lunes, 25 de mayo de 2009

EL DESCENSO - Jeff Long (ebook) (Quinta parte)

Fort Riley, Kansas
1999
En estas extensas llanuras, abrasadas en verano, azotadas por los vientos de
diciembre, concibieron a Elias Branch como guerrero. A ellas regresó, muerto sin
haber muerto, convertido en un enigma. Encerrado y apartado de la vista, el hombre
de la sala G se transformó en una leyenda.
Pasaron las estaciones. Llegó la Navidad.
Rangers
de cien kilos de peso
brindaron en el club de oficiales por la tenacidad sobrenatural del mayor. Aquel
hombre era el martillo de Dios. Uno de nosotros. Se difundieron noticias sobre su
disparatada historia: caníbales con pechos. Nadie lo creía, desde luego.
Una medianoche, Branch se levantó de la cama. No había espejos. A la mañana
siguiente supieron qué había estado mirando, a juzgar por las sangrientas huellas;
supieron lo que había visto a través de la rejilla de alambre que cubría su ventana:
nieve virgen.
Los chopos americanos alcanzaron todo su verde esplendor. El verano llegó a la
escuela. Unos retoños de diez años de los miembros del ejército pasaron corriendo
ante el hospital, camino de la pesca y la natación, y señalaron hacia el afilado alambre
que rodeaba la sala G. Contaron su historia de horror exactamente al revés. De hecho,
el personal médico trataba de deshacer a un monstruo.
No había nada que hacer con el rostro de Branch. La piel artificial le había
salvado la vida, no su aspecto. Sus tejidos habían sufrido tantos daños que, cuando
curaron, ni siquiera él pudo encontrar las antiguas heridas de metralla entre tantas
cicatrices de quemaduras. Hasta su propio cuerpo parecía tener problemas para
comprender la regeneración.
Los huesos curaron tan rápidamente que los médicos ni siquiera tuvieron la
oportunidad de enderezarlos. El tejido cicatricial colonizó sus quemaduras con tal
velocidad que las suturas y las entubaciones de plástico quedaron integradas en su
El Descenso
Jeff Long
nueva carne. Los fragmentos de metal de cohete se fusionaron en sus órganos y en su
esqueleto. Todo su cuerpo quedó convertido en un cascarón cicatricial.
La supervivencia de Branch y luego su metamorfosis los confundió a todos.
Hablaban abiertamente de sus cambios delante de él, como si se tratara de un
experimento de laboratorio que hubiera salido mal. Su «rebrote» celular parecía
cáncer en algunos aspectos, aunque eso no explicaba el espesamiento de las
articulaciones, la nueva masa muscular, el moteado de su pigmentación cutánea, los
pequeños rebordes ricos en calcio que bordeaban sus uñas. Las excrecencias de calcio
formaban bultos en su cráneo. Su ritmo circadiano había perdido toda
sincronización. Su corazón aumentó de tamaño. Su sangre contenía el doble de
hematíes que una persona normal. La luz solar, y hasta los rayos de luna, constituían
una tortura para él. Sus ojos desarrollaron un
tapetum,
una superficie reflectora que
intensificaba la luz baja. Hasta ahora, la ciencia sólo conocía a un primate superior
que fuese nocturno, el
Aotus,
o mono nocturno. Pero la visión de Branch casi
triplicaba la normal del
Aotus.
Su fortaleza con respecto a su peso duplicaba la de un hombre corriente.
Duplicaba la resistencia de reclutas que tenían la mitad de años que él, poseía
extraordinarias habilidades sensoriales y la capacidad de aceleración de un
guepardo. Algo le había convertido en el supersoldado buscado desde hacía tanto
tiempo.
Los médicos trataron de achacarlo todo a una combinación de esteroides,
medicamentos adulterados o defectos congénitos. Algunos plantearon la posibilidad
de que sus mutaciones pudieran ser el efecto residual de agentes nerviosos
respirados durante las guerras en las que había participado. Llegaron a acusarle
incluso de autosugestión.
En cierto sentido, se había convertido en el enemigo, puesto que había sido
testigo de pruebas atroces. Como era inexplicable, se convirtió en una amenaza desde
dentro. No se trataba sólo de la necesidad de ortodoxia que impulsaba a todos, sino
de que, desde aquella noche en los bosques de Bosnia, Branch se había convertido en
el caos de todos ellos.
Los psiquiatras se pusieron a trabajar con él. Se burlaron de su historia de
terribles furias con pechos de mujer surgiendo de entre los muertos bosnios, y le
explicaron pacientemente que había sufrido un gran trauma psíquico a causa del
ataque con cohetes. Uno calificó su historia como «fantasía de fusión» a base de
pesadillas nucleares de la infancia y películas de ciencia ficción, junto con todas las
matanzas que había visto o en las que había participado directamente, como una
especie de sueño estadounidense de los que mojan la cama. Otro indicó la existencia
de historias similares de «gente salvaje» en las leyendas de los bosques de la Europa
medieval, y sugirió que Branch no hacía sino reproducir el mito.
Finalmente, se dio cuenta de que ellos sólo querían que se retractara. Branch les
complació agradablemente. Sí, admitió, todo había sido una mala fantasía. Un estado
de la mente. Zulú Cuatro era algo que nunca había ocurrido en la realidad. Ellos, sin
embargo, no creyeron en su retractación.
El Descenso
Jeff Long
No todo el mundo se entregó tanto a estudiar sus aberraciones. Un inquieto
médico llamado Watts insistió en que la curación había de ser lo primero. En contra
de los deseos de los investigadores, intentó inundar el sistema de Bran ch con oxígeno
e irradiarle con luz ultravioleta. Finalmente, la metamorfosis de Branch se aminoró.
Su metabolismo y su fortaleza disminuyeron hasta el nivel humano. Las excrecencias
de calcio de su cabeza se atrofiaron. Sus sentidos recuperaron la normalidad. Pudo
ver a la luz del sol. Claro que su aspecto aún seguía siendo monstruoso. Poco
pudieron hacer con las cicatrices y las pesadillas. Pero estaba mejor.
Una mañana, once meses después de su llegada, enfermo de luz diurna y de
aire libre, se le dijo a Branch que recogiera sus cosas. Lo trasladaban. Lo habrían
licenciado, pero al ejército no le gustaba que monstruos con medallas de combate
deambularan por las calles de Estados Unidos, así que decidieron enviarlo de nuevo
a Bosnia. Así, al menos, sabrían dónde encontrarlo.
Bosnia había cambiado. La unidad de Branch se había marchado ya hacía
tiempo. Camp Molly no era más que un recuerdo en lo alto de una colina. Abajo, en
Base Águila, cerca de Tuzla, no sabían qué hacer con un piloto de helicóptero que ya
no podía volar, así que pusieron bajo su mando a unos pocos soldados de infantería y
esencialmente le dijeron que fuera a encontrarse a sí mismo. Una misión de
autodescubrimiento con uniforme de campaña. Bueno, había destinos mucho peores.
Con la carta blanca de un exiliado, regresó a Zulú Cuatro con su pelotón de hombres
despreocupados.
Se aburrían mortalmente. Todos ellos habían combatido. Al difundirse la noticia
de que Branch regresaba armado al mundo de los vivos, estos ocho pidieron a voces
acompañarlo. Por fin algo de acción.
Zulú Cuatro había vuelto a la normalidad a la que puede volver un lugar donde
se ha perpetrado una matanza. Los gases se habían despejado. La fosa común se
había aplanado con máquinas. Un mojón de cemento, con una media luna islámica y
una estrella, marcaba el lugar. Había que mirar con mucha atención para encontrar
algún que otro fragmento del helicóptero de combate de Branch.
Los muros y torrenteras que rodeaban el lugar estaban agujereados con minas
de carbón. Branch eligió una al azar y todos le siguieron al interior. En las historias
posteriores, aquella exploración espontánea terminaría por conocerse como la
primera llevada a cabo por un militar. Marcó el principio de lo que dio en llamarse el
«Descenso».
Llegaron tan preparados como se solía en aquellos primeros tiempos, con
linternas y un solo rollo de cuerda. Siguieron un sendero minero, caminando de pie,
sin tomar medidas de seguridad, a través de túneles sostenidos por un entibado de
troncos. Después de tres horas, llegaron a una abertura en las paredes. A juzgar por
las acumulaciones de rocas sueltas en el suelo, daba la impresión de que alguien se
hubiera abierto paso desde el otro lado, desde el interior de la roca.
Dejándose llevar por un presentimiento, Branch condujo a sus hombres por
aquel tún el secundario. La red se hacía más y más profunda. Ningún minero había
excavado aquello. El pasaje era tosco, pero antiguo, como una fisura natural que se
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inclinara hacia abajo. Ocasionalmente, se habían efectuado mejoras, como si se
hubiesen ampliado secciones estrechas o se hubieran sostenido techos inestables con
rocas amontonadas. Se observaba cierta calidad romana en las obras de piedra, con
toscas piedras angulares en algunos de los arcos. En otros lugares, el goteo de agua
mineral había formado columnas de piedra caliza que iban desde lo alto hasta el
suelo.
A una hora más de profundidad, los soldados empezaron a encontrar huesos
que se habían arrancado de partes del cuerpo. Fragmentos y piezas enteras de
bisutería barata y relojes europeos orientales de los más baratos. Los ladrones de
tumbas habían actuado con descuido y excesivas prisas. Toda aquella basura
necrófaga le hizo pensar a Branch en la bolsa infantil de Todos los Santos, que tenía
un desgarrón por donde perdía su contenido.
Siguieron adelante, iluminando las galerías laterales con las linternas,
ref unfuñando ante los peligros. Branch les dijo a sus hombres que podían regresar,
pero ellos prefirieron quedarse a su lado. En los túneles más profundos encontraron
otros túneles más profundos aún, en el fondo de los cuales hallaron más túneles.
No tenían ni idea de la profundidad a la que llegaron cuando dejaron de
descender. Aquello daba la sensación de ser el vientre de la ballena.
No conocían la historia del hombre que deambulaba bajo tierra, el atractivo de
su exploración provisional. No habían penetrado en aquellos abismos bosnios por
amor a la espeleología. Eran hombres muy normales, en tiempos normales, ninguno
de los cuales se sentía obsesionado por escalar la montaña más alta o llegar al fondo
del océano. Nadie se veía a sí mismo como Colón, Balboa, Magallanes, Cook o
Galileo, como descubridor de nuevas tierras, de nuevos caminos, de un nuevo
planeta. No tenían la intención de llegar adonde iban. Y, sin embargo, fueron ellos
quienes abrieron la puerta del Hades.
Después de permanecer dos días en los extraños y tortuosos corredores, la
patrulla de Branch llegó a su límite de resistencia. Los hombres empezaron a sentir
temor, pues allí donde los túneles se bifurcaban por enésima vez y descendían aún
más, se encontraron con la huella de un pie. Y no era exactamente humano. Alguien
tomó una fotografía con una Polaroid y luego se las arreglaron para desandar el
camino y regresar a la superficie.
La huella de aquella fotografía pasó a formar parte de ese estado especial de
paranoia habitualmente reservado a los accidentes nucleares y otros deslices
militares. Se la designó como Operación Negra. Por su causa se convocó una reunión
del Consejo de Seguridad Nacional. A la mañana siguiente, los comandantes de la
OTAN se reunieron cerca de Bruselas. Las fuerzas armadas de diez países se
dispusieron a explorar, en el máximo secreto, el resto de la pesadilla de Branch.
Branch se presentó ante el consejo de generales.
—No sé lo que eran —les dijo, tras describir una vez más lo ocurrido la noche
que se estrelló en Bosnia—. Pero se alimentaban de los muertos y no eran como
nosotros.
El Descenso
Jeff Long
Los generales se pasaron la fotografía de la huella animal. Mostraba un claro pie
desnudo, ancho y plano, con el dedo gordo separado como un pulgar.
—¿Le están creciendo esos cuernos en la cabeza, mayor? —preguntó uno de
ellos.
—Los médicos los llaman osteofitos —contestó Branch tocándose el cráneo con
los dedos. Podría haber sido el hijo bastardo del entrecruzamiento de razas, un
accidente entre especies—. Empezaron a salirme de nuevo cuando descendimos.
Los generales acabaron por admitir que en todo aquello había algo más que una
simple mina de carbón de los Balcanes. De repente, Branch empezó a sentirse tratado
no como un objeto dañado, sino como un profeta accidental. Se le devolvió
mágicamente el mando y se le dio vía libre para ir allí donde le condujeran sus
sentidos. Sus ocho soldados se convirtieron en ochocientos. No tardaron en unírseles
otros ejércitos, de modo que los ochocientos se convirtieron en ocho mil y luego en
más.
A partir de las minas de carbón de Zulú Cuatro, las patrullas de reconocimiento
de la OTAN profundizaron y ampliaron más y más, empezaron a conjuntar el
rompecabezas de toda una red de túneles de muchos miles de kilómetros, extendida
por debajo de Europa. Cada sendero se conectaba con otro, aunque de formas muy
intrincadas. Se podía entrar por Italia y salir en Checoslovaquia, en España, en
Macedonia o en el sur de Francia. Pero no cabía la menor duda de que todo el
sistema tenía sólo una dirección central. Todas las cuevas, senderos, galerías y pozos
conducían hacia abajo.
Se mantuvo el más absoluto secreto. Hubo heridos, claro está, y unas pocas
bajas. Pero todas ellas se debieron a techos que se derrumbaron, cuerdas que se
rompieron o soldados que cayeron por agujeros. Nada más que accidentes laborales
y errores humanos. Cada curva aprendida se cobraba su precio.
El secreto se mantuvo, incluso después de que un espeleólogo civil llamado
Harrigan penetrara en una sima de piedra caliza llamada el Pozo de Jacob, en el sur
de Texas, que supuestamente cruzaba el acuífero Edwards. Afirmó haber encontrado
una serie de galerías a una profundidad de mil seiscientos metros que se hacían aún
más profundas. Además, juró que en los muros había pinturas hechas por manos
aztecas o indias. ¡A un kilómetro y medio de profundidad! Los medios de
comunicación se hicieron eco de la historia, efectuaron algunas comprobaciones y
pronto la dejaron de lado como producto de un fraude o de una narcosis. Un día
después de que el tejano fuera ridiculizado en público, desapareció. Las gentes
locales supusieron que la embarazosa situación en que se encontró le resultó
insoportable. Lo que ocurrió en realidad fue que a Harrigan lo visitaron hombres de
operaciones especiales, le ofrecieron un jugoso sueldo como asesor, le hicieron jurar
que guardaría el máximo secreto sobre sus actividades y lo pusieron a trabajar para
desvelar lo que había por debajo de Estados Unidos.
La caza se había iniciado. Se realizaron rápidos progresos una vez rota la
barrera psicológica de los «mil quinientos metros», ese nivel que intimidaba a los
más osados espeleólogos, del mismo modo que los ocho mil metros habían
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intimidado en otras épocas a los escaladores del Himalaya. Una de las más nutridas
patrullas de Branch alcanzó los dos kilómetros y medio de profundidad, apenas una
semana después de que Harrigan hubiese hablado en público. Cinco meses más
tarde, las investigaciones militares ya registraban profundidades de cinco kilómetros.
El inframundo era ubicuo y sorprendentemente accesible. Había sistemas en cada
continente, en cada ciudad.
Los ejércitos se desplegaron en abanico a mayores profundidades, y trazaron
los mapas de una vasta y compleja subgeografía de minas de hierro de West
Cumberland, en el sur de Gales, en las Holloch de Suiza, en la sima de Epos en
Grecia, en las montañas del País Vasco, en los pozos de carbón de Kentucky, los
cenotes de Yucatán, las minas de diamantes de Sudáfrica y docenas de otros lugares.
El hemisferio norte es excepcionalmente rico en piedra caliza, que se fusiona a
niveles más bajos para formar cálidas capas de mármol, piedra porosa y, finalmente,
a mucha mayor profundidad, basalto. Este lecho rocoso es tan pesado que se
encuentra por debajo de todo el mundo superficial. Como quiera que el hombre
apenas había obtenido muestras del mismo, a excepción de unas pocas exploraciones
para obtener petróleo y del proyecto Moho, abandonado desde hacía tiempo, los
geólogos siempre habían dado por sentado que el basalto formaba una masa sólida y
comprimida. Lo que ahora se descubría era un laberinto planetario. Las capilaridades
geológicas se extendían a lo largo de miles y miles de kilómetros. Se rumoreaba que
podía extenderse incluso por debajo de los océanos.
Transcurrieron nueve meses. Cada día que pasaba, los ejércitos hacían avanzar
un poco más sus conocimientos y penetraban un poco más profundamente. Se
ampliaron los presupuestos destinados a los cuerpos de ingenieros y zapadores, y a
los batallones de zapadores de la marina. Se les encargó la tarea de reforzar los
túneles, diseñar nuevos sistemas de transporte, perforar pozos, construir ascensores,
taladrar canales y erigir campamentos subterráneos enteros. Llegaron incluso a
asfaltar grandes zonas de aparcamiento... a un kilómetro bajo la superficie.
Se construyó una carretera a través de la boca de la gruta de Postojna Jama, en
la región kárstica de Eslovenia. Ya desde principios del siglo XIII, este enorme túnel
había atraído a nobles y terratenientes, que lo recorrieron acompañados por guías
campesinos y admiraron el río Pivka, que brotaba de sus profundidades. Allí fue
donde se descubrió la salamandra sin ojos. Se suponía que esta gruta había sido
visitada por un turista llamado Dante. Ahora, el «Infierno» servía como una de las
docenas de entradas similares para tanques, vehículos blindados y camiones de dos
toneladas y media que llevaban pertrechos, tropas y suministros al interior de la
tierra.
Durante más de medio año las patrullas internacionales descendieron a
centenares hacia los lugares más recónditos de la tierra. En los campamentos de
instrucción se cambió el entrenamiento principal. En el cine del campamento se
proyectaban películas del sindicato de mineros sobre técnicas básicas para entibar
paredes y mantener en funcionamiento una lámpara de carburo. Los sargentos de
instrucción empezaron a llevar a los reclutas a los polígonos de tiro en plena noche,
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para realizar prácticas de tiro nocturnas y
rappels
a ciegas. Los médicos y ayudantes
sanitarios recibieron instrucción sobre la enfermedad de Weill y la histoplasmosis,
infecciones micóticas de los pulmones contraídas a causa del guano de los
murciélagos, y sobre el pie Mulu, una enfermedad espeleológica tropical. A ninguno
de ellos se le comunicó qué utilidad práctica podía tener todo aquello. Luego, un
buen día, terminada la instrucción, se les enviaba al útero de la tierra.
Cada semana que pasaba se expandían, tanto lateral como verticalmente, las
líneas tridimensionales en cuatro colores que trazaban los mapas subterráneos de
Europa, Asia y Estados Unidos. Oficiales dieron en comparar su aventura con la de
Dragones y Mazmorras, sólo que sin dragones ni mazmorras. Los curtidos
anticomunistas casi no podían creer en su buena suerte: Vietnam sin vietnamitas. El
enemigo resultaba ser la quimera de la imaginación de un mayor desfigurado. Nadie,
excepto Branch, podía afirmar haber visto a los demonios con piel de pescado blanco.
Tampoco había «enemigos». Las señales que indicaban la presencia de alguien
eran enigmáticas, y algunas hasta crueles. A aquellas profundidades, las pistas
encontradas sugerían la existencia de un sorprendente espectro de especies, desde
centípedos y peces, hasta bípedos de tamaño humano. Un curtido fragmento de ala
despertó imágenes de vuelo subterráneo, lo que revitalizó temporalmente las
visiones de san Jerónimo sobre ángeles oscuros similares a murciélagos.
La presencia de estiércol indicaba que estas criaturas llevaban una existencia
comunal, y que eran seminómadas. Surgió así la imagen de una subsistencia dura,
agobiada y sin sol. La vida brutal de los antiguos campesinos humanos parecía
comparativamente encantadora.
Pero por lo visto se había asustado a los habitantes de las profundidades, y a
aquellas alturas ya eran innegables las pruebas de ocupación primitiva en los niveles
más profundos.
Las tropas no encontraron ninguna resistencia. No se estableció ningún
contacto. No se vio a seres vivos. Únicamente grandes cantidades de recuerdos
cavernícolas: puntas afiladas de pedernal, huesos animales tallados, pinturas
rupestres y montones de baratijas robadas de la superficie: lápices rotos, latas vacías
de Coca-Cola y botellas de cerveza, enchufes estropeados, monedas, bombillas. La
reserva de aquellos seres se achacó oficialmente a su aversión a la luz. Las tropas ya
estaban impacientes por verlos.
La ocupación militar descendió aún más, dentro del más estricto secreto. Los
servicios de inteligencia lograron censurar la correspondencia que los soldados
enviaban a sus casas, confinar a las unidades en sus bases y mantener a raya a los
medios de comunicación.
La exploración militar llegó así a su décimo mes. Parecía como si, después de
todo, aquel nuevo mundo estuviera vacío, y que los estados sólo tuvieran que
instalarse en sus sótanos para ocuparlos, catalogar su contenido y trazar nuevas
subfronteras. La conquista se convirtió en un paseo hacia abajo. Branch no hacía más
que advertir sobre la necesidad de ser prudentes. Pero los soldados dejaron de llevar
sus armas. Las patrullas se parecían cada vez más a picnics o cacerías con puntas de
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flecha. Hubo unos cuantos huesos rotos y algunas mordeduras de murciélago. De
vez en cuando, un techo se derrumbaba o alguien se salía de un camino abisal. En
conjunto, sin embargo, los índices de seguridad seguían siendo superiores a lo
normal. «Manteneos en guardia», les seguía predicando Branch a sus
rangers.
Pero su
cantinela empezaba a sonar como la de un chiflado, incluso para sí mismo.
Fue entonces cuando descendió el martillo. A partir del 24 de noviembre, los
soldados de todo el subplaneta no regresaron a sus campamentos subterráneos. Se
enviaron patrullas en su búsqueda. Pocas de ellas regresaron. Las líneas de
comunicación, tan cuidadosamente tendidas, se interrumpieron. Los túneles se
colapsaron.
Era como si todo el subplaneta hubiera desaparecido por el sumidero del
lavabo. Desde Noruega a Bolivia, desde Australia a Labrador, desde las bases más
profundas hasta los campamentos situados a diez metros de la luz del sol, los
ejércitos se desvanecieron. Más tarde se diría que las tropas habían quedado
diezmadas, lo que significa la muerte de un soldado de cada diez. Lo que sucedió
aquel 24 de noviembre fue lo contrario. Apenas sobrevivió uno de cada diez.
Aquello no fue más que el truco más viejo en la historia de la guerra. Se procura
que el enemigo se confíe. Se le atrae para que pen etre en territorio propio. Y luego se
le corta la cabeza. Literalmente.
En un túnel situado a menos dos kilómetros, en la sub-Polonia, se encontraron
los cráneos de tres mil soldados rusos, alemanes e ingleses de la OTAN. Ocho
equipos de ingenieros y zapadores de la marina estadounidense fueron encontrados
crucificados en una caverna a tres kilómetros de profundidad, por debajo de Creta.
Se comprobó que habían sido capturados vivos en lugares diferentes, reunidos allí y
torturados hasta la muerte.
Una matanza aleatoria era una cosa. Pero esto era algo totalmente diferente.
Quedaba claro que allí actuaba una inteligencia superior. Los actos, perpetrados a lo
largo y ancho de toda la red, habían sido planificados y ejecutados siguiendo una
sola orden y en el mismo momento. Alguien, o todo un cuerpo de seres, había
orquestado una enorme matanza en una región de cincuenta mil kilómetros
cuadrados.
Era como si una raza de alienígenas hubiese desembarcado en las playas del
hombre.
Branch vivía, pero sólo porque en aquellos momentos estaba de baja con unas
fiebres recurrentes causadas por la malaria. Mientras sus tropas se introducían más
profundamente bajo la superficie, él estaba en una enfermería, envuelto en bolsas de
hielo y alucinaciones. Cuando la CNN dio la terrible noticia, creyó que aquello era
producto de su delirio.
Medio enloquecido, Branch vio a su presidente dirigirse a la nación el 3 de
diciembre, en hora de máxima audiencia. Esa noche no hubo maquillaje. Había
estado llorando.
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—Mis queridos compatriotas —anunció—, tengo el doloroso deber...
Con tonos sombríos, el patriarca anunció las pérdidas militares
estadounidenses sufridas a lo largo de la semana anterior; en conjunto, había 29.543
desaparecidos. Se temía lo peor. En el transcurso de tres terribles días, Estados
Unidos había sufrido tantas bajas mortales como durante toda la guerra de Vietnam.
Evitó mencionar, sin embargo, la mortandad militar global, que había costado la vida
a la increíble cifra de un cuarto de millón de soldados. Hizo una pausa. Carraspeó,
incómodo, pasó unas hojas que finalmente dejó a un lado y siguió hablando.
—El infierno existe. —Levantó la barbilla—. Es real. Es un lugar geológico e
histórico situado bajo nuestros mismos pies. Y está salvajemente habitado. —Apretó
los labios—. Salvajemente —repitió y, por un momento, pudo verse la enorme cólera
que sentía.
«Durante el pasado año, en consulta y alianza con otras naciones, Estados
Unidos había iniciado un reconocimiento sistemático de los límites de este vasto
territorio subterráneo. Siguiendo mis órdenes, 43.000 soldados estadounidenses
llevaron a cabo la misión de investigar ese lugar.
En el fondo, alguien sollozaba.
—Nuestra exploración de esa frontera reveló que estaba habitada por formas
vivas desconocidas. No hay nada de sobrenatural en todo esto. En los próximos días
y semanas probablemente se preguntarán cómo es posible que, si hay seres allá
abajo, nunca los hayamos visto antes. La respuesta es que sí los hemos visto. Desde
los inicios del tiempo humano, hemos sospechado su presencia entre nosotros. Les
hemos temido, hemos escrito poemas sobre ellos, creado religiones contra ellos.
Hasta hace muy poco, no sabíamos cuánto sabíamos realmente. Ahora empezamos a
aprender lo mucho que no sabemos. Hasta hace unos días se suponía que esas
criaturas se habían extinguido o se habían retirado ante nuestro avance militar.
Ahora sabemos que no ha sido así.
El presidente dejó de hablar. El cámara se dispuso a cortar la conexión. Pero, de
repente, empezó a hablar de nuevo.
—No se llamen a engaño —dijo—. Venceremos a este imperio de la oscuridad.
Derrotaremos a este antiguo enemigo. Desataremos nuestra terrible y rápida espada
sobre las fuerzas de la oscuridad. Y prevaleceremos. Lo conseguiremos, en nombre
de Dios y de la libertad.
Inmediatamente después, la imagen se trasladó a la sala de prensa, en la planta
baja. El portavoz de la Casa Blanca y un jefazo del Pentágono estaban delante de los
asombrados periodistas. Incluso a pesar de su fiebre, Branch reconoció al general
Sandwell, con sus cuatro estrellas y el pecho cubierto de franjas de condecoraciones.
«Hijo de puta», murmuró mirando la pantalla.
Se levantó una mujer del
Los Angeles Times,
temblorosa.
—¿Estamos en guerra?
—No ha habido declaración de guerra —contestó el portavoz.
—¿En guerra con el infierno? —preguntó alguien del
Miami Herald.
—No estamos en guerra.
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—Pero ¿y el infierno?
—Es un ambiente litosférico inferior, una región abisal cribada de agujeros.
El general Sandwell hizo a un lado al portavoz.
—Olvídense de lo que creen saber —les dijo—. Sólo se trata de un lugar, pero
sin luz, sin cielo, sin luna. El tiempo es diferente allá abajo.
Sandy siempre había sido un histrión, pensó Branch.
—¿Han enviado refuerzos allá abajo?
—Por el momento, hemos decidido mantenernos en una situación de esperar y
ver. Nadie baja allí.
—¿Estamos a punto de ser invadidos, general?
—Negativo —contestó con firmeza—. Todas las entradas han sido aseguradas.
—Pero ¿y las criaturas, general? —El periodista del
New York Times
parecía
ofendido—. ¿Estamos hablando de diablos y demonios con tridentes y tenazas?
¿Tiene el enemigo pezuñas y cuernos en la cabeza, tiene cola, vuela con alas? ¿Cómo
podría describirnos a esos monstruos, señor?
—Ésa es información clasificada —contestó Sandwell por el micrófono, aunque
pareció sentirse complacido con el calificativo de «monstruos». Los medios de
comunicación ya empezaban a demonizar al enemigo—. ¿Una última pregunta?
—¿Cree usted en Satán, general?
—Creo en ganar —contestó el general, que apartó el micrófono y abandonó la
sala.
Branch experimentó altibajos en los sueños inducidos por la fiebre. Un
muchacho con la pierna rota, tumbado en la cama de al lado, sufría lo indecible.
Durante toda la noche, cada vez que Branch abría los ojos, la televisión mostraba una
situación diferente, pero siempre surrealista. Llegó el día. Los presentadores de las
noticias locales estaban preparados. Supieron evitar que la histeria se reflejara en sus
voces, seguir el guión marcado. «Disponemos de muy poca información en estos
momentos. Les rogamos que sigan sintonizados por si hubiera novedades y, sobre
todo, que mantengan la calma.» Una corriente continua de texto que aparecía en la
parte inferior de la pantalla indicaba las iglesias y sinagogas abiertas al público. El
gobierno preparó una página web para aconsejar a las familias de los soldados
desaparecidos. La Bolsa se hundió. Se produjo una mezcla atroz de dolor y terror, y
también de encarnizada exuberancia.
Los supervivientes empezaron a llegar poco a poco a la superficie. De repente, a
los hospitales militares empezaron a llegar soldados ensangrentados que hablaban
enloquecida e infantilmente de bestias, vampiros, demonios necrófagos y gárgolas.
Al no encontrar palabras adecuadas para describir la oscura monstruosidad que
habían atisbado allí abajo, echaron mano de las leyendas de la Biblia, de las novelas
de horror y de las fantasías de la infancia. Los soldados chinos dijeron haber visto
dragones y demonios budistas, mientras que los muchachos de Arkansas aseguraban
haber visto a Belcebú y Alien.
La gravedad de la situación le ganó la partida al ritual humano. En los días que
siguieron a la gran matanza no hubo forma de transportar todos los cuerpos hasta la
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superficie, para luego poder enterrarlos a dos metros bajo tierra. Ni siquiera hubo
tiempo para excavar fosas comunes en el suelo de las cuevas. En lugar de eso, se
amontonaron los cuerpos en túneles secundarios y se cerraron las entradas con
explosivos de plástico. Después, los ejércitos se retiraron. Los pocos ritos funerarios
que se celebraron con los verdaderos cuerpos mostraron ataúdes cerrados en los que,
bajo la bandera de las barras y estrellas, se había atornillado un pequeño cartel que
decía: «No abrir».
La Agencia Federal de Gestión de Emergencias quedó a cargo de la defensa
civil. A falta de una información real sobre cuál era la verdadera amenaza, la agencia
desempolvó su anticuada literatura de los años setenta sobre qué hacer en caso de
ataque nuclear y la distribuyó entre gobernadores, alcaldes y ayuntamientos.
Encienda la radio. Acumule provisiones. Haga acopio de agua potable. Manténgase
alejado de las ventanas. Permanezca en el sótano. Rece.
Los más agoreros vaciaron las tiendas de comestibles y de armas de fuego. Al
ponerse el sol, en la segunda noche, los equipos de la televisión siguieron a los
hombres de la guardia nacional que formaban hileras a lo largo de las calles y
patrullaban los guetos. Se montaron controles en las carreteras, en los que se
registraba a los conductores y se les requisaban las armas y el licor. Llegó la noche.
Los helicópteros de la policía y del ejército rasgaron los cielos, iluminando con sus
focos los lugares en que podían surgir problemas potenciales.
La zona centro sur de Los Angeles fue la primera en revolverse, y eso no supuso
una sorpresa para nadie. Le siguió Atlanta. Hubo incendios y saqueos.
Enfrentamientos a tiros, violaciones y violencia de las multitudes. Luego ocurrió lo
mismo en Detroit y Houston, en Miami y Baltimore. La guardia nacional vigilaba,
con órdenes de contener a las multitudes dentro de sus barriadas y no intervenir.
Luego se encendieron los suburbios; nadie estaba preparado para eso. Desde
Silicon Valley a Highlands Ranch o Silver Springs, se rebelaron los que trabajaban en
las ciudades. Sacaron las armas, la envidia reprimida, el odio. La clase media saltó.
Todo empezó con llamadas telefónicas, de una casa a otra, y la conmocionada
incredulidad se retorció en una toma de conciencia de que la muerte anidaba bajo sus
sistemas de riego. Extraña y repentinamente, resultó que tenían muchas cosas que
sacar a la luz. Avergonzaron a los guetos con sus incendios y su violencia. Más tarde,
los comandantes de la guardia nacional sólo pudieron decir que no habían esperado
tanto salvajismo por parte de gentes que tenían césped en sus viviendas, que eran
además de su propiedad.
En el aparato de televisión de Branch parecía como si aquélla fuera la última
noche sobre la tierra. Lo fue para mucha gente. Al salir el sol iluminó un paisaje que
Estados Unidos venía temiendo desde el lanzamiento de la bomba. Las autopistas de
seis carriles estaban embotelladas por coches que se habían incendiado después de
chocar y camiones que intentaban huir. Se habían entablado verdaderas batallas
locales. Las bandas organizadas recorrían los embotellamientos de tráfico disparando
y acuchillando a familias enteras. Los supervivientes deambulaban conmocionados,
suplicando agua. Un humo sucio se elevaba sobre los cielos urbanos. Fue un día de
El Descenso
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sirenas. Los helicópteros meteorológicos y las camionetas con los equipos móviles de
noticias recorrían los límites de las ciudades destruidas. Todos los canales mostraban
los estragos.
Desde el Senado de Estados Unidos, C. C. Cooper, líder de la mayoría y
multimillonario hecho a sí mismo, con la vista puesta en la Casa Blanca pidió a gritos
que se impusiera la ley marcial. Quería que se aplicara durante noventa días, a modo
de período de enfriamiento. Únicamente se le opuso una solitaria mujer negra, la
formidable Cordelia January. Branch la escuchó expresar sus ideas con su rica dicción
de Texas.
—¿Sólo noventa días? —atronó desde el podium—. No, señor. No según mi
reloj. La ley marcial es una serpiente, senador. Es la semilla de la tiranía. Animo a mis
distinguidos colegas a oponerse a la adopción de esta medida...
La votación fue abrumadoramente mayoritaria a favor de la moción con un solo
voto en contra. El presidente, con aspecto cansado y después de una noche sin sueño,
aprovechó el respaldo político y declaró la ley marcial.
A la una de la tarde, hora este, los generales cerraron el país. El toque de queda
se inició el viernes a la puesta del sol y duró hasta el amanecer del lunes. Fue una
pura coincidencia, pero el período de enfriamiento coincidió con el día eclesiástico de
descanso. El Antiguo Testamento no había alcanzado tanto poder en Estados Unidos
desde los tiempos de los puritanos: observa el
sabbath
si no quieres morir de un
disparo.
Funcionó. El primer gran espasmo de terror pasó.
Por extraño que pueda parecer, el país se sintió agradecido a sus generales. Se
despejaron las autopistas. Se abatió a los saqueadores. El lunes se permitió la
reapertura de los supermercados. El miércoles, los niños regresaron a la escuela. Se
reabrieron las fábricas. La idea de volver a la normalidad, de que los autobuses
escolares de color amarillo circularan de nuevo, de que volviera a fluir el dinero,
permitió que el país recuperara el sentido de sí mismo.
Con precaución, la gente empezó a salir de sus casas y a limpiar sus céspedes
de las huellas de los disturbios. En los suburbios, los vecinos que se habían lanzado
al cuello de los otros o que habían montado a las esposas de los demás, ayudaban
ahora a recoger los cristales rotos y a amontonar las cenizas con palas de quitar la
nieve. Más tarde pasaron hileras de camiones de la basura. El tiempo era magnífico
para tratarse de diciembre. En las noticias, Estados Unidos volvía a ofrecer un
aspecto excelente.
De repente, el hombre había dejado de mirar a las estrellas. Los astrónomos
perdieron el favor del público. Había llegado el momento de la introspección.
Durante aquel primer invierno, ante las diseminadas cuevas del inframundo se
apostaron grandes ejércitos, apresuradamente reforzados con veteranos, policías,
guardias de seguridad y hasta mercenarios, con todas sus armas apuntadas hacia la
oscuridad, a la espera, mientras que los gobiernos y las grandes empresas
convocaban a los llamados a filas y preparaban sus arsenales para crear una fuerza
abrumadora.
El Descenso
Jeff Long
Durante un mes, nadie descendió. Los presidentes ejecutivos de las empresas,
los consejos de administración y las instituciones religiosas les animaron a
emprender la «Reconquista», ávidos por lanzar sus exploraciones. Pero los muertos
ascendían ahora a más de un millón, incluido todo el ejército talibán afgano, que
había saltado prácticamente al abismo en seguimiento de su Satán islámico.
Precavidos, los generales se negaron a enviar más tropas.
Se utilizó un pequeño grupo de robots del proyecto Marte de la NASA para
investigar el planeta existente dentro del propio planeta. Arrastrándose sobre sus
patas metálicas de araña, las máquinas llevaban gran cantidad de sensores y equipo
de vídeo, diseñados para resistir las más duras condiciones de un mundo lejano. Se
emplearon trece, cada uno de ellos valorado en cinco millones de dólares, y los del
proyecto Marte los querían recuperar intactos.
Los robots se soltaron por parejas, excepto uno que quedó solo, en siete lugares
diferentes repartidos por todo el globo. Multitud de científicos controlaron cada uno
de ellos durante las veinticuatro horas del día. Las «arañas» se portaron bastante
bien. A medida que se introducían más profundamente en la tierra la comunicación
se hacía más dificultosa. Se había previsto que las señales electrónicas destellaran sin
impedimento alguno desde los polos marcianos y las llanuras aluviales, pero ahora
estaban dificultadas por gruesas capas de roca. En este sentido, el laberinto
subterráneo estaba mucho más alejado a años luz que el propio Marte. Las señales se
tenían que intensificar por ordenador, interpretar y combinar. A veces se tardaba
muchas horas en lograr que una transmisión llegara a la superficie, y muchas horas
más o incluso días para desentrañar toda aquella maraña electrónica. Sucedía cada
vez con mayor frecuencia que las transmisiones, sencillamente, no llegaban arriba.
Y lo que llegaba mostraba un interior tan fantástico que los planetólogos y los
geólogos se negaban a dar crédito a sus instrumentos. Las arañas electrónicas
tardaron una semana en encontrar las primeras imágenes humanas. En lo más
profundo de la selva de piedra caliza de Terbil Tem, debajo de Papua Nueva Guinea,
sus huesos aparecían como palos ultravioleta en el escáner del ordenador. Los
cálculos variaron de cinco a doce conjuntos de restos situados a una profundidad de
cuatro kilómetros. Al día siguiente, a varios kilómetros en el interior de los panales
volcánicos que rodeaban Akiyoshidai, en Japón, encontraron pruebas de que grupos
de seres humanos habían sido atraídos hacia profundidades mayores que las
exploradas, donde habían sido aniquilados. En lo más profundo del macizo de
Djurdjura, en Argelia, y en la cuenca del río Nanxu, en la provincia de Guanxi, en
China, así como muy por debajo de las grutas situadas bajo el monte Carmelo y
Jerusalén, otros robots localizaron la carnicería causada por combates librados en
cubículos, grietas e inmensas cámaras subterráneas.
—Esto se pone feo, muy feo —comentaron los que vieron las imágenes.
Los cuerpos de los soldados aparecían desgarrados, mutilados, degradados.
Faltaban sus cabezas o éstas se habían dispuesto como pirámides de bolas de bolera.
Y, lo que era peor, sus armas habían desaparecido. Lugar tras lugar, lo único que
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quedaba eran cuerpos desnudos, anónimos, convertidos en osamentas. No se podía
saber quiénes habían sido aquellos hombres y mujeres.
Una tras otra, las arañas dejaron de transmitir. Aún era demasiado pronto para
que se les hubieran agotado las baterías, y no todas ellas habían alcanzado su umbral
límite de transmisión.
—Están matando a nuestros robots —informaron los científicos.
A finales de diciembre sólo quedaba uno, un transmisor solitario que seguía
avanzando sobre sus patas, introduciéndose en regiones tan profundas que parecía
como si nadie pudiera vivir en ellas.
Muy por debajo de Copenhague el robot captó un extraño detalle, el primer
plano de una red de pesca. Los chicos de los ordenadores trastearon con su
maquinaria, tratando de obtener uña imagen de mejor resolución, pero ésta se
mantuvo igual, compuesta por enlaces de gran tamaño de hilo o de cuerda delgada.
Teclearon sus órdenes para que la araña retrocediera ligeramente y captar una
perspectiva más amplia.
Transcurrió casi un día entero antes de que la araña volviera a transmitir, y
aquello fue tan espectacular como las primeras imágenes enviadas desde la cara
oculta de la Luna. Lo que había parecido hilo o cuerda eran círculos de hierro unidos
entre sí. La red era en realidad una cota de malla, la armadura de un antiguo
guerrero escandinavo. El esqueleto del vikingo que ocupaba su interior se había
convertido en polvo hacía ya mucho tiempo. Allí donde debió de producirse un
desesperado y oscuro forcejeo, la armadura estaba sujeta a la pared con una lanza de
hierro.
—Mierda —musitó alguien.
Pero la araña, cumpliendo las órdenes transmitidas, se giró, y el lugar donde se
encontraba se llenó con la visión de armas de la Edad de Hierro y cascos rotos. Las
tropas de la OTAN, los talibanes afganos y los soldados de una docena más de
ejércitos modernos no habían sido los primeros en invadir este mundo abisal y
levantarse en armas contra los demonios del hombre.
—¿Qué está ocurriendo ahí abajo? —preguntó el jefe de control de la misión.
Después de otra semana más, las ráfagas de transmisión sólo comunicaban
ruidos terrenales y pulsos electromagnéticos de temblores aleatorios. Finalmente, la
última araña-robot dejó de transmitir. Decidieron esperar tres días, y cuando
empezaban a desmantelar la estación, escucharon de repente una señal de
transmisión. Se apresuraron a conectar el monitor y, finalmente, lograron una imagen
de su rostro.
La estática se abrió. Algo se movió en la pantalla, y en el siguiente instante ésta
quedó oscurecida. Luego volvieron a pasar la cinta a cámara muy lenta y
recuperaron fragmentos electrónicos de una imagen. Por lo visto, la criatura poseía
cuernos, un muñón de cola residual, ojos rojos o verdes, dependiendo del filtro de la
cámara, y una boca que debió de haber lanzado un grito de furia y condena, o
posiblemente de alarma maternal, al tiempo que se abalanzaba sobre el robot.
El Descenso
Jeff Long
Fue Branch el que irrumpió en el punto muerto al que se había llegado. Una vez
que remitió su fiebre reasumió el mando de lo que se había convertido en un batallón
fantasma. Estudió los mapas y trató de averiguar dónde se encontraban sus
pelotones aquel fatídico día.
—Necesito encontrar a mi gente —comunicó por radio a sus superiores, pero
éstos no quisieron saber nada y le ordenaron que se quedara quieto—. ¡Eso no es
justo! —exclamó Branch, pero no discutió las órdenes.
Se giró, de espaldas a la radio, se colocó sobre los hombros la mochila Alice y
tomó su rifle. Avanzó entre la columna acorazada alemana estacionada en la boca del
sistema de grutas de Leoganger Steinberge, en los Alpes bávaros, sin hacer el menor
caso de las órdenes de los oficiales, que le gritaban que se detuviera. Los últimos
rangers
que le quedaban, doce hombres, lo siguieron como fantasmas negros, y las
tripulaciones de los tanques Leopard no hicieron otra cosa que santiguarse.
Durante los cuatro primeros días encontraron los túneles extrañamente vacíos,
sin el menor rastro de violencia, sin el menor olor a cordita, sin un solo rasguño en la
roca producido por una bala. Hasta funcionaban las bombillas colocadas a lo largo de
los muros y los techos. De repente, a una profundidad de 4.150 metros, se
interrumpieron las luces. Encendieron entonces los focos sujetos a los cascos y
continuaron la marcha, más lentamente.
Finalmente, siete campamentos más abajo, resolvieron el misterio de la
Compañía A. El túnel se dilataba para formar una alta cámara. Llegaron a lo que
había sido un extenso campo de batalla. Era como si se hubiera desecado un lago con
nadadores ahogados. Los muertos estaban amontonados unos sobre otros, secos y
enmarañados. Aquí y allá los cuerpos se habían quedado erguidos, como si
continuaran su combate en el más allá. Branch, al mando de sus hombres, apenas los
reconoció. Encontraron cajas de munición de 7,62 milímetros para los MI6, unas
pocas máscaras antigás, unos cascos Friz rotos. También había numerosos artefactos
primitivos.
Los combatientes se habían resecado lentamente hasta quedarse en los huesos,
convertidos en apretados sacos despellejados. Sus columnas dorsales torcidas, las
mandíbulas abiertas y las mutilaciones parecían ladrar y aullar ante los hombres que
ahora pasaban entre ellos. Aquí estaba el infierno que había sido mostrado a Branch.
Goya y Blake habían hecho muy bien su trabajo. Los empalamientos y la carnicería
eran horribles.
La patrulla examinó la cruel escena, moviendo las luces de sus focos.
—Mayor —susurró su sargento ametrallador—. Sus ojos.
—Ya lo veo —asintió Branch. Miró a su alrededor, observando los restos
amontonados. Los ojos de cada rostro habían sido acuchillados y mutilados.
Entonces comprendió—. Después de Little Big Horn, llegaron las mujeres sioux, que
perforaron los oídos de los soldados de caballería. A los soldados se les había
advertido que no siguieran a las tribus, y las mujeres no hacían sino abrirles los oídos
para que pudieran oír mejor la próxima vez.
—No veo supervivientes —gimió uno de sus hombres.
El Descenso
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—Tampoco veo a ningún abisal —dijo otro.
Un abisal era un habitante del Hades, del infierno, fuera quien fuese. Ante la
ausencia de un espécimen real, los científicos llamaban al enemigo
Homo abisalis,
aunque ellos mismos habían sido los primeros en admitir que no sabían si se trataba
o no de un homínido.
—Sigan buscando —ordenó Branch—. Y mientras lo hacen, recojan las chapas
de identificación. Al menos podremos llevarnos sus nombres con nosotros.
Algunos estaban cubiertos por masas de escarabajos translúcidos y moscas
albinas. En otros, una espora micótica de acción rápida había dado cuenta de los
restos, hasta dejar únicamente los huesos. En conjunto, los soldados muertos se
estaban vitrificando con el líquido mineral, convirtiéndose en parte del suelo. La
propia tierra parecía consumirlos.
—Mayor —dijo una voz—. Tiene que ver esto.
Branch siguió al hombre hasta una escarpada proyección rocosa. Allí, los
muertos estaban limpiamente colocados uno junto a otro, formando una larga hilera.
Bajo la docena de focos de luz, los miembros de la patrulla vieron que los cuerpos
aparecían espolvoreados con un brillante polvo de color ocre rojizo sobre el que
luego se habían derramado brillantes confetis blancos. Era una visión que no dejaba
de tener su hermosura.
—¿Abisales? —preguntó un soldado con la respiración entrecortada.
Por debajo de las capas de ocre, los cuerpos eran, ef ectivamente, los de sus
enemigos. Branch se subió al saledizo. Al estar ahora más cerca, vio que los confetis
blancos no eran más que dientes. Había cientos, miles de ellos, y eran humanos.
Tomó uno, un canino, y vio que tenía marcas allí donde una roca lo había arrancado
de la boca de algún soldado. Lo dejó suavemente en el suelo.
Las cabezas de los guerreros abisales estaban recostadas sobre cráneos
humanos. Y a sus pies había una ofrenda.
—¿Ratones? —dijo el sargento Doman— ¿Ratones secos?
Los había a montones.
—No —dijo Branch—. Genitales.
Los cuerpos diferían en cuanto a su tamaño. Algunos eran más grandes que los
propios soldados. Tenían los hombros de un guerrero masai y parecían monstruosos
junto a sus camaradas de piernas torcidas y separadas. Unos pocos mostraban
peculiares garras en lugar de uñas en las manos y en los pies. Habrían podido
parecer casi humanos de no haber sido por lo que habían hecho con sus dientes y sus
taparrabos de hueso tallado, como defensas de fútbol americano de un metro y
medio de altura.
—Tenemos que llevarnos algunos de estos cuerpos —dijo Branch.
—¿Para qué queremos hacer eso, mayor? —preguntó uno de sus muchachos—.
Son los malos.
—Sí, y están muertos —asintió un compañero.
El Descenso
Jeff Long
—Constituyen una prueba positiva. Así empezaremos a tener conocimientos
sobre ellos —dijo Branch—. Estamos luchando contra algo que en realidad nunca
habíamos visto. Nuestras propias pesadillas.
Hasta el momento, los militares estadounidenses no habían logrado apoderarse
de ningún espécimen. Los miembros de Hezbolá, en el sur del Líbano, afirmaban
haberse apoderado de uno de ellos vivo, pero nadie lo creía.
—No voy a tocar una de esas cosas. No, eso es el diablo, miradlo.
Parecían diablos, no hombres. Como animales saturados de cáncer. «Un poco
como yo», pensó Branch. Le resultaba difícil reconciliar sus formas casi humanas con
los cuernos similares a corales de sus cabezas. Algunos parecían dispuestos a
regresar a la vida con sus garras. No reprochaba a sus hombres que fueran
supersticiosos.
Todos ellos oyeron la radio al mismo tiempo. Un sonido de rasgueo surgió de
entre un montón de trofeos. Cuidadosamente, Branch fue apartando el montón de
fotografías, relojes, anillos de boda y de graduación hasta que encontró y extrajo el
walkie talkie.
Apretó tres veces el botón de transmisión. Le contestaron tres clics.
—Hay alguien ahí abajo —dijo un
ranger.
—Sí, pero ¿quién?
Esa pregunta les dio tiempo para pensar. Dientes humanos crepitaron bajo sus
botas.
—Identifíquese, corto —dijo Branch por la radio.
Esperaron. La voz que contestó era la de un estadounidense.
—Está todo muy oscuro aquí abajo —gimió—. No nos abandonen.
Branch dejó la radio en el suelo y retrocedió.
—Espere un momento —dijo el sargento ametrallador—. Ése parecía Scoop. Le
conozco. Pero no nos ha indicado su localización, mayor.
—Silencio —susurró Branch a sus hombres—. Ahora ya saben que estamos
aquí.
Huyeron.
Como hormigas obreras, los soldados se deslizaron a través de las oscuras
venas, cada uno de ellos precedido de una especie de gran huevo blanco: se trataba
de la luz arrojada por el foco que cada hombre llevaba en el casco. De trece que eran
el día anterior, sólo quedaban ocho. Como almas extinguidas, aquellos otros hombres
y luces se habían perdido, y sus armas habían caído en manos del enemigo. Uno de
los que quedaban, el sargento Doman, tenía las costillas rotas.
No se habían detenido en ningún momento desde hacía cincuenta horas,
excepto para hacer fuego en dirección a la tenebrosa oscuridad que dejaban tras ellos.
Ahora, desde el punto más profundo llegó la orden susurrada de Branch.
—Formad la línea aquí.
El Descenso
Jeff Long
Los hombres formaron, desde el más fuerte hasta el herido, siguiendo la cadena
de mando. Se habían detenido en un pasaje que se bifurcaba, donde ya habían estado
antes.
Observaron con satisfacción las tres franjas de pintura naranja fluorescente
sobre las imágenes neolíticas de la pared. Eran señales luminosas hechas por este
mismo pelotón. Si eran tres indicaba que se trataba de su tercer campamento durante
el descenso. La salida sólo estaba a tres días de ascenso.
El tenue gemido de alivio del sargento Doman llenó el silencio de piedra caliza.
El herido se sentó con el arma entre los brazos y apoyó la cabeza contra la piedra. Los
demás se pusieron a trabajar para preparar su última línea de resistencia.
La emboscada era su única esperanza. Si fracasaban, ninguno de ellos vería la
luz del día, con todas las connotaciones que eso tenía, porque, si lograban verla,
habrían alcanzado la gloria.
Dos muertos, tres desaparecidos y las costillas rotas de Dornan. Y, desde luego,
la ametralladora. Una ametralladora General Electric, con todas sus municiones, que
les había sido arrebatada ante sus propias narices. No se perdía un arma como
aquella. Eso no sólo dejaba al pelotón sin fuego de contención, sino que algún día
unos hombres tan valerosos como ellos se iban a encontrar con un muro sólido de
fuego de ametralladora fabricada en Estados Unidos. Ahora, una gran partida se les
acercaba rápidamente. Podían escuchar claramente en su radio la aproximación
como «cosas», fueran lo que fuesen, transmitidas por los micrófonos remotos que
habían ido dejando en su retirada. Incluso amplificado, era evidente que el enemigo
se movía suavemente, con la facilidad de un reptil, pero también con rapidez. De vez
en cuando se escuchaba un roce contra las paredes. Cuando hablaban, lo hacían en
un lenguaje que ninguno de ellos conocía.
A un muchacho de diecinueve años que estaba en cuclillas junto a sus
pertrechos le temblaban las manos. Branch se le acercó.
—No escuches, Washington —le dijo—. No intentes comprender.
El asustado muchacho levantó la mirada. Ante él estaba Frankenstein, «su
Frankenstein». Branch conocía bien aquella mirada.
—Están cerca.
—Nada de distracciones —dijo Branch.
—No, señor.
—Vamos a dar la vuelta a la situación. La vamos a dominar.
—Sí, señor.
—Y ahora veamos esas minas, hijo. ¿Cuántas te quedan en la mochila?
—Tres. Es todo lo que tengo, mayor.
—No podemos pedir más, ¿verdad? Yo diría que deberías colocar una aquí y la
otra allí. Con eso será suficiente.
—Sí, señor.
—Los vamos a detener aquí —dijo Branch, elevando un poco su tono de voz
para que le oyeran los demás
rangers—.
Ésta es la línea. Luego, habremos terminado
El Descenso
Jeff Long
y regresaremos a casa. Ya estamos casi fuera, muchachos. Ya podéis ir preparando el
bronceador.
Eso les gustó, sobre todo porque, a excepción del mayor, todos ellos eran
negros. Bronceador, ¿eh? Pues muy bien.
Inspeccionó la línea, hombre a hombre, espació las minas, asignó los puntos de
fuego de cobertura, preparando la emboscada. Se movían en un terreno peliagudo.
Aunque dejaran de lado aquellos resplandores pintados en las paredes, las extrañas
formas talladas, las repentinas caídas de rocas, los fogonazos que producirían las
armas, los esqueletos mineralizados y las trampas engañabobos, aunque se dejara
este lugar en paz consigo mismo, el espacio que ocupaban era un verdadero horror
en sí mismo. Las paredes del túnel comprimían todo su universo en una diminuta
pelota que la oscuridad parecía arrojar en caída libre. Sólo había que cerrar los ojos y
aquella combinación podía volverle loco a uno. Branch observó el cansancio en todos
ellos. No mantenían contacto por radio con la superficie desde hacía dos semanas.
Aunque hubieran establecido comunicación, no habrían podido solicitar fuego de
artillería, ref uerzos o su evacuación. Se encontraban en las profundidades, solos y
asediados por seres que algunos imaginaban como hombres locos y otros no.
Branch se detuvo junto al bisonte prehistórico pintado en la pared. Del lomo del
animal sobresalían lanzas, y arrastraba las entrañas por debajo. Agonizaba, pero
también le sucedía lo mismo al cazador que lo había matado. La figura rígida de un
hombre caía en el aire hacia atrás, desgarrada por los largos cuernos. El cazador
cazado, todo en un mismo espíritu. Branch colocó la última de las minas al pie del
bisonte y la equilibró un poco hacia arriba, sobre las patas de un trípode hecho con
alambre.
—Se acercan, mayor.
Branch miró a su alrededor. El que había hablado era el responsable de la radio,
y llevaba auriculares sobre las orejas. Revisó por última vez su emboscada, imaginó
por adelantado cómo explotarían las minas, hacia dónde volaría la metralla con
velocidad letal y qué nichos podrían escapar a su explosión de luz y metal.
—Esperad mi orden. No antes —les dijo.
—Lo sé.
Todos lo sabían. Haber pasado tres semanas de entrenamiento con Branch era
suficiente para aprender sus lecciones.
El responsable de la radio apagó la luz de ésta. Alrededor de la bifurcación,
otros soldados apagaron también los focos de sus cascos. Branch sintió cómo la
negrura los inundaba.
Habían equipado sus fusiles con visores. Branch sabía que, sumidos en aquella
terrible oscuridad, cada soldado, situado en su solitario puesto, ensayaba
mentalmente la misma ráfaga de izquierda a derecha. Ciegos por la falta de luz,
estaban a punto de quedar cegados por ella. Los fogonazos de sus armas echarían a
perder su visión de luz baja. Lo mejor que se podía hacer era fingir que se veía algo y
dejar que la propia imaginación se ocupara de fijar el objetivo. Cierra los ojos y
despierta cuando todo haya terminado.
El Descenso
Jeff Long
—Se acercan —dijo el hombre de la radio.
—Ya les oigo —susurró Branch.
Oyó cómo el soldado apagaba suavemente la radio, se quitaba los auriculares y
apoyaba la culata del arma contra el hombro.
El grupo avanzaba en fila india, naturalmente. La bifurcación era tubular y
tenía la anchura de un hombre. Uno y luego dos más pasaron ante el bisonte. Branch
les siguió mentalmente la pista. No llevaban calzado, y el segundo aminoró la
marcha cuando lo hizo el primero.
«¿Podrán olemos?», se preguntó Branch. Sin embargo, no dio la orden. Aquello
era un juego de nervios. Había que dejarlos entrar a todos, antes de cerrar la puerta.
Una parte de él estaba preparada con las minas, por si acaso alguno de sus soldados
se asustaba y abría fuego.
Las criaturas olían a grasa, a minerales raros, a calor animal y a heces
encostradas. Algo huesudo rasgó una pared. Branch percibió que la bifurcación
empezaba a llenarse. Su percepción tuvo menos que ver con el sonido que con la
sensación del aire al moverse. Aunque muy ligeramente, la corriente se alteró. La
respiración y el movimiento de los cuerpos habían creado diminutos remolinos en el
espacio. Branch calculó que debían de ser veinte, posiblemente treinta. «Quizá sean
hijos de Dios, pero ahora son míos.»
—¡Fuego! —gritó, e hizo girar el detonador.
Las minas estallaron en un solo fragor incoloro. La metralla rebotó
metálicamente contra la roca, abriéndose en una rociada fatal. Ocho fusiles se le
unieron, lanzando sus ráfagas entre el grupo de demonios.
Los fogonazos que brotaban de la boca del cañón desgarraron el aire entre los
dedos de Branch, mientras él mantenía la vista fija en el visor. Elevó la mirada para
protegerse la visión. Pero los fogonazos seguían llegándole, deslumbrantes. Sin
poder ver nada, a pesar de no estar ciego, lanzó ráfagas intermitentes.
Contenido en los pasillos, el olor de la pólvora llenó sus pulmones. A Branch el
corazón le dio un vuelco. Reconoció un grito como propio, entre los muchos que
gritaban. «¡Que Dios me ayude!» rezó cuando su fusil dejó de disparar.
En medio de toda aquella tormenta de fuego, Branch sólo se daba cuenta de que
vaciaba el cargador cuando el arma dejaba de golpetearle contra el hombro. Cambió
dos veces el cargador. Tras efectuar el tercer cambio, se detuvo para valorar la
matanza.
A izquierda y derecha, sus hombres seguían martilleando la oscuridad con el
fuego de sus armas. Quizá deseaba oírle pedir clemencia al enemigo, o aullarla. En
lugar de eso, lo único que escuchó fueron risas. ¿Risas?
—¡Alto el fuego! —gritó.
No le hicieron caso. Con la sangre encendida, disparaban hasta vaciar el
cargador, lo cambiaban y seguían disparando.
Gritó su orden una vez más. Uno tras otro, los hombres fueron haciéndole caso.
Los ecos parecían latir en las arterias.
El Descenso
Jeff Long
El olor a pólvora, a sangre y a piedra recién arrancada era intenso, hasta el
punto de que casi se podía escupir por la boca. Las risas continuaron, extrañas en su
pureza.
—Luces —ordenó Branch, tratando de mantener el impulso de los suyos—.
Recargad las armas. Preparados. Disparad primero y comprobad después. Control
total, muchachos.
Encendieron los focos de los cascos. Sobre el corredor flotaba una nube de
humo blanco. Sangre fresca salpicaba las pinturas de la cueva. Más cerca, la
carnicería era absoluta. Los cuerpos estaban entremezclados en un nebuloso y
distante amasijo. El calor de su sangre despedía humo, aumentando la humedad del
habitáculo.
—Muertos, muertos, muertos —exclamó un soldado.
Alguien lanzó una risita. Se trataba de eso, o de llorar. Ellos habían provocado
aquello. Una matanza entre los suyos.
Balanceando sus armas de un lado a otro, los hechizados
rangers
se fueron
acercando a los vaporosos muertos. Finalmente, podría contemplar los ojos de los
ángeles muertos, se dijo Branch. Terminó de rellenar los cargadores de repuesto y
revisó la parte superior del túnel por si había más intrusos. Luego se levantó.
Siempre precavido, recorrió la cámara trazando un círculo, iluminando primero
la bifurcación izquierda y luego la derecha. Ambas estaban vacías. Habían eliminado
a todo el contingente. No quedaba ningún rezagado. No se veía ningún rastro de
sangre que se alejara. El éxito de la emboscada había sido completo.
Se reunieron formando un semicírculo al lado de los muertos. Sus hombres se
quedaron helados ante aquel montón de cuerpos, con las luces de los focos dirigidas
hacia abajo, formando un círculo luminoso colectivo. Branch se abrió paso y, como
ellos, se quedó petrificado.
—No es posible —murmuró débilmente un soldado.
Un compañero también se negó a creer en lo que veía.
—¿Qué estaban haciendo éstos aquí? ¿Qué demonios estaban haciendo aquí?
Branch comprendió entonces por qué el enemigo había muerto tan dócilmente.
—¡Por Cristo! —exclamó.
Sobre el suelo había dos docenas o más de cuerpos. Estaban desnudos y
ofrecían un aspecto patético... y humano. Eran civiles. Civiles desarmados.
Hasta destrozada por la metralla y las balas, podía verse la extremada delgadez
de sus cuerpos. Su piel decorada se tensaba sobre las descarnadas cajas torácicas. Los
rostros eran todo un estudio del hambre, con las mejillas hundidas y los ojos huecos.
Mostraban úlceras en los pies y en las piernas. Sus nervudos brazos eran tan
delgados como los de un niño. Tenían las entrepiernas manchadas de viejas
defecaciones resecas. Sólo una cosa podía explicar su presencia allí.
—Prisioneros —dijo el soldado Washington.
—¿Prisioneros? Nosotros no matamos a los prisioneros.
—Sí —afirmó Washington—, eran prisioneros.
—No —intervino Branch—. Esclavos.
El Descenso
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Se produjo un silencio.
—¿Esclavos? Eso ya no existe. Estamos en los tiempos , modernos, mayor.
Les mostró las marcas de los hierros, las franjas de pintura, las cuerdas que
unían cuello con cuello.
—Eso los convierte en prisioneros, no en esclavos.
Los muchachos negros actuaban como autoridades en la materia.
—¿Veis esas marcas en carne viva en los hombros y la espalda?
—Sí, ¿y qué?
—Son abrasiones. Han estado transportando cargas. Los prisioneros que
trabajan son esclavos.
Ahora lo comprendieron. Después de las palabras de Branch, pudieron
imaginarlo. Esto empezaba a ser para ellos algo muy personal.
Espectrales y alterados, los hombres se movieron entre los cuerpos y el humo.
La mayoría de los cautivos eran varones. Además de la única cuerda que los sujetaba
a todos por el cuello, muchos llevaban tiras de cuero atadas entre sí a los tobillos.
Unos pocos llevaban también brazaletes de hierro. La mayoría habían sido
etiquetados en las orejas, o éstas habían sido cortadas o marcadas, como hacen los
vaqueros con el ganado.
—Está bien, son esclavos. ¿Dónde están entonces sus amos?
El consenso fue inmediato.
—Tiene que haber un amo, un jefe de este grupo de encadenados.
Siguieron examinando el montón, absorbiendo la atrocidad, negándose a
aceptar la idea de que los esclavos pudieran serlo de sí mismos. Sin embargo,
después de revisar un cuerpo tras otro, no lograron encontrar a ningún amo
demonio.
—No acabo de comprenderlo. No tienen alimento, no tienen agua. ¿Cómo se
mantenían vivos?
—Hemos cruzado una corriente.
—Bien, eso supone que tenían agua. Pero no he visto ningún pescado.
—Aquí lo tenemos, ¿lo veis?
Uno de los
rangers
sostuvo en alto una pieza de carne seca de unos treinta
centímetros de longitud. Parecía más bien un palo seco o un cuero reseco.
Encontraron más piezas similares, la mayoría de ellas rodeadas por grilletes o
aferradas en las manos de los muertos.
Branch examinó una de las piezas, la inclinó y olió la carne.
—No sé qué puede ser esto —dijo.
Pero lo adivinó inmediatamente. Era humano.
Llegaron a la conclusión de que se trataba de una caravana, aunque con las
manos vacías. Nadie supo decir qué transportaban estos cautivos, pero
evidentemente habían transportado algo, a largas distancias y recientemente. Tal
como observara Branch, los delgados cuerpos mostraban ulceraciones en los
hombros y espaldas que cualquier soldado reconocería como causadas por llevar una
pesada carga durante demasiado tiempo.
El Descenso
Jeff Long
Los
rangers
se mostraron serios o coléricos mientras deambulaban entre los
muertos. A primera vista, la mayoría de estas gentes parecían centroasiáticas. Eso
explicaba quizá su extraño lenguaje. Branch supuso que podían ser afganos, a juzgar
por sus ojos azules. Para sus hombres, sin embargo, eran hermanos y hermanas. Y
eso les daba bastante en que pensar.
¿De modo que el enemigo tenía bestias de carga? ¿Y habían llegado hasta allí
desde Afganistán? ¡Pero si se encontraban por debajo de Baviera! Y en el siglo XXI.
Las implicaciones eran abrumadoras. Si el enemigo era capaz de llevar a cordadas de
cautivos hasta tan lejos, significaba que también podía mover ejércitos... bajo los pies
de la humanidad. La superficie lo tenía muy mal. Con esta clase de terreno
subterráneo, la superficie no sería más que un ciego a la espera de que le robaran. Su
enemigo podría surgir por donde menos lo esperase, como perros de las praderas o
termitas.
¿Qué había de nuevo en eso? ¿Quería decir que los hijos del infierno habían
estado surgiendo en medio de la humanidad desde el principio? Tomando esclavos,
robando almas, asolando el jardín de la luz. Aquel era un concepto demasiado
fundamental como para que Branch lo aceptara fácilmente.
—Aquí está, lo he encontrado —dijo el soldado Washington cerca del fondo del
montón. Hundido hasta las rodillas en la masa desgarrada, mantenía el fusil y la luz
apuntados hacia algo que había en el suelo—. Oh, sí, éste es. Aquí está su jefe. He
cazado al hijoputa.
Branch y los demás se le acercaron rápidamente. Se arremolinaron a su
alrededor, y le dieron unas cuantas patadas.
—Está muerto —sentenció el sanitario limpiándose los dedos después de haber
tratado de captarle el pulso.
Eso les permitió sentirse más cómodos y se acercaron más los unos a los otros.
—Es más grande que el resto.
—El rey de los monos.
Dos brazos, dos piernas y un cuerpo alargado y flexible, entrelazado con el de
sus vecinos. Estaba empapado en sangre derramada, alguna propia, a juzgar por las
heridas que presentaba. Trataron de averiguar su forma cuidadosamente,
moviéndolo con la boca de sus armas.
—¿Es eso una especie de casco?
—Tiene serpientes. Serpientes que le crecen en la cabeza.
—No, mirad. Eso es pelo. Está lleno de barro o algo así.
El pelo largo estaba efectivamente enmarañado y sucio, como una medusa.
Resultaba difícil saber si las excrecencias peludas y cubiertas de barro de la cabeza
eran de hueso o no, pero, desde luego, aquello ofrecía un aspecto demoniaco. Y había
también algo en su apariencia... los tatuajes, el anillo de hierro que le rodeaba el
cuello. Éste era más alto que aquellos otros peludos que había visto en Bosnia, de
aspecto infinitamente más poderoso que estos otros muertos. Pero, sin embargo, no
era lo que Branch esperaba.
—Metedlo en una bolsa —ordenó Branch—. Salgamos de aquí.
El Descenso
Jeff Long
El soldado Washington seguía tan colérico como un pura sangre.
—Debería dispararle de nuevo.
—¿Para qué quieres hacer eso, Washington?
—Sólo creo que debería hacerlo. Éste es el que dirigía a los demás. Tiene que ser
demoníaco.
—Ya le hemos dado suficiente —dijo Branch.
Murmurando entre dientes, Washington le propinó una fuerte patada sobre el
corazón y se volvió. Como un animal que despertara, la gran caja torácica se
convirtió en un gran saco de aire, y luego en otro. Washington escuchó la respiración
y se agachó entre los cuerpos, gritando al mismo tiempo que decía:
—¡Está vivo! ¡Ha resucitado!
—¡Alto el fuego! —ordenó Branch demasiado tarde—. No le dispares.
—Pero es que no mueren, mayor. Mírelo.
La criatura, efectivamente, se agitaba entre los cuerpos.—Mantened la cabeza
bien fría —dijo Branch—. Demos un paso tras otro, sin precipitarnos. Comprobemos
qué es lo que vemos. Lo quiero vivo.
Se estaban acercando a la superficie. Con un poco de suerte, quizá pudieran
salir de allí con una presa viva. Si la marcha se complicaba, siempre podían decapitar
a su prisionero y seguir corriendo. Branch examinó a la criatura a la luz de los focos.
De algún modo, éste no había recibido la carga de metralla desparramada en la
emboscada. Tal y como Branch había dispuesto las minas, todos los miembros de la
columna deberían haber recibido la metralla en la cara. Por lo visto, éste tuvo que
haber percibido algo que los esclavos no captaron, y se las arregló para agacharse en
el instante letal. Dotados de unos instintos tan agudos, los abisales podrían haber
evitado la detección humana durante toda la historia.
—Este es el jefe, muy bien. Tiene que ser éste —dijo alguien—. ¿Quién si no?
—Quizá —dijo Branch.
Todos experimentaban un feroz deseo de venganza.
—Sólo hay que mirarlo para saberlo.
—Dispárele, mayor —le pidió Washington—. De todos modos, se está
muriendo.
Lo único que se necesitaba era la orden. Más fácil aún, con su silencio bastaría.
Branch sólo tenía que mirar hacia otra parte y se haría.
—¿Muriendo? —dijo la cosa, que abrió los ojos y les miró. Branch fue el único
que no saltó hacia atrás—. Encantado de conocerte —le dijo.
Sus labios retrocedieron sobre unos dientes blancos. Era la sonrisa burlona de
alguien cuya última posesión es la propia sonrisa.
Luego lanzó aquella misma risa que habían escuchado antes. El regocijo era
real. Se estaba riendo de ellos, de sí mismo, de su sufrimiento, de su actitud
exagerada, del universo entero. Branch se dio cuenta de que era el acto más audaz
del que hubiera sido testigo jamás.
—Dispare contra esa cosa —dijo el sargento Doman.
—No disparen —ordenó Branch.
El Descenso
Jeff Long
—Oh, vamos —dijo la criatura con una entonación típica del oeste americano,
de Wyoming o de Montana—. Hazlo —añadió, y dejó de reír.
En el silencio que siguió, alguien introdujo una bala en la recámara.
—No disparen —volvió a ordenar Branch. Se arrodilló, de monstruo a
monstruo, y tomó la cabeza de medusa con las dos manos—. ¿Quién eres? —
preguntó—. ¿Cómo te llamas?
Aquello era como tomar una confesión.
—¿Es humano? ¿Es uno de nosotros? —murmuró un soldado.
Branch se acercó más a la cabeza y vio un rostro más joven de lo que había
imaginado. Fue entonces cuando descubrió algo que no se le había infligido a
ninguno de los otros prisioneros. Sobresaliendo de una de las vértebras, en la base de
la nuca, se había fijado una argolla de hierro a la columna vertebral. Un simple tirón
de aquella argolla y aquel ser se convertiría en una cabeza suelta sobre un cuerpo
muerto. Todos se quedaron impresionados al verlo. Impresionados por la
independencia que le proporcionaba aquella posibilidad de ruptura total.
—¿Quién eres? —preguntó Branch.
Una lágrima brotó de un ojo. El hombre recordaba algo. Ofreció su nombre
como si rindiera su espada y habló tan suavemente que Branch tuvo que inclinarse
para escucharlo.
—Ike —les dijo luego Branch a los demás.

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