lunes, 25 de mayo de 2009

EL DESCENSO Jeff Long (ebook) (Sexta parte)

Primero, tienes que concebir que la tierra... está llena por todas partes de tortuosas
cuevas y contiene en su seno mult itud de lagos y golfos y abismales peñascos.
También tienes que imaginar que bajo el lomo de la tierra muchos ríos subterráneos
de fuerza torrencial hacen rodar sus aguas, mezclándose con las rocas hundidas.
LUCRECIO, De la naturaleza de las cosas (55 a.C.) Debajo de Ontario Tres años más tarde
El oruga blindado aminoró la velocidad a treinta kilómetros por hora al salir del
agujero y desembocar en la vasta cámara subterránea donde se había instalado el
campamento Helena. El sendero trazaba un arco a lo largo de la cresta del cañón y
descendía hasta el lecho de la cámara. En el interior del oruga, Ike se movía de un
extremo al otro, tropezando con hombres exhaustos, pertrechos de combate y la
sanguinaria e incansable escopeta preparada. A través de la mirilla delantera, vio las
luces humanas. Por la parte de atrás, la boca rayada y nauseabunda que conducía a
las profundidades. Sentía el corazón desgarrado en dos, proyectado hacia el futuro y
hacia el pasado.
Desde hacía varias semanas, la patrulla se había dedicado a la caza del «abisal»,
de su horror, en un túnel que se abría a partir del punto de tránsito más profundo.
Durante cuatro de aquellas semanas, habían vivido en alerta permanente, con el
dedo en el gatillo. Se suponía que los mercenarios debían patrullar por las líneas más
profundas pero, de algún modo, los militares de cera habían vuelto a entrar en acción
y a acumular éxitos. Ahora se sentaban en asientos de plástico rojo cereza
completamente nuevos, en un oruga automático, con pertrechos de campaña llenos
de barro apoyados en las piernas y un soldado moribundo en el suelo del vehículo.
—Ya estamos en casa —le dijo uno de los
rangers.
—Toda suya —replicó Ike y, tras una pausa, añadió—: Teniente.
Y aquello fue como haberle devuelto la antorcha a su propietario original.
Ahora habían regresado al mundo, y no era el suyo.
—Escuche —dijo el teniente Meadows en voz baja—, quizá no haya necesidad
de informar de todo lo ocurrido. Una simple disculpa delante de los hombres y... —
¿Me está perdonando? —le interrumpió Ike con un bufido. Los cansados hombres
levantaron la mirada. Meadows entrecerró los ojos e Ike se alzó un par de gafas de
escalador con los cristales casi negros. Sujetó las patillas sobre las orejas y apretó el
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plástico contra el brutal tatuaje que se extendía desde su frente hasta la barbilla,
pasando por los pómulos.
Le dio la espalda a aquel estúpido y miró por las ventanillas hacia la extensa
base desparramada por debajo de ellos. El cielo de Helena era una tormenta de luces
artificiales. Desde donde se en contraban, la impresionante cantidad de láseres
formaban un toldo angular de un kilómetro y medio de circunferencia. Trazos
lumínicos de fijación palpitaban en la distancia. Sus horribles mechones, cortados a la
altura de los hombros, le ayudaban a protegerse los ojos, pero no lo suficiente. Tan
fuerte como se sentía en la oscuridad inferior, Ike tenía que protegerse aquí de la luz.
En su mente, estos asentamientos eran como barcos naufragados en el Ártico
cuando estaba a punto de llegar el invierno; recordatorios de que el paso por la vida
era rápido y temporal. Aquí abajo, uno no pertenecía a ningún lugar durante mucho
tiempo.
Cada cavidad, cada túnel, cada agujero situado a lo largo de los imponentes
muros de la cámara, estaba saturado de luz y, sin embargo, podían verse animales
alados revoloteando por el «cielo» abovedado que se extendía a cien metros por
encima del campamento. Los animales, cansados, siempre terminaban por descender
para descansar y alimentarse... y no tardaban en quedar fritos al entrar en contacto
con la valla de láseres. Las zonas de trabajo y vivienda del campamento estaban
protegidas de esos restos de hueso y carbón, así como de la caída ocasional de rocas
por escarpados tejados de cincuenta metros de altura con superestructuras de
aleación de titanio. El efecto que producía todo aquello, desde la ventanilla de Ike,
era una ciudad de catedrales dentro de una gruta gigantesca.
Con las cintas transportadoras que se introducían por agujeros laterales, un
pozo de ascensor, diversas chimeneas de ventilación que atravesaban el techo y una
nube de contaminación causada por la combustión de la gasolina, aquello parecía el
infierno, a pesar de que era obra del hombre. Por las cintas transportadoras
descendentes partía una corriente continua de alimentos, suministros y municiones.
Por las ascendentes subía el mineral triturado.
El vehículo oruga se detuvo ante la puerta principal y los
rangers
fueron
saliendo en fila, casi tímidos ante tanta seguridad, ávidos por traspasar la alambrada
de espino, tomar una cerveza bien fría y unas hamburguesas calientes y tumbarse a
descansar. Su trabajo sería reanudado por una nueva patrulla. Ike, por su parte, ya
estaba preparado para partir.
Un lento equipo de sanidad de campaña llegó corriendo con una camilla; al
cruzar ante la puerta, se encendió un panel de luces voltaicas, que les hizo parecer
ángeles blancos. Ike se arrodilló ante su hombre herido no sólo porque era lo
correcto, sino también porque tenía que encontrar de nuevo su resolución. Las luces
de arco voltaico estaban dispuestas para saturar todo lo que entrara por ese lado y
para matar aquello que la luz era capaz de matar aquí abajo.
—Nos haremos cargo de él —dijeron los sanitarios.
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Ike soltó la mano del muchacho. Fue el último que quedó en el vehículo. Uno
tras otro, los
rangers
pasaron por la puerta, transformándose en fogonazos de
cegadora luminosidad.
Ike miró las puertas del campamento y luchó contra el impulso de regresar
corriendo hacia la oscuridad. Sus impulsos eran tan crudos que dolían como heridas.
Pocas personas lo comprendían. Había entrado en ese estado maniqueo de oscuridad
o luz, y a todos les parecía que su escala grisácea había desaparecido.
Lanzando un pequeño grito, Ike se llevó las manos a los ojos cubiertos por las
gafas de escalador y saltó a través de la puerta. Las luces lo dejaron tan inmaculado
como un alma resucitada. De ese modo volvía a entrar de nuevo, a pesar de que cada
vez que lo hacía le parecía más difícil.
Rodeado de alambre de espino y sacos terreros, Ike aminoró la marcha y se
despejó los pulmones. Siguiendo las normas, extrajo el cargador del arma, disparó la
bala de la recámara en la caja de arena, junto al bunker, y mostró su tarjeta de
identificación a los centinelas equipados con uniformes ignífugos de
kevlar.«Campamento Helena», decía el cartel.
«Sede de Caballo Negro, 11.
Div. Caballería Blindada».
a
Aparecía tachado y sustituido por:
«Perros de Presa, 27.
Div. Infantería».
a
Se habían cambiado sucesivamente los nombres de media docena más de
unidades estacionadas allí en algún momento. La única constante que se mantenía en
la esquina superior derecha era su profundidad: 5.410 metros.
Con la espalda encorvada bajo todo su equipo de combate, Ike pasó junto a los
soldados que llevaban puestos sus «ninjas» de campamento, los monos negros
utilizados para el trabajo en aquellas profundidades, o los suéteres del ejército para
los ratos de ocio o los atuendos de gimnasia. Tanto si iban camino del campo de
entrenamiento como si se dirigían a la cantina, a la pista de baloncesto o a tomar, un
Zinger o un YooHoo, todos y cada uno llevaban un rifle o una pistola, recordando la
gran matanza ocurrida dos años antes. Por debajo del pelo enmarañado, Ike dirigió
miradas de soslayo a los civiles que empezaban a hacerse cargo de todo. La mayoría
eran mineros y trabajadores de la construcción, entremezclados con mercenarios y
misioneros que constituían la oleada de vanguardia de la colonización. En el
momento de su partida, dos meses antes, sólo había unas pocas docenas. Ahora, en
cambio, parecían superar en número a los soldados. Desde luego, tenían la
hauteur
de
la mayoría.
Escuchó risas chillonas y se asombró al ver a tres prostitutas de poco menos de
treinta años. Una de ellas llevaba verdaderas pelotas de voleibol quirúrgicamente
sujetas al pecho. Ella se quedó aún más sorprendida al ver a Ike. La paja con la que
tomaba la soda se le escapó de entre los labios color fresa y se quedó mirando con
incredulidad. Ike hizo una mueca, apartó la mirada, y siguió apresuradamente su
camino.
Helena crecía a marchas forzadas. Lo mismo que multitud de otras colonias
repartidas por todo el mundo, no sólo era consecuencia de la apertura de nuevos
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espacios y de la llegada de colonos procedentes del Mundo. Podía comprobarse en el
material de construcción. El cemento lo indicaba todo. Aquí abajo, la madera era un
lujo, y la producción de lámina metálica necesitaba tiempo para desarrollarse y tenía
que hacerse cerca de las fuentes de mineral para que su coste fuese razonable. El
cemento, por su parte, sólo había que extraerlo del suelo y de las paredes, era barato,
de utilización rápida, duradero y connotaba populismo. Eso alimentaba el espíritu de
frontera.
Ike entró en un espacio que, apenas dos meses antes, había sido ocupado por la
compañía local de
rangers.
Pero ahora ya se usaban para otros menesteres la pista de
obstáculos, la torre para la práctica del rappel, el campo de tiro y la antigua pista de
carreras. Una horda de colonos lo había invadido todo y por allí se extendían todo
tipo de tien das de campaña, cobijos improvisados y barracas. El sonido de las voces,
el comercio y la música estridente le golpearon como un olor hediondo.
Lo único que quedaba del cuartel general de la unidad eran dos cubículos de
oficinas, unidos con cinta de canalización. Tenían el techo de cartón. Ike dejo la
mochila junto a la pared exterior, observó dos veces a los duros y desesperados tipos
que deambulaban por allí y finalmente decidió entrar con la mochila. Sintiéndose un
poco estúpido, llamó a la pared de cartón.
—Entre —gritó una voz.
Branch le hablaba a un ordenador portátil equilibrado sobre cajas de
municiones, con el casco a un lado y el rifle al otro.
—Elias —le saludó Ike.
Branch no se sintió complacido al verle. Su máscara de tejido cicatricial y de
quistes se retorció en un gruñido.
—Ah, nuestro hijo pródigo —dijo—. Precisamente estábamos hablando de ti.
Hizo girar el ordenador portátil para que Ike pudiera ver la cara en la pequeña
pantalla ultraplana y la cámara del ordenador pudiera captar a Ike. Estaban
conectados por vídeo con Jump Lincoln, uno de los viejos camaradas de Branch en la
Aerotransportada, y actualmente comandante que tenía bajo sus órdenes al teniente
Meadows.
—¿Es que has perdido tu jodido sentido común? —le preguntó la imagen de
Jump a Ike—. Acaban de dejarme encima de la mesa un informe de campaña en el
que se dice que has desobedecido una orden directa delante de toda la patrulla de mi
teniente y que los apuntaste a todos de una manera amenazadora con tu arma.
¿Tienes algo que decir a todo eso, Crockett?
Ike no se hizo el tonto, pero tampoco dio su brazo a torcer.
—El teniente se ha apresurado a presentar su informe —comentó—. Sólo hace
veinte minutos que hemos llegado.
—¿Amenazaste a un oficial? —preguntó Jump, cuyo grito quedó minimizado
por el altavoz del ordenador.
—Le contradije.
—¿De patrulla, y delante de sus hombres?
Branch estaba sentado y sacudía la cabeza con actitud de pesarosa camaradería.
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—Ese hombre no debería estar ahí fuera —dijo Ike—. Destrozó a uno de sus
hombres a causa de una orden errónea. No vi razón alguna para seguir apoyando la
visión de la realidad que tiene ese teniente. Finalmente, conseguí que comprendiera
las cosas.
Jump parecía enfurecido, y aparecieron diversos encuadres en el ordenador,
mientras él no dejaba de moverse.
—Creí que ésa era una región despejada —dijo finalmente—. Se suponía que
éste iba a ser un crucero para Meadows. ¿Quieres decirme que os encontrasteis con
abisales?
—Con trampas engañabobos —contestó Ike—. Viejas. De varios siglos de
antigüedad. Dudo que nadie pasara por allí desde la última glaciación.
Ni siquiera se molestó en abordar el tema de que lo enviaran a cuidar de un
imberbe estudiante recién salido del campo de entrenamiento de oficiales de reserva.
La imagen del ordenador se volvió hacia un mapa colgado en la pared.
—¿Dónde se han metido todos? —se preguntó Jump—. No hemos establecido
contacto físico con el enemigo desde hace meses.
—No se preocupe —le aseguró Ike—. Están ahí abajo, en alguna parte.
—No estoy tan seguro de eso. A veces, creo realmente que huyen, que han sido
exterminados por las enfermedades o algo así.
Branch aprovechó el intermedio para intervenir.
—A mí me parece que estamos en un empate —le dijo a Jump—. Mi payaso
anula al tuyo. Creo que estamos de acuerdo.
Los dos mayores sabían que Meadows era un desastre. Y ambos sabían que no
volverían a enviarlo con Ike. Tanto mejor para Ike.
—Que se joda entonces —dijo Jump—. Voy a enterrar el informe. Pero sólo por
esta vez.
Branch siguió mirando enfurecido a Ike.
—No sé, Jump —dijo—. Quizá deberíamos dejar de mimarlo tanto.
—Elias, sé que es un proyecto especial tuyo —dijo Jump—, pero ya te lo he
dicho antes, no te encariñ es tanto. Hay una razón por la que tratamos con tanta
precaución a las «copas del Sur». Te lo aseguro, son desgarradores.
—Gracias por enterrar el asunto. Te debo una. —Branch apretó el botón de
desconexión del ordenador y se volvió a mirar a Ike—. Bonito trabajo —le dijo—.
Dime, ¿tratas acaso de ponerte la soga al cuello?
Si lo que quería era un acto de contrición, Ike no se lo ofreció. Apartó unas cajas
y se preparó un asiento.
—«Copas del Sur». Eso es algo nuevo. ¿Más jerga del ejército? —preguntó.
—Se refiere a los espectros recuperados, si quieres saberlo. Significa que se
utilizan una sola vez y se tiran. La CÍA solía llamar así a sus agentes indígenas.
Ahora, el término también incluye a los vaqueros como tú, que hemos logrado sacar
de las profundidades y que utilizamos para tareas de exploración.
—Parece haberte afectado mucho —comentó Ike.
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—Tu sentido de la oportunidad es increíble —dijo Branch, todavía de mal
humor—. El Congreso parece dispuesto a cerrar la base, a venderla a otro grupo de
hienas empresariales. Cada vez que uno mira por ahí puede ver otro cartel con
permiso gubernamental. Nosotros realizamos el trabajo sucio y luego llegan las
multinacionales, con sus milicias de mercenarios, y desembarcan colonos y equipo
minero. Nosotros sangramos y ellos se benefician. Se me ha dado tres semanas para
transferir toda la unidad a acuartelamientos temporales seiscientos metros por
debajo de Camp Alison. No dispongo de mucho tiempo, Ike. Me he tomado muchas
molestias para mantenerte vivo aquí abajo, y tú vas y amenazas a un oficial durante
una patrulla. ¿No se te ocurrió nada mejor?
—Paz, papá —dijo Ike, que levantó dos dedos y los abrió.
Branch respiró profundamente. Miró a su alrededor, hacia el diminuto espacio
de oficina, con expresión asqueada. La música country resonaba cerca con muchos
megadecibelios.
—Fíjate cómo estamos —dijo Branch—. Esto da pena. Sangramos. Las empresas
se benefician. ¿Dónde está el honor en todo esto?
—¿Honor?
—Vamos, no me vengas con esas. Sí, el honor. No el dinero, ni el poder, ni las
posesiones, ni siquiera los resultados de ser fiel al código, sino esto —terminó
diciendo, señalándose el corazón.
—Quizá tienes demasiada fe —sugirió Ike.
—¿Y tú no?
—Yo no soy un amante de la vida, como tú.
—Tú no eres nada —dijo Bran ch con los hombros hundidos—. Han seguido
adelante con tu tribunal militar,
in absentia.
Casi no me lo puedo creer. Nada menos
que
in absentia.
Mientras tú estabas aún de patrulla. Ni siquiera Kafka se habría
encontrado con una cosa así. Una ausencia sin permiso oficial se convierte en una
acusación de deserción ante el fuego enemigo.
Ike no se mostró particularmente preocupado.
—Entonces tendré que apelar.
—Esto era la apelación —le recordó Branch. Ike no demostró la menor angustia
—. Hay un rayo de esperanza, Ike. Se te ha ordenado que acudas a un tribunal de
arriba para oír la sentencia. He hablado con los de la fiscalía general y allí creen que
puedes solicitar clemencia al tribunal. He tirado de todos los hilos que conozco allí
arriba. Les he dicho lo que hiciste tras las líneas del enemigo. Alguien importante ha
prometido decir algo en tu favor. No contamos con promesas, pero me parece que el
tribunal debería mostrar indulgencia.
—¿Es ése mi rayo de esperanza?
—Las cosas podrían estar peor, y tú lo sabes —dijo Branch.
Lo habían discutido muchas veces. Ike no replicó. El ejército había sido para él
mera burocracia, más que una familia. No fue el ejército el que lo sacó de la
esclavitud y lo arrastró de regreso a su propia humanidad, ocupándose de que le
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limpiaran las heridas y le cortaran los grilletes. Eso lo hizo Branch. Ike nunca lo
olvidaría.
—De todos modos, podrías intentarlo —añadió Branch.
—No lo necesito —contestó Ike con suavidad—. Ni siquiera tengo necesidad de
volver a subir allá arriba.
—Éste es un lugar peligroso.
—Allá arriba es peor.
—No puedes estar solo y sobrevivir.
—Siempre puedo unirme a algún grupo.
—¿De qué estás hablando? Te enfrentas a una expulsión deshonrosa, con
posible sentencia de prisión. Te convertirías en un paria.
—Puedo hacer otra cosa.
—¿Convertirte en un soldado de fortuna? —Branch lo miró con asco—. ¿Tú?
Ike no quiso responder. Los dos hombres guardaron silencio. Finalmente lo dijo,
apenas en un susurro.
—Hazlo por mí.
De no haber sido porque, evidentemente, le costó tanto decirlo, Ike se habría
negado. Habría dejado su rifle en un rincón, vaciado la mochila en la habitación, se
habría quitado el rayado y manchado mono de ninja y habría salido desnudo para
siempre de los
rangers
y del ejército. Pero Branch acababa de hacer lo que nunca
hacía. Y al darse cuenta de que este hombre que le había salvado la vida, que lo había
cuidado hasta devolverle la cordura y que había sido como un padre para él había
dejado su orgullo en el suelo, a sus pies, Ike hizo lo que se había jurado a sí mismo
que nunca haría. Se sometió.
—¿Adonde tengo que ir, entonces? —preguntó.
Los dos trataron de no hacer caso de la felicidad experimentada por Branch.
—No lo lamentarás —le prometió Branch.
—Eso suena a horca —dijo Ike sin sonreír.
Washington, D. C.
A medio camino la escalera mecánica se hacía escarpada como la de un templo
azteca. Ike ya no lo podía soportar. No se trataba sólo de la insoportable luz. Su viaje
desde las entrañas de la tierra se había convertido en un cruel asedio.
Tenía todos los sentidos destrozados. El mundo se había vuelto del revés.
Ahora, a medida que ascendía la escalera de acero inoxidable hasta el nivel cero
y el aullido del tráfico descendía hacia él, se aferró a la barandilla de goma. Al llegar
a lo alto, se vio arrojado en medio de una acera de la ciudad. La gente lo empujó por
detrás y lo alejó aún más de la entrada del metro. Ike se vio zarandeado por los
ruidos y los empujones accidentales, en medio de Independence Avenue.
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En sus tiempos, había experimentado lo que era el vértigo, pero nunca sintió
nada como esto. El cielo caía a plomo. El bulevar se abría en todos los sentidos.
Sintiendo náuseas, avanzó tambaleándose hacia una algarabía de claxons. Luchó por
dominar la terrorífica sensación del espacio abierto. Con los párpados semicerrados,
se esforzó por llegar hasta una pared bañada por la luz solar.
—Apártate —le reprendió alguien con acento hindi.
Luego, el tendero le vio la cara y se retiró al fondo de su establecimiento.
Ike acercó la mejilla al ladrillo.
—Esquina de la Decimoctava y la Calle C —le dijo un peatón al que preguntó.
Era una mujer que llevaba zapatos de tacón. De repente, su taconeo se apresuró
y trazó un amplio arco a su alrededor. Ike hizo un esfuerzo por apartarse de la pared.
Al otro lado de la calzada inició la horrible ascensión por una colina festoneada
de banderas estadounidenses en lo alto de las astas. Levantó la cabeza y se encontró
con el monumento a Washington recortado contra el azul puro del día. Era la época
en que florecían los cerezos, eso era evidente porque apenas podía respirar.
Un puñado de nubes se desplazó en lo alto, proporcionándole un respiro; luego
se desvaneció. Los tulipanes le destrozaron la visión con sus brillantes colores. La
bolsa de gimnasia que llevaba en la mano, su único equipaje, se le hacía pesada.
Jadeaba, tratando de absorber aire; afectaba a su viejo orgullo ver en tal estado a un
escalador del Himalaya que se encontraba al nivel del mar.
Con los ojos entrecerrados tras las oscuras gafas de montañero, Ike se retiró
hacia una calle con sombra. Finalmente, el sol se puso y desaparecieron sus náuseas.
Pudo dejar los ojos al descubierto. Deambuló por los lugares más oscuros de la
ciudad, a la luz de la luna, con la prisa de un fugitivo.
No había ninguna juerga nocturna para él. Caminó atropelladamente. Era la
primera noche que pasaba por encima del nivel del suelo desde que quedara
atrapado por la nieve en el Tibet, hacía ya tanto tiempo. No disponía de tiempo para
comer. El sueño podía esperar. Había mucho que ver.
Aprovechó la noche incansablemente, como un turista con los muslos de un
velocista olímpico. Había guetos y avenidas parisinas, y relucientes distritos
gastronómicos y embajadas elegantemente engalanadas. Eso fue todo lo que evitó,
prefiriendo los lugares más vacíos.
La noche era maravillosa. Aunque un tanto amortiguadas por las luces urbanas,
las estrellas se extendían por el cielo. Respiró el aire marino. En los árboles se veían
los primeros brotes.
Era abril, muy bien. Y, sin embargo, mientras pisaba la hierba y las calzadas,
saltaba verjas y evitaba coches, en el fondo de su alma sentía como si estuviera en
noviembre. La misericordia misma de la noche lo condenaba. Ya no perten ecía a este
mundo, y lo sabía. Por eso procuró memorizar la luna y los prados húmedos, los
robles y el trenzado de corrientes del lento Potomac.
No tenía la intención de que fuera así, pero se encontró con la catedral nacional,
en lo algo de una colina de cuidado césped. Fue como volver a las épocas oscuras.
Una fanática multitud de miles de fieles ocupaba los terrenos, en escuálidas tiendas
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de campaña sin iluminar, a excepción de velas y farolillos. Ike vaciló y luego se
adelantó. Era evidente que aquí acudían las familias y congregaciones enteras, y que
se codeaban con los pobres y los locos, los enfermos y los adictos.
Unos enormes estandartes como los de los cruzados, con una cruz roja, pendían
de altos soportes, y las dos torres góticas gemelas parpadeaban ante el resplandor
arrojado por grandes hogueras. Los vendedores ambulantes vendían crucifijos,
ángeles de la Nueva Era, pastillas de algas verdeazuladas, bisutería nativa americana,
partes animales, balas rociadas con agua bendita y viajes de ida y vuelta a Jerusalén
en vuelos charter.
Una milicia enrolaba a voluntarios, «musculosos cristianos», para operaciones
de guerrilla contra el infierno. La mesa estaba llena de literatura propagandística y
números de la revista
Soldados de fortuna,
y era atendida por farsantes de grandes
bíceps y avanzadas armas de fuego. Un vídeo barato de entrenamiento mostraba una
escuela dominical en llamas y actores metidos en su papel de almas condenadas que
gritaban pidiendo auxilio.
Justo al lado de la televisión había una mujer a la que le faltaba un brazo y los
dos senos, desnuda hasta la cintura, mostrándoles sus cicatrices como si aquello
fuera la gloria. Su acento era del Sur, quizá de Luisiana, y en su única mano sostenía
una serpiente venenosa.
—Yo fui cautiva de los demonios —testificaba—. Pero fui rescatada. Sin
embargo, sólo me rescataron a mí, no a mis pobres hijos, y tampoco a todos los otros
buenos cristianos que estaban allá abajo, en la Casa. Buenos cristianos necesitados de
una salvación justa. Bajad, hermanos. Bajad con fuertes armas. Subid con los débiles.
Llevad la luz del Señor a esa oscuridad. Llevad con vosotros el espíritu de Jesús, del
Padre y del Espíritu Santo...
Ike retrocedió. ¿Cuánto le pagarían a aquella mujer de la serpiente por mostrar
su carne y hacer proselitismo para reclutar a hombres crédulos? Las heridas que
mostraba daban toda la impresión de ser quirúrgicas, posiblemente causadas por una
mastectomía. De todos modos, no hablaba como una ex cautiva. Estaba demasiado
segura de sí misma.
Claro que había cautivos humanos entre los abisales, pero no andaban
indefectiblemente necesitados de rescate. Los que Ike había visto, los que
sobrevivieron durante algún tiempo entre los abisales, tendían a parecer una suma
cero. Pero, una vez que se había estado allí, el limbo podía significar una especie de
asilo para las propias responsabilidades. Era una herejía decir lo que pensaba,
especialmente entre patriotas como estos que predicaban la libertad, pero el propio
Ike había experimentado el prohibido éxtasis de perderse en la autoridad de otra
criatura.
Ike ascendió los escalones, entre el gentío, y entró en el crucero medieval. Había
detalles del siglo XX: el suelo estaba taraceado con escudos del estado y la vidriera de
uno de los ventanales mostraba la imagen de los astronautas sobre la Luna. Por lo
demás, era como si pasara a través del mundo de la Peste Negra. El aire estaba lleno
de humo e incienso, del olor de cuerpos sin lavar y de fruta podrida; de las paredes
El Descenso
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de piedra rezumaba el eco de las oraciones. Ike escuchó el
Confíteor
mezclado con el
Kaddish,
las apelaciones a Alá entremezcladas con los himnos apalaquianos, las
oraciones sobre el Segundo Adviento con las de la Era de Acuario, del verdadero
Dios y de los ángeles. La petición era generalizada. Por lo visto, el milenio no estaba
resultando muy divertido.
Antes del amanecer, consciente de la deuda contraída con Branch, regresó a la
esquina de la Decimoctava y la Calle C Noroeste, donde se le había dicho que se
presentara. Se sentó en un extremo de los escalones de granito y esperó a que fueran
las nueve. A pesar de sus premoniciones, Ike se dijo a sí mismo que no había forma
de retroceder. Su honor había terminado por quedar a merced de extraños.
El sol salió lentamente y avanzó por el cañón de edificios de oficinas, como una
marcha imperial. Ike observó cómo sus huellas se fundían en la escarcha del césped.
Su ánimo se desmoronó al verlas desaparecer.
Una abrumadora tristeza le invadió, una sensación de profunda traición. ¿Qué
derecho tenía él a regresar al Mundo? ¿Qué derecho tenía el Mundo a regresar a su
interior? De repente, el hecho de estar allí, de intentar explicarse ante extraños, le
parecía una terrible indiscreción. ¿Por qué entregarse de aquel modo? ¿Y si le
juzgaban y le encontraban culpable?
Por un momento, regresó mentalmente a su cautividad. No guardaba una sola
imagen, sino un gran aullido, la sensación producida por los huesos de un hombre
mortalmente exhausto contra su hombro. El hedor de los minerales y de las
cadenas... como el aleteo de la música, cuyo ritmo nunca deja de sonar y que no es
del todo una canción. ¿Le harían eso otra vez? «Lárgate», pensó.
—No creía que le vería por aquí —dijo entonces una voz—. Estaba convencido
de que tendríamos que ir a buscarle.
Ike levantó la mirada. Un hombre de espaldas muy anchas, de unos cincuenta
años, estaba de pie en la acera, delante de él. A pesar de sus téjanos limpios y su
parka de diseño, su porte era militar. Ike miró a izquierda y derecha, pero estaban
solos.
—¿Es usted el abogado? —le preguntó.
—¿El abogado?
Ike se sintió confundido. ¿Le conocía o no le conocía aquel hombre?
—Para el consejo de guerra. No sé cómo se les llama. ¿Es usted mi abogado?
El hombre asintió con un gesto, al comprender.
—Claro, puede llamarme así. Ike se incorporó.
—Terminemos entonces cuanto antes —dijo. Se sentía aterrorizado, pero no veía
alternativa alguna a lo que se había puesto en marcha. El hombre parecía confundido
—. ¿No se ha dado cuenta de lo vacías que están las calles? No se ve a nadie. Todos
los edificios están cerrados.
—No hay error. Hoy es el día correcto. Sólo que es domingo.
—¿Qué estamos haciendo aquí entonces? —preguntó.
Parecía una estupidez por su parte. Andaba perdido.
—Ocuparnos del asunto.
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Ike se replegó dentro de sí mismo. Algo no andaba bien. Branch le había dicho
que se presentara aquí, a esta hora.
—Usted no es mi abogado.
—Me llamo Sandwell. —A pesar de la pausa que hizo el hombre, Ike no creyó
conocerlo. Al darse cuenta de que Ike nunca había oído hablar de él, sonrió con una
expresión similar a la condolencia—. Su amigo, Branch, estuvo bajo mi mando
durante un tiempo. Fue en Bosnia, antes de que se produjera su accidente, antes de
que cambiara. Era un hombre decente. —Y, tras una pausa, añadió—: Dudo mucho
que eso haya cambiado.
Ike estuvo de acuerdo. Algunas cosas no cambiaban.
—Me he enterado de sus problemas —siguió diciendo Sandwell—. He leído su
expediente. Nos ha servido usted bien durante los cinco últimos años. Todo el
mundo le alaba. Es un guía excelente, un buen explorador y sabe encontrar a los
cazadores. Una vez que Branch lo domesticó, hemos podido utilizarlo muy bien. Y
usted también nos ha utilizado y ha recuperado la carne que perdió en el abismo, ¿no
es así?
Ike esperó. El hecho de que Sandwell utilizara el plural sugería que todavía
estaba en el servicio activo. Pero también había algo en él, y no era su atuendo
campestre, sino algo en su actitud, que le indicaba que sus intereses también eran
otros.
Los silencios de Ike empezaban a molestar a Sandwell; lo sabía porque la
siguiente pregunta que le hizo tuvo la intención de ponerle en un aprieto.
—Usted dirigía a un grupo de esclavos cuando Branch lo encontró, ¿verdad?
Era usted un
kapo,
un guardián. Era uno de ellos.
—Como quiera usted llamarlo —asintió Ike.
Aquello era como golpearlo con una roca para acusarlo de su pasado.
—Su respuesta importa. ¿Se pasó usted a los abisales, o no?
Sandwell se equivocaba. No importaba lo que Ike dijera. Según su experiencia,
la gente se hacía sus propios juicios, independientemente de la verdad. Y eso era así
incluso cuando la verdad estaba bien clara.
—Esa es la razón por la que la gente nunca puede confiar en ustedes, los
recapturados —dijo Sandwell—. He leído suficientes evaluaciones psíquicas. Son
ustedes como animales de la penumbra. Viven entre dos mundos, entre la luz y la
oscuridad. Nada es correcto o incorrecto, sino gravemente psicótico en el mejor de los
casos. En circunstancias corrientes, entre los militares habría sido una solemne
estupidez confiar en ustedes en el campo de batalla.
Ike conocía bien aquel temor y desprecio. Eran muy pocos y preciosos los
humanos recuperados de la cautividad abisal, y la mayoría de ellos terminaban en
celdas acolchadas. Unas pocas docenas habían sido rehabilitadas y puestos a trabajar,
la mayoría de ellos como perros de vigilancia de mineros y colonias religiosas.
—Lo que quiero decirle es que usted no me cae bien —siguió diciendo Sandwell
—, pero no creo que se marchara sin permiso hace dieciocho meses. Leí el informe de
Branch sobre el asedio de Albuquerque 10. Creo que se marchó usted tras las líneas
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del enemigo. Pero no lo hizo como un acto heroico, para salvar a sus camaradas del
campamento, sino para matar a los que le hicieron eso. —Sandwell indicó con un
gesto las señales y cicatrices de la cara y las manos de Ike—. El odio tiene sentido
para mí.
Puesto que Sandwell parecía satisfecho, Ike no se molestó en aclarar las cosas.
La suposición inmediata era que había conducido a los soldados contra su antiguo
captor, en busca de venganza. Ya había dejado de intentar explicar que el ejército
también lo tenía capturado. El odio no tenía nada que ver en aquella cuestión. No
podía tenerlo, puesto que en tal caso ya se habría destruido a sí mismo hacía mucho
tiempo. La curiosidad, eso era lo que le movía.
Sin darse cuenta siquiera de lo que hacía, Ike se había ido retirando ante el
avance de los rayos del sol. Observó la mirada de Sandwell y se detuvo.
—Usted no pertenece a la superficie —dijo Sandwell con una sonrisa—. Creo
que eso ya lo sabe.
Este tipo no podía ser más claro, para variar.
—Me marcharé en cuanto me dejen. He venido para aclarar las cosas. Luego
tendré que regresar al trabajo.
—Habla como Branch. Pero las cosas no son tan sencillas. En este tribunal se
decide si lo empapelan o no. La amenaza abisal ha pasado. Ha desaparecido.
—No esté tan seguro de ello.
—Todo depende del punto de vista. La gente quiere que el dragón sea vencido.
Eso significa que ya no tenemos necesidad de los inadaptados y los rebeldes. No
necesitamos esa preocupación, situaciones embarazosas y problemas. Usted nos
asusta. Se parece a ellos. Y no queremos que nadie nos lo recuerde. Hace un año o
dos el tribunal habría considerado su talento y lo habría valorado en el campo de
batalla. En estos tiempos que corren, sin embargo, lo que quieren es un barco estanco.
Quieren disciplina y orden.
Sandwell procuró que el fascismo que traslucían sus palabras pareciese casual.
—En resumen, usted está muerto —siguió diciendo—. No se lo tome como algo
personal. El suyo no es el único consejo de guerra que se ha montado. Los ejércitos se
disponen a purgar de sus filas toda la tosquedad y todo lo desagradable. Su
colaboración ha terminado. Dentro de poco desaparecerán los exploradores y las
guerrillas. Es algo que sucede al final de toda guerra. Es como la limpieza de
primavera.
«Copas del Sur.» Las palabras de Branch resonaron en su mente. Él tuvo que
haber sabido o percibido que se acercaba esta purga. Se trataba de verdades muy
simples. Pero Ike no estaba preparado para escucharlas. Se sintió herido, y aquello
fue una revelación. ¿Lo notaba?
—Branch le convenció para que se presentara ante el tribunal y pidiera
clemencia —afirmó Sandwell.
—¿Qué más le ha contado? —preguntó Ike, sintiéndose tan ingrávido como una
hoja muerta.
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—¿Branch? No hemos hablado desde Bosnia. He dispuesto esta pequeña
entrevista a través de uno de mis ayudantes. Branch está convencido de que se iba a
entrevistar usted con un abogado amigo de un amigo. Alguien capaz de arreglarlo.
«¿Por qué aquella duplicidad»?, se preguntó Ike.
—No se necesita ningún gran ejercicio de imaginación para imaginar por qué —
siguió diciendo Sandwell—. ¿Por qué otra razón estaría dispuesto a pasar por esto, si
no fuera para suplicar clemencia? Como ya le he dicho, las cosas van más lejos. Su
caso ya está decidido.
El tono empleado, no despectivo, sino con una ausencia total de sentimientos, le
indicó a Ike que no había esperanza alguna. No perdió el tiempo en preguntarle cuál
sería el veredicto. Se limitó a preguntar cuál sería el castigo.
—Doce años en prisión —contestó Sandwell—. En Leavenworth.
Ike tuvo la sensación de que el cielo se le desmoronaba encima a trozos. «No
pienses —se advirtió a sí mismo—. No sientas.» Pero el sol salió y lo estranguló con
su propia sombra. Su imagen oscura yacía hecha pedazos sobre los escalones, a sus
pies.
Se dio cuenta de que Sandwell lo observaba con paciencia.
—¿Ha venido aquí para ver cómo me desangro? —se aventuró a preguntarle.
—He venido para darle una oportunidad. —Sandwell le entregó una tarjeta en
la que se leía el nombre de Montgomery Shoat. No contenía título, profesión o
dirección—. Llame a este hombre. Tiene trabajo para usted.
—¿Qué clase de trabajo?
—El mismo señor Shoat se lo dirá. Lo importante es que lo llevará a lugares tan
profundos que ninguna ley llega hasta ellos. Hay zonas donde no existe la
extradición. Allá abajo, tan lejos, no podrán tocarle. Pero tiene que actuar
inmediatamente.
—¿Trabaja usted para él? —preguntó Ike.
Había que tomarse las cosas con calma, se dijo a sí mismo. Encontrar sus
huellas, retroceder un poco, llegar hasta el origen. Sandwell, sin embargo, no le
ofreció nada.
—Se me pidió que encontrara a alguien con ciertas calificaciones. Fue una
verdadera suerte haberle encontrado a usted en tan delicada situación.
Eso, al menos, ya era cierta información. Le indicaba que Sandwell y Shoat
andaban metidos en algo ilícito o sesgado, o quizá simplemente insalubre, pero algo
para cuya presentación se necesitaba del anonimato en una mañana dominical.
—No le ha dicho nada de esto a Branch —dijo Ike.
Eso no le gustaba. No se trataba de pedirle permiso a Branch, sino de mantener
una promesa. Huir significaba alejar para siempre al ejército de su vida. Sandwell no
pareció lamentarlo.
—Debe tener cuidado —dijo—. Si se decide por esto, montarán una operación
de búsqueda. Y las primeras personas a las que interrogarán serán las más cercanas a
usted. Mi consejo es que no las comprometa. No llame a Branch. Él ya tiene
suficientes problemas.
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—¿Me limito entonces a desaparecer?
Sandwell sonrió.
—En realidad, usted nunca existió —contestó.

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