lunes, 25 de mayo de 2009

EL DESCENSO - Jeff Long (ebook) ( Cuarta parte )

Java
1998
Fue una comida de amantes, con frambuesas cogidas en las laderas del Gunung
Merapi, un frondoso volcán que se elevaba imponente bajo la luna creciente. A juzgar
por el gran entusiasmo del anciano por las frambuesas, nadie diría que se estaba
muriendo. Sin azúcar y, ciertamente, sin nata. El gusto de De l'Orme por las
frambuesas maduras era algo digno de ver. Fresa a fresa, Santos seguía rellenando el
cuenco del anciano con las que tenía en el suyo.
De l'Orme se detuvo y volvió la cabeza.
—Ése será él —dijo.
Santos no escuchó nada, pero se limpió los dedos con la servilleta.
—Discúlpeme —dijo, y se levantó rápidamente para abrir la puerta.
Miró hacia la noche. Hubo un apagón y había ordenado que se encendiera un
brasero en el camino. Al no ver a nadie, pensó que los agudos oídos de De l'Orme se
habían equivocado, para variar. Pero entonces vio al viajero.
El hombre estaba inclinado ante él, sobre una rodilla, envuelto en la oscuridad,
limpiándose el barro de los zapatos negros con un puñado de hojas. Tenía las manos
grandes de albañil y el cabello blanco.
—Entre, por favor —le dijo Santos—. Permítame ayudarle.
Pero no le ofreció una mano.
El viejo jesuita observó estos detalles, el abismo existente entre una palabra y un
acto. Dejó de limpiarse el barro.
—Ah, bien —dijo—. De todos modos, aún no he terminado de caminar esta
noche.
—Deje los zapatos fuera —insistió Santos, que luego intentó dulcificar su tono
de regaño por otro de generosidad—. Despertaré al muchacho para que los limpie. —
El Descenso
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El jesuita no dijo nada, juzgándole. Eso hizo que el joven se sintiera todavía más
violento—. Es un buen muchacho —añadió.
—Como quiera —se limitó a decir el jesuita.
Dio un tirón al cordón y el nudo se soltó con un ruido seco. Desató el otro y se
irguió.
Santos retrocedió, asombrado ante la altura y la estructura ósea tan cruda y
recia de aquel hombre. Con sus duras angulosidades y su mentón de boxeador, el
jesuita parecía construido por un carpintero, de ribera, capaz de resistir largos viajes.
—Thomas. —De l'Orme estaba de pie en la penumbra de una lámpara de
ballenero, con los ojos velados tras unas pequeñas gafas ennegrecidas—. Llegas
tarde. Empezaba a pensar que los leopardos habían podido contigo. Y ahora fíjate, ya
hemos terminado de cenar sin ti.
Thomas se adelantó hacia el magro banquete de frutas y verduras y observó los
diminutos huesos de una paloma, la exquisitez local.
—Mi taxi se estropeó —explicó—. La caminata resultó más larga de lo
esperado.
—Tienes que estar muy cansado. Habría enviado a Santos a la ciudad á
buscarte, pero me dijiste que conocías Java.
Las velas encendidas sobre el alféizar iluminaban desde atrás su cráneo calvo,
dándole un halo mantecoso. Thomas escuchó un ligero tintineo en la ventana, como
el producido por monedas de una rupia arrojadas contra el cristal. Al acercarse más
observó a gigantescas mariposas nocturnas e insectos como palos, que se esforzaban
furiosamente por llegar hasta la luz.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo Thomas.
—Sí, mucho tiempo —asintió De l'Orme sonriente—. ¿Cuántos años? Pero
ahora hemos vuelto a vernos.
Thomas miró a su alrededor. Era una estancia grande para un
pastoran
rural, el
equivalente católico holandés de una rectoría, incluso para un invitado tan
distinguido como De l'Orme. Imaginó que se había demolido una pared para
duplicar el espacio de trabajo de De l'Orme. Suavemente sorprendido, observó los
gráficos, las herramientas y los libros. A excepción de una mesa de despacho muy
bien pulida, perteneciente a la época colonial y llena de papeles, la estancia no
parecía propia de De l'Orme.
Observó la habitual acumulación de estatuaria religiosa, fósiles y artefactos con
los que todo etnólogo de campo decora su «hogar». Pero por debajo de eso, como
fijando aquellos fragmentos y piezas de descubrimientos cotidianos, existía un
principio organizativo que indicaba la mano de De l'Orme, el genio, tanto como su
disciplina. De 1'Orme no era particularmente modesto, pero tampoco la clase de
persona que ocupa toda una estantería con sus poemas publicados y sus memorias
de dos volúmenes, dejando otra para las monografías sobre parentesco,
paleoteleología, medicina étnica, botánica, religiones comparadas, etcétera. Tampoco
habría dispuesto, como si de un santuario se tratara, a solas, sobre la estantería más
alta, su infame
La matiére du coeur
(La materia del corazón), su defensa marxista del
El Descenso
Jeff Long
socialista
Le coeur de la matiére,
de Teilhard de Chardin. Ante la petición expresa del
Papa, Chardin se había retractado, destruyendo así la reputación alcanzada entre sus
compañeros científicos. De l'Orme no se había retractado, lo que obligó al Papa a
expulsar a este hijo pródigo y condenarlo a la oscuridad. Thomas decidió que sólo
podía haber una explicación para esta orgullosa exhibición de obras: el amante.
Posiblemente, De l'Orme no sabía cómo se habían colocado los libros.
—Naturalmente, tenía que encontrarte aquí, como un hereje entre sacerdotes —
le reprendió Thomas a su viejo amigo. Hizo un ligero gesto con la mano, hacia Santos
—. Y en estado de pecado. O, dime, ¿es acaso uno de los nuestros?
—¿Lo ves? —exclamó De l'Orme dirigiéndose a Santos con una risa—. Tan
contundente como el hierro en lingotes. ¿No te lo había dicho? Ah, pero no dejes que
eso te confunda.
Santos no se dejó aplacar.
—¿Uno de quién, por favor? ¿Uno de ustedes? Desde luego que no. Soy un
científico.
De modo que este tipo tan orgulloso no era otro simple perro lazarillo, pensó
Thomas. De l'Orme se había decidido finalmente a aceptar a un protegido. Volvió a
mirar al joven para obtener una segunda impresión, que apenas fue algo mejor que la
primera. Llevaba el pelo largo, barba de chivo y una camisa limpia de campesino. Ni
siquiera se veía suciedad bajo las uñas.
—Pero Thomas también es un científico —dijo De l'Orme sin dejar de reír,
burlándose de su joven compañero.
—Si tú lo dices... —replicó Santos.
—Sí, lo digo yo —afirmó De l'Orme ponién dose serio—. Y un buen científico,
curtido y probado. El Vaticano tiene mucha suerte de poder contar con él. Como su
enlace científico, aporta la única credibilidad que les queda en la época moderna.
Thomas no se sintió halagado por la defensa. De l'Orme se tomaba
personalmente el prejuicio según el cual un sacerdote no podía ser un pensador
sobre el mundo natural, pues al desafiar a la Iglesia y colgar los hábitos había
descartado en cierto modo a su Iglesia. Por eso, al hablar como lo hacía, expresaba su
propia tragedia.
Santos volvió la cabeza a un lado. De perfil, su elegante barba de chivo era
como un detalle orgulloso sobre su exquisita barbilla a lo Miguel Ángel. Como todas
las adquisiciones de De l'Orme, era físicamente tan perfecto que a uno no le quedaba
más remedio que preguntarse si el ciego estaba realmente tan ciego. Quizá la belleza
tuviera un espíritu propio, reflexionó Thomas.
Desde lejos, Thomas reconoció la música celestial producida por el
gamelan.
Según decían, se necesitaba toda una vida para saber apreciar las cuerdas de cinco
notas. El
gamelan
nunca fue tranquilizador para él. Hacía que se sintiera incómodo.
Java no era un lugar fácil para aparecer de aquel modo.
—Discúlpame —dijo—, pero tengo un itinerario muy apretado esta vez. Me han
programado la salida de Yakarta a las cinco de la tarde de mañana, lo que quiere
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decir que he de estar de regreso en Yogya al amanecer. Y ya he desperdiciado buena
parte de nuestro tiempo al llegar tan tarde.
—Permaneceremos despiertos toda la noche —gruñó De l'Orme—. Supongo
que nos concederán un poco de tiempo para hablar.
—En ese caso podemos bebemos una de estas —dijo Thomas abriendo su bolsa
—. Pero será mejor que lo hagamos rápidamente.
De l'Orme aplaudió, imaginando lo que era.
—¿El Chardonnay? ¿Mi cosecha del sesenta y dos? —Pero sabía muy bien que
sería eso. Siempre lo era—. El sacacorchos, Santos. Espera a probar esta delicia y
verás. Y trae también algo de
guáeg
para nuestro querido vagabundo. Es una
especialidad local, Thomas, a base del fruto del árbol del pan, con pollo y tofu,
hervido a fuego lento en leche de coco...
Con expresión de sufrimiento, Santos fue a buscar el sacacorchos y a calentar la
comida. De l'Orme meció dos de las tres botellas que Thomas había sacado
cuidadosamente.
—¿Atlanta?
—Del Centro de Control de Enfermedades —identificó Thomas—. Se han
descubierto nuevas cepas del virus en la región de Horn...
Durante la hora siguiente, atendidos por Santos, los dos hombres sentados ante
la mesa repasaron sus «recientes» aventuras. De hecho, hacía diecisiete años que no
se veían. Finalmente, abordaron el trabajo que les ocupaba.
—Se supone que no deberías estar excavando aquí —dijo Thomas.
Santos estaba sentado a la derecha de De l'Orme y apoyó los codos sobre la
mesa. Llevaba toda la velada esperando esta ocasión.
—Seguramente, no podrá considerar esto como una excavación —dijo—. Los
terroristas pusieron una bomba. No somos más que simples curiosos de paso que
examinan una herida abierta.
Thomas no hizo caso de la argumentación.
—Bordubur ha quedado fuera de los límites de la arqueología. No se deberían
perturbar estas regiones bajas, en las montañas. La UNESCO mandó que no se dejara
al descubierto o se desmantelara ningún muro. El gobierno indonesio prohibió la
exploración del subsuelo. No se podían hacer trincheras ni zanjas.
—Discúlpeme, pero debo decirle, una vez más, que no excavamos zanjas.
Explotó una bomba. Hemos venido, simplemente, a echar un vistazo en el agujero.
De l'Orme intentó una maniobra de diversión.
—Algunos creen que la bomba fue obra de fundamentalistas musulmanes. Pero
yo creo que es el viejo problema de siempre: traslados de población. La política
demográfica del gobierno. Es muy impopular. Resitúan forzosamente a la gente, a la
que trasladan desde las islas más pobladas a las menos habitadas. Son los peores
efectos de la tiranía.
Thomas, sin embargo, no aceptó aquella desviación.
—Se supone que no deberías estar aquí —repitió—. Estás traspasando los
límites. Imposibilitarás que aquí se lleve a cabo cualquier otra investigación.
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Santos tampoco se distrajo.
—Monsieur
Thomas, ¿no es cierto que fue precisamente la Iglesia la que
convenció a la UNESCO y a los indonesios para que prohibieran trabajar a estas
profundidades? ¿Y no fue usted, personalmente, el encargado de detener el proyecto
de restauración de la UNESCO?
De l'Orme sonrió con expresión inocente, como si se preguntara de qué forma
se había enterado su secuaz de aquellos hechos.
—Lo que usted dice sólo es verdad a medias —contestó Thomas.
—¿Las órdenes vinieron de usted?
—A través de mí. La restauración fue completa.
—La restauración quizá, pero no la investigación, eso es evidente. Los eruditos
han contado hasta ocho civilizaciones amontonadas aquí. Ahora, en el término de
apenas tres semanas, hemos encontrado pruebas de dos civilizaciones más, por
debajo de todas ellas.
—En cualquier caso —dijo Thomas—. He venido para sellar la excavación. A
partir de esta misma noche está terminada.
Santos dio un manotazo sobre la mesa.
—¡Qué desgracia! Di algo —pidió, apelando a De l'Orme.
La respuesta brotó prácticamente como un susurro.
—Perinde ac cadáver.
—¿Qué?
—Como un cadáver —dijo De l'Orme—. El
perinde
es la primera regla de la
obedien cia jesuita. «No me pertenezco a mí mismo, sino al que me ha hecho y a su
representante. Tengo que comportarme como un cadáver, que no posee ni voluntad
ni entendimiento.»
El joven palideció.
—¿Es eso cierto? —preguntó.
—Oh, sí, lo es —asintió De l'Orme.
El
perinde
parecía explicar muchas cosas. Thomas vio cómo Santos miraba a De
l'Orme con expresión compasiva, evidentemente conmocionado por la terrible ética
que en otro tiempo había obligado a su frágil mentor.
—Bien —dijo Santos finalmente, mirando a Thomas—. Eso no nos concierne a
nosotros.
—¿No? —preguntó Thomas.
—Exigimos la libertad de mantener nuestros propios puntos de vista.
Absolutamente. Su obediencia no es para nosotros.
«Nosotros, no para mí», pensó Thomas, que empezaba a sentir afecto por aquel
joven.
—Pero alguien me invitó a venir para ver una imagen tallada en piedra —dijo
Thomas—. ¿No es eso un acto de obediencia?
—Eso no lo hizo Santos, te lo aseguro —intervino De l'Orme con una sonrisa—.
Al contrario, discutió conmigo durante horas, oponiéndose a que te lo dijéramos.
Llegó incluso a amenazarme cuando te envié el fax.
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—¿Y por qué todo eso? —preguntó Thomas.
—Porque la imagen es natural —contestó Santos—, y ahora intentará usted que
sea sobrenatural.
—¿El rostro del mal puro? —preguntó Thomas—. Así fue como De 1'Orme me
lo describió. No sé si eso es natural o no.
—No es el verdadero rostro, sino sólo una representación. La pesadilla de un
escultor.
—Pero ¿y si representara un rostro real? Un rostro con el que estamos
familiarizados por haberlo visto en otros artefactos y lugares. ¿Qué otra cosa puede
ser más natural?
—¿Lo ve? —se quejó Santos—. Invertir el sentido de mis palabras no cambia lo
que usted busca, mirar a los ojos del propio diablo, aunque sólo sean los ojos de un
hombre.
—Hombre o demonio, eso soy yo quien debe decidirlo. Forma parte de mi
trabajo. Reunir todo aquello que ha quedado registrado a través del tiempo humano
y formar con ello una imagen coherente. Verificar la evidencia de las almas. ¿Habéis
tomado fotografías?
Santos guardó silencio.
—Dos veces —le contestó De l'Orme—. Pero la primera serie de fotografías se
estropeó con el agua, y Santos me dice que la segunda está muy oscura como para
ver nada. Y la batería de la videocámara se ha agotado. Llevamos varios días sin
electricidad.
—¿Habéis tomado entonces un molde de escayola? La talla es en altorrelieve,
¿no es así?
—No ha habido tiempo. La tierra no hace más que derrumbarse, o el agujero se
llena de agua. No es una verdadera trinchera y este monzón es peor que una plaga.
—¿Quieres decir que no existe ningún registro? ¿Ni siquiera después de tres
semanas?
Santos parecía sentirse azorado. De l'Orme acudió en su rescate.
—Pasado mañana dispondremos de registros abundantes. Santos me ha
prometido no regresar de esas profundidades hasta que haya registrado la imagen,
después de lo cual podrá sellarse el pozo, naturalmente.
Thomas se encogió de hombros en vista de lo inevitable. No le correspondía a él
detener físicamente a De l'Orme o a Santos. Los arqueólogos no lo sabían todavía,
pero se encontraban en una carrera contra algo más que el tiempo. Al día siguiente
llegarían soldados del ejército indonesio para cerrar la zanja y enterrar las misteriosas
columnas de piedra bajo toneladas de material volcánico. Thomas se alegraba de
estar lejos para entonces. No disfrutaría viendo a un ciego discutiendo con
bayonetas.
Era casi la una de la madrugada. En la lejana distancia, el
gamelan
sonaba aún
entre los volcanes, se casaba con la luna y seducía al mar.
—Me gustaría ver el fresco —dijo Thomas.
—¿Ahora? —gritó Santos.
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—Eso era lo menos que esperaba —dijo De l'Orme—. Ha recorrido quince mil
kilómetros sólo por eso. Vamos.
—Muy bien —asintió Santos—, pero yo lo llevaré. Tú necesitas descansar,
Bernard.
Thomas percibió la ternura en las palabras y, por un instante, casi sintió envidia.
—Tonterías —dijo De l'Orme—. Yo también voy.
Subieron por el camino, a la luz de la linterna, llevando viejos paraguas de tela
envuelta en los mangos de bambú. El aire rezumaba tanta agua que casi no era aire.
Parecía como si el cielo fuera a abrirse en cualquier instante, dando paso a una
inundación. No podía decirse que aquellas fueran las lluvias del monzón javanés. Era
un fenómeno más parecido a la erupción de los volcan es, tan regular como un reloj,
tan humilde como Jehová.
—Thomas —dijo De l'Orme—, esto es anterior a cualquier cosa. Es muy
antiguo. El hombre todavía vivía en los árboles en aquella época. Aún tenía que
inventar el fuego y pintar con sus dedos las paredes de las cuevas. Eso es lo que me
asusta. Estas gentes, fueran quienes fuesen, no deberían ten er las herramientas para
partir el pedernal y mucho menos para tallar la piedra, hacer retratos o erigir
columnas. Esto no debería existir. Thomas lo consideró un momento. Pocos lugares
en la Tierra contenían más antigüedades humanas que Java. El hombre de Java, el
Pithecanthropus eredus,
más conocido como
Homo erectus,
se había descubierto a sólo
unos pocos kilómetros de donde se encontraban, en Trinil y Sangiran, junto al río
Solo. Los antepasados del hombre recogían frutas de estos árboles desde hacía un
cuarto de millón de años. Y también se mataban y se comían unos a otros. Las
pruebas fósiles también dejaban eso bien claro.
—Mencionaste un friso con figuras grotescas.
—Seres monstruosos —dijo De l'Orme—. Allí es adonde te llevo ahora. A la
base de la columna C.
—¿Podría tratarse de un autorretrato? Quizá fueran homínidos. Quizá
poseyeran talentos muy superiores a lo que se ha creído.
—Quizá —asintió De l'Orme—. Pero también está la cara. Era precisamente la
cara por lo que Thomas había venido desde tan lejos.
—Dijiste que era horrible.
—Oh, la cara no es tan horrible. Ése es el problema. Es un rostro humano. Una
cara humana.
—¿Humana?
—Podría ser la tuya. —Thomas se volvió para mirar al ciego—. O la mía —
añadió De l'Orme—. Lo horrible es el contexto en que aparece. Esa cara tan corriente
contempla escenas de salvajismo, degradación y monstruosidad. —¿Y ?
—Esto es todo. Simplemente, observa. Y uno se da cuenta de que en ningún
momento apartará la mirada. No sé, pero parece satisfecho. He palpado la escultura
—dijo De l'Orme—. Hasta su tacto es insatisfactorio. Esa yuxtaposición de
normalidad y caos es de lo más insólito y, al mismo tiempo, es algo banal, prosaico.
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Eso es lo más intrigante. Está completamente desconectado de su edad, sea cual
fuere.
Los cohetes y los tambores resonaban desde los pueblos diseminados por el
valle. El Ramadán, el mes del ayuno musulmán, había terminado el día anterior.
Thomas observó el difuso contorno de las montañas. Las familias celebrarían festines.
Pueblos enteros permanecerían despiertos hasta el amanecer, viendo la
representación de las obras de sombras llamadas
wayang,
con marionetas
bidimensionales haciendo el amor y entablando batallas, como sombras proyectadas
sobre una sábana. Al amanecer, el bien triunfaría sobre el mal, la luz sobre la
oscuridad: el habitual cuento de hadas.
Una de las montañas se separaba en la media distancia, bajo la luz de la luna,
para convertirse en las ruinas de Bordubur. Se suponía que la enorme estupa era una
representación del monte Meru, una especie de Everest cósmico. Enterrada durante
más de un milenio por una erupción del Genung Merapi, Bordubur era la más
grande de las ruinas. En ese sentido, era el palacio y la catedral de la muerte, todo en
uno, una pirámide para el sureste de Asia.
El billete de entrada era la muerte, al menos simbólicamente. Se entraba
cruzando las fauces de una feroz bestia devoradora festoneada con cráneos humanos,
la diosa Kali. Inmediatamente se encontraba uno sumido en un mundo del más allá,
como un laberinto. Casi diez mil metros cuadrados o cinco kilómetros de «muro
histórico» tallado acompañaban a cada viajero. En ese muro se contaba una historia
casi idéntica al infierno y el paraíso de Dante. Al pie, los paneles tallados mostraban a
una humanidad atrapada en el pecado y representaba horribles castigos a cargo de
seres infernales. Para cuando se «ascendía» a una meseta de redondeadas estupas,
Buda había guiado a la humanidad hacia la iluminación, a partir de su estado de
¡anisara.
Pero aquella noche no habría tiempo para eso. Se marchaba a las dos y
media.
—¿Pram? —llamó Santos en la oscuridad, por delante de ellos—.
Asalam
alaikum.
Thomas conocía el saludo. La paz sea contigo. Pero no hubo respuesta.
—Pram es un guardia armado contratado para vigilar el yacimiento —explicó
De l'Orme—. En otro tiempo fue un famoso guerrillero. Como ya puedes imaginar, es
bastante viejo, y probablemente estará bebido.
—Qué extraño —susurró Santos—. Quedaos aquí.
Ascendió por el sendero y se perdió de vista.
—¿A qué viene esa actitud melodramática? —preguntó
Thomas.
—¿Te refieres a Santos? Tiene buena intención. Quería causarte una buena
impresión, pero le has puesto nervioso. Lamento decir que esta noche no le ha
quedado nada más que su fanfarronería. —De l'Orme colocó una mano sobre el
antebrazo de Thomas—. ¿Continuamos?
Siguieron su paseo. No había forma de perderse. El sendero se extendía ante
ellos como una serpiente fantasmal. La adornada «montaña» de Bordubur se elevaba
al norte de donde estaban.
—¿Adonde irás después de esto? —preguntó Thomas.
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—A Sumatra. He encontrado una isla, Nias. Dicen que es el lugar donde
desembarcó Simbad el Marino y conoció al Anciano del Mar. Me siento feliz entre los
aborígenes, y Santos anda ocupado con unas ruinas del siglo IV que ha localizado
entre la jungla.
—¿Y el cáncer?
De l'Orme ni siquiera hizo uno de sus chistes.
Santos regresó corriendo sendero abajo, llevando en la mano una vieja carabina
japonesa. Estaba cubierto de barro y jadeaba.
—Ha desaparecido —anunció—. Y dejó nuestra arma en un montón de barro.
Pero antes disparó todas las balas.
—Supongo que para festejar el día con sus nietos —apuntó De l'Orme.
—Yo no estaría tan seguro.
—¡No me digas que lo han devorado los tigres!
—Desde luego que no —contestó Santos, bajando el cañón del arma.
—Cárgala, si eso hace que te sientas más seguro —le propuso De l'Orme.
—No tenemos más balas.
—En ese caso, estamos más seguros así. Bien, ahora continuemos.
Cerca de la boca de Kali, en la base del monumento, giraron a la derecha del
camino y cruzaron un pequeño paso de hojas de plátano, donde probablemente
dormía sus siestas el viejo Pram.
—¿Lo ve? —preguntó Santos.
El barro aparecía revuelto, como si se hubiese producido un forcejeo. Thomas
observó la zanja con atención. Parecía más como una lucha de barro. Había un
agujero hundido en el suelo de la jungla y un gran montón de barro y raíces. A un
lado estaban las placas de piedra a las que se había referido De l'Orme, grandes como
tapas de cloaca.
—Qué desorden —dijo Thomas—. Parece como si hubierais estado luchando
aquí contra la selva misma.
—Me alegraré mucho de terminar con esto —dijo Santos.
—¿Está el friso ahí abajo?
—A diez metros de profundidad.
—¿Puedo bajar?
—Desde luego.
Thomas se sujetó a la escalera de bambú e inició el descenso con cuidado. Los
peldaños estaban resbaladizos y el calzado que llevaba estaba hecho para andar por
las calles, no para escalar.
—Lleva cuidado —le dijo De l'Orme desde arriba.
—Ya estoy abajo.
Thomas levantó la mirada y tuvo la sensación de estar mirando desde una
tumba profunda. El barro rezumaba entre el suelo de bambú, y la pared del fondo,
saturada por el agua de la lluvia, abombaba el entarimado de bambú hecho para
contenerla. El lugar parecía a punto de derrumbarse sobre él.
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De l'Orme fue el siguiente en bajar. Los años pasados entre los andamios de las
excavaciones hacían que esto fuera fácil para él. Su cuerpo ligero apenas movió la
escalera de mano.
—Sigues moviéndote como un mono —se quejó Thomas.
—Es cuestión de la gravedad —dijo De l'Orme con una sonrisa burlona—.
Espera a verme forcejear para subir. —Echó la cabeza hacia atrás—. Está bien —le
dijo a Santos—. La escalera está despejada. Ya puedes bajar.
—En un momento. Quiero echar un vistazo por los alrededores.
—¿Y bien? ¿Qué te parece? —preguntó De l'Orme a Thomas, sin darse cuenta
de que éste se hallaba sumido en la oscuridad.
Thomas esperaba a que bajara Santos, que llevaba una linterna más potente.
Sacó la suya del bolsillo y la encendió.
La columna era gruesa, ígnea y estaba extraordinariamente libre de los
habituales desperfectos causados por la jungla.
—Limpia, está muy limpia —dijo—. El grado de conservación me recuerda el
de un ambiente de desierto.
—Sans peur et sans reproche
—asintió De l'Orme—. No muestra ningún defecto.
Está perfecta.
Thomas la valoró profesionalmente, fijando la atención antes en el material que
en el tema. Movió la luz hacia el borde de una talla: el detalle era fresco y no
mostraba señales de corrosión. Esta original arquitectura tendría que haber estado
profundamente enterrada, y no debía tener más de un siglo.
De l'Orme extendió una mano y colocó las yemas de los dedos sobre la talla,
para orientarse. Había memorizado toda la superficie mediante el tacto y empezó a
buscar algo. Thomas avanzó con la luz por detrás de los delgados dedos.
—Discúlpame, «Richard» —dijo De l'Orme dirigiéndose a la piedra.
Thomas vio entonces una monstruosidad, quizá de unos diez centímetros de
altura, que sostenía sus propios intestinos en una ofrenda. La sangre se derramaba
sobre el suelo y una flor brotaba de la tierra.
—¿Richard? —preguntó.
—Oh, bautizo con nombres a todos mis hijos —explicó De l'Orme.
«Richard» se convirtió en una de otras muchas criaturas similares. La columna
aparecía tan densamente poblada con deformidades y tormentos que alguien menos
especializado habría tenido grandes problemas para separar una de otra.
—«Suzanne» está aquí; ella ha perdido a sus hijos —dijo De l'Orme,
presentándole a una mujer que sostenía, colgando, a un niño pequeño en cada mano
—. Y a estos tres caballeros los llamo los «Mosqueteros». —Indicó a un cruel trío que
se caníbalizaban unos a otros—. Todos para uno, y uno para todos.
Aquello iba mucho más allá de la perversión. Allí se veían todas las formas del
sufrimiento. Las criaturas eran bípedas y tenían pulgares oponibles. Algunas
llevaban pezuñas, animales o cuernos. Por lo demás, podrían haber sido babuinos.
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—Tu presentimiento puede ser cierto —dijo De l'Orme—. Al principio pensé
que estas criaturas representaban mutaciones o defectos de nacimiento. Pero ahora
me pregunto si acaso no serán una imagen de homínidos actualmente extinguidos.
—¿Podría ser una representación de imaginación psicosexual? —preguntó
Thomas—. ¿Quizá la pesadilla de esa cara que mencionaste?
—Uno casi desearía que fuera así —dijo De l'Orme—. Pero no lo creo.
Supongamos que nuestro maestro escultor se basó de algún modo en su
subconsciente. Eso podría explicar la existencia de algunas de estas figuras. Pero esto
no es obra de una sola mano. Se habría necesitado toda una escuela de generaciones
de artesanos para tallar esta y las otras columnas. Otros escultores habrían añadido
sus propias realidades o incluso el contenido de su propio subconsciente. Deberían
encontrarse entonces escenas agrícolas, de caza, de vida cortesana o de sus
divinidades, ¿no te parece? Pero lo único que tenemos aquí es una imagen de los
condenados.
—Seguramente no creerás que esto es una imagen de la realidad, ¿verdad?
—Pues sí, eso es lo que creo. Todo esto es demasiado realista y poco redentor
como para no pertenecer a la realidad. —De l'Orme encontró un lugar cerca del
centro de la piedra—. Y luego está la cara misma —siguió diciendo—. No duerme, ni
sueña, ni medita, sino que está perfectamente despierta.
—Sí, la cara —asintió Thomas animándolo a que siguiera.
—Míralo tú mismo.
Y con un movimiento elegante, De l'Orme colocó la palma de su mano sobre el
centro de la columna, al nivel de la cabeza.
Mientras la palma se posaba sobre la piedra, la expresión de De l'Orme cambió.
Pareció desequilibrado, como un hombre que se hubiese inclinado demasiado hacia
adelante.
—¿Qué ocurre? —preguntó Thomas.
De l'Orme levantó la mano, y no había nada debajo.
—¿Cómo puede ser? —gritó.
—¿Qué? —preguntó Thomas.
—La cara. Es esto. Estaba aquí. ¡Alguien ha destruido la cara!
Bajo las yemas de los dedos de De l'Orme sólo había un tosco círculo abierto
entre las tallas. En los bordes aún podía verse algo de cabello tallado y, por debajo de
eso, un cuello.
—¿Esto era la cara? —preguntó Thomas.
—Alguien la ha saqueado.
Thomas examinó el resto de tallas de los alrededores.
—Y ha dejado el resto sin tocar. ¿Por qué?
—Esto es algo abominable —gritó De l'Orme—. Y nosotros sin ningún registro
de esa imagen. ¿Cómo ha podido suceder? Ayer Santos estuvo aquí todo el día. Y
Pram estuvo de guardia hasta... hasta que abandonó su puesto, maldita sea.
—¿Podría haber sido Pram?
—¿Pram? ¿Por qué?
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—¿Quién más está enterado de esto?
—Esa es la cuestión.
—Bernard —dijo Thomas—. Esto es un asunto muy serio. Es casi como si
alguien tratara de evitar que yo viera esa cara.
Aquella idea sobresaltó a De l'Orme.
—Oh, eso sería demasiado. ¿Por qué iba a querer alguien destruir una talla
simplemente para...?
—Mi Iglesia ve a través de mis ojos —le interrumpió Thomas—. Y ahora ya
nunca podrá ver lo que había que ver aquí.
Como distraído, De l'Orme acercó la nariz a la piedra.
—La cara se ha arrancado hace sólo unas pocas horas —anunció—. Todavía
puede olerse la roca fresca.
Thomas estudió la marca.
—Es curioso, pero aquí no se ven huellas de cincel. De hecho, estas ligeras
ondulaciones se parecen más a las marcas de unas garras animales.
—Eso es absurdo. ¿Qué clase de animal haría esto?
—Estoy de acuerdo contigo. Probablemente han empleado un cuchillo para
arrancarla, o una lezna.
—Esto es un delito —exclamó De l'Orme furioso.
Desde lo alto, una luz cayó sobre los dos viejos que se encontraban en lo más
profundo del pozo.
—¿Todavía estáis ahí? —preguntó Santos. Thomas levantó la mano para
protegerse los ojos del rayo. Santos mantenía la luz dirigida directamente hacia ellos.
En ese instante, Thomas se sintió extrañamente atrapado y vulnerable, insultado. La
falta de respeto de aquel hombre le encolerizó. De l'Orme, naturalmente, no se
apercibió de la silenciosa provocación.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Thomas.
—Sí —intervino De l'Orme—. Mientras tú andabas por ahí hemos hecho un
terrible descubrimiento.
—Oí ruidos y creí que podría ser Pram —dijo Santos, moviendo la luz.
—Olvídate de Pram. La zanja ha sido saboteada y la cara mutilada.
Santos descendió con enérgicos pasos. La escalera se estremeció bajo su peso.
Thomas se apartó hacia el fondo del pozo para dejarle sitio.
—Ladrones —gritó Santos—. Ladrones de templos. El mercado negro.
—Contrólate —le pidió De l'Orme—. Esto no tiene nada que ver con un robo.
—Oh, sabía que no podíamos confiar en Pram —exclamó Santos enfurecido.
—No fue Pram —dijo Thomas.
—¿No? ¿Cómo lo sabe?
Thomas dirigía su luz hacia un rincón, por detrás de la columna.
—Lo presumo. Podría haber sido alguien más. Es muy difícil averiguar quién es
éste. Y, naturalmente, yo no lo conocía.
Santos se precipitó hacia el rincón y dirigió la luz hacia la grieta y sobre los
restos.
El Descenso
Jeff Long
—Pram —balbuceó y luego vomitó sobre el barro.
Daba la impresión de un accidente industrial en el que hubiese intervenido
maquinaria pesada. El cuerpo había sido introducido a presión en el espacio de unos
quince centímetros entre una columna y otra. Era realmente inimaginable qué fuerza
habría sido necesaria para romperle los huesos, apretujar el crán eo e introducir toda
aquella carne y sus ropas en un espacio tan estrecho. Thomas hizo la señal de la cruz.

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