio trasladada directamente a la Edad de Piedra; le dieron una patada
para enviarla al fin del mundo, para tranquilizar sus ánimos en el desierto de
Kalahari, con una supuesta misión.
Siendo como era, sacó el mayor provecho posible de la experiencia. Había sido
un año terrible, cierto. Pero ella era dura. Lo había afrontado. Se adaptó y hasta
prosperó. Había empezado incluso a descubrir el folclore de una tribu «más
antigua», de la que se decía que se ocultaba en el territorio.
Al principio, como todos los demás, Ali desdeñó la idea de que pudiera existir
una tribu neolítica todavía no descubierta casi a las puertas del siglo XXI. La región
era salvaje, cierto, pero en estos tiempos la cruzaban todo tipo de comerciantes,
camioneros, avionetas y científicos de campo... gentes que habrían estado atentas a
las pruebas de las que ella disponía ahora. Hasta tres meses antes Ali no había
empezado a tomarse en serio los rumores de los nativos.
Lo que más entusiasmo había despertado en ella era que aquella tribu parecía
existir, y que las pruebas fueran fundamentalmente lingüísticas. Allí donde se
ocultaba aquella extraña tribu, parecía brotar un protolenguaje en la misma selva. Y
ella se acercaba día tras día a su descubrimiento.
La caza tenía que ver fundamentalmente con el lenguaje khoisan o clic hablado
por los san. No se hacía ilusiones acerca del dominio del lenguaje, sobre todo del
sistema de los clics, que podía ser dental, palatal o labial, con voz, sin voz o nasal.
Pero, con ayuda de un traductor San Akung, empezó a recopilar un conjunto de
palabras y sonidos que ellos sólo expresaban en cierto tono. Ese tono era deferente,
religioso y antiguo y las palabras y sonidos usados eran diferentes del lenguaje
habitual de los khoisan. Apuntaban a una realidad que era antigua y nueva a la vez.
Allí había alguien o lo había habido hacía mucho tiempo. O había regresado
recientemente. Fueran quienes fuesen, hablaban un lenguaje anterior al prehistórico
de los san.
Pero ahora, de repente, el sueño de una noche de verano quedaba atrás. La
alejaban de sus monstruos, de sus refugiados, de sus pruebas.
Kokie empezó a canturrear suavemente para sí misma. Ali volvió a enfrascarse
en la tarea de preparar la maleta, utilizando la tapa para proteger su expresión de la
vista de la muchacha. ¿Quién se ocuparía ahora de ellos? ¿Qué harían sin ella en sus
vidas cotidianas? ¿Qué haría ella misma sin ellos?
—...
uphondo lwayo/yizwa imithandazo yethu/Nkosi sikele-la/Thina lusapho iwayo...
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Las palabras poblaron la frustración de Ali. Durante el año anterior había
profundizado en el potaje de lenguas habladas en África del Sur, especialmente el
nguni y el zulú. Eso le permitió comprender ahora parte de la canción de Kokie:
«Que el señor nos bendiga a sus hijos/Ven espíritu, ven espíritu santo/Bendice a tus
hijos, Señor».
—Ofeditse díntwa/Le matswenyecho...
«Elimina las guerras y los problemas...»
Ali suspiró. Lo único que deseaban estas gentes era paz y un poco de felicidad.
Cuando ella llegó, ofrecían el aspecto de la mañana después de un huracán: dormían
a la intemperie, bebían agua contaminada y sólo esperaban morir. Con su ayuda,
disponían ahora de un cobijo rudimentario, de un pozo de agua y del inicio de una
industria rural que utilizaba altos hormigueros como forjas para realizar sencillas
herramientas agrícolas, como azadas y palas. No recibieron su llegada con agrado y
tardó algún tiempo en congraciarse con ellos. Pero su partida causaba ahora
verdadera angustia, pues había aportado un poco de luz a su oscuridad o, al menos,
unos pocos medicamentos y algo de diversión. No era justo. Su llegada había
significado buenas cosas para ellos. Ahora eran castigados por los pecados que, en
todo caso, ella misma había cometido. No había forma posible de explicar eso. No
podían comprender que ésta fuese la forma que tenía la Iglesia para probarla.
Eso la enloquecía. Quizá fuera demasiado orgullosa, a veces incluso profana. Sí,
tenía su genio. Y, ciertamente, era indiscreta. Había cometido unos cuantos errores.
¿Quién no? Estaba convencida de que la sacaban de África debido a algún problema
que le había causado a alguien en alguna otra parte. O quizá su pasado volvía a
pedirle cuentas.
Con dedos temblorosos, Ali alisó unos pantalones cortos de color caqui y el
viejo monólogo se reanudó en su cabeza. Era como un disco rayado, su serie
particular de
mea culpas.
Lo cierto era que cuando se metía en algo, lo hacía de lleno.
Al diablo con la controversia. Ella siempre iba delante del grupo.
Quizá debiera habérselo pensado dos veces antes de publicar aquel comentario
en el
Times,
en el que sugería que el Papa se desautorizara a sí mismo en todo lo
relacionado con el aborto, el control de la natalidad y el cuerpo de la mujer. O de
escribir su artículo sobre Ágata de Aragón, la virgen mística que escribía poemas de
amor y predicaba la tolerancia, un tema no muy popular entre los buenos y viejos
chicos. Y había sido una verdadera estupidez haberse dejado descubrir celebrando la
misa en aquella capilla de Taos cuatro años atrás. Incluso vacía, incluso a las tres de
la madrugada, los puros de la iglesia tenían ojos y oídos. Aún había sido más
estúpida para, una vez descubierta, desafiar a la abadesa nada menos que delante del
arzobispo, insistiendo en que las mujeres tenían el derecho litúrgico de consagrar la
Sagrada Forma, de servir como sacerdotes, obispos y cardenales. Y habría
continuado para incluir al mismísimo Papa en la letanía de no haber sido porque el
arzobispo la dejó petrificada con una sola palabra.
Ali había estado a punto de recibir una censura oficial. Pero las llamadas a
capítulo parecían un estado permanente en ella. La controversia la seguía como un
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perro famélico. Tras el incidente de Taos, intentó ser «ortodoxa». Pero eso fue antes
de los manhattan. Algunas veces, una mujer, sencillamente, perdía el control.
Todo ocurrió hacía poco más de un año, durante una gran recepción con
generales y diplomáticos pertenecientes a una docena de naciones en la parte
histórica de La Haya. Se celebraba la firma de algún oscuro documento de la OTAN,
y estaba presente el nuncio papal. No había forma de olvidar el lugar, un ala del
palacio Binnerhoef, construido en el siglo XIII, conocida como la Sala de los
Caballeros: un gran salón repleto de encantadores objetos renacentistas e incluso de
un Rembrandt. También recordaba vivamente a los manhattan que le servía
continuamente un elegante coronel animado por su malvada mentora, January.
Ali nunca había probado un brebaje como aquel y habían transcurrido muchos
años desde la última vez que se viera asediada por tanta caballerosidad. El efecto
neto fue que se le soltó la lengua. Se enzarzó en una discusión sobre Spinoza y, sin
saber cómo, acabó sermoneando sobre techos de cristal en instituciones patriarcales y
el lanzamiento balístico de un humilde trozo de hielo. Ali se ruborizó al recordar el
silencio mortal que se hizo en toda la sala. Afortunadamente, January estaba allí para
rescatarla, con aquella profunda risa suya, para llevarla primero al lavabo de señoras
y luego al hotel y a una ducha fría. Quizá Dios la perdonara, pero no así el Vaticano.
En el término de muy pocos días, Ali recibió un billete de ida a Pretoria, y de allí a la
sabana.
—Ya llegan, mira madre, mira.
Con una falta de timidez que era un verdadero milagro en sí misma, Kokie
señalaba hacia la ventana con los restos de su mano. Ali levantó la mirada y luego
terminó de cerrar la maleta.
—¿El
bakkie
de Peter? —preguntó.
Peter era un viudo bóer a quien le gustaba hacerle favores. Siempre era él quien
la llevaba a la ciudad en su diminuta camioneta, que los locales llamaban
bakkie.

No, madre —contestó Kokie bajando la voz—. Es Casper. Ali se acercó a la ventana,
junto a Kokie. Se trataba, en efecto, de un transporte blindado de tropas que
encabezaba una alargada cola de polvo rojo. Los Casspir eran temidos por la
población negra, que los consideraba monstruos destructores. No tenía ni la menor
idea de la razón por la que habían enviado un transporte militar para recogerla, y lo
achacó a un acto más de desconsiderada intimidación.
—No importa —le dijo a la asustada muchacha. El Casspir cruzó la llanura.
Aún se hallaba a varios kilómetros de distancia y el camino se hacía más
serpenteante a partir del lecho seco del lago. Ali calculó que aún faltaban unos diez
minutos para que llegara.
—¿Están todos preparados? —le preguntó a Kokie.
—Preparados, madre.
—Tomémonos entonces nuestra foto. Ali tomó la pequeña cámara que había
dejado sobre el camastro, rezando para que el calor del invierno no hubiera
estropeado su único rollo de Fuji Velvia. Kokie observó la cámara encantada. Nunca
había visto una fotografía de sí misma.
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A pesar de la tristeza que experimentaba al partir, había razones para sentirse
agradecida por el hecho de que la trasladaran. Hacía que se sintiera egoísta, aunque
no echaría de menos la fiebre de las garrapatas, las serpientes venenosas y las
paredes de barro mezcladas con estiércol. No echaría en falta la aplastante ignorancia
de estos campesinos moribundos, ni las miradas de odio de los afrikaners, con sus
banderas nazis rojas de coche de bomberos y su peligroso y brutal calvinismo. Y
tampoco echaría de menos el calor.
Ali se agachó para pasar por el bajo umbral a la luz de la mañana. El olor se
abalanzó sobre ella incluso antes que los colores. Aspiró profundamente el aire en los
pulmones, saboreando el salvaje batiburrillo de tonalidades azules en su lengua.
Levantó la mirada.
Muchos metros cuadrados de gencianas azules se extendían como una manta
alrededor del poblado.
Aquello era obra suya. Quizá no fuera un sacerdote, pero éste sí que era un
sacramento que podía impartir. Poco después de perforar el pozo del campamento,
Ali había pedido una mezcla especial de semillas de flores silvestres que ella misma
había plantado. Los campos florecieron. La cosecha fue una alegría. Y también el
orgullo, muy raro entre estos marginados. Las gencianas azules se convirtieron en
una pequeña leyenda. Los campesinos, bóers e ingleses por igual, llegaban con sus
familias desde muchos cientos de kilómetros a la redonda para contemplar este mar
de flores. Un pequeño grupo de bosquimanos primitivos les visitaron y reaccionaron
con sorpresa y susurros, preguntándose si acaso había caído allí un trozo de cielo. Un
ministro de la Iglesia Cristiana Sionista celebró una ceremonia al aire libre. Las flores
no tardarían en morir. La leyenda, sin embargo, quedó establecida. En cierto modo,
Ali había exorcizado lo que había de grotesco y había establecido el derecho de estos
leprosos a la humanidad.
Los refugiados la esperaban en la zanja de irrigación que conducía desde el
pozo y que regaba su cosecha de maíz y verduras. La primera vez que comentó la
idea de hacerse una fotografía de grupo, todos estuvieron inmediatamente de
acuerdo en que se tomara en este lugar. Aquí se encontraba su jardín, su alimento, su
futuro.
—Buenos días —saludó Ali dirigiéndose a todos.
—Buenos
días, fundi
—replicó una mujer con solemnidad.
Fundi
era una
abreviatura de
umfundisi.
Significa «maestro», y para el gusto de Ali, era el mayor
cumplido que se le podía hacer.
Niños tan delgados como palillos se destacaron del grupo, y Ali se arrodilló
para abrazarlos. A ella le olieron bien, particularmente esta mañana. Olían a limpio,
recién lavados por sus madres.
—Fijaos, tan preciosos —les dijo—, tan guapos. Y ahora, ¿quién quiere
ayudarme?
—Mí, yo. Yo soy, madre.
Ali empleó a todos los niños para que reunieran algunas piedras y ataran unos
palos para formar un tosco trípode.
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—Y ahora apartaos para que no se caiga —les dijo.
Actuó con rapidez. La aproximación del Casspir empezaba a alarmar a los
adultos y quería que la foto los mostrara a , todos felices. Equilibró la cámara sobre el
trípode improvisado y miró por el visor.
—Más cerca —les indicó con gestos—. Acercaos más unos a otros.
La luz era la correcta, la toma de lado y ligeramente difusa. Sería una bonita
foto. No había forma de ocultar los estragos de la enfermedad y el aislamiento, pero
eso no haría sino destacar aún más sus sonrisas y sus ojos.
Mientras enfocaba, contó. Luego, volvió a contar. Faltaba alguien.
Al principio de llegar y durante un tiempo, no se le ocurrió contarlos día tras
día. Se enfrascó tanto en enseñarles medidas higiénicas, en cuidar de los enfermos,
distribuir los alimentos y disponer la perforadora para el pozo y en extender los
techos de hojalata para las chozas, que no le quedó tiempo para eso. Pero después de
un par de meses observó que disminuían en número. Al preguntar, le explicaron
encogiéndose de hombros que la gente llegaba y se marchaba, La terrible verdad no
brotó hasta una vez que los descubrió con las manos enrojecidas.
Aquel día, al encontrárselos por primera vez en la sabana, Ali creyó que se
trataba de hienas que devoraban un ciervo sudafricano. Quizá debiera haberlo
imaginado antes. Desde luego, alguien podría habérselo indicado.
Sin pensárselo Ali apartó a los dos hombres esqueléticos de la anciana a la que
estaban estrangulando. Golpeó a uno con un palo y logró hacerlos huir. Lo había
malinterpretado todo, la motivación de los hombres y las lágrimas de la anciana.
Ésta era una colonia de seres humanos muy enfermos y miserables. Pero incluso
reducidos a la desesperación, no dejaban de experimentar misericordia. Lo cierto era
que los leprosos practicaban la eutanasia. Fue una de las cosas más duras con las que
Ali tuvo que enfrentarse. No tenía nada que ver con el sentido de la justicia, pues
aquellas gentes no podían permitirse la justicia. Estos leprosos, cazados, perseguidos
por perros, torturados, aterrorizados, vivían sus últimos días al borde de un desierto.
Con poca cosa más que hacer que esperar a morirse, les quedaban muy pocos medios
para demostrar amor o conceder dignidad. El asesinato era una de ellas, y así tuvo
que aceptarlo finalmente.
Sólo acababan con una persona cuando ésta ya estaba moribunda y así lo pedía
ella misma. Era algo que siempre se hacía lejos del campamento y corría a cargo de
dos o más personas que procuraban hacerlo lo más rápidamente posible. Ali logró
establecer una especie de tregua en relación con aquella práctica. Intentó no ver las
almas agotadas que abandonaban el poblado para perderse en la sabana para no
regresar nunca más. Intentó no contar su número. Pero la desaparición tenía su
propia forma de hacerse notar, incluso la de aquellas que solían ser silenciosas y que
apenas llamaban la atención.
Revisó de nuevo los rostros. El que faltaba era Jimmy Shako, el anciano, Ali no
se había dado cuenta de que Jimmy Shako estuviera tan enfermo, ni que fuera tan
generoso como para no sobrecargar a la comunidad con su presencia.
—El señor Shako se ha marchado —dijo con naturalidad.
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—Marchado —asintió Kokie enseguida.
—Descanse en paz —dijo Ali, casi para sí misma.
—No creo, madre. No descanso para él. Lo cambiamos.
—¿Qué?
Esto sí que era nuevo para ella.
—Esto por aquello. Lo entregamos.
De repente, Ali no estuvo tan segura de querer saber qué quería decir Kokie con
aquello. Había momentos en que tenía la impresión de que África se le había abierto
y conocía sus secretos. Luego, en momentos como éste, los secretos no parecían ten er
fondo. De todos modos, lo preguntó.
—¿De qué me estás hablando, Kokie?
—Él, por ti.
—Por mí.
La voz de Ali sonó débil incluso en sus oídos.
—Sí, madre. Ese hombre no ser bueno. Decir que venía a entregarte. Pero
nosotros lo entregamos, ¿ves? —La muchacha se adelantó y tocó suavemente el collar
de abalorios que llevaba alrededor del cuello—. Ahora todo bien. Cuidamos de ti,
madre.
—Pero ¿a quién le habéis entregado a Jimmy?
Algo rugía al fondo. Ali se dio cuenta de que las gencianas azules se agitaban
bajo la suave brisa. El roce de los tallos era tormentoso. Tragó saliva para aliviar su
garganta reseca.
La respuesta de Kokie fue sencilla.
—A él —dijo.
—¿A él?
El rugido del mar de gencianas azules se transformó en el ruido del motor del
Casspir que se acercaba. La hora de Ali había llegado.
—Más viejo que lo viejo, madre. Él.
A continuación dijo un nombre, un nombre que contenía varios clics y un
susurro en aquel tono elevado.
Ali la miró más atentamente. Kokie acababa de pronunciar una frase corta en
protokhoisan. Ali probó a repetirla en voz alta.
—No, así —le corrigió Kokie, y repitió las palabras y clics. Esta vez Ali
consiguió pronunciarlo correctamente y lo guardó en su memoria.
—¿Qué significa? —preguntó.
—Dios, madre. El dios hambriento.
Ali creía conocer a estas gentes, pero en realidad eran algo más. La llamaban
madre y ella los había tratado como a hijos, pero no lo eran. Se apartó de Kokie.
El culto a los antepasados lo era todo. Lo mismo que los antiguos romanos o
que los sintoístas modernos, los khoi-khoi confiaban las cuestiones espirituales a sus
muertos. Hasta los cristianos evangélicos negros creían en fantasmas, arrojaban
huesos para adivinar el futuro, sacrificaban animales, bebían pociones, llevaban
amuletos y practicaban la
geixa,
la magia. La tribu xhosa hacía retroceder su génesis
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hasta una raza mítica llamada
xhosa,
u hombres coléricos. Los pedi adoraban a
Kgobe. Los lobedu tenían a su Mujaji, una reina de la lluvia. Para los zulúes, el
mundo dependía de un ser omnipotente cuyo nombre se traducía como «Más viejo
que lo viejo». Y Kokie acababa de pronunciar el nombre en aquel protolenguaje, en la
lengua madre.
—¿Está muerto Jimmy?
—Eso depende, madre. Si es bueno, le dejan vivir allí abajo. Mucho tiempo.
—Tú mataste a Jimmy —dijo Ali—. ¿Por mí?
—No. Lo cortó alguien.
—¿Que hiciste qué?
—No nosotros —contestó Kokie.
—¿«Más viejo que lo viejo»? —preguntó Ali añadiendo el nombre clic.
—Oh, sí. Recortó ese hombre. Luego nos dio partes.
Ali no preguntó a qué se refería Kokie. Ya había escuchado demasiado.
Kokie ladeó la cabeza y una delicada expresión de complacencia apareció en su
petrificada sonrisa. Por un instante, Ali vio ante ella a la escuálida adolescente a la
que se había acostumbrado a querer, y que guardaba un secreto especial. Se lo dijo.
—Madre —dijo Kokie—. Yo ver. Verlo todo.
Ali hubiera querido echarse a correr. Inocente o no, aquella muchacha era una
desalmada.
—Adiós, madre.
«Sácame de aquí», pensó. Con toda la calma que pudo, con las lágrimas
ardiéndole en los ojos, Ali se volvió para alejarse de Kokie.
Inmediatamente, se vio rodeada.
Formaban una muralla de hombres corpulentos. Cegada por las lágrimas, Ali
empezó a luchar con ellos, lanzándoles puñetazos y codazos. Alguien muy fuerte le
sujetó los brazos.
—Vamos —dijo la voz de un hombre—, ¿a qué viene esto?
Ali miró el rostro de un hombre blanco con las mejillas quemadas por el sol y
una curtida gorra del ejército. En el fondo, el Casspir aguardaba, ocioso, como una
máquina bruta, con antenas de radio ondeando al aire y una ametralladora apuntada.
De rodillas, o agachados, los soldados hacían oscilar sus rifles. Dejó de forcejear,
extrañada por lo repentino de la acción.
Bruscamente, el claro se llenó con la oleada de polvo rojo del transporte, como
una tempestad momentánea. Ali se giró en redondo, pero los leprosos ya se habían
dispersado entre los matorrales espinosos. A excepción de los soldados, se
encontraba a solas en medio del remolino.
—Tiene usted mucha suerte, hermana —dijo el soldado—. Los kaffir han vuelto
a desempolvar sus lanzas.
—¿Qué? —preguntó ella.
—Ha habido un levantamiento. Una especie de secta kaffir. Atacaron anoche a
sus vecinos y también la granja situada más allá. Acudimos en su auxilio. Estaban
todos muertos.
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—¿Son éstas sus cosas? —preguntó otro soldado—. Vamos, suba. Aquí
corremos un gran peligro.
Conmocionada, Ali dejó que la empujaran y condujeran hacia el sofocante lecho
blindado del vehículo. Los soldados entraron inmediatamente después, pusieron los
seguros de los rifles y cerraron las puertas. Sus cuerpos olían de un modo muy
diferente al de los leprosos. El temor, ésa era la sustancia química. Experimentaban
un temor que los leprosos no tenían. Era el temor de los animales atrapados.
El transporte emprendió la marcha y Ali se golpeó fuertemente contra un gran
hombro.
—¿Un recuerdo? —preguntó alguien señalándole el collar de abalorios.
—Fue un regalo —contestó Ali, que lo había olvidado hasta entonces.
—¡Un regalo! —exclamó otro soldado—. Eso sí que es tierno.
Ali se tocó el collar a la defensiva. Recorrió con los dedos los diminutos
abalorios que enmarcaban la pieza de cuero oscuro. Los pequeños pelos de animales
que aún contenía el cuero le cosquillearon al tacto.
—No lo sabe usted, ¿verdad? —preguntó un hombre.
—¿El qué?
—Esa piel.
—Sí.
—¿A ti qué te parece, Roy? ¿Es de varón?
—Podría ser —contestó Roy.
—¡Agh! —exclamó un hombre.
—¡Agh! —remedó otro, con voz
de falsetto.
—Dejen de sonreír como unos estúpidos —dijo Ali una vez perdida la
paciencia. Hubo más risas. Su sentido del humor era rudo y violento. En eso no había
sorpresa alguna.
Un rostro se inclinó desde las sombras. La luz que penetraba por la ranura que
se usaba para disparar se reflejó en sus ojos. Quizá fuera un buen muchacho católico.
En cualquier caso, la situación no le divertía.
—Es el escroto, hermana. Piel humana.
Las yemas de los dedos de Ali dejaron de moverse bruscamente sobre los pelos.
Entonces le tocó a ella asombrarlos a todos.
Esperaban que se pusiera a gritar y se arrancara el amuleto con una expresión
de asco. En lugar de eso, se reclinó, apoyó la cabeza contra el acero, cerró los ojos y
dejó que el amuleto contra el mal se balanceara de uno a otro lado, sobre su corazón.

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